7.- PEN: Poder ejecutivo nacional. Los detenidos trasladados al PEN pasaban a formar parte de los detenidos legales y registrados.
8.-Capuchas: centro de detención ilegal en la ESMA (Escuela de Mecánica de la Armada) y llevaba ese apelativo porque los presos siempre estaban con la cabeza tapada.

 

 

Capítulo 17


Subidos al camión en marcha los sentaron en el piso. El vehículo no era el mismo del traslado anterior, éste fue despojado de los asientos que otrora tenía para el viaje de los pasajeros. Franco se quedó cerca de Serrano y de Daniel Hertz, pese a tener que trabajar el doble que los demás, llevaron a sus cargas hacia la parte trasera del camión. Uno de los guardias subió tras ellos y volvió a atarles las manos a la espalda pero no vendó sus ojos, el guardia bajó, Daniel habló sonriente.
- No podríamos tener más mala suerte, ahora que podemos usar los ojos las ventanillas están cubiertas.
Franco asintió con la cabeza, sólo podía pensar que si Daniel supiera dónde lo estaban llevando no tendría ganas de hacer chistes. El chofer del camión subió para acomodarse en su lugar y el médico subió tras él, llevando una bandeja que dejó en el suelo a su espalda cuando se agachó y tomó con fuerza el brazo de la joven que tenía más cerca y le inyectó una jeringa. La muchacha se sobresaltó.
- ¿Qué es eso preguntó? -preguntó con la voz aterrada, en un acto reflejo alertando a los demás.
- Es la Antitetánica -mintió sin inmutarse el médico, y tomó el brazo del hombre joven que tenía a su lado-. ¡Todos recibirán la suya! -gritó al resto, al encontrar resistencia en el joven que debía recibir la dosis-.  Si no quieren que llame a los guardias, no se resistan.
Una jeringa llena, servía para aplicar a dos personas. Después apoyaba la jeringa vacía en la bandeja y tomaba otra. Avanzaba en cuclillas arrastrando la bandeja a su espalda. Faltaban dos personas para que llegara a Franco y nada pasaba.
Franco no se dejaría aplicar esa inyección fácilmente, pelearía por su vida hasta el último aliento. Miró a los primeros inyectados y los parpados comenzaban a pesar sobre sus ojos. Una consecuencia de la inyección que el resto de los detenidos no podía apreciar y por eso dejaban que el médico aplicase la inyección sin resistencia creyendo en la palabra de Bergés. El médico levantó la vista hacia él solo milésimas de segundos después de sacar la vista de la joven que se adormecía. Ese hombre sabía quién era él y su profesión, no quería que lo sorprendiera en actitud sospechosa y que adelantara su turno.
El médico tomó con fuerza el brazo de Alberto Serrano y estaba por pincharlo cuando el hombre se movió soltándose de sus manos y haciendo que un poco del líquido de la jeringa saliera disparado hacia el aire.
- ¿La antitetánica no se pone en el culo? -preguntó Serrano, incrédulo de que eso que le estaba por inyectar en el cuerpo fuera lo señalado por el médico.
- Yo coloco la antitetánica donde quiero, viejo -fue la respuesta poco clínica del profesional. Bergés tomó el brazo del hombre con más fuerza todavía y apoyó una de sus rodillas sobre la pierna herida para que no intentara soltarse de sus manos nuevamente.
Franco no podía con su indignación, miró hacia adelante y con una mirada fugaz vio que la mujer inyectada solo minutos atrás estaba dormida. Unos golpes dados a la parte exterior del micro asustaron a todos, incluyendo a Bergés, se levantó puteando, se bajó el pullover de lana verde subido de la cintura y se levantó el pantalón de vestir negro que se le había bajado de la cadera dejando ver la parte superior de sus nalgas al agacharse.
- ¿Qué pasa? ¿Te has vuelto loco, carajo? -increpó al guardia que golpeó la pared del camión.
- Lo estaba buscando Señor. Lo necesitan de urgencia.
- ¿Quién me necesita? Todavía no he terminado con éstos.
- Es la mujer de la celda cinco, Señor. Dicen que está sufriendo un infarto.
- Llama a «Cara de Goma» para que termine aquí -ordenó Bergés, de camino a las escaleras para llegar a la celda. Franco sabía era la de Emilia.
Si el padre de Emilia escuchó lo que decía el joven guardia ya no comprendía porque no se movió de la posición en el que lo dejó el médico después de inyectarlo.
Quedaban seis personas por inocular y quedaban tres jeringas. Franco tenía la bandeja frente a sus pies, con cuidado y en silencio se levantó, se puso de espaldas a la bandeja y se agachó para tomar una de las jeringas, no fue difícil tomarla con las manos atadas, volvió a moverse en silencio y se sentó rápidamente en el mismo lugar.
- ¿Qué haces? -preguntó Daniel en su susurro.
- Cuando suba el «Cara de Goma», hazte el dormido -murmuró en el oído, no quería alertar a los otros que todavía no recibieron su inyección.
- ¿Qué? -preguntó más inquieto que antes.
- Has lo mismo que yo -ordenó Franco, y el otro asintió con la cabeza.
Alguien subió al micro e hizo que el chofer bajara para atender un llamado de teléfono. Franco se recostó en su hombro hacia un costado y cerró los ojos. Daniel hizo lo mismo. Pasos cada vez mas cercanos se oyeron y se acercaban a él. Aprestó toda su concentración y su fuerza de voluntad para mantener la cara relajada y no mover un solo músculo para que el «Cara de Goma» creyera que ya estaba sedado pero cuando lo tomó de los hombros se sintió perdido y no pudo evitar el estremecimiento. Preparó la jeringa que tenía en la mano para inyectársela al hielasangre y esperó el momento preciso.
- Doctor, por fin lo encuentro, tenemos un minuto para salir de aquí -apremió un murmullo que Franco podía reconocer y lo tomó de los brazos para ayudarlo a ponerse de pie con premura.
- Migues -mencionó adormecido- Salve a la muchacha y al niño.
- ¿Qué muchacha? ¡Puedo sacarlo ahora doctor! -dijo tratando de ponerlo en pie.
- No, yo no -negó Franco, dejándose caer nuevamente-. La muchacha y el niño que están con
Bergés.
- ¿La muñeca embarazada?
- Franco asintió sin abrir los ojos.
- ¿Es la mujer de la que habló?
Ya no quería hablar, asintió moviendo la cabeza y dejó que cayera hacia un lado.
- Haré lo que pueda doctor. Le debo un hijo. Vaya con Dios -oró el hombre, creyendo que
Franco fue inyectado con el sedante, tal como Franco quiso hacerle creer.
- ¿Qué haces aquí? -preguntó el «Cara de Goma» al sargento Migues que había soltado a Franco y se alejó varios pasos  segundos antes.
- Busco a Bergés, ha enviado a por mí.
- No está aquí, está en el tercero.
Al que decían «Cara de Goma», no era un guardia cualquiera, era un comisario inspector de la policía bonaerense que con ojos inquietos vio bajar a Migues del camión y se quedó mirando al sargento hasta que desapareció por el hueco de las escaleras.
- ¿Dónde estabas? -preguntó al chofer que volvía al camión.
- Llamaron por teléfono pero no pude hablar porque se cortó, tiene que ser el jefe que quiere saber por qué tardo tanto -respondió el chofer del micro enojado por la demora.
- Falta poco, termino con éstos y partes -arguyó, caminando hacia el fondo del camión buscando con la mirada a los que faltaban inyectarse-.  Dile a tu jefe que has sido tú quien llegó tarde- terminó de recriminar al chofer, tomando las dos jeringas para clavárselas sin ninguna consideración a los cuatro detenidos que faltaban. Las dos mujeres gritaron ante la violencia con la que les clavó la aguja y las pobres recibieron sendos golpes por la reacción. Los hombres inyectados se mantuvieron en silencio pero no pudieron evitar la exclamación del dolor salida de la garganta.
- ¿Quién irá conmigo? -preguntó el chofer, cuando vio que el Cara de Goma terminó y se aprestaba a bajar del camión.
- Nadie. Llegan más detenidos dentro de unas horas y la perra de Bergés está muriéndose, la van a trasladar. Hoy irás solo. No te preocupes por éstos ya no causarán problemas a nadie, nunca más -referenció por los detenidos sedados en el camión - En la «Capucha» subirá alguien que te acompañará hasta la base aérea.
- Me largo. Este lugar apesta ¿Por qué no tiran un poco de lavandina? -preguntó el chofer poniendo cara de asco, al comisario que bajaba.
- Seguro que en el campo los cadáveres huelen a jazmines ¿Por qué no te vas a cagar? - auguró el «Cara de Goma», bajando del camión.
- ¡Eso es! - reflexionó el chofer, y continuó su pulla hacia el comisario vestido de civil-. No huele a fiambre, huele a mierda.

