7.- PEN:
Poder ejecutivo nacional. Los
detenidos trasladados al PEN pasaban a formar parte de los
detenidos legales y registrados.
8.-Capuchas: centro de detención ilegal en la ESMA (Escuela de
Mecánica de la Armada) y llevaba ese apelativo porque los presos
siempre estaban con la cabeza tapada.
Capítulo 17
Subidos al camión en marcha los
sentaron en el piso. El vehículo no era el mismo del traslado
anterior, éste fue despojado de los asientos que otrora tenía para
el viaje de los pasajeros. Franco se quedó cerca de Serrano y de
Daniel Hertz, pese a tener que trabajar el doble que los demás,
llevaron a sus cargas hacia la parte trasera del camión. Uno de los
guardias subió tras ellos y volvió a atarles las manos a la espalda
pero no vendó sus ojos, el guardia bajó, Daniel habló
sonriente.
- No podríamos tener más mala suerte,
ahora que podemos usar los ojos las ventanillas están
cubiertas.
Franco asintió con la cabeza, sólo
podía pensar que si Daniel supiera dónde lo estaban llevando no
tendría ganas de hacer chistes. El chofer del camión subió para
acomodarse en su lugar y el médico subió tras él, llevando una
bandeja que dejó en el suelo a su espalda cuando se agachó y tomó
con fuerza el brazo de la joven que tenía más cerca y le inyectó
una jeringa. La muchacha se sobresaltó.
- ¿Qué es eso preguntó? -preguntó con
la voz aterrada, en un acto reflejo alertando a los
demás.
- Es la Antitetánica -mintió sin
inmutarse el médico, y tomó el brazo del hombre joven que tenía a
su lado-. ¡Todos recibirán la suya! -gritó al resto, al encontrar
resistencia en el joven que debía recibir la dosis-. Si no
quieren que llame a los guardias, no se
resistan.
Una jeringa llena, servía para aplicar
a dos personas. Después apoyaba la jeringa vacía en la bandeja y
tomaba otra. Avanzaba en cuclillas arrastrando la bandeja a su
espalda. Faltaban dos personas para que llegara a Franco y nada
pasaba.
Franco no se dejaría aplicar esa
inyección fácilmente, pelearía por su vida hasta el último aliento.
Miró a los primeros inyectados y los parpados comenzaban a pesar
sobre sus ojos. Una consecuencia de la inyección que el resto de
los detenidos no podía apreciar y por eso dejaban que el médico
aplicase la inyección sin resistencia creyendo en la palabra de
Bergés. El médico levantó la vista hacia él solo milésimas de
segundos después de sacar la vista de la joven que se adormecía.
Ese hombre sabía quién era él y su profesión, no quería que lo
sorprendiera en actitud sospechosa y que adelantara su
turno.
El médico tomó con fuerza el brazo de
Alberto Serrano y estaba por pincharlo cuando el hombre se movió
soltándose de sus manos y haciendo que un poco del líquido de la
jeringa saliera disparado hacia el aire.
- ¿La antitetánica no se pone en el
culo? -preguntó Serrano, incrédulo de que eso que le estaba por
inyectar en el cuerpo fuera lo señalado por el
médico.
- Yo coloco la antitetánica donde
quiero, viejo -fue la respuesta poco clínica del profesional.
Bergés tomó el brazo del hombre con más fuerza todavía y apoyó una
de sus rodillas sobre la pierna herida para que no intentara
soltarse de sus manos nuevamente.
Franco no podía con su indignación,
miró hacia adelante y con una mirada fugaz vio que la mujer
inyectada solo minutos atrás estaba dormida. Unos golpes dados a la
parte exterior del micro asustaron a todos, incluyendo a Bergés, se
levantó puteando, se bajó el pullover de lana verde subido de la
cintura y se levantó el pantalón de vestir negro que se le había
bajado de la cadera dejando ver la parte superior de sus nalgas al
agacharse.
- ¿Qué pasa? ¿Te has vuelto loco,
carajo? -increpó al guardia que golpeó la pared del
camión.
- Lo estaba buscando Señor. Lo
necesitan de urgencia.
- ¿Quién me necesita? Todavía no he
terminado con éstos.
- Es la mujer de la celda cinco,
Señor. Dicen que está sufriendo un infarto.
- Llama a «Cara de Goma» para que
termine aquí -ordenó Bergés, de camino a las escaleras para llegar
a la celda. Franco sabía era la de Emilia.
Si el padre de Emilia escuchó lo que
decía el joven guardia ya no comprendía porque no se movió de la
posición en el que lo dejó el médico después de
inyectarlo.
Quedaban seis personas por inocular y
quedaban tres jeringas. Franco tenía la bandeja frente a sus pies,
con cuidado y en silencio se levantó, se puso de espaldas a la
bandeja y se agachó para tomar una de las jeringas, no fue difícil
tomarla con las manos atadas, volvió a moverse en silencio y se
sentó rápidamente en el mismo lugar.
- ¿Qué haces? -preguntó Daniel en su
susurro.
- Cuando suba el «Cara de Goma», hazte
el dormido -murmuró en el oído, no quería alertar a los otros que
todavía no recibieron su inyección.
- ¿Qué? -preguntó más inquieto que
antes.
- Has lo mismo que yo -ordenó Franco,
y el otro asintió con la cabeza.
Alguien subió al micro e hizo que el
chofer bajara para atender un llamado de teléfono. Franco se
recostó en su hombro hacia un costado y cerró los ojos. Daniel hizo
lo mismo. Pasos cada vez mas cercanos se oyeron y se acercaban a
él. Aprestó toda su concentración y su fuerza de voluntad para
mantener la cara relajada y no mover un solo músculo para que el
«Cara de Goma» creyera que ya estaba sedado pero cuando lo tomó de
los hombros se sintió perdido y no pudo evitar el estremecimiento.
Preparó la jeringa que tenía en la mano para inyectársela al
hielasangre y esperó el momento preciso.
- Doctor, por fin lo encuentro,
tenemos un minuto para salir de aquí -apremió un murmullo que
Franco podía reconocer y lo tomó de los brazos para ayudarlo a
ponerse de pie con premura.
- Migues -mencionó adormecido- Salve a
la muchacha y al niño.
- ¿Qué muchacha? ¡Puedo sacarlo ahora
doctor! -dijo tratando de ponerlo en pie.
- No, yo no -negó Franco, dejándose
caer nuevamente-. La muchacha y el niño que están
con
Bergés.
- ¿La muñeca
embarazada?
- Franco asintió sin abrir los
ojos.
- ¿Es la mujer de la que
habló?
Ya no quería hablar, asintió moviendo
la cabeza y dejó que cayera hacia un lado.
- Haré lo que pueda doctor. Le debo un
hijo. Vaya con Dios -oró el hombre, creyendo
que
Franco fue inyectado con el sedante,
tal como Franco quiso hacerle creer.
- ¿Qué haces aquí? -preguntó el «Cara
de Goma» al sargento Migues que había soltado a Franco y se alejó
varios pasos segundos antes.
- Busco a Bergés, ha enviado a por
mí.
- No está aquí, está en el
tercero.
Al que decían «Cara de Goma», no era
un guardia cualquiera, era un comisario inspector de la policía
bonaerense que con ojos inquietos vio bajar a Migues del camión y
se quedó mirando al sargento hasta que desapareció por el hueco de
las escaleras.
- ¿Dónde estabas? -preguntó al chofer
que volvía al camión.
- Llamaron por teléfono pero no pude
hablar porque se cortó, tiene que ser el jefe que quiere saber por
qué tardo tanto -respondió el chofer del micro enojado por la
demora.
- Falta poco, termino con éstos y
partes -arguyó, caminando hacia el fondo del camión buscando con la
mirada a los que faltaban inyectarse-. Dile a tu jefe que has
sido tú quien llegó tarde- terminó de recriminar al chofer, tomando
las dos jeringas para clavárselas sin ninguna consideración a los
cuatro detenidos que faltaban. Las dos mujeres gritaron ante la
violencia con la que les clavó la aguja y las pobres recibieron
sendos golpes por la reacción. Los hombres inyectados se
mantuvieron en silencio pero no pudieron evitar la exclamación del
dolor salida de la garganta.
- ¿Quién irá conmigo? -preguntó el
chofer, cuando vio que el Cara de Goma terminó y se aprestaba a
bajar del camión.
- Nadie. Llegan más detenidos dentro
de unas horas y la perra de Bergés está muriéndose, la van a
trasladar. Hoy irás solo. No te preocupes por éstos ya no causarán
problemas a nadie, nunca más -referenció por los detenidos sedados
en el camión - En la «Capucha» subirá alguien que te acompañará
hasta la base aérea.
- Me largo. Este lugar apesta ¿Por qué
no tiran un poco de lavandina? -preguntó el chofer poniendo cara de
asco, al comisario que bajaba.
- Seguro que en el campo los cadáveres
huelen a jazmines ¿Por qué no te vas a cagar? - auguró el «Cara de
Goma», bajando del camión.
- ¡Eso es! - reflexionó el chofer, y
continuó su pulla hacia el comisario vestido de civil-. No huele a
fiambre, huele a mierda.
El viejo colectivo comenzó a moverse,
Franco no aguantaba la ansiedad pero se sosegó al recordar que
Migues entró para ayudarlo. Tal vez, no era su día para morir
después de todo. Dudaba que hubiese llegado a tener el tiempo
suficiente para que Migues pudiera ocultarlo en otro lugar o en el
baúl de algún auto, pero el gesto reconfortaba su ánimo y se
tranquilizaba por haberle hablado de Emilia. El sargento dijo
que haría lo posible para salvarla y, después de lo ocurrido esa
tarde, creía en él. Más habiendo dejado que pensara que eran
su mujer y su hijo.
El camión se detuvo en la entrada
misma del centro de detención y dos guardias subieron a
inspeccionar la cantidad de cuerpos tirados en el piso del vehículo
cotejando una lista que tenían en la mano. Los detenidos estaban
completamente adormecidos por el sedante y se volcaron todavía más
después de los primeros movimientos del camión, algunos hasta
parecían muertos. Los guardias sacudieron solo a los dos que se
encontraban más cerca de la puerta y, luego, permitieron la
salida.
Franco comprendió que la situación era
favorable, tenía que actuar con calma y no dejarse ganar por la
desesperación para que todo saliera bien y además no le trajera
consecuencias posteriores. A las pocas cuadras del lugar del que
partieron, el chofer del camión prendió una radio y levantó el
volumen de la emisora para poder escucharla por sobre el ruido que
hacía la lluvia que golpeaba contra el camión, eso les favorecía
todavía más. Con el pie, sacudió a Daniel y le indicó que se
acercara a su espalda para que pudiera desatarle las manos. La
tarea no llevó mucho tiempo, el guardia que los ató, sabía el
destino que les esperaba, por eso no se molestó en hacer nudos
resistentes o duraderos. El mismo tiempo tardó Daniel en hacer lo
propio con las ataduras de Franco. Con las manos libres, esperaron
que el camión se alejara de Banfield. El guardia habló que tenían
que pasar por la «Capucha», ese lugar quedaba en la Escuela de
Mecánica de la Armada en la Capital Federal, Franco oyó del
sitio y el origen del nombre, que se lo daban los detenidos
permanentemente con bolsas o sacos en la cabeza en forma de
capucha, ni para comer podían sacarse el objeto de la cabeza, sólo
podían correrlo hacia arriba hasta despejar la boca y así ingerir
lo que algunas personas llamaban comida. Varios caminos podía
seguir el chofer del camión para llegar al lugar, Franco esperaría
el momento oportuno para asaltarlo.
Algunas de las ventanas del colectivo
estaban cubiertas con maderas y otras con papel diario mal pegado
sobre los vidrios. Franco se arrastró sobre para quedar frente de
la que tenía el papel más descorrido en un ángulo inferior para
tratar de confirmar el camino que recorrían. Si estaba en lo
cierto, en poco tiempo de viaje tendrían que pasar por el viejo
puente La Noria que pasaba sobre el riachuelo y él podría
reconocerlo, así tendría una noción más definitiva sobre el camino.
Dentro del camión reinaba la oscuridad, lo que daba cierta libertad
de movimiento. Franco tomó el pulso del joven a su lado y no pudo
encontrarlo. Con los dedos en su garganta indicó a Daniel que
revisara a los detenidos cercanos y dos veces la cabeza de Daniel
se sacudió negativamente después de revisar a las muchachas
uruguayas, estaban muertas. Franco alternaba la vista entre el
camino y el chofer, quien no sospechaba lo que ocurría en el
interior del vehículo que manejaba.
El puente con su ornamentación de
principios de siglo pasó sobre su cabeza y poco tiempo después,
para su sorpresa, dejaban la ruta directa y tomaban una que
bordeaba el riachuelo, el trayecto hasta llegar a zonas de la
ciudad habitadas era largo, oscuro y descampado, rodeado de grandes
extensiones de terreno baldío. Franco dedujo que además de la ESMA,
tendrían que levantar prisioneros en algún otro centro de detención
de la capital.
- Tenemos que revisar a todos, para
saber quien está vivo- susurró Franco.
- ¿Qué
haremos?
- Tengo la jeringa con el sedante, se
lo aplicaré al chofer y tomaremos el camión para
escapar.
- ¿Y después?
