El hombre llamado Sport

Como el departamento adecuado era difícil de encontrar, asesinaron a la vieja. El hombre llamado Sport llamó a su puerta. El overol verde que llevaba le daba aspecto de plomero. Maxwell se apartó a un lado, fuera del campo de visión de la mirilla de la vieja. Maxwell también llevaba un overol verde, pero no parecía un plomero. Nadie iba a abrir la puerta para dejar entrar a Maxwell.

Sport era presentable; un joven de cara redonda y suave. Tenía el cabello liso y castaño, con un alborotado y juvenil flequillo que le cubría la frente. Su sonrisa era luminosa, y sus ojos marrones inteligentes y amistosos.

La vieja se llamaba Lucía Sinclair.

—¿Quién es? —preguntó al oír la llamada de Sport.

Tenía un tono de voz agudo y aflautado. Voz de rica. A Sport no le gustó. Allá en Jackson Heights, de muchacho, había trabajado los sábados como chico de los recados en el supermercado A & P. Lucía Sinclair tenía el tipo de voz que utilizaban las mujeres al decirte que dejaras las bolsas con la compra en la cocina. A veces, ni siquiera te miraban al decírtelo.

—El plomero —dijo Sport en tono amable.

Oyó el deslizamiento de la plaquita metálica de la mirilla y dejó que Lucía Sinclair escrutase su luminosa sonrisa.

—Nos envía Rick —informó él—. A la señorita Welch, la vecina de abajo, se le filtra agua por las paredes del cuarto de baño. Parece que la pérdida está en su departamento.

Oyó cerrarse la mirilla y descorrerse la cadena de la puerta. Miró a Maxwell. Maxwell le sonrió impaciente. Se estaba poniendo nervioso.

La puerta se abrió y apareció Lucía Sinclair. La verdad es que no tenía mal aspecto para una bruja así, pensó Sport. Era bajita y delgada. Tenía la cara en forma de corazón; un rostro cansado, pero no ajado ni arrugado. Tenía el cabello plateado y lo llevaba corto, con una anticuada permanente. Vestía blusa de franela y jeans azul pálido. Eran unos jeans caros, como los de las mujeres a quienes les llevaba la compra de muchacho, que mostraban el culo al inclinarse sobre el monedero. "Deja las bolsas en la cocina", le decían. Ni siquiera lo miraban.

Bueno, pensó Sport, creo que con ésta Maxwell lo pasará bien. Lucía Sinclair se hizo a un lado para dejar entrar a Sport. Sonrió y se recompuso un poco el pelo.

—Debo de estar hecha un desastre —dijo ella—. He estado arreglando el jardín —añadió con graciosos ademanes.

Al fondo del salón se veía una puerta corrediza de cristal; daba a una pequeña terraza, donde había macetas y jardineras.

—No es que haya trabajado mucho —prosiguió Lucía Sinclair—. Pero es una tarea muy sucia y yo...

Se interrumpió. Las palabras murieron en sus labios de una forma que hizo sonreír a Sport. Se quedó inmóvil, con la mandíbula caída y la mirada fija. Sport percibió un nebuloso temor en sus ojos. Estaba mirando a Maxwell.

Maxwell entró y cerró la puerta.

Sport recordaba perfectamente la primera vez que él vio a Maxwell. Fue en el penal de Rikers Island. Sport había trabajado allí como funcionario; era vigilante.

Corrían las primeras horas de la tarde y estaba descansando, sentado en una silla de madera recostada en la cenicienta pared de la sala de funcionarios contigua al pabellón C. Cuando entraron a Maxwell, Sport se quedó con la boca abierta y su silla se venció hacia adelante golpeando con las patas el suelo de cemento.

—Mierda —susurró. "Un tipo de quien me gustaría ser amigo", pensó.

El tal Maxwell medía más de un metro ochenta. Tenía los hombros caídos y unos brazos musculosos que le colgaban pesadamente a ambos lados. Su complexión era la de oso pardo: robusto, lento de movimientos; un tipo macizo. Vencía la cabeza hacia adelante, como un oso o un cavernícola. Su ancho pecho llenaba de tal modo su traje de presidiario que parecía como si fuese a reventarlo.

Pero su cara... Eso fue lo que a Sport le llamó enseguida la atención. El aspecto de su cara. Era menuda, cuadradita y con unos finos mechones rubios que le cruzaban la frente. Una nariz ancha y chata, como la de los negros; unos labios también gruesos y los ojos hundidos; unos ojos castaños tan hundidos que te miraban desde las sombras de las cuencas de una manera un tanto triste, como si se sintiesen atrapados allí.

