Capítulo 13
Arrodillado frente al sillón, Franco
esperaba que los hombres del operativo terminaran de revolver su
casa en busca de objetos de valor. El sargento Migues no formaba
parte del «equipo de tareas» que irrumpió en su casa. Miró con
atención a cada uno de los hombres y ninguno era conocido, nunca
los había visto. Tuvo miedo al hacer aquel descubrimiento pero
también reconocía que los comandos de operaciones no actuaban sin
hacer inteligencia previa, era lógico que no enviaran a su casa a
gente con la que tenía un trato casi
cotidiano.
Le vendaron los ojos con un pullover
de lana que encontraron sobre la cama, le gritaron todo tipo de
amenazas y, a empujones con varias armas apuntándole, lo sacaron de
su casa y lo metieron a un auto.
Los hombres, en ningún momento
hicieron mención al destino que le deparaba, según las palabras de
Migues, ese destino era la comisaría de La Plata pero no sabía si
confiar en el dato, el hecho de que el sargento no estuviera a
cargo del operativo como había anunciado restaba credibilidad a la
información que Franco tenía de antemano. Calculó que el viaje duró
aproximadamente dos horas, llegados al lugar, lo sentaron y le
sacaron la venda de los ojos para usarla en sus manos. En una sala
oscura, sin muebles y sin ventanas, lo dejaron solo al menos por
tres horas más. Hizo cálculos mentales y si sus percepciones no
eran erradas, cuando oyó voces cercanas serían aproximadamente las
nueve de la mañana.
- Doctor Franco Hernández, sin segundo
nombre -dijo la voz grave del militar que entró a la sala y leyó su
nombre de una hoja blanca que traía en sus manos-. Aquí no tengo
mayor información que su nombre. Dígame doctor, ¿en qué andaba
usted? ¿Con quién se anduvo metiendo para tenerlo sentado en esa
silla?
- Sólo haciendo mi
trabajo.
- Nadie se sienta en esa silla por
nada doctor, no me mienta y podremos llegar a un acuerdo -el hombre
que lo interrogaba estaba vestido de civil, pero era inconfundible
su porte militar, la postura, los gestos, el corte de pelo y las
palabras castrenses que utilizaba y el modo de pronunciarlas,
Franco también podría afirmar que se trataba de un alto rango
militar.
- ¿Qué quiere que le
diga?
- Comience hablando de su trabajo y yo
iré haciendo las preguntas que crea
pertinente.
Franco comenzó a hablar sobre el
trabajo que desempeñaba para las Fuerzas Armadas, el militar, que
en ningún momento dijo su nombre o rango, escuchaba sin
interrumpir. Por diez minutos seguidos habló de sus funciones en el
hospital de Banfield.
- Hábleme de los pacientes que atendió
últimamente.
- El cabo Ariel Migues fue
el…
- No hablo de todos los pacientes
doctor, solo los civiles -interrumpió el militar-. Hábleme de los
detenidos civiles que atendió últimamente-
aclaró
- Nunca nos dicen los nombres de los
detenidos que llevan al hospital. Nosotros solo hacemos lo posible
por salvarles la vida y si lo logramos se lo llevan después de unas
horas.
- ¿Y si no lo
logran?
- Se lo llevan de todas maneras, pero
nunca sabemos sus nombres.
- ¿No habla con los
detenidos?
- No podemos. Siempre hay algún
uniformado apuntando con su arma al detenido y controlando todos
nuestros movimientos.
- Entiendo -condescendió con un gesto
afirmativo el accionar de los integrantes de la fuerzas y miró
fijamente a los ojos azules de Franco-. Doctor, entiéndame usted a
mí. Si está en esta situación no ha de ser porque merezca un
premio, usted ha hecho algo que puso en peligro de alguna manera el
plan de reorganización nacional que lleva a cabo este gobierno, por
eso se lo ha detenido. Sea sincero conmigo doctor y dígame: ¿qué ha
hecho para merecer estar ahí? -indagó con tranquilidad. El militar
tenía una pausada manera de hablar, era muy claro con las palabras
y daba la impresión que no era de perder fácilmente la
calma.
- En ese papel que tiene en las manos
debería decir los motivos de mi detención. Dígame lo que dice y yo
daré mi versión de los hechos.
- No funciona así doctor. Mire, si no
habla conmigo, lo tendré que enviar con personas que tienen métodos
más persuasivos para hacer hablar a la gente. No creo que le agrade
que esas personas lo interroguen. Por lo que me ha contado, usted
solía atender a detenidos que han pasado por esas duras
manos.
- ¡No sé por qué estoy aquí! ¡Solo
cumplía con mi trabajo! -gritó comenzando a
exasperarse.
- No se altere doctor. Volveré en unos
minutos.
El militar se mantuvo de pie durante
todo el interrogatorio, tampoco tendría donde sentarse si lo
hubiese deseado, una sola silla amueblaba la sala y la ocupaba
Franco, con lentitud, dejó el lugar tan inmutablemente como había
entrado.
Franco se quedó solo por horas
intentando descifrar lo que decían las personas que oía transitar
afuera de la sala. Su mayor preocupación era saber si efectivamente
lo llevaron a la comisaría de la ciudad de La
Plata.
Su vejiga estaba por reventar cuando
vinieron por él. Entre los cuatro hombres que entraron a la sala,
no estaba el militar que lo interrogó horas atrás, ellos no
parecían pertenecientes al cuerpo
castrense.
- Espero que le guste el campo doctor
-dijo uno de ellos y volvieron a atarle los ojos con el pullover
que mudaba de lugar según lo requiriera la
ocasión.
- Necesito ir al baño -solicitó
Franco-. No me puedo mover.
Uno de los hombres lo levantó del codo
y lo guió hasta los sanitarios, antes de cerrar la puerta del
cuarto individual le sacó la venda de los ojos. Fue todo lo que
Franco necesitó para saber dónde estaba. La puerta del baño estaba
llena de inscripciones de otros detenidos, la piel se le erizó
cuando recordó otro lugar en el que vio la misma manera que
encontraron los detenidos para dejar un mensaje. El nombre, el
lugar, la fecha que ingresaron y posiblemente la fecha en la que
abandonaron su paso transitorio por la comisaría quinta y por el
pozo de Banfield, quedaban impresas en las puertas de chapa.
Seguramente, en cada centro de detención hallaría notas
similares.
El campo. Sabía qué era y dónde
quedaba el lugar al que lo llevaban. Allí asesinaron a la madre de
Eugenia y esperaba encontrar información sobre su padre. Pese a las
ocho horas que estuvo en la comisaría quinta, su paso por ese lugar
fue mucho más breve y más saludable de lo que pensaba. Una sola
persona lo había interrogado y no ejerció ningún tipo de violencia,
hasta parecía amable, si omitía el hecho que amenazó con enviarlo
juntos a personas más «persuasivas» y, efectivamente, en ese
momento era trasladado.
El viaje fue considerablemente más
corto que el primero y el recibimiento considerablemente más
violento. Al bajar del auto, junto con otros detenidos, Franco
recibió un golpe de puño en el centro del estómago que lo dejó
arrodillado sobre un piso al parecer de cemento, era muy duro
y raspó sus rodillas al caer. Los otros que viajaban con él
también recibieron su parte, oía los ruidos sordos propios del
sonido que la gente emite ante un golpe recibido en el estómago.
Las amenazas y gritos pasaron a ser la atracción principal,
agregando empujones y golpes en la cabeza los llevaron al interior
de una edificación, Franco notó el cambio de luz que se filtraba
por el vendaje en sus ojos y el eco que tenían las palabras
encerrada entre paredes. El lugar era grande, no pararon de caminar
por varios minutos, entrando y saliendo de lugares cerrados a
espacios abiertos. Los golpes no cesaron en ningún tramo del
recorrido. Después de mucho caminar lo dejaron parado dentro de un
lugar oscuro con las manos sin atar y le ordenaron que no se sacara
la venda de los ojos, lo mismo que a las otras personas que
iban con él.
Franco no tenía miedo, fue decisión
propia vivir esa experiencia y conocer el lugar en el que se
encontraba suprimía la angustia de la incertidumbre que vivían los
otros, sabía qué pasaría y no renegaba por ello, sin embargo, los
otros detenidos gritaban y pedían por favor que no los lastimaran,
entre ellos una mujer, podía escuchar el llanto apagado, ella no
dijo una sola palabra en todo el viaje. Suprimido el sentido de la
vista, sus otros sentidos trabajaban a pleno, con ellos estudió la
situación de las personas que estaban a su lado y llegó a la
conclusión que si no hubiese sido alertado por el sargento Migues,
seguramente, estaría tan aterrado como los otros pero al conocer el
destino, la cabeza y el cuerpo se preparaban de una manera
distinta.
A Franco le sangraba la nariz, uno de
los manotazos recibido de quién lo escoltaba tomándolo por la nuca,
dio de lleno en su nariz y desde ese momento no paró de sangrar, no
estaba rota pero le dolía muchísimo. El olor nauseabundo del lugar
penetró en su nariz ensangrentada, varios segundos después de
permanecer de pie e inmóvil en el lugar que los dejaron, reconoció
el mismo olor putrefacto y purulento que olió cuando paso por el
pozo de Banfield. Tenía que estar en la estancia de Arana, antes
que le golpearan en la nariz, pudo percibir un aire fuerte, frío y
con aroma a campo: heno, pasto y ganado, al momento que Franco
intensificaba la inspiración para estar más seguro, llegó el golpe
y su reconocimiento odorífero concluyó.
Se oyeron las bisagras chirriantes de
una puerta grande y pesada que se cerraba, y percibió nuevamente
oscuridad. Seguía con las manos sin atar pero no se animaba a
sacarse todavía el pullover que le cubría los ojos. El llanto
apagado de la mujer que estaba muy cerca de él, continuaba, parecía
joven. Lentamente fue acercándose más a ella, el sonido provenía de
su derecha, arrastrando apenas los pies por el suelo se movía hacia
la muchacha.
- ¿Quién ésta ahí? - preguntó una voz
queda, y Franco saltó del susto, ya casi se pegaba a la mujer y su
primera impresión era que le gritaban a él-. Soy Estéfano Garay
-informó la voz-. Hace cinco días que estoy en este lugar, soy de
Adrogué.
Franco calculaba que pasó un poco más
de diez minutos desde que se escuchó la puerta cerrarse, y Estéfano
comenzó a hablar.
- Soy Andrés Parra -dijo otra voz, en
la misma sintonía que Estéfano - Soy de
Berisso
- Yo soy Samanta Abramovich de Capital
¿Alguien sabe algo de Olga Abramovich? Es mi
madre.
- Mi nombre es Paula Senkel -dijo la
voz pegada a Franco - ¿Qué pasa? ¿Por qué estoy aquí? -preguntó a
todos.
Las presentaciones y los datos que
todos exponían se sucedían una tras otra, Franco se sacó la venda
de los ojos y con ella se limpio la sangre de la cara e intentó
detener la hemorragia nasal que no cesaba. Cuando la vista se
acostumbró a la penumbra del lugar, vio a los detenidos sentados en
el suelo, estaban en una especie de galpón, en el suelo podía verse
paja húmeda y sucia. Eran varias las personas que se encontraban es
ese lugar, había paneles que dejaban rincones ocultos, Franco
estimaba que tras ellos podía haber más gente. Todos tenían los
ojos y las manos atadas en la espalda, pocos eran los que pudieron
bajarse la venda de los ojos. Miró a los cuatro compañeros de viaje
que permanecían parados como él y ellos también tenían los ojos y
las manos atadas. No había guardias vigilándolos, Franco los ayudó
a sentarse en un lugar más o menos seco y los hizo apoyar espalda
con espalda, no se atrevió a sacarle la venda de los ojos, temía no
estar cerca cuando ingresaran los guardias y a quien ayudaba, tal
vez, solo traería un castigo extra.
- Oye tú -llamó a Franco uno de los
que podía ver, tenía las manos atadas en la espalda y se estaba
volcado hacia un costado de su cuerpo- ¿Cómo te
llamas?
- Franco Hernandez, de
Banfield.
- Creí que eras otra persona -dijo
desilusionado el que se presentó como Darío
Avelino
- ¿Por qué no tienes las manos atadas?
-preguntó.
- No lo sé, no me las ataron. Sólo me
vendaron los ojos.
- Te dieron duro en la nariz -aseveró
Darío, veía cómo Franco se presionaba el género del pullover contra
la cara.
- Si.
- Igual no fue tanto como a mí
-comentó el hombre y expuso una de sus piernas- Llegué así a este
lugar- agregó.
Franco se acercó a Darío, podía
apreciar el muslo negro a pesar de la penumbra. Mirando la pierna
podía entender porqué estaba es esa posición tan incómoda. La
pierna izquierda de Darío Avelino tenía el hueso roto, una punta
del fémur levantaba la piel como si se tratara de una tela y
seguramente con el movimiento lastimaría todos los ligamentos
internos. La lesión debía ser harto dolorosa, pero Darío sonreía de
la cara de espanto de Franco, que parecía sufrir más dolor que
él.
