LA LLAMA DE TU AMOR
Capítulo
I
El día no pudo terminar peor, en el
hospital fue salir de una emergencia para entrar a la siguiente.
Cinco cirugías, una detrás de la otra. Cambiaba corriendo una sala
de operaciones para atender el próximo caso. Estaba exhausto. Sus
brazos apenas se mantenían en suspensión, gracias a que apoyaba
todo el antebrazo en el volante del auto. Tanta corredera le valió
la discusión con varias enfermeras que no estaban a la altura de la
necesidad de moverse con celeridad en situaciones como la que
vivieron esa jornada, y luego, la discusión se extendió hacia la
dirección. El director del hospital también fue blanco para que
lanzara contra él sus furiosas quejas. Sabía que era como cargar en
saco roto, pero necesitaba expeler toda la frustración de un
trabajo que cada día era más exigente y para él más
injusto.
En el hospital, estaban todo el día
custodiados y aunque le hubiera gustado dejar morir algunos de los
pacientes que ingresaban a ese lugar, no podía hacerlo. Tampoco
podía renunciar, cuando llegó la notificación que decidía que a
partir del primero de enero 1977 ese nosocomio atendería
exclusivamente a los pacientes derivados de las fuerzas policiales
bonaerenses y a integrantes de las fuerzas militares intentó
dimitir a su cargo inmediatamente, pero junto con la nueva orden
del Ministro de Justicia, que nada tenía que ver con la salud
pública, llegó la nómina del personal que cumpliría las nuevas
funciones. Su nombre junto con el de dos médicos y dos enfermeras
eran los únicos que quedaban de la antigua administración, el resto
era personal nuevo nombrado por la nueva gestión, incluyendo al
director del hospital. Él no era una persona que se conmoviera
fácilmente pero debajo de la nómina había una frase que le había
erizado los vellos del brazo al leerla «Personal inamovible,
estable y obligatorio». No hizo falta que el nuevo doctor que se
desempeñaba como director del hospital zonal de Banfield le
explicara lo que quería decir aquella frase, si los de arriba lo
nombraban como médico de un hospital que tomaban como base de
operaciones, no podía negarse si quería continuar ejerciendo la
profesión elegida y a la que le había costado tanto trabajo llegar,
además de tener en cuenta el pequeño detalle que quizás tampoco lo
dejarían continuar con su vida.
Franco Hernández obtuvo el título de
médico cinco años atrás, hijo de padres de clase media trabajadora,
con tan solo veinticuatro años se recibió costeando sus estudios
trabajando durante el día en una oficina de correos. Estuvo dos
años de médico residente y luego se especializó en el área de
cirugía. Tres años atrás comenzó a trabajar en el hospital zonal de
Banfield, en el conurbano bonaerense, y seis meses después sumó a
sus tareas semanales, cubrir la guardia médica los fines de semana
en el hospital Cosme Argerich del barrio de La Boca en la Capital
Federal. Hasta la llegada del fastuoso nombramiento nuevo, Franco
trabajaba todos los días de la semana, no pretendía volverse
millonario, pero quería tener un pasar económico más holgado de lo
que tuviera cuando todavía vivía con sus padres. No tenía vida
social activa, pero nunca le faltaba compañía femenina. Era un
hombre muy apuesto, tanto las mujeres solteras como las casadas más
osadas intentaban atraparlo, pero él no tenía tiempo para
relaciones duraderas, tenía un objetivo por cumplir y hasta que no
lo llevase a cabo, planeó no tener distracciones de ningún tipo.
Todo cambió seis meses atrás. Sus prioridades dieron un vuelco de
ciento ochenta grados.
Desde hacía seis meses, le habían
prohibido ejercer otro trabajo que no fuera en el centro de salud
de Banfield, prohibición que llegó junto a la notificación de la
nueva administración del lugar. El único beneficio que deportó su
nuevo empleo fue el hecho que dejó de pagar alquiler, le ofrecieron
una casa en un complejo que pertenecía a un plan de viviendas
edificado por el estado, a tan sólo veinte cuadras del hospital en
el que era médico exclusivo y podría usarla mientras cumpliera sus
funciones.
Esa noche, mientras conducía su
Peugeot 504 celeste de regreso a su casa, Franco resolvió no volver
al hospital de Banfield, estaba cansado. Ese día terminó con la
cabeza hecha añicos.Los pacientes que traían los de la policía
estaban en tan mal estado que era más humano y piadoso dejarlos
partir hacia el otro mundo que recuperarlos, pero con soldados
apuntando con sus ametralladoras mientras los profesionales hacían
el trabajo titánico de mantener con vida al paciente, no podía
hacerlo. Decidió que pondría punto final a sus tareas, no
regresaría. Temprano al día siguiente tomaría un vuelo con
cualquier destino fuera del país, e iría haciendo escalas hasta
llegar a Europa. Así concluiría su más penosa faceta como médico.
No eligió esa carrera para contribuir al mantenimiento de un
régimen de terror. Una vez que estuviera afuera del país intentaría
lavar sus culpas, que a pesar de no ser responsable, igualmente le
minaban la conciencia de arrepentimiento. Ejercería su profesión
como voluntario de alguna organización de derechos humanos y desde
el lugar que lo llevara el nuevo rumbo que pensaba darle a su vida,
haría todo lo posible para que el mundo conociera lo que realmente
pasaba en Argentina.
Tenía que actuar rápido, no podía
darse el lujo de perder tiempo valioso en cuestiones sin
importancia, cuando en el trabajo se enterasen que no llegó a
trabajar, tendría que estar muy lejos de casa. Le hubiese gustado
llegar a reunir el dinero pensado para no tener problemas
económicos al llegar a España para reunirse con su familia que
desde hacía tres meses estaba radicada en aquel lejano país. Las
preciadas reservas monetarias de Franco se vieron reducidas cuando
ayudó a sus padres y a su única hermana con su familia compuesta
por su esposo y dos hijos, a reunir los fondos necesarios para
viajar antes que lo hiciera él, poner su familia a salvo se
convirtió en prioridad cuando su nuevo trabajo comenzó a mostrarle
lo que realmente estaba ocurriendo en el país con los opositores
políticos, y su padre no era un gremialista de peso, pero sus
funciones como delegado en una importante refinería perteneciente
al estado lo ponía en situación de riesgo. Fue una ardua tarea
convencer a su padre de abandonar la casa y el trabajo, pero con su
madre y su hermana le mostraron lo inútil y peligroso que era para
toda la familia que él siguiera ejerciendo sus funciones. El primer
objetivo estaba cumplido. Franco estaba seguro que en Europa podría
trabajar de cualquier cosa hasta dar con un trabajo acorde a sus
capacidades, de eso no tenía dudas. Tampoco dudaba que la decisión
de viajar antes de lo pensado era lo más correcto, ya no estaba
latente el temor que las fuerzas tomaran represalias contra su
familia por abandonar el trabajo, para Franco era muy triste
abandonar el país pero no veía otra alternativa. No seguiría
colaborando con las atrocidades que veía todos los
días.
Estaba resuelto. Lo único que
lamentaba era que dejaría su preciado Peugeot, poder disfrutar de
un auto nuevo, fue su sueño desde que comenzó a trabajar y lo
alcanzó a mediados del año anterior, un Peugeot 504 color celeste
con tapizado de cuero, un lujo y tendría que abandonarlo. Toda una
pena.
Con la resolución tomada, cogió un
cigarrillo del paquete que descansaba sobre la caja delantera del
auto, lo miró y pensó que eso también era algo que abandonaría ni
bien pusiera un pie en el avión. Comenzó a fumar junto con el
desempeño de sus nuevas funciones, seis meses atrás. No era muy
apegado a aquel vicio, pero lo necesitaba como al agua cuando tenía
sus descansos en el hospital, durante esos momentos, se metía a su
auto dejaba la puerta abierta y desahogaba sus pesares con una
buena calada de humo del cigarrillo. Nunca sacaba el paquete de
cigarrillos del auto, dentro del hospital no podía fumar, aunque
había otros que lo hacían sin ningún reparo, y estando en su casa
no lo necesitaba.
Manejaba haciendo inventario de lo que
tendría que meter en la maleta esa noche para salir de madrugada
hacia el aeropuerto. La noche estaba oscura, solo los rayos de la
inminente lluvia que estaba a punto de desatarse plagaban de luz,
por pocas milésimas de segundos, las calles del modesto barrio de
Banfield en el que vivía. Faltaban pocas cuadras para llegara a su
casa, dobló en una esquina y un haz de luz iluminó una figura que
los faros de su auto no detectaron hasta ese entonces. Redujo la
velocidad, la silueta de la persona había aparecido inmóvil en
medio de la calle, achicó los ojos y se volcó hacia el parabrisas
para ver mejor entre las gruesas gotas de agua que como cortinas
brillantes, habían comenzado después del potente trueno que siguió
al rayo, y le impedían la visión más allá del frente del auto. No
podía distinguir nada, era el único auto que circulaba por esa
angosta calle que daba a la entrada del barrio de monoblocks,
estaba convenciéndose de que la figura era sólo una persona que
sorprendida por el rayo quedó paralizada y luego continuó su camino
hacia la acera. Algo golpeó con fuerza su auto y le hizo perder el
control del vehículo. Maniobró como pudo y pisó el freno, el coche
terminó con la trompa sobre la vereda izquierda debajo de un toldo
comercial y lo que había golpeado tendría que estar todavía en el
camino. Descendió con desesperación y corrió hacia la calle para
averiguar qué había atropellado en el mismo instante que dos
vehículos con sirenas policiales doblaron por la misma esquina en
la que él lo había hecho momentos atrás y lo encandilaron con sus
luces. Miró la calle y no había nada, las luces de los autos que se
acercaban a toda velocidad le ayudaban a tener una visión completa
del asfalto y se quedó sorprendido.ante la desolación de la
calle.
No podía pensar otra cosa, tendría que
haber sido un perro grande que salió despavorido después del golpe.
No había otra explicación. La lluvia arreciaba con furia y después
del espanto y el susto inicial, al no encontrar el panorama
imaginado en un principio, el de encontrar a una persona lastimada
y tirada en la calle, su cuerpo comenzaba a calarse por el frío que
estaba penetrándole hasta los huesos.
Los autos se detuvieron
simultáneamente, uno detrás del otro y un hombre algo entrado en
años, gordo y con un bigote grueso y tupido, bajó del que estaba
adelante, lo miró por unos segundos y después
preguntó:
- ¿Qué tal doctor Hernández? ¿Ha
tenido algún inconveniente?
Franco Hernández conocía a ese hombre,
era sargento de la policía bonaerense de la comisaría de Banfield.
Lo conocía bien, era uno de los que trasladaba a sus
pacientes.
- Sargento Migues - nombró, a modo de
saludo-. Todo bien, creo que he atropellado a un
perro.
- ¿Cree? - volvió a preguntar el
hombre al que se le agitaba solo un lado del grueso bigote al
compás de los labios al hablar.
- He golpeado algo con el auto pero al
bajar no encontré nada. Seguramente, el animal salió huyendo,
estaría tan asustado como yo.
- Yo en su lugar estaría buscando al
maldito animal para cagarlo a patadas ¿Cómo se atreve a estropear
un auto tan nuevo?
- No quedaron marcas visibles, al
menos con esta lluvia, mañana me tomaré el tiempo para revisar bien
el frente.
El sargento se movió hacia el centro
de la calle y con un gesto hizo bajar de los autos a los efectivos
policiales que lo acompañaban y moviendo el dedo índice en forma de
círculo, les ordenó inspeccionar las inmediaciones. Los seis
oficiales vestidos con uniforme policial comenzaron la búsqueda por
los alrededores mientras el sargento Migues se volvía para
continuar hablando con el médico que se había quedado parado
apoyado sobre la parte trasera de su auto celeste que no estaba en
la vereda.
- No hay rastro de sangre en la calle
- dijo el sargento - La lluvia tiene que haberla borrado, voy a
revisar el auto - hablaba mientras su humanidad subía a la vereda y
comenzaba la inspección del frente del auto al que le faltó muy
poco para golpear el muro de una vivienda-. ¿Recién sale del
hospital? - preguntó, al tiempo que su mano se deslizaba lentamente
por la chapa del paragolpes derecho.
- Fue un día largo, solo quiero llegar
a casa, ducharme y meterme al sobre.
- Lo imagino, estuve en el hospital al
mediodía y estaba a reventar de futuros
fiambres.
Franco no hizo ningún comentario a las
palabras del sargento, se movió de donde estaba para quedar bajo la
protección del toldo y levantó las manos para sacarse el pelo
mojado de la cara. Se los escurrió hacia atrás y dejó que el
sargento siguiera revisando el frente del
auto.
- ¿Asegura que no logró distinguir qué
golpeó?
- Sólo sentí el golpe y vi un bulto
negro sobre el capó, comenzó la tormenta y llovía a cántaros.
Desvié el auto de la calle y al bajar no había
nada.
- ¡No se ve nada jefe! - gritó uno de
los policías desde la puerta del auto policial estacionado en la
calle, pegado al cordón asfáltico de la vereda de
enfrente.
- Está bien muchachos, vamos a seguir
buscando por otro lado, el «tordo» solo ha atropellado a un
perro.
Franco vio como los oficiales subían
nuevamente a los autos verdes y esperaban que el sargento regresara
con ellos.
- Vaya a casa «tordo»1, no se vaya a
enfermar por un perro de mierda.
No esperó más indicaciones subió
nuevamente al auto y, sonriendo sin ganas, saludó al sargento que
se alejaba para volver con sus hombres. Esperó que los autos verdes
se alejaran para bajar el suyo de la vereda y reiniciar la marcha.
Toda la inspección no duró más de cinco minutos, pero le parecieron
horas, estar en contacto con esa gente densificaba su existencia, y
más que nunca se convenció a sí mismo que había llegado la hora de
dejar todo el horror atrás y comenzar de nuevo en otro lugar,
lamentablemente, lejos de su patria.