El viejo colectivo comenzó a moverse, Franco no aguantaba la ansiedad pero se sosegó al recordar que Migues entró para ayudarlo. Tal vez, no era su día para morir después de todo. Dudaba que hubiese llegado a tener el tiempo suficiente para que Migues pudiera ocultarlo en otro lugar o en el baúl de algún auto, pero el gesto reconfortaba su ánimo y se tranquilizaba por  haberle hablado de Emilia. El sargento dijo que haría lo posible para salvarla y, después de lo ocurrido esa tarde,  creía en él. Más habiendo dejado que pensara que eran su mujer y su hijo.
El camión se detuvo en la entrada misma del centro de detención y dos guardias subieron a inspeccionar la cantidad de cuerpos tirados en el piso del vehículo cotejando una lista que tenían en la mano. Los detenidos estaban completamente adormecidos por el sedante y se volcaron todavía más después de los primeros movimientos del camión, algunos hasta parecían muertos. Los guardias sacudieron solo a los dos que se encontraban más cerca de la puerta y, luego, permitieron la salida.
Franco comprendió que la situación era favorable, tenía que actuar con calma y no dejarse ganar por la desesperación para que todo saliera bien y además no le trajera consecuencias posteriores. A las pocas cuadras del lugar del que partieron, el chofer del camión prendió una radio y levantó el volumen de la emisora para poder escucharla por sobre el ruido que hacía la lluvia que golpeaba contra el camión, eso les favorecía todavía más. Con el pie, sacudió a Daniel y le indicó que se acercara a su espalda para que pudiera desatarle las manos. La tarea no llevó mucho tiempo, el guardia que los ató, sabía el destino que les esperaba, por eso no se molestó en hacer nudos resistentes o duraderos. El mismo tiempo tardó Daniel en hacer lo propio con las ataduras de Franco. Con las manos libres, esperaron que el camión se alejara de Banfield. El guardia habló que tenían que pasar por la «Capucha», ese lugar quedaba en la Escuela de Mecánica de la Armada en la Capital Federal, Franco oyó  del sitio y el origen del nombre, que se lo daban los detenidos permanentemente con bolsas o sacos en la cabeza en forma de capucha, ni para comer podían sacarse el objeto de la cabeza, sólo podían correrlo hacia arriba hasta despejar la boca y así ingerir lo que algunas personas llamaban comida. Varios caminos podía seguir el chofer del camión para llegar al lugar, Franco esperaría el momento oportuno para asaltarlo.
Algunas de las ventanas del colectivo estaban cubiertas con maderas y otras con papel diario mal pegado sobre los vidrios. Franco se arrastró sobre para quedar frente de la que tenía el papel más descorrido en un ángulo inferior para tratar de confirmar el camino que recorrían. Si estaba en lo cierto, en poco tiempo de viaje tendrían que pasar por el viejo puente La Noria que pasaba sobre el riachuelo y él podría reconocerlo, así tendría una noción más definitiva sobre el camino. Dentro del camión reinaba la oscuridad, lo que daba cierta libertad de movimiento. Franco tomó el pulso del joven a su lado y no pudo encontrarlo. Con los dedos en su garganta indicó a Daniel que revisara a los detenidos cercanos y dos veces la cabeza de Daniel se sacudió negativamente después de revisar a las muchachas uruguayas, estaban muertas. Franco alternaba la vista entre el camino y el chofer, quien no sospechaba lo que ocurría en el interior del vehículo que manejaba.
El puente con su ornamentación de principios de siglo pasó sobre su cabeza y poco tiempo después, para su sorpresa, dejaban la ruta directa y tomaban una que bordeaba el riachuelo, el trayecto hasta llegar a zonas de la ciudad habitadas era largo, oscuro y descampado, rodeado de grandes extensiones de terreno baldío. Franco dedujo que además de la ESMA, tendrían que levantar prisioneros en algún otro centro de detención de la capital.
- Tenemos que revisar a todos, para saber quien está vivo- susurró Franco.
- ¿Qué haremos?
- Tengo la jeringa con el sedante, se lo aplicaré al chofer y tomaremos el camión para escapar.
- ¿Y después?
- Dejaremos al chofer lejos de la ruta para que no lo encuentren rápido, bajaremos a los muertos y nos internaremos en alguna ruta que nos lleve al interior, luego, me iré con Serrano. Tú puedes ir donde quieras.
- Te debo la vida, amigo -agradeció Daniel, todavía desconociendo el destino fatal que, por el momento, estaban evadiendo, pero ya al tanto de las intenciones nada loables del compuesto aplicado.
- Todavía no salimos de esta- recordó Franco, para que Daniel no bajara la guardia.
- Yo revisaré a los que faltan, vos andá a inyectar a ese hijo de puta.
Franco reptó por el piso del camión, se colocó la jeringa en la boca e intentó colocarse justo detrás del asiento del chofer. El hombre para Franco rondaba los cuarenta años, de físico grande y por su apariencia y postura, a pesar de no vestir uniforme militar, saltaba a las claras que era miembro de las fuerzas. En el estado de Franco, no era rival para el chofer si lo llegaba a descubrir antes de inyectarle el sedante, ni siquiera junto a Daniel podría con él.
A punto de levantarse con la hipodérmica en la mano preparada para clavársela entre el cuello y el hombro, se escuchó sonar un bocinazo y el chofer del camión respondió con otro.
Evidentemente, se cruzaron con alguien conocido del chofer. Franco volvió a pegarse al piso para esperar que el auto circulando en sentido contrario se alejara de ellos antes de volver a intentar introducir la aguja en el cuerpo del hombre que los trasladaba. Pasado el tiempo que consideró necesario para salir de la vista del otro vehículo, no se levantó milimétricamente como la vez anterior, se puso en pie de un saltó y clavó la aguja sobre la tela del abrigo que no opuso resistencia ante la invasión del fino acero y sintió el momento en que la aguja se internó en la carne. Administrar la substancia era algo muy diferente, solo pudo hacer pasar un poco de sedante antes que el gran cuerpo del chofer se moviera de tal forma que el adminículo inyectable zafara de su cuerpo, Daniel llegó hasta ellos y tomó desde atrás al hombre, pegándole la cabeza al asiento y dejando el cuello nervudo nuevamente a merced de Franco. Parte del sedante se liberó en el aire, sin embargo, la dosis sobrante era más que suficiente para adormecer al chofer, Franco terminó de inyectárselo en el desesperado momento que los movimientos del chofer hicieron desbarrancar el camión hacia el riachuelo.
Ni Daniel, ni Franco pudieron hacer nada para impedir que el camión siguiera su camino hacia las frías y negras aguas del riachuelo y antes de reaccionar a lo que sucedía, el parabrisas chocó contra el agua. Los cuerpos tirados en el piso del camión rodaron hacia adelante y chocaron contra las piernas de ambos que seguían luchando contra el chofer que no se rendía a pesar del siniestro que se desarrollaba velozmente. El camión comenzó a flotar y a voltearse hacia un costado, el lateral en el que estaba la puerta quedó hacia arriba y las aguas comenzaron a meterse por los paneles de madera que reemplazaban a los vidrios rotos en el lado que quedó de cara al agua.
- ¡Tenemos que abrir la puerta! -gritó Franco, e intentó girar para abrirla manualmente, pero uno de los brazos del chofer lo tomó justo cuando se alejaba. La puerta quedaba solo un metro de su posición pero el potente brazo del conductor no lo dejaba llegar.
- ¡Los llevaré al infierno conmigo! -rugió el chofer.
- ¡Ya estuvimos en el infierno, es hora de regresar! -gritó Franco más fuerte todavía y se sacó la remera de la que lo tenía sostenido.
La puerta dio dificultades solo con los primeros tirones, después, se abrió suavemente. El chofer ya no luchaba tan ferozmente cuando Franco terminó de despejar la salida, pero algunos de los cuerpos ya se encontraban bajo agua. Con desesperación, se zambulló para encontrar al padre de Emilia y tuvo que salir a la superficie para pedir ayuda a Daniel para poder alzarlo. Entre los dos sacaron al hombre y volvieron a entrar para rescatar a la joven que estaba más de cerca de la puerta, la que estaba viva cuando Daniel revisó.
Sin perder tiempo, Franco y Daniel comenzaron con las tareas de reanimación para salvar a las únicas dos personas que pudieron rescatar del micro que pocos minutos demandó para perderse bajo las aguas.
Bajo la lluvia y en medio de un lodazal que no dejaba que dieran un paso firme sin caer, comprimían en pecho de sus atendidos y después le insuflaban aire de sus propios pulmones. La joven fue la primera en toser y escupir agua. Franco no paraba de comprimir el pecho de Serrano para mantener la circulación de la sangre y, luego, darle oxígeno. No paró hasta que a fuerza de insistencia, el hombre tosió y comenzó a escupir el agua putrefacta que inundó sus pulmones.
- ¿Qué hacemos ahora? -preguntó Daniel.
- Tenemos que alejarnos de este lugar -fue la rápida respuesta de Franco- ¿Serrano me oye?-preguntó sacándole la venda de los ojos que a pesar de todo lo ocurrido no se había desprendido-. ¡Serrano! -lo sacudió nuevamente al no recibir respuesta-. Tenemos que alejarnos de este lugar, estamos libres.
La palabra endulzó la boca a Franco y renovó la energía a los cuatro, el hombre abrió los ojos y miró el lugar.
- ¿Qué pasó? ¿Dónde estamos?
- Ya habrá tiempo de explicaciones, ahora debemos largarnos de aquí -dijo Daniel, ayudando a ponerse de pie a la joven, a la que también sacaron la venda de los ojos y desataron las manos - ¿Puedes caminar? -preguntó- ¿Cuál es tu nombre?
- Sí puedo caminar. Larguémonos de aquí -respondió poniéndose en pie pero, inmediatamente, volvió a caer.
- La muchacha se llama Paula Senkel -informó Franco a Daniel reconociendo el fino rostro moreno de la muchacha que al parecer seguía siendo su compañera de camino.
El fuerte efecto del sedante jaqueaba la voluntad de las dos personas que pese a todo no se darían por vencidas y contaban con el apoyo de Franco y de Daniel. Arengados por una voluntad implacable que no dejaría que sus vidas y su libertad se encaparan de las manos, cada uno de ellos alzó en hombros a los dos que entraban y salían de la inconsciencia y comenzaron a caminar para alejarse lo más rápido que podían de ese lugar, subieron el barranco de la orilla opuesta a la que se encontraba la ruta y emprendieron el camino a paso acelerado para internarse en los matorrales altos que los cubría de la vista de los que transitaban por la ruta.
- La lluvia borrará los pasos -aseveró Daniel con entusiasmo y un poco más de aliento.
- Eso espero -adujo Franco, con la respiración cortada sin detenerse para no dejar de aprovechar al máximo sus energías y poner la mayor distancia entre ellos y el camión accidentado.
- Cambiemos -propuso Daniel, que hasta ese momento cargaba con la joven, treinta kilos más liviana que la carga de Franco.
- Sí - apenas pudo decir Franco, y bajó con el cuidado que le era posible a su carga.
Además de cargar con los sedados, peleaban contra el viento frío, la lluvia y el suelo por el que tenían que transitar regado de pozos en los que cada tanto metían el pie y perdían el equilibrio cayendo al suelo junto a quien cargaban.
Una hora después, ni la lluvia ni los golpes por las caídas hacían recuperar la consciencia a Alberto Serrano y a la joven. Ninguno de los dos entendía por qué estuvieron conscientes unos pocos minutos después de recuperar el pulso al sacarlos del riachuelo, durante el duro camino por los baldíos parecían muertos.
Desfallecidos, apunto de claudicar y cambiando cada pocos metros a sus acarreados, llegaron a la calle que ponía fin al descampado y marcaba el comienzo de la zona poblada en la ciudad. La lluvia lavó a medias sus cuerpos matizados de lodo, agua negra y otras tantas porquerías que contaminaban el riachuelo y ponían densas sus aguas, también menguó el olor nauseabundo que la caída al río solo empeoró un poco más, todos tenían puestas las mismas ropas desde el día que los llevaron de sus casas, marchadas, rotas, putrefactas, llenas de parásitos pero eran las únicas que tenían. La lluvia estaba siendo piadosa quitando buena parte de la suciedad.
Antes de entrar a la zona de casas de familias tenían que planear muy bien y con cuidado, cuáles serían sus siguientes pasos hacia la libertad.
- Tenemos que encontrar un refugio para descansar unas horas, no puedo más y la muchacha se está congelando -susurró Daniel dejando a la muchacha acostada sobre el pasto.
- Quédate con ellos, el viejo Serrano también está muy frío -indicó Franco dejando a Serrano sentado y apoyado sobre una montaña de escombros.
- Está bien -accedió Daniel, sin ninguna intención de contrariar los planes de Franco.
Franco tomó aire, se dio ánimo a sí mismo y comenzó a caminar de nuevo, se sentía una pluma sin el peso de Serrano encima pero, después de unos cuantos pasos, comenzó a pesarle su propio cansancio.
- ¡Eh, doctor! -lo detuvo Daniel- ¡Qué esté cerca! -rogó al borde del llanto, entornando sus ojos verdes.
- Haré lo posible.

 

Capítulo 18


A primeras horas de la madrugada el camión se declaró oficialmente desaparecido y llamaron al coronel Camps. Hasta ese momento, los responsables de recibir al camión supusieron que el comandante Caraveri, conocedor de las condiciones en las que se podía realizar el vuelo, disminuyó el apuro o tuvo algún inconveniente mecánico con el camión. Llamaron a la dependencia de Banfield a las once de la noche para preguntar si el camión regresó a ese lugar y al recibir una respuesta negativa comenzó la búsqueda telefónica por todas las dependencias cercanas en la que el comandante Caraveri, chofer del móvil de traslado, tendría que haberse detenido para levantar detenidos. El único punto al que llegó el camión fue Banfield, no llegó a ningún otro centro de la Capital.
 El coronel Camps estuvo hasta las cinco de la mañana en la base aérea dando detalles a sus superiores de los detenidos trasladados y asegurando que todos estaban sedados al salir de la dependencia de Banfield. También tuvo que explicar, improvisadamente, por qué ninguno de los hombres de ese lugar acompañaron al comandante Caraveri en el camino y por qué Bergés no se presentó en el campo como se ordenó la noche anterior. Antes de que se marchara del establecimiento militar partieron dos cuadrillas de hombres para comenzar la búsqueda en las posibles rutas que habría seguido el micro para llegar hasta ese lugar.
Camps volvió cansado a su casa, en el centro de la ciudad, pero se puso en contacto con la gente de Banfield, la de Quilmes, la de Lomas de Zamora y de La Matanza para que las patrullas recorrieran la zona sur buscando al micro desaparecido, él se inclinaba a creer que era responsabilidad de los Montoneros, el grupo rebelde, por eso la búsqueda se extendió por todo el conurbano bonaerense. Después de dar las directivas se acostó a dormir.
Un llamado telefónico a la casa del coronel Camps a las nueve de la mañana, informó del accidente ocurrido en el riachuelo. El nuevo llamado tenía un tono totalmente distinto al anterior, en él lo responsabilizaban del accidente y de que toda la prensa estuviera en el lugar a esa hora de la mañana.
Los más altos comandantes de las Fuerzas Armadas lo esperaban en una oficina cerca de la casa de gobierno, para que diera las explicaciones del caso. Esos funcionarios militares sabían de la desaparición del camión que nunca llegó a destino con la carga encomendada.
Escapó uno minutos de la reunión en la que era el absoluto protagonista y entrando furtivamente en una oficina ajena, tomó el teléfono para llamar al centro de Banfield. Necesitaba tener a alguien a su lado para que las miradas acusadoras no estuvieran todas fijas en él.
- ¡Traé a Bergés ahora mismo! -ladró furioso el coronel Camps a Minicucci-. No sé como lo vas a hacer pero en media hora los tres tienen que estar en la oficina del comandante -espetó furioso gritando a través del aurícula del teléfono.
- Bergés no está en su casa, ya lo he llamado tres veces- respondió Minicucci al enloquecido Camps.
- Lo buscaste en el hospital de Banfield.
- No
- Búscalo allí, imbécil.
Minicucci cortó con Camps y maldiciendo a todos los militares salió hacia el hospital, si Bergés no estaba allí, no sabía qué iba a hacer. Era imposible llegar a la capital en menos de cincuenta minutos con el auto a toda velocidad. Camps quería que se presentara en media hora y encima todavía tenía que encontrar a Bergés y pasar a buscar al comisario Marcolatz, el «cara de goma».