- Dejaremos al chofer lejos de la ruta
para que no lo encuentren rápido, bajaremos a los muertos y nos
internaremos en alguna ruta que nos lleve al interior, luego, me
iré con Serrano. Tú puedes ir donde
quieras.
- Te debo la vida, amigo -agradeció
Daniel, todavía desconociendo el destino fatal que, por el momento,
estaban evadiendo, pero ya al tanto de las intenciones nada loables
del compuesto aplicado.
- Todavía no salimos de esta- recordó
Franco, para que Daniel no bajara la
guardia.
- Yo revisaré a los que faltan, vos
andá a inyectar a ese hijo de puta.
Franco reptó por el piso del camión,
se colocó la jeringa en la boca e intentó colocarse justo detrás
del asiento del chofer. El hombre para Franco rondaba los cuarenta
años, de físico grande y por su apariencia y postura, a pesar de no
vestir uniforme militar, saltaba a las claras que era miembro de
las fuerzas. En el estado de Franco, no era rival para el chofer si
lo llegaba a descubrir antes de inyectarle el sedante, ni siquiera
junto a Daniel podría con él.
A punto de levantarse con la
hipodérmica en la mano preparada para clavársela entre el cuello y
el hombro, se escuchó sonar un bocinazo y el chofer del camión
respondió con otro.
Evidentemente, se cruzaron con alguien
conocido del chofer. Franco volvió a pegarse al piso para esperar
que el auto circulando en sentido contrario se alejara de ellos
antes de volver a intentar introducir la aguja en el cuerpo del
hombre que los trasladaba. Pasado el tiempo que consideró necesario
para salir de la vista del otro vehículo, no se levantó
milimétricamente como la vez anterior, se puso en pie de un saltó y
clavó la aguja sobre la tela del abrigo que no opuso resistencia
ante la invasión del fino acero y sintió el momento en que la aguja
se internó en la carne. Administrar la substancia era algo muy
diferente, solo pudo hacer pasar un poco de sedante antes que el
gran cuerpo del chofer se moviera de tal forma que el adminículo
inyectable zafara de su cuerpo, Daniel llegó hasta ellos y tomó
desde atrás al hombre, pegándole la cabeza al asiento y dejando el
cuello nervudo nuevamente a merced de Franco. Parte del sedante se
liberó en el aire, sin embargo, la dosis sobrante era más que
suficiente para adormecer al chofer, Franco terminó de inyectárselo
en el desesperado momento que los movimientos del chofer hicieron
desbarrancar el camión hacia el riachuelo.
Ni Daniel, ni Franco pudieron hacer
nada para impedir que el camión siguiera su camino hacia las frías
y negras aguas del riachuelo y antes de reaccionar a lo que
sucedía, el parabrisas chocó contra el agua. Los cuerpos tirados en
el piso del camión rodaron hacia adelante y chocaron contra las
piernas de ambos que seguían luchando contra el chofer que no se
rendía a pesar del siniestro que se desarrollaba velozmente. El
camión comenzó a flotar y a voltearse hacia un costado, el lateral
en el que estaba la puerta quedó hacia arriba y las aguas
comenzaron a meterse por los paneles de madera que reemplazaban a
los vidrios rotos en el lado que quedó de cara al
agua.
- ¡Tenemos que abrir la puerta! -gritó
Franco, e intentó girar para abrirla manualmente, pero uno de los
brazos del chofer lo tomó justo cuando se alejaba. La puerta
quedaba solo un metro de su posición pero el potente brazo del
conductor no lo dejaba llegar.
- ¡Los llevaré al infierno conmigo!
-rugió el chofer.
- ¡Ya estuvimos en el infierno, es
hora de regresar! -gritó Franco más fuerte todavía y se sacó la
remera de la que lo tenía sostenido.
La puerta dio dificultades solo con
los primeros tirones, después, se abrió suavemente. El chofer ya no
luchaba tan ferozmente cuando Franco terminó de despejar la salida,
pero algunos de los cuerpos ya se encontraban bajo agua. Con
desesperación, se zambulló para encontrar al padre de Emilia y tuvo
que salir a la superficie para pedir ayuda a Daniel para poder
alzarlo. Entre los dos sacaron al hombre y volvieron a entrar para
rescatar a la joven que estaba más de cerca de la puerta, la que
estaba viva cuando Daniel revisó.
Sin perder tiempo, Franco y Daniel
comenzaron con las tareas de reanimación para salvar a las únicas
dos personas que pudieron rescatar del micro que pocos minutos
demandó para perderse bajo las aguas.
Bajo la lluvia y en medio de un
lodazal que no dejaba que dieran un paso firme sin caer, comprimían
en pecho de sus atendidos y después le insuflaban aire de sus
propios pulmones. La joven fue la primera en toser y escupir agua.
Franco no paraba de comprimir el pecho de Serrano para mantener la
circulación de la sangre y, luego, darle oxígeno. No paró hasta que
a fuerza de insistencia, el hombre tosió y comenzó a escupir el
agua putrefacta que inundó sus pulmones.
- ¿Qué hacemos ahora? -preguntó
Daniel.
- Tenemos que alejarnos de este lugar
-fue la rápida respuesta de Franco- ¿Serrano me oye?-preguntó
sacándole la venda de los ojos que a pesar de todo lo ocurrido no
se había desprendido-. ¡Serrano! -lo sacudió nuevamente al no
recibir respuesta-. Tenemos que alejarnos de este lugar, estamos
libres.
La palabra endulzó la boca a Franco y
renovó la energía a los cuatro, el hombre abrió los ojos y miró el
lugar.
- ¿Qué pasó? ¿Dónde
estamos?
- Ya habrá tiempo de explicaciones,
ahora debemos largarnos de aquí -dijo Daniel, ayudando a ponerse de
pie a la joven, a la que también sacaron la venda de los ojos y
desataron las manos - ¿Puedes caminar? -preguntó- ¿Cuál es tu
nombre?
- Sí puedo caminar. Larguémonos de
aquí -respondió poniéndose en pie pero, inmediatamente, volvió a
caer.
- La muchacha se llama Paula Senkel
-informó Franco a Daniel reconociendo el fino rostro moreno de la
muchacha que al parecer seguía siendo su compañera de
camino.
El fuerte efecto del sedante jaqueaba
la voluntad de las dos personas que pese a todo no se darían por
vencidas y contaban con el apoyo de Franco y de Daniel. Arengados
por una voluntad implacable que no dejaría que sus vidas y su
libertad se encaparan de las manos, cada uno de ellos alzó en
hombros a los dos que entraban y salían de la inconsciencia y
comenzaron a caminar para alejarse lo más rápido que podían de ese
lugar, subieron el barranco de la orilla opuesta a la que se
encontraba la ruta y emprendieron el camino a paso acelerado para
internarse en los matorrales altos que los cubría de la vista de
los que transitaban por la ruta.
- La lluvia borrará los pasos -aseveró
Daniel con entusiasmo y un poco más de
aliento.
- Eso espero -adujo Franco, con la
respiración cortada sin detenerse para no dejar de aprovechar al
máximo sus energías y poner la mayor distancia entre ellos y el
camión accidentado.
- Cambiemos -propuso Daniel, que hasta
ese momento cargaba con la joven, treinta kilos más liviana que la
carga de Franco.
- Sí - apenas pudo decir Franco, y
bajó con el cuidado que le era posible a su
carga.
Además de cargar con los sedados,
peleaban contra el viento frío, la lluvia y el suelo por el que
tenían que transitar regado de pozos en los que cada tanto metían
el pie y perdían el equilibrio cayendo al suelo junto a quien
cargaban.
Una hora después, ni la lluvia ni los
golpes por las caídas hacían recuperar la consciencia a Alberto
Serrano y a la joven. Ninguno de los dos entendía por qué
estuvieron conscientes unos pocos minutos después de recuperar el
pulso al sacarlos del riachuelo, durante el duro camino por los
baldíos parecían muertos.
Desfallecidos, apunto de claudicar y
cambiando cada pocos metros a sus acarreados, llegaron a la calle
que ponía fin al descampado y marcaba el comienzo de la zona
poblada en la ciudad. La lluvia lavó a medias sus cuerpos matizados
de lodo, agua negra y otras tantas porquerías que contaminaban el
riachuelo y ponían densas sus aguas, también menguó el olor
nauseabundo que la caída al río solo empeoró un poco más, todos
tenían puestas las mismas ropas desde el día que los llevaron de
sus casas, marchadas, rotas, putrefactas, llenas de parásitos pero
eran las únicas que tenían. La lluvia estaba siendo piadosa
quitando buena parte de la suciedad.
Antes de entrar a la zona de casas de
familias tenían que planear muy bien y con cuidado, cuáles serían
sus siguientes pasos hacia la libertad.
- Tenemos que encontrar un refugio
para descansar unas horas, no puedo más y la muchacha se está
congelando -susurró Daniel dejando a la muchacha acostada sobre el
pasto.
- Quédate con ellos, el viejo Serrano
también está muy frío -indicó Franco dejando a Serrano sentado y
apoyado sobre una montaña de escombros.
- Está bien -accedió Daniel, sin
ninguna intención de contrariar los planes de
Franco.
Franco tomó aire, se dio ánimo a sí
mismo y comenzó a caminar de nuevo, se sentía una pluma sin el peso
de Serrano encima pero, después de unos cuantos pasos, comenzó a
pesarle su propio cansancio.
- ¡Eh, doctor! -lo detuvo Daniel- ¡Qué
esté cerca! -rogó al borde del llanto, entornando sus ojos
verdes.
- Haré lo posible.
Capítulo 18
A primeras horas de la madrugada el
camión se declaró oficialmente desaparecido y llamaron al coronel
Camps. Hasta ese momento, los responsables de recibir al camión
supusieron que el comandante Caraveri, conocedor de las condiciones
en las que se podía realizar el vuelo, disminuyó el apuro o tuvo
algún inconveniente mecánico con el camión. Llamaron a la
dependencia de Banfield a las once de la noche para preguntar si el
camión regresó a ese lugar y al recibir una respuesta negativa
comenzó la búsqueda telefónica por todas las dependencias cercanas
en la que el comandante Caraveri, chofer del móvil de traslado,
tendría que haberse detenido para levantar detenidos. El único
punto al que llegó el camión fue Banfield, no llegó a ningún otro
centro de la Capital.
El coronel Camps estuvo hasta
las cinco de la mañana en la base aérea dando detalles a sus
superiores de los detenidos trasladados y asegurando que todos
estaban sedados al salir de la dependencia de Banfield. También
tuvo que explicar, improvisadamente, por qué ninguno de los hombres
de ese lugar acompañaron al comandante Caraveri en el camino y por
qué Bergés no se presentó en el campo como se ordenó la noche
anterior. Antes de que se marchara del establecimiento militar
partieron dos cuadrillas de hombres para comenzar la búsqueda en
las posibles rutas que habría seguido el micro para llegar hasta
ese lugar.
Camps volvió cansado a su casa, en el
centro de la ciudad, pero se puso en contacto con la gente de
Banfield, la de Quilmes, la de Lomas de Zamora y de La Matanza para
que las patrullas recorrieran la zona sur buscando al micro
desaparecido, él se inclinaba a creer que era responsabilidad de
los Montoneros, el grupo rebelde, por eso la búsqueda se extendió
por todo el conurbano bonaerense. Después de dar las directivas se
acostó a dormir.
Un llamado telefónico a la casa del
coronel Camps a las nueve de la mañana, informó del accidente
ocurrido en el riachuelo. El nuevo llamado tenía un tono totalmente
distinto al anterior, en él lo responsabilizaban del accidente y de
que toda la prensa estuviera en el lugar a esa hora de la
mañana.
Los más altos comandantes de las
Fuerzas Armadas lo esperaban en una oficina cerca de la casa de
gobierno, para que diera las explicaciones del caso. Esos
funcionarios militares sabían de la desaparición del camión que
nunca llegó a destino con la carga
encomendada.
Escapó uno minutos de la reunión en la
que era el absoluto protagonista y entrando furtivamente en una
oficina ajena, tomó el teléfono para llamar al centro de Banfield.
Necesitaba tener a alguien a su lado para que las miradas
acusadoras no estuvieran todas fijas en él.
- ¡Traé a Bergés ahora mismo! -ladró
furioso el coronel Camps a Minicucci-. No sé como lo vas a hacer
pero en media hora los tres tienen que estar en la oficina del
comandante -espetó furioso gritando a través del aurícula del
teléfono.
- Bergés no está en su casa, ya lo he
llamado tres veces- respondió Minicucci al enloquecido
Camps.
- Lo buscaste en el hospital de
Banfield.
- No
- Búscalo allí,
imbécil.
Minicucci cortó con Camps y
maldiciendo a todos los militares salió hacia el hospital, si
Bergés no estaba allí, no sabía qué iba a hacer. Era imposible
llegar a la capital en menos de cincuenta minutos con el auto a
toda velocidad. Camps quería que se presentara en media hora y
encima todavía tenía que encontrar a Bergés y pasar a buscar al
comisario Marcolatz, el «cara de goma».
Los programas de televisión no
hablaban de otra cosa, los periódicos más importantes de la ciudad
largaron una edición vespertina para publicar la noticia del
accidente en el riachuelo y mostrar las fotos de los cuerpos
flotando con las manos atadas a la espalda y la cinta que rodeaba
la cabeza y cubría los ojos. Nadie se hacía cargo del camión y de
las personas que estaban en él. Lo periodistas preguntaban a los
policías y ellos no sabían nada o insinuaban sin mucha convicción
en las palabras, que se trataba del traslado de presos de alguna
penitenciaría, pero al consultar a las penitenciarías cercanas,
ninguna había enviado ni esperaba traslado de preso
alguno.