Por Dios, se dijo Sport, no parece la cara de un hombre. No era una cara de hombre ni tampoco de animal. Era una cara de niño pegada en lo alto de un cuerpo de oso. Aquel corpachón... y aquella carita de niño asustado.

Al entrar al pabellón, Maxwell estaba asustado. Sport lo notó. Lo asustaba verse en la cárcel. Arrugaba mucho los labios, como si fuese a llorar.

Paseaba los ojos por la larga hilera de catres y taquillas; y de hombres, casi todos negros, que se volvían a mirarlo con ojos malévolos y escrutadores.

Resultó ser su primera vez, como indicaban las apariencias. Le habían dado seis meses por exhibicionismo en un parque frecuentado por niños. Su abogado había logrado que no lo condenaran por agresión sexual.

Sólo con verlo, Sport se dio cuenta de que era un tipo capaz de bastante más que eso.

Lucía Sinclair tenía la mirada fija en Maxwell y no podía articular palabra. Sport vio en sus ojos que sabía que había cometido un error. Casi podía oír lo que pensaba: "¡Por qué habré abierto la puerta; por qué la habré abierto!".

Demasiado tarde, vieja puta, pensó Sport.

—Vamos a echarle un vistazo a su cuarto de baño, señora —anunció con una amable sonrisa.

Lucía Sinclair vaciló, como si tratara de pensar cómo salía de aquello. Le temblaban las comisuras de los labios.

—No faltaba más —dijo ella al fin—. Pero sólo permítame...

Se acercó a la puerta, tratando de pasar por detrás de Maxwell y de alcanzar el picaporte.

Maxwell la sujetó de la muñeca.

—Quite las manos de... —empezó decir ella.

Luego abrió la boca con una mueca de dolor. Se le nublaron los ojos. Maxwell sujetaba con fuerza su delgada muñeca; le torció el brazo lentamente alejándolo de la puerta. Una leve, extraña y ensoñadora sonrisa recorrió sus labios.

—Por favor... —logró apenas susurrar Lucía Sinclair.

Maxwell la soltó. Ella trastabilló hacia atrás y cayó al suelo. Se alejó de ellos arrimándose a la pared. No se levantó. Se quedó allí encogida y acobardada. Eso le gustaba a Sport. Así ya no parecía tanto una puerca señorona. Estaba allí encogida, frotándose la muñeca enrojecida. Tenía los ojos fijos en Maxwell, plantado allí frente a ella. Maxwell respiraba entrecortadamente; sus hombros subían y bajaban al compás de la respiración.

—Bueno, limítese a enseñarnos el cuarto de baño, señora —pidió Sport con calma.

La vieja dirigió la mirada hacia él, con los ojos desorbitados.

—Por favor —dijo ella con una voz que ya no era aflautada sino sólo una quebrada y temblorosa voz de vieja—. Por favor, pueden llevarse lo que quieran.

—Max —indicó Sport.

Lucía Sinclair gritó de dolor cuando Max se agachó y la sujetó. La agarró justo por debajo de la axila con su enorme manaza. La vieja tuvo que incorporarse como pudo para que Max no le arrancase el brazo. Seguía sin apartar la mirada de Sport, como si apelara a él. Debió de darse cuenta de que era inútil apelar a Maxwell.

—Por favor —repitió ella—. No me hagan daño. No deje que me haga daño.

Sport levantó la mano y se dirigió a la mujer con suavidad, con un susurro tranquilizador.

—No va a hacerle daño, señora. Sólo tiene que acompañarlo al cuarto de baño.

—Por favor —dijo Lucía Sinclair, llorosa.

Las lágrimas le rodaban por las mejillas. Le temblaban los labios. Todas sus facciones parecían como hundidas y cenicientas.

Max la llevó a los tirones por el corto pasillo hacia la puerta del cuarto de baño. Ella llamaba continuamente a Sport.

—Por favor. No podría defenderme aunque me soltase. Ni siquiera llamaré a la policía.

Max llegó a la puerta del cuarto de baño y empujó a la vieja bruscamente al interior. Luego entró.

Sport oyó una vez más el lamento.

—Por favor. —Y luego un grito áspero y gutural—: Oh, Dios mío.