Los programas de televisión no hablaban de otra cosa, los periódicos más importantes de la ciudad largaron una edición vespertina para publicar la noticia del accidente en el riachuelo y mostrar las fotos de los cuerpos flotando con las manos atadas a la espalda y la cinta que rodeaba la cabeza y cubría los ojos. Nadie se hacía cargo del camión y de las personas que estaban en él. Lo periodistas preguntaban a los policías y ellos no sabían nada o insinuaban sin mucha convicción en las palabras, que se trataba del traslado de presos de alguna penitenciaría, pero al consultar a las penitenciarías cercanas, ninguna había enviado ni esperaba traslado de preso alguno.
Hermetismo y silencio sobre los muertos y sobre lo sucedido. Nadie explicaba nada y las conjeturas no se hicieron esperar. Los periodistas más osados, daban en el blanco señalando que esos eran secuestrados políticos de los cuales nadie quería confesar su autoría, pero luego de una o dos salidas al aire, no se lo volvía a escuchar.
Los bomberos y policías que actuaban en el lugar del siniestro, no decían una sola palabra ni contestaban a las preguntas de los insistentes cronistas que querían saber el número exacto de víctimas y conocer los motivos del desbarrancamiento del viejo colectivo. Hasta cinco muertos contabilizaron sin obstáculos: cuatro, estuvieron visiblemente flotando en las aguas hasta que los sacaron y luego algunos fotógrafos pudieron burlar la valla de la policía y fotografiaron el momento en el que sacaban del interior del camión a la quinta víctima, una joven de largo cabello que se colgaba chorreando agua y que estaba atada igual que los otros.
La fuerte tormenta de la madrugada dejó la ruta resbaladiza, con mucho lodo encima y por tramos se perdía bajo charcos interminable de agua que la tapaban totalmente, el barranco hacia el río era una trampa mortal y la banquina opuesta parecía un río que corría paralelo a la calle.
Varios conductores perdían el control de sus vehículos en la ruta y se produjeron algunos accidentes menores durante la madrugada en todo el largo trayecto que la ruta mantenía el paralelismo al riachuelo, pero ninguno se había percatado del accidente del camión. Mientras los bomberos acudían en auxilio de un conductor accidentado e inconsciente, que había perdido el control del auto y solo de milagro no terminó en el fondo del riacho al  golpear contra un mojón de tierra, descubrieron el primer cuerpo flotando en el agua, eso ocurrió cerca de las ocho de la mañana, diez horas después de producido el accidente.

- Somos noticia de primera plana -dijo Franco, arrojando el diario que traía en las manos sobre las piernas de Daniel que estaba sentado en suelo con Paula Senkel abrazada y durmiendo a su lado.
- ¿Dice algo de nosotros?
- No todavía. Habrá que esperar para saber qué dicen los de la policía sobre el caso.
- ¿Cómo conseguiste el diario?
- De la misma manera que conseguí las frutas -dijo sonriendo-. Sólo las tomé, es fácil cuando todo está en la vereda -informó arrojándole una manzana-. ¿Han despertado?
- De a ratos, pero se vuelven a dormir.
- ¿Les hiciste tomar agua?
- Tanto cómo se los permitió el sueño. Están muy débiles.
- Despierta a Paula, que coma algo de fruta -indicó Franco, y se aproximó al padre de Emilia para hacer lo mismo-. ¡Viejo! ¡Viejo! ¡Alberto!
Franco sacudía a Alberto Serrano para que despertara, pero el hombre abría apenas los ojos y los volvía a cerrar. Buscó un cuchillo en la cocina ennegrecida del taller mecánico en el que se refugiaron de la lluvia, del frío y de sus posibles perseguidores. En la madrugada, cuando Franco salió a buscar refugio, empujó varias puertas que parecían de talleres o galpones y esa fue la primera que cedió a su magra fuerza. Una vez que llevaron a sus compañeros sedados hasta allí, sin más fuerza para poder seguir se tiraron en el suelo y se quedaron dormidos. Al despertar, pasaba el mediodía y nadie entró al taller, tomó unas ropas que los mecánicos dejaron allí y salió en búsqueda de algo para comer.
- Tienes que comer -instaba Franco, al hombre que no entraba completamente en la consciencia, cortó trozos de bananas y de manzanas y se los colocó en la boca para obligarlo a masticar-. Vamos despierta, mastica y traga.
Cada uno, hizo comer a la fuerza al menos dos frutas a sus atendidos y beber un vaso grande de agua, después de eso, recuperaron el sentido y sentados en el piso, pudieron mantener una conversación entre los cuatro.
- Debemos marcharnos al anochecer, hoy es domingo por eso nadie habrá venido al taller a trabajar, pero mañana es lunes. No podemos quedarnos aquí.
- ¿Dónde estamos? -preguntó Paula, cómo cada vez que despertaba, Franco y Daniel se miraron y sonrieron- ¿Qué pasa? ¿Por qué ríen? -preguntó ella.
- Has preguntado lo mismo al menos seis veces - informó Daniel, tomándole la mano.
- Perdón.
- No es para disculparse Paula, el sedante que les inyectaron era muy fuerte, algunas de las personas en el camión ya estaba muertas antes de caer al riachuelo -aclaró Franco-. No estamos muy lejos de ese lugar por eso tenemos que marcharnos al caer la noche.
- ¿El camión cayó al riachuelo? -interrogó Alberto Serrano, como Paula, reiteraba la pregunta.
Con paciencia Daniel volvió a explicar lo ocurrido y cuál era el destino que les esperaba si Franco no hacía lo que hizo. Ninguno de los tres dudó de la palabra del médico y estaban muy agradecidos por  salvarles la vida.
- No podemos ir a nuestras casas, ni a casa de algún familiar o amigo con el que rápidamente podrían relacionarnos. Debemos dejar pasar algunos días para saber qué dicen de los muertos en el riachuelo y sobre todo de los cuerpos que no encontraron -apuntó Daniel.- ¿Algunos de ustedes tiene algún lugar seguro en el que podamos escondernos por unos días?
- Tenemos que recuperar fuerzas para poder separarnos, mientras estemos débiles necesitamos mantenernos juntos -señaló Franco, sabiendo que la única posibilidad de recuperar a Paula y a Alberto Serrano era colaborando con ellos.
- Opino lo mismo que el doctor -dijo Daniel.
- ¿Por qué a mí? -preguntó Paula con lágrimas en los ojos, comenzando a entender que se había salvado de milagro.
- Cómo explicó Franco -aclaró Daniel-, el sedante aplicado era muy fuerte, con lo débiles y enfermos que algunos estaban no lo soportaron, revisamos a todos antes de atacar al chofer del camión y sólo tres respiraban. Pudimos salvar solo a dos. Tú estabas cerca de la puerta de salida.
Franco observó la manera que Daniel miraba a la morena Paula y era muy evidente que no  tendría objeciones para ayudar en su recuperación.
- ¿Por qué a mí? -indagó con tristeza Serrano.
- Franco se encargó de protegerlo, viejo -contestó Daniel, y Franco solo sonrió, todavía no llegaba el tiempo de las explicaciones para el padre de Eugenia.
- Hay un lugar al que pueden ir, queda muy lejos del riachuelo y no creo poder llegar hasta allí con esta pierna. Puedo darles la dirección y ustedes llegarán hasta allá sin problemas -sugirió Serrano, sin decir nada sobre la protección que recibió del médico.
- ¿Qué hará usted? ¿Quedarse aquí?
- No tengo nada que perder. Lo he perdido todo, mi mujer, mis hijas -dijo Serrano, y su voz se fue apagando a medida que las nombraba.
- No lo dejaremos aquí. Si lo encuentran sabrán que hubieron sobrevivientes y querrán saber si hubieron más -contradijo Daniel.
- Si me encuentran no hablaré de ustedes.
- Sabrán cómo sacarle la información, además, es evidente que usted no podía salir solo del riachuelo y mucho menos llegar hasta aquí con la pierna en ese estado -replicó Daniel.
- Nadie se quedará aquí, si tenemos que cargarlo hasta ese lugar del que habla, lo haremos -dijo con determinación Franco- ¿Sabe por qué lo salvé? -interrogó pero no dejó que el padre de Eugenia dijera nada y continuó -Porque soy amigo de su hija Eugenia, ella está a salvo y también presiento que su hija Emilia va a salir muy pronto de ese lugar y necesitará a su padre ¿Dónde queda ese lugar? -preguntó seguidamente, antes de cambiar de idea con respecto a dar alguna explicación sobre la situación de sus hijas, el hombre demostró que había perdido la voluntad de vivir y él quería que la recuperara sin ahondar en detalles.
- Es un galpón que quería alquilar para depósito de materia prima de la fábrica. Está vacío, no tiene nada a mi nombre todavía, queda en Banfield está a una distancia intermedia entre la fábrica y la oficina comercial que está en el centro -informó Serrano, sin dejar de mirar con asombro a Franco.
- Llegaremos -aseveró Franco.
- ¿Conoce a Eugenia de la Facultad? ¿Usted es médico no?
- Si, soy médico, pero no conozco a Eugenia de allí.
- Tengo una amiga en la facultad de medicina que se llama Eugenia Serrano.
- ¡Mi hija se llama Eugenia Serrano! -exclamó sobresaltado e irguió la espalda sobre la pared.
- ¿Es rubia, tiene ojos claros y tiene veintiséis años?
- Sí ¿Cómo te llamas tú, hija?
- Soy Paula Senkel, de Palermo.
- ¡Paula de Palermo! Oí hablar muchas veces sobre ti,  quería conocerte ¿Qué has hecho hija para estar en este lugar?
- No lo sé -contestó, comenzando a llorar- ¡Dios! ¡No lo sé! -gritó y rompió en un llanto desconsolado.
Daniel la tomó en brazos y dejó a la joven llorar en su hombro. Los tres hombres hicieron silencio esperando que la muchacha se recuperase de la angustia que le había invadido, el llanto comenzó a remitir lentamente y sin separarse de Daniel, levantó la cabeza para preguntar:
- ¿Secuestraron a toda su familia?
- Yo pensaba que sí, pero gracias a Dios mi hija Eugenia escapó. Mi mujer no tuvo tanta suerte, su corazón no aguantó la tortura. Y mi Emilia.. todavía está en manos de esos cerdos, pero confío en las palabras del doctor Franco.
- ¿Tú eres amigo de Eugenia? -preguntó Paula a Franco.
- No, la conocí hace muy poco tiempo.
- En los interrogatorios nunca la nombraron, solo me preguntaban por los cabecillas del centro de estudiantes. Yo siquiera sabía que su familia estaba detenida.
- No creo que tu secuestro tenga nada que ver con la huida de Eugenia -intervino Franco.
- ¡Pero yo no conozco a nadie del centro de estudiantes! ¡No milito en ningún partido! ¡no tengo amigos políticos! ¿Qué otro motivo tendrían?
- No sé qué decir -respondió el padre de Eugenia a la pregunta acusadora que sin proponérselo lanzaba Paula- Mi hija tampoco andaba en nada, mi familia entera solo se dedicaba a ser gente de bien y, sin embargo, mira donde terminamos.
- No lo estoy acusando de nada, señor. Lamento si creyó que estaba recriminándole algo, pero estoy muy sorprendida por todo lo que está pasando. Creo que estoy en una pesadilla que ya lleva siete días y no puedo despertar -habló suavemente Paula, abandonando el calor del cuerpo de Daniel para acercarse más a Alberto Serrano y tomar sus manos condecendientemente.
- Todos sentimos lo mismo -dijo Franco-. Y... creo que falta poco para despertar por fin - predijo.
- Nadie, haga lo que haga, diga lo que diga, o piense lo que piense, merece lo que les hacen esos hijos de puta a las personas. Un ser humano tiene que poder decir lo que quiere, estar a favor o en contra de algo. Decir si algo le gusta o le desagrada. Cantar lo que quiere, escribir lo que le gusta y ver y escuchar a quien tiene ganas, y disfrutar del arte o del artista que le plazca. Esos bastardos no tienen el derecho de imponernos cómo vivir, como pensar, con quien relacionarnos o con quien no, qué música escuchar o qué programa de televisión mirar -Daniel se puso pie y continuó hablando -Yo pertenezco a un centro de estudiantes, grito mi disgusto y mi desagrado hacia esos bastardos, intento informar a las personas de lo que son capaces de hacer esos milicos de mierda y pregono porque nos unamos para sacarlos del poder. Intento convencer a mis compañeros y a compañeras de otras universidades, que las acciones individuales no pueden contra ellos, tenemos que unirnos. Porque todavía me queda una libertad que no pueden robármela, la libertad de morir por aquello que creo.
- Estudiante de Filosofía y Letras -afirmó Franco.
- Si, cursando el último año en la Universidad Nacional de La Plata.
- Te felicito. Iré a tu graduación.
- Te espero, serás mi padrino. Dios escucha tus gritos, no puedo permitir que se aleje de mí una persona así -dijo a Franco.
- Yo también quiero estar ahí - se incluyó Alberto Serrano.
- Y yo - dijo seguidamente Paula.
Franco lo miró y sonrió, sabía que Daniel Hertz salió del campo de Arana  hacia el pozo de Banfield en el mismo camión, lo vio en la comisaría de Banfield cuando tomaban el mate cocido y, luego, estuvieron en la entrevista con Camps juntos. Lo que Franco no sabía era que Daniel lo oyó esa madrugada antes de que los sacaran del calabozo del campo de Arana para el traslado, cuando desesperado después de intentar arrancarse la vida reaccionó gritando y golpeándose en reprimenda a lo que estaba por hacerse a sí mismo. Con ese recuerdo reconoció que el grito que siguió al suyo fue el de Daniel, fue su voz la que oyó.
- Nos oyó -corrigió Franco.
- Tenemos que seguir gritando, todavía debe hacernos unos cuantos favores -propuso Daniel y ambos comenzaron a reír a carcajadas.
Alberto y Paula sonreían contagiados de la risa interminable de los dos hombres, pero no entendían cual podía ser el motivo de tanta alegría, no había nada agradable que recordar después de estar detenido, pero los dos hombres se tiraron sobre el piso a revolcarse de risa. Se miraban, decían frases incoherentes y volvían a reír. Alberto no aguantó más y les pidió que contaran el motivo de tanta risa, Daniel fue el encargado de relatar lo ocurrido la madrugada anterior, omitiendo el intento de suicidio de Franco, hecho que desconocía. Paula estuvo con ellos en el campo de Arana pero no en el área de los calabozos que estuvieron Franco y Daniel por eso no conocía la anécdota.