Hermetismo y silencio sobre los
muertos y sobre lo sucedido. Nadie explicaba nada y las conjeturas
no se hicieron esperar. Los periodistas más osados, daban en el
blanco señalando que esos eran secuestrados políticos de los cuales
nadie quería confesar su autoría, pero luego de una o dos salidas
al aire, no se lo volvía a escuchar.
Los bomberos y policías que actuaban
en el lugar del siniestro, no decían una sola palabra ni
contestaban a las preguntas de los insistentes cronistas que
querían saber el número exacto de víctimas y conocer los motivos
del desbarrancamiento del viejo colectivo. Hasta cinco muertos
contabilizaron sin obstáculos: cuatro, estuvieron visiblemente
flotando en las aguas hasta que los sacaron y luego algunos
fotógrafos pudieron burlar la valla de la policía y fotografiaron
el momento en el que sacaban del interior del camión a la quinta
víctima, una joven de largo cabello que se colgaba chorreando agua
y que estaba atada igual que los otros.
La fuerte tormenta de la madrugada
dejó la ruta resbaladiza, con mucho lodo encima y por tramos se
perdía bajo charcos interminable de agua que la tapaban totalmente,
el barranco hacia el río era una trampa mortal y la banquina
opuesta parecía un río que corría paralelo a la
calle.
Varios conductores perdían el control
de sus vehículos en la ruta y se produjeron algunos accidentes
menores durante la madrugada en todo el largo trayecto que la ruta
mantenía el paralelismo al riachuelo, pero ninguno se había
percatado del accidente del camión. Mientras los bomberos acudían
en auxilio de un conductor accidentado e inconsciente, que había
perdido el control del auto y solo de milagro no terminó en el
fondo del riacho al golpear contra un mojón de tierra,
descubrieron el primer cuerpo flotando en el agua, eso ocurrió
cerca de las ocho de la mañana, diez horas después de producido el
accidente.
- Somos noticia de primera plana -dijo
Franco, arrojando el diario que traía en las manos sobre las
piernas de Daniel que estaba sentado en suelo con Paula Senkel
abrazada y durmiendo a su lado.
- ¿Dice algo de
nosotros?
- No todavía. Habrá que esperar para
saber qué dicen los de la policía sobre el
caso.
- ¿Cómo conseguiste el
diario?
- De la misma manera que conseguí las
frutas -dijo sonriendo-. Sólo las tomé, es fácil cuando todo está
en la vereda -informó arrojándole una manzana-. ¿Han
despertado?
- De a ratos, pero se vuelven a
dormir.
- ¿Les hiciste tomar
agua?
- Tanto cómo se los permitió el sueño.
Están muy débiles.
- Despierta a Paula, que coma algo de
fruta -indicó Franco, y se aproximó al padre de Emilia para hacer
lo mismo-. ¡Viejo! ¡Viejo! ¡Alberto!
Franco sacudía a Alberto Serrano para
que despertara, pero el hombre abría apenas los ojos y los volvía a
cerrar. Buscó un cuchillo en la cocina ennegrecida del taller
mecánico en el que se refugiaron de la lluvia, del frío y de sus
posibles perseguidores. En la madrugada, cuando Franco salió a
buscar refugio, empujó varias puertas que parecían de talleres o
galpones y esa fue la primera que cedió a su magra fuerza. Una vez
que llevaron a sus compañeros sedados hasta allí, sin más fuerza
para poder seguir se tiraron en el suelo y se quedaron dormidos. Al
despertar, pasaba el mediodía y nadie entró al taller, tomó unas
ropas que los mecánicos dejaron allí y salió en búsqueda de algo
para comer.
- Tienes que comer -instaba Franco, al
hombre que no entraba completamente en la consciencia, cortó trozos
de bananas y de manzanas y se los colocó en la boca para obligarlo
a masticar-. Vamos despierta, mastica y
traga.
Cada uno, hizo comer a la fuerza al
menos dos frutas a sus atendidos y beber un vaso grande de agua,
después de eso, recuperaron el sentido y sentados en el piso,
pudieron mantener una conversación entre los
cuatro.
- Debemos marcharnos al anochecer, hoy
es domingo por eso nadie habrá venido al taller a trabajar, pero
mañana es lunes. No podemos quedarnos aquí.
- ¿Dónde estamos? -preguntó Paula,
cómo cada vez que despertaba, Franco y Daniel se miraron y
sonrieron- ¿Qué pasa? ¿Por qué ríen? -preguntó
ella.
- Has preguntado lo mismo al menos
seis veces - informó Daniel, tomándole la
mano.
- Perdón.
- No es para disculparse Paula, el
sedante que les inyectaron era muy fuerte, algunas de las personas
en el camión ya estaba muertas antes de caer al riachuelo -aclaró
Franco-. No estamos muy lejos de ese lugar por eso tenemos que
marcharnos al caer la noche.
- ¿El camión cayó al riachuelo?
-interrogó Alberto Serrano, como Paula, reiteraba la
pregunta.
Con paciencia Daniel volvió a explicar
lo ocurrido y cuál era el destino que les esperaba si Franco no
hacía lo que hizo. Ninguno de los tres dudó de la palabra del
médico y estaban muy agradecidos por salvarles la
vida.
- No podemos ir a nuestras casas, ni a
casa de algún familiar o amigo con el que rápidamente podrían
relacionarnos. Debemos dejar pasar algunos días para saber qué
dicen de los muertos en el riachuelo y sobre todo de los cuerpos
que no encontraron -apuntó Daniel.- ¿Algunos de ustedes tiene algún
lugar seguro en el que podamos escondernos por unos
días?
- Tenemos que recuperar fuerzas para
poder separarnos, mientras estemos débiles necesitamos mantenernos
juntos -señaló Franco, sabiendo que la única posibilidad de
recuperar a Paula y a Alberto Serrano era colaborando con
ellos.
- Opino lo mismo que el doctor -dijo
Daniel.
- ¿Por qué a mí? -preguntó Paula con
lágrimas en los ojos, comenzando a entender que se había salvado de
milagro.
- Cómo explicó Franco -aclaró Daniel-,
el sedante aplicado era muy fuerte, con lo débiles y enfermos que
algunos estaban no lo soportaron, revisamos a todos antes de atacar
al chofer del camión y sólo tres respiraban. Pudimos salvar solo a
dos. Tú estabas cerca de la puerta de
salida.
Franco observó la manera que Daniel
miraba a la morena Paula y era muy evidente que no tendría
objeciones para ayudar en su recuperación.
- ¿Por qué a mí? -indagó con tristeza
Serrano.
- Franco se encargó de protegerlo,
viejo -contestó Daniel, y Franco solo sonrió, todavía no llegaba el
tiempo de las explicaciones para el padre de
Eugenia.
- Hay un lugar al que pueden ir, queda
muy lejos del riachuelo y no creo poder llegar hasta allí con esta
pierna. Puedo darles la dirección y ustedes llegarán hasta allá sin
problemas -sugirió Serrano, sin decir nada sobre la protección que
recibió del médico.
- ¿Qué hará usted? ¿Quedarse
aquí?
- No tengo nada que perder. Lo he
perdido todo, mi mujer, mis hijas -dijo Serrano, y su voz se fue
apagando a medida que las nombraba.
- No lo dejaremos aquí. Si lo
encuentran sabrán que hubieron sobrevivientes y querrán saber si
hubieron más -contradijo Daniel.
- Si me encuentran no hablaré de
ustedes.
- Sabrán cómo sacarle la información,
además, es evidente que usted no podía salir solo del riachuelo y
mucho menos llegar hasta aquí con la pierna en ese estado -replicó
Daniel.
- Nadie se quedará aquí, si tenemos
que cargarlo hasta ese lugar del que habla, lo haremos -dijo con
determinación Franco- ¿Sabe por qué lo salvé? -interrogó pero no
dejó que el padre de Eugenia dijera nada y continuó -Porque soy
amigo de su hija Eugenia, ella está a salvo y también presiento que
su hija Emilia va a salir muy pronto de ese lugar y necesitará a su
padre ¿Dónde queda ese lugar? -preguntó seguidamente, antes de
cambiar de idea con respecto a dar alguna explicación sobre la
situación de sus hijas, el hombre demostró que había perdido la
voluntad de vivir y él quería que la recuperara sin ahondar en
detalles.
- Es un galpón que quería alquilar
para depósito de materia prima de la fábrica. Está vacío, no tiene
nada a mi nombre todavía, queda en Banfield está a una distancia
intermedia entre la fábrica y la oficina comercial que está en el
centro -informó Serrano, sin dejar de mirar con asombro a
Franco.
- Llegaremos -aseveró
Franco.
- ¿Conoce a Eugenia de la Facultad?
¿Usted es médico no?
- Si, soy médico, pero no conozco a
Eugenia de allí.
- Tengo una amiga en la facultad de
medicina que se llama Eugenia Serrano.
- ¡Mi hija se llama Eugenia Serrano!
-exclamó sobresaltado e irguió la espalda sobre la
pared.
- ¿Es rubia, tiene ojos claros y tiene
veintiséis años?
- Sí ¿Cómo te llamas tú,
hija?
- Soy Paula Senkel, de
Palermo.
- ¡Paula de Palermo! Oí hablar muchas
veces sobre ti, quería conocerte ¿Qué has hecho hija para
estar en este lugar?
- No lo sé -contestó, comenzando a
llorar- ¡Dios! ¡No lo sé! -gritó y rompió en un llanto
desconsolado.
Daniel la tomó en brazos y dejó a la
joven llorar en su hombro. Los tres hombres hicieron silencio
esperando que la muchacha se recuperase de la angustia que le había
invadido, el llanto comenzó a remitir lentamente y sin separarse de
Daniel, levantó la cabeza para preguntar:
- ¿Secuestraron a toda su
familia?
- Yo pensaba que sí, pero gracias a
Dios mi hija Eugenia escapó. Mi mujer no tuvo tanta suerte, su
corazón no aguantó la tortura. Y mi Emilia.. todavía está en manos
de esos cerdos, pero confío en las palabras del doctor
Franco.
- ¿Tú eres amigo de Eugenia? -preguntó
Paula a Franco.
- No, la conocí hace muy poco
tiempo.
- En los interrogatorios nunca la
nombraron, solo me preguntaban por los cabecillas del centro de
estudiantes. Yo siquiera sabía que su familia estaba
detenida.
- No creo que tu secuestro tenga nada
que ver con la huida de Eugenia -intervino
Franco.
- ¡Pero yo no conozco a nadie del
centro de estudiantes! ¡No milito en ningún partido! ¡no tengo
amigos políticos! ¿Qué otro motivo
tendrían?
- No sé qué decir -respondió el padre
de Eugenia a la pregunta acusadora que sin proponérselo lanzaba
Paula- Mi hija tampoco andaba en nada, mi familia entera solo se
dedicaba a ser gente de bien y, sin embargo, mira donde
terminamos.
- No lo estoy acusando de nada, señor.
Lamento si creyó que estaba recriminándole algo, pero estoy muy
sorprendida por todo lo que está pasando. Creo que estoy en una
pesadilla que ya lleva siete días y no puedo despertar -habló
suavemente Paula, abandonando el calor del cuerpo de Daniel para
acercarse más a Alberto Serrano y tomar sus manos
condecendientemente.
- Todos sentimos lo mismo -dijo
Franco-. Y... creo que falta poco para despertar por fin -
predijo.
- Nadie, haga lo que haga, diga lo que
diga, o piense lo que piense, merece lo que les hacen esos hijos de
puta a las personas. Un ser humano tiene que poder decir lo que
quiere, estar a favor o en contra de algo. Decir si algo le gusta o
le desagrada. Cantar lo que quiere, escribir lo que le gusta y ver
y escuchar a quien tiene ganas, y disfrutar del arte o del artista
que le plazca. Esos bastardos no tienen el derecho de imponernos
cómo vivir, como pensar, con quien relacionarnos o con quien no,
qué música escuchar o qué programa de televisión mirar -Daniel se
puso pie y continuó hablando -Yo pertenezco a un centro de
estudiantes, grito mi disgusto y mi desagrado hacia esos bastardos,
intento informar a las personas de lo que son capaces de hacer esos
milicos de mierda y pregono porque nos unamos para sacarlos del
poder. Intento convencer a mis compañeros y a compañeras de otras
universidades, que las acciones individuales no pueden contra
ellos, tenemos que unirnos. Porque todavía me queda una libertad
que no pueden robármela, la libertad de morir por aquello que
creo.
- Estudiante de Filosofía y Letras
-afirmó Franco.
- Si, cursando el último año en la
Universidad Nacional de La Plata.
- Te felicito. Iré a tu
graduación.
- Te espero, serás mi padrino. Dios
escucha tus gritos, no puedo permitir que se aleje de mí una
persona así -dijo a Franco.
- Yo también quiero estar ahí - se
incluyó Alberto Serrano.
- Y yo - dijo seguidamente
Paula.
