No digas ni una palabra
Había sido fácil llevarse a la niña. Facilísimo.
Un poco después de las tres de la madrugada, Sport había salido del departamento de Sinclair. Bajó en ascensor hasta el sótano. Abrió la puerta del patio con un duplicado de la llave que se había hecho. Una vez afuera, cruzó el patio desde su edificio al de Conrad. Hacía una linda noche, se dijo. El aire era fresco. El cielo, despejado. Una franja de débiles estrellas resplandecía entre los dos edificios. Tarareó para sí un poco al mirarlas.
La cerradura de la puerta del patio del otro edificio era la única difícil que encontró. El cerrojo era demasiado pesado. Su ganzúa no conseguía hacerlo pasar. Tuvo que utilizar unas pinzas para hacer palanca. Tarareó una cancioncilla mientras forcejeaba con la cerradura. A Sport le parecía que Sinatra reventaba la canción. Al final hizo saltar la cerradura. No tardó más de sesenta segundos.
Entró en el sótano y encendió una linternita. Siguió el haz hasta dar con la caja maestra del teléfono. Dolenko, que se ocupaba de la parte electrónica, le había dado un pequeño transmisor. Una simple cajita de plástico del tamaño de la palma de la mano. Llevaba dos broches de palanca adosados. Dolenko le había explicado cómo pinchar la línea de Conrad. Resultó sencillo. Los pernos de la caja maestra del teléfono llevaban una etiqueta donde se leía claramente 5D. El transmisor quedó conectado enseguida. Pan comido.
Después, Sport no tuvo más que subir por la escalera, evitando que lo viera el portero en el vestíbulo. Subió rápidamente hasta el quinto piso.
Iba vestido de oscuro: pantalones negros y campera azul marino. Los bolsillos de la campera le abultaban mucho con sus herramientas, que se rozaban. Llevaba también una manta bajo el brazo. Pese a ello, le parecía tener un aspecto normal. Si se encontraba a alguien por la escalera, se limitaría a saludar y sonreír. Claro que a las tres de la madrugada no era muy probable. En efecto, no se encontró con nadie.
Al llegar al quinto piso dejó las escaleras y fue rápidamente hacia la puerta del doctor Conrad. Pensó que aquello sí que era un poco arriesgado. Allí en el pasillo, manipulando la cerradura. Pero, no, tampoco hubo problemas. La cerraja estaba bien engrasada y se deslizó con facilidad. El seguro resultó facilísimo. Saltó en cuanto metió la ganzúa. Abrió la puerta lentamente para agarrar la cadena. Llevaba un buen cortaalambres.
Metió el cortaalambres por el vano. Hizo tenaza entre dos eslabones. Ejerció una fuerte presión sobre la tenaza. La cadena se partió. Como un disparo de rifle, un ruido increíble.
—¡Mierda! —musitó Sport.
Contuvo la respiración. Tenían que haberlo oído. Se agachó en el pasillo. Los dos trozos de la cadena se balanceaban. El departamento de Conrad estaba en silencio. Al cabo de un rato, dejó escapar un sordo resoplido y se encogió de hombros. Me parece que no, pensó. Y entró.
Cerró la puerta muy despacio. Se dirigió rápidamente al cuarto de la niña. Encontró a la pequeña en su alta cama, dormida. Estaba echada de costado, de cara hacia él. Tenía la boca abierta. Sostenía un muñeco de trapo o algo así bajo el brazo. Una niña bonita, pensó Sport. Sonrió. La idea de raptarla mientras su madre dormía allí a sólo unos metros le parecía bastante divertida.
Llevaba un tarrito en el bolsillo, de los que venden con gelatina dulce. Había poco más de un centímetro de líquido transparente en el interior: cloroformo. Sacó un trapo de cocina y lo humedeció en la boca del tarrito. Al aplicar el trapo a la boca de la niña, ella se despertó por un fugaz instante. Se le abrieron los ojos de par en par. Lo miraron adormilados. Luego debió de vencerla el ahogo porque sus ojos se dilataron, con expresión aterrada. Sport sonrió y siguió oprimiéndole la boca con el trapo. Luego los ojos de la niña se cerraron. Sport sintió que se desvanecía bajo su mano. Rió calladamente.