- Puedo intentar poner el hueso en
posición para que no siga lastimando la pierna por
dentro.
- ¿Puedes hacer
eso?
- Soy médico -confesó Franco y todos
prestaron atención a esas palabras.
- No puedo moverme -dijo Darío,
mostrando los pantalones manchados de sus propios
desechos.
- Si coloco el hueso en posición y
logramos vendar con firmeza la pierna podrás moverte
lentamente.
- Solo tengo que llegar hasta allí
-señaló Darío, mostrando unos tachos de lata pintados de blanco en
un rincón del galpón.
- Será doloroso, te soltaré las manos
para que puedas ayudar.
Franco no perdió más tiempo en
palabras, sabía que la pierna sin un vendaje firme no se
recuperaría pero al menos podía ayudarle a sufrir menos dolor. Con
firmeza se alzó sobre el muslo negro e hinchado y aplicando toda su
fuerza, calzó las dos partes del hueso roto en una línea recta, la
piel estirada cedió y un suspiro de alivio se oyó de los labios de
Darío que soportó el dolor que implicaba acomodar un hueso roto e
inflamado sin emitir un solo gemido. Con los movimientos del cuerpo
del joven se desprendió un olor que apestaba todo el lugar y con
una sonrisa, él pedía perdón a todos y prometía no volver a
hacerlo. Franco le vendó la pierna con el pullover que tenía el las
manos pero no era suficiente.
- Rompa el pantalón doctor -sugirió
una de las mujeres que estaba mirando el accionar de Franco y vio
su expresión de descontento con el vendaje
insuficiente.
- Puede romperlo, no creo congelarme
con la fiebre que me da - afirmó Darío.
Franco rompió el pantalón desde
el mismo muslo, y sin pensar en lo que humedecía el pedazo de tela
de Jeans terminó de vendar el muslo.
- Mantenla recta - indicó
dejando la pierna en posición-. ¿Cómo te hicieron
eso?
- Intenté escapar -dijo Darío y no
agregó nada más.
- ¿Hace cuánto tiempo que estás
aquí?
- Un mes, no me mueven porque nadie
quiere levantarme, creo que están esperado que gangrene la pierna y
muera.
- Busco a Serrano ¿estuvo aquí?
-preguntó susurrando, no quería que los demás
escucharan.
- ¿El viejo Serrano? ¿al que le
mataron a la mujer?
- ¿Lo
conociste?
- Si, se lo llevaron hace tres
días.
- ¿Estaba
vivo?
- Todavía, pero no sé adónde se lo
llevaron.
- Está bien Darío,
descansa.
- Gracias
doctor.
No fue la única herida que atendió
Franco ese primer día en el galpón, más detenidos pidieron su ayuda
y él accedió a contemplar y a tratar de aliviar el dolor de
aquellos que lo llamaban. La colaboración de todos los detenidos
era conmovedora, todos prestaban oídos a los pasos de los guardias
y daban el aviso de detenerse y volver a colocarse las vendas
cuando se los oía cerca, ese día ninguno de los hielasangres
entró al galpón.
La actividad de los guardias dentro
del galpón comenzó mucho después del anochecer, a la primera que se
llevaron fue a la muchacha que llegó con él, Paula Senkel, minutos
después se llevaron a otro de los jóvenes con los cuales ingresó y
la tercera vez que los guardias entraron al galpón lo levantaron en
vilo y a empujones lo hicieron salir del lugar. Franco se había
sacado un chaleco de lanilla para vendarse los ojos, después que
atendiera a Daniel, en ningún momento, los guardias se dieron
cuenta del cambio de vendaje. Entre insultos y gritos los tipos que
lo arreaban como al ganado, decían que estaba por conocer la
máquina de la verdad.
- Con ese artefacto nadie puede mentir
-gritaban los dos o tres guardias que lo empujaban y reían-, ni
siquiera usted tordo -dijo uno de ellos y Franco comprendió que
todos sabían que era médico.
En la nueva estancia que lo
introdujeron la música de tango sonaba fuerte. Era una radio, el
locutor presentó el siguiente tango al concluir el que sonaba
cuando Franco ingresó. Lo sentaron en una silla y un hombre de
aliento más fétido que el de Darío se acercó a él diciendo que era
capellán del ejército y que escucharía sus
pecados.
- Arrepiéntete de tus faltas y Dios
las perdonará. Dime que has hecho y con quien para que nosotros te
perdonemos.
- No hice nada - dijo Franco, entrando
en pánico, aunque se esforzaba para no
sentirlo.
El capellán se alejó y entre dos
hombres lo desnudaron y acostaron en un catre duro, se sentía como
un potro de madera, le ataron las manos con alambres y los pies
separados se los ataron con trapos. Franco podía oír los gritos de
la joven que estaba siendo torturada y se escuchaba sobre la música
que sonaba en la radio.
- Diga qué hizo tordo, es mejor que
comience a cantar -advirtió uno de los
hombres.
- ¡No he hecho nada, no conozco a
nadie! -gritó Franco.
- Diga con quien anda tordo, díganos
los nombres de los que ha liberado.
Franco quedó aturdido por lo que
acababa de decir su torturador y por el dolor que sintió después de
oler a carne quemada. Un terrible dolor en el pecho le atravesó el
cuerpo y antes de que pudiera terminar de impactarse con ese dolor,
volvió a sentir el pinchazo de la picana sobre el otro
pezón.
- Hable tordo, ¿dígame a cuántos
detenidos ha liberado?
- No he liberado a nadie -gritó,
atravesado por el dolor y tenso por saber que la tortura recién
empezaba.
Lo picanearon en los genitales, en la
cara muy cerca de los ojos y en otras partes sensibles del
cuerpo, la pregunta siempre era la misma. El torturador quería los
nombres de los detenidos que ayudó a escapar desde su posición
privilegiada, reprochaba la falta de fidelidad hacia el sistema y
reclamaba el hacerlo trabajar de más, según sus palabras, se
suponía que solo a los enemigos debía torturar. Después de
aplicarle la tortura con descargas eléctricas, lo soltaron de su
amarre al potro y le sumergieron la cabeza en un balde con agua.
Repitieron la metodología varias veces, mientras tenía la cabeza
sumergida, el cuerpo contraído y las manos cerradas, gritaban que
si tenía algo para confesar abriera las manos. Franco abría las
manos cuando ya no aguantaba más la respiración y los tipos le
sacaban la cabeza del balde, al no decir nada y solo tomar aire,
volvían a sumergirlo. Al terminar la sesión, Franco apenas se
sostenía en pie y lo obligaron a permanecer parado en un rincón de
la sala por varias horas, cada vez que estaba decayendo lo pateaban
o le golpeaban la cabeza para que se parase
derecho.
Lo sacaron de la sala en la que lo
torturaron por varias horas y lo metieron en un calabozo pequeño,
no lo llevaron al galpón. Nunca le sacaron la venda de los ojos, a
pesar del cansancio, todavía estaba en condiciones de reconocer que
no caminó la misma distancia recorrida desde el galpón hacia la
tortura, hizo solo unos pocos pasos antes que lo empujaran a un
recinto en el que chocó rápidamente contra la pared opuesta a la
puerta. Estaba descalzo, sus zapatos quedaron en la sala y podía
sentir el agua helada mojarle las plantas de los pies. Uno de los
guardias le arrojó algo de ropa sobre la espalda y lo dejaron
solo.
Franco seguía con las manos sin atar,
era una deferencia que no entendía pero que no estaba en
condiciones de objetar. Se bajó la venda de los ojos, se vistió con
el pantalón y la remera mangas cortas que le arrojaron, que por
suerte era la suya, y se sentó en el suelo mojado. Su cuerpo estaba
exhausto, calculaba que hacía más de veintiséis horas que no dormía
ni probaba bocado. Examinó muy someramente las quemaduras que le
produjo la picana en la piel y determinó que eran
superficiales.
En el nuevo calabozo, escuchaba
los gritos de las personas que eran torturadas, estaba muy cerca y
no podía parar de estremecerse con los gritos desesperados de las
mujeres que gritaban «¡Nooo!» por sobre todas las cosas. Mucho
tiempo después de acurrucarse en un rincón se quedó
dormido.
Franco despertó al recibir un baldazo
de agua fría, tenía el cuerpo duro no podía moverse, le dolía hasta
el respirar. Dos hombres lo levantaron tomándole un brazo cada uno
y lo arrastraron a la sala en la que estuvo la madrugada anterior.
Nuevamente lo desnudaron y lo acostaron en el potro de tortura,
atándole las muñecas con alambres y los pies separados con sogas o
trapos. Conociendo lo sufrido la madrugada anterior, Franco estaba
verdaderamente asustado, ya no le parecía buena idea su acto de
altruismo para dar con el padre de Eugenia. La amaba pero a esa
altura estimaba que el amor no merecía tanto sacrificio, tendría
que haber aceptado el consejo de Migues y largado lo más lejos que
hubiese podido.
Los hielasangres, no eran los mismos,
hablaron entre ellos en un rincón antes de acercarse a él. En su
estado de embotamiento físico y mental, pudo escuchar que uno de
ellos estaba enfadado, blasfemaba gritando y arrojando a un lado
las cosas que se cruzaban en su camino. Franco reconoció esa voz,
pero no pudo ponerle cara. Sabía que lo conocía, la venda en los
ojos seguía impidiéndole la visión, pero ninguna de las voces era
igual a la de sus primeros torturadores. Intentó despejar su mente
de la neblina mental para saber por qué discutían y pudo oír que
uno de ellos reprochaba el estado de Franco al otro. Al parecer no
quería iniciar el tormento que le tocaba.
- ¡No me parece! ¡Si a alguien se le
ocurre decir cualquier boludez, terminamos igual! -gritó la primera
frase clara que Franco pudo interpretar.
- Es un maldito vende
patria.
- No estoy del todo seguro, esto no
prueba nada -objetó, agitando lo que parecían ser
papeles.
- O lo haces tú o lo hago yo, esas son
las órdenes.
- No lo haré.
- Cuidado con lo que haces «negro», no
quiero verte en esa situación en un par de semanas, yo no tendré
reparos cuando estés ahí.
- No lo
dudaría.
Más golpes y cosas que se estrellaban
contra otras cosas escuchaba Franco acostado en el catre de madera.
Oía la discusión y la negativa de uno de los torturadores a cumplir
con la orden de comenzar el tormento, Franco estaba seguro de
conocer a ese hombre y seguramente, él también lo había reconocido.
Su objeción era clara, el hecho que Franco estuviera sufriendo
acostado en la cama de torturas, demostraba a todos que ninguno
estaba exento de pasar al otro bando. Escuchó un fuerte portazo
después de oír palabras que hablaban de un traslado, pero no pudo
comprenderlas del todo. Segundos después del golpe de la puerta,
Franco sintió un profundo dolor en el vientre y comenzaron las
preguntas sobre quienes eran las personas que dejó escapar y sus
esperanzas de salvarse gracias al remordimiento de algunos
hielasangres se fue por la cloaca como el agua que le tiraban antes
de ponerle el artilugio que pasaba la corriente a su cuerpo.
.
Los guardias llevaron a Franco a la
misma celda cuando acabó la tortura, un poco más leve que la
anterior pero su cuerpo estaba más deteriorado y lastimado. Se
quedó sentado en el vértice menos mojado y no le quedó otra
alternativa que oír los gritos de los otros torturados. Deseaba
morir, no quería seguir sufriendo las calamidades a la que lo
sometían y el frío que le congelaba la sangre. Cambió la posición y
se acostó sobre el suelo mojado. Quiso que la muerte lo encontrara
en ese lugar, si tenía suerte moriría de frío en lo que quedaba de
la madrugada. Unos golpes provenientes de la pared contigua, lo
sacaron de su parsimonia, se arrastró hacia la pared en la que oyó
el golpe y respondió golpeando suavemente. Tuvo contestación
inmediata desde el otro lado con el mismo sistema. Se sentó en el
lugar menos mojado, esa comunicación con el detenido inyectó una
pizca de ánimo a su alma abatida. Los golpes siguieron por largo
rato y Franco determinó que si los otros podían aguantar semejante
tortura, al menos debía intentarlo.
De noche, volvieron a sacarlo de la
pequeña celda, en esa oportunidad un solo hielasangre lo levantó de
los pelos y lo arrastró hacia afuera, allí se encontró hombro a
hombro con el detenido con el que estuvo manteniendo una
comunicación mediante los golpes en la pared y lo ayudó a
mantenerse lúcido durante ese día. No podía ver pero no necesitaba
hacerlo para saber que era tratado de la misma forma, otros
detenidos de celdas contiguas también fueron obligados a abandonar
su cubículo. A empujones se los llevaron de ese sector, caminaron
mucho y salieron a la noche, Franco podía sentir el aire helado
penetrar la fina camiseta de algodón que estaba tan húmeda como sus
pantalones, con sus pies descalzos pisaba el pasto congelado por la
escarcha. No lloraba ni gritaba como lo hacían algunos de los que
marchaban a su lado, él se concentraba en mover sus piernas que,
por momentos, se aflojaban y caía de rodillas sobre la tierra. Oía
ladridos de perros cercanos cuando lo pararon de espalda a una
pared, podía sentir la respiración de personas a su derecha y a su
izquierda parados en la misma posición. Cuando el temblor del
cuerpo descansaba por unos segundos oía el llanto apagado de la
mujer que reconoció como la misma que llegó con él a ese lugar.