Un ruido proveniente de la parte
trasera del auto le llamó la atención, creyó que había golpeado el
chasis del auto al terminar de bajarlo de la acera, pero al mirar
por el espejo retrovisor vio que la puerta del acompañante se abría
y algo salía por ella. Frenó nuevamente, para voltearse y mirar
hacia atrás, quien se había escondido allí era muy rápido no
alcanzó a ver más que dos pies que abandonaban el auto. Bajó
velozmente pero la persona ya había ganado la calle en su loca
carrera para alejarse, no podía saber si era hombre o mujer, una
capa negra le cubría todo el cuerpo y la cabeza, pero pudo observar
que cojeaba. Olvidó el frió que le agarrotaba el cuerpo y corrió
detrás de la figura que estaba a punto de perderse por una esquina.
Franco tenía un cuerpo entrenado y en forma, practicaba boxeo dos
veces por semana, jugaba al futbol cada vez que podía y todas las
mañanas corría, como mínimo, cuatro kilómetros. Una persona con sus
capacidades físicas reducidas no era rival en una carrera de
velocidad, alcanzó al fugitivo antes que llegara al final de la
calle y lo aprisionó en su propia capa.
La persona era delgada y liviana,
rápidamente, Franco comprobó que se trataba de una mujer. No
gritaba, solo se removía entre sus brazos y con sonidos guturales
intentaba zafar de sus fuertes brazos. La lluvia no cesaba y la
calle seguía teniéndolos a ellos como únicos
ocupantes.
- Tranquila, no te haré daño. Sólo
quiero ayudarte -repetía Franco una y otra vez tratando de
tranquilizar a la mujer que no dejaba de removerse - Soy médico,
puedo ayudarte.
1.- Vocabulario lunfardo:
Doctor.
Las palabras no tranquilizaban a su
presa, se relajaba por segundos y luego se agitaba con más
fuerza. Franco la levantó del suelo para llevarla en andas hasta el
auto. La mujer le pateaba las rodillas y él agradecía haberle
apresado los brazos porque de no haber sido así, la lucha se
hubiese hecho más brusca. Estaba a centímetros del coche cuando los
dos autos policiales doblaron nuevamente la esquina, esta vez no se
oía la sirena.
- Vuelven los policías, si no te
quedas quieta te entregaré a ellos - amenazó Franco a su cautiva,
entendiendo que los policías no estaban allí de casualidad y que
seguramente buscaban la misma presa que él tenía en sus
brazos.
Ante la advertencia del médico la
mujer se paralizó, Franco la sintió tiesa como una tabla, la metió
al asiento de atrás, ordenó tirarse al piso y cubrirse
completamente con la capa negra. Él entró al auto y arrancó, pero
los policías ya habían llegado a su posición y cuando el auto del
sargento quedó paralelo al suyo bajó la ventanilla, obligando a
Franco a hacer lo mismo.
- ¿Qué le ha pasado
ahora?
- Problemas con un neumático, pero
está solucionado -indicó Franco, intentando disimular los nervios
con una sonrisa.
- ¿Ha visto a alguien por
aquí?
- No, no creo que nadie se aventure a
andar por la calle con este clima.
- Es raro que un perro sí lo haga
¿no?
- Le habrá sorprendido la lluvia, al
igual que a mí.
- No hemos visto a ningún perro -
afirmó el sargento y tras las palabras se quedó varios segundos
estudiando la cara de Franco-. Vaya a casa «tordo», seguramente ya
se ganó un buen resfriado.
- Sí, seguramente. Si mañana no me ve
en el trabajo ya sabe cuál ha de ser el
motivo.
- Estaré pendiente de ello
«tordo».
- Buenas noches - saludó Franco, dando
por terminada la conversación con el
sargento.
Estaba subiendo la ventanilla cuando
el policía indicó que la abriera nuevamente. Franco sintió
escalofríos, el policía estaba mirando fijamente la puerta de atrás
y él se resistía al impulso de levantar la vista para mirar el
espejo retrovisor que tenía enfrente, seguramente los otros
policías estaban estudiando sus movimientos y mirar la parte
trasera de su auto para comprobar si algo se dejaba ver, sería su
condena. Bajó la ventanilla y esperó que el sargento hablara
primero. El dedo índice del oficial se levantó e indicó la puerta.
Franco compuso una máscara rígida con sus facciones, ni siquiera
respiraba para que no se notara su exaltación y agradecía la
lluvia.
- Tiene la puerta trasera abierta -
dijo, señalando con el dedo la portezuela del
auto.
Solamente después de escuchar esas
palabras y pronunciando internamente una plegaria, levantó la vista
hacia el espejo para confirmar las palabras del
sargento.
- Gracias - dijo, cerró correctamente
la puerta en cuestión, prendió un cigarrillo que permitió liberar
el suspiro de alivio que le cerraba la garganta, y sin perder un
minuto más avanzó hacia adelante.
Esta vez, se alejó primero, dejando a
los oficiales atrás y perdiéndose de su vista. La lluvia no cedía
un milímetro en intensidad, era una bendición. Le hubiera gustado
doblar en cualquier esquina para perderse definitivamente de ellos,
pero esa noche había sido demasiado atípica, y él colaboraría
aportando una cuota de habitualidad, seguiría el camino recto hasta
la entrada del barrio, los oficiales podían estar cerca
todavía.
Franco sabía que los policías buscaban
a alguien, seguramente a esa mujer. Si él levantaba la más mínima
sospecha sobre su lealtad hacia las fuerzas, irían tras él y hasta
allí llegaría la historia de su vida. Lamentablemente, conocía
demasiado bien el accionar de las fuerzas policiales y militares, o
se era amigo o enemigo del régimen. No había términos medios, no
podía haber equivocaciones. Si alguien pasaba, más de una vez,
cerca de algún enemigo del régimen, se convertía en enemigo. No
preguntaban causas, no toleraban excusas. Para ellos era una
guerra, dos bandos y en una guerra no se podía andar libremente por
trincheras enemigas, ni por error. No se podía hablar, ni entablar
relaciones con el adversario. No se podía oír, ni leer, ni apreciar
sus ideas. Se estaba de un lado o se estaba del otro y quien estaba
del lado opuesto a las fuerzas del poder, debía ser eliminado,
junto con toda persona que pudiese haber sido contaminada con sus
subversivas ideas. Se estudiaba todo el radio de acción del enemigo
y se aplastaba a todos los que figuraban como posibles contactos.
Más que una guerra funcionaba como una peste. Se separaba a todos
los que se enfermaban de ideas propias y diferentes a las que se
llevaban a cabo y luego se iba por los supuestos contagios. Se
exterminaba la manzana podrida y después se revisaba todo el cajón
y el exterminio llegaba mucho más allá
Capítulo 2
- No te levantes hasta que lo indique,
vivo muy cerca de donde patrullan los policías y es posible que nos
sigan hasta llegar a mi casa - ordenó Franco, a su eventual
acompañante.
- Creí que me iba a entregar, lo oí
hablar con ellos -dijo una voz que sonaba apagada, emitida debajo
de la capa.
- Es lo que tendría que haber hecho si
no quería problemas, pero mañana me largo de este país -comentó,
inmediatamente se arrepintió de revelar su secreto a una extraña-.
Puedes destaparte la cabeza si quieres -agregó rápidamente, con la
esperanza de borrar de la memoria de la mujer sus dichos
anteriores.
- Qué bueno que pueda marcharse, mi
padre no quiso hacerlo. Se lo llevaron… -confesó la muchacha,
dejando inconclusa la frase y comenzó a
llorar.
- ¿Se llevaron a alguien más de tu
familia?- preguntó Franco, sabiendo que la muchacha huyó solo de
casualidad, pero si había otros familiares en la casa habrían
sufrido la misma suerte que el padre.
- A mi madre... y a mi hermana
embarazada de siete meses -contestó entre sollozos-. Ella estaba
solo de visita en la casa, pero a esos hijos de puta no les
importó.
La voz de la muchacha hizo pensar a
Franco que no estaba ante una mujer sino que se trataba de una
niña, solo veía la parte superior de su cabeza por el espejo
retrovisor, sus cabellos eran de un color claro, tenía la cara
entre sus manos temblorosas para ocultar el llanto y seguía sentada
en el piso del auto, apenas podía
divisarla.
- Llegamos -anunció frenando el auto-.
Bajaré, prenderé las luces de la casa y cuando esté seguro de que
no nos siguieron, vendré a buscarte.
Mientras Franco hablaba, tomaba las
pertenencias del auto para hacer tiempo y darle a la joven muchacha
las instrucciones de lo que harían.
- No intentes huir, no llegarías a
ningún lado. No te haré daño -declaró con voz solemne y calmada,
intentando no asustar más a la joven que se metería ella misma en
la jaula del león si abandonaba el auto.
- Es médico -afirmó la joven
desprendiendo la cara de las manos.
- Cirujano Franco Hernández, para
servirle -se presentó él.
- Yo estudio medicina -declaró la
joven, y Franco se sorprendió de tal manera que giró la cabeza
hacia la muchacha pero la oscuridad del auto le impedía su visión,
imaginó que no superaría los dieciséis años y, sin embargo, ella le
informó que era estudiante universitaria.
- Vendré por ti - dijo y salió del
auto, no sin antes volver a prender un
cigarrillo.
- Esperaré
-aseguró.
No tenía cochera, el auto quedaba en
la acera de la calle frente al edificio de monoblock en el que
vivía en el segundo piso. Corriendo llegó hasta el edificio y subió
las escaleras que lo llevaban hasta su casa. No se cruzó con ningún
vecino en el camino. La lluvia y la alta hora de la noche, en pleno
invierno, mantenía a todos en el interior de sus casas. Al entrar,
como había anticipado, prendió todas las luces de su departamento y
se sacó la ropa mojada. No tardó más de cinco minutos en hacerlo, y
mientras lo hacía, desde la pequeña sala de su hogar vigilaba la
calle por la que era necesario transitar para entrar al complejo de
edificios. Podía distinguir los faros de dos autos que transitaban
en esa dirección, esperó a que se acercaran para poder
identificarlos y respiró aliviado al comprobar que no eran los que
estaban buscando a la muchacha, sino autos de alguno de sus
vecinos.
Veinte minutos pasaron desde que
arribara a su casa y su impaciencia crecía junto con la
incertidumbre de saber si al bajar encontraría a la muchacha donde
la había dejado. Se entretuvo escuchando algunas voces de sus
vecinos de departamentos contiguos, pero se apagaron cuando se
cortó la luz, después de un potente trueno. Esos minutos de espera
sirvieron para que Franco se replanteara el acto estúpido que
estaba cometiendo, era prácticamente un suicidio ayudar a escapar a
una persona que era buscada por las fuerzas policiales, pero de
ninguna manera y bajo ningún punto de vista podría entregarla.
Sobre todo, sabiendo lo que les hacían a los detenidos. La mejor de
las soluciones era, después de todo, que la muchacha se hubiera
marchado.
Dejó pasar media hora, protegido con
un sobretodo negro bajó. La falta de energía eléctrica ayudaba a su
propósito. Corrió hasta el auto y abrió la puerta trasera. No había
nadie allí. Prendió la luz interna del auto y vio tirado en el
lugar que estaba la muchacha el sobretodo con capucha que usaba la
joven, pero ella ya no estaba. Maldijo en voz baja. Sabía que no
llegaría lejos, su suerte estaba echada. Tomó la caja de
cigarrillos, apagó la luz y al intentar cerrar la puerta notó que
una parte del cinturón de seguridad del asiento trasero cayó hacia
un costado e impedía que se cerrara. Volvió a prender la luz y
también pudo ver que el respaldo estaba corrido y no estaba
asegurado como debería, apenas tiró con un poco de fuerza, éste se
corrió y permitió que Franco distinguiera una silueta enrollada de
costado en el baúl.
- Sal de allí, ya podemos entrar
-dijo, y ya era la tercera vez esa noche que liberaba la
respiración con alivio.
- ¿Por qué no
hablaba?
- No suelo hablar solo, creí que te
habías marchado.
- Dije que esperaría - espetó la joven
disgustada.
- ¿Por qué te escondiste
allí?
- Escuché ruidos de autos acercándose
y no se me ocurrió otra cosa. Mi padre tiene un auto igual por eso
supe correr el asiento.
- Vamos, rápido sal de allí antes que
alguien nos vea y ponte esto -ordenó.
La muchacha no volvió a hablar, se
colocó el sobre todo que le tapaba hasta la cabeza y corriendo
llegaron al departamento de Franco, iluminado con varias
velas.
- Quítate la ropa, debo revisarte -fue
la primera orden al entrar al departamento y poner las trabas de
seguridad en la única puerta de acceso a la casa. Hablando se
acercó a la muchacha que estaba de espaldas a él y tomó el pesado y
mojado sobretodo negro para colgarlo en un perchero-. Estás
empapada -dijo a espaldas de la joven-. Subiré más la calefacción.
Por suerte el gas no se cortó.
- Se está calentito
aquí.
- Sé que no confías en mí -comenzó
Franco en su camino hacia el tiro balanceado que templaba el
ambiente-, pero es necesario que te revise, puedes tener otras
lesiones además de la que tienes en la pierna. Te he arrollado con
el auto y puedes estar sufriendo lesiones internas, además de la
cojera.
- La cojera es por un golpe en la
cadera, mi pierna está perfectamente bien -aclaró ella-. Le puedo
asegurar que ya he hecho un diagnóstico de mis lesiones y ninguna
es grave.
- Igualmente te revisaré, es mi
responsabilidad.
- No se sienta obligado por mí, me iré
en unas horas y usted podrá huir del país como tenía
planeado.
Sin volver sobre el tema de su huida,
que escuchándolo en boca de otra persona sonaba como una conducta
muy cobarde, se paró detrás de la muchacha que seguía parada en el
mismo lugar que la dejó cuando le sacó el
abrigo.
- No se preocupe, no estoy herida. Ni
por dentro ni por fuera. Debo estar fuerte para pelear por mi
familia.
Franco la tomó de los hombros y la
hizo girar para conocer por fin su rostro. El cabello dorado y
despeinado estaba casi seco y podía apreciarse muy largo y fino. El
dolor y la angustia podían sentirse en las palabras de la joven.