Desdobló la manta y la extendió sobre el suelo. Entonces bajó a la niña de la cama y la colocó encima de la manta. Puso también el muñeco de felpa junto a ella. Algo para que estuviese contenta y tranquila hasta que pudieran matarla. La envolvió en la manta, que la cubrió de pies a cabeza.
Luego Sport se cargó a la niña a la espalda. Había decidido que Maxwell se quedara en el departamento de Sinclair. Aquel gigantón se movía con tanta lentitud como un batallón de tanques. Además, una vez que se hubiera visto con la niña entre las manos, podría haberse excitado y echarlo todo a perder. Pero en ese momento hubiera preferido tenerlo con él. Cristo, cómo pesaba la niña. Se iba a hacer polvo la espalda.
Traspuso la puerta con ella y avanzó por el pasillo. Al llegar a la escalera ya resoplaba bajo el peso de la chica.
Al final de las escaleras tuvo que descansar un momento. Estaba bajo la caja de la escalera, ya en el sótano. Apoyó el cuerpo de la niña en la pared y se apoyó él también, sudoroso y jadeante. Al cabo de unos instantes, fue hacia la puerta de la escalera. Al hacerlo oyó la descarga de un inodoro, allí mismo en el sótano, al otro lado de la pared.
Sport se quedó helado. Era el portero. Debía de haber bajado a orinar. El corazón de Sport se aceleró. Se quedó mirando fijamente la puerta de la escalera. El sudor le perlaba la frente, le caía hasta los ojos. Oyó las pisadas del portero justo al otro lado de la puerta. Se metió la mano en el bolsillo derecho y rebuscó su navaja automática. Estaba allí, junto con las tenazas y el estuche de la ganzúa.Tomó la navaja, pero no por ello se tranquilizó. Empezó a temblar.
Cobarde de mierda, pensó. Lo pensó tal como sonaba en la voz de su madre, aquella especie de maullido. Un maldito cobarde llorón sin pelotas.
Las pisadas del portero se oyeron más próximas. Sport se imaginó hundiendo la navaja en el estómago del portero. Imaginó cómo sería. La carne resistiéndose y luego cediendo. La sangre. Sentía el brazo débil y como de goma. No podría hacerlo. Sabía que no podría hacerlo.
Las pisadas del portero pasaron junto a la puerta. Un instante después, Sport oyó que se abrían las puertas del ascensor. Luego las oyó cerrarse. Reinó el silencio. Sport respiró hondo. Abrió la puerta y se asomó. Ya no había nadie en el sótano.
Sport sonrió. Soltó la navaja. Después de empujar la puerta con el pie, volvió a cargarse la niña al hombro. La llevó hasta el patio y luego cruzó hasta su edificio.
Estaba de vuelta en el apartamento de Sinclair —en su apartamento— diecisiete minutos después de haber salido. Fue así de fácil.
Eran tres en el departamento, aparte de la niña. Está allí Sport, Maxwell y Dolenko. El Loco había metido a Dolenko en aquello. Dolenko había sido amigo del Loco cuando éste aún vivía, antes de que Maxwell lo matara. Dolenko había conocido al Loco en uno de esos bares que cierran de madrugada, a los que el Loco le gustaba ir. En los viejos tiempos, el Loco llevaba a Sport a aquellos bares. En opinión de Sport, en esos sitios no había más que maricas con chaquetas de cuero, grupos bailando la conga con suspensorios. A veces incluso había espectáculos de sexo en vivo. Una vez, Sport los había visto voltearse en grupo a una chica, allí mismo. Le habían atado las manos y le habían puesto una máscara de piel en la cara. Todos aplaudían. Sport meneó la cabeza al ver aquello. Esos maricas de mierda, pensó. Son capaces de hacer cualquier cosa. Pero al Loco le gustaban esas porquerías.
Luego de rondar por los bares, Sport y el Loco volvían a su casa en Flushing. El Loco y Sport compartían por entonces una casa, los dos solos. Seguían allí la juerga, riéndose de los maricas que habían visto. Bailaban en calzoncillos o incluso desnudos, como hacían los maricas. A Sport le divertía imitarlos. Sport lo pasaba bien con el Loco.
Pero después el Loco conoció a Dolenko en un bar. Dolenko trabaja de electricista en el Departamento de Transportes del Ayuntamiento. Era delgado y musculoso. Cuando se quitaba la camisa, se le marcaban todos los nervios y tendones bajo la piel. Siempre daba la impresión de estar tensando algo. Su menuda cara también tenía ese aspecto. Llevaba el cabello corto, cortado al ras. Se le notaban mucho los tendones del cuello. Tenía los ojos saltones y la boca torcida y crispada.