Franco se desconectó dos segundos de la situación que estaba
viviendo para tratar de recordar el nombre de la muchacha, no oía
los insultos de los guardias, ni el ladrido de los perros… dos
segundos: ¡Paula!, la muchacha se llamaba Paula. Una vez que su
memoria capturó de su cosmos la información que necesitaba volvió a
escuchar al guardia y todos los demás ruidos
perdidos.
- Ya les queda poco tiempo -gritó uno
de los guardias sobre el murmullo - ¡Hoy van a saber lo que hacemos
con los vende patria y con los subversivos hijos de puta! -el
guardia comenzó hablando en un tono alto y terminó
gritando.
Los detenidos más jóvenes no
reprimieron el llanto y comenzaron a pedir por sus madres. Otros,
como él, pensaban en silencio en sus familias y elevaban una
plegaria cargada de reproches hacia Dios.
El mismo capellán de aliento fétido
que se presentó el día anterior, se acercó a Franco para insinuarle
que era momento de confesar sus pecados para poder entrar al cielo.
Franco se mantuvo en silencio y escuchó cómo el capellán hablaba
para todos los que iban a ser ejecutados.
- Ha llegado el momento de pagar por
sus pecados contra su país, que Dios misericordioso los perdone
cuando estén frente a él en las puertas del cielo. Su patria los
condena a morir esta noche -comenzó diciendo el capellán a voz
alzada, hizo una pausa como esperando el arrepentimiento de alguno
de los que estaban por ser ejecutados y ante el silencio de todos
los presentes comenzó a rezar el Padre Nuestro. Uno de los guardias
más viejos dio la orden de preparar armas y un grupo de sus
subordinados se paró frente a los hombres y levantaron sus armas
haciendo mucho ruido. Los rezos, llantos y plegarias se hicieron
más fuertes y también más agudos. Nadie oía las palabras del
capellán que los exhortaba por última vez a hablar y arrepentirse
de sus pecados. Los guardias preparados con sus armas apuntando a
los detenidos dispararon a la orden de su
jefe.
- « ¡Fuego!»
Capítulo 14
Soñó que estaba en España, Franco
estaba a su lado tomando su mano, sonreía y lanzaba pícaras miradas
con sus bellos ojos azules. Ella también sonreía y no reprimía el
impulso de tomarlo de la cara para besarle los labios. Juntos y
felices, sentía paz como nunca antes sintió y una plenitud
placentera colmaba su alegría y sus pensamientos al saber que a
Franco le pasaba lo mismo. Caminaban por calles arboladas en un día
a pleno sol, no hacía frío y a la calidez del clima se sumaba la de
estar juntos dirigiéndose a visitar a sus familias. Todo era
perfecto hasta que una sombra negra salió desde atrás de un árbol y
se paró delante de ellos. La figura oscura no tenía rostro pero
Eugenia reconoció la voz de Antonio. Él los obligaba a separarse y
se la llevaba lejos de Franco, que se quedaba parado mirando como
se perdía en la sombra.
Eugenia despertó sobresaltada y su
primer pensamiento fue para Franco, se preguntaba qué habría hecho
después que lo dejó, necesitaba saber si intentó buscarla o se
abría marchado. El vacío le hizo doler el estómago, una angustia
lacerante le comprimía el pecho al reprocharse haber dejado su
casa. Ya no estaba enojada por la mentira, en lo profundo de su
alma, sentía que conocía a Franco mucho más de lo que nunca podría
conocer a Antonio y sus instintos gritaban que Franco era buena
persona. Tampoco descartaba la fuente de la información, Antonio no
era precisamente fiable, podría decir cualquier cosa para mantener
a la gente apartada de ella, Eugenia lamentaba hacer ese
descubrimiento cuando ya estaba muy lejos de
todos.
Franco tenía razón, su relación con
Antonio nunca fue pasional. Nunca podría sentir con él, el fuego
que provocó Franco cuando susurró por primera vez en su oído, ni la
agitación de su cuerpo al sentir las caricias de sus manos. Las
noches que obligadamente compartió con Antonio, cuando él la tocaba
sentía nauseas, aguantaba cuánto podía y luego se levantaba con la
excusa de ir al baño para dejar de sentir las manos calientes
ultrajar su cuerpo. Lo miró dormir a su lado y la embargó el asco y
una repulsión muy parecida a la que sintió cuando uno de los
secuestradores la manoseó.
No se casaría. Si el destino le tendió
una mano suspendiendo la ceremonia, ella completaría el trabajo y
escaparía de Antonio. Huiría en ese instante y contra todos los
riesgos, iría a buscar a Franco, rogaría que huyera con ella,
estaba segura que Franco sentía lo mismo y no habría impedimentos
para dejar todo. Si era cierto que el padre de Antonio libró la
orden de liberar a su hermana y a su padre, no daría marcha atrás
por la obsesión de su hijo por una mujer. Y si lo que dijo Antonio
sobre su padre era mentira, el hecho de contraer matrimonio no
solucionaría nada. A su entender, Antonio no tenía ninguna
injerencia en las Fuerza Armadas más que la influencia por
parentesco que aportaba su apellido. Eugenia tenía claro que nada
ganaba escapando, pero estaba segura que perdería la vida si se
quedaba.
Antonio estaba profundamente dormido,
Eugenia se vistió con rapidez y con sumo cuidado abrió la puerta de
la casa que mantenía la llave puesta, algo que siempre ocurría en
presencia de Antonio. Eugenia estaba convencida que seis jornadas
de convivencia pacífica por las noches y encierros aceptados
durante el día, fueron los que aportaron la confianza de Antonio
que se sustentaba en el chantaje de casamiento para recuperar a su
familia y él pensaba que no osaría con
incumplirlo.
A Eugenia le quedaba por descubrir una
nueva mala noticia, ella no sabía que Antonio incluyó en la lista
de detenciones a Franco y a su amiga Paula, por eso, él sentía
tanta tranquilidad por las noches. Si dinero y sin personas a quien
recurrir, no llegaría a ningún lado si intentaba
dejarlo.
Una vez afuera, Eugenia cerró la
puerta con total cautela y arrojó las llaves al agua cuando pasaba
por la piscina de la casa que acumuló agua de lluvia, ya estaba
verde e impedía visualizar el fondo. El perro de la familia que
dormía del otro lado de la casa principal comenzó a ladrar y
Eugenia podía escuchar los pasos del animal que venía hacia ella,
no ganaría una carrera de velocidad a un pastor alemán, por eso,
desistió de su idea de llegar a la entrada principal para trepar
por la columna de cemento que sostenía el gran portón de madera y
se trepó a una rama de árbol que estaba pegada a la muralla de
arbustos que hacía de malla perimetral. Por suerte, el perro llegó
hasta ella cuando ganó una altura que impedía el ataque, pero la
falta de ramas cercanas para seguir ascendiendo a la altura de la
valla a sortear era una dificultad impensada. Su cabeza quedaba,
por lo menos, a veinte centímetros debajo del límite de altura, la
siguiente rama a trepar le llegaba al pecho y el perro no dejaba de
ladrar y saltar para morderle los pies. Toda la situación se
complicó más al escuchar pisadas de personas provenientes del
frente de la propiedad, con desesperación utilizó todas sus fuerzas
para trepar a la rama que tenía en el pecho y apenas pudo
conseguirlo sin desollarse el vientre, sentía la quemazón de la
herida, sin embargo, al estar arriba de la rama sin pensar que
seguiría lastimándose se arrojó sobre el follaje duro del ligustro
y luego se dejó caer hacia la acera.
El perro ladraba mirando hacia las
ramas del árbol cuando los hombres llegaron hasta él, eran
dos.
Eugenia acurrucada detrás de las ramas
gruesas del ligustro, escuchaba sus voces y podía distinguir el
logo de la campera de uno de ellos, era la misma que usaba su
cuñado. Eran custodios que vigilarían la puerta de ingreso. Jamás
hubiese logrado escapar si llegaba hasta la entrada de la casa.
Mentalmente, agradeció al perro y se prometió comprarse uno cuando
toda la pesadilla acabase.
- ¿Qué le pasa a este perro? -preguntó
uno de los custodios mirando hacia arriba, en la misma dirección
que lo hacía el can.
- No veo nada allá arriba -replicó el
otro, iluminando con su linterna las ramas superiores del
árbol
- ¡Callate perro de mierda! -clamó el
que se las había tomado con el perro, que solo hacía bien su
trabajo, no como ellos.
- Habrá cruzado un gato listo por el
parque y este animal estúpido comenzó a ladrar- especuló el de la
linterna que alumbraba las ramas del árbol.
Los hombre regresaron haciendo
serpentear el haz de luz de la linterna a lo largo de todo el
camino de regreso y Eugenia salió corriendo en dirección contraria
pegándose a los arbustos, al llegar a la esquina cruzó la calle y
siguió corriendo. Era de madrugada, la calle estaba desierta y solo
podía pensar en la noche que se encontró con Franco en
similares condiciones, la única ausente era la lluvia. Esa noche
Franco no la rescató, la luz que emergía del techo de un auto
policial la asustó, se metió por una calle oscura y al mirar atrás,
el reflejo de la luz acercándose estaba acabando con su coraje,
dejó de correr. Hizo tres o cuatro pasos con la cabeza volteada
hacia atrás viendo como el auto se cercaba, estaba a punto de
renunciar a la huida cuando al mirar de frente, una iglesia se
levantaba delante de ella. Las puertas de la iglesia no estaban
abiertas, pero podía ingresar al patio interno por un lateral del
edificio, corrió hasta allí y se perdió de la vista de la calle.
Encontró un refugió solitario que la protegía de la vista de los
policías, de los peligros de la noche y de su propio miedo.
Acurrucada en el rincón más alejado de la galería de una capilla
pequeña detrás de la iglesia principal, se ocultó entre una imagen
gigante de la virgen María que abría las manos a los feligreses en
la entrada de un confesionario y una gruesa columna. Esa noche más
que nunca, Eugenia extrañaba el sobre todo negro de su hermana que
dejó en casa de la hermana de Antonio. Para su tranquilidad, el
pantalón que vestía era negro y el suéter de lana que logró
colocarse sobre la camiseta de dormir era de un azul muy oscuro,
pero nada tenía para cubrirse la cabeza, sus cabellos claros y su
fisonomía femenina saltaban a la vista a cada paso que daba, con el
sobretodo negro se sentía resguardada y se ocultaba del
mundo.
Eugenia sopesó sus alternativas,
todavía estaba a tiempo de regresar junto a Antonio y acatar con
sometimiento su destino de convertirse en su esposa, en pos de la
promesa de recuperar a su familia o podía seguir con la locura que
estaba llevando a cabo, confiando en un hombre que conoció hacía
menos de un mes, de quién no tenía clara su verdadera personalidad
y del cuál no estaba segura de volver a recibir
ayuda.
Días posteriores a recibir la noticia
de su propio casamiento, Eugenia comprendió en su dimensión la
verdadera naturaleza de Antonio, cada vez tenía menos reparos en
disfrazar el chantaje. Todo llegaría después que estuvieran
felizmente casados: la supresión de su pedido de captura, la
liberación de su padre y de su hermana y también cargó un motivo de
peso más para llevar a cabo su matrimonio sin que ella pudiera
negarse o postergarlo: en médico Franco Hernández era investigado
por ayudar a escapar a los detenidos, si la causa seguía era muy
probable que siguiera el mismo destino que sus socorridos, pero
Antonio prometió todo quedaría en la nada cuando ella luciera el
anillo en el dedo. El hombre que la rescató la noche del secuestro
continuaría con su vida, sin saber de la amenaza que pesaba sobre
su cabeza, Antonio insinuaba que si ella era una persona
agradecida, actuaría en consecuencia.
Volvió el recuerdo dos días atrás, día
en el que tendría que haberse celebrado la boda, se suspendió por
un imprevisto ataque de los rebeldes montoneros con bombas molotov
a una sede administrativa del ejército en la ciudad que,
oportunamente, estaba situada pegado al edificio del Registro Civil
en la que se llevaría a cabo la unión. El ataque fue durante la
madrugada, los daños a la estructura edilicia fueron significativos
por el fuego que iniciaron los artefactos explosivos y a primera
hora de la mañana, mientras Antonio se vestía para la boda en casa
de su hermana, recibió el llamado del registro civil que comunicaba
la postergación de la ceremonia. Al anunciar la noticia a una
postrada Eugenia que se negaba a vestir para el enlace, Antonio
estaba fuera de sí. En la casa que ocupaban se sacó el esmoquin y
lo arrojó al suelo para salir echando humo por las orejas,
maldiciendo y puteando a todo el mundo. Esa noche, llegó muy tarde
y apenas si cruzaron dos palabras. Ella no durmió la noche anterior
pensando en su eminente boda y durante el día, la agobiaba la idea
de que Antonio pudiera cometer alguna locura a juzgar por el estado
alterado con el que se marchó de la casa.