 

Capítulo 19


Todo era confusión y gritos. Gritos que eran órdenes, otros que las contradecían, gritos de insultos y gritos de peleas, la misma situación ocurría en cada comisaría del conurbano bonaerense. El accidente del camión que trasladaba a los detenidos había abierto una fisura en las fuerzas. Los policías culpaban a los militares y viceversa. Los informativos no paraban de hacer conjeturas y la sociedad comenzaba movilizarse en búsqueda de respuestas. Todo el caos se desató dos horas después de encontrar el primer cuerpo flotando en el río.
En el hospital en el que trabajaba Franco, a los gritos, Minicucci uno de los responsables del centro de Banfield obligó a Bergés a abandonar lo que estaba haciendo para acudir a una reunión en la capital donde esperaba Camps y altos funcionarios militares del gobierno, que querían oír de boca de los responsables del traslado lo que había pasado antes de que el camión abandonara ese centro y, a saber, Camps no quería tener plena responsabilidad sobre lo actuado, por eso llamaba a sus alternos directos.
Migues se quedó en el hospital y buscó a la mujer que el médico Franco Hernández encomendó salvar. La muchacha estaba en una cama abrazando y amamantando a una criatura recién nacida, no paraba de acariciarle la cabecita y de llorar. El sargento entró después de observar un rato la escena entre madre e hijo detrás de la puerta entreabierta de la sala y no hizo más que hacer entrar en pánico  a la joven madre que lo reconoció como uno de los policías que la secuestró. Sus ojos celestes se desorbitaron y la criatura comenzó a llorar al separarse de su fuente de alimento, pero se durmió después de los primeros quejidos.
- No se lleve a mi bebé -rogó con un sonido entrecortado por el temblor.
- No lo haré, tranquilízate -dijo con voz serena, muy lejos de utilizar la voz seca, fría y arbitraria que tenía el día que la conoció.
- No me haga daño, no hice nada. Ya se los he dicho, no conozco a nadie -rogó en un llanto que se reanudó, después de la conmoción de ver al hombre entrar a la sala.
- Vengo a sacarte de aquí muchacha, pero tienes que colaborar y obedecer en todo lo que te diga.
- ¿A dónde me llevará? - preguntó con escepticismo.
- No lo sé, primero hay que salir de aquí sin que nadie nos vea. Tiene que ser rápido, tenemos una sola oportunidad - aclaró y tendió ropa sobre la cama-. Debes levantarte y vestirte con esa ropa lo más rápido posible. Volveré en cinco minutos, ahora debo llevarme al bebé.
- ¡No! - gritó Emilia usando la poca fuerza que le quedaba para ponerse delante de su hijo.
- Tienes que confiar en mí, no te separaré de tu hijo. Lo cuidaré. Se lo prometí a su padre.
Emilia no entendía qué pasaba, su asombro se equiparaba al  miedo y a su desconfianza. Ese hombre secuestró a toda su familia y, de repente, aparece ante ella proclamando ser la salvación a ese calvario en el que él mismo la había metido. Quería preguntarle a qué padre se lo había prometido, si al de la criatura o al de ella, pero Migues no le dio tiempo, apartándola de la criatura sin ninguna dificultad, alzó al bebé con cuidado y lo metió bajo una frazada fina. No parecía tener un bebé bajo el brazo cuando salió del cuarto.
Temblando, Emilia tomó el pullover verde que dejó el policía sobre la cama y se lo tiró sobre la cabeza para colocárselo sobre el camisolín del hospital, después, se puso los pantalones de hombre que se le caían de la cintura y ató con la funda de la almohada y, por último, se colocó el sobretodo negro, que arrastraba por el piso. Un  gorro de lana viejo y gris le sirvió para ocultar el cabello. Los dolores por el parto quebraban su cuerpo en dos, pero si era necesario salir gritando detrás de su hijo, lo haría. Terminó de vestirse y estaba por salir de la habitación cuando Migues regresó.
- ¿Estás lista? -preguntó, a la bola de ropa amorfa de ojos celestes.
- Sí -respondió ella, sosteniéndose con el picaporte de la puerta.
- Sé que pariste hace pocas horas pero debes moverte rápido si quieres estar con tu hijo.
- Lo haré -dijo con determinación.
- Cuando escuchemos los gritos saldremos.
Migues se llevó a un detenido moribundo a otra sala y fue a informar de su desaparición al director del hospital, quién salió de su oficina rumbo a la sala más enardecido que minutos antes, abrumado por la cantidad de llamados que recibió desde las primeras horas de la mañana con el caso del accidente. La nueva situación solo sumaba más problemas con pacientes de su propio hospital y Migues estaba seguro que cuando verificase la desaparición, comenzaría a los gritos para que encontraran al fugado.
 No se equivocó, los gritos se oían con nitidez en la sala en la que Emilia esperaba.
- Llegó la hora muchacha. Sígueme.
Caminó lo más rápido que pudo detrás del sargento que tomó un pasillo largo y mal iluminado, nadie estaba en ese lugar y en pocos segundos llegaron a la rampa que salía al exterior, no era el frente del hospital, sino la entrada de ambulancias. Allí un auto celeste la esperaba y Migues la subió de un empujón y cerró la puerta. El auto arrancó y el sargento volvió a entrar al nosocomio.
El chofer del auto celeste era muy joven y no hablaba. Ella lo miraba por el espejo retrovisor desde el asiento trasero, donde se reunió con su pequeño y volvió a cobijarlo en sus brazos.
Emilia no se recuperaba del asombro, soñó varias veces con escapar de las garras de los opresores y eso que estaba pasando era más parecido a un sueño que a la realidad. Bergés la llevó hasta el hospital con un pico de presión alta y convulsiones que comenzaron en la celda cuando uno de los detenidos le informó que su padre sería trasladado y, otro, pidió que rece una plegaria en su memoria porque los que se trasladaban tenían un destino muy alto. Al estabilizarse la presión, Emilia comenzó con los trabajos de parto y su hijo llego al mundo la noche anterior, antes del comienzo del nuevo día, en el mismo instante, que su abuelo regresaba a la vida gracias a los ejercicios de reanimación de Franco.
- ¿Tú eres la mujer del doctor? -preguntó el joven.
Emilia quedó más pasmada que antes. Se habían equivocado de persona, pero ella seguiría con la parodia hasta que la llevaran lo más lejos posible de las manos de Bergés y de sus hombres. Si mentir  significaba seguir junto su hijo, mentiría.
- Si -dijo inconmovible.
- Él me salvó la vida, por eso mi padre se arriesgó tanto.
- No lo sabía ¿Me llevan junto a él? -preguntó con temor, si su viaje terminaba junto a su
esposo, la mentira no duraría demasiado y, quizá, ella y su hijo estuvieran en un peligro peor.
- No -negó el joven con pena y lo oyó verdaderamente afligido.
Ariel Migues sabía que el doctor Hernández era trasladado para su muerte en el camión que llevaba a los detenidos y terminó en el fondo del riachuelo, solo anticipando la hora del deceso. Él no tenía las agallas para decirle a esa mujer que el hombre cambió su vida por la de ella y la de su hijo. Eso se lo dejaba a su padre, que poco había hablado de la muchacha y nunca dijo que él estuvo a cargo del operativo que levantó a ella y a su familia de la casa.
Emilia suspiró de alivio al oír la negativa, eso le daba más tiempo para continuar con la farsa. No reparó en los gestos ni en el cambio de actitud del joven conductor, solo sintió alivio.
- ¿Qué pasará con tu padre cuando descubran mi desaparición?
- Él sabrá cuidarse -aseveró el joven lleno de seguridad hacia las habilidades de su padre.
- ¿Tú eres policía?
- Sí.
- ¿Haces lo mismo que tu padre?
- Hacemos lo que nos ordenan. Un policía cumple órdenes.
- Claro -convino Emilia, sin ánimo de molestar a su salvador.
Un dolor punzante en el bajo vientre la hizo jadear, las consecuencias de levantarse y hacer bruscos movimientos estaban comenzando en su cuerpo.
- ¿Qué le ocurre?
- No lo sé, pero duele mucho.
- ¡Dios! -clamó Ariel, y aumentó la velocidad del auto para llegar antes a la casa.
Los dolores se hacían cada vez más fuertes y Emilia no podía evitar los quejidos de dolor.
- ¡La llevaré a mi casa!
- No quiero causar problemas.
- Mi madre sabrá qué hacer para ayudarle, tengo tres hermanas que ya han tenido niños y cuidó de ellas cuando salieron del hospital.
- ¿Su madre sabe quién soy?
- No, pero conoce al doctor Hernández y no dudará en ayudarle.
Emilia sufrió un fuerte dolor en el momento que Ariel Migues hablaba del médico y no pudo escuchar con claridad el apellido del doctor que supuestamente era su esposo.
- ¿Cuándo podré ver a mi esposo? -preguntó, fingiendo expectativa para saber cuánto tiempo le quedaba a la farsa.
- Eso deberá preguntárselo a mi padre.
- Lo veré hoy.
- No lo creo, todo está muy convulsionado por el accidente.
Emilia cada vez entendía menos, el joven no largaba más información de la que ella le pedía, y lo del accidente terminó desconcertándola. Se quedó pensando en ese accidente del que habló el hijo del sargento, ese podría haber sido el motivo por el que Bergés dejó inesperadamente el hospital y no se la llevó como había previsto. Según planeó el médico, al mediodía regresarían al mismo lugar en el que estuvo hasta la noche anterior y seguiría su vida en cautiverio. Cuando ella preguntó por su hijo, no respondió nada.
Felipe, era el nombre que Emilia puso a su hijo, tenía los mismos ojos celestes que ella y su madre y el cabello claro del padre. Nació por parto natural, aunque con varias semanas de antelación, con tres kilos, trescientos gramos de peso. Era un bebé hermoso, sano y por nada del mundo se desprendería de su lado, antes tendrían que matarla.

- ¡Vamos! ¡Vamos! -apuró uno de los policías que llegó presuroso al edificio, el policía apuraba al que estaba en el departamento de Franco haciendo guardia por si Eugenia aparecía por allí.
- Deja todo cómo está, nos esperan en la departamental de San Isidro en veinte minutos.
- No llegaremos ni volando - expresó el que se quedó toda la noche.
- Tenemos que irnos ahora, la cosa está que arde.
- ¿Qué ocurrió?
- Te lo contaré en el camino ¡Vamos! ¡Vamos!
Eugenia vio el auto policial acercarse al edificio y no despegó la oreja de la pared para saber qué decían los hombres. Los dos que llejaron, dejaron el auto en la calle y corriendo subieron hasta el departamento de Franco para llevarse al policía que hacía vigilancia. El departamento quedó vacío en pocos minutos y a Eugenia le quedó la palabra «accidente» dando vueltas en la cabeza, los hombres la pronunciaron cada cinco palabras que salían de su boca. Algo grave había ocurrido y ella, allí encerrada, no tenía manera de saber qué estaba pasando.
El miedo del día anterior cedió, ya no se movía con tanto cuidado por la casa ocultando cualquier ruido. Al despertar ese día, antes que amaneciera, resolvió no ser cobarde y dejar de lamentarse. Decidió mirar hacia adelante para salvar lo que podía de su familia sin caer en lamentos ni angustias que entorpecían su razonamiento. Al acabar la pesadilla sería momento de llorar las pérdidas, mientras durase, debía dar pelea.
Necesitaba informarse, en el departamento en el que estaba era imposible. Iría a casa de su abuelo en la ciudad de la Plata, el padre de su padre no le negaría la estadía y un poco de plata para poder hacer algo más que esperar y esconderse. La noche anterior antes de quedarse dormida y después de las numerosas llamadas que hizo a casa de su abuela, el número de su abuelo paterno apareció nítido en su memoria y lo llamó. La voz áspera y sonora de su abuelo Anselmo atendió la llamada, pero Eugenia no dijo nada. Cortó la comunicación y se enjugó las lágrimas de agradecimiento a Dios por oír aquella voz. Era momento de empezar a actuar.
No perdió el tiempo, no sabía por cuánto tiempo quedaría la casa de Franco sin custodia, salió del departamento vestida con ropas de hombre hacia las vías del tren. Tenía que llegar a casa de su abuelo.