Desde luego, no hubiese habido forma de detener a Max entonces. En cuanto se le ponía aquella mirada y aquella ensoñadora sonrisa, ya era inútil. Eso era lo que pasaba con Maxwell: que le gustaba hacerlo; lo excitaba. Como cuando se lo hicieron al Loco. Maxwell disfrutó, disfrutó de verdad, con sólo degollar al tipo. El Loco se revolcaba en el suelo, pataleando y gorgoteando. Se cogía el cuello y la sangre brotaba entre sus dedos. Y allí estaba Maxwell, plantado frente a él, con los ojos brillantes, la boca entreabierta, un hilillo de baba resbalándole por el mentón, y una formidable erección bajo los pantalones como el palo de una tienda de campaña. Sport estaba seguro de que Maxwell se la habría sacado allí mismo. Habría acabado allí mismo con aquel tipo bailando y retorciéndose debajo de él. Pero Sport lo sujetaba del hombro, prácticamente gritándole: "¡Vamos! ¡Vamos!". Maxwell asintió al fin mansamente y se pasó la mano por su fino cabello rubio.

Se entretuvo, no obstante, todavía un momento. Se quedó allí a ver cómo moría el Loco.

Mientras Max estaba en el cuarto de baño con la vieja, Sport andaba por la sala de estar. Vaya casa qué tenía la vieja. Muy lujosa. Muy elegante. Directamente, no le daba mucho el sol, pero la luz del día de principios de otoño irrumpía a través de las puertas de vidrio del balcón. Había hermosas alfombras de color cobrizo sobre el parqué. Una mesa de comedor, toda de cristal, con candelabros de plata. Sólidas sillas de madera con los brazos y las patas labrados y tapicería con estampados que representaban frutos. Estanterías de madera oscura con viejos y pesados libros. Y aparadores y vitrinas de auténtica madera de palisandro con preciosos detallitos en el interior; copas de plata, jarritas de peltre, pequeñas esculturas de marfil de caballos y budas; portarretratos de plata con fotografías de una sonriente pareja, una casa en un barrio residencial, una niñita rubia y sonriente, y un muchachito pelirrojo.

Sport se detuvo ante la vitrina en su vagar por la habitación. Estuvo mirando todo lo que había tras el cristal, inclinándose con las manos entrelazadas a la espalda. Eso era verdadera clase, sí señor, se dijo. Algo auténtico.

Cuando él era pequeño y vivía en Heights quería ser cantante. Pero no uno de esos roqueros maricas, sino un verdadero cantante de club nocturno. Un Julio o un Tom Jones o incluso un Sinatra. Soñaba con llevar esmoquin y cantar baladas. Sujetando el micrófono con una mano y extendiendo la otra hacia el público. Las mujeres suspiraban, chillaban. El humo del cigarrillo caracoleaba por encima de él. Aquél era el tipo de casa en la que había imaginado que viviría. Incluso había imaginado una casa concreta, en Hollywood, un poco más abajo de donde estaba la de Johnny Carson. Pero una casa verdaderamente elegante como ésta, con muebles lujosos, habría causado admiración.

Sport se detuvo frente a una estantería y se inclinó a mirar un ejemplar de Little Dorrti encuadernado en piel marrón repujada. Después se enderezó con un suspiro.

Desgraciadamente, nunca había llegado a llevar esmoquin ni a actuar en un club nocturno, micrófono en mano. Y a la única mujer que había oído chillar había sido a su madre. Recordaba —a veces incluso sentía — el paisaje lunar de su rostro echándosele encima; su cálida respiración y el olor a cerveza caliente que brotaba invadiendo su propia cara.

—Mi pedorrera es mejor que tu voz —le había dicho ella con una voz que sonaba como una gata atrapada en un lodazal. Y luego le ilustró su opinión—. ¿Oyes esto? Así es tu canto. Así de bien cantas. —Se había echado otro pedo—. Canto —gritaba—. Oídme todos. Canto con mi culo.

La arcada de su risa le echó de nuevo encima el hedor a cerveza.

Un ruido procedente del cuarto de baño llamó la atención de Sport. Miró de reojo hacia el pasillo. No estaba del todo seguro de haber oído el ruido. Un ruido sordo, algo que había caído, quizá. O un gruñido inarticulado y hueco; un gemido. Recordó algo que Maxwell le había contado cuando empezaban a conocerse allá en Rikers. Una noche, mientras se susurraban en el baño al apagarse las luces, Maxwell se lo había confesado con timidez, casi dulcemente. Le gustaba cortarles la lengua a los gatos y luego romperles las patas para escuchar cómo trataban de aullar.