Franco lo miró y sonrió, sabía que
Daniel Hertz salió del campo de Arana hacia el pozo de
Banfield en el mismo camión, lo vio en la comisaría de Banfield
cuando tomaban el mate cocido y, luego, estuvieron en la entrevista
con Camps juntos. Lo que Franco no sabía era que Daniel lo oyó esa
madrugada antes de que los sacaran del calabozo del campo de Arana
para el traslado, cuando desesperado después de intentar arrancarse
la vida reaccionó gritando y golpeándose en reprimenda a lo que
estaba por hacerse a sí mismo. Con ese recuerdo reconoció que el
grito que siguió al suyo fue el de Daniel, fue su voz la que
oyó.
- Nos oyó -corrigió
Franco.
- Tenemos que seguir gritando, todavía
debe hacernos unos cuantos favores -propuso Daniel y ambos
comenzaron a reír a carcajadas.
Alberto y Paula sonreían contagiados
de la risa interminable de los dos hombres, pero no entendían cual
podía ser el motivo de tanta alegría, no había nada agradable que
recordar después de estar detenido, pero los dos hombres se tiraron
sobre el piso a revolcarse de risa. Se miraban, decían frases
incoherentes y volvían a reír. Alberto no aguantó más y les pidió
que contaran el motivo de tanta risa, Daniel fue el encargado de
relatar lo ocurrido la madrugada anterior, omitiendo el intento de
suicidio de Franco, hecho que desconocía. Paula estuvo con ellos en
el campo de Arana pero no en el área de los calabozos que
estuvieron Franco y Daniel por eso no conocía la
anécdota.
Capítulo 19
Todo era confusión y gritos. Gritos
que eran órdenes, otros que las contradecían, gritos de insultos y
gritos de peleas, la misma situación ocurría en cada comisaría del
conurbano bonaerense. El accidente del camión que trasladaba a los
detenidos había abierto una fisura en las fuerzas. Los policías
culpaban a los militares y viceversa. Los informativos no paraban
de hacer conjeturas y la sociedad comenzaba movilizarse en búsqueda
de respuestas. Todo el caos se desató dos horas después de
encontrar el primer cuerpo flotando en el
río.
En el hospital en el que trabajaba
Franco, a los gritos, Minicucci uno de los responsables del centro
de Banfield obligó a Bergés a abandonar lo que estaba haciendo para
acudir a una reunión en la capital donde esperaba Camps y altos
funcionarios militares del gobierno, que querían oír de boca de los
responsables del traslado lo que había pasado antes de que el
camión abandonara ese centro y, a saber, Camps no quería tener
plena responsabilidad sobre lo actuado, por eso llamaba a sus
alternos directos.
Migues se quedó en el hospital y buscó
a la mujer que el médico Franco Hernández encomendó salvar. La
muchacha estaba en una cama abrazando y amamantando a una criatura
recién nacida, no paraba de acariciarle la cabecita y de llorar. El
sargento entró después de observar un rato la escena entre madre e
hijo detrás de la puerta entreabierta de la sala y no hizo más que
hacer entrar en pánico a la joven madre que lo reconoció como
uno de los policías que la secuestró. Sus ojos celestes se
desorbitaron y la criatura comenzó a llorar al separarse de su
fuente de alimento, pero se durmió después de los primeros
quejidos.
- No se lleve a mi bebé -rogó con un
sonido entrecortado por el temblor.
- No lo haré, tranquilízate -dijo con
voz serena, muy lejos de utilizar la voz seca, fría y arbitraria
que tenía el día que la conoció.
- No me haga daño, no hice nada. Ya se
los he dicho, no conozco a nadie -rogó en un llanto que se reanudó,
después de la conmoción de ver al hombre entrar a la
sala.
- Vengo a sacarte de aquí muchacha,
pero tienes que colaborar y obedecer en todo lo que te
diga.
- ¿A dónde me llevará? - preguntó con
escepticismo.
- No lo sé, primero hay que salir de
aquí sin que nadie nos vea. Tiene que ser rápido, tenemos una sola
oportunidad - aclaró y tendió ropa sobre la cama-. Debes levantarte
y vestirte con esa ropa lo más rápido posible. Volveré en cinco
minutos, ahora debo llevarme al bebé.
- ¡No! - gritó Emilia usando la poca
fuerza que le quedaba para ponerse delante de su
hijo.
- Tienes que confiar en mí, no te
separaré de tu hijo. Lo cuidaré. Se lo prometí a su
padre.
Emilia no entendía qué pasaba, su
asombro se equiparaba al miedo y a su desconfianza. Ese
hombre secuestró a toda su familia y, de repente, aparece ante ella
proclamando ser la salvación a ese calvario en el que él mismo la
había metido. Quería preguntarle a qué padre se lo había prometido,
si al de la criatura o al de ella, pero Migues no le dio tiempo,
apartándola de la criatura sin ninguna dificultad, alzó al bebé con
cuidado y lo metió bajo una frazada fina. No parecía tener un bebé
bajo el brazo cuando salió del cuarto.
Temblando, Emilia tomó el pullover
verde que dejó el policía sobre la cama y se lo tiró sobre la
cabeza para colocárselo sobre el camisolín del hospital, después,
se puso los pantalones de hombre que se le caían de la cintura y
ató con la funda de la almohada y, por último, se colocó el
sobretodo negro, que arrastraba por el piso. Un gorro de lana
viejo y gris le sirvió para ocultar el cabello. Los dolores por el
parto quebraban su cuerpo en dos, pero si era necesario salir
gritando detrás de su hijo, lo haría. Terminó de vestirse y estaba
por salir de la habitación cuando Migues
regresó.
- ¿Estás lista? -preguntó, a la bola
de ropa amorfa de ojos celestes.
- Sí -respondió ella, sosteniéndose
con el picaporte de la puerta.
- Sé que pariste hace pocas horas pero
debes moverte rápido si quieres estar con tu
hijo.
- Lo haré -dijo con
determinación.
- Cuando escuchemos los gritos
saldremos.
Migues se llevó a un detenido
moribundo a otra sala y fue a informar de su desaparición al
director del hospital, quién salió de su oficina rumbo a la sala
más enardecido que minutos antes, abrumado por la cantidad de
llamados que recibió desde las primeras horas de la mañana con el
caso del accidente. La nueva situación solo sumaba más problemas
con pacientes de su propio hospital y Migues estaba seguro que
cuando verificase la desaparición, comenzaría a los gritos para que
encontraran al fugado.
No se equivocó, los gritos se
oían con nitidez en la sala en la que Emilia
esperaba.
- Llegó la hora muchacha.
Sígueme.
Caminó lo más rápido que pudo detrás
del sargento que tomó un pasillo largo y mal iluminado, nadie
estaba en ese lugar y en pocos segundos llegaron a la rampa que
salía al exterior, no era el frente del hospital, sino la entrada
de ambulancias. Allí un auto celeste la esperaba y Migues la subió
de un empujón y cerró la puerta. El auto arrancó y el sargento
volvió a entrar al nosocomio.
El chofer del auto celeste era muy
joven y no hablaba. Ella lo miraba por el espejo retrovisor desde
el asiento trasero, donde se reunió con su pequeño y volvió a
cobijarlo en sus brazos.
Emilia no se recuperaba del asombro,
soñó varias veces con escapar de las garras de los opresores y eso
que estaba pasando era más parecido a un sueño que a la realidad.
Bergés la llevó hasta el hospital con un pico de presión alta y
convulsiones que comenzaron en la celda cuando uno de los detenidos
le informó que su padre sería trasladado y, otro, pidió que rece
una plegaria en su memoria porque los que se trasladaban tenían un
destino muy alto. Al estabilizarse la presión, Emilia comenzó con
los trabajos de parto y su hijo llego al mundo la noche anterior,
antes del comienzo del nuevo día, en el mismo instante, que su
abuelo regresaba a la vida gracias a los ejercicios de reanimación
de Franco.
- ¿Tú eres la mujer del doctor?
-preguntó el joven.
Emilia quedó más pasmada que antes. Se
habían equivocado de persona, pero ella seguiría con la parodia
hasta que la llevaran lo más lejos posible de las manos de Bergés y
de sus hombres. Si mentir significaba seguir junto su hijo,
mentiría.
- Si -dijo
inconmovible.
- Él me salvó la vida, por eso mi
padre se arriesgó tanto.
- No lo sabía ¿Me llevan junto a él?
-preguntó con temor, si su viaje terminaba junto a
su
esposo, la mentira no duraría
demasiado y, quizá, ella y su hijo estuvieran en un peligro
peor.
- No -negó el joven con pena y lo oyó
verdaderamente afligido.
Ariel Migues sabía que el doctor
Hernández era trasladado para su muerte en el camión que llevaba a
los detenidos y terminó en el fondo del riachuelo, solo anticipando
la hora del deceso. Él no tenía las agallas para decirle a esa
mujer que el hombre cambió su vida por la de ella y la de su hijo.
Eso se lo dejaba a su padre, que poco había hablado de la muchacha
y nunca dijo que él estuvo a cargo del operativo que levantó a ella
y a su familia de la casa.
Emilia suspiró de alivio al oír la
negativa, eso le daba más tiempo para continuar con la farsa. No
reparó en los gestos ni en el cambio de actitud del joven
conductor, solo sintió alivio.
- ¿Qué pasará con tu padre cuando
descubran mi desaparición?
- Él sabrá cuidarse -aseveró el joven
lleno de seguridad hacia las habilidades de su
padre.
- ¿Tú eres
policía?
- Sí.
- ¿Haces lo mismo que tu
padre?
- Hacemos lo que nos ordenan. Un
policía cumple órdenes.
- Claro -convino Emilia, sin ánimo de
molestar a su salvador.
Un dolor punzante en el bajo vientre
la hizo jadear, las consecuencias de levantarse y hacer bruscos
movimientos estaban comenzando en su
cuerpo.
- ¿Qué le
ocurre?
- No lo sé, pero duele
mucho.
- ¡Dios! -clamó Ariel, y aumentó la
velocidad del auto para llegar antes a la
casa.
Los dolores se hacían cada vez más
fuertes y Emilia no podía evitar los quejidos de
dolor.
- ¡La llevaré a mi
casa!
- No quiero causar
problemas.
- Mi madre sabrá qué hacer para
ayudarle, tengo tres hermanas que ya han tenido niños y cuidó de
ellas cuando salieron del hospital.
- ¿Su madre sabe quién
soy?
- No, pero conoce al doctor Hernández
y no dudará en ayudarle.
Emilia sufrió un fuerte dolor en el
momento que Ariel Migues hablaba del médico y no pudo escuchar con
claridad el apellido del doctor que supuestamente era su
esposo.
- ¿Cuándo podré ver a mi esposo?
-preguntó, fingiendo expectativa para saber cuánto tiempo le
quedaba a la farsa.
- Eso deberá preguntárselo a mi
padre.
- Lo veré hoy.
- No lo creo, todo está muy
convulsionado por el accidente.
Emilia cada vez entendía menos, el
joven no largaba más información de la que ella le pedía, y lo del
accidente terminó desconcertándola. Se quedó pensando en ese
accidente del que habló el hijo del sargento, ese podría haber sido
el motivo por el que Bergés dejó inesperadamente el hospital y no
se la llevó como había previsto. Según planeó el médico, al
mediodía regresarían al mismo lugar en el que estuvo hasta la noche
anterior y seguiría su vida en cautiverio. Cuando ella preguntó por
su hijo, no respondió nada.
Felipe, era el nombre que Emilia puso
a su hijo, tenía los mismos ojos celestes que ella y su madre y el
cabello claro del padre. Nació por parto natural, aunque con varias
semanas de antelación, con tres kilos, trescientos gramos de peso.
Era un bebé hermoso, sano y por nada del mundo se desprendería de
su lado, antes tendrían que matarla.
- ¡Vamos! ¡Vamos! -apuró uno de los
policías que llegó presuroso al edificio, el policía apuraba al que
estaba en el departamento de Franco haciendo guardia por si Eugenia
aparecía por allí.
- Deja todo cómo está, nos esperan en
la departamental de San Isidro en veinte
minutos.
- No llegaremos ni volando - expresó
el que se quedó toda la noche.
- Tenemos que irnos ahora, la cosa
está que arde.
- ¿Qué
ocurrió?
- Te lo contaré en el camino ¡Vamos!
¡Vamos!
Eugenia vio el auto policial acercarse
al edificio y no despegó la oreja de la pared para saber qué decían
los hombres. Los dos que llejaron, dejaron el auto en la calle y
corriendo subieron hasta el departamento de Franco para llevarse al
policía que hacía vigilancia. El departamento quedó vacío en pocos
minutos y a Eugenia le quedó la palabra «accidente» dando vueltas
en la cabeza, los hombres la pronunciaron cada cinco palabras que
salían de su boca. Algo grave había ocurrido y ella, allí
encerrada, no tenía manera de saber qué estaba
pasando.
El miedo del día anterior cedió, ya no
se movía con tanto cuidado por la casa ocultando cualquier ruido.
Al despertar ese día, antes que amaneciera, resolvió no ser cobarde
y dejar de lamentarse. Decidió mirar hacia adelante para salvar lo
que podía de su familia sin caer en lamentos ni angustias que
entorpecían su razonamiento. Al acabar la pesadilla sería momento
de llorar las pérdidas, mientras durase, debía dar
pelea.