El país estaba conmocionado por las imágenes que repetían una y otra vez por la televisión, los cuerpos sin vida recuperados del riachuelo se veían uno al lado del otro apenas cubiertos con mantas viejas que se corrían con el viento. Hasta el momento, sacaron a siete personas pero la búsqueda no terminaba. Las autoridades no informaban acerca de la identidad de los muertos pero algunos familiares reconocieron a sus seres queridos y se presentaron en el lugar. Las primeras declaraciones de esas personas aseguraban que sus parientes fueron sacados de sus casas por patrullas de la policía y hasta ese día nadie sabía de ellos.
Eugenia, sentada en el sofá del living de su abuelo Anselmo comía todo lo que el hombre le ofrecía y no despegaba la vista del televisor,  miraba el accidente que se produjo esa mañana con un camión que aparentemente trasladaba a secuestrados. La información de los medios de comunicación era muy ambigua, declaraban una cosa y luego se corregían, alegando tener información oficial, pero pocos minutos después ocurría lo mismo.
- ¿Qué te parece a ti abuelo? -preguntó Eugenia sobre un periodista que desmentía una noticia  que dio sólo minutos antes, en la que aseguraba que los detenidos estaban muertos antes de caer al agua, por eso, entre los cuerpo encontrados no habían policías o militares.
- Esos muchachos tienen miedo de decir la verdad, no quieren terminar en el fondo del riachuelo ellos  también -comentó Anselmo y dejó una bandeja con frutas para que Eugenia siguiera comiendo.
- En algunos noticiarios dice que el camión salió de Banfield, Emilia está allí.
- No podemos estar seguros, otros aseguran que salió de la Plata, también están los que dicen que los detenidos eran de Quilmes o Lanús. Llevo viendo esta noticia desde las nueve de la mañana y han cambiado tantas veces la información que ya dudo que sea cierta.
- No se deben poner de acuerdo con qué decir, por eso tanto ajetreo. La gente no es tonta, todo el mundo se dio cuenta que esos muertos son detenidos ilegales.
- Hija, no te hará bien estar tanto tiempo frente al televisor -señaló su abuelo.
Anselmo Serrano casi se descompone de emoción cuando Eugenia apareció ante su puerta. Ni bien la abrió y la reconoció, se abrazó a ella y no dejó de llorar por horas. Nada de lo que había imaginado Eugenia sobre el rechazo de su abuelo ocurrió ese mediodía cuando llegó a su casa. Su abuelo la recibió emocionado y después de escuchar toda la historia de su familia se puso a su entera disposición para hacer lo que creyera conveniente. Además, informó lo que hizo él  conjuntamente con su abuela Margarita. Eugenia se sorprendió por el compromiso asumido por su abuelo para rescatar a su familia y, que por expreso pedido suyo, su abuela Margarita no se lo informó en las notas y tampoco se lo habría informado a Antonio.
La noche llegaba y Eugenia seguía frente al televisor, los buzos de la prefectura naval que hacían las tareas de rescate, sacaron dos cuerpos más del agua durante la tarde, muchos kilómetros río arriba. Ella no podía dejar de pensar en ese accidente y le mortificaba que ningún informativo diera nombres de las víctimas, su miedo era que Emilia estuviera en ese vehículo.
- ¿Crees que darán los nombres de los muertos en algún momento? -preguntó a su abuelo sentado a su lado.
- No lo creo. Esto, mañana no será noticia -vaticinó el hombre mayor, señalando con el dedo los sucesos que trasmitía el televisor.
- ¿Cómo van a hacer eso? No pueden borrarle la memoria a un país entero.
- No hace falta que sea al país entero, solo tienen que tocar a las personas adecuadas.
Eugenia lo miró con descreimiento y bostezó, las negras ojeras bajo sus ojos celestes y su cara cansada conmovían a su abuelo que no dejaba de mirarle.
- Estás muy cansada hija, ¿por qué no te acuestas? Has visto la misma noticia varias veces. Te avisaré si hay novedades -prometió su abuelo, cariñosamente.
Eugenia sintió el profundo amor que salía con las palabras de su abuelo y se reprendió el hecho de no acercarse a él desde que ocurriera la disputa con su padre, por la estúpida idea de que su abuelo la rechazaría.
- Tú también estás cansado, abuelo -aseveró ella, notando que  también tenía grandes bolsas debajo de los ojos y mirada cansina.
- Tendré que levantarme muy temprano para ir hasta la Capital, allí podré averiguar algo sobre las personas que viajaban en el camión, he oído que las agrupaciones de los parientes de desaparecidos se reunirán mañana en el centro.
- ¿Tú conoces a las personas que conocía la abuela Margarita?
- Claro que sí, yo le hablé de ellos y le pedí que se acercara a la Plaza de Mayo, muchas de las mujeres que marchan allí son de esta ciudad -hizo una pausa y cambió la expresión-. ¡No hables de tu abuela como si no estuviera! -regañó
- La persona que me ayudó fue secuestrada, mi única amiga también y la abuela no responde a los llamados, no sé qué pensar.
- ¿Qué tan desgraciado es ese amigo del que sospechas que tiene algo que ver con las detenciones?
- Creo que más desgraciado de lo que podría imaginarme.
- Entonces, no le hizo daño a tu abuela, estará esperando que tú aparezcas por allí para tomarte. Si te ha cortados todos los lazos sabrá que tarde o temprano irás a la casa de tu abuela.
- ¿No tienes miedo que vengan aquí?
- Ya lo hicieron.
- ¿Vinieron a buscarte?
- No. Vinieron a buscar algo que no tenía.
- ¿Qué?
- Mi familia -el hombre sonrió y la abrazó-. Quedate tranquila nena, no creo que vuelvan por aquí, el viejo cascarrabias que los atendió les gritó que él no tenía familia, que nunca la había tenido y si no le creían que lo mataran allí mismo, le harían un favor.
- No te mataron.
- No.

La esposa del sargento Migues pudo detener sin problemas la hemorragia que comenzó a tener Emilia en el auto de Ariel Migues, un día atrás. Hospedada en una de las habitaciones de la humilde pero espaciosa casa de la familia del sargento, Emilia y su hijo recibían la atención amorosa de la mujer que no paraba de llorar mientras le contaba lo agradecida que estaba con su esposo, el doctor Franco Hernández, por haber salvado la vida de su único hijo varón.
Sólo un poco de fiebre, que la señora Migues controlaba y mantenía a rayas con medicación y apósitos fríos, era el remante que quedaba en Emilia de un parto difícil. La afección no le impidió entender que Franco Hernández, era el mismo que estuvo con ella dos días atrás, antes que lo trasladaran junto a su padre. Le extrañaba la emoción que embargaba a la mujer cada vez que nombraba a su supuesto esposo y, varias veces, estuvo a punto de confesarle que ella no era la esposa de ese hombre, pero el berreo o llanto de su hijo la hacían caer en la cuenta de que no era conveniente confesar aquello. Su supuesto esposo estaba detenido, no podía desmentir el engaño y ella podría recuperar la energía necesaria para largarse antes que todo saliera a la luz. En la habitación en la que se encontraba se quedaba sola cuando la mujer se retiraba, la puerta no tenía cerradura y sería muy fácil tomar a su hijo y largarse del lugar, pero sus fuerzas no le permitirían llegar muy lejos si se marchaba antes de tiempo.
La puerta se abrió y la mujer entró a la habitación cargando una pila de pañales nuevos para su hijo.
- Emilia, querida, mi esposo quiere hablar contigo -informó la mujer y Emilia se puso en alerta-. No ha dormido en más de cuarenta y ocho horas, pero hay algo que quiere decirte, si no lo hace no podrá descansar.
- Claro, que entre -aceptó Emilia, simulando calma, pero había comenzado a temblar y abrazó con fuerza a su pequeño.
La señora Migues salió del cuarto después de acomodar los pañales a los pies de la cama de Emilia para que su esposo hablara con la joven madre.
- ¿Cómo está señora? -fue lo primero que preguntó Migues.
- Bien -respondió Emilia con recelo, no podía dejar de pensar que ese hombre entró a su casa para llevarse a toda su familia.
- Sé que no confía en mí por la manera en que nos conocimos, pero al igual que a su hombre, lo único que puedo decir a mi favor, es que cumplo órdenes. Usted sabrá que no la lastimé y cuando estuve presente no permití que los hombres le hicieran daño, pero yo no manejo a todos los hombres, solo a un pequeño grupo que hace lo que le place cuando no estoy presente -comenzó como carta de presentación- No quiero justificarme ante usted, quiero que entienda que no le haré daño, debo la vida de mi hijo, al padre de su hijo y, por eso, usted es la protegida de la familia y lo será por siempre.
El discurso del sargento Migues a Emilia comenzaba a aburrirle pero intentó no demostrar su fastidio. Para ella, todo sonaba a excusa y a un patético intento por hacer una buena acción como compensación a las atrocidades que debería cometer todos los días.
- No entiendo como permitió que Franco fuera secuestrado, si usted está tan agradecido con él como declara.
- Le advertí a su hombre que irían a buscarlo y no quiso oírme, estaba decidido a encontrarla y finalmente lo hizo. No le diré, que de saber que usted era su mujer, no la habría llevado junto con su familia aquella noche, porque sería mentira, en ese momento él no era nadie para mí y como no me cansaré de repetir debo cumplir órdenes.
- Entiendo - adujo Emilia, sin disimular el sarcasmo en la voz.
- No entendía qué hizo el doctor para que lo detuvieran y lo trataran como a los otros detenidos después de trabajar con lealtad para las fuerzas durante meses. Dos días atrás lo descubrí. Es mi deber informarle que Franco tuvo la posibilidad de escapar del centro de Banfield cuando llegué hasta él, pero no quiso hacerlo, me pidió que la salvara a usted y a ese hijo.
- A dónde se lo llevaron ¿Volveré a ver a Franco?
- No, su amante está muerto.
Dos revelaciones en una sola frase, Emilia se quedó pasmada. El policía sabía que ella no era la esposa del médico Franco Hernández, eso le estremeció el cuerpo entero e hizo que apretara más fuerte a su hijo en sus brazos y, además, confesó que estaba muerto. El detalle de ser la amante del médico resultaba un dato menor ante la otra revelación que la hacía temblar.
- ¿Qué pasó?
- No quiero mentirle, no voy a mentirle. Se lo debo a la memoria del doctor -certificó con esa última frase sus dichos siguientes- El doctor Hernández era trasladado para su ejecución, pero el camión en el que los trasladaban desde Banfield cayó al riachuelo cuando se dirigía a su destino final. No hubo sobrevivientes.
El impacto de la noticia fue como un golpe en el pecho que la dejó sin respiración. Un recuerdo, un dolor y, luego... el llanto de su hijo, todo pasó por su mente en un instante fugaz. Si su hijo nació en un hospital y no en el mismo centro de detención como parían todas las detenidas, que luego del parto tenían que limpiar la sala que mancharon, fue porque ella sufrió un ataque de presión alta debido a una noticia que escuchó de un compañero de confinamiento: él afirmaba que esos traslados no eran otra cosa que para el exterminio de los detenidos. Su padre era parte de los seleccionados para ser exterminados. Emilia levantó la vista y la dejó colgada de los ojos del sargento que veía en ella el profundo dolor que la noticia había causado.
Lo que el sargento no sabía era que en ese mismo traslado iba el padre de Emilia, él era el motivo real de ese dolor que Emilia no sabía cómo manejar. Emilia lamentaba la pérdida de Franco, un hombre que parecía bueno y que dijo haber ayudado a Eugenia, estar enamorado de su hermana y, según Migues, cambió su vida por la de ella, pero no le dolía. La pérdida que le cortaba la respiración era la de su padre que se sumaba a la de su madre y todo gracias al hombre que tenía delante, él entró a su casa para destruir su vida.
- No soy quien para juzgar la vida de nadie, pero sabiendo lo que hizo su esposo, comprendo por qué usted se involucró con el doctor Hernández.
Las revelaciones del sargento Migues estaban por terminar con la cordura y la sensatez de Emilia, su esposo no era un ejemplo de la vida conyugal del hombre y los últimos meses de su embarazo pasaban más tiempo peleando que en buenos términos, pero ella atribuía esas peleas a su carácter modificado por la gravidez, estaba segura que al nacer su hijo, todo volvería a la normalidad.
 - ¿Mi esposo también fue detenido? -preguntó con cautela, temiendo la respuesta que le daría el sargento.
- No, viajó con su amante un día después que usted fue llevada a la comisaría de Quilmes. Vendió la casa un mes antes, pero los dueños actuales todavía no se han mudado. Según averigüé, su marido mantenía una relación amorosa con una ex novia, desde antes de casarse con usted - Usted sabía de la amante de su esposo ¿verdad?
- No llame esposo a ese cerdo y, sí estaba al tanto, por eso, también me busqué un amante -dijo Emilia, desbordada de despecho y orgullo herido-. De lo que no estaba al tanto era de la venta de la casa que mi padre nos dio como regalo de bodas.
- Usted sabe que esas cosas están en manos de los hombres y lo de la venta fue fácil de ocultar porque los dueños nuevos no ocuparán la casa hasta la primavera.
- No entiendo cómo pudo hacerlo, el título de propiedad estaba a nombre de los dos.
- Esas cosas pasan señora. Ya sabe que puede quedarse con nosotros el tiempo que quiera. Es usted nuestra invitada.
Emilia pasaba del estupor a la melancolía que cubría con un manto de ira, para caer nuevamente en el desconcierto y la confusión. Se quedó mirando la pared cuando el sargento se movió del rincón en el que permaneció parado durante toda la charla para salir de la habitación, estaba llegando a la puerta cuando Emilia lo detuvo con una pregunta.
- ¿Qué pasará con usted si Bergés se entera que me sacó del hospital?
- Bergés ya no es una amenaza para usted. Lo asesinaron ayer.
- ¿Quién lo asesinó?
- Después del accidente del camión que trasladaba a los detenidos, manifestaciones ciudadanas se sucedieron en la Plaza de Mayo y varios grupos subversivos atacaron con más fuerza a funcionarios policiales y militares. El auto en el que viajaban Minicucci, Bergés y el Cara de Goma fue alcanzado por un explosivo casero que hizo volar el vehículo por los aires.
Migues cerró la puerta al salir, Emilia se quedó con sus últimas palabras en la cabeza, no le deseaba la muerte a ninguna persona pero esos hombres, a cargo de los detenidos, no eran personas, no eran humanos, eran «hielasangres» y, por suerte, había tres «hielasangres» menos. Una sonrisa estiró sus labios.
Esa noche, la fiebre regresó con mayor intensidad al demacrado cuerpo de Emilia y, la señora Migues, se preocupó al no encontrar la forma de revertirla. Regañó a su marido por revelar todas esas tragedias que desencadenaron en un empeoramiento muy notable en su estado físico. La pareja estaba discutiendo en la cocina cuando oyeron los gritos de Emilia. Migues fue el primero en entrar al cuarto seguido de cerca por su esposa, pero Emilia con los ojos brillantes, acuosos y muy abiertos solo lo observaba a él, aunque parecía no verlo. Apenas el hombre traspasó el marco de la puerta ella se sentó en la cama y extendió el brazo con la mano abierta para detenerlo.
- Un paso atrás…un paso atrás…más…más*  -exigía sin gritar, siempre con la mano levantada señalándole - No me toque, no me toque* -exigió más alto.
Emilia parecía estar viviendo un delirio a causa de la fiebre, Migues avanzó a pesar del pedido y ella se recluyó sobre la cabecera de la cama y sin dejar de levantar su mano apuntándole gritó para que no se acercara.
- Hielasangre en el infierno, no me toques. Saca el daño que provocas, saca tu mano de mi alma, saca tu sueño de mi almohada, ¡no me toques! ¡No me toques!*
- Emilia no te haré daño. Tienes que despertar -imploró Migues, pero ella seguía con la mirada perdida sobre su rostro.
- Vuelve al sitio donde estabas, deja la puerta bien cerrada…¡no me toques!*
- Emilia…- quiso continuar el sargento pero su esposa se interpuso.
Emilia se tapó los oídos con las manos y cerró los ojos con fuerza. Ya no lo miraba, pero tampoco vio a la mujer. Comenzó a llorar y agitando la cabeza  volvió a gritar.
- Saca el arma de tu boca, que tu palabra se me haga sorda… ¡No me toques! ¡No me toques! Un paso atrás...más, más ¡más!*
La señora Migues llegó hasta Emilia y la acunó en sus brazos. Le costó tranquilizarla para que dejara de sacudirse pero, lentamente, ella comenzó a escuchar sus palabras y volvió a un sueño tranquilo. Esa noche la mujer se quedó con Emilia.
El sargento salió de la habitación terriblemente afectado por la pesadilla de Emilia y  las cosas que le había gritado ¿Cuánto daño le hicieron a esa mujer tan joven? Se preguntó cuando salió al pasillo y como si la pregunta hubiera sido pronunciada con palabras, su hijo Ariel que esperaba afuera de la habitación contestó.
- Le han hecho, mucho, mucho daño.
Migues asintió con la cabeza y los dos se alejaron del lugar. Esa noche, el sargento contó a su hijo la verdadera historia de Emilia y el día que se llevó a la familia de la casa.