Los recuerdos no hicieron más que
afianzar su determinación, seguiría su camino hacia Franco, no
retrocedería en su decisión. Ese supuesto acto de terrorismo que la
salvó de su propia condena, era una señal que no desoiría.
Esperaría a que avanzara un poco más la madrugada y se subiría al
primer colectivo que transitara cerca. Llegaría hasta Franco
costase lo que costase. Determinada a continuar, comenzó a rezar a
los pies de la virgen.
Los los pedazos de piedras que
golpeaban su cabeza y el polvo que respiraba anunciaban a Franco
que no estaba muerto. Pronto comprendió que las personas a su lado
tampoco. Los sometieron a un simulacro de fusilamiento para
conseguir alguna información que no pudieron extraer con sus otros
«métodos persuasivos», tal como llamó a esos procedimientos el
militar en la comisaría de La Plata. No sabía si con el simulacro
asesinaron a alguien esa noche, de lo que estaba seguro era que los
dos que estaban parados a su lado vivían y escuchó el llanto
de los otros jóvenes.
Maldiciéndolos a todos por el frío que
les hacían pasar, los guardias volvieron a empujarlos para
emprender el regreso a sus calabozos. No los dejaron en el galpón,
los llevaron a las celdas pequeñas. A Franco lo dejaron en una que
estaba seca, no había agua en el piso, fue lo primero que advirtió
con sus pies descalzos. Se descubrió los ojos para ponerse el fino
suéter con el que se los tapaba y vio tirado en suelo una manta de
lana sucia y manchada, pero ni bien Franco sintió que los pasos de
los guardias se alejaron se la colocó en la espalda. La remera
estaba casi seca y el calor reconfortante que sintió con la manta
lo adormeció.
Franco no comía desde la última cena
que disfrutó en su casa y tampoco tocó agua limpia en todo el
tiempo que llevaba detenido. Días atrás, observó sus manos
ennegrecidas de mugre y sangre y se sacó varios piojos al rascarse
la comezón irritante de a cabeza. No lo llevaron a la sala de
torturas los días posteriores pero uno de los guardias lo golpeó
varias veces con la dura cachiporra al sorprenderlo durmiendo sin
la venda en los ojos. Desde ese momento, tenía las manos atadas a
la espalda con un trapo que se enroncaba en su cuello, de esa
manera, si bajaba mucho los brazos se ahorcaría él mismo. En los
ojos le pusieron dos trozos de algodón y le envolvieron la cabeza
con una cinta adhesiva, imposible sacársela. Con su nueva
situación, perdió la noción del tiempo. No estaba seguro de las
horas o los días pasados.
Los dolores que Franco sufría eran tan
insoportables que no sentía el olor nauseabundo ni el hambre atroz
que sintió los días pasados. Estaba despierto, permanecía quieto y
tendido de costado sobre la manta, por momentos bajaba las manos
hasta llegar al punto de estrangulamiento, pero luego aflojaba. La
imagen de su madre y el de Eugenia cruzaban por su mente... y
aflojaba. No podría soportar otra tortura pero la esperaba. Desde
su posición en el piso, escuchaba con atención al ruido que se
colaba por debajo de la puerta de chapa cuando las botas de los
guardias pasaban por ella, el chocar de la suela dura contra el
piso hacía que su cuerpo se tensara de tal manera que al dejar de
escucharlas entraba casi en la inconsciencia. Ya no respondía a los
golpes en la pared de sus compañeros de la celda continua, en su
nueva prisión tenía uno o dos de cada lado. En los períodos de
silencio, que eran muy pocos, escuchaba el murmullo de hombres pero
no sabía de qué celda venían ni tenía interés en
saberlo.
Allí tirado, Franco pensaba en el
simulacro de fusilamiento, habría deseado que no lo hubiese sido,
todo hubiese acabado para él. Padecía ese sufrimiento por su propia
terquedad, se enamoró de una mujer que pasó tan fugazmente por su
vida como la sombra de una nube solitaria. Sufría por ella aquellas
torturas que lo llevarían a la muerte y dudaba que algún día
Eugenia supiese lo que hizo por el amor que sentía por ella.
Eugenia era un misterio para él, lo único que sabía era que la
noche que hicieron el amor, ella se entregó sinceramente. Deseó,
disfrutó y necesitó esa unión tanto como él. Eugenia no era
indiferente a los sentimientos que a él avasallaron, dejándolo
desprovisto de la capacidad de pensar su vida sin ella, podía verlo
en sus ojos claros que se nublaban de deseo con simples besos.
Juraría que a ella le pasaba lo mismo, solo que tenía otras
preocupaciones en la cabeza por eso no podía vivir esa pasión
libremente.
Simultáneamente, Franco y Eugenia se
recordaban esa madrugada. Ella escondida y asustada detrás de la
imagen de una virgen escapando de Antonio. Él tirado en el piso de
una celda, atado, enceguecido y muy herido. Los dos estaban
arriesgándose por algo que no estaba definido ni era seguro entre
ellos.
Se separaron sin compromisos de por
medio pero no se dijeron adiós y esa despedida pendiente era toda
la esperanza que necesitaban para arriesgarse por el otro. Sólo los
unía la noche de amor compartida, una única noche y la casi certeza
que al otro le pasaba lo mismo por la cabeza, por el alma, por los
sentidos y por el cuerpo al recordarse.
El pensamiento de ambos era casi el
mismo: sería muy fácil, menos traumático y hasta casi más sabio
dejarse guiar, seguir el camino que otros trazaban, obedecer,
someterse y resignarse ¿Luchar? ¿Para qué? No tenía caso. El
desconsuelo y la desesperanza atacaron a los dos en el mismo
momento, a pesar de estar a varios kilómetros de distancia y a días
de no saber nada uno del otro, en el mismo preciso instante sentían
lo mismo.
Eugenia se acostó en el piso, su brío
la abandonó cuando sintió los pies congelados y las manos casi
inmóviles de frío y recapacitó sobre el lazo que la unía a Franco,
no existía tal lazo. No había nada entre ellos, estaba persiguiendo
a un espejismo. Pensó en quedarse ahí hasta que la encontraran y
algún policía la llevara junto a Antonio para acabar con su
vida.
Franco bajó nuevamente los brazos en
la espalda decidido a terminar aquello que interrumpió muchas
veces.
Con los ojos cerrados, ambos se
rendían a la maldad, a la injustica y a la crueldad. Se llevaban
una noche de amor, una única, verdadera y placentera pasión
compartida y el amor de cada una de sus familias. Eso era todo.
Cada uno moría como podía, no cómo quería, y Eugenia pensaba que la
verdadera muerte sería más benévola para ella que lo que le
esperaba junto a Antonio, pero en su naturaleza no estaba acabar
con su propia vida.
- Pasé noches en vela… desafié al
destino. Serás lo que sos, quedé presa de vos y de lo que
fingiste -susurró
Eugenia pensando en Franco, con la cara pegada al pie de la
virgen-. Cuando la luz del ocaso cegue mis pasos pararé a un
costado, aunque la voz del camino, de lejos, me grite
¡segui! -siguió
farfullando con palabras apenas audibles. Apretó más fuerte los
ojos y se dejó caer todavía más cerca del piso y en esa nueva
posición hizo silencio.
- ¡Levantate y
seguí! - fue la
voz de Franco que llegó con el viento, no fue producto de su
imaginación, ella escuchó su voz.
Llorando, Eugenia se levantó de los
pies de la virgen y salió a la calle, olvidando sus dolores y el
frío. Dos colectivos de pasajeros venían uno detrás del otro y ella
extendió la mano para parar al primero.
No podía hacerlo. Aflojó los
brazos.
- ¡Levantate y
seguí!- fue el
grito potente que salió de su garganta y se puso de pie
- ¡Todo lo que hice, lo hago, seguiré siendo lo que
soy! -volvió a
gritar Franco con la cabeza bien levantada hacia el techo,
escupiendo las palabras que salían sin tener una correcta
coordinación-. ¡Voy a seguir! ¡Voy a vivir! ¡Voy a gritar! -siguió
proclamando con la cara bañada en lágrimas y la voz que se le
cortaba por el mismo llanto- ¡Y a gritar!
Lloraba, caminaba enloquecido de un
lado a otro, se chocaba con las paredes y pateaba la puerta. Los
otros detenidos también empezaron a gritar igual que él y a golpear
las paredes y a sus propias puertas de
chapa.
- ¡Y gritar… hasta que escuche
Dios! -fue
el grito más claro y potente que salió de su
garganta.
- ¡Gritar hasta que escuche Dios! - se
escuchó de una celda cercana.
La frase se diseminó por todas las
celdas, por todas las gargantas. Se repetía una y otra vez. Una y
otra vez...
- ¡Gritar hasta que escuche
Dios!
Capítulo 15
La generosidad de la gente que se
cruzó esa noche en su camino la emocionó y alentó a seguir
adelante. Desde los choferes de los dos colectivos que la llevaron
sin pagar el boleto, hasta una señora que le regaló una bufanda al
ver que ella temblaba de frío en un rincón del colectivo. En el
reloj del transporte de pasajeros, que la dejó a veinte cuadras de
la casa de Franco, marcaba seis menos veinte de la mañana la última
vez que miró el reloj antes de bajar.
Corriendo algunas cuadras y caminando
lo más rápido posible cuando ya no podía correr, llegó al complejo
de edificios de monoblocks sin aliento. Reconoció a varios vecinos
de Franco, de otros edificios que salían a la cumplir con sus
deberes diarios, ella no los conocía pero a todos saludó con un
«buen día» y ellos devolvían el saludo, subió las escaleras hasta
el segundo piso y tocó el timbre. Cinco timbrazos y nadie acudía a
abrir la puerta. No se dejó dominar por la impaciencia, el grito
desesperado de Franco que escuchó en la iglesia seguía
repiqueteando en su cabeza y la impulsaba a no bajar los brazos.
Seguiría, ya se había levantado, solo tenía que continuar andando.
Bajó las escaleras y al salir al patio caminó hacia la escalera de
emergencia a un costado de la entrada principal. Las ventanas
de Franco no tenían rejas, probaría abrir la persiana de chapa que
recubría la ventana de vidrio para poder entrar a esperarlo,
mientras subía los escalones intentaba convencerse que Franco no
estaba en casa porque le tocó la guardia en el
hospital.
No salía de su estupor, la piel se le
erizó por completo y no paraba de temblar. La casa de Franco era un
desastre. Algunos objetos de la cocina, estaban desparramados en el
piso y otros en la mesada. Faltaba la heladera, la cocina y sólo
quedaba una silla de madera arrimada a la mesa. En el sofá había
algo de ropa vieja de Franco tirada sin cuidado y la habitación era
un caos. Papeles revueltos, más ropa tirada y el colchón
destrozado, lo tajearon y sacaron el relleno de lana gruesa
esparciéndolo por toda la habitación. Las tres puertas del ropero
estaban abiertas y el espejo de la del medio podía apreciarse
brillando en pedazos pequeños entre el relleno blanco que
alfombraba el piso y lo que quedaba de cama. No se salvó ni el
baño, allí faltaba el botiquín con espejo frontal, el depósito de
descarga de agua del inodoro fue desarmado y un hilo de agua se
escapaba en un costado e inundaba el pequeño espacio. Era una
suerte que la rejilla de desagüe no estuviera tapada, de otra
manera, el agua habría salido hacia el pasillo y el resto de la
casa. Después de pasar dos veces por cada una de las estancias de
la pequeña casa para comprobar la magnitud del daño, Eugenia se
sentó en la única silla que quedaba en la cocina. Su primer impulso
fue levantar las cosas tiradas pero recapacitó justo a tiempo y
dejó todo tal como estaba, si los que se llevaron a Franco
regresaban se darían cuenta que alguien estuvo ese lugar y Antonio
no tendría dudas que habría sido ella. No hacía falta que nadie
confirmara nada, no tenía dudas que Franco fue secuestrado tal y
como lo hicieron con su familia. Los últimos días, Antonio habló en
varias oportunidades de la suerte que podía correr el médico, ella
pensó que solo alardeaba, y si Franco era una persona que
colaboraba con el régimen confrontaría con sus propias influencias
a las de Antonio. Darse cuenta que Franco sufrió lo mismo que su
familia la llenaba de dolor pero demostraba que su intuición con
respecto a Franco era acertada. Más que nunca se convenció que
abandonar a Antonio fue la decisión más correcta que pudo tomar.