Eso se debía en parte a que Dolenko usaba cocaína. Siempre estaba duro. Pero el Loco le había tomado cariño. Muy pronto, el Loco y Dolenko empezaron a pasar juntos casi todo el tiempo. El Loco apenas volvía a casa con Sport.
—¿Acaso eres marica, o qué? —le había preguntado Sport al Loco—. Estás siempre con él.
Pero el Loco meneó con indiferencia su pelirroja cabeza.
—Vete al carajo. Es un personaje. Me gusta.
Así que estaba claro.
A esto se debió en parte que Sport hubiera empezado a intimar con Maxwell: para vengarse del Loco por irse con Dolenko. Desde que Maxwell llegó a Rikers, Sport había dado el primer paso para trabar amistad con el nuevo recluso. Maxwell odiaba la Isla: los bares, el ruido incesante, las duras miradas de los demás. Era como un animal asustado en una jaula y se alegró de que un funcionario se mostrara un poco amable. Sport le dijo a Maxwell que fuera a verlo cuando quedara en libertad. Y eso fue exactamente lo que hizo Maxwell. Así, mientras el Loco y Dolenko se veían con frecuencia, Sport empezó a frecuentar a Maxwell.
—Mira a ese tipo —replicó Sport, sonriente—. Es un personaje. Me entiendes, ¿no?
Al principio hubo bastante tensión entre los cuatro. Pero las cosas no tardaron en suavizarse. Un día, Sport le contó al Loco lo que a Maxwell le gustaba hacer con los gatos. Al Loco le hizo gracia. Le compró a Max un gatito e hizo que Sport y Dolenko se sentaran a la mesa en la que desayunaban mientras maxwell lo mataba. Maxwell le cortó la lengua al gato para que no pudiera maullar, luego le rompió las patas una a una, y luego lo estranguló. Pero lo bueno consistió en que el Loco se lo hizo hacer sin los pantalones. Entonces, cuando Max se excitó, el Loco agarró el corto y grueso pene de Max y lo masturbó hasta que Max gritó y acabó manchándolo todo.
—¡Maricones! —les gritó Sport, aunque él también se había reído.
Y el Loco rió y rió hasta no poder más.
Después de aquello los cuatro se hicieron muy amigos.
Ahora sólo quedaban tres. A Sport le dolía. Echaba de menos al Loco. Le dolía que Maxwell hubiera tenido que degollarlo. Aquello no hubiese sucedido, se decía, si el Loco no hubiera empezado a frecuentar a Dolenko.
Cuando Sport regresó de casa de Conrad, depositó a la niña en el dormitorio. No le habían dejado muchos muebles allí en el departamento de Sinclair, pero en el dormitorio había un colchón y un televisor. Unas gruesas cortinas cubrían las ventanas. Había una pequeña lámpara en el suelo. Proyectaba largas sombras sobre las blancas paredes.
Dejó a la niña en el colchón y le quitó la manta. Yacía de costado, inmóvil. Llevaba un largo camisón de franela con unas cintas rojas al cuello y graciosos estampados por todas partes. El camisón se le había remangado hasta la cintura. No llevaba nada debajo. La visión de su desnudez perturbó a Sport. Le bajó el camisón. Meneó la cabeza. Dejó el muñeco de trapo junto a ella.
Mientras tanto, Maxwell estaba allí, detrás de él, mirando. Dolenko no estaba. Había salido a preparar las cosas en el consultorio de Conrad y aún no había regresado. Maxwell seguía mirando desde atrás de Sport. Le brillaban los ojos. Sus enormes brazos de oso pardo se balanceaban nerviosos. Tenía aquella extraña mirada, aquella sonrisa ida. A Sport no le gustaba eso. Si Maxwell se excitaba de verdad, no habría manera de detenerlo.
Así que, cuando hubo dejado allí a la niña, Sport se volvió hacia él.
—Mira, Max...—Tuvo que inclinar totalmente la cabeza hacia atrás para mirarlo. Agitó el índice hacia aquella cara aniñada, con los ojos hundidos y los labios fruncidos, como si hiciera pucheros—... Por ahora tienes que dejarla, ¿de acuerdo? No puedes liquidarla todavía. Eso lo estropearía todo. ¿Entendido?