 

Capítulo 20


- Ocho cuerpos. El comandante Caraveri no apareció -dijo un oficial, notificando a uno de los generales militares, el último parte que le enviaban desde la zona del accidente, después de treinta y seis horas de búsqueda.
- Según Camps, eran doce detenidos que trasladaba el camión -acotó el Ministro de Seguridad Interior, que se hallaba junto a dos generales militares a cargo de la administración del país.
- ¡Camps es un idiota! No sabía los nombres de los trasladados -ladró el superior - Quiero que se abandone la búsqueda de víctimas.
- ¿Qué pasará si los cuerpos aparecen flotando en el río? - preguntó el otro de los generales.
- Los sacarán y los meterán en una fosa de cementerio -aclaró, quien ordenó el cese de la búsqueda.
- Los medios de comunicación sabrán que son parte de los cuerpos que dejaron de buscarse.
- ¡Me importa un soberano lo que piensen los medios de comunicación! Mandarán a cada emisora de radio, periódico y canal de televisión la prohibición de hablar de los muertos en el riachuelo. No se les dará prensa a los subversivos, ni vivos ni muertos. Es una orden del comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas -dictaminó con energía.
El Ministro de Seguridad Interior transcribió la orden del comandante en Jefe y salió de la oficina de la casa rosada en la que estaban reunidos. Pasaron unos pocos minutos cuando se envió la prohibición de hablar del accidente a los medios de difusión como primera medida, y luego se envió la orden de abandonar el lugar a los grupos policiales y de bomberos que estaban todavía en plena búsqueda..
Por los disturbios acaecidos el día anterior, donde varios autos de funcionarios de gobierno y policiales fueron blanco de ataques rebeldes, recrudeción la represión y el patrullaje policial y militar en toda la ciudad capital y sus localidades perisféricas para sofocar a los grupos sediciosos. Seis muertos por ataques rebeldes dejó la jornada anterior, todos efectivos policiales y militares. La cúpula, militar y policial, estableció suspender los francos y días de descanso de sus efectivos, cada uno de los integrantes de las fuerzas debía trabajar y hacer cumplir con las últimas resoluciones de gobierno, hasta nuevo aviso. El servicio de inteligencia en su totalidad, trabajaba para individualizar a los manifestantes que se reunieron la jornada anterior en la Plaza de Mayo y, en otros tantos lugares del interior del país, para protestar por las víctimas del accidente. Otra orden destacada que recibió el servicio de inteligencia, después de los sucesos ocurridos, fue el de revisar todas las cintas de los programas que transmitieron o hablaron del accidente.
Antonio Suarez Tai se encontraba a punto de explotar, Camps estaba desquiciado por lo ocurrido con los detenidos de Banfield y se las tomaba con él. Los responsables sobre los que debía recaer toda su furia y la de los funcionarios militares, estaban muertos. Y todos los que tenían trato directo con el coronel debían sufrir sus descalabros y su incontinencia verbal maldiciendo a los muertos, sobre todo a Bergés, responsable de acompañar al comandante Caraveri e incumplió una orden directa de Camps. Antonio solo mejoraba su humor al recordar la lista incompleta de los detenidos que viajaban en ese camión. El padre de Eugenia, su futuro suegro, y el medicucho que ayudó a Eugenia, estaban en el vehículo. Era el día destinado para su muerte, él inició el camino colocándolos en las listas de gente que debía ser detenida y, el destino se encargó de completar el trabajo.
Estuvo al tanto de los cuerpos de los que aparecían flotando o los que sacaban del agua, pero ninguno de ellos era Serrano o Hernández. Tampoco apareció el cuerpo del chofer del camión y el de dos personas más, uno de ellos era Daniel Hertz y de la otra persona no tenía registro porque Camps no había anotado a las últimas tres personas que destinó al camión, eso lo debería haber hecho Bergés o Minicucci y todos los papeles que llevaban con ellos hacia el centro se quemó cuando explotó el auto. La lista que tenía Camps estaba incompleta y los guardias del centro eran muy idiotas para recordar el nombre completo de los detenidos, sin dejar de considerar que varios de los detenidos que destinaron a ese camión habían llegado ese mismo día. Lo seguro, era el número total de detenidos que viajaban en el camión: doce, más el chofer. Hasta donde él sabía solo hallaron ocho cuerpos.

- El comandante en Jefe ordenó el retiro de los grupos de rescate del lugar del accidente - informó uno de los jefes que recibía los cables de anuncios oficiales, al entrar a su despacho, con varios papeles en la mano.
- Seguro que ya encontraron todos los cuerpos -se relamió Antonio, con una media sonrisa.
- Puede ser. También llegó esto, repártelo a tu gente -informó, pasándole un telegrama-. Se suspende cualquier otra actividad que realice el servicio de inteligencia hasta que no se termine con la nueva directiva y nadie se marcha a casa hasta no acabar. Quieren resultados inmediatos.
- ¿Camps sabe de esto? -preguntó Antonio, siempre recibía órdenes directas del coronel.
- Nadie va a tener en cuenta lo que piense o quiera Camps por estos días. Tú encárgate de cumplir cuanto antes con los nuevos requerimientos, del futuro de Camps se están encargando otras personas.
Antonio, y todo el servicio de inteligencia, tenían mucho trabajo con las nuevas directivas que bajaban directamente del poder ejecutivo. Su trabajo como agente encubierto en la facultad de medicina y en la de derecho se veía suspendido y no podría dedicar tiempo para encontrar a Eugenia, pero estaba seguro que ella no iría muy lejos. Él se encargó de eliminar todo y a todos los que podían alejarla de él. Por su cabeza pasó la fugaz idea que ella podría marcharse al interior del país, a casa de algunos de sus numerosos parientes, pero la idea se esfumó rápido de su mente, Eugenia no sabía lo sucedido con el padre, ella no abandonaría la pelea por recuperarlo junto con su hermana

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Su abuelo no paraba de acercarle comida junto a la frase «debes alimentarte»  y, luego, seguía la frase «estás muy delgada» la que justificaba tanto empeño. El único tiempo en el que no se encontró masticando, fueron durante las horas que durmió. Mirando las noticias por la televisión se quedó dormida en el sofá de la sala, su abuelo la acostó y la tapó con cobijas, no quiso despertarle porque sabía que no volvería a conciliar el sueño fácilmente, y ella pudo descansar por seis largas horas que le aportaron mucha energía junto con toda la comida que le obligaba a tragar su abuelo.
Faltaba poco para que fueran las ocho de la mañana. La televisión todavía no comenzaba su programación diaria y el abuelo de Eugenia encendió la radio en una emisora en la que solo sonaba el tango como música exclusiva. El silencio se instalaba por momentos entre ellos, pero a Eugenia ya no le lastimaban los pensamientos, estar en esa casona grande y vieja, llena de galerías y puertas arqueadas le devolvía la calma, tener a su abuelo preocupándose por ella como si se tratase de una niña pequeña, la llenaba de fuerzas, física y mentalmente. El desayuno frugal y abundante que su abuelo preparó ni bien la sintió despertar, antes de la seis de la mañana, se extendió más de lo debido.
- ¿A qué hora sales para la capital?
- Se reúnen por la tarde, acostumbro salir al mediodía.
- ¿Crees que irá la abuela Matilde?
- No lo sé hija, quizá, pero lo más deseable sería que no lo hiciera, ayer los disturbios de los revolucionarios fueron muy violentos -sonrió esperanzado el abuelo de Eugenia y le acarició la mejilla.
Se quedaron en silencio, el abuelo Anselmo se acomodó el gorro tipo boina con visera de lana, un accesorio que usaba en cualquier estación del año desde que ella era pequeña, y se acomodó correctamente el pañuelo de seda que usaba alrededor del cuello en invierno, prolijamente doblado y metido debajo del cuello de la camisa que sobresalía sobre el suéter gris de lana gruesa con escote en v. Su padre era muy parecido a su abuelo y últimamente vestía casi de la misma manera, había adquirido el hábito de usar el mismo estilo de gorra, por el que apenas se notaba su canoso cabello. Mirando a su abuelo no pudo recordar por qué se habían distanciado él y su padre, lo que conllevó a que toda la familia se alejara de él. Recordaba vagamente que era por un asunto de la fábrica, pero no podía precisar el motivo exacto. Eugenia estaba a punto de preguntarle a su abuelo sobre lo que estaba pensando cuando sonó el teléfono.