Corroboró que no podía creer una sola de sus palabras, prometió
dejar tranquilo al médico una vez que estuvieran casados, sin
embargo, era evidente que el destino de Franco ya estaba sellado
cuando le mentía a la cara.
Miró el reloj que estaba en una pared
en la cocina, marcaba las siete y cinco de la mañana, Antonio ya
debería saber que ella lo dejó y probablemente iría hasta ese
lugar. Eugenia tenía la certeza que Antonio sabía mucho más de
Franco Hernández de lo que ella podía imaginar. Tenía que abandonar
ese lugar. Se levantó de la silla y se dirigió a la escalera de
emergencia, al salir al exterior miró la ventana cerrada del
departamento lindante.
- Quizá, estén a conviviendo otra vez
en un mismo lugar - dijo en voz alta Eugenia, exponiendo sus
pensamientos al aire, imaginando que pudieron llevarse a Franco al
mismo lugar que a su vecino.
¡Su vecino…! Lo llevaron… ¡El
departamento estaba vacío! No se debatió si era correcto o no lo
que estaba por hacer, solo lo hizo. Abrió de la misma manera la
ventana como lo hizo con de Franco y entró al departamento. Si una
pizca de duda le quedaba a Eugenia con respeto al destino de
Franco, se borró al comprobar el mismo estado de desastre que
dejaron los secuestradores en la casa en la entró furtivamente. Era
un calco de lo que hicieron en casa de Franco y en su propia casa.
En la cocina, una vieja heladera Siam y una cocina aun más vieja no
fueron blanco de los saqueos, eran artefactos viejos y en mal
estado por eso no se los llevaron. El departamento era exactamente
igual al de Franco pero los muebles eran más viejos motivo por el
cual el despojo no fue tan importante, sí lo era el
desorden.
Eugenia decidió quedarse allí ese día
para pensar cuál sería el camino a seguir. El polvo acumulado en
los muebles daba cuenta que nadie lo habitó en las semanas
posteriores al secuestro, confiaba en que la situación seguiría
igual por dos o tres días más.
No quería sentarse a pensar todavía,
así que verificó si la cocina mantenía el servicio de gas natural y
respiró de alivio al comprobar que se encendía. No perdió tiempo y
corrió a encender el tiro balanceado para calefaccionar el
ambiente. También verificó el agua que no tardó en demostrar con un
potente chorro que seguía fluyendo sin inconveniente por las
cañerías. Con el servicio de gas y el de agua estaba en la gloria,
no esperaba la sorpresa que le tenía preparado aquel lugar, desde
su posición frente a la puerta del baño vio tirado debajo de una
mesa, que también estaba tirada, un aparato telefónico. Con
lentitud caminó hasta el lugar, acomodó la mesa y levantó el
aparato que seguía conectado a la pared, sin esperar levantó el
tubo y casi salta de alegría al oír el «thuuu» característico del
tono de la línea habilitada.
Llamó a la casa de su abuela durante
dos horas seguidas y nadie contestó del otro lado. Intentó
comunicarse con Paula, la única amiga que le quedaba y, tampoco,
nadie contestaba a sus llamados. Angustiada y con un nudo en la
garganta que intentaba hacer pasar con ideas positivas, acomodó el
cuarto en el que pensaba dormir. Enjuagó las sábanas que estaban
tiradas en el piso del dormitorio para poder usarlas en la cama,
las colocó frente al tiro balanceado para su secado y tomó
nuevamente el teléfono. En la casa de su abuela seguía el silencio,
no se animaba a pensar nada trágico con respecto a ella, pero con
cada nuevo llamado no atenido, su desesperanza crecía a pasos
agigantados. Le hubiese gustado llamar a su cuñado, no podía
recordar el número, cuanto más se esforzaba por recordar, más
frustrada se sentía por no lograrlo. Tres horas después, intentó
otra vez con la casa de Paula y la voz de su madre se oyó desde el
otro lado de la línea.
- ¿Clarisa? - Preguntó y acto seguido
dios su nombre-. Soy Eugenia ¿Está Paula?
Clarisa comenzó a llorar, Eugenia al
principio no entendía lo que estaba oyendo y creyó que la mujer
dejó el aparato de teléfono apoyado para ir a buscar a su amiga, al
pasar los minutos y no recibir respuesta volvió a
hablar.
- ¿Clarisa? ¿Pasa algo? ¿Dónde está
Paula?
- Se la llevaron -apenas logró decir
la mujer apabullada por la tristeza.
- ¿Quién se la llevó?
¿Cuándo?
- Hace seis días, la levantaron frente
a la facultad. No sabemos nada de ella hasta
ahora.
- No lo puedo creer - dijo Eugenia
como ida-. Clarisa tengo que cortar, te llamo
luego.
Dejó a la mujer sin más consuelo que
su propia angustia por lo ocurrido con su amiga pero no podía hacer
otra cosa. Se negaba a pensar que su abuela tuvo el mismo destino
trágico que el resto de su familia, que Franco, que Paula ¿Tendría
Antonio algo que ver con eso también? ¿Pero qué clase de monstruo
era Antonio? ¿Quién era Antonio realmente para tener el poder de
hacer desaparecer a quien quisiera?
No pudo evitar el llanto, Eugenia
estaba desolada. Si no hubiera escapado aquella noche que fueron a
sacarla de su casa, muchos de los que estaban en ese momento
sufriendo por su culpa, se encontrarían bien. Antonio se lo había
hecho notar y tenía razón, huir fue muy estúpido. Franco, Paula, su
abuela no tendrían que haber terminado de esa manera, ella los
involucró directa o indirectamente con su accionar, era la única
responsable de todas las desgracias que estaban viviendo esos seres
que tanto quería.
Eugenia estaba en pleno lamento cuando
oyó pasos acelerados subiendo por la escalera y seguidamente un
golpe en la puerta. Saltó del susto y fue a encerrarse en el
dormitorio, la puerta conservaba la llave puesta y también el
cerrojo de seguridad. No fue su puerta la forzada, sino la de la
casa de Franco. Escuchaba muchas voces, pero no entendía lo que
decían. Quince minutos después de estar recluida voluntariamente en
la habitación, dejó de temblar como una hoja a merced del viento y
tomó el control de su cuerpo, salió de la habitación y pegó la
oreja a la pared que compartía con el departamento de
Franco.
- Jefe acá no hay nadie -dijo uno de
los hombres en el departamento.
- ¿Buscaron en todos los rincones? Es
muy pequeña y puede meterse en cualquier
huecucho.
- La casa es un pañuelo jefe, no hay
mucho lugar en donde meterse. Ya revisamos todos los rincones dos
veces.
- Nadie anduvo por aquí en días. El
depósito de descarga en el inodoro sigue perdiendo agua, tal como
lo dejamos. Hay que pasar el informe.
- Hágalo sargento -ordenó la voz del
jefe.
- Quiero una custodia las veinticuatro
horas del día para saber si la mujer viene a este
edificio.
- ¿Durante cuánto tiempo? - preguntó
la voz del sargento.
- Hasta que el coronel ordene lo
contrario.
- Como usted ordene,
jefe.
- Designe al hombre que comenzará con
la custodia y déjele la foto de la mujer que
buscamos.
Los que entraron a la casa de Franco
se retiraron una hora después, y por suerte, Eugenia sabía que
tenía cuidarse del custodio que quedó en casa de Franco. Una vez
que se retiraron los hombres, ella pensó que tendría que haber sido
predecible la manera de actuar de Antonio, instaló vigilancia en la
casa de su hermana, cuando ella ya aceptó sus términos. Con esa
nueva demostración, no le sorprendía el alcance de poder que tenía
el hombre con el que compartió más de un año de su vida, al que
consideraba su amigo y con el que estuvo a punto de contraer
matrimonio. Antonio no era quien decía ser, a esa altura estaba más
que claro.
- ¿Está seguro que no había
nadie?
- Revisamos todos los cuartos, al
parecer se ha marchado, los vecinos no la han visto por días y en
la casa todo estaba ordenado, pero había un poco de polvo en los
muebles.
- Tiene que haber viajado, la vieja
era una maniática de la limpieza -arguyó entre dientes digiriendo
la información que daba su subordinado-. Quiero que una patrulla se
quede vigilando la casa, alguien tiene que aparecer por allí, y al
primero que aparezca me lo trae.
- El coronel Camps tiene que autorizar
la vigilancia.
- Se lo estoy ordenando yo,
sargento.
- Disculpe Suarez Tai, pero necesito
la orden del coronel Camps.
- Sargento Migues, hará lo que ordeno
o sabe perfectamente donde terminará sus días de policía ¿Entendió?
-amenazó Suarez Tai, médico y el asesor de inteligencia militar más
influyente que tenía el coronel Camps.
El coronel Camps era el hombre que
comandaba todos los COT o grupos de tareas del conurbano bonaerense
que estaba bajo responsabilidad directa del ejército, era el
responsable de decidir si una persona moría o era liberada, era
quien ratificaba o rectificaba las listas de las personas que
debían ser secuestradas procedentes de los servicios de
inteligencia. Antonio Suarez Tai era su mano derecha, recibía esas
listas, confeccionaba las propias y era ojos y oídos de Camps en
varias universidades.
Nunca antes, Antonio Suarez Tai, dio
una orden directa a un policía. Por lo general, acompañaba algunas
veces al coronel Camps hasta la base de operaciones de los COT, en
la ciudad de La Plata y nada más. Todas las órdenes siempre eran
dadas por Camps, o su segundo, el Jefe de inteligencia policial: el
comisario Etchecolatz.
- Diga lo que quiera Suarez Tai
-desafió el sargento, sin amedrentarse por el muchacho que él
consideraba poco peligroso-. Necesito una orden escrita para
afectar a personal de mi dependencia a una custodia de varios días
- aclaró, y sin dejar que el joven Suarez Tai hablara de sus
influencias familiares, salió de la oficina dejando a Antonio con
la palabra en la boca.
Esa mañana muy temprano el sargento
Migues recibió un llamado desde la oficina del coronel Camps que
ordenaba entrar a la casa de Margarita Vidal de López, una mujer
viuda, de sesenta y ocho años que vivía sola, para hallar
infraganti a prófugos de la justicia que la señora mayor albergaba
en su casa. Debía apresar a quien se encontrara en el lugar y
someter a la dueña a un interrogatorio pero no llevarla detenida.
Migues con su patrulla se presentó a media mañana, entró rompiendo
la puerta trasera de la casa y no halló a nadie en el lugar. Antes
que acabase la mañana fue citado a la dependencia en donde Camps
tenía su oficina y creyó que se entrevistaría con el mismo coronel,
sin embargo, Suarez Tai lo recibió y preguntó por lo ocurrido en la
casa de la mujer, situación que lo puso en conocimiento que Camps
no tuvo responsabilidad en aquella intrusión. El coronel se hallaba
en el interior de la provincia.
Migues salió furioso de la oficina,
maldiciendo contra lo que consideraba un mocoso que daba órdenes
como si se tratara de un noble inglés. No haría lo que había
ordenado, sin la autorización o el visto bueno de Camps, no movería
un solo dedo para complacer al hijo de nadie, consideraba que en sí
mismo Suarez Tai no valía su peso en estiércol, de no ser por la
influencia de su padre.
Antonio estaba fuera de sí, esa mañana
al despertar y no encontrar a Eugenia a su lado enloqueció, no
sabía en qué estado dejó a uno de los custodios que dispuso en la
entrada principal de la casa quinta de su hermana a quien sometió a
las trompadas al ir a increparlo sobre la huida de su novia y
recibir la contestación de que ellos no vieron nada extraño durante
la madrugada. Enloquecido de ira por el trabajo mal hecho, tomó a
uno de los hombre y lo golpeó hasta dejarlo tirado en la acera de
la casa, al otro lo amenazó con su arma y el hombre salió huyendo.
Después, subió a su automóvil y tomando la resolución de hablar en
nombre de Camps para organizar una búsqueda rápida de Eugenia con
los hombres de las fuerzas, salió rumbo al COT para ordenar
una rápida inspección en la casa del médico Franco Hernández, por
los mismos hombres que lo sacaron de su casa días atrás, quería
cerciorarse que de no encontrar a Eugenia, los hombres le dijeran
si alguien había estado en ese lugar. Con una llamada de teléfono
ordenó lo mismo para la casa de la abuela de Eugenia. En ninguno de
los dos lugares encontraron a nadie. Él estaba seguro que Eugenia
iría a alguno de ellos, por el momento su paradero era un enigma.
El jefe del COT de Martínez, no tuvo inconvenientes en obedecer
ante el pedido de la custodia en el departamento del médico, pero
el jefe del COT de Banfield era otra cosa. Estaba enfurecido con la
actitud insurrecta del sargento Migues, el mismo hombre que dejó
escapar a Eugenia la primera vez, ya tendría tiempo para ocuparse
de él. Su prioridad en ese momento era hallar a Eugenia y haría
cualquier cosa por conseguirlo.