Franco tenía la intención de darle un abrazo de consuelo al
terminar de darle la vuelta, pero en el instante que ella levantó
la vista retornó la energía eléctrica y quedó impactado. Se
alejó dos pasos hacia atrás, tomó sus cigarrillos y prendió uno sin
dejar de mirar a la muchacha.
- Fuma demasiado -lo amonestó la
desconocida.
- Quítate ya mismo la ropa - ordenó,
esta vez no dejaba lugar a replicas, él mismo se había acercado
nuevamente y le alzó los brazos para ayudarle con el mojado abrigo
de lana verde.
La joven no se resistió, hasta parecía
aliviada de que el médico se preocupara por su estado físico y
colaboró con él.
- ¿Cómo te
llamas?
- Eugenia, María
Eugenia.
- Como una de las Trillizas de Oro -
comentó para relajar su contracturado
ánimo.
- Sí - afirmó en un suspiro-. Es que
nadie dejará nunca de hacer esa
comparación.
- No lo creo - bromeó Franco para
distender los ánimos - María Eugenia…
- Solo Eugenia - lo interrumpió
ella.
- De acuerdo, Eugenia te traeré una
camisa seca para que puedas cambiarte y veremos cómo solucionamos
el asunto del pantalón después de la revisión, mientras tanto, creo
que uno de mis pantalones cortos para jugar al fútbol te puede
servir.
- Necesito ir al
baño.
- Si por supuesto, a la derecha
-indicó con el dedo la dirección que debía seguir-. No puedes
perderte, el apartamento es todo lo que ves, dos habitaciones, esta
pequeña sala comedor, una cocina más pequeña todavía y el baño. Eso
todo.
- Ya lo había notado - aseveró ella
cerrando la puerta del baño.
Franco se dirigió a su habitación para
buscar una camisa que le quedara chica, y en el espejo que ocupaba
toda la puerta media de un ropero de tres puertas, se observó para
notar su aspecto. Se aplastó con las manos el pelo revuelto y se
metió prolijamente la camiseta de algodón dentro de la cintura del
pantalón de jeans. Franco sabía que era un hombre apuesto, su muy
elevado ego se inflaba más con cada conquista que se proponía y
conseguía. Su pelo de un rubio muy oscuro, se rizaba sobre las
orejas y nunca lo llevaba demasiado corto. Era muy alto y los
ejercicios que practicaba no dejaban que su delgadez natural pasara
como lánguida, sino que tenía marcado todos los músculos de su
cuerpo. Tomó conciencia de lo que estaba haciendo y abrió la puerta
para terminar de hacer lo que tenía que hacer negando su actitud
narcisista con la cabeza. No podía dejar de justificarse
mentalmente, alegando que la muchacha era preciosa, a pesar del ojo
casi cerrado por el golpe, el corte ensangrentado en la mejilla y
la marca de los dedos en el cuello que evidenciaban que la habían
estrangulado con violencia, seguramente, llevándola hasta el límite
de la vida. Ninguna marca o golpe podía con la belleza de un rostro
fino de nariz pequeña y respingada, ojos celestes casi transparente
bajo arqueadas pestañas largas, gruesas y oscuras y una fina franja
de pecas que surcaban el puente de su nariz y se difuminaban en las
mejillas. Al estar parados frente a frente, esas mejillas le
llegaban al pecho y podría apoyarlas justo sobre su corazón. Al
regresar la luz en el momento de ver por fin el rostro de la joven
no sabía qué fue lo que hizo sobresaltarse, si su rostro lastimado
o la belleza que había debajo de las lesiones. Franco agitó más
fuerte la cabeza, negando con más vehemencia el rumbo de sus
pensamientos y manoteó un short del cajón y tomó una camisa a rayas
blancas y azules para llevarle a su
huésped.
- No te muevas -exigió Franco, que con
sumo cuidado revisaba el ojo inflamado que comenzaba a
amoratarse-. ¿Fue un puño? -se animó a
preguntar.
- Varios, en el mismo ojo. Saben cómo
pegar para que duela mucho - aseveró con una sonrisa
forzada.
- Lo sé -afirmó-. Tendrás que dormir
con una bolsa de hielo si quieres abrir el ojo mañana. Con el
derrame interno no hay nada que hacer más que esperar a que la
sangre se diluya sola.
- Lo sé -repitió
ella.
- ¿El corte en la cara es del
accidente con el auto?
- No. Uno de los policías me golpeó
con una cinta de cuero, una especie de
látigo.
- Te colocaré un poco de sulfatiazol,
mañana no sangrará ¿Te duele el cuello? -indagó pasando los dedos
sobre las manchas negras.
- Un poco.
- Abre la
boca.
- ¡Basta! No quiero que siga
revisándome -estalló Eugenia-. Si esto hicieron conmigo en pocos
minutos, no puedo ni imaginarme lo que estarán haciendo con mi
familia -tomándose la cara entre las manos rompió en llanto- Mi
mamá, mi hermana... -lamentaba, en un sollozo desgarrador-. En el
momento que irrumpieron en la casa, estábamos en mi habitación con
Emilia, me contaba que le dolía el vientre. No quería que mamá
escuchara para no preocuparla -haciendo una pausa y levantando la
cara de las manos, miró directamente a los ojos a Franco y siguió-
Uno de ellos, le pegó un puñetazo en el vientre porque no quiso
darle el nombre del marido.
- Tú quisiste
defenderla.
- Si, por eso los
golpes.
- Cuéntame lo que
pasó.
- ¿Para qué quiere saberlo? ¡No puede
hacer nada por mí, ni siquiera lo conozco! ¡No sé qué hago
acá!
- Quiero saber, quiero ayudarte. Y
estás acá porque te arrojaste sobre mi auto -dijo Franco con una
sonrisa complaciente. Quería que la muchacha pensara antes de
actuar, y para eso debía ayudarle a descargar la furia, el odio y
el miedo que tenía encima.
- Se irá en la mañana. No quiero
comprometerlo. Cuando se seque la ropa me marcho, ya no llueve
tanto.
- Te sentirás mejor si descargas esa
bronca que llevas adentro. Ayudará a pensar con mayor claridad si
ya no cargas tanta ira -aclaró Franco, sin intenciones de
intervenir en la vida de la muchacha, solo ayudarle a pensar, era
todo lo que estaba a su alcance-. Además, recuerda que dos cabezas
piensan mejor que una, tal vez, descubra una salida que a ti no se
te ocurra.
- Quizá, tenga razón -concedió
Eugenia, pero se quedó callada por varios segundos antes de
comenzar el relato de lo vivido esa horrorosa noche-. Terminamos de
cenar, mis padres se quedaron en el comedor. Con Emilia, mi
hermana, subimos a la habitación que compartíamos antes que ella se
casara. Conversábamos sobre su embarazo cuando oímos los ruidos y
gritos de mi madre que venían de la planta baja. Intenté salir pero
cuatro tipos, dos de ellos con uniformes policiales, corriendo
subieron las escaleras y nos impidieron salir de la habitación. Nos
ordenaron tendernos en el piso, yo pude hacerlo, Emilia no. A ella
la arrodillaron frente a la cama y le ataron los brazos en la
espalda. Desde arriba, podíamos escuchar como mi padre rogaba por
nosotras, y mi madre lloraba, también se escuchaban los golpes que
ambos recibían, y los insultos de todas clase y formas… era
pavoroso oír los insultos que lanzaban contra mi
madre.
Eugenia se quedó un rato en silencio
antes de continuar, tomó aire y se levantó de la silla en la que se
había sentado antes de comenzar, le costaba pronunciar las palabras
sin que la voz se le entrecortara por la angustia, y no quería
llorar más, por eso respiró varias veces e intentó
serenarse.
Franco no preguntó nada, con la mirada
la seguía en su camino hasta la ventana y le dio tiempo a que su
cabeza se relajara para seguir relatando los sucesos de esa
noche.
- Se robaron todo lo que podían, lo
metieron a un camión y se lo llevaron. Lo que no podían llevarse o
lo que ellos decretaban que no tenía ningún valor, lo rompieron. La
casa quedó destrozada -dijo esas pocas, pero penadas palabras y
volvió a callar.
- ¿Cómo huiste tú? -se atrevió a
preguntar Franco, sin moverse de su silla, después de varios
minutos de silencio.
- Mientras cargaban con las cosas de
valor para ellos, nos bajaron al comedor para reunirnos con mis
padres. A él le pedían nombres de los delegados de la fábrica y
otros de no sé qué organización. Sabíamos que al socio de mi padre
lo secuestraron una semana atrás, junto con dos delegados. Mi padre
daba nombres, pero ellos querían otros. Para que hablara amenazaban
con golpear a mi hermana, cosa que ya habían hecho cuando todavía
estábamos arriba, y de violarme a mí frente a
ellos.
- ¿Tenías las heridas en la
cara?
- Si, por eso ninguno de los cuatro
dudábamos que cumplirían con su palabra. Mi padre tenía el rostro
ensangrentado y mi madre no paraba de llorar. A esos tipos solo le
importaba que dijera nombres, por eso mi padre comenzó con un lista
de nombres que no sé si serán de personas reales y si los fueran,
no puedo juzgar a mi padre por tratar de
salvarnos.
Eugenia se volvió y tomó asiento
nuevamente frente a Franco.
- Cubriéndoles la cabeza con sus
propias ropas, sacaron a mis padres de la casa, nos quedamos con
Eugenia y tres tipos custodiándonos en el comedor. Uno de ellos
comenzó a manosearme y a advertirme lo bien que lo pasaríamos en
pocas horas. Me levantó la camiseta que tenía puesta y comenzó a
besarme el cuerpo, me revolví bajo la presión que ejercía ese
asqueroso sobre mí y sentí cómo se aflojaba el nudo que presionaba
mis manos en la espalda. Me habían atado con una remera que
encontraron sobre la cama.
- ¿Era
policía?
- No, al menos, no tenía el uniforme
puesto -contestó-. Uno de los policías regresó de afuera y empujó
al que estaba manoseándome. Le dijo que no había tiempo para eso,
tenían que seguir. El desgraciado dijo que sería una noche muy
larga. Al estar libre, apresuradamente me acerqué de mi hermana.
Ella estaba muy quieta, con seguridad, también estaba muy dolorida.
Le sonreí, pero ella parecía estar en otro mundo. Pregunté si le
dolía el vientre y no dijo nada. No dejaba de mirar una foto de los
cuatro en una playa de Mar del Plata, cuando éramos pequeñas. El
policía y los hombres que estaban con nosotras se reunieron en la
sala de la casa debatiendo el destino que nos tocaría a cada uno de
nosotros. Nos quedamos unos minutos a solas y pude notar la
respiración acelerada de Emilia, yo solo podía darle ánimos
diciéndole que todo se solucionaría pronto, pero sonaba a una
utopía en aquel momento. Quería continuar con mis palabras
tranquilizadoras más para mí que para ella, cuando con la mirada me
ordenó que hiciera silencio. Así pudimos escuchar lo que los
hombres decían en la sala. Nos perdimos la primera parte, pero
escuchamos lo que harían con nosotras «La embarazada va para
Bergés» dijo uno de ellos, al que llamaban sargento «Nos ganaremos
una buena con ella, es hermosa» intervino uno de los hombres que
participaba de esa reunión. «A ti no se te ocurra tocarla» regañó
el sargento a uno de sus hombre «Es una joya, hasta el nacimiento»
agregó «¿Con la muñequita qué hacemos?» preguntó otro y reconocí la
voz del que me había manoseado. El sargento contestó sin preámbulos
«Esa va directo a la oficina del coronel, no la compartirán con
Arana, saben que cuando salen de allí no sirven para nada». En el
comedor de la casa, hay una puerta trasera que da al patio y allí
un portoncito precario que deja salir a una calle lateral. Al
detectar el silencio que hicieron los hombres en la sala, le señalé
a mi hermana que se había aflojado el nudo de la atadura de las
manos y podía desatarla a ella si quería. No lo permitió, me miró
fijo, me dio un beso en la mejilla y miró la puerta trasera. «No
hay nadie» susurró. «No te dejaré» susurré yo. «Me ayudarás más si
escapas y encuentras a Pablo» reaccionó ella rápidamente para
hacerme entrar en razón. Siempre fue más lista que yo, a pesar de
ser dos años menor - alabó a su hermana y sonrió ante el
recuerdo.
La sonrisa apresuró las lágrimas
que desde hacía un buen rato llenaban sus ojos y se tomó un tiempo
para secarse la cara antes de continuar.
- «Se acaba el tiempo, no
tendrás otra oportunidad» apremió Emilia cuando no escuchamos más
voces desde la sala. No podré hacerlo, dije. Ella volvió a mirarme
con la determinación de hacerme salir de allí en los ojos «Lo
harás, vas a lograrlo y salvarás a mi hijo ¡Vete ahora!». Fue lo
último que escuché de su boca. Me solté las manos, tomé el abrigo
negro de mi hermana que descansaba sobre el respaldo de una silla y
salí disparada hacia la salida. Corrí, corrí y corrí por las calles
de mi barrio, a los pocos minutos de lanzarme a la noche, escuché
las sirenas de los autos policiales que circulaban muy cerca. Luego
apareciste tú.
- ¿A qué se dedica tu padre? -
preguntó Franco con curiosidad.
- Es dueño de una fábrica metalúrgica,
aunque no es el único, tiene un socio.
- Dijiste que el socio fue secuestrado
una semana atrás, junto con dos delegados
gremiales.
- Si, a ellos los secuestraron al
salir de la fábrica. Según tengo entendido, no se llevaron a las
familias. Y el socio fue liberado cuatro días después en un estado
lamentable.
- Tu padre tiene conexiones
políticas.
- No lo sé.
- ¿Y tu madre?
- ¡No! Mi madre solo sale de casa para
hacer las compras.
- Pertenecen a algún partido
político.
- Mi padre siempre se proclamó
peronista y mi madre lo sigue, pero mi hermana y yo jamás tomamos
partido por ninguna asociación. Había una foto de Perón en la sala,
se la llevaron. Mi padre pasaba más tiempo en la fábrica que en
casa. No sabemos si está metido en algún partido o si se relaciona
con gremialistas opositores, tampoco nos diría nada a nosotras para
no comprometernos.
- Sin embargo, resultaron
comprometidas.