Necesitaba informarse, en el
departamento en el que estaba era imposible. Iría a casa de su
abuelo en la ciudad de la Plata, el padre de su padre no le negaría
la estadía y un poco de plata para poder hacer algo más que esperar
y esconderse. La noche anterior antes de quedarse dormida y después
de las numerosas llamadas que hizo a casa de su abuela, el número
de su abuelo paterno apareció nítido en su memoria y lo llamó. La
voz áspera y sonora de su abuelo Anselmo atendió la llamada, pero
Eugenia no dijo nada. Cortó la comunicación y se enjugó las
lágrimas de agradecimiento a Dios por oír aquella voz. Era momento
de empezar a actuar.
No perdió el tiempo, no sabía por
cuánto tiempo quedaría la casa de Franco sin custodia, salió del
departamento vestida con ropas de hombre hacia las vías del tren.
Tenía que llegar a casa de su abuelo.
El país estaba conmocionado por las
imágenes que repetían una y otra vez por la televisión, los cuerpos
sin vida recuperados del riachuelo se veían uno al lado del otro
apenas cubiertos con mantas viejas que se corrían con el viento.
Hasta el momento, sacaron a siete personas pero la búsqueda no
terminaba. Las autoridades no informaban acerca de la identidad de
los muertos pero algunos familiares reconocieron a sus seres
queridos y se presentaron en el lugar. Las primeras declaraciones
de esas personas aseguraban que sus parientes fueron sacados de sus
casas por patrullas de la policía y hasta ese día nadie sabía de
ellos.
Eugenia, sentada en el sofá del living
de su abuelo Anselmo comía todo lo que el hombre le ofrecía y no
despegaba la vista del televisor, miraba el accidente que se
produjo esa mañana con un camión que aparentemente trasladaba a
secuestrados. La información de los medios de comunicación era muy
ambigua, declaraban una cosa y luego se corregían, alegando tener
información oficial, pero pocos minutos después ocurría lo
mismo.
- ¿Qué te parece a ti abuelo?
-preguntó Eugenia sobre un periodista que desmentía una
noticia que dio sólo minutos antes, en la que aseguraba que
los detenidos estaban muertos antes de caer al agua, por eso, entre
los cuerpo encontrados no habían policías o
militares.
- Esos muchachos tienen miedo de decir
la verdad, no quieren terminar en el fondo del riachuelo
ellos también -comentó Anselmo y dejó una bandeja con frutas
para que Eugenia siguiera comiendo.
- En algunos noticiarios dice que el
camión salió de Banfield, Emilia está allí.
- No podemos estar seguros, otros
aseguran que salió de la Plata, también están los que dicen que los
detenidos eran de Quilmes o Lanús. Llevo viendo esta noticia desde
las nueve de la mañana y han cambiado tantas veces la información
que ya dudo que sea cierta.
- No se deben poner de acuerdo con qué
decir, por eso tanto ajetreo. La gente no es tonta, todo el mundo
se dio cuenta que esos muertos son detenidos
ilegales.
- Hija, no te hará bien estar tanto
tiempo frente al televisor -señaló su
abuelo.
Anselmo Serrano casi se descompone de
emoción cuando Eugenia apareció ante su puerta. Ni bien la abrió y
la reconoció, se abrazó a ella y no dejó de llorar por horas. Nada
de lo que había imaginado Eugenia sobre el rechazo de su abuelo
ocurrió ese mediodía cuando llegó a su casa. Su abuelo la recibió
emocionado y después de escuchar toda la historia de su familia se
puso a su entera disposición para hacer lo que creyera conveniente.
Además, informó lo que hizo él conjuntamente con su abuela
Margarita. Eugenia se sorprendió por el compromiso asumido por su
abuelo para rescatar a su familia y, que por expreso pedido suyo,
su abuela Margarita no se lo informó en las notas y tampoco se lo
habría informado a Antonio.
La noche llegaba y Eugenia seguía
frente al televisor, los buzos de la prefectura naval que hacían
las tareas de rescate, sacaron dos cuerpos más del agua durante la
tarde, muchos kilómetros río arriba. Ella no podía dejar de pensar
en ese accidente y le mortificaba que ningún informativo diera
nombres de las víctimas, su miedo era que Emilia estuviera en ese
vehículo.
- ¿Crees que darán los nombres de los
muertos en algún momento? -preguntó a su abuelo sentado a su
lado.
- No lo creo. Esto, mañana no será
noticia -vaticinó el hombre mayor, señalando con el dedo los
sucesos que trasmitía el televisor.
- ¿Cómo van a hacer eso? No pueden
borrarle la memoria a un país entero.
- No hace falta que sea al país
entero, solo tienen que tocar a las personas
adecuadas.
Eugenia lo miró con descreimiento y
bostezó, las negras ojeras bajo sus ojos celestes y su cara cansada
conmovían a su abuelo que no dejaba de
mirarle.
- Estás muy cansada hija, ¿por qué no
te acuestas? Has visto la misma noticia varias veces. Te avisaré si
hay novedades -prometió su abuelo,
cariñosamente.
Eugenia sintió el profundo amor que
salía con las palabras de su abuelo y se reprendió el hecho de no
acercarse a él desde que ocurriera la disputa con su padre, por la
estúpida idea de que su abuelo la
rechazaría.
- Tú también estás cansado, abuelo
-aseveró ella, notando que también tenía grandes bolsas
debajo de los ojos y mirada cansina.
- Tendré que levantarme muy temprano
para ir hasta la Capital, allí podré averiguar algo sobre las
personas que viajaban en el camión, he oído que las agrupaciones de
los parientes de desaparecidos se reunirán mañana en el
centro.
- ¿Tú conoces a las personas que
conocía la abuela Margarita?
- Claro que sí, yo le hablé de ellos y
le pedí que se acercara a la Plaza de Mayo, muchas de las mujeres
que marchan allí son de esta ciudad -hizo una pausa y cambió la
expresión-. ¡No hables de tu abuela como si no estuviera!
-regañó
- La persona que me ayudó fue
secuestrada, mi única amiga también y la abuela no responde a los
llamados, no sé qué pensar.
- ¿Qué tan desgraciado es ese amigo
del que sospechas que tiene algo que ver con las
detenciones?
- Creo que más desgraciado de lo que
podría imaginarme.
- Entonces, no le hizo daño a tu
abuela, estará esperando que tú aparezcas por allí para tomarte. Si
te ha cortados todos los lazos sabrá que tarde o temprano irás a la
casa de tu abuela.
- ¿No tienes miedo que vengan
aquí?
- Ya lo
hicieron.
- ¿Vinieron a
buscarte?
- No. Vinieron a buscar algo que no
tenía.
- ¿Qué?
- Mi familia -el hombre sonrió y la
abrazó-. Quedate tranquila nena, no creo que vuelvan por aquí, el
viejo cascarrabias que los atendió les gritó que él no tenía
familia, que nunca la había tenido y si no le creían que lo mataran
allí mismo, le harían un favor.
- No te
mataron.
- No.
La esposa del sargento Migues pudo
detener sin problemas la hemorragia que comenzó a tener Emilia en
el auto de Ariel Migues, un día atrás. Hospedada en una de las
habitaciones de la humilde pero espaciosa casa de la familia del
sargento, Emilia y su hijo recibían la atención amorosa de la mujer
que no paraba de llorar mientras le contaba lo agradecida que
estaba con su esposo, el doctor Franco Hernández, por haber salvado
la vida de su único hijo varón.
Sólo un poco de fiebre, que la señora
Migues controlaba y mantenía a rayas con medicación y apósitos
fríos, era el remante que quedaba en Emilia de un parto difícil. La
afección no le impidió entender que Franco Hernández, era el mismo
que estuvo con ella dos días atrás, antes que lo trasladaran junto
a su padre. Le extrañaba la emoción que embargaba a la mujer cada
vez que nombraba a su supuesto esposo y, varias veces, estuvo a
punto de confesarle que ella no era la esposa de ese hombre, pero
el berreo o llanto de su hijo la hacían caer en la cuenta de que no
era conveniente confesar aquello. Su supuesto esposo estaba
detenido, no podía desmentir el engaño y ella podría recuperar la
energía necesaria para largarse antes que todo saliera a la luz. En
la habitación en la que se encontraba se quedaba sola cuando la
mujer se retiraba, la puerta no tenía cerradura y sería muy fácil
tomar a su hijo y largarse del lugar, pero sus fuerzas no le
permitirían llegar muy lejos si se marchaba antes de
tiempo.
La puerta se abrió y la mujer entró a
la habitación cargando una pila de pañales nuevos para su
hijo.
- Emilia, querida, mi esposo quiere
hablar contigo -informó la mujer y Emilia se puso en alerta-. No ha
dormido en más de cuarenta y ocho horas, pero hay algo que quiere
decirte, si no lo hace no podrá descansar.
- Claro, que entre -aceptó Emilia,
simulando calma, pero había comenzado a temblar y abrazó con fuerza
a su pequeño.
La señora Migues salió del cuarto
después de acomodar los pañales a los pies de la cama de Emilia
para que su esposo hablara con la joven
madre.
- ¿Cómo está señora? -fue lo primero
que preguntó Migues.
- Bien -respondió Emilia con recelo,
no podía dejar de pensar que ese hombre entró a su casa para
llevarse a toda su familia.
- Sé que no confía en mí por la manera
en que nos conocimos, pero al igual que a su hombre, lo único que
puedo decir a mi favor, es que cumplo órdenes. Usted sabrá que no
la lastimé y cuando estuve presente no permití que los hombres le
hicieran daño, pero yo no manejo a todos los hombres, solo a un
pequeño grupo que hace lo que le place cuando no estoy presente
-comenzó como carta de presentación- No quiero justificarme ante
usted, quiero que entienda que no le haré daño, debo la vida de mi
hijo, al padre de su hijo y, por eso, usted es la protegida de la
familia y lo será por siempre.
El discurso del sargento Migues a
Emilia comenzaba a aburrirle pero intentó no demostrar su fastidio.
Para ella, todo sonaba a excusa y a un patético intento por hacer
una buena acción como compensación a las atrocidades que debería
cometer todos los días.
- No entiendo como permitió que Franco
fuera secuestrado, si usted está tan agradecido con él como
declara.
- Le advertí a su hombre que irían a
buscarlo y no quiso oírme, estaba decidido a encontrarla y
finalmente lo hizo. No le diré, que de saber que usted era su
mujer, no la habría llevado junto con su familia aquella noche,
porque sería mentira, en ese momento él no era nadie para mí y como
no me cansaré de repetir debo cumplir
órdenes.
- Entiendo - adujo Emilia, sin
disimular el sarcasmo en la voz.
- No entendía qué hizo el doctor para
que lo detuvieran y lo trataran como a los otros detenidos después
de trabajar con lealtad para las fuerzas durante meses. Dos días
atrás lo descubrí. Es mi deber informarle que Franco tuvo la
posibilidad de escapar del centro de Banfield cuando llegué hasta
él, pero no quiso hacerlo, me pidió que la salvara a usted y a ese
hijo.
- A dónde se lo llevaron ¿Volveré a
ver a Franco?
- No, su amante está
muerto.
Dos revelaciones en una sola frase,
Emilia se quedó pasmada. El policía sabía que ella no era la esposa
del médico Franco Hernández, eso le estremeció el cuerpo entero e
hizo que apretara más fuerte a su hijo en sus brazos y, además,
confesó que estaba muerto. El detalle de ser la amante del médico
resultaba un dato menor ante la otra revelación que la hacía
temblar.
- ¿Qué pasó?
- No quiero mentirle, no voy a
mentirle. Se lo debo a la memoria del doctor -certificó con esa
última frase sus dichos siguientes- El doctor Hernández era
trasladado para su ejecución, pero el camión en el que los
trasladaban desde Banfield cayó al riachuelo cuando se dirigía a su
destino final. No hubo sobrevivientes.
El impacto de la noticia fue como un
golpe en el pecho que la dejó sin respiración. Un recuerdo, un
dolor y, luego... el llanto de su hijo, todo pasó por su mente en
un instante fugaz. Si su hijo nació en un hospital y no en el mismo
centro de detención como parían todas las detenidas, que luego del
parto tenían que limpiar la sala que mancharon, fue porque ella
sufrió un ataque de presión alta debido a una noticia que escuchó
de un compañero de confinamiento: él afirmaba que esos traslados no
eran otra cosa que para el exterminio de los detenidos. Su padre
era parte de los seleccionados para ser exterminados. Emilia
levantó la vista y la dejó colgada de los ojos del sargento que
veía en ella el profundo dolor que la noticia había
causado.
Lo que el sargento no sabía era que en
ese mismo traslado iba el padre de Emilia, él era el motivo real de
ese dolor que Emilia no sabía cómo manejar. Emilia lamentaba la
pérdida de Franco, un hombre que parecía bueno y que dijo haber
ayudado a Eugenia, estar enamorado de su hermana y, según Migues,
cambió su vida por la de ella, pero no le dolía. La pérdida que le
cortaba la respiración era la de su padre que se sumaba a la de su
madre y todo gracias al hombre que tenía delante, él entró a su
casa para destruir su vida.
- No soy quien para juzgar la vida de
nadie, pero sabiendo lo que hizo su esposo, comprendo por qué usted
se involucró con el doctor Hernández.
Las revelaciones del sargento Migues
estaban por terminar con la cordura y la sensatez de Emilia, su
esposo no era un ejemplo de la vida conyugal del hombre y los
últimos meses de su embarazo pasaban más tiempo peleando que en
buenos términos, pero ella atribuía esas peleas a su carácter
modificado por la gravidez, estaba segura que al nacer su hijo,
todo volvería a la normalidad.