Más tranquilo, después de conseguir lo
que quería en agentes del COT de Quilmes que no preguntaban tanto
como Migues, Antonio se sentó a pensar en la manera más rápida de
hacer salir a Eugenia de su escondite. Las cosas no salieron como
esperaba, nunca hubiese imaginado que Eugenia huiría de los hombres
de Migues, hombre que ya le estaba debiendo dos faltas, ni que
encontraría a una persona que la albergara por más de una semana en
su casa. Eugenia presentó una actitud distinta a la conocida cuando
finalmente llegó a él, nunca antes objetó una decisión, todo lo que
se le ocurría o decidía, a ella le parecía bien. Nunca
demostró el carácter díscolo que trajo después de su convivencia
con el doctor Hernández. Ni siquiera en la última discusión que
tuvieron a causa de su familia, que le valió un alejamiento
transitorio, ella tuvo una actitud tan altanera y arrogante.
Hernández, a su entender, era el responsable de esa nueva actitud
en Eugenia y por ello estaba pagando la intromisión a su vida, con
su propia vida. Para Antonio era una pena no tener injerencia con
los detenidos, esa era exclusividad de Camps, por el momento él no
podía hacer nada con las personas que estaban en los centros de
detención, el coronel veía personalmente a los detenidos antes de
ordenar el destino final, Antonio tenía esperanza que con el tiempo
llegaría a suplir a Camps en esa actividad. Contrariamente a lo que
hizo creer a Eugenia, su padre no tenía competencia alguna con
respecto a las detenciones. No había nada que un coronel del
ejército de infantería pudiese decir o hacer para cambiar el
destino de las personas llevadas a los centros de detención,
Cayetano Suarez Tai tenía a cargo la instrucción de los nuevos
oficiales militares y eso era todo. Era él quien escribía los
nombres de las personas que debían ser detenidas y ponía las listas
en las manos del Coronel Camps, que pocas veces objetaba o suprimía
algún nombre de las listas, que fueron previamente investigados por
el servicio de inteligencia del lugar en el que vivían. Era el
asistente- asesor de Camps, hacía inteligencia en centros
universitarios y cubría algunas guardias en el hospital naval, esos
eran sus verdaderos trabajos desde que llegó su traslado a la
ciudad de Buenos Aires.
Antonio se recibió de médico y siempre
perteneció a las Fuerzas Armadas. Era médico militar y en un
principio fue asignado a la provincia de Córdoba hasta que su padre
logró su pase a Buenos Aires para trabajar en el hospital naval.
Allí conoció a Camps mientras lo trataba de una afección pulmonar y
pasaron pocos meses hasta que comenzó a trabajar con él.
Inicialmente, por su apariencia, le asignaron la tarea de vigilar
las universidades, eso fue un tiempo antes que los militares
dieran el golpe de estado. Con su nueva actividad, encontró a
Eugenia, la hija flacucha y tímida de su vieja vecina se había
convertido en una mujer hermosa y lo obsesionó desde el primer día
que la vio. Siguió sus pasos por varias semanas hasta que decidió
presentarse ante ella como compañero universitario, de esa manera,
podía seguir con sus tareas y estaba cerca para impidir que otro
hombre se le acercara. Día a día se enamoraba más de Eugenia pero
ella solo lo consideraba un amigo, él se sacrificaba yendo de un
lugar a otro para darle los gustos y cumplir sus caprichos y que
viera en él algo más que a un amigo, pero ella no lo veía con los
mismo ojos. No se desanimó con los primeros rechazos, siguió con el
trabajo lento y paciente de complacer los caprichos de Eugenia
hasta que con la perseverancia y el tiempo, ella le dio el sí tan
ansiado. Una nueva amenaza surgió entonces, la oposición de su
familia que intentaba separarlos. A medida que pasaban los meses se
acercaba más a Camps que lo consideraba muy inteligente y aceptaba
sus opiniones, cuando comenzó el noviazgo con Eugenia Antonio ya
había ganado el espacio cerca de Camps y lo designó como uno de los
hombres a cargo de un grupo de servicio de inteligencia. Esa nueva
actividad le otorgaba el poder que no tardó en usar y él
mismo reconocía que se estaba abusando. Su consciencia callaba al
pensar que todos en su misma situación abusaban de su poder.
Aguantó lo que pudo, el pulso le tembló un par de veces al
confeccionar las listas, el desencadenante que soltó ese deseo
reprimido fue la pelea en la que él percibió una ruptura de la
pareja. Eugenia se marchó de su casa muy enojada y podía ver en sus
ojos la determinación de dejarlo definitivamente y su familia era
la culpable.
Otra vez Eugenia lo dejaba, pero ya no
tenía hogar a donde ir, ni amigos a quien recurrir. Antonio sabía
que no se alejaría de la zona, estaba muy desesperada por la
situación de su familia como para abandonarla de esa manera. Una
cosa estaba clara, la desaparición de la abuela no tenía nada que
ver con Eugenia. Según Migues, a la vieja no se la veía desde hacía
varios días. No la encontraron muerta en la casa, así que lo más
probable, era que hubiera viajado a la casa de uno de los
innumerables hijos que tenía desparramados por el país. Mientras se
mantuviera lejos, la vieja se encontraba a salvo, porque de ninguna
manera podría ayudar a Eugenia.
Otro lugar posible para buscar Eugenia
era la casa de Paula Senkel, pero lo descartó cuando recordó que
ingresó el nombre de la muchacha en una de las listas de «la
patota» de capital, un grupo de tareas que operaba en la ciudad de
Buenos Aires. La madre de Paula no la aceptaría en la casa después
de lo que pasó con su hija. Al recordar el momento que
ingresó el nombre de la joven amiga de Eugenia en la lista que
envió a Camps, sonrió con malicia. Ese fue un acierto de su parte.
Eugenia tenía las alas cortadas, no llegaría muy lejos y sus brazos
no estarían tan abiertos como la vez anterior. No le perdonaría que
hubiese intentado huir de él. La humillación que estaba pasando era
lo que más le dolía, él le hubiese dado todo en bandeja de oro y
ella lo despreció. Antonio se pasó dos dedos sobre el fino bigote y
se levantó del sillón que generalmente, usaba
Camps.
Al anochecer, Eugenia estaba seca de
tanto llorar. No pudo comunicarse con su abuela y a esa hora estaba
segura que se la habían llevado. Volvió a llamar a la madre de
Paula, para interiorizarse un poco más sobre su amiga pero la madre
no quiso contarle nada, lo único que le rogó era que no apareciera
por la casa. Cansada, casi sin dormir en más de treinta horas, sin
comer bocado y terriblemente angustiada, decidió darse una ducha
para despejarse la cabeza. Colocó varias prendas en el piso de la
ducha para aplacar el ruido del agua y entró debajo de la regadera.
Para su asombro, salió con energías renovadas del baño, y
hambrienta. En la vieja heladera vio entre restos de comidas que ya
no servían, varios huevos y sabía que podía usar la cocina. Puso la
sartén sobre la cocina en el más cuidadoso silencio y pegó la oreja
a la pared lindante a la de su vecino para escuchar la puerta del
baño que era la dependencia que quedaba más lejos de ella y estaba
segura que no oiría los ruidos de la fritura cuando el hombre
entrara allí. Su paciencia y su hambre se pusieron a prueba esa
noche, esperó más de dos horas hasta oír el ruido de la puerta
chirriante del baño de Franco cerrarse. Tuvo su recompensa al tener
más de diez minutos para prepararse tres huevos fritos, tiempo más
que suficiente para tan escasa elaboración. Mientras esperaba, se
le ocurrió que podría aprovechar el mismo momento para abandonar el
edificio una vez que tomara una decisión con respecto a sus pasos
futuros.
De todas las posibles alternativas que
pasaban por su cabeza una vez que se acostó, la única que no
contemplaba como válida era regresar con Antonio. Moriría si ese
era su destino, nunca más caería en sus manos. Antonio sacó a
relucir su real carácter y demostró de lo que era capaz de hacer
para cumplir sus metas. Era un hombre sin honor, ni escrúpulos.
Ella se sacó la venda de los ojos y pudo ver al Antonio del que le
habló su madre y su hermana, ese que ella decía no existir más que
en la imaginación creativa de las dos mujeres que por celos
hablaban mal de su amigo.
No había lamento que dejara de
invocar, no había forma de pedir perdón que no hubiera implorado.
Eugenia era la culpa encarnada en mujer esa madrugada. No podía
dormir, pensando en sus seres queridos. Su amiga Paula y Franco
viviendo esa pesadilla, sin tener otro motivo que haberse cruzado
en su camino. Pensaba en lo injusta que fue la vida con Franco, en
el instante justo, a la hora precisa, él se cruzó en la calle por
la que ella corría. Podría haberla atropellado, podría haberla
entregado, podría haberla dejado sola para que se las arreglara
como podía, sin embargo, no lo hizo. La cobijó, la protegió, la
ayudó y le dio amor. Un amor que nunca en la vida había sentido.
Fantaseó que si la vida le daba la oportunidad de volver a ver a
Franco, no esperaría un solo minuto en decirle que lo amaba. No
perdería el tiempo con un tonto y falso pudor, rogaría perdón por
todo lo que lo hizo pasar y después le pediría que se casara con
ella.
No era una locura lo que estaba
haciendo, repetía al mirar el cuarto desordenado y sucio en
el que pretendía descansar. Se quedó dormida y soñó con los ojos
azules, los labios sensuales y las palabras dulces susurradas por
Franco.
Capítulo 16
Los gritos cesaron con los violentos
golpes de las cachiporras de los guardias contra las puertas que se
abollaban allí donde el garrote impactaba y, con las amenazas de
entrar a las celdas y golpear a los que gritaban de igual manera,
el silencio no se hizo esperar. Los detenidos de las celdas no
recibieron la represalia que temían.
Pocas horas después sacaron a Franco
de la celda, creyó que comenzaría una nueva ronda de torturas pero
lo hicieron bajar unas escaleras y lo sentaron en un banco de
madera muy frío. En la habitación, el aire era más limpio, no
sentía el olor putrefacto de las celdas y en poco tiempo comenzó a
sentir pasos, voces y personas que eran sentadas a su lado.
Presumió que otros detenidos eran guiados como él hasta ese lugar a
esperar vaya saber qué nueva tortura colectiva. Los guardias
permanecían en silencio, no se molestaban siquiera en maldecir o
insultar mientras los llevaban hasta el banco de
madera.
- Llegó el camión- informó uno de los
guardias-. Sáquenlos rápido, pronto va a amanecer -ordenó la misma
voz.
Con el mismo extraño silencio con el
que fueron sacados de las celdas, los llevaron hasta el camión, uno
de los hombres ayudaba colocándoles el pie en un estribo y otro los
alzaban hasta el piso de lo que Franco suponía un camión, que ya
tenía el motor en marcha. Él no sabía si fue el primero en
subir, lo que sí pudo contar fue a las seis personas que subieron
tras él.
- Listo -gritó una voz desde abajo y
el camión inició su marcha.
Nadie hablaba durante los primeros
minutos de viaje. Los detenidos, al igual que Franco, estaban
pendientes de las palabras de los guardias y ellos miraban con
detenimiento a cada uno de los detenidos, todos estaban con los
ojos vendados y con las manos atadas a la espalda, apestaban a
muerte y estaban llenos de piojos y picados por las
pulgas.
- Primero, daremos un paseo por la
comisaría de Banfield -ordenó al chofer del camión una voz conocida
para Franco.
- Llegaremos demorados, jefe -contestó
alguien que quería mantener el tono confidencial, pero no lo
logró
- No importa, pasaremos por Banfield
¡Carajo! - vociferó enojado por la
objeción.
No hubo más objeciones de los guardias
hacia su jefe. El tiempo de viaje no fue corto pero tampoco demoró
demasiado, los mismos guardias que viajaron con ellos en la parte
trasera del camión ayudaron a bajar a cada uno de los detenidos,
sin golpes de por medio.
- Llévenlos a las duchas, no podemos
llevarlos así al pozo. Hoy está el coronel -dijo el jefe y ordenó a
uno de sus alternos-, busca dos o tres toallas
viejas.
Trasladaron al grupo hasta las duchas
y allí de a dos, los desataban y les permitían darse una ducha de
agua fría.
- No desperdicien el momento, no
sabemos cuando les permitirán bañarse nuevamente, el agua está fría
pero es mejor aguantar un poco de frío que oler como muerto en
descomposición -dijo uno de los guardias a la mujer que lloraba
dentro del cuarto de baño.
Franco reconoció el llanto de Paula,
seguía siendo su compañera de viajes. Sintió y escuchó como uno a
uno fueron tomando su turno en la ducha de la comisaría y al salir
los dejaban cambiarse con tranquilidad y, después, los guiaban a
otra dependencia de la seccional de
policía.
- Esto va doler -dijo alguien que tiró
la cinta adhesiva con toda su fuerza para soltarla de los cabellos
y desprenderla de su piel.