- Cuando pasó lo del socio, mi madre
impidió que yo fuera a trabajar a la oficina comercial de la
fábrica en la que trabajaba medio tiempo, y le pidió a mi padre que
dejara todo y nos mudáramos al extranjero -confesó Eugenia- Él no
quiso saber nada. Por nada del mundo dejaría su país y su trabajo,
le dijo que más que nunca, tenía que proteger la fábrica y a su
gente.
- ¿Qué crees de los nombres que
dio?
- Puedo asegurarle que eran todos
falsos. No conozco la nómina del personal pero no creo que los
nombres fueran de ningún trabajador de la
fábrica.
- ¿Qué harás
ahora?
- Intentaré contactar a mi cuñado de
manera secreta y averiguar sobre Bergés y Arana. Son los dos
nombres que oímos.
Franco sabía perfectamente bien qué y
quién era Bergés y Arana. Admitirlo conllevaría a involucrarse con
el caso de la muchacha. Explicar lo que significaban esos nombres,
también significaría confesar que, aunque involuntaria y
obligatoriamente, él pertenecía de cierta forma a las fuerzas que
secuestraron a su familia. La explicación sería tediosa e
inservible, puesto que no se involucraría, asustaría a la muchacha
despertando aún más su desconfianza y tal vez solo conseguiría
hacerle huir despavorida y eso sería muy peligroso. Le ayudaría a
pensar la mejor manera de conectarse con su cuñado y allí acabaría
la relación entre ellos. Para ganar tiempo, mientras ponderaba las
opciones que podía tomar para darle la información que la muchacha
necesitaba sin develar su grado de participación con el régimen
gobernante, volvió al accidente que los unió aquella
noche.
- ¿Por qué te arrojaste sobre el
auto?
- No me arrojé sobre el auto ¿No
estaba atento al camino?- preguntó
indignada.
- Sí lo estaba - se defendió
Franco.
- Entonces cómo no se dio cuenta que
lo que hice fue arrojarme sobre la puerta del auto, para intentar
abrirlo. Venía conduciendo tan despacio y las sirenas estaban tan
cerca que fue lo único que se me ocurrió.
- Llovía mucho en ese momento, no se
veía nada.
- Justamente, por eso no me puse
delante del vehículo. Temía que me pasara por
encima.
- La verdad es que sólo escuché el
golpe y un bulto negro que desaparecía del capó del
auto.
- La capa voló sobre el frente del
auto, es lo que habrá visto deslizarse hacia abajo. Por suerte,
pude aferrarme a la manija de metal de la puerta sin caer con la
brusca frenada, en ese instante, vi a los policías doblar la
esquina y, sin pensar, entré al auto por la puerta trasera de lado
del acompañante, fue un milagro que no me
viera.
- Podría decirse que sí - admitió
Franco, realmente sorprendido de los hechos-. Creí que le había
dado a un perro que salió corriendo después del choque - ¿Estás
segura que no te lastimaste con ese golpe?
- No.
- Permíteme revisarte la cadera, sólo
para quedarme tranquilo. Me lo debes, por ayudarte a
escapar.
Eugenia lo pensó varios segundos y,
después, resignada se paró y levantó la camisa del lado izquierdo.
Con sumo cuidado, Franco le ayudó a bajar la cintura elastizada del
pantalón corto que le había facilitado y, antes de cualquier
inspección táctil, podía apreciar lo violento del impacto del
cuerpo de la joven contra su auto al observar una gran mancha
violácea coloreando toda la piel sobre el hueso
pélvico.
- Es un milagro que sólo cojees,
mañana no podrás caminar -diagnosticó el
médico.
- Tendré que hacerlo. Y si no puedo
caminar me arrastraré, pero no permitiré que me atrapen antes de
encontrar a mi cuñado.
- Tengo unos antiinflamatorios en el
botiquín del baño. Te servirán.
- Es una suerte haberme arrojado bajo
el auto de un médico.
- También, te traeré hielo para el
ojo.
- No se tome tantas
molestias.
- Tienes que recuperarte antes de
intentar cualquier cosa Eugenia, estarán
buscándote.
- Mi familia no tiene tanto
tiempo.
- ¡Entiéndelo, no puedes hacer nada!
-gritó Franco, su paciencia se agotaba y no podía hacerle entender
a Eugenia que intentar cualquier cosa era una causa
perdida.
¿Cómo explicarle que nadie escapaba de
los centros de detención? Sólo había dos maneras de salir de ellos,
uno era cuando a los jefes se les antojaba liberar al prisionero,
no sin antes destruir su espíritu, su moral y su paz mental; la
otra forma era salir muerto. De cualquiera de las dos formas la
decisión siempre la tenían los integrantes de la fuerzas. Nadie
escapaba. Nunca.
- Es mi familia, lo intentaré -replicó
Eugenia sin dejarse amedrentar por el tono del
hombre.
- ¿Pedirás ayuda a la policía?
-preguntó con sarcasmo- ¿O acaso tu cuñado es
Superman?
- Tal vez, él pueda hacer algo.
Trabaja en una empresa privada de
seguridad.
El dato no dejaba de ser curioso, pero
era totalmente inútil un agente de seguridad privada o un ejército
de agentes de seguridad privada, los cuales no podían portar armas
y no tenían la preparación física adecuada para enfrentarse a las
fuerzas de orden público, quienes se pavoneaban por las calles
armados hasta los dientes y con una impunidad de acción que
estremecía.
- Eugenia pareces una persona sensata
e inteligente ¿Cuántos años tienes: veintiuno,
veintidós?
- Veintiséis - contestó
rápidamente.
- ¡Pues con más razón! Tienes
veintiséis años, ya sabes cómo son las cosas en este
país.
- ¿Tendría que huir cómo
usted?
- No sabes nada de mi vida. No puedes
juzgar mis acciones.
- Usted tampoco conoce la mía. No
abandonaré a mi familia.
- Tienes que buscar otra manera de
saber de tu familia. No puedes hacerlo tú misma. Estarán
buscandote.
- ¿Tendría que pedir ayuda a la
policía?
- No utilices mis palabras en mi
contra. Odio eso -vociferó-. Sólo digo que tienes que actuar
indirectamente ¿No tienes amigos o… un novio tal
vez?
- No pretendo involucrar a nadie en
este asunto.
- Sólo a mí.
- Nadie le ha pedido
ayuda.
- No, pero no puedo dejar que te
sacrifiques tan tontamente, por no pensar. Seguro, tu cuñado está
vigilado, o fue detenido también.
- Tengo que llegar hasta él.
Y...agradezco su preocupación, pero debo marcharme
ahora.
Antes que Franco reaccionara a las
palabras, Eugenia se levantó de la silla, tomó la ropa que
descansaba sobre el aparato de calefacción para su secado y se
metió al baño para cambiarse de ropa.
Franco, también abandonó la silla y
fue a pararse cerca de la ventana. Las luces y las sirenas de la
policía sonaban y se distinguían cerca. A esa hora de la noche,
todos los policías estarían al tanto de la prófuga y sus
características. Nadie querría perderse a una muchacha tan bella.
No podía ni imaginarse a Eugenia sufriendo, las atrocidades que
sabía, fehacientemente, sufrían las muchachas detenidas. Se le
erizaba la piel por el espanto de pensarlo. Caminó hasta la
heladera y preparó una bolsa con hielo y un vaso de agua fría. No
dejaba de pensar que quedarse equivaldría a seguir corrompiendo su
ética, su moral y sus convicciones pero no podía abandonar a la
muchacha. Su suerte ya estaba echada.
- Listo, es hora de despedirnos
-sentenció Eugenia con determinación.
- Esa ropa todavía está mojada. Ve a
quitártela, te dará un resfriado.
- No es momento de bromas, doctor.
Gracias por todo y espero que le vaya bien allí donde lo lleve el
destino.
- No iré a ningún lado hasta no
saberte a salvo.
- No deseo que me
ayude.
- Pero yo quiero hacerlo y no puedes
impedírmelo.
- Claro que
puedo.
- ¿Irás a la policía? -preguntó
Franco, con una media sonrisa en los
labios.
- ¿Por qué quiere meterse en
esto?
- No soy el santo que crees, tal vez
con esto expire algunas de mis culpas -adujo Franco y le indicó la
silla-. Siéntate, ponte esto en ese ojo. Voy al baño por el
antiinflamatorio y el sulfatiazol -antes de entrar al baño levantó
la mano para mostrarle un llavero-. No podrás salir, está cerrado
con llave y ya que vamos a ayudarnos mutuamente, sería conveniente
que dejaras de tratarme de usted, no soy tan viejo -aclaró, y cerró
la puerta.
A Eugenia jamás se le habría pasado
por la cabeza pensar que el doctor era viejo, era un hombre joven y
muy apuesto, hecho que no pasó desapercibido en su apreciación muy
a su pesar, y reprochándose el hecho de haber tenido esos
pensamientos en la situación desesperante que estaba viviendo.
Sintió que le sacaba un peso de encima cuando pidió que dejara de
tratarlo de usted, le estaba costando mucho mantener esa distancia,
sentía una extraña familiaridad hacia el
desconocido.
No tardó más de dos minutos en salir
del baño, Eugenia lo observaba con una mirada que él no podía
descifrar. Una vez frente a ella, vertió el polvo blanco en todo lo
largo de la línea que no dejaba de supurar gotas de sangre, la
herida iba desde la mitad de la mejilla izquierda hasta la oreja.
Le dio la pastilla antiinflamatoria junto con el vaso de agua para
que bebiera frente a él y le hizo mostrar la boca vacía como prueba
de haber tragado la medicina.
- No te saques la bolsa de hielo del
ojo. Prepararé algo de cenar.
- No tengo
apetito.
- Yo sí. Trabajé todo el día sin
descaso, solo tomé un vaso de agua cerca de las cuatro de la tarde.
Estoy famélico.
- Lo siento, no pensé en
eso.
- No te preocupes, no sentí hambre
hasta que recordé que no comí nada en todo el
día.
Podía verla desde la cocina, el
semblante determinado demostrado minutos atrás se diluyó, regresó
la mirada triste, muestra intrínseca de que su cabeza no paraba de
pensar en lo que estaría ocurriéndole a su
familia.
- ¿Qué cenaste tú? Dijiste que habían
cenado antes que entraran a tu casa.
- Mi madre preparó estofado de pollo,
a mi hermana le encanta.
- ¡Qué rico! Hace tres meses, no
pruebo una comida decente.
- ¿Estás separado de tu
esposa?
- No, mi madre viajó a España. Soy
soltero y sin apuros ¿El nombre de tu hermana es Emilia? -
preguntó, pero no dejó que contestara, agregó -. Apuesto a que se
llama María Emilia.
- No, su nombre es Ana Emilia, las
trillizas de oro nacieron siete años después que mi
hermana.
Franco no quería que la muchacha
perdiera la sonrisa que había recuperado recordando a su madre y a
su hermana, así que buscó cualquier tema de conversación para que
no se instalaran silencios entre ellos.
- Vives cerca de aquí por lo que pude
deducir.
- A unas treinta cuadras, en el barrio
El Sol.
- ¡Guau! - exclamó Franco, pero no
estaba sorprendido, antes que Eugenia le dijera que su padre era
dueño de una fábrica, él podía notar que era una muchacha de
familia acomodada-.Siempre quise conocer a personas que vivían en
ese barrio, parece muy distinguido. De gente de
clase.
- Es solo gente, igual a la que vive
en todos los barrios.
- No todos opinan
igual.
- Son solo puntos de vista. En este
momento, lo cambiaría todo por vivir en el barrio más alejado y
escondido del país, junto a toda mi
familia.
- Seguro que sí -consintió Franco
desde la cocina-. ¡No te quites el hielo del ojo! -la regañó cuando
vio que Eugenia bajaba los brazos.
- Un fuerte golpe en el vientre
puede…- intentó preguntar, se le quebró la
voz.
- Sí, depende de la intensidad del
golpe y el lugar exacto en el que lo recibió la madre. Como
estudiante de medicina debes saber eso -respondió Franco, a pesar
de no haber escuchado toda la pregunta, sabía exactamente lo que
quería preguntar Eugenia- Según escucharon de los hombres, tenían
la orden de no tocarla y llevarla directamente con Bergés, es
probable que no vuelvan a golpearla.
- Eso le ordenó el tipo que
supuestamente estaba a cargo del operativo, no tocarla al menos
mientras seguía con el embarazo, pero no sé qué va a pasar después
y no puedo ser objetiva en el diagnóstico tratándose de mi
hermana.
- Lo primero que hay que saber es el
paradero de tus padres. Mañana veré qué información puedo
conseguir.
- ¿No te marchabas en la
mañana?
- Pospondré el viaje un par de
días.
- Tienes que llamar para cancelar el
pasaje.
- No tengo pasajes. Ni equipaje. Ni
tampoco teléfono. No era un viaje planeado como tú pensabas. A
decir verdad, lo decidí esta noche mientras regresaba a
casa.
Franco hablaba mientras llevaba
hasta la mesa una bandeja con dos vasos, pan y un plato grande de
milanesa con papas fritas que había recalentado en el
horno.
- Comida de ayer recalentada -apoyó la
bandeja en la mesa, tomó una papa frita para olerla y agregó-. ¡Una
delicia!
- ¿Extrañas a tu
madre?
- Un poco, lo que extraño mucho es su
comida. Pasaba por aquí dos veces por semana y llenaba la heladera
de comida deliciosa.
- ¿Tienes padre, hermanos, primos,
tíos?
- Solo mi madre, mi padre, mi hermana
y dos sobrinos. Todos en España. Ah! También tengo un
cuñado.
- En España.
- Exactamente.
- ¿Por eso querías
viajar?
- Un poco por eso y otro porque ya no
soporto mi trabajo. Es todo lo que confesaré por el momento
¡No saques el hielo del ojo! - repitió.
- ¿De dónde sacarás la información
sobre el paradero de mis padres?
- Confía en mí Eugenia. Yo confiaré
que tu cordura te mantendrá en esta casa hasta que regrese del
trabajo.