Sport movió la cabeza y sonrió al alejarse de la estantería. Este Maxwell. Vaya personaje.

Se dirigió entonces hacia las puertas de vidrio del balcón. Se quedó allí, mirando al exterior. Se balanceó sobre los talones con las manos entrelazadas a la espalda.

El balcón propiamente dicho era muy pequeño. Apenas un saliente triangular de cemento. Las pocas plantas y las macetas de las que la vieja se había estado ocupando llenaban casi todo el espacio. Desde donde estaba, podía dirigir la mirada más allá del triángulo y ver el patio cinco pisos más abajo. Era una larga franja de césped con unos modelados montículos de pachysandra. Unos cuantos bancos de madera por aquí y por allá. Y lo cruzaba por el centro un caminito de pizarra. El sendero discurría desde la gravilla que había bajo un emparrado de rejilla, que quedaba a la izquierda de Sport, hasta un pequeño estanque rectangular, a su derecha. La cuarta pared del patio correspondía a la parte trasera de la iglesia. La pared de piedra pardusca y las vidrieras de las ojivas quedaban justo al otro lado del estanque.

Sport apartó la mirada del patio. Miró el edificio del otro lado del camino. El departamento de Lucía Sinclair estaba en la parte trasera del edificio de la Calle 35 Este. El edificio del otro lado del patio quedaba en la 36. Estaba cerca, a apenas veinte metros. Bastante cerca, en definitiva.

Justo entonces, detrás de él, oyó un tintineo. Los objetos de la vitrina vibraban sobre el cristal. Se dijo que obviamente Maxwell estaba en plena faena. Siguió dando vueltas por el departamento. En plena faena, se dijo, consiguiéndole un pisito para alquilar.

Era un truco que Sport había aprendido de un dealer de Rikers. Un dandy con mucha clase; todo un figurín llamado Mickey Raskin. Mickey le había enseñado a Sport el sutil arte de cazar un departamento por poco tiempo. Primero, decía Mickey, leer los avisos fúnebres. Encontrar un fiambre, en lo posible sin parientes. Después, presentarse al administrador o al portero y ponerle en la mano un sobre con el alquiler de un año. Decirle que necesitas el apartamento por un mes, dos a lo sumo, sin preguntas. El único riesgo, decía Mickey, era topare con un administrador honrado. En otras palabras: nunca fallaba.

Era un buen sistema, admitía Sport. Pero eso de los avisos fúnebres había que trabajarlo un poco. Sport no necesitaba un departamento cualquiera. Necesitaba ese departamento, o uno que estuviese muy cerca. Así que no podía aguardar las necrológicas; tenía que crear una, por así decirlo. Y en un par de días, en cuanto apareciese el aviso, se presentaría a hablar con el portero. He leído en el Post lo del asesinato de la mujer, le diría, y quisiera alquilar el departamento por un mes cuando la policía haya terminado. Al principio, el portero podía sentir escrúpulos, o incluso recelo. Pero entonces Sport le pondría el sobre en la mano. En cuanto el hombre viese lo grueso que era el sobre, dejaría de sentir escrúpulos y dejaría de sentir recelo. Cuando la policía hubiese terminado —una semana o acaso dos—, el departamento sería suyo.

Sport oyó que se abría la puerta del cuarto de baño. Se oyeron fuertes pisadas. Maxwell apareció al otro lado de la sala de estar.

El pecho del fornido Maxwell subía y bajaba. Su prominente cabeza se movía arriba y abajo. La sonrisa había desaparecido de sus gruesos labios y tenía los ojos vidriosos y ausentes. Sus grandes brazos colgaban pesadamente a ambos lados. Sus dedos gruesos estaban manchados de sangre. Tiró tímidamente de la tela de su overol. También éste estaba manchado. Maxwell agachó la cabeza y se acercó mansamente.

—¿Todo bien, campeón? —dijo Sport con una simpática sonrisa.

Maxwell asintió tímidamente con la cabeza.

—Todo bien —articuló al fin casi sin aliento.

Antes de irse con él, Sport dirigió de nuevo la mirada a través de las puertas de vidrio. Hizo un gesto de aprobación. Era realmente perfecto. Con un buen par de prismáticos podría mirar a través de la ventana de enfrente.

A través de la ventana del departamento del doctor Nathan Conrad.