Franco tuvo esa cinta pegada a la piel
por más de cinco días y sentía la irritación de sus párpados. La
transpiración inevitable por el plástico de la cinta y la crisis de
llanto que le había atacado hicieron que la bola húmeda de algodón
se convirtiera en un papel de lija debajo. No gritó, pero le
hubiera gustado mucho hacerlo para expeler con el grito un poco del
dolor que sintió después del tirón. No podía abrir los
ojos.
- Mójeselos, tiene que ablandar la
costra para poder abrirlos - dijo Migues, una vez que estuvieron a
solas en el pequeño espacio donde se ducharía-. Está peor de lo que
imaginé, muchacho.
- Solo un poco achacado -bromeó
Franco, sobre su lastimoso estado.
- Le dije que tenía que marcharse
doctor, no sobrevivirá al pozo.
- ¿Qué puede hacer usted por
eso?
- Lamentablemente nada. El coronel
está esperando en el pozo.
- ¡Qué bien! Vamos a una cita con un
coronel.
- No le veo la gracia, no se le ocurra
bromear con Camps.
- El agua está helada -barbotó
castañeando los dientes.
- Dos mujeres se han bañado y no
emitieron quejas.
- Ellas son siempre más fuertes que
nosotros -alabó Franco, fregándose el cuerpo vigorosamente con el
agua helada - ¿Migues a qué pozo nos
trasladan?
- A Banfield.
- ¿Con
Minicucci?
- Finja no reconocerlo, seguramente,
él hará lo mismo si está en el pozo cuando
lleguemos.
- ¿Y al Rana y a los
otros?
- Ni siquiera los mire a la
cara.
- No creo poder mirar a la cara o a
ninguna otra parte del cuerpo a nadie. Apenas lo reconozco Migues
-dijo Franco haciendo fuerza para abrir los ojos y fijar la vista
en el sargento.
- Doctor, no le voy a mentir... nadie
acusado de traición sale con vida del pozo.
- Yo lo haré, porque no he traicionado
a nadie.
- Haré lo que pueda para saber de
usted.
- Me alivia saber que hay alguien
pendiente de mi suerte.
- Debemos irnos
doctor.
Franco volvía a sentirse un ser
humano, vestía la misma ropa mugrienta pero su cuerpo estaba
limpio, hasta se sentía más fuerte después de la ducha y el pan con
la taza de mate cocido caliente que les dieron en la comisaría.
Pudo ver algo borroso a sus compañeros, eran siete, dos mujeres y
cinco hombres. Paula Senkel, era uno de ellos y después reconoció
la voz de tres de los muchachos que estaban con él en el simulacro
de fusilamiento. Antes de subirlos al camión volvieron a atarle las
manos, pero le sacaron la cinta que rodeaba su cuello y le vendaron
los ojos con pedazos de trapos secos.
Al llegar al pozo de Banfield el trato
no fue el mismo, sin cuidado los bajaron del camión y a empujones
los hicieron subir las escaleras que Franco ya conocía y los
metieron a las celdas. Nadie lo reconoció, al menos nadie dijo
hacerlo y para Franco fue un alivio. Se quedó parado en un rincón
de la celda esperando oír los pasos de los guardias alejarse. Antes
de retirarse los guardias ordenaron mantenerse alerta, en cualquier
momento regresarían para llevarlo ante el
coronel.
- ¿Doctor? - preguntó una voz
temerosa.
Franco se volteó lentamente, para
cerciorarse que sus oídos no lo habían traicionado.No dijo
nada.
- ¿Doctor? - volvió a pregunta la voz
con menos temblor.
- ¿Emilia? - indagó Franco,
corroborando la voz.
- Soy Emilia Serrano ¿Qué hace aquí
doctor? -preguntó más sorprendida que
temerosa.
- Dije que volvería
¿Recuerdas?
Emilia no respondió nada, se levantó
del rincón en el suelo y se acercó al médico que le había atendido
semanas atrás.
- Puedo sacarle la venda de los ojos
si quiere, no tengo las manos atadas.
- Vendrán a buscarme en poco tiempo,
tengo una cita con un coronel.
- Yo puedo decirle cuando el guardia
pone un pie en el primer escalón de la planta baja para venir aquí.
No se preocupe, podré atarle las manos y vendarle los ojos apenas
los oiga.
- Tienes el oído muy agudo -elogió
Franco, dejando que Emilia corriera la venda de los ojos hacia
abajo.
- No solía tenerlo, pero aquí aprendes
a oler y a oír a esos desgraciados a kilómetros de
distancia.
Forzando los párpados que comenzaban a
pegarse a la venda que le corrió Emilia, abrió los ojos con gesto
de dolor.
- El que hoy necesita atención es
usted, doctor.
- Estoy bien.
- No le creo, su cuerpo no dice lo
mismo.
- Estaré bien -rectificó
Franco.
- ¿Hace cuánto no
come?
- Esta mañana nos dieron un pan, una
taza de mate cocido y nos permitieron bañarnos con agua
helada.
- ¿Y antes?
- No probé bocado en seis días y agua
solo un vaso al día ¿Y tú?
- Aquí comemos cada dos o tres días
una comida acuosa, salada, con dos o tres trozos de papas
sumergidas entre una docena de fideo pequeños y nos bañamos una vez
a la semana. Hoy está el coronel por eso nos hicieron limpiar los
calabozos, tirar desinfectante y bañarnos.
- ¿Cómo va tu
embarazo?
- Bien. Eso dice
Bergés.
Emilia estaba extremadamente delgada,
los brazos eran dos huesos con piel encima y la cara mostraba la
fisonomía del hueso del pómulo sobresalir debajo de la piel. La
cara juntaba la mancha oscura surgida por el embarazo con las
oscuras ojeras producto del mal descanso y los nervios. Solo sus
ojos seguían brillando de la misma forma reluciente que él conoció.
Al parecer, nadie podría arrancarle ese brillo
especial.
- Estás muy delgada - dijo Franco, al
terminar de evaluar el estado físico de
Emilia.
- Lo sé y tengo miedo por el bebé, se
mueve muy poco.
Emilia iba a continuar hablando pero
se detuvo esporádicamente y se quedó mirando a Franco por varios
segundos.
- Lo veo aquí y no entiendo nada
-arguyó Emilia, observando el estado deplorable en el que se
hallaba Franco, no se lo dijo, pero se asustó de la delgadez que
presentaba.
Franco caminó hasta la pared opuesta a
la puerta y se sentó en el piso apoyando la espalda en la pared
para descansar, estiró los brazos hacia Emilia para ayudarle a
sentar y ella aceptó. Cuando estuvo ubicada a su lado se abrazó el
vientre prominente y sonrió.
- Emilia, quizás tengamos poco tiempo
y luego de hablar con Camps no volvamos a estar juntos -comenzó
diciendo Franco, recobrando algo de fuerza en sus palabras y con
los ojos algo más abiertos-. Estoy aquí por
Eugenia.
- ¡Eugenia! ¿mi hermana? - preguntó
sorprendida, pero sin levantar la voz.
La conversación a partir de ese
momento se hizo más fluida, pero nunca levantaron la voz más allá
de lo que podría considerarse un murmullo fuerte. Ambos a pesar del
entusiasmo de reencontrarse no olvidaban donde se
encontraban.
- Si, tu hermana. El día que huyó de
tu casa se cruzó frente a mi auto y la ayudé a escapar, vivió unos
días en mi casa hasta que se repuso de las
heridas.
- ¿Qué heridas? ¿Qué le hicieron?
-interrumpió desesperada.
- Nadie la golpeó más que lo que tú
presenciaste, pero tu hermanita saltó sobre mi auto cuando estaba
en movimiento.
Emilia abrió grande los ojos ante la
novedad y se quedó pensando, sin oír lo que Franco seguía
narrándole.
- ¿Fue grave?
- No, solo un golpe fuerte en la
cadera.
- Emilia ¿Conoces a Antonio Suarez
Tai? -volvió a preguntar Franco, que no recibió contestación de
Emilia la primera vez.
- Si, es un idiota amigo de mi
hermana.
- Eugenia se fue con él para pedir su
ayuda, Antonio Suarez Tai no es el idiota que tú crees, y que él
hizo creer a todos. Tú hermana tiene que haberle contado que la
ayudé a escapar y vivió unos días en mi casa. Él fue a buscarme al
hospital en el que trabajo -después de pronunciar la palabra,
corrigió el tiempo-, trabajaba, y a exigir que me alejara de su
prometida. Estoy seguro que ordenó mi detención por eso estoy aquí.
Amenazó con una sumario administrativo por ayudar a escapar a
Eugenia, que consideraba prófuga de la ley. Eso fue sólo un
ardid, lo que realmente estaba anunciando era que acabaría en este
sitio.
- La lucidez mental es algo que se
pierde gradualmente con el encierro, el miedo, la desidia y se
agudiza por la falta de alimentos -dijo Emilia-. Deme un minuto
para pensar en lo que ha dicho.
Emilia cerró los ojos, estaba
procesando la información que rápidamente soltó Franco, de la mejor
manera que podía, considerando su estado.
- Mi hermana no sería capaz de delatar
al hombre que prácticamente le salvó la vida -contestó después de
breves segundos-. Y no estaban
comprometidos.
- No debió haberlo hecho adrede, pero
cuando narraba los hechos a Antonio, quizás mi nombre se coló en
sus palabras -supuso Franco, no hizo ningún comentario sobre la
falta de compromiso de la pareja.
- Eugenia es muy inteligente, excepto
para elegir hombres -aclaró mascullando las últimas palabras-. No
tendría una equivocación como esa ni de
casualidad.
- Lo cierto es que al otro día de
dejar a Eugenia con Antonio, el doctor Suarez Tai del hospital
Naval, se presentó en el trabajo para exigirme que dejara de ayudar
a Eugenia.
- ¿Doctor?
- Ya te he dicho que no es lo dice
ser. Al parecer tiene mucho más poder de lo que podemos imaginar.
Mantiene a tu hermana a su lado con el pretexto de estar tramitando
la liberación de tu padre y la tuya.
- Ese desgraciado nos odia. Sobre
todo, odiaba a mi madre, no moverá un dedo por nosotros. Si la
liberación de mi padre y la mía depende de él, ya podemos
considerarnos muertos -dijo Emilia con bronca- Y eso de no ser lo
que parece, lo descubrió mi madre cuando todavía eran amigos, yo lo
pude ver cuando ella me lo dijo pero Eugenia no. Creí que lo hizo
esas últimas semanas que la relación había
terminado.
- Parece que Eugenia no lo sabe, está
con él -advirtió Franco dejando filtrar en sus palabras la
desilusión que ese hecho le causaba y Emilia lo
captó.
- ¿Te has enamorado de mi hermana?-
preguntó abandonando el trato formal.
- No lo sé. Quiero ayudarle, también a
ti y a tu padre.
- ¿Ella lo sabe? - continuó Emilia,
indagando sobre los sentimientos de Franco.
- No.
- Entonces no puedes morir, tienes que
confesarle a mi hermana que éstas enamorado de
ella.
- Lo tendré en cuenta si la muerte
anda cerca.
- Qué suerte tiene
Eugenia.
- Está con Suarez
Tai.
- No tanta suerte. Después de todo,
parece que mi padre tenía razón al afirmar que el padre de Antonio
no hubiera permitido de ninguna manera que alguno de sus tres hijos
varones se saliera de las filas castrenses. Eugenia discutía con
él, decía que Antonio era diferente al resto de su
familia.
- Estuve en la comisaría quinta de La
Plata, en Arana, y no supe nada de tu padre - dijo Franco hablando
de otro tema.
- Mi padre está aquí. Hoy tiene que
ver al coronel.
Franco se quedó mudo de asombro. La
familia de Eugenia estaba con él en aquel lugar. Todavía estaban
vivos. Todavía había esperanza.
- ¿Cómo está tu padre? ¿Has podido
verlo o hablar con él?
- Todo lo bien que se puede estar aquí
dentro. Su ánimo cambió cuando me encontró en este lugar y le conté
lo de Eugenia. Mientras no estuvo aquí, creía que las dos fuimos
secuestradas.
- ¿En qué celda
está?
- La tercera de enfrente viniendo de
la escalera.
- ¿Y aquí
estamos...?
- La quinta, siempre contando de la
escalera.
- Emilia sobre tu
marido…
- No quiero oír sobre mi marido -cortó
Emilia y Franco se quedó sorprendido.
Se oyeron pasos en las escaleras y
Emilia le colocó la venda en los ojos y ató las manos a la espalda
de Franco que se puso de pie y fue a pararse en el mismo rincón que
en un principio, ella se quedó sentada en el rincón y esperaron en
silencio a que los guardias arribaran al piso de los calabozos en
búsqueda de los detenidos que debían ver a Camps. Se escuchó el
chirriar de dos puertas que se abrían y los característicos
insultos de los guardias hacia los presos. Algunos gritos y algunas
quejas se oyeron antes que los pasos se alejaran
nuevamente.