Franco se negaba a seguir el precepto
general. El «no te metas», el de «no mezclarse con gente
sospechosa». O el que más dolía, la justificación a la inacción y a
la indiferencia hacia el sufrimiento ajeno el «algo habrán hecho».
Desde que comenzó su nueva tarea en el hospital de Banfield,
oyó esas frases cientos de veces, pero él no las aceptaba. Si sus
compañeros querían lavar sus culpas con ellas, allá ellos. Él tenía
su alma corrompida y se la estaba llevando el diablo. Había llegado
el momento de recuperarla.
Capítulo 3
No pudo pegar un ojo en toda la noche.
Su huésped, alojada en el cuarto contiguo durmiendo en la cama
adquirida con exclusividad para las visitas de su hermana y sus
sobrinos pequeños, tampoco. Por momentos, la oía llorar; en otros
solo suspiraba hipando de tanto llanto. Franco no se animó a entrar
a su cuarto para consolarla. A pesar de creer en la joven y la
historia de su familia, era una
desconocida.
Se cruzaron un par de veces en la sala
después de salir de sus habitaciones para hacer diferentes cosas.
La primera vez, Franco se levantó con la determinación de tomar una
píldora para dormir del botiquín del baño y terminar con el
desvelo, le ofreció una a Eugenia pero no aceptó, dijo que sólo
quería mirar por la ventana del comedor que daba a la calle. Él
también desistió. Sin relajantes químicos volvió al insomnio. Se
encontraron hora y media después cuando ella iba al sanitario y él
a tomar un vaso de leche, otra vez, ella declinó la invitación de
compartir lo que Franco ofrecía. Casi a las seis de la mañana,
Franco que había dormitado por varios minutos se levantó exaltado
de la cama con los ojos abiertos como platos y salió del cuarto,
ella seguía sentada en el sofá del comedor mirando la ventana.
Todavía era de noche, continuaba lloviendo y se había cortado
nuevamente la luz. Desde su posición, Franco podía apreciar el
perfil sin lesiones de Eugenia y era realmente hermosa. No dijo
nada, la observó por unos cuantos segundos y cuando ella giró hacia
él, regresó a su cuarto.
Otro día infernal en el hospital.
Llegó a las once de la mañana, una hora después de su horario de
ingreso y lo esperaban dos cirugías. Antes de salir de la casa, se
permitió abrir la puerta del cuarto ocupado por Eugenia y
parecía dormida, no podía asegurar que lo estuviera, tal vez
fingía, él no se acercó para comprobarlo.
En el hospital, Franco estaba más
atento que nunca a los nombres y lugares que mencionaban los
policías que llevaban a los pacientes. Como no lo hizo nunca hasta
ese entonces, entabló conversación con Juan Torres, amigo del
médico policial Bergés, nombre escuchado por Eugenia. Bergés no
trabajaba en el hospital, pero tomaba de allí todos los suministros
que necesitaba y también derivaba a los prisioneros enfermos que
necesitaban mantener con vida y no era posible lograrlo con la
atención deficiente en los centros de detención. Franco oyó el
rumor que el médico era el encargado exclusivo de las mujeres
prisioneras embarazadas, con lo dicho por Eugenia sobre su hermana,
lo confirmó. Lo que no cerraba en la cabeza de Franco era lo que
pensaban hacer con Eugenia. Ningún integrante osaba violar el
circuito que cumplían los prisioneros: comisaría local, Arana,
nombre de una estancia no de una persona como pensaba Eugenia, y
luego alguno de los pozos. Si los policías pensaban enviar a
Eugenia junto a un alto funcionario militar, su futuro no era para
nada alentador, ni generoso. Si Franco se vio envuelto en ese caso
para ayudar a la muchacha, el motivo más poderoso era ese destino
que esperaba a Eugenia, si la atrapaban, tenía las horas
contadas.
Después de concluir las dos
primeras cirugías, Franco llamó por teléfono desde un servicio
público a la empresa de seguridad en la que trabajaba Pablo Milano
y, anónimamente, preguntó por él. Con amabilidad, la secretaria de
la agencia informó que estaba cumpliendo con sus funciones y no
podía ponerse al teléfono, que volviera a intentarlo más tarde. Dos
cosas le llamaba la atención sobre ese hombre, la primera: fue a
trabajar después de lo ocurrido con su esposa, pero si era verdad
que trabajaba cuarenta y ocho horas seguidas y tomó servicio la
tarde anterior, era probable que todavía no estuviera enterado de
lo que pasó con ella y eso lo eximía temporalmente de las sospechas
de Franco. La segunda de las cosas que llamaba su atención era que
esa empresa de seguridad en varias ocasiones colaboró con los
policías. Franco podía afirmar que era gente que participaba con
los «grupos de tareas» o «comandos» encargados de llevar a cabo los
asaltos y secuestros. Ese trabajo apestaba al igual que el
suyo.
Nada pudo sacarle al médico Juan
Torres quien, a veces, realizaba el trabajo de Bergés cuando éste
no podía hacerlo. No pudo averiguar una sola cosa sobre la familia
Serrano, ningún comentario sobre nuevos detenidos. Ese día no
consiguió información. Eugenia estaría esperando impaciente y él no
podría aportarle un solo dato. A pesar de lo infructífero de la
búsqueda de ese día, decidió no volver a ponerse en contacto con el
cuñado de Eugenia.
- Llegas temprano -saludó Eugenia -,
creí que todos los días llegabas tan tarde como
anoche.
- Pasa seguido pero no
siempre.
- ¿Averiguaste algo? ¿Llamaste a mi
cuñado? ¿Lo secuestraron también? ¿Sabes quiénes son Bergés y
Arana? ¿Dónde podemos encontrarlos?
Eugenia lanzó todas las
preguntas antes que Franco bajara el maletín de las
manos.
- Tienes que ser paciente Eugenia,
esto no será fácil -intentó tranquilizarla.
- ¿Qué
averiguaste?
- Todavía nada de tu familia. Tu
cuñado no ha sido detenido y…
- ¡Detenido no! ¡Secuestrado! -exclamó
enojada.
- No ha sido secuestrado, pero no
quiero hablar con él por el momento. Debe estar bien
vigilado.
- Sabía que no debía esperar -dijo
Eugenia, moviéndose de un lado a otro con una cojera más
pronunciada que la noche anterior.
- ¿Qué puedes hacer tú? ¡Apenas
caminas y no ves de un ojo! -enfatizó Franco, ante la implícita
acusación de ineptitud que recriminó con esa
frase.
Eugenia tenía el ojo izquierdo
completamente negro y cerrado, inflamada casi toda la mejilla
izquierda y las manchas en su blanco cuello se hicieron más
oscuras. Al querer bajar de la cama, después de dormir cuatro
horas, no podía mover la pierna. Llegó casi arrastrándose hasta el
baño y después a la cocina, con el correr del día y el movimiento
lento ganó un poco más de movilidad, a esa hora le dolía un poco
menos la cadera. Sólo un poco.
Sorprendido, Franco vio como Eugenia
se acercó con una actitud distinta y acariciándole la mejilla habló
con suavidad.
- Discúlpame, no soy quien para
recriminarte nada. Estoy desesperada y estar encerrada aquí me
vuelve loca.
- Comprendo -admitió Franco-. Tienes
que ser paciente.
- Lo intentaré. Gracias por lo que
haces por mí.
Franco quiso gritarle que lo hacía por
él más que por ella, pero no dijo nada. Le palpó el ojo inflamado,
intentó abrirlo para revisar el interior pero ella se
alejó.
- Lo he revisado. Está
bien.
- Tienes que seguir con el
hielo.
- Lo sé.
- ¿Qué tal el golpe en la
cadera?
- Un poco más doloroso hoy pero he
tomado las pastillas que indicaste.
- Deberás hacer reposo para
recuperarte rápido de ese golpe. Me ducharé y hablaremos, hay algo
que quiero saber.
Media hora después, Eugenia esperaba a
Franco en el comedor, preparó unos emparedados de carne con lechuga
y tomate y destapó una gaseosa.
- ¡Mi madre ha vuelto! -bromeó
Franco.
- No creo que le llegue a los talones
a los emparedados que prepara tu madre ¿Qué quieres
saber?
- Háblame de tu
familia.
- Te he contado todo
anoche.
- No, háblame de tus tíos, tus abuelos
y otros parientes que puedas tener.
Eugenia habló de la extensa lista de
parientes que tenía regado por varias provincias de la Argentina,
de su abuelo paterno que vivía en la ciudad de La Plata, con el que
no se veían desde hacía más de diez años por una pelea entre él y
su padre, y de su abuela materna de setenta años que vivía muy
cerca de su casa.
- Así que con la única pariente que
podemos contactar rápidamente es tu abuela.
-¡Pobre nona! Debe estar sufriendo
mucho. Los vecinos ya le habrán avisado lo ocurrido. Tengo miedo
por ella, su corazón es frágil.
- ¿Crees que habrá realizado la
denuncia en la comisaría de Banfield durante el día de
hoy?
- No lo
aseguraría.
- Tengo que hablar con ella. Es la
única que puede dejar registro de las
detenciones.
- ¡Secuestros!
Sin detenerse en cuestionar la
corrección de Eugenia, continuó con sus
planes.
- Tiene que asentar las detenciones en
la oficina del Ministerio de Justicia, no en la comisaría. Tengo
que hacerle llegar una nota con esta información antes que ella
decida ir a la comisaría de Banfield -miró fijamente a Eugenia e
indicó - Deberás escribirla tú, debes incluir todos los datos de tu
familia, incluyendo los tuyos, yo se la haré
llegar.
- ¿Cómo sabes tanto de
procedimientos?
- Soy médico.
- No encuentro la
conexión.
- Hablo con los
pacientes.
Si a Eugenia le pareció muy vana la
respuesta no dijo nada. Hasta ese momento el doctor Franco
Hernández sólo había ayudado, no tenía derecho a desconfiar de él,
pero no olvidaba el hecho de que los policías que la buscaban
hablaron con él con demasiada confianza, hasta con respeto, sabían
su nombre y le llamaban «tordo», usando lenguaje lunfardo. Dudaba
que esos tipos tuvieran respeto por algo, pero con el médico fueron
muy condescendientes. Parte de la conversación entre el policía y
Franco no llegó a oír, pero sin dudas, era un trato entre personas
conocidas. Con todo, Franco era lo único que tenía. Confiaría en
él.
Bien entrada la noche, Franco pasó por
la casa indicada por Eugenia y dejó la nota en la puerta de la casa
de la abuela materna de la joven con los pasos a seguir para
denunciar la detención de la familia de su hija. Según Eugenia, no
existía la posibilidad de hacer lo mismo con su abuelo paterno,
Anselmo Serrano, no seguiría las instrucciones, era muy factible
que no moviera un solo dedo por encontrarlos. El viejo, lamentaría
en soledad y silencio la pérdida pero no actuaría. Todavía no era
oportuno pero con el correr de los días, pedirían a doña Margarita
que los mantuviera informados de todos los movimientos que habría
en el expediente que abrirían con su causa. Como las notas con las
instrucciones eran anónimas, primero, tenía que ganarse la
confianza de la anciana, sin exponer a
Eugenia.
Los días que siguieron fueron casi
calcados, las noches en velas, los días agotadores para Franco;
solitarios y tristes para la muchacha que seguía recluida
reponiéndose de sus heridas lentamente.
Franco no pudo conseguir ninguna
novedad, no lograba dar con un solo dato de las tres personas que
buscaba, lo único que confirmó en esos días, era que al cuñado de
Eugenia no lo detuvieron.
En los periódicos locales, o de tirada
nacional, nada decían acerca de las personas que eran detenidas por
los militares. Esa no era una noticia que llenara líneas en ningún
matutino. Tampoco los canales de televisión en sus programas de
noticias hacían referencia a los casos de secuestros. Las emisoras
de radio entretenían a la audiencia sin amargar con malas noticias.
Para cualquier clase de medio de comunicación, en el país no pasaba
nada y los muertos a causa de enfrentamientos que no podían
ocultarse, ocurridos en plena vía pública y a la vista de mucha
gente, eran siempre los malos. Los secuestrados que tomaban estado
público, eran cuestionados por su accionar y el repetido y cruel
«algo habrán hecho», llenaba la boca de los
informantes.
Las notas firmadas al pie con las
palabras «un buen amigo» dejadas en casa de la abuela de Eugenia
eran diarias e incluían cada nueva alternativa que encontraban para
acelerar la búsqueda, en ellas también asesoraban para que indagase
sobre la actividad que llevaba a cabo Pablo Milano, esposo de
Emilia, con respecto al mismo tema y pudieran unificar los
reclamos.
La actitud de Eugenia era cada vez más
desesperante, Franco intuía que si no tenía alguna información que
pudiese calmar la ansiedad y la culpa que sentía la joven por no
haber sido detenida junto con el resto de su familia, acabaría
llevándola a hacer alguna locura que terminaría con su vida de una
manera cruel y violenta. Ese pensamiento lo mantenía en vilo. Esos
días de convivencia demostraron que Eugenia era una mujer
solidaria, íntegra, de valores sencillos y nobles. Su familia
compartía con ella esos mismos valores y por eso parecía tan
extraña aquellas detenciones.
Sin embargo, era la primera en admitir
que ninguna de las mujeres de la familia podía conocer todos los
movimientos que hacía su padre, él pasaba muchas horas en la
fábrica o negociando con otros empresarios y no divulgaba con la
familia el contenido de esas reuniones.
Franco tenía muy claro que ninguna de
las mujeres de la familia estaba implicada con ninguna agrupación
política, gremial, sindical o estudiantil. Eugenia, cursaba sus
estudios de medicina en la Facultad de Buenos Aires, hacía sus
prácticas médicas en el Hospital de Clínicas de la ciudad y
trabajaba medio tiempo en la oficina comercial perteneciente a la
fábrica de su padre, que no quedaba dentro del mismo edificio sino
a varias cuadras, en pleno corazón de la localidad de Banfield.