- ¿Mi esposo también fue
detenido? -preguntó con cautela, temiendo la respuesta que le daría
el sargento.
- No, viajó con su amante un día
después que usted fue llevada a la comisaría de Quilmes. Vendió la
casa un mes antes, pero los dueños actuales todavía no se han
mudado. Según averigüé, su marido mantenía una relación amorosa con
una ex novia, desde antes de casarse con usted - Usted sabía de la
amante de su esposo ¿verdad?
- No llame esposo a ese cerdo y, sí
estaba al tanto, por eso, también me busqué un amante -dijo Emilia,
desbordada de despecho y orgullo herido-. De lo que no estaba al
tanto era de la venta de la casa que mi padre nos dio como regalo
de bodas.
- Usted sabe que esas cosas están en
manos de los hombres y lo de la venta fue fácil de ocultar porque
los dueños nuevos no ocuparán la casa hasta la
primavera.
- No entiendo cómo pudo hacerlo, el
título de propiedad estaba a nombre de los
dos.
- Esas cosas pasan señora. Ya sabe que
puede quedarse con nosotros el tiempo que quiera. Es usted nuestra
invitada.
Emilia pasaba del estupor a la
melancolía que cubría con un manto de ira, para caer nuevamente en
el desconcierto y la confusión. Se quedó mirando la pared cuando el
sargento se movió del rincón en el que permaneció parado durante
toda la charla para salir de la habitación, estaba llegando a la
puerta cuando Emilia lo detuvo con una
pregunta.
- ¿Qué pasará con usted si Bergés se
entera que me sacó del hospital?
- Bergés ya no es una amenaza para
usted. Lo asesinaron ayer.
- ¿Quién lo
asesinó?
- Después del accidente del camión que
trasladaba a los detenidos, manifestaciones ciudadanas se
sucedieron en la Plaza de Mayo y varios grupos subversivos atacaron
con más fuerza a funcionarios policiales y militares. El auto en el
que viajaban Minicucci, Bergés y el Cara de Goma fue alcanzado por
un explosivo casero que hizo volar el vehículo por los
aires.
Migues cerró la puerta al salir,
Emilia se quedó con sus últimas palabras en la cabeza, no le
deseaba la muerte a ninguna persona pero esos hombres, a cargo de
los detenidos, no eran personas, no eran humanos, eran
«hielasangres» y, por suerte, había tres «hielasangres» menos. Una
sonrisa estiró sus labios.
Esa noche, la fiebre regresó con mayor
intensidad al demacrado cuerpo de Emilia y, la señora Migues, se
preocupó al no encontrar la forma de revertirla. Regañó a su marido
por revelar todas esas tragedias que desencadenaron en un
empeoramiento muy notable en su estado físico. La pareja estaba
discutiendo en la cocina cuando oyeron los gritos de Emilia. Migues
fue el primero en entrar al cuarto seguido de cerca por su esposa,
pero Emilia con los ojos brillantes, acuosos y muy abiertos solo lo
observaba a él, aunque parecía no verlo. Apenas el hombre traspasó
el marco de la puerta ella se sentó en la cama y extendió el brazo
con la mano abierta para detenerlo.
- Un paso atrás…un paso
atrás…más…más* -exigía sin gritar, siempre con la mano levantada
señalándole - No me toque, no me
toque* -exigió
más alto.
Emilia parecía estar viviendo un
delirio a causa de la fiebre, Migues avanzó a pesar del pedido y
ella se recluyó sobre la cabecera de la cama y sin dejar de
levantar su mano apuntándole gritó para que no se
acercara.
- Hielasangre en el infierno, no me
toques. Saca el daño que provocas, saca tu mano de mi alma, saca tu
sueño de mi almohada, ¡no me toques! ¡No me
toques!*
- Emilia no te haré daño. Tienes que
despertar -imploró Migues, pero ella seguía con la mirada perdida
sobre su rostro.
- Vuelve al sitio donde estabas, deja
la puerta bien cerrada…¡no me
toques!*
- Emilia…- quiso continuar el sargento
pero su esposa se interpuso.
Emilia se tapó los oídos con las manos
y cerró los ojos con fuerza. Ya no lo miraba, pero tampoco vio a la
mujer. Comenzó a llorar y agitando la cabeza volvió a
gritar.
- Saca el arma de tu boca, que tu
palabra se me haga sorda… ¡No me toques! ¡No me toques! Un paso
atrás...más, más ¡más!*
La señora Migues llegó hasta Emilia y
la acunó en sus brazos. Le costó tranquilizarla para que dejara de
sacudirse pero, lentamente, ella comenzó a escuchar sus palabras y
volvió a un sueño tranquilo. Esa noche la mujer se quedó con
Emilia.
El sargento salió de la habitación
terriblemente afectado por la pesadilla de Emilia y las cosas
que le había gritado ¿Cuánto daño le hicieron a esa mujer tan
joven? Se preguntó cuando salió al pasillo y como si la pregunta
hubiera sido pronunciada con palabras, su hijo Ariel que esperaba
afuera de la habitación contestó.
- Le han hecho, mucho, mucho
daño.
Migues asintió con la cabeza y los dos
se alejaron del lugar. Esa noche, el sargento contó a su hijo la
verdadera historia de Emilia y el día que se llevó a la familia de
la casa.
Capítulo 20
- Ocho cuerpos. El comandante Caraveri
no apareció -dijo un oficial, notificando a uno de los generales
militares, el último parte que le enviaban desde la zona del
accidente, después de treinta y seis horas de
búsqueda.
- Según Camps, eran doce detenidos que
trasladaba el camión -acotó el Ministro de Seguridad Interior, que
se hallaba junto a dos generales militares a cargo de la
administración del país.
- ¡Camps es un idiota! No sabía los
nombres de los trasladados -ladró el superior - Quiero que se
abandone la búsqueda de víctimas.
- ¿Qué pasará si los cuerpos aparecen
flotando en el río? - preguntó el otro de los
generales.
- Los sacarán y los meterán en una
fosa de cementerio -aclaró, quien ordenó el cese de la
búsqueda.
- Los medios de comunicación sabrán
que son parte de los cuerpos que dejaron de
buscarse.
- ¡Me importa un soberano lo que
piensen los medios de comunicación! Mandarán a cada emisora de
radio, periódico y canal de televisión la prohibición de hablar de
los muertos en el riachuelo. No se les dará prensa a los
subversivos, ni vivos ni muertos. Es una orden del comandante en
Jefe de las Fuerzas Armadas -dictaminó con
energía.
El Ministro de Seguridad Interior
transcribió la orden del comandante en Jefe y salió de la oficina
de la casa rosada en la que estaban reunidos. Pasaron unos pocos
minutos cuando se envió la prohibición de hablar del accidente a
los medios de difusión como primera medida, y luego se envió la
orden de abandonar el lugar a los grupos policiales y de bomberos
que estaban todavía en plena búsqueda..
Por los disturbios acaecidos el día
anterior, donde varios autos de funcionarios de gobierno y
policiales fueron blanco de ataques rebeldes, recrudeción la
represión y el patrullaje policial y militar en toda la ciudad
capital y sus localidades perisféricas para sofocar a los grupos
sediciosos. Seis muertos por ataques rebeldes dejó la jornada
anterior, todos efectivos policiales y militares. La cúpula,
militar y policial, estableció suspender los francos y días de
descanso de sus efectivos, cada uno de los integrantes de las
fuerzas debía trabajar y hacer cumplir con las últimas resoluciones
de gobierno, hasta nuevo aviso. El servicio de inteligencia en su
totalidad, trabajaba para individualizar a los manifestantes que se
reunieron la jornada anterior en la Plaza de Mayo y, en otros
tantos lugares del interior del país, para protestar por las
víctimas del accidente. Otra orden destacada que recibió el
servicio de inteligencia, después de los sucesos ocurridos, fue el
de revisar todas las cintas de los programas que transmitieron o
hablaron del accidente.
Antonio Suarez Tai se encontraba a
punto de explotar, Camps estaba desquiciado por lo ocurrido con los
detenidos de Banfield y se las tomaba con él. Los responsables
sobre los que debía recaer toda su furia y la de los funcionarios
militares, estaban muertos. Y todos los que tenían trato directo
con el coronel debían sufrir sus descalabros y su incontinencia
verbal maldiciendo a los muertos, sobre todo a Bergés, responsable
de acompañar al comandante Caraveri e incumplió una orden directa
de Camps. Antonio solo mejoraba su humor al recordar la lista
incompleta de los detenidos que viajaban en ese camión. El padre de
Eugenia, su futuro suegro, y el medicucho que ayudó a Eugenia,
estaban en el vehículo. Era el día destinado para su muerte, él
inició el camino colocándolos en las listas de gente que debía ser
detenida y, el destino se encargó de completar el
trabajo.
Estuvo al tanto de los cuerpos de los
que aparecían flotando o los que sacaban del agua, pero ninguno de
ellos era Serrano o Hernández. Tampoco apareció el cuerpo del
chofer del camión y el de dos personas más, uno de ellos era Daniel
Hertz y de la otra persona no tenía registro porque Camps no había
anotado a las últimas tres personas que destinó al camión, eso lo
debería haber hecho Bergés o Minicucci y todos los papeles que
llevaban con ellos hacia el centro se quemó cuando explotó el auto.
La lista que tenía Camps estaba incompleta y los guardias del
centro eran muy idiotas para recordar el nombre completo de los
detenidos, sin dejar de considerar que varios de los detenidos que
destinaron a ese camión habían llegado ese mismo día. Lo seguro,
era el número total de detenidos que viajaban en el camión: doce,
más el chofer. Hasta donde él sabía solo hallaron ocho
cuerpos.
- El comandante en Jefe ordenó el
retiro de los grupos de rescate del lugar del accidente - informó
uno de los jefes que recibía los cables de anuncios oficiales, al
entrar a su despacho, con varios papeles en la
mano.
- Seguro que ya encontraron todos los
cuerpos -se relamió Antonio, con una media
sonrisa.
- Puede ser. También llegó esto,
repártelo a tu gente -informó, pasándole un telegrama-. Se suspende
cualquier otra actividad que realice el servicio de inteligencia
hasta que no se termine con la nueva directiva y nadie se marcha a
casa hasta no acabar. Quieren resultados
inmediatos.
- ¿Camps sabe de esto? -preguntó
Antonio, siempre recibía órdenes directas del
coronel.
- Nadie va a tener en cuenta lo que
piense o quiera Camps por estos días. Tú encárgate de cumplir
cuanto antes con los nuevos requerimientos, del futuro de Camps se
están encargando otras personas.
Antonio, y todo el servicio de
inteligencia, tenían mucho trabajo con las nuevas directivas que
bajaban directamente del poder ejecutivo. Su trabajo como agente
encubierto en la facultad de medicina y en la de derecho se veía
suspendido y no podría dedicar tiempo para encontrar a Eugenia,
pero estaba seguro que ella no iría muy lejos. Él se encargó de
eliminar todo y a todos los que podían alejarla de él. Por su
cabeza pasó la fugaz idea que ella podría marcharse al interior del
país, a casa de algunos de sus numerosos parientes, pero la idea se
esfumó rápido de su mente, Eugenia no sabía lo sucedido con el
padre, ella no abandonaría la pelea por recuperarlo junto con su
hermana
.
Su abuelo no paraba de acercarle
comida junto a la frase «debes alimentarte» y, luego, seguía
la frase «estás muy delgada» la que justificaba tanto empeño. El
único tiempo en el que no se encontró masticando, fueron durante
las horas que durmió. Mirando las noticias por la televisión se
quedó dormida en el sofá de la sala, su abuelo la acostó y la tapó
con cobijas, no quiso despertarle porque sabía que no volvería a
conciliar el sueño fácilmente, y ella pudo descansar por seis
largas horas que le aportaron mucha energía junto con toda la
comida que le obligaba a tragar su abuelo.
Faltaba poco para que fueran las ocho
de la mañana. La televisión todavía no comenzaba su programación
diaria y el abuelo de Eugenia encendió la radio en una emisora en
la que solo sonaba el tango como música exclusiva. El silencio se
instalaba por momentos entre ellos, pero a Eugenia ya no le
lastimaban los pensamientos, estar en esa casona grande y vieja,
llena de galerías y puertas arqueadas le devolvía la calma, tener a
su abuelo preocupándose por ella como si se tratase de una niña
pequeña, la llenaba de fuerzas, física y mentalmente. El desayuno
frugal y abundante que su abuelo preparó ni bien la sintió
despertar, antes de la seis de la mañana, se extendió más de lo
debido.
- ¿A qué hora sales para la
capital?
- Se reúnen por la tarde, acostumbro
salir al mediodía.
- ¿Crees que irá la abuela
Matilde?
- No lo sé hija, quizá, pero lo más
deseable sería que no lo hiciera, ayer los disturbios de los
revolucionarios fueron muy violentos -sonrió esperanzado el abuelo
de Eugenia y le acarició la mejilla.