- ¿Tiene tono?
- No.
- ¿Ahora?
- No
- Bien, buscaré otro cable.
- Ten cuidado, no te sueltes del poste. No quiero apurarte, amigo, pero está por amanecer.
- ¡Ya! ¡Ya! Confía en mí, he trabajado dos años para Entel ¿Tiene tono?
- No.
Daniel Hertz estaba subido a un poste de cables por el que pasaba la línea telefónica, trepó con pies y manos hasta la punta del palo para conectar un cable a la red telefónica que diera vida útil al aparato telefónico que encontraron en una oficina del galpón al que llegaron la tarde anterior. Franco parado sobre la vereda, veía las señas que desde adentro hacía Paula, quien probaba si había conectado en la línea correcta levantado el tubo para comprobar el tono, hasta el momento todas las pruebas y señales de Paula fueron negativas. El sol estaba despuntando en el horizonte cuando Daniel volvió a preguntar.
- ¿Ahora?
- ¡Sí! ¡Sí! ¡Baja de ahí, ya tenemos tono! -farfulló lleno de entusiasmo Franco y se metió al galpón.
Dentro del galpón, antes de hacer cualquier llamado se abrazaron entre los cuatro y luego se sentaron a estudiar el próximo movimiento.
Paula fue la primera en hacer la llamada, llamó a su madre y en pocas palabras le dijo que estaba viva y libre pero no volvería a casa por el momento. Le advirtió que nadie tenía que saber de ella y prometió volver a llamar. Daniel hizo lo propio con un hermano mayor que debía informar a sus padres que seguía con vida pero que no volvería a casa en un tiempo largo. Las dos llamadas no superaron los treinta segundos de duración cada una. Al acabar la suya, Paula rompió en llanto, Daniel cortó la comunicación con su hermano y dejó el teléfono en manos de Franco para ir abrazar a la muchacha.
Franco, no hizo ninguna llamada y Alberto Serrano llamó a su padre.
- ¿Papá? - preguntó, tímidamente-. Soy Alberto -informó a continuación.
- Alberto ¡Alberto! ¿Mi hijo, Alberto?
- Si papá, estoy vivo y libre.
Eugenia oyó las primeras palabras de la conversación de su abuelo y se levantó lentamente para llegar hasta él, no sabía si había imaginado u oído que decía el nombre de su padre, pero cuando escuchó la palabra hijo, de un salto llegó hasta el teléfono y gritó por su padre.
- ¡Papá! ¡Papá soy Eugenia! ¡Papá, dónde estás! -gritó pegada a su abuelo sin sacarle el teléfono de las manos, comenzando a llorar de emoción.
- ¡Eugenia, hija mía! Estoy libre, escapamos.
- ¿Papá, dónde estás? Iremos a buscarte.
- Si hijo ¿dinos dónde estás? -ratificó Anselmo, que había colocado el teléfono entre él y Eugenia para que ambos pudieran oír lo que decía Alberto.
- Es muy peligroso para ustedes solo llam…
- No hijo, no es peligroso, iremos a buscarte ¡No cortes! ¿Necesitas dinero? -interrumpió su padre, anticipándose a un corte en la comunicación.
- ¡Papá quiero verte! ¡Por favor! -rogó seguidamente Eugenia embargada por el llanto que no reprimía en absoluto.
- No estoy solo, no puedo dejar a mis amigos -declaró Alberto.
- La casa es grande, muy grande -replicó Anselmo.
- Volveré a llamar.
La llamada finalizó y los dos sitios que conectó quedaron azorados. Alberto Serrano bajó lentamente el tubo del teléfono y miró a Franco que permanecía a su lado.
- ¿Eugenia está bien? -se le ocurrió preguntar a Franco, al escuchar su nombre reprimió el impulso de arrancar de las manos de Alberto el aparato telefónico.
- Gracias a Dios, mi hija está con su abuelo -respondió Alberto con un suspiro de alivio - Mi padre está dispuesto a recibirnos en su casa.
- Es muy peligroso para él -adujo Franco.
- Si descubren que estamos vivos, sí. Hasta que lo hagan, tenemos cierta libertad de acción.
- Si llegan a descubrir que estamos vivos, ningún familiar estará a salvo, pasemos por su casa o no -intervino Daniel que se acercó a los hombres cobijando a Paula en un abrazo.
- ¿Dónde vive su padre? -preguntó Paula, integrándose a la conversación.
- En La Plata.
- Será fácil colarnos en el tren, ya lo hicimos para venir hasta aquí -conjeturó la joven- La estación no queda tan lejos.
- Caminamos un total de diez kilómetros para llegar a este punto, podremos con dos o tres más -convino Daniel.
- Aquí estamos encerrados sin saber lo que pasa afuera -comenzó diciendo Franco-. Si su padre está dispuesto a escondernos por un par de días, podremos saber qué dicen del accidente y pensar con más tranquilidad.
- Además de contar con una persona que pueda conseguir comida con libertad -agregó, llorisqueando de hambre Daniel Hertz.
- No hace falta que caminemos hasta la estación, mi padre tiene una camioneta -informó Alberto Serrano y los cuatro comenzaron a reír.

Eugenia y su abuelo quedaron mirándose varios segundos al terminar la llamada, hasta que ella no aguantó más y se prendió en un abrazo estrangulador a su abuelo que no paraba de reír. Que su hijo estuviera vivo lo sentía como una bendición, que lo hubiera llamado: era un milagro.
- ¡Mi papá está vivo, abuelo! ¡Está libre! -gritaba Eugenia, lloraba y reía al mismo tiempo, y repetía las mismas frases una y otra vez, sin dejar de apretar fuerte a su abuelo que también había comenzado a llorar.
- Debemos tranquilizarnos, hija y esperar a que tu padre vuelva a llamar.
- Lo hará, estoy segura que lo hará -afirmó Emilia, que liberaba lentamente a su abuelo y se secaba la cara con las manos.
- No nos dijo cuantos eran lo que escaparon con él.
- Espero sean muchos.
- Iré a sacar las porquerías que hay en algunos cuartos y a abrir las ventanas para que entre aire y saque el olor a encierro.
- Te ayudaré - se ofreció Eugenia.
No terminaron de abrir y sacudir el polvo de los muebles de una sola habitación cuando el teléfono volvió a sonar y ambos salieron corriendo hacia la sala para atender. Eugenia llegó primero y levantó el auricular.
- Iremos -dijo la voz de su padre.
- Dame la dirección -pidió Eugenia- Iré a buscarte.
- Estamos en el galpón que queríamos alquilar para depósito ¿Recuerdas?
- ¡Claro! ¡el galpón! - vociferó Eugenia, golpeándose la frente con la mano libre, si ella hubiese recordado ese lugar, seguramente estaría allí en ese momento -Podemos llegar en menos de dos horas ¿Cuántas personas están contigo?
- Somos cuatro -informó Alberto, sin dar el detalle de que dos de las personas que lo acompañaban eran amigos suyos, Eugenia le indicó cuatro dedos a su abuelo para informarle la cantidad de personas que se alojarían en su casa.
- ¿Papá, estás herido?
- Nada grave. Tengo muchas ganas de verte hija.
- Estamos saliendo para allá en este preciso instante. Te quiero papá - concluyó Eugenia y cortó la llamada.
Eugenia se volteó con una sonrisa de oreja a oreja hacia su abuelo y él estaba muy serio. Algo de lo que estaba ocurriendo no le gustaba y lo demostraba con un semblante taciturno.
- ¿Qué ocurre abuelo?
- Te he estado escuchando y creo que tú no debes salir de esta casa.
- ¿Por qué?
- También escapaste ¿Acaso lo olvidas? Yo no olvidé lo que me has contado ayer.
- Abuelo, tú no conoces dónde queda el lugar.
- Tienes la dirección, te aseguro que si lo anotas en un papel podré llegar sin problemas -anunció Anselmo cambiando el semblante.
- No es justo.
- Tal vez no lo sea, pero sí es conveniente que tú te quedes en esta casa ¡Hazlo por mí, hija!
- Solo por ti.
- Y por tu padre.
- Y por mi padre. Debes prometerme que llamarás cuando llegues.
- Te llamaré. Lo prometo.
- Tendré tiempo de airear los cuartos. Ya sabemos cuántos son.
- No son muchos, me hubiese gustado que fueran más.
- A ti también te quiero abuelo -dijo Eugenia y volvió a abrazarlo.

 

 

Capítulo 21


Franco respiró aliviado al ver que de la camioneta Ford F100 color blanco, bajó un hombre alto, canoso y delgado, y... nadie más. Eugenia no participaba de ese viaje,  estaba seguro que eso se lo debía al abuelo.
Alberto Serrano y su padre se reencontraron en un abrazo muy emotivo en el que no faltaron las lágrimas de nadie. Antes que llegara el hombre mayor, el padre de Eugenia contó a sus compañeros de fuga, la pelea que tuvo con su padre diez años atrás y cómo desde esa discusión dejaron de hablarse y verse, hasta ese día. Después del largo abrazo, Alberto Serrano presentó a su padre al resto del grupo que se alojaría unos días en su casa y antes de abandonar el lugar, padre e hijo hablaron con Eugenia prometiendo regresar lo más rápido posible.
Tres horas y media después, Eugenia estaba hecha un basilisco, caminaba frenéticamente de un lado a otro y miraba el reloj cada diez segundos. Su nerviosismo opacó la felicidad que sentía una hora atrás y todos los fantasmas que esa mañana fueron ahuyentados por la buena nueva de su padre, reaparecieron más funestos y desesperantes. No paraba de imaginarse tétricas escenas en las que su padre, su abuelo y el resto de personas que viajaban con ellos eran emboscados por las fuerza policiales y asesinados a balazos en el mismo lugar. Su padre le dijo que escaparon, imaginaba que, quizá, cavando un túnel en la tierra que los policías encontraron y metiéndose llegaron hasta los prófugos en el momento que su abuelo estaba con ellos. Su imaginación durante la espera habría bastado para crear dos o tres películas de suspenso y terror. Escenas espantosas pasaban por su mente, estaba a punto de estallar, cuando escuchó la camioneta de su abuelo entrar al garaje de la casa. En menos de cinco segundos cubrió la larga distancia que la separaba del lugar y se quedó parada en la puerta esperando que bajaran de la camioneta. El primero en aparecer fue su padre.
Las lágrimas de Eugenia ya caían sin control antes que llegaran a la casa, duplicó su caudal al mirar a su padre frente a frente. Estaba muy flaco y demacrado, tenía innumerables cicatrices en la cara y no podía disimular la cojera, sin embargo, en la cara de Alberto Serrano se iluminaron sus ojos azules al verla.
Lloraron abrazados por más de diez minutos, no pronunciaban palabras, todo lo que querían decir, todo lo que necesitaban contar, lo expresaban con el abrazo apretado e interminable. Las otras personas se quedaron a un costado como testigos silenciosos de aquel reencuentro.
- Hija no sé si es casualidad, el destino, o, la mano de Dios que se entrometió en el infierno para tocar a un hombre -susurró todavía sollozando, a su hija que no lo soltaba - Quiero que mires a mis compañeros.
Eugenia secándose la cara e hipando, se dirigió hacia las personas que quedaron detrás de su padre, su vista empañada de lágrimas le impedía ver con claridad.
- ¿Franco? -indagó y volvió a fregarse los ojos. Su visión seguía representándole la figura de Franco parado frente a ella.
- Soy yo, Eugenia.
- Este hombre me salvó la vida -aclaró su padre.
- A mi también -aseveró Eugenia y se abrazó a Franco. Él se había acercado a pocos centímetros de ella.
Eugenia recostó su mejilla en el pecho de Franco y dejó que la cubriera con sus brazos y se quedó allí sintiendo su calor. No quería moverse de ese lugar pero la voz de su abuelo, nombrándola suavemente, la sacó del trance.
- Creo que conoces a alguien más de este grupo -murmuró Franco en la oreja de Eugenia.
- ¿Paula eres tú?
- ¿Tan mal estoy?
- ¡Paula! ¡Paula! ¡Paula! -repitió, mientras se arrojaba a sus brazos y el llanto volvía a abordarla.
- ¡Perdón Paula, perdón!
- No hay nada que perdonar, lo que pasó no es tu culpa.
- Si lo es, todos me decían cómo era Antonio y yo no quería escuchar.
- Eugenia, no eres culpable de nada -rebatió Paula, la culpa que sentía su amiga.
- Hija, ya nos sentaremos a hablar tranquilamente de lo ocurrido -calmó su padre, acariciándole la espalda-. Él es Daniel Hertz -dijo después, haciendo que Eugenia se voltee hacia quien todavía no había conocido-, otro de los hombres responsables  de que hoy estemos aquí.