Franco podría llegar a entender el accionar de los policías contra
la joven, si ella integraba alguna de las agrupaciones
estudiantiles, sobre todo las universitarias eran muy perseguidas
por las fuerzas del gobierno pero Eugenia aseguraba no pertenecer a
ninguna. Tampoco tenía contacto con los trabajadores de la fábrica
de su padre, ni siquiera conocía los nombres de sus delegados
gremiales. La oficina en la que trabajaba se encargaba
exclusivamente a la venta de los productos terminados y la compra
de insumos y materias primas para el proceso de fabricación de
piezas partes para el ensamblaje de electrodomésticos. Con la
fábrica, el único contacto era la secretaria administrativa que
llevaba la lista con los pedidos. Para Franco, el motivo que llevó
a toda la familia a vivir aquella situación venía exclusivamente
por medio de Alberto Serrano, el jefe de familia. Y ese
conocimiento acrecentaba aún más su convicción de que era necesario
proteger a la muchacha.
En el trabajo, Franco estaba más
amigable y amable de lo que había estado nunca. Hablaba sonriendo
con personas que, en otras circunstancias, solo tenía intención de
escupir a la cara y se relacionaba con médicos que apoyaban con
convicción el régimen de gobierno que los militares llevaban a cabo
como modelo de organización nacional. El blanco buscado en todo
momento era el doctor Juan Torres, si alguien podía darle datos
sobre el estado de los prisioneros, ese era Juan Torres. Siete días
después de convivir con Eugenia, apareció la primera pista. Emilia
estuvo en la comisaría de Quilmes hasta ese día y, según Torres,
estaba muy bien de salud. Él se refirió a la muñeca embarazada que
levantaron en Banfield y Bergés puso una guardia estricta porque no
confiaba en los cerdos de la comisaría y no quería que nada le
pasara a la joven hasta el parto, se había convertido en su joya
más preciada. Se hicieron eternas las horas dentro del hospital,
realmente, fue larga la jornada, pudo retirarse del trabajo a las
once de la noche. Durante la tarde, tres policías de la comisaría
de Banfield, heridos en un enfrentamiento armado con los
integrantes del grupo revolucionario denominados «montoneros»,
llegó hasta allí y sólo pudieron salvar a uno. También llevaron a
uno de los montoneros heridos y para su mala suerte, Torres y su
equipo pudieron salvarle la vida. Al llegar a casa, como todas las
noches anteriores, Eugenia lo esperaba con la cena lista. Su cara
mejoró bastante y caminaba con menos
dificultades.
- ¿Ha sido duro el día de hoy?
-preguntó Eugenia, ni bien abrió la puerta.
- No más que de
costumbre.
- La cena está
lista.
- Una ducha, y estoy en la mesa. Tengo
noticias para darte.
- Dímelas ahora
-exigió.
- Desearía que habláramos tranquilos
mientras cenamos.
- ¿Son buenas o malas
noticias?
- Yo diría que dentro de lo malo que
está pasando, estás son buenas noticias.
Franco dejó su maletín y se dirigió a
su cuarto para tomar la ropa que se pondría después de ducharse,
con Eugenia pegada a sus talones tratando de obtener más
información sobre aquello que Franco tenía que
decirle.
- ¿Se trata de mis padres? -preguntó
desde la puerta de la habitación, mientras Franco revolvía los
cajones.
- No.
- ¿Es mi hermana
entonces?
- Si, se trata de
Emilia.
- ¿Le ha pasado
algo?
- No.
- ¿Cómo lo
sabes?
- Soy médico -contestó, como siempre
justificaba algún conocimiento superfluo-. Entraré a la
ducha.
El espacio era reducido en el
departamento, no tenía que caminar demasiado para meterse a la
regadera y una vez allí, a la siguiente pregunta que hizo Eugenia
contestó que no oía nada. Ella repitió la pregunta pero obtuvo la
misma respuesta, por eso dejó de insistir y lo esperó en la sala
comedor. Salió en pocos minutos, con una camiseta negra mangas
largas y un pantalón de franela, ancho y muy grueso. El pelo
todavía tenía gotas de agua que caían sobre su espalda cuando se
sentó frente a Eugenia y le sonrió.
- Tu hermana está bien. Está protegida
y estará bien mientras dure el embarazo -declaró, sin mentir sobre
la precariedad de la situación.
- ¿Dónde está?
- Ahora mismo, no lo sé, pero hasta
hoy a la mañana estaba en la comisaría de Quilmes. Bergés le ha
puesto protección.
Al nombrar al médico policial se dio
cuenta que cometió un gran error.
- ¿Quién es Bergés? ¿Lo conoces?
-preguntó, y su cara comenzaba a mostrar signos de
indignación.
- Bergés es un médico de la policía
bonaerense que se encarga de las mujeres detenidas y
embarazadas.
- ¡Secuestradas! -gritó, y su
indignación creció-. ¿Por qué insistes en llamar detención al
secuestro?
- Básicamente es lo mismo -expresó
rápidamente, sabiendo el sinsentido de las palabras pronunciadas
pero no podía admitir que en el hospital todos llamaban detenciones
a los secuestros y el término se hizo
costumbre.
- No, no lo es. Se detienen a las
personas que han cometido algún delito. Si son personas inocentes
las que se llevan: es un secuestro. Los que cometen el delito son
quienes lo hacen -expuso enojada-. Mi familia fue secuestrada, no
detenida.
- Está bien no te alteres,
disculpa.
- ¿De dónde conoces a ese médico de la
policía?
- Viene al hospital a buscar
suministros -dijo Franco, sin dejar de faltar a la
verdad.
- De él sacas la
información.
- ¡No! ¡Por Dios! Nunca he hablado con
él -exclamó, y eso era cierto, no conocía al médico personalmente-
Uno de los médicos del hospital de Banfield en el que trabajo, es
su conocido y él me contó de la mujer embarazada que estaba en la
comisaría de Quilmes.
- ¿Cómo sabes que es mi
hermana?
- ¿Tu hermana es tan bonita como
tú?
- Mi hermana es hermosa, tienes los
ojos más celestes que hayas visto jamás y un pelo negro y brillante
que hace que resalten más, tiene cara de muñeca -concluyó con una
sonrisa melancólica.
- Entonces es tu hermana. El médico
habló de una muñeca embarazada.
- ¿Qué pasará con ella después de dar
a luz? ¿Y con el bebé?
- Dijiste que tu hermana está de siete
meses -afirmó Franco.
- Casi ocho.
- Tenemos casi dos meses para
encontrarla.
- Pero ahora no sabes adonde está,
solo sabes que estará bien las próximas
semanas.
- Ya es algo. Mañana pasaremos esta
información a tu abuela para que vuelva al
Ministerio.
También intentaremos saber si tu
abuelo paterno ha hecho algún movimiento. Tendré tiempo extra, es
mi día libre.
La cena se desarrolló en silencio
luego de las revelaciones, solo se hacían preguntas
intranscendentes, hablaban del clima o de la ropa que Franco compró
dos días atrás para que pudiera cambiarse y dejara de usar la ropa
de Franco cuando lavaba la única muda que tenía. Antes de terminar,
concluyeron que era hora que la abuela Margarita retribuyera
información, Franco habló de la casilla de correos que había
abierto días atrás, anunciándole que al día siguiente entregaría a
su abuela la llave y el número correspondiente junto con la nota,
para que la mujer depositara allí todo lo que sabía hasta el
momento.
Esa noche, el cansancio venció a
Franco y se durmió ni bien se tendió en la cama. Eugenia no tenía
la misma suerte, ella podía conciliar el sueño después de las nueve
de la mañana, cuando él se iba a trabajar. Seguía confiando en
Franco, pero algo le decía que no estaba diciendo toda la verdad.
La información sobre su hermana aportó una mínima parte de calma,
la necesaria para poder pensar en su propia situación y no le gustó
el rumbo que siguieron sus pensamientos pero no dejaba de
reflexionar que la única manera de obtener información o mantener
relaciones amigables con los integrantes de las fuerzas policiales
era formando parte de ella. No era la primera vez que su razón
entraba en ese derrotero, en los días que se quedó sola en el
departamento del médico, revisó algunos papeles pertenecientes al
dueño del lugar, ninguno develó nada. Todo documento o foto
encontrada, confirmaba lo que Franco contó acerca de él y su
familia. De su trabajo encontró algunos formularios y recetarios
con el membrete del hospital, pero nada más. Ninguna conexión que
explicara la confianza con las fuerzas policiales. En su búsqueda,
Eugenia no descartó escrutar fotos o evidencias de mujeres que
hubieran mantenido una relación amorosa con Franco, no halló nada.
Al parecer no había ninguna mujer en la vida sentimental de médico,
al menos no, a plena vista.
La noche dejó paso a la madrugada, el
profundo silencio en el departamento permitía a Eugenia escuchar la
respiración acompasada de Franco desde el sillón de la sala. Era la
primera vez que los oía y no se cruzó con Franco de madrugada.
Sentada en el sofá, arropada con su capa negra sobre una camiseta
de grueso algodón y un pantalón deportivo, miraba la calle. No
circulaban autos por la ruta que ingresaba al barrio de edificios
de monoblocks, pero se veían a lo lejos algunos autos que
transitaban por una arteria de tránsito muy importante que
conectaba ese distrito provincial con la ciudad de Buenos Aires.
Perdida en sus cavilaciones estaba cuando a lo lejos vio desviar
desde la arteria principal tres vehículos policiales,
identificables por la luz azul que iluminaba intermitentemente la
noche. Los autos tomaron la entrada al barrio y a Eugenia se le
paralizó la sangre. Estaban cada vez más cerca de los edificios. El
barrio que habitaba Franco estaba compuesto por varias docenas de
edificios de tres y cinco plantas, en cada una, había entre cuatro
y cinco departamentos. Muchas familias vivían en ese lugar pero
ella presagiaba que esos policías iban directo al departamento de
Franco. Comenzó a rememorar los días que vivió allí y si alguien
podía haberla visto u oído, nada surgió en su memoria. Dormía desde
que se iba Franco y habitualmente lo hacía por tres o cuatro horas
y luego se dedicaba a leer todos los diarios que Franco le llevaba
diariamente para saber si encontraba alguna noticia que pudiera
interesarle.
No apartaba la vista de los autos que
estaban cada vez más cerca, al tener la certeza que se detuvieron
muy cerca del lugar donde Franco estacionaba su propio auto, se
levantó del sillón y corriendo entró a su
cuarto.
- ¡Franco, despierta! ¡Están
aquí!
- ¿Qué ocurre? ¿Quiénes están
aquí?
- ¡Ellos están aquí Franco! ¡Vienen
por mí! -gritaba con voz queda y el cuerpo totalmente vencido por
el temblor.
Franco se despabiló en pocos segundos
y se levantó para mirar por la ventana.
- Quédate aquí, si es necesario cierra
con llave.
Efectivamente, las luces policiales
arriba del techo de los autos verdes seguían destellando a pesar de
estar detenidos, no se veía policías cerca de ellos, pero podía
apreciarse movimientos extraños en el edificio. Se oían pasos de
personas que subían corriendo la escalera y otros ruidos menos
definidos que sonaban como muebles que se corrían de un lugar a
otro en uno de los departamentos no muy alejado del suyo. Solo
segundos después, el ruido del golpe contra la puerta del
departamentos de junto rompió la noche. Franco comprendió que no
fueron por él o por Eugenia, pero su alivio no equiparaba en nada a
la extrema angustia que le causaba saber el sufrimiento que estaba
padeciendo uno de sus vecinos.
Volvió al cuarto y encontró a Eugenia
metida en el ropero, acurrucada, llorando y temblando sin parar,
con las manos puestas en sus orejas para no dejar pasar los sonidos
que inevitablemente se filtraban a través de las paredes. Franco la
levantó del lugar y la llevó hasta la cama, allí se sentó con ella
en el regazo intentado tranquilizar a la muchacha. Eugenia no
paraba de llorar, los policías estuvieron en el departamento solo
por diez minutos pero a ella parecieron
horas.
Aferrada a la espalda de Franco se
quedó mientras duraron los ruidos, luego se relajó un poco pero no
se apartó de su regazó. Los dos estaban en silencio, él se limitaba
a acariciarle la espalda y a abrazarla fuerte cuando sentía que el
miedo de Eugenia llegaba a sus límites y se lo demostraba
clavándole, inconscientemente, las uñas en la
espalda.
Pasaron unos cuantos minutos desde que
el silencio volvió a apoderarse de la noche, los autos se alejaron
del lugar ululando sus sirenas y la calma, como una amiga
traicionera, volvió a instalarse como si nada hubiese pasado en
aquel complejo de edificios.
- Se han ido -afirmó Franco,
susurrando las palabras en el oído de
Eugenia.
- Volverán por mí -aseveró ella de la
misma manera.
- No lo harán, te protegeré
Eugenia.
- No puedes hacer
nada.
- Soy médico.
Las palabras de Franco lograron que
Eugenia esbozara una pequeña mueca. La muchacha no paraba de
temblar y su cuerpo estaba tan tenso que podría quebrarse en
cualquier momento. Franco sentía el respirar agitado y también el
latir frenético de su corazón muy cerca del suyo. Sin tomar
conciencia de lo que hacía, la acostó en la cama y se tendió a su
lado sin dejar de abrazarla. Lentamente, los temblores de Eugenia
se fueron mitigando y ambos fueron conscientes del cuerpo que
tenían pegado.
Sus ojos se encontraron en la
oscuridad, despacio él bajó la boca hasta la de ella y se
encontraron en un beso tierno y tranquilizador. Franco no la
presionó de ninguna manera, solo dejó fluir el beso al igual que
Eugenia, sus bocas se movían con parsimonia descubriendo la
anatomía de sus labios sin traspasarlos. Estuvieron varios minutos
manteniendo el ritmo del beso suave que espantaba el horror vivido
esa noche. El abrazo y la cercanía de sus cuerpos ahuyentaban al
miedo.
Franco, se olvidó de la intención
inicial de tranquilizar a Eugenia, la muchacha era dulce y su boca
suave, tierna, tentadora y no pudo resistir el deseo de ir más
allá. Su lengua exploradora se abrió paso entre los carnosos labio
de la joven que permitió su entrada y participó en ese
reconocimiento íntimo. Se pegaban cada vez más a medida que el roce
de las lenguas ganaba intensidad. Cada uno tanteaba más
profundamente en la boca del otro y una nueva necesidad despertó en
Franco. Su erección era fragrante pero sabía que no debía
implicarse de esa manera con Eugenia. Su cabeza gritaba que debía
apartarse de ella y su cuerpo exigía pegarse más. La joven era
preciosa, no era excusa para hacer aquello que deseaba en ese
momento. Él debía protegerla.