Se quedaron en silencio, el abuelo
Anselmo se acomodó el gorro tipo boina con visera de lana, un
accesorio que usaba en cualquier estación del año desde que ella
era pequeña, y se acomodó correctamente el pañuelo de seda que
usaba alrededor del cuello en invierno, prolijamente doblado y
metido debajo del cuello de la camisa que sobresalía sobre el
suéter gris de lana gruesa con escote en v. Su padre era muy
parecido a su abuelo y últimamente vestía casi de la misma manera,
había adquirido el hábito de usar el mismo estilo de gorra, por el
que apenas se notaba su canoso cabello. Mirando a su abuelo no pudo
recordar por qué se habían distanciado él y su padre, lo que
conllevó a que toda la familia se alejara de él. Recordaba
vagamente que era por un asunto de la fábrica, pero no podía
precisar el motivo exacto. Eugenia estaba a punto de preguntarle a
su abuelo sobre lo que estaba pensando cuando sonó el
teléfono.
- ¿Tiene tono?
- No.
- ¿Ahora?
- No
- Bien, buscaré otro
cable.
- Ten cuidado, no te sueltes del
poste. No quiero apurarte, amigo, pero está por
amanecer.
- ¡Ya! ¡Ya! Confía en mí, he trabajado
dos años para Entel ¿Tiene tono?
- No.
Daniel Hertz estaba subido a un poste
de cables por el que pasaba la línea telefónica, trepó con pies y
manos hasta la punta del palo para conectar un cable a la red
telefónica que diera vida útil al aparato telefónico que
encontraron en una oficina del galpón al que llegaron la tarde
anterior. Franco parado sobre la vereda, veía las señas que desde
adentro hacía Paula, quien probaba si había conectado en la línea
correcta levantado el tubo para comprobar el tono, hasta el momento
todas las pruebas y señales de Paula fueron negativas. El sol
estaba despuntando en el horizonte cuando Daniel volvió a
preguntar.
- ¿Ahora?
- ¡Sí! ¡Sí! ¡Baja de ahí, ya tenemos
tono! -farfulló lleno de entusiasmo Franco y se metió al
galpón.
Dentro del galpón, antes de hacer
cualquier llamado se abrazaron entre los cuatro y luego se sentaron
a estudiar el próximo movimiento.
Paula fue la primera en hacer la
llamada, llamó a su madre y en pocas palabras le dijo que estaba
viva y libre pero no volvería a casa por el momento. Le advirtió
que nadie tenía que saber de ella y prometió volver a llamar.
Daniel hizo lo propio con un hermano mayor que debía informar a sus
padres que seguía con vida pero que no volvería a casa en un tiempo
largo. Las dos llamadas no superaron los treinta segundos de
duración cada una. Al acabar la suya, Paula rompió en llanto,
Daniel cortó la comunicación con su hermano y dejó el teléfono en
manos de Franco para ir abrazar a la
muchacha.
Franco, no hizo ninguna llamada y
Alberto Serrano llamó a su padre.
- ¿Papá? - preguntó, tímidamente-. Soy
Alberto -informó a continuación.
- Alberto ¡Alberto! ¿Mi hijo,
Alberto?
- Si papá, estoy vivo y
libre.
Eugenia oyó las primeras palabras de
la conversación de su abuelo y se levantó lentamente para llegar
hasta él, no sabía si había imaginado u oído que decía el nombre de
su padre, pero cuando escuchó la palabra hijo, de un salto llegó
hasta el teléfono y gritó por su padre.
- ¡Papá! ¡Papá soy Eugenia! ¡Papá,
dónde estás! -gritó pegada a su abuelo sin sacarle el teléfono de
las manos, comenzando a llorar de emoción.
- ¡Eugenia, hija mía! Estoy libre,
escapamos.
- ¿Papá, dónde estás? Iremos a
buscarte.
- Si hijo ¿dinos dónde estás?
-ratificó Anselmo, que había colocado el teléfono entre él y
Eugenia para que ambos pudieran oír lo que decía
Alberto.
- Es muy peligroso para ustedes solo
llam…
- No hijo, no es peligroso, iremos a
buscarte ¡No cortes! ¿Necesitas dinero? -interrumpió su padre,
anticipándose a un corte en la
comunicación.
- ¡Papá quiero verte! ¡Por favor!
-rogó seguidamente Eugenia embargada por el llanto que no reprimía
en absoluto.
- No estoy solo, no puedo dejar a mis
amigos -declaró Alberto.
- La casa es grande, muy grande
-replicó Anselmo.
- Volveré a
llamar.
La llamada finalizó y los dos sitios
que conectó quedaron azorados. Alberto Serrano bajó lentamente el
tubo del teléfono y miró a Franco que permanecía a su
lado.
- ¿Eugenia está bien? -se le ocurrió
preguntar a Franco, al escuchar su nombre reprimió el impulso de
arrancar de las manos de Alberto el aparato
telefónico.
- Gracias a Dios, mi hija está con su
abuelo -respondió Alberto con un suspiro de alivio - Mi padre está
dispuesto a recibirnos en su casa.
- Es muy peligroso para él -adujo
Franco.
- Si descubren que estamos vivos, sí.
Hasta que lo hagan, tenemos cierta libertad de
acción.
- Si llegan a descubrir que estamos
vivos, ningún familiar estará a salvo, pasemos por su casa o no
-intervino Daniel que se acercó a los hombres cobijando a Paula en
un abrazo.
- ¿Dónde vive su padre? -preguntó
Paula, integrándose a la conversación.
- En La Plata.
- Será fácil colarnos en el tren, ya
lo hicimos para venir hasta aquí -conjeturó la joven- La estación
no queda tan lejos.
- Caminamos un total de diez
kilómetros para llegar a este punto, podremos con dos o tres más
-convino Daniel.
- Aquí estamos encerrados sin saber lo
que pasa afuera -comenzó diciendo Franco-. Si su padre está
dispuesto a escondernos por un par de días, podremos saber qué
dicen del accidente y pensar con más
tranquilidad.
- Además de contar con una persona que
pueda conseguir comida con libertad -agregó, llorisqueando de
hambre Daniel Hertz.
- No hace falta que caminemos hasta la
estación, mi padre tiene una camioneta -informó Alberto Serrano y
los cuatro comenzaron a reír.
Eugenia y su abuelo quedaron mirándose
varios segundos al terminar la llamada, hasta que ella no aguantó
más y se prendió en un abrazo estrangulador a su abuelo que no
paraba de reír. Que su hijo estuviera vivo lo sentía como una
bendición, que lo hubiera llamado: era un
milagro.
- ¡Mi papá está vivo, abuelo! ¡Está
libre! -gritaba Eugenia, lloraba y reía al mismo tiempo, y repetía
las mismas frases una y otra vez, sin dejar de apretar fuerte a su
abuelo que también había comenzado a
llorar.
- Debemos tranquilizarnos, hija y
esperar a que tu padre vuelva a llamar.
- Lo hará, estoy segura que lo hará
-afirmó Emilia, que liberaba lentamente a su abuelo y se secaba la
cara con las manos.
- No nos dijo cuantos eran lo que
escaparon con él.
- Espero sean
muchos.
- Iré a sacar las porquerías que hay
en algunos cuartos y a abrir las ventanas para que entre aire y
saque el olor a encierro.
- Te ayudaré - se ofreció
Eugenia.
No terminaron de abrir y sacudir el
polvo de los muebles de una sola habitación cuando el teléfono
volvió a sonar y ambos salieron corriendo hacia la sala para
atender. Eugenia llegó primero y levantó el
auricular.
- Iremos -dijo la voz de su
padre.
- Dame la dirección -pidió Eugenia-
Iré a buscarte.
- Estamos en el galpón que queríamos
alquilar para depósito ¿Recuerdas?
- ¡Claro! ¡el galpón! - vociferó
Eugenia, golpeándose la frente con la mano libre, si ella hubiese
recordado ese lugar, seguramente estaría allí en ese momento
-Podemos llegar en menos de dos horas ¿Cuántas personas están
contigo?
- Somos cuatro -informó Alberto, sin
dar el detalle de que dos de las personas que lo acompañaban eran
amigos suyos, Eugenia le indicó cuatro dedos a su abuelo para
informarle la cantidad de personas que se alojarían en su
casa.
- ¿Papá, estás
herido?
- Nada grave. Tengo muchas ganas de
verte hija.
- Estamos saliendo para allá en este
preciso instante. Te quiero papá - concluyó Eugenia y cortó la
llamada.
Eugenia se volteó con una sonrisa de
oreja a oreja hacia su abuelo y él estaba muy serio. Algo de lo que
estaba ocurriendo no le gustaba y lo demostraba con un semblante
taciturno.
- ¿Qué ocurre
abuelo?
- Te he estado escuchando y creo que
tú no debes salir de esta casa.
- ¿Por qué?
- También escapaste ¿Acaso lo olvidas?
Yo no olvidé lo que me has contado ayer.
- Abuelo, tú no conoces dónde queda el
lugar.
- Tienes la dirección, te aseguro que
si lo anotas en un papel podré llegar sin problemas -anunció
Anselmo cambiando el semblante.
- No es justo.
- Tal vez no lo sea, pero sí es
conveniente que tú te quedes en esta casa ¡Hazlo por mí,
hija!
- Solo por ti.
- Y por tu
padre.
- Y por mi padre. Debes prometerme que
llamarás cuando llegues.
- Te llamaré. Lo
prometo.
- Tendré tiempo de airear los cuartos.
Ya sabemos cuántos son.
- No son muchos, me hubiese gustado
que fueran más.
- A ti también te quiero abuelo -dijo
Eugenia y volvió a abrazarlo.
Capítulo 21
Franco respiró aliviado al ver que de
la camioneta Ford F100 color blanco, bajó un hombre alto, canoso y
delgado, y... nadie más. Eugenia no participaba de ese viaje,
estaba seguro que eso se lo debía al
abuelo.
Alberto Serrano y su padre se
reencontraron en un abrazo muy emotivo en el que no faltaron las
lágrimas de nadie. Antes que llegara el hombre mayor, el padre de
Eugenia contó a sus compañeros de fuga, la pelea que tuvo con su
padre diez años atrás y cómo desde esa discusión dejaron de
hablarse y verse, hasta ese día. Después del largo abrazo, Alberto
Serrano presentó a su padre al resto del grupo que se alojaría unos
días en su casa y antes de abandonar el lugar, padre e hijo
hablaron con Eugenia prometiendo regresar lo más rápido
posible.
Tres horas y media después, Eugenia
estaba hecha un basilisco, caminaba frenéticamente de un lado a
otro y miraba el reloj cada diez segundos. Su nerviosismo opacó la
felicidad que sentía una hora atrás y todos los fantasmas que esa
mañana fueron ahuyentados por la buena nueva de su padre,
reaparecieron más funestos y desesperantes. No paraba de imaginarse
tétricas escenas en las que su padre, su abuelo y el resto de
personas que viajaban con ellos eran emboscados por las fuerza
policiales y asesinados a balazos en el mismo lugar. Su padre le
dijo que escaparon, imaginaba que, quizá, cavando un túnel en la
tierra que los policías encontraron y metiéndose llegaron hasta los
prófugos en el momento que su abuelo estaba con ellos. Su
imaginación durante la espera habría bastado para crear dos o tres
películas de suspenso y terror. Escenas espantosas pasaban por su
mente, estaba a punto de estallar, cuando escuchó la camioneta de
su abuelo entrar al garaje de la casa. En menos de cinco segundos
cubrió la larga distancia que la separaba del lugar y se quedó
parada en la puerta esperando que bajaran de la camioneta. El
primero en aparecer fue su padre.
Las lágrimas de Eugenia ya caían sin
control antes que llegaran a la casa, duplicó su caudal al mirar a
su padre frente a frente. Estaba muy flaco y demacrado, tenía
innumerables cicatrices en la cara y no podía disimular la cojera,
sin embargo, en la cara de Alberto Serrano se iluminaron sus ojos
azules al verla.
Lloraron abrazados por más de diez
minutos, no pronunciaban palabras, todo lo que querían decir, todo
lo que necesitaban contar, lo expresaban con el abrazo apretado e
interminable. Las otras personas se quedaron a un costado como
testigos silenciosos de aquel reencuentro.
- Hija no sé si es casualidad, el
destino, o, la mano de Dios que se entrometió en el infierno para
tocar a un hombre -susurró todavía sollozando, a su hija que no lo
soltaba - Quiero que mires a mis
compañeros.
Eugenia secándose la cara e hipando,
se dirigió hacia las personas que quedaron detrás de su padre, su
vista empañada de lágrimas le impedía ver con
claridad.
- ¿Franco? -indagó y volvió a fregarse
los ojos. Su visión seguía representándole la figura de Franco
parado frente a ella.
- Soy yo,
Eugenia.
- Este hombre me salvó la vida -aclaró
su padre.
- A mi también -aseveró Eugenia y se
abrazó a Franco. Él se había acercado a pocos centímetros de
ella.
Eugenia recostó su mejilla en el pecho
de Franco y dejó que la cubriera con sus brazos y se quedó allí
sintiendo su calor. No quería moverse de ese lugar pero la voz de
su abuelo, nombrándola suavemente, la sacó del
trance.
- Creo que conoces a alguien más de
este grupo -murmuró Franco en la oreja de
Eugenia.
- ¿Paula eres
tú?
- ¿Tan mal
estoy?
- ¡Paula! ¡Paula! ¡Paula! -repitió,
mientras se arrojaba a sus brazos y el llanto volvía a
abordarla.
- ¡Perdón Paula,
perdón!