- Los hielasangres se llevaron a mi
viejo -informó Emilia a Franco, levantándose para sacarle la venda
de los ojos, con más cuidado que la vez anterior, conociendo lo
lastimado que los tenía. Franco no quiso que sacara las ataduras de
sus manos y no volvieron a sentarse, se quedaron parados apoyados
en la pared.
- Estás segura que era
él.
- Sí, no tengo
dudas.
- ¿A ti te ha visto
Camps?
- No, solo intereso a Bergés hasta que
nazca mi hijo - dijo Emilia llena de
tristeza.
- ¿Emilia te han
lastimado?
- ¿Con la picana? ¿Si me violaron? ¿Si
amenazan con matar a mi hijo de un golpe? ¿Si amenazan con matarme?
Si eso quieres saber con una pregunta tan general, la respuesta es
sí.
- ¿Bergés no te
protege?
- El desgraciado viene una o dos veces
a la semana o cuando hay algún parto. Sus vigilantes de confianza
no lo son tanto. Lo bueno es que no dejan marcas. No pueden
golpearme tan duro.
- Lo siento
tanto.
- No tiene caso, lo que me mantiene
con vida en este lugar es mi hijo y la esperanza de saber que
Eugenia está afuera y puede cuidarlo cuando ya no
esté.
- No hables así Emilia, tú tampoco
puedes morir, tienes que cuidar a tu hijo.
- No quiero salir de este lugar ¿Cómo
voy a hacer para seguir con una vida normal? ¿Cómo volver a confiar
en un hombre? ¡No puedo ser la mujer de
nadie!
- Puedes ser madre, una buena madre
-reprendió Franco a las palabras de Emilia, y no se atrevió a
hablar de lo ocurrido cuando intentó ponerse en contacto con su
esposo.
- No dejarán que salga con vida de
este lugar -susurró y fue a sentarse en el
rincón.
La energía renovada de Emilia en los
primeros minutos del encuentro con Franco se agotaba rápidamente y
volvía a su estado taciturno y desmoralizado. En silencio, bastaron
pocos segundos para actualizar la situación con la nueva
información que aportó Franco y la conclusión era desalentadora:
todo estaba peor. Su hermana estaba con el farsante de Antonio, y
el médico que ayudaba a Eugenia estaba en su misma celda en ese
momento.
- Si saldrás y te irás con tu hijo muy
lejos de este país hasta que la pesadilla termine. Algún día tiene
que terminar - alentó Franco al ver el cambio en el
ceño.
- Nunca acabará para mí. Lo llevo en
la piel -replicó con los ojos brillantes por las lágrimas que
comenzaban a mojar su mejilla.
- Todos tenemos que vivir con
cicatrices.
- Las heridas que te abren en este
lugar no cicatrizarán nunca -objetó con
tristeza.
Franco se arrodilló y apoyó la cabeza
sobre la de ella. Los guardias volvieron mucho antes de lo que
pensaban. Emilia le acomodó la venda sobre los ojos y Franco se
paró de espaldas a ella. La puerta de la celda se abrió y un
guardia lo tomó del codo para sacarlo hacia el pasillo. Él
escuchaba otras voces que seguían detrás de él en las escaleras que
debían descender para llegar hasta el
coronel.
Algo llamó la atención a Franco,
escuchó a las personas bajar al interrogatorio con el coronel, pero
no escuchó el regreso de ninguno de los presos. Incluyéndose, en
total eran cinco las personas que llevaban a ese
encuentro.
No le sacaron las vendas mientras el
general los interrogaba, tampoco los torturaron. Los sentaron en
cómodos sillones en alguna oficina de la planta baja y allí en un
ambiente cálido gracias a algún artefacto de calefacción, el
coronel en un tono amable y distendido comenzó la inspección y el
interrogatorio a los tres detenidos que bajaron
juntos.
Las preguntas eran básicamente las
mismas para los tres, debían decir el nombre, la edad, el
domicilio, la nacionalidad, la religión y luego preguntaban qué
hicieron para estar en ese lugar.
El coronel escuchaba atentamente a
cada uno de los detenidos y Franco podía oír ruidos de papeles
manipulados por él. Imaginaba que mientras los interrogaba leía los
legajos pertenecientes a cada uno y las declaraciones, bajo
tortura, que tomaron en los centros de detención por los que
pasaron.
El interrogatorio se extendió por una
hora y media hora, el coronel los dejó a solas o al menos en
silencio. Ninguno se atrevió a romper ese silencio, no sabían si
estaban solos, hasta que fue roto por el propio coronel que gritó a
uno de los guardias desde la puerta de la
oficina.
- Traeme al resto ¿Cuántos
quedan?
- Cinco -se escuchó la voz que
respondía en la lejanía.
- Traelos todos juntos, ya estoy
cansado de esto. Juntá a los que quedan, esta noche llega el grupo
nuevo.
- Hijo, vos al pasas al PEN7 -dijo
Camps, tocando el hombro de uno de los detenidos más jóvenes, Juan
Manuel Fuentes, el joven que estuvo en la misma celda que el
paciente herido de bala marido de la mujer parturienta que Franco
atendió la única vez que lo hicieron trabajar en ese
lugar.
A Franco le hubiera gustado
preguntarle a Juan Manuel qué fue de Gastón, de su esposa e hijo,
pero no podía.
- Los demás serán trasladados -dispuso
el coronel, e hizo una pausa y luego ordenó-. Doctor comience con
los preparativos para la gente que se
trasladará.
Los detenidos agradecieron,
mentalmente, el hecho de no hablar entre ellos cuando el coronel
abandonó la oficina, un médico quedó en quietud y silencio,
observándolos.
Todos tuvieron un nuevo destino
después de que el coronel Camps los interrogara, algunos pasarían
al PEN y otros, como el doctor Franco Hernández, serían
trasladados. El muchacho Juan Manuel fue el primero que retiraron
de la oficina en la que estaban y luego dos guardias vinieron por
Franco y el otro detenido llamado Daniel Hertz, los sacaron de la
oficina y después de atravesar el patio interno de la planta baja,
los metieron en otro cuarto y los dejaron, siempre con las manos
atadas en las espaldas y los ojos vendados, los pasos de los
guardias se alejaron rápidamente y comenzó un murmullo insistente
que cada vez dejaba escuchar con más claridad la conversación que
mantenían los detenidos designados para el traslado que ya estaban
en ese lugar sentados en los largos bancos de madera colocados
contra la pared, allí podían apoyar sus débiles y castigadas
espaldas para descansar sin guardias que los vigilaran. A pesar de
tener la visión vedada, todos sabían que estaban solos en ese
lugar.
Los traslados anteriores que vivió
Franco fueron muy diferentes, el hecho que el coronel ordenara a un
médico preparar a los detenidos para el traslado, a Franco, le daba
mala espina. Encontrarse en una habitación en la que los guardias
permitían el diálogo solo acrecentaba su
sospecha.
- ¿Quién ha venido? -preguntó una
voz.
- Soy Franco
Hernández.
- Soy Daniel
Hertz.
- Acá estamos Mariano Maidana, Alberto
Serrano, Romina Romero, Mario Ledesma.
- Toty Irigoyen -se nombró a sí mismo
al callar la voz anterior.
- Vanesa Molinari y Virginia Acosta,
somos uruguayas -sonó la voz dulce de una
joven.
- ¿Alguien sabe a dónde nos mandan? -
preguntó Mariano Maidana.
El silencio que siguió a la pregunta,
fue la respuesta negativa que confirmaba que nadie sabía cuál era
el próximo destino que les esperaba. Franco tenía una leve
sospecha, pero no alarmaría a los otros sin estar seguro, y si se
confirmaban sus sospechas, tampoco podría hacer nada para salvarlos
o para salvarse.
El padre de Emilia estaba en el mismo
grupo que sería trasladado esa tarde, el hombre apenas se sostenía
en pie por una lesión severa en la pierna derecha, él no estaba
sentado en el banco porque no podía doblar la pierna herida, desde
en el suelo preguntó al grupo sobre su
hija.
- ¿Alguno de ustedes vio a Emilia, la
mujer embarazada? ¿Sabe si la llevaron junto al
coronel?
- Yo estaba con la mujer - contestó
Franco, y luego agregó - Sólo a mí me sacaron de la
celda.
- ¡Maldito Camps! -farfulló el hombre
con bronca- Le hablé de mi hija y dijo que la
vería.
- Escuchamos que todavía faltaban
cinco interrogatorios para terminar -informó Daniel Hertz, dándole
esperanzas al padre de la mujer -Pero no dijeron
nombres.
- Pronto sabremos si la trasladarán
con nosotros -manifestó la voz dulce y sufrida de Vanesa
Molinari.
- Su hija está bajo vigilancia de
Bergés viejo, no se haga muchas ilusiones -interpuso Toti
Irigoyen.
- Le rogué a Camps que revisara su
causa y dijo que la vería -repitió el padre de Emilia muy
apesadumbrado.
- No sabemos adónde vamos viejo,
quizás sea mejor que se quede aquí - volvió a irrumpir
Toti.
- No quiero que la envíen a ningún
lado. Quiero que la dejen libre -proclamó el hombre con la voz
empañada por el llanto.
Los pasos que se acercaban indicaban
que los guardias traían al último grupo que estuvo con Camps. El
último de los interrogatorios fue el más corto, desde que Franco y
su compañero ingresaron a la habitación, no pasó ni una hora. Dos
hombres y una mujer se sumaron a los que ya estaban en el lugar. La
conversación entre los detenidos no se reanudó, no volvieron a
quedarse solos, los guardias caminaban alrededor de la sala con los
habituales insultos y golpes que largaban de pasada con las manos
abiertas en las cabezas de los que tenían cerca, vociferando por la
tardanza del camión que se los llevaría, la noche se cerraba y
había comenzado a llover.
- ¡Está en la puerta! -gritó uno de
los guardias en el patio.
- ¡Vamos maricones! Levántense que ya
vino el camión.
- Tú -señaló uno de los guardias,
sacándole la venda de los ojos a Franco - Ayudá al viejo -
ordenó.
Franco se puso en pie y después que el
guardia le sacara la atadura de las manos, ayudó a Alberto Serrano
a ponerse de pie y a caminar lentamente hacia la salida, el hombre
era de cuerpo grande, superaba el metro ochenta y tenía la cara
demacrada y caída, signo evidente de una drástica pérdida de peso,
sus cabellos canos en la mayoría de ellos conservaba algunas hebras
claras, del mismo tono que el cabello de Eugenia. Pudo ver la cara
de todos y las jeringas hipodérmicas que uno de los hombres llenaba
con una sustancia blanca sustraída de un frasco grande, presumía
que era el nombrado doctor y, por las apariencias físicas: alto, de
pelo rubio oscuro, ojos claros, y bigote espeso, también presumía
que era Bergés. No se animaba a mirarlo a la cara, desviaba la
vista cuando el doctor hacía cualquier gesto, tampoco quería que lo
pillara observándolo, no pretendía ser el primero en recibir
aquella sospechosa dosis.
- Tú - volvió a decir el guardia,
haciendo lo mismo con Daniel Hertz - Ayudá a la
mujer.
Daniel Hertz, estaba en las mismas
condiciones que Franco, golpeado y débil por la falta de alimentos
pero mucho mejor que el resto de sus compañeros, sin dificultad, el
joven alto de largo pelo rubio y barba espesa alzó a una de las
jóvenes uruguayas que no podía mover las piernas y se ubicó detrás
de Franco que se cargaba al padre de Emilia sobre un costado del
cuerpo.
- ¡Vamos! Que el «pájaro nocturno»
está esperando hace una hora y el camión todavía tiene que pasar
por la «Capucha»8 y otros sitios -apuró un guardia que salió de una
oficina lateral a los que obligaban a los detenidos a
apurarse.
- ¡No me corras Rana, el camión acaba
de llegar! - replicó el que desató a Franco - ¡Andá a apurar al
chofer! -lo despachó enojado.
Franco suspiró al ver que el Rana
retrocedía, no quería que lo reconociera, por suerte, ese día al
parecer trabajaba en otra cosa y se volvió haciendo un gesto
obsceno hacia su compañero, tomándose con ambas manos los
genitales.
- Vamos ustedes, caminen rápido -
apuró enojado el paso lento de las personas empujándolas por la
espalda, otros guardias vinieron a dar su empujón correspondiente
para acelerar la marcha de los detenidos.
¡Algo tenía que ocurrir, sus días no
podían terminar de esa manera! Rogó Franco, gritando en silencio.
Las palabras del Rana y los preparativos del médico despejaron
todas sus duda acerca del destino que esperaba a todo ese grupo.
Los meterían al camión que pudo ver era un viejo colectivo que en
el pasado habría sido de línea de pasajeros, los sedarían y luego
los meterían en el pájaro para volar hacia la muerte. Oyó de esa
práctica, tirar a personas desde un avión al Río de la Plata, era
más fácil, más limpio y más económico para las fuerzas. No tenían
que lidiar con cadáveres, ni cavar tumbas, no había que hacer
papeleo y eran pocos los cuerpos que llegaban a la playa o
golpeaban contra las costas del río.