Estaba tomando valor para alejarse de
ella, se juró a él mismo que luego de aquel profundo beso que
estaba disfrutando, no volvería a besarla jamás. Ante la íntima
promesa, su lengua se enroscó con la de Eugenia para extraer la
dulzura que destilaba y comenzaba a enloquecerle, una de sus manos,
ávida de deseo, hizo un recorrido lento por las nalgas duras y
expuestas a su caricia.
Eugenia no despreció la caricia, se
abrazó más fuerte a su cuello y atrapó la lengua de Franco entre
sus diente, él gimió al sentirla y le apretó con fuerza la cadera
para acercarla a su erección. Ella gimió de dolor, el encantó se
rompió con aquel acto. Eugenia volvió a la realidad de su situación
y se alejó presurosa.
- Iré a acostarme -murmuró
avergonzada.
Sin recriminar nada, se levantó para
ir al cuarto que ocupaba.
- Quédate - imploró Franco con voz
queda, sin detenerla.
- No puedo.
- No podrás dormir sola. Quédate,
prometo no intentar nada.
- No.
Eugenia salió de la habitación. Franco
también se levantó y miró por la ventana de su cuarto que daba a un
patio interno del complejo de edificios. Había vivido un momento
intenso, hacía mucho tiempo que no le pasaba. Un deseo abrazador
recorría sus venas y era imposible dejar de pensar en meterse en la
cama de Eugenia. Hizo memoria y no recordaba haber sentido esa
necesidad desde que era un adolescente, su excusa era la situación
que rodeaba todo lo que tenía que ver con ella, no la muchacha en
sí misma. Media hora después, sin lograr pensar en otra cosa, hizo
lo único que podía hacer para aplacar el deseo. Se metió a la
ducha.
En un cuarto extraño pero con el que
ya adoptó cierta familiaridad, Eugenia no paraba de temblar. Las
vivencias de esa noche, mezcladas con las que sufrió una semana
atrás, le carcomían la cabeza. Corrientes frías transitaban por sus
venas, helando su sangre hasta el punto de hacer incontrolable el
temor que se manifestaba con lágrimas. Llanto silencioso y
desgarrador. Sólo un suspiro tibio quería combatir con aquel
huracán de miedo, ese suspiro se lo daba el recordar el beso de
Franco. Una ola frente a un océano. Una pizca de amor en el
infierno.
Capítulo 4
- ¿Has dormido
bien?
- Si, gracias -contestó Eugenia,
sonrojándose con la pregunta-. Franco quiero disculparme
por…
Eugenia no sabía cómo continuar la
frase, pero Franco le ahorró ese inconveniente. Separó la silla
para que se sentara a la mesa y sonriendo le dio un beso en la
frente.
- No tienes por qué disculparte,
estaba decidido a hacer lo mismo si no entrabas en ese preciso
momento a mi cuarto -confesó Franco. Eugenia
sonrió.
- Tenía mucho
miedo.
- Yo también. Creo que es lógico tener
miedo y si estar juntos nos hace bien, es una idiotez sufrir
en vano.
Finalmente, una hora después de volver
a su cuarto, Eugenia no podía con el pánico y decidió regresar a la
habitación de Franco. Él no dijo nada, estaba despierto y solo
abrió la cama para que se acostara a su lado. No hubieron más besos
pero si abrazos. Pasaron pocos minutos para que cayeran en un
profundo sueño reparador.
- Hace días que no dormía tan bien. Me
siento como nueva.
- Lo mismo digo. Hoy tengo más
energías, pude hacer un kilómetro más que de
costumbre.
- Todo esto es mi culpa, tendrías que
estar con tu familia.
- No quiero lamentos jovencita -regañó
Franco y señalando la taza que tenía enfrente, indicó con una
sonrisa -Desayuna, al terminar debes escribir varias notas para tu
abuela.
Eugenia devolvió la sonrisa y tomó la
taza rebosante de café con leche humeante y, de un plato, una
rodaja de pan untado con manteca. Franco desayunó al regresar de
correr, una hora antes que Eugenia despertara, igual, se quedó en
la cocina para hacerle compañía.
- ¿Haces ejercicios por las
mañanas?
- Cada vez que puedo -aclaró, para no
seguir echando culpas sobre Eugenia de sus hábitos cambiados desde
que apareció en su vida.
- ¿Y fumas?
- No mucho.
- No te he visto fumar desde la
primera noche.
- Antes nunca lo había hecho en la
casa, solo en los minutos de descanso en el trabajo. Lo
necesito.
El desayuno continuó en silencio,
Franco encendió el pequeño televisor blanco y negro que descansaba
en la repisa del comedor y se entretuvieron mirando las noticias de
ese día. Nada interesante para ellos pero llenaba los incómodos
espacios de silencio. Aunque no hablaron de la intimidad ocurrida
la noche anterior, antes que Eugenia se marchara a su cuarto,
ninguno dejaba de pensar en los besos
compartidos.
Franco se levantó cuando ella acabó
con el contenido de la taza y se acercó, le levantó la cara y
Eugenia creyó que la besaría pero él se limitó a pasar una mano por
la mejilla que sanó sin dejar cicatriz y, luego, a revisar el
interior del ojo que solo presentaba un tinte sonrosado, el párpado
casi había adquirido el color natural de la
piel.
- Estás curada -declaró con énfasis-.
La cadera te dolerá algunos días más pero comprobé que ya no
cojeas.
- Estoy bien.
El sonrojo volvió a las mejillas de
Eugenia al recordar cómo Franco corroboró que le seguía
doliendo.
- Eugenia no debes avergonzarte por lo
de anoche -aclaró Franco, para terminar con la tensión latente
entre ambos-. Lo necesitábamos.
Diciendo eso, Franco volvió a besarle
la frente y se dirigió al baño.
- Me daré una ducha y escribiremos
esas notas.
Eugenia aceptó con la cabeza y vio
como Franco se perdía tras la puerta del baño. Era muy apuesto y no
pudo dejar de reconocer que besaba de maravillas. Su cuerpo
respondió al primer contacto como si lo conociera desde hacía mucho
tiempo. Él tenía razón, ella también necesitaba de ese contacto
cálido para saber que estaba viva. Era solo eso, una necesidad
vital para convencerse que pelear por la vida no era en vano. Había
más que dolor y sufrimiento en ella. Esa semana, sin su familia
estuvo muy triste y desolada, su existencia se transformó de la
noche a la mañana en una penuria. Sin embargo, ese día se sentía
mejor, más fuerte y decidida. Seguía sintiendo culpa pero como
dijera Franco, los dos lo necesitaban.
Dos días después, Franco y Eugenia se
enteraron, gracias a la abuela de Eugenia, que los funcionarios del
Ministerio de Justicia respondieron que la familia de su hija solo
fue detenida para interrogarlos sobre los grupos gremialistas que
funcionaban en la fábrica metalúrgica de su yerno, y serían
liberados a la brevedad. También se enteraron que la casa de
Eugenia fue incendiada la misma noche de los secuestros, los
funcionarios achacaban la responsabilidad del hecho a los grupos
rebeldes. En las notas, doña Margarita se notaba optimista y
agradecida a esos funcionarios, que según contaba, la atendían
amablemente cada vez que ella se acercaba a las dependencias a
pedir información. No obstante, Franco y Eugenia dudaban de esa
amabilidad, sobre todo porque nadie informó a la abuela Margarita
que su nieta Eugenia no estaba en la nómina de los detenidos. Ella
ignoraba ese dato, y que los funcionarios no lo mencionasen no
demostraba otra cosa más que no movieron un solo dedo para
averiguar sobre el paradero de la familia Serrano y no les
interesaba hacerlo, solo conformaban a la señora diciendo lo que
quería escuchar para que no hiciera ningún escándalo en aquel
lugar.
Más inquieto que nunca por la
situación de la familia de Eugenia. Franco decidió ponerse en
contacto con el marido de Emilia, lo llamó por teléfono desde el
trabajo y quedaron en encontrarse en un bar de la capital federal a
la noche siguiente.
Franco llegó temprano a su casa ese
día y para su sorpresa Eugenia no estaba. Desesperado, después de
revisar cada rincón de su pequeño departamento, salió a la calle y
sin saber qué hacer caminó en dirección a la salida del barrio.
Eran las cinco de la tarde y el sol de invierno comenzaba a
perderse en el cielo. Franco pensaba que la noche sería aliada de
la joven pero muy mala compañía para él que quería encontrarla.
Llegó hasta el auto estacionado en la acera y estaba prácticamente
convencido que había un solo lugar al que podía ir Eugenia. Era una
estupidez y sería muy estúpida si lo hacía, pero estaba casi seguro
que la inconsciente mujer fue hasta su casa. Al recibir la noticia
del incendio apenas pudo detenerla de salir corriendo, le hizo
prometer que no se aventuraría hasta el lugar pero, en el fondo,
Franco sabía que cuando tuviera la oportunidad no lo dudaría. No
alcanzó a hacer cuatro o cinco cuadras cuando observó una figura
envuelta en una capa negra que caminaba en dirección a la entrada
del barrio con una bolsa de almacén en las
manos.
Franco frenó el vehículo y la observó
caminar, era ella. Respiró con alivio, como se estaba habituando a
expeler el miedo y se tomó el corazón para cerciorarse que los
golpes que escuchaba no le ocasionarían ningún síncope, hasta ese
momento no se dio cuenta de lo asustado que
estaba.
Esperaría que llegara al departamento
para salir tras ella, y luego le gritaría las atrocidades a las que
se exponía actuado de esa manera tan inconsciente. Además, daría
tiempo a su razón para que dejara de atormentarse con todas las
imágenes que se cruzaban por su cabeza con lo que le podría ocurrir
a Eugenia si la encontraban algunos de los integrantes de las
fuerzas que la estaban buscando.
La puerta se abrió de golpe y se cerró
con la misma violencia. Asustada, Eugenia corrió hasta la entrada y
se encontró con la cara desencajada de Franco que la miraba con
furia.
- Llegas temprano - dijo ella con una
sonrisa, intentando hacer cambiar la cara de
Franco.
Él no contestó, ni saludó como hacía
usualmente, caminó hacia ella con paso
decidido.
Eugenia comenzó a retroceder hacia
atrás al verlo avanzar sin cambiar un ápice las facciones de su
cara enfurruñada.
- ¿Te ocurre algo? -preguntó, con
Franco casi pegado a ella.
- Tú. -Fue lo único que contestó y la
apresó por la cintura, la atrajo hacia sí y la besó con
furia.
No volvieron a dormir juntos, ni
a besarse luego de la noche que llegaron los policías al edificio.
Como un arreglo implícito entre ambos, los dos tomaron el hecho
como un desahogo del mal momento y nada más. Por eso, era tan
sorpresivo para Eugenia ese ataque de Franco. Lo oía respirar
agitado y sus besos eran desesperados. Ella lo dejó hacer hasta
encontrar una oportunidad de zafar de los brazos que la apresaban
con fuerza. Franco estaba fuera de control y eso enfurecía cada vez
más Eugenia. Sus manos comenzaron a moverse buscando las partes
íntimas de la joven y ella a retorcerse bajo el abrazo. Los labios
de Franco no paraban de apresar su boca para hurgar el sabor con la
lengua, con fuerza la pegaba a su cuerpo para que sintiera su
erección y la frotaba contra su entrepierna. Eugenia pudo soltar
una mano y con toda su furia le pegó un violento cachetazo que lo
apartó unos centímetros de ella, aprovechó el momento para poner la
mesa entre ambos.
- ¿Te has vuelto loco? -recriminó
gritando.
- ¡Sí! -contestó de la misma manera-
¿Dónde diablos te has metido? ¿Por qué saliste de la casa? ¿Acaso
quieres que eso que acabo de hacerte, que es solo el principio de
lo que te harían, se repita todos los días con cuatro o cinco tipos
distintos? ¡Tú eres la que se ha vuelto loca al salir de este
lugar! -terminó de regañarla llevándose las manos a la cabeza para
tirarse el cabello hacia atrás-. No tienes idea de lo que esos
tipos harán contigo si llegan a atraparte -concluyó acongojado y se
tiró despatarrado sobre el sillón, aflojó el nudo de la corbata y
se quedó mirando el techo.
Un breve silencio necesitó Eugenia
para procesar toda la información que suministraba Franco, sólo
después de eso, ella pudo volver a hablar.
- Tú has dado una muestra gratis de lo
que sucedería.
Franco comenzó a reír de manera
histérica. Se volteó hacia ella y se quedó mirando sus ojos
celestes antes de hablar.
- No tienes idea, no he llegado ni al
verdadero comienzo -enfatizó.
- Siempre sabes cómo actúan esos
bastardos.
- Claro, soy médico -aseveró volviendo
a su posición desparramada sobre el sofá.
- Eres un
idiota.
- Sí, que casi muere de susto cuando
no te halló aquí.
La confesión de Franco dejó muda a
Eugenia que no sabía qué decir. Franco estaba asustado, no molesto
ni enojado porque no obedeció la orden de mantenerse
oculta.
- Lo siento.
- ¿Qué es lo que sientes? -preguntó
Franco.
- Siento haberte involucrado en
esto.
- No lo sientas, es demasiado tarde.
Lo que debes sentir es no tener el sentido común bien
desarrollado.
- Eso es un
insulto.
- Pues claro que
sí.
- No te obedeceré, estoy harta de
estar aquí encerrada sin hacer nada mientras mi familia sufre todo
tipo de torturas quien sabe dónde -vociferó enojada-. Saldré todos
los días hasta encontrarlos -replicó en tono de
amenaza.
- No puedo decirte que llevaré flores
a tu tumba, seguramente, terminarás compartiendo una fosa común en
algún basurero -dijo Franco con tristeza y se levantó para
encerrarse en su cuarto.