- No hay nada que perdonar, lo que
pasó no es tu culpa.
- Si lo es, todos me decían cómo era
Antonio y yo no quería escuchar.
- Eugenia, no eres culpable de nada
-rebatió Paula, la culpa que sentía su
amiga.
- Hija, ya nos sentaremos a hablar
tranquilamente de lo ocurrido -calmó su padre, acariciándole la
espalda-. Él es Daniel Hertz -dijo después, haciendo que Eugenia se
voltee hacia quien todavía no había conocido-, otro de los hombres
responsables de que hoy estemos aquí.
Al anochecer, exhaustos de tanto
comer, con el cuerpo y la ropa limpia y al tanto de todas las
vivencias de las que fueron protagonistas cada uno de ellos,
Eugenia descansaba entre su padre y su abuelo, y no dejaba de mirar
a Franco. Tenía ojos cansados y, como todos los demás, estaba muy
delgado, pero sus ojos azules parecían contentos y no dejaban de
mirarla. Las tres personas que llegaron con él, sobre todo su
padre, lo trataban como a un héroe. Todos contaron como Franco ideó
el plan, coincidían en decir que podría haberse salvado solo, pero
no lo hizo, primero salvó a Daniel y después entre los dos sacaron
a su padre y a Paula del río, les hubiera gustado salvar a otros
pero no pudieron hacerlo y se apreciaba el remordimiento que
sentían Franco y Daniel por ese hecho.
Ninguno de los que conocían a Antonio
se sorprendió cuando Eugenia narró lo que vivió con él
durante dos semanas, y su sospecha sobre la responsabilidad que
tenía en los secuestros. Franco aportó lo que conocía del médico
Suarez Tai, relató la obligada reunión que mantuvieron y
habló del supuesto sumario administrativo.
Durante la cena, quisieron informarse
sobre el accidente del camión caído en el riachuelo y en ningún
noticiario, de ningún canal, se hablaba del accidente. La noticia
frívola que llenaba el contenido de la mayoría de los programas de
televisión, era la presentación oficial de la pelota de fútbol que
se usaría en el mundial a desarrollarse al año siguiente en el
país. Personalidades y figuras del espectáculo local posaban junto
a los jugadores de fútbol mostrando el balón ante las
cámaras.
- Parece que dejamos de ser noticia
-dijo Daniel, sentado ante el televisor muy cerca de
Paula.
- Ayer, la noticia y las imágenes que
mostraban causaron muchos disturbios y atentados de los grupos
rebeldes -acotó Anselmo Serrano y los comentarios sobre las
consecuencias del accidente del camión se extendieron hasta la
madrugada.
La casa tenía más habitaciones que
huéspedes, Franco y Daniel ayudaron al padre de Eugenia a
instalarse en una de ellas cuando el sueño comenzó a bajarle los
párpados, Paula y Eugenia decidieron dormir en la misma habitación,
el abuelos las acompañó hasta el lugar y luego indicó a los
jóvenes el cuarto que podían compartir, bostezando se despidió
hasta la mañana siguiente y se dirigió a su cuarto. Eugenia
acompañó a Paula, esperó que se acostara y cuando parecía dormir
salió a la galería, allí estaba Franco mirando el jardín descuidado
de Anselmo desde la puerta trasera. Solos en la galería, Franco no
dudó en tomar a Eugenia en un abrazo
postergado.
- Nosotros debemos hablar seriamente,
Eugenia.
- Tengo mucho para decirte, pero ahora
debes descansar.
- Será la primera noche, en mucho
tiempo, que descanso tranquilo sabiendo que estás tan cerca y a
salvo.
- ¿Te lastimaron
mucho?
- Nada que un par de tus mimos no
puedan curar.
- ¿Qué estás
proponiendo?
- Te lo diré después de mantener
esa conversación pendiente entre nosotros.
- Franco, eres un hombre increíble.
Antonio me contó sobre tu trabajo, pensé lo peor de ti. Creí que
eras como él, pero no tardé mucho en darme cuenta que no lo eras.
Revisé en mi memoria las palabras que decías mientras me protegías,
sin tener idea de quién era yo y de dónde había salido y descubrí
que no eras como la bestia de Antonio. Él me tuvo encerrada y
amenazada, no pude volver contigo.
- ¿Cómo fue que hablaste sobre
mí?
- Nunca hablé de ti. Antonio fue a ver
a mi abuela el día que regresé a tu casa y ella le habló de las
notas pensando que era la persona que le ayudaba. En el correo le
dieron el nombre del titular de la casilla de correos, lo demás te
lo puedes imaginar.
- Estaba enojado contigo por ese
hecho, pero ahora que lo aclaras las cosas
cambian.
- ¿Qué cosas
cambian?
- Pensaba ir a dormir sin besarte,
pero no lo haré.
Franco tomó la cara de Eugenia con
ambas manos y suavemente apoyó su boca sobre la de ella. Eugenia
extendió los brazos alrededor de su cuello y pegó su cuerpo cuan
largo era al cuerpo de Franco.
- No podía morir sin volver a hacer
esto - susurró Franco pegado a su boca.
Eugenia sonrió y él profundizó el
beso, una lengua intrépida que no se condecía con la debilidad del
resto del cuerpo de Franco, invadió la boca de Eugenia que salió a
su encuentro dándole la bienvenida con un jadeo de placer. Sin
saber cómo, al retomar la consciencia después del beso, estaban
pegados contra la pared intentando arrancarse la ropa mutuamente,
ella sonrió y levantó la cara para interrumpir el beso que estaba
descontrolándose.
- Tenía miedo - jadeó Franco,
besándole el lóbulo de la oreja.
- Habrá sido horrible -jadeó ella,
disfrutando de los besos y acariciándole la
espalda.
- No, no tenía miedo de lo que pasó.
Tenía miedo de haberme enamorado y hacer locuras por una mujer que
no me quería. Que se fue con otro.
- Desde que te conocí, nunca hubo otro
-confesó Eugenia-. Yo también tuve mucho miedo cuando dejé la casa
de Antonio, no era miedo a la noche o a la policía. Era el mismo
miedo que sentías tú. Por momentos, pensaba que cometía una locura
por un hombre que no sabía si abriría la puerta al verme, sin
embargo, la atracción que me arrastraba hacia ti era más fuerte que
el miedo.
- Desde el instante que te miré a los
ojos supe que me traerías muchos, muchos problemas - Franco hablaba
en susurros sin dejar de besarla - Valdrá la pena tenerlos si tu
eres el premio por superarlos ¿Ya te lo había dicho antes,
no?
Eugenia lo tomó de la cara y volvió a
besarlo. Sus manos se aferraron a los cabellos largos de Franco y
lo apresaron con fuerza contra su boca, en un beso cargado de
desesperación y pasión.
- Será mejor que nos separemos ahora o
te haré el amor aquí mismo -apenas pudo decir Franco, obligando a
su cuerpo a separarse del de Eugenia.
- Ve a dormir, tienes que
recuperarte.
- Mi mayor tortura era creer que
seguías con Antonio y que nadie conseguiría decirte qué clase de
tipo es. En la llamada que hizo tu padre, al nombrarte se curaron
todas mis heridas, se me pasó el cansancio y hasta olvidé el hambre
que sentía.
- Lamento tanto todo lo que sufriste
desde que aparecí en tu vida, no lo merecías. No sé si te merezco
Franco.
- No sé si yo te merezco a ti o tu a
mí, solo sé que te amo y eras el impulso que me obligaba a seguir
cuando las fuerzas me abandonaban, mi tarea no estaba cumplida si
no te rescataba de las manos de Antonio.
- Te amo Franco, pase lo que pase, te
amo.
Franco besó el puente de su nariz, le
dio varios besos pequeños en la cicatriz convertida en una fina
línea blanca que le atravesaba la mejilla y luego besó sobre cada
uno de los ojos.
Se despidieron alejándose tomados de
la mano hasta que sus dedos ya no llegaban a tocarse. Eugenia entró
a la habitación y se quedó apoyada en la puerta cerrada, sus
problemas no se acababan pero su padre y Franco regresaron. Estaba
segura que entre los tres rescatarían a Emilia. Franco estaba allí,
salvó a su padre, a Paula y además la amaba. Todo se solucionaría
pronto, podía sentirlo en la piel. Dejó la puerta para llegar hasta
la cama y sentía la respiración pausada y tranquila de Paula,
estaba profundamente dormida. Le abría gustado conversar un rato
con ella para volver a pedir perdón por lo que hizo Antonio por el
simple hecho de ser su amiga, pero tendría que dejarlo para el día
siguiente. Se acostó pensando exclusivamente, en todo lo que esa
noche dijo Franco, dio varias vueltas en la cama y, veinte minutos
después, se levantó para ir hasta la habitación de
él.
- Iba a buscarte -dijo Franco, en la
puerta de su dormitorio. Al salir se encontró con Eugenia que
estaba a punto de entrar-. La vida es muy corta y cualquier hijo de
puta te la puede acortar aún más. No quiero perder el
tiempo.
- Yo tampoco -concedió Eugenia y se
arrimó a él
- ¿Dormirás conmigo
Eugenia?
- Quiero dormir
contigo.
- Mañana hablaré con tu padre y tu
abuelo, pediré perdón por la indiscreción pero hoy no puedo dejarte
en la otra habitación -al terminar de hablar le enlazó la cintura y
la pegó todavía más a él y retrocedieron hacia el interior de una
habitación vacía y cerraron la puerta.
No dijeron nada más. Solos en la
habitación a oscuras, se liberaron rápidamente de sus ropas para
abrazarse desnudos, así se quedaron sintiendo el latido del corazón
del otro por varios minutos, de pie y sin sentir frío. No se
tocaban con las manos, solo se abrazaban y compartían el calor de
sus cuerpos.
Franco fue el primero en abandonar el
abrazo para bajar la cabeza y lamer el pezón erecto que se pegaba a
su piel antes de chuparlo con fuerza, la boca de Franco no se
detuvo mucho tiempo en un mismo lugar, lamió y besó cada centímetro
de la piel blanca y suave de Eugenia, hasta que llegó a su centro
de placer y allí se regodeó de su sabor, su lengua indiscreta
recorrió cada pliegue y cada hueco que encontró con metódicos
movimientos que no dejaba que ningún rincón quedara sin su húmeda
caricia, sus dedos se sumaron a la lengua para abrir y acariciar en
los sitios que su lengua necesitaba ayuda. Eugenia se revolvía de
placer y se le aflojaban las piernas al sentir y ver a Franco
arrodillado, hurgando con la lengua y las manos su entrepierna, no
podía hacer otra cosa que suspirar extasiada y acariciarle los
cabellos. A punto de llegar al orgasmo lo apartó y lo llevó hasta
la cama. Comenzó su turno de exploración. Jamás Eugenia deseó besar
el cuerpo de un hombre tan desesperadamente como deseaba hacerlo
con Franco, se relamía los labios pensando en el sabor que
encontraría en su erguido miembro y demoró el momento de todo lo
que su voluntad resistió. Besó y acarició con lágrimas en los ojos
cada herida infringida, no podía verlas pero sentía las marcas bajo
sus manos. Franco le hacía olvidar la angustia que las marcas
encontradas despertaban en ella, estirando las manos para sostener
sus pechos y acariciar el pezón con el pulgar. Al final del
recorrido de su lengua encontró el miembro erecto y expectante, lo
besó con dulzura antes de perder toda cordura y Franco la
arrebatara de su presa antes de eyacular. La locura desatada en
Eugenia no se calmó con el alejamiento y se montó a horcajadas para
meterse en su mojado centro la presa que Franco arrancó de su boca.
En pocas, frenéticas y profundas acometidas los dos liberaron el
orgasmo contenido. Al finalizar, Eugenia apoyó la cara en el pecho
de Franco y poco tiempo después de la liberación del placer, sintió
la respiración tranquila y pausada que indicaba que él también se
quedó profundamente dormido. Se habría quedado con él a no ser por
la pequeña cama, el cuarto en el que se metieron contaba con dos
camas de una plaza, en esa pequeña cama apenas cabían los dos y
ella quería dejarlo descansar tranquilo. Eugenia, decidió que si se
trataba de dormir en camas separadas era lo mismo si lo hacía en su
habitación y, de paso, se ahorraría el bochorno del día
después.
Con una sonrisa en los labios que no
podía contener, entró despacio para no despertar a Paula, se sentó
en la cama en la que dormiría y cuando sus ojos se acostumbraron a
la penumbra de esa habitación, quiso mirar a su amiga y descubrió
que la cama estaba vacía. Se acostó y esperó el regreso de Paula
que, seguramente, fue al baño. Después de un tiempo de espera
prudencial, se levantó para ir a buscarla, no quería pensar que
nada malo había sucedido, así que intentó poner su mente en blanco
antes de salir a buscarla, recorrió el baño, la cocina, el comedor,
salió al patio a pesar del frío y no la
halló.
De nuevo en la casa, solo se le
ocurrió ir a la habitación de Daniel Hertz, con cautela abrió la
puerta y se quedó esperando a que su vista se aclimatara. Envidió
verlos dormir abrazados, allí podrían estar Franco y ella si Daniel
no se apresuraba a lanzarse dentro de la habitación y hubiera
elegido el cuarto de camas chicas. Sacudió la cabeza en gesto de
reproche hacia sus pensamientos, sonrió ante la pareja y les deseo
buenas noches, casi en silencio.