Al anochecer, exhaustos de tanto comer, con el cuerpo y la ropa limpia y al tanto de todas las vivencias de las que fueron protagonistas cada uno de ellos, Eugenia descansaba entre su padre y su abuelo, y no dejaba de mirar a Franco. Tenía ojos cansados y, como todos los demás, estaba muy delgado, pero sus ojos azules parecían contentos y no dejaban de mirarla. Las tres personas que llegaron con él, sobre todo su padre, lo trataban como a un héroe. Todos contaron como Franco ideó el plan, coincidían en decir que podría haberse salvado solo, pero no lo hizo, primero salvó a Daniel y después entre los dos sacaron a su padre y a Paula del río, les hubiera gustado salvar a otros pero no pudieron hacerlo y se apreciaba el remordimiento que sentían Franco y Daniel por ese hecho.
Ninguno de los que conocían a Antonio se sorprendió cuando Eugenia narró lo que  vivió con él durante dos semanas, y su sospecha sobre la responsabilidad que tenía en los secuestros. Franco aportó lo que conocía del médico Suarez Tai, relató la obligada reunión que mantuvieron  y habló del supuesto sumario administrativo.
Durante la cena, quisieron informarse sobre el accidente del camión caído en el riachuelo y en ningún noticiario, de ningún canal, se hablaba del accidente. La noticia frívola que llenaba el contenido de la mayoría de los programas de televisión, era la presentación oficial de la pelota de fútbol que se usaría en el mundial a desarrollarse al año siguiente en el país. Personalidades y figuras del espectáculo local posaban junto a los jugadores de fútbol mostrando el balón ante las cámaras.
- Parece que dejamos de ser noticia -dijo Daniel, sentado ante el televisor muy cerca de Paula.
- Ayer, la noticia y las imágenes que mostraban causaron muchos disturbios y atentados de los grupos rebeldes -acotó Anselmo Serrano y los comentarios sobre las consecuencias del accidente del camión se extendieron hasta la madrugada.
La casa tenía más habitaciones que huéspedes, Franco y Daniel ayudaron al padre de Eugenia a instalarse en una de ellas cuando el sueño comenzó a bajarle los párpados, Paula y Eugenia decidieron dormir en la misma habitación, el abuelos las acompañó hasta el lugar y luego  indicó a los jóvenes el cuarto que podían compartir, bostezando se despidió hasta la mañana siguiente y se dirigió a su cuarto. Eugenia acompañó a Paula, esperó que se acostara y cuando parecía dormir salió a la galería, allí estaba Franco mirando el jardín descuidado de Anselmo desde la puerta trasera. Solos en la galería, Franco no dudó en tomar a Eugenia en un abrazo postergado.
- Nosotros debemos hablar seriamente, Eugenia.
- Tengo mucho para decirte, pero ahora debes descansar.
- Será la primera noche, en mucho tiempo, que descanso tranquilo sabiendo que estás tan cerca y a salvo.
- ¿Te lastimaron mucho?
- Nada que un par de tus mimos no puedan curar.
- ¿Qué estás proponiendo?
- Te lo diré después de  mantener esa conversación pendiente entre nosotros.
- Franco, eres un hombre increíble. Antonio me contó sobre tu trabajo, pensé lo peor de ti. Creí que eras como él, pero no tardé mucho en darme cuenta que no lo eras. Revisé en mi memoria las palabras que decías mientras me protegías, sin tener idea de quién era yo y de dónde había salido y descubrí que no eras como la bestia de Antonio. Él me tuvo encerrada y amenazada, no pude volver contigo.
- ¿Cómo fue que hablaste sobre mí?
- Nunca hablé de ti. Antonio fue a ver a mi abuela el día que regresé a tu casa y ella le habló de las notas pensando que era la persona que le ayudaba. En el correo le dieron el nombre del titular de la casilla de correos, lo demás te lo puedes imaginar.
- Estaba enojado contigo por ese hecho, pero ahora que lo aclaras las cosas cambian.
- ¿Qué cosas cambian?
- Pensaba ir a dormir sin besarte, pero no lo haré.
Franco tomó la cara de Eugenia con ambas manos y suavemente apoyó su boca sobre la de ella. Eugenia extendió los brazos alrededor de su cuello y pegó su cuerpo cuan largo era al cuerpo de Franco.
- No podía morir sin volver a hacer esto - susurró Franco pegado a su boca.
Eugenia sonrió y él profundizó el beso, una lengua intrépida que no se condecía con la debilidad del resto del cuerpo de Franco, invadió la boca de Eugenia que salió a su encuentro dándole la bienvenida con un jadeo de placer. Sin saber cómo, al retomar la consciencia después del beso, estaban pegados contra la pared intentando arrancarse la ropa mutuamente, ella sonrió y levantó la cara para interrumpir el beso que estaba descontrolándose.
- Tenía miedo - jadeó Franco, besándole el lóbulo de la oreja.
- Habrá sido horrible -jadeó ella, disfrutando de los besos y acariciándole la espalda.
- No, no tenía miedo de lo que pasó. Tenía miedo de haberme enamorado y hacer locuras por una mujer que no me quería. Que se fue con otro.
- Desde que te conocí, nunca hubo otro -confesó Eugenia-. Yo también tuve mucho miedo cuando dejé la casa de Antonio, no era miedo a la noche o a la policía. Era el mismo miedo que sentías tú. Por momentos, pensaba que cometía una locura por un hombre que no sabía si abriría la puerta al verme, sin embargo, la atracción que me arrastraba hacia ti era más fuerte que el miedo.
- Desde el instante que te miré a los ojos supe que me traerías muchos, muchos problemas - Franco hablaba en susurros sin dejar de besarla - Valdrá la pena tenerlos si tu eres el premio por superarlos ¿Ya te lo había dicho antes, no?
Eugenia lo tomó de la cara y volvió a besarlo. Sus manos se aferraron a los cabellos largos de Franco y lo apresaron con fuerza contra su boca, en un beso cargado de desesperación y pasión.
- Será mejor que nos separemos ahora o te haré el amor aquí mismo -apenas pudo decir Franco, obligando a su cuerpo a separarse del de Eugenia.
- Ve a dormir, tienes que recuperarte.
- Mi mayor tortura era creer que seguías con Antonio y que nadie conseguiría decirte qué clase de tipo es. En la llamada que hizo tu padre, al nombrarte se curaron todas mis heridas, se me pasó el cansancio y hasta olvidé el hambre que sentía.
- Lamento tanto todo lo que sufriste desde que aparecí en tu vida, no lo merecías. No sé si te merezco Franco.
- No sé si yo te merezco a ti o tu a mí, solo sé que te amo y eras el impulso que me obligaba a seguir cuando las fuerzas me abandonaban, mi tarea no estaba cumplida si no te rescataba de las manos de Antonio.
- Te amo Franco, pase lo que pase, te amo.
Franco besó el puente de su nariz, le dio varios besos pequeños en la cicatriz convertida en una fina línea blanca que le atravesaba la mejilla y luego besó sobre cada uno de los ojos.
Se despidieron alejándose tomados de la mano hasta que sus dedos ya no llegaban a tocarse. Eugenia entró a la habitación y se quedó apoyada en la puerta cerrada, sus problemas no se acababan pero su padre y Franco regresaron. Estaba segura que entre los tres rescatarían a Emilia. Franco estaba allí, salvó a su padre, a Paula y además la amaba. Todo se solucionaría pronto, podía sentirlo en la piel. Dejó la puerta para llegar hasta la cama y sentía la respiración pausada y tranquila de Paula, estaba profundamente dormida. Le abría gustado conversar un rato con ella para volver a pedir perdón por lo que hizo Antonio por el simple hecho de ser su amiga, pero tendría que dejarlo para el día siguiente. Se acostó pensando exclusivamente, en todo lo que esa noche dijo Franco, dio varias vueltas en la cama y, veinte minutos después, se levantó para ir hasta la habitación de él.
- Iba a buscarte -dijo Franco, en la puerta de su dormitorio. Al salir se encontró con Eugenia que estaba a punto de entrar-. La vida es muy corta y cualquier hijo de puta te la puede acortar aún más. No quiero perder el tiempo.
- Yo tampoco -concedió Eugenia y se arrimó a él
- ¿Dormirás conmigo Eugenia?
- Quiero dormir contigo.
- Mañana hablaré con tu padre y tu abuelo, pediré perdón por la indiscreción pero hoy no puedo dejarte en la otra habitación -al terminar de hablar le enlazó la cintura y la pegó todavía más a él y retrocedieron hacia el interior de una habitación vacía y cerraron la puerta.
No dijeron nada más. Solos en la habitación a oscuras, se liberaron rápidamente de sus ropas para abrazarse desnudos, así se quedaron sintiendo el latido del corazón del otro por varios minutos, de pie y sin sentir frío. No se tocaban con las manos, solo se abrazaban y compartían el calor de sus cuerpos.
Franco fue el primero en abandonar el abrazo para bajar la cabeza y lamer el pezón erecto que se pegaba a su piel antes de chuparlo con fuerza, la boca de Franco no se detuvo mucho tiempo en un mismo lugar, lamió y besó cada centímetro de la piel blanca y suave de Eugenia, hasta que llegó a su centro de placer y allí se regodeó de su sabor, su lengua indiscreta recorrió cada pliegue y cada hueco que encontró con metódicos movimientos que no dejaba que ningún rincón quedara sin su húmeda caricia, sus dedos se sumaron a la lengua para abrir y acariciar en los sitios que su lengua necesitaba ayuda. Eugenia se revolvía de placer y se le aflojaban las piernas al sentir y ver a Franco arrodillado, hurgando con la lengua y las manos su entrepierna, no podía hacer otra cosa que suspirar extasiada y acariciarle los cabellos. A punto de llegar al orgasmo lo apartó y lo llevó hasta la cama. Comenzó su turno de exploración. Jamás Eugenia deseó besar el cuerpo de un hombre tan desesperadamente como deseaba hacerlo con Franco, se relamía los labios pensando en el sabor que encontraría en su erguido miembro y demoró el momento de todo lo que su voluntad resistió. Besó y acarició con lágrimas en los ojos cada herida infringida, no podía verlas pero sentía las marcas bajo sus manos. Franco le hacía olvidar la angustia que las marcas encontradas despertaban en ella, estirando las manos para sostener sus pechos y acariciar el pezón con el pulgar. Al final del recorrido de su lengua encontró el miembro erecto y expectante, lo besó con dulzura antes de perder toda cordura y Franco la arrebatara de su presa antes de eyacular. La locura desatada en Eugenia no se calmó con el alejamiento y se montó a horcajadas para meterse en su mojado centro la presa que Franco arrancó de su boca. En pocas, frenéticas y profundas acometidas los dos liberaron el orgasmo contenido. Al finalizar, Eugenia apoyó la cara en el pecho de Franco y poco tiempo después de la liberación del placer, sintió la respiración tranquila y pausada que indicaba que él también se quedó profundamente dormido. Se habría quedado con él a no ser por la pequeña cama, el cuarto en el que se metieron contaba con dos camas de una plaza, en esa pequeña cama apenas cabían los dos y ella quería dejarlo descansar tranquilo. Eugenia, decidió que si se trataba de dormir en camas separadas era lo mismo si lo hacía en su habitación y, de paso, se ahorraría el bochorno del día después.
Con una sonrisa en los labios que no podía contener, entró despacio para no despertar a Paula, se sentó en la cama en la que dormiría y cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra de esa habitación, quiso mirar a su amiga y descubrió que la cama estaba vacía. Se acostó y esperó el regreso de Paula que, seguramente, fue al baño. Después de un tiempo de espera prudencial, se levantó para ir a buscarla, no quería pensar que nada malo había sucedido, así que intentó poner su mente en blanco antes de salir a buscarla, recorrió el baño, la cocina, el comedor, salió al patio a pesar del frío y no la halló.
De nuevo en la casa, solo se le ocurrió ir a la habitación de Daniel Hertz, con cautela abrió la puerta y se quedó esperando a que su vista se aclimatara. Envidió verlos dormir abrazados, allí podrían estar Franco y ella si Daniel no se apresuraba a lanzarse dentro de la habitación y hubiera elegido el cuarto de camas chicas. Sacudió la cabeza en gesto de reproche hacia sus pensamientos, sonrió ante la pareja y les deseo buenas noches, casi en silencio.