Las palabras de Franco golpearon con
fuerza a Eugenia, se quedó sentada reverberando en su cabeza la
idea de fosa común. Había visto un documental del exterminio judío
en manos de los nazis y la idea de pozos en los que acumulaban
decenas de cadáveres esqueléticos, hizo que su estómago se
revolviese y salió corriendo al baño antes de manchar la pequeña
alfombra que estaba delante del sillón.
Esa noche, no cenaron juntos como
hicieron las noches anteriores, menos en la que Franco estuvo de
guardia y se quedó toda la noche en el hospital. Llevaban diez días
de convivencia obligada pero a los dos le parecía que fue mucho más
el tiempo compartido.
Se encontraron a la hora del desayuno,
ambos estaban más tranquilos y el encuentro fue cordial. Se
saludaron con un amable buen día y, luego, pasaron a preguntarse
mutuamente si descansaron bien, ambos mintieron al decir que
sí.
- Hoy me reuniré con tu cuñado en un
bar del centro -informó Franco y atrajo toda la atención de Eugenia
con la noticia-. Si quieres saber lo que resulte de ese encuentro
tendrás que intentar mantenerte con vida hasta que
regrese.
- Estuve pensando en lo que dijiste
anoche, tienes razón -afirmó, sorprendiendo a Franco con su
concesión-. Tengo que ser más inteligente al actuar. Se lo debo a
mi familia y te lo debo a ti -expuso
Eugenia.
- No me debes nada. Hazlo por
ti.
- Necesitaba ver cómo quedó la que fue
mi casa.
- No creíste en mí, recuerdo habértelo
detallado. Si quieres hacer las cosas a tu manera, hazlo. Espero de
corazón que tengas suerte.
Las palabras de Franco sonaban muy
distantes, eran frías, sin compromiso. Si se lo hubiera dicho
cualquier otra persona las habría tomado como estímulo, dichas por
él en el tono que lo hizo, sonaban a desentendimiento, una especie
de «cuídate, sálvate y déjame tranquilo».
- Nos vemos -saludó al cerrar la
puerta.
Él se despidió sin más que dos
palabras y se marchó, no más beso en la frente. No se tomó el
tiempo para revisarle las heridas como hacía cada mañana, no
hubieron recomendaciones ni notas para dejar en la casa de la
abuela Margarita de pasada al trabajo. Se quedó mirando la puerta
cerrada y saltó de susto cuando esta volvió a abrirse de repente,
Franco apenas asomó la cabeza para
hablarle.
- Si estás viva en la noche, no me
esperes a cenar. Hoy es mi guardia, volveré mañana por la
tarde.
Eugenia se levantó de la mesa y se
paró frente a la ventana para verlo caminar hasta el auto y luego
perderse por la ruta que lo alejaba, suspiró dos o tres veces y,
luego, se recriminó en silencio: ¿Pero qué ocurría con ella? ¿Se
estaba lamentando por la falta de interés de ese hombre? Franco
solo era una eventualidad en su vida, estaba segura que cuando
acabase aquella tragedia en la que se convirtió su existencia, de
la manera que terminase, Franco seguiría su camino y ella el suyo
sin volver a cruzarse nunca.
Su cabeza no dejaba de reprobarle el
parco trato que tuvo con Eugenia, pero sus sentidos decían que era
la única manera de imponer cuidado en esa mujer. Estaba perdiendo
el miedo y eso era peligroso para ella. No podía con la razón,
intentaría con la indiferencia.
En el trabajo esperaba una sorpresa,
antes de ingresar al hospital, un compañero le avisó que tendrían
un día infernal. Sin perder tiempo entró al vestuario y se cambió
para hacer la primera ronda de la mañana. Dos soldados militares
estaban parados frente a la sala de
cirugía.
- Este debe vivir «tordo», es muy
importante para el coronel -advirtió uno de
ellos.
Con la advertencia soplándole en la
nuca, entró a la sala para revisar al paciente. El hombre estaba en
muy mal estado. Tenía una herida infectada de bala en el hombro y
supuraba sangre negra y un olor putrefacto, cortes y quemaduras por
todo el cuerpo también colaboraban para empeorar el panorama
general pero lo que más preocupaba a Franco en ese primer
diagnóstico era el color negro que tenía en toda la zona abdominal,
síntoma inequívoca de una importante hemorragia interna,
seguramente provocada por los golpes en la zona. Poca esperanza de
vida le daba al paciente y, en verdad, sentía
alivio.
Generalmente, no hablaba con sus
pacientes, hacía su trabajo y luego lo controlaba por veinticuatro
o cuarenta y ocho horas y eso era todo, después, lo volvían a
llevar a los centros de detención; si eran policías o algún miembro
de las fuerzas armadas, era trasladado al hospital que correspondía
por obra social.
El paciente que tenía delante comenzó
a gemir cuando apretó una úlcera abierta en la pierna a causa de
quemaduras no curadas. Según podía apreciar, ese hombre llevaba
varios meses detenido.
- ¿De dónde vienes? -preguntó Franco
en un susurró, mientras seguía con la
inspección.
El hombre mantenía los ojos cerrados y
Franco pensó que había caído nuevamente en la inconsciencia. Sus
manos dejaron de pasar por las piernas del paciente y se concentró
en el vientre. Al palpar en un costado, el herido abrió los ojos
obligado por el dolor.
- Si en verdad es médico, no me cure.
Déjeme ir o deme algo para que duerma por siempre -rogó el hombre
mayor, Franco calculaba que superaba ampliamente los setenta
años.
Era la primera vez que uno de sus
pacientes sugería lo que a él se le cruzaba por la cabeza cada vez
que tenía que salvar a uno que estaba en igual estado. También era
la primera vez que atendía a una persona tan mayor, ese hombre
podría haber sido su abuelo.
- Soy médico -afirmó Franco-. ¿De
dónde viene? -volvió a preguntar.
- Puedo reconocer a la gente con solo
mirarla y sé que no eres igual a ellos.
- ¿Quién es?
- No importa eso hijo, ya
no.
- ¿Su apellido es Serrano? -preguntó
Franco con miedo a que la respuesta fuera
afirmativa.
- No. En el campo, Serrano enloqueció
cuando murió su mujer. La asaron pobre
vieja.
Franco se quedó helado, no pudo
moverse por varios segundos. Tenía que saber si se trataba de los
padres de Eugenia, y si eran ellos: ¿cómo se lo diría a la joven?
Sabía lo que el hombre quiso decir con la frase «la asaron»,
ese término utilizaban cuando se les iba la mano con la picana
eléctrica. A causa del susto, el miedo y la corriente eléctrica
surcando el cuerpo por un tiempo prolongado, el detenido tenía un
paro cardíaco.
- ¿Sabe el nombre de la
mujer?
El paciente no contestó, volvió cerrar
los ojos mientras soportaba el accionar médico. Pasaron varios
minutos hasta que Franco volviera a hablar. Intentaría una nueva
pregunta directa, eso había servido la vez anterior para recibir
información.
- ¿Por qué está
detenido?
- Quieren a mis hijos ¡No se los voy a
dar! -gritó el hombre con determinación. Asustando a Franco con la
reacción exaltada.
Los dos guardias entraron en ese mismo
momento con las armas listas.
- ¿Problemas
«tordo»?
- Este hombre solo delira por la
fiebre y el dolor.
- Será mejor que le ponga una cinta en
la boca, el coronel no quiere cuentistas -sugirió uno de los
guardias, vestido de uniforme verde militar y el otro se aprestaba
a cumplir con la sugerencia de su
compañero.
- No, este hombre está con una
hemorragia interna y puede ahogarse con su propia sangre si le
tapan la boca ¿No lo quería vivo?
- Entonces, nos quedaremos aquí para
saber qué dice.
- Solo murmura incoherencias -intentó
disuadir la permanencia de los soldados en la
sala.
Franco no perdió más tiempo hablando
con los soldados, terminó con la inspección general del paciente y
decidió hacer una pequeña incisión en el vientre para ingresar una
sonda que evacuase la sangre dispersa antes de poder continuar. Dos
enfermeras lo asistían y los dos soldados estaban firmes observando
todo el procedimiento. El hombre solo gritaba cada tanto, el dolor
debía ser insoportable. No se permitía usar anestésicos en los
detenidos, sin embargo, Franco eludió esa orden. La edad del
paciente fue la justificación ante las enfermeras asistentes que
miraban asustadas cómo el médico utilizaba anestesia en un detenido
y temían ser reprendidas por su culpa.
- Este hombre tiene las horas contadas
-determinó cuando terminó la cirugía que nada pudo
reparar.
- El coronel lo quiere
vivo.
- ¡No soy Dios! Sólo sé que no vivirá
hasta mañana. Es imposible detener el
sangrado.
- Llamaré al
coronel.
- Hágalo.
- Informaré que no se puede hacer un
último interrogatorio porque ha suministrado anestésicos al
paciente que no tiene posibilidades de
vida.
- No lo sabía antes de aplicárselos y
ustedes lo querían vivo -Franco iba a continuar discutiendo con el
soldado pero se arrepintió y con un indiferente-, haga lo que
quiera -salió de la sala de cirugías.
Su mayor consuelo era que ese hombre
no despertaría. Sus palabras no dejaban de martillearle la cabeza
¿Serían los padres de Eugenia los que estaban en el campo? No tenía
dudas que se trataba de Arana. ¿De cuánto tiempo atrás hablaba ese
hombre? Tenía que averiguar de dónde lo habían traído, no podía
preguntárselo al soldado con el que acababa de discutir pero podría
intentar en la oficina del director. Con premura, antes de ser
solicitado para un nuevo caso, entró a la oficina. Pensaba hablarle
al director del paciente y lo ocurrido con el soldado, con
ello iría sondeando los datos del hombre y de dónde lo
trasladaron.
Nadie se encontraba en la
oficina, la puerta estaba abierta pero no se veía al director en la
cercanía. En el escritorio que ocupaba su espacio con bibliógrafos
y carpetas, sobresalía un cuaderno que estaba apartado del resto,
en el centro del lugar, seguramente el director estaba anotando
datos en él. Ese fue el primero que tomó Franco y comenzó una
rápida inspección. La suerte lo acompañó en aquel asunto, en las
últimas páginas escritas estaba el nombre de Abraham Fletcher, de
74 años, Arana, Quilmes. Franco leyó sobre el caso en el diario, no
específicamente sobre el secuestro y tortura del viejo, sino de los
hijos que heredaron de él una de las refinerías de petróleo más
grande del país. Según el diario, los administradores actuales de
la refinería defraudaron al estado por varios millones de pesos y
eran buscados intensamente por la justicia. Viendo el accionar de
la justicia en esa cuestión, no podría decir quién cometía el mayor
de los delitos. Los datos que encontró no ayudaron en nada, el
viejo Fletcher fue trasladado al hospital desde el pozo de Quilmes.
Franco dedujo que lo habían «movido» al pozo de Quilmes desde
Arana, lo que tenía que saber era cuanto tiempo había
pasado.
La voz del director del hospital se
escuchó cerca, Franco dejó el cuaderno en su lugar y caminó hasta
la puerta de la oficina.
- Lo esperaba -fue lo primero que dijo
cuando en médico director del hospital entró a su
despacho.
- Yo también quería hablar con usted
doctor.
- Si es por el paciente que está a
cargo de los soldados…
- No, no, no es por eso, aunque si se
muere el viejo será todo un dolor de cabeza - lamentó el director,
ya enterado del parte dictaminado por Franco-. Es el viejo Fletcher
¿Lo sabía? -preguntó sorpresivamente.
- No tenía
idea.
- Solo tenían que interrogarlo y mira
como terminó. A los muchachos no le caen bien los judíos -declaró,
dejando sorprendido a Franco con esas confesiones- Bueno ¡Qué
remedio! -exclamó, como propio consuelo, estiró las mangas del
largo guardapolvo blanco que usaba y se aprestó a hablar de otro
tema-. Doctor Hernández, tenemos… -se quedó varios segundos
buscando la palabra-… una emergencia digamos y, es necesario
cubrirla. Necesito que se traslade junto con personal policial
hasta algunas dependencias de la zona sur, el doctor Torres
encargado de esos menesteres está indispuesto, no podrá prestar sus
funciones por varios días y es necesario que alguien lo reemplace-
lo miró esperando solo una respuesta afirmativa y preguntó- ¿Cuento
con usted?
En otro momento, en otras
circunstancias se habría negado de plano a cumplir con esa tarea
pero sabiendo que podría obtener valiosa información de esos
lugares, con un nudo en la garganta que apenas podía evitar para
que salieran las palabras aceptó.
- Por supuesto -dijo y, fue víctima de
un acceso de tos.
- Todo resuelto entonces. Prepárese,
es un trabajo duro, espero que esté en condiciones de realizar este
trabajo con la misma eficiencia y lealtad que lo hace en este
centro.
La advertencia velada provocó
escalofríos en Franco, no por miedo sino por imaginarse lo que
podría encontrar en el lugar al que lo
llevaban.
- Saldrá en una hora -informó el
director, después de anotar su nombre en una hoja de ruta-. No se
preocupe por el caso Fletcher, olvídese de él. Si lo querían vivo
no lo hubiesen golpeado tanto.
- Por supuesto -repitió
Franco.
- Doctor, este trabajo que está por
realizar requiere de la más absoluta confidencialidad - mirándolo
de lado, con los saltones ojos verdes que caracterizaban al
director, agregó- No es necesario que se lo
explique.
- Por supuesto -repitió por tercera
vez y se sintió muy estúpido al terminar de
decirlo.
- Por supuesto... -ironizó el
director-, sabrá que no puede hablar con las personas que estará en
contacto y sólo asistirá a los detenidos que indiquen, a ningún
otro, aunque usted considere necesario hacerlo. Recuerde que no es
un voluntariado, está bajo las órdenes de las fuerzas militares y
su obediencia es estricta y sin peros.
- Lo sé, lo ha repetido varias veces
en estos seis meses.
- Dejémonos de tanta charla, es hora
de trabajar -indicó el director, se levantó del sillón del otro
lado del escritorio y caminó hasta Franco para apoyarle un brazo en
el hombro- Los oficiales se podrán en contacto con usted, cuando
sea el momento de partir.