Maxwell se masajeó las palmas. Miró hacia la niña que estaba echada en la cama. Tenía una expresión contrariada.
—Podría tocarla —sugirió—. Eso no va a estropear nada.
—No —dijo Sport con firmeza—. Era como hablarle a un perro. —No puedes tocarla —añadió—. Te excitaría y perderías el control. Se acabaría todo antes de que te dieras cuenta. Sabes que tengo razón, ¿verdad? ¿Verdad?
Por un momento los ojos de Maxwell fueron de la niña a Sport, que sintió que se le ponían los pelos de punta. Pensó en el Loco, pataleando, temblando y desangrándose hasta morir en el suelo mientras Maxwell lo miraba. Maxwell y su erección.
Pero entonces Maxwell ladeó la cabeza.
—Solamente la estaba mirando... —dijo.
—Buen chico —asintió Sport, dándole una palmada en el ancho hombro—. La vigilas tú por mí, ¿eh? Pero deja la puerta abierta. Voy a ver si duermo una hora.
Maxwell asintió con la cabeza, agradecido. Colocó una silla junto a la pared y se sentó. Con los hombros encorvados, con las manos colgando entre las piernas, e inclinado hacia adelante miraba a la niña. Sport salió a la sala de estar. Dejó la puerta abierta. De todas maneras decidió aguardar a que regresase Dolenko antes de dormir.
En la sala de estar había dos sofás, una mesita para tomar el café y tres sillones. Había también un par de lámparas de pie. Por lo demás, la amplia habitación con suelo de parqué estaba vacía. Los muebles de Lucía Sinclair habían desaparecido. Los majestuosos sillones y las impresionantes bibliotecas. Las vitrinas de madera de palisandro con los detallitos de porcelana. Se los había llevado el nieto de Lucía Sinclair. Había llegado en avión desde San Francisco para el funeral y se había quedado para tratar lo de los muebles. El mismo día que la policía desprecintó el departamento, el nieto lo vació. Sólo diez días después de que la vieja muriera, su lujoso apartamento estaba vacío. Un día después, se mudaron allí Sport, Maxwell y Dolenko.
Cuando Dolenko regresó del consultorio de Conrad, Sport estaba echado en uno de los sofás. Cerró los ojos e intentó conciliar el sueño. Se imaginó cantando en un club nocturno. Era su sistema para relajarse mentalmente. Se imaginó de esmoquin, fumando un cigarrillo y cantando lo que cantaba Sinatra. Las mujeres, sentadas a las mesas, suspiraban. Sus maridos lo miraban con reacia admiración. Al cabo de un rato, las ideas de Sport se hicieron confusas. Seguía intentado cantar en el club pero, en lugar de ello, se tiraba sonoros pedos. Era horrible. Sonaban como trompetazos. El público se reía de él. Las mujeres se tapaban las rojas bocas con sus blancas manos. Los maridos golpeaban las mesas con la mano y soltaban carcajadas. Pero él no podía parar de echarse pedos. Entonces Dolenko le zarandeó los hombros.
—La chica se está despertando, Sport —anunció Dolenko, sacudiendo otra vez el hombro de Sport.
Sport abrió los ojos y se incorporó enseguida.
—¿Qué?
—Que la chica se está despertando, hermano.
—Ah. Está bien, está bien.
Sport se restregó la cara con ambas manos. Miró adormilado a Dolenko. Dolenko estaba allí, balanceándose sobre la punta de los pies. Hacía rápidos movimientos de cabeza sin razón aparente. Mascaba chicle. Los músculos de la mandíbula se le marcaban, trabajando a fondo. Sus ojos de cocainómano se movían con viveza de un lado a otro.
—Gracias, Dolenko. Gracias —dijo Sport mirando su reloj.
Eran las cinco y cuarto.
Se levantó y fue al dormitorio.
La niña se estaba estirando en la cama. Estaba boca arriba y restregaba los ojos con la mano. Maxwell, de pie frente a la silla, la miraba con ojos desorbitados. Sport lo oía respirar.
La niña abrió los ojos y miró a su alrededor. Parpadeó.
—¿Mamá? —dijo. Luego se volvió y vio a Sport y a Maxwell.— ¿Dónde está mamá? Mamá. —Empezó a incorporarse.— Uh —exclamó. Apoyó la cabeza en una mano. Miró a los dos hombres. Sus labios empezaron a temblar. Sus mejillas enrojecieron.
—No pasa nada, querida —dijo Sport, dando una expresión bienhumorada y amable a su juvenil rostro.
—¿Dónde está mamá? —repitió la niña.
Sport le dirigió una de sus chispeantes sonrisas.
—Escucha, querida, tu mamá no puede venir ahora. Pero vamos a cuidarte bien. Aquí tenemos televisor y todo. Lo pasarás fantástico.
—Quiero que venga mi mamá —insistió la niña, quien se echó a llorar—. ¿Dónde está?
Mierda, pensó Sport. Pero siguió sonriendo.
—Mira, no llores. Vamos a cuidarte bien —aseguró—. Ya verás, ponemos la televisión y...
Pero la niña empezó a llorar más fuerte.
—¡Mamá! ¡Mamá! —gritó.
—Mierda —murmuró Sport.
Rápidamente fue a la habitación contigua a buscar el cloroformo. Oía a la niña berreando detrás de él. Sollozaba tan aparatosamente que apenas podía articular aquella única palabra: "¡Mamá! ¡Mamá!" La repetía sin cesar.
Sport humedeció el trapo y volvió con él al dormitorio. Al llegar vio que Maxwell estaba de pie junto a la cama. Tenía las manos levantadas. Respiraba sonoramente, emitiendo un extraño sonido gutural. La niña trataba de protegerse arrimándose a la pared, estrechando al muñeco de peluche entre sus brazos. Miraba fijamente a Maxwell y lloraba tanto que no podía hablar. Al entrar Sport a toda prisa ella se volvió hacia él, sollozando.
—Por favor. Por favor. Sólo quiero a mi mamá.
Sport avanzó hacia la niña. Ella retrocedió, pero él la sujetó por la nuca con una mano. Trató de taparle la boca con el trapo que llevaba en la otra mano. Pero ella se apartó hacia atrás, meneando la cabeza.
—No, no —dijo entre sollozos—. Por favor.
Sport le oprimió la boca con el trapo. Ella se apartó de nuevo. Jadeó, sollozó. Sport le dobló la cabeza a viva fuerza y le metió el trapo en la boca. Sintió la arcada de la niña. Vomitó una gran bola amarilla sobre la cama.
—¡Oh, mierda! —exclamó Sport, que retrocedió un instante.
—Oh, no —gritó la niña mirando el vómito—. Oh, no.
El labio le sangraba. Empezó a sollozar de nuevo.
Sport le metió otra vez el trapo en la boca.
—Y, ahora, quieta —le ordenó.
La segunda vez la niña no pudo zafarse. Miró a Sport con el trapo en la boca. Empezaron a caérsele las lágrimas. Luego sus ojos se cerraron y quedó inerte. Sport la dejó caer sobre la cama. Agitó la mano frente a su cara para disipar el olor del vómito.
Maldiciendo retiró la manta sucia de debajo de la niña. La enrolló y la tiró en un rincón. Luego alzó los ojos y vio a Maxwell.
Maxwell aún tenía las manos levantadas. Estaba ruborizado. Sin embargo, parecía haberse quedado helado.
Míralo, pensó Sport, el hijo de su madre la tiene parada.
Se enderezó y le dio una palmada en el hombro. Trató de que su voz no reflejara su ira.
—Vamos —dijo.
Dejaron a la niña en el dormitorio y cerraron la puerta.
Al amanecer, Maxwell seguía frente a la puerta, mirándola. Estaba sentado en uno de los sillones, encorvado, frotándose las manos. No quitaba los ojos de encima.
Sport y Dolenko estaban al otro lado de la habitación, junto a las puertas de cristal que daban al balcón. Sport, sentado en uno de los sillones, con el teléfono portátil sobre las piernas. Dolenko permanecía de pie a su lado. Tenía los prismáticos pegados a sus ojos de bicho. Los enfocaba a una hilera de ventanas del edificio del otro lado del patio. Se balanceaba sobre las puntas de los pies.
Dolenko reía divertido mientras miraba a través de los prismáticos. Tenía una risa aguda, como la de una niña: ji, ji, ji.
—Mira. Ni siquiera se han enterado. Él está ahí sentado, desayunando.
Hasta su voz sonaba fibrosa y tensa.
—Ah, qué bien. La Tetona va al cuarto de la niña. Ji, ji, ji. La están buscando. ¿Dónde está, papá? No lo sé, mamá. ¿Dónde se habrá metido? Ji, ji, ji.
Sport soltó un resoplido. Meneó la cabeza ante el burdo sentido del humor de Dolenko, lo cual no impidió que le hiciera sonreír. Estaba repantigado en la silla y miraba a través de la puerta del balcón. Incluso sin los prismáticos veía claramente a los Conrad: sus pequeñas figuras moviéndose por el departamento. Cada vez se movían más frenéticamente.
Dolenko aceleró su balanceo.
—¡Han visto la puerta! ¡Han visto la puerta! —exclamó.
Sport posó la mano en el auricular del teléfono. Se podría decir cualquier cosa de Dolenko, pensó, pero había que reconocer que de electrónica sabía un rato. Al principio, Sport quería poner un micrófono en el departamento de Conrad, incluso alguna cámara oculta. Pero cuando resultó que aquello no era factible, a Dolenko se le ocurrió la idea del transmisor. Ahora el teléfono de Conrad estaba conectado directamente con el portátil de Sport. Sport podía llamarlo pero Conrad no podía llamar a nadie, salvo a él.
Sport aplicó el auricular a su oreja.
Un instante después vio a Conrad correr hacia el teléfono. Oyó el clic cuando Conrad tomó el aparato. Oyó cómo pulsaba los botones, cómo golpeaba la base del aparato. Luego hubo un momento de silencio.
Sport respiró hondo y habló con calma. Estaba nervioso, pero procuró que su voz sonara tranquila y serena.
—Buenos días, doctor Conrad —saludó—. Me llamo Sport.
Hubo una pausa. Entonces Conrad estalló.
—¿Pero qué diablos...?
Sport lo interrumpió en seco.
—Óigame bien. No diga ni una palabra. Tengo a su hija...
Esta vez la pausa fue más larga.
—¿Quién es usted? ¿Quién mierda es usted?
—Estuve trabajando en su departamento durante varios días, doctor Conrad. Instalé cámaras... Veo lo que hace. Instalé micrófonos y oigo lo que dice. La verdad es que es muy bonita esa camisa que tiene puesta —dijo Sport, entornando los ojos—. El color anaranjado le favorece. Y debería usar vaqueros más a menudo.
—Míralo. Míralo: está buscando las cámaras—susurró Dolenko—. Ji, ji, ji. Busca por aquí, busca por allá... ¿dónde estarán?
Dolenko siguió riendo.
Sport hizo una seña para indicarle que se callara.
Mantenía los ojos fijos en la ventana de enfrente, en la figura de Conrad.
—Si trata de salir —prosiguió Sport—, si trata de ponerse en contacto con alguien por cualquier medio, mataré a su hija. Si intenta desconectar mi instalación, si hace cualquier cosa sospechosa, la mataré.
—Hijo de puta. ¿Dónde está mi hija? Quiero hablar con...
—Huy —dijo Sport, sonriendo—. Eso ha sido un error. Si comete otro error lo pagará su hija. Si comete un nuevo error, su hija morirá.
Sport aguardó un momento. A ver si aquel médico ricachón de Park Avenue seguía ahora con la lengua tan larga.
—De acuerdo —suspiró Conrad al cabo de un instante—. ¿Qué quiere?
La sonrisa de Sport se ensanchó. Sus ojos brillaron.
—Veo que ya va comprendiendo, doctor. Oiga bien: ¿Tiene alguna cita hoy? ¿Espera visitas?
Se hizo un silencio al otro lado.
—No, no —respondió entonces Conrad.
—Dígamelo ahora, porque si luego se presenta alguien, nuestra querida Jessica las va a pasar muy feas.
—No. íbamos... Nada. No.
—Bien. Quiero que se queden donde están y que no hagan nada. Pueden comer y cagar... pero incluso cuando caguen los estaré viendo. A las siete de esta tarde lo volveré a llamar. Entonces le diré lo que tiene que hacer para recuperar a su hija con vida.
—Escúcheme... —dijo Conrad.
Sport colgó. Rió en silencio. Ji, ji, ji, rió a su vez Dolenko, a su lado.
Maxwell seguía sentado en su sillón, encorvado, mirando fijamente la puerta del dormitorio.