Capítulo 13


Arrodillado frente al sillón, Franco esperaba que los hombres del operativo terminaran de revolver su casa en busca de objetos de valor. El sargento Migues no formaba parte del «equipo de tareas» que irrumpió en su casa. Miró con atención a cada uno de los hombres y ninguno era conocido, nunca los había visto. Tuvo miedo al hacer aquel descubrimiento pero también reconocía que los comandos de operaciones no actuaban sin hacer inteligencia previa, era lógico que no enviaran a su casa a gente con la que tenía un trato casi cotidiano.
Le vendaron los ojos con un pullover de lana que encontraron sobre la cama, le gritaron todo tipo de amenazas y, a empujones con varias armas apuntándole, lo sacaron de su casa y lo metieron a un auto.
Los hombres, en ningún momento hicieron mención al destino que le deparaba, según las palabras de Migues, ese destino era la comisaría de La Plata pero no sabía si confiar en el dato, el hecho de que el sargento no estuviera a cargo del operativo como había anunciado restaba credibilidad a la información que Franco tenía de antemano. Calculó que el viaje duró aproximadamente dos horas, llegados al lugar, lo sentaron y le sacaron la venda de los ojos para usarla en sus manos. En una sala oscura, sin muebles y sin ventanas, lo dejaron solo al menos por tres horas más. Hizo cálculos mentales y si sus percepciones no eran erradas, cuando oyó voces cercanas serían aproximadamente las nueve de la mañana.
- Doctor Franco Hernández, sin segundo nombre -dijo la voz grave del militar que entró a la sala y leyó su nombre de una hoja blanca que traía en sus manos-. Aquí no tengo mayor información que su nombre. Dígame doctor, ¿en qué andaba usted? ¿Con quién se anduvo metiendo para tenerlo sentado en esa silla?
- Sólo haciendo mi trabajo.
- Nadie se sienta en esa silla por nada doctor, no me mienta y podremos llegar a un acuerdo -el hombre que lo interrogaba estaba vestido de civil, pero era inconfundible su porte militar, la postura, los gestos, el corte de pelo y las palabras castrenses que utilizaba y el modo de pronunciarlas, Franco también podría afirmar que se trataba de un alto rango militar.
- ¿Qué quiere que le diga?
- Comience hablando de su trabajo y yo iré haciendo las preguntas que crea pertinente.
Franco comenzó a hablar sobre el trabajo que desempeñaba para las Fuerzas Armadas, el militar, que en ningún momento dijo su nombre o rango, escuchaba sin interrumpir. Por diez minutos seguidos habló de sus funciones en el hospital de Banfield.
- Hábleme de los pacientes que atendió últimamente.
- El cabo Ariel Migues fue el…
- No hablo de todos los pacientes doctor, solo los civiles -interrumpió el militar-. Hábleme de los detenidos civiles que atendió últimamente- aclaró
- Nunca nos dicen los nombres de los detenidos que llevan al hospital. Nosotros solo hacemos lo posible por salvarles la vida y si lo logramos se lo llevan después de unas horas.
- ¿Y si no lo logran?
- Se lo llevan de todas maneras, pero nunca sabemos sus nombres.
- ¿No habla con los detenidos?
- No podemos. Siempre hay algún uniformado apuntando con su arma al detenido y controlando todos nuestros movimientos.
- Entiendo -condescendió con un gesto afirmativo el accionar de los integrantes de la fuerzas y miró fijamente a los ojos azules de Franco-. Doctor, entiéndame usted a mí. Si está en esta situación no ha de ser porque merezca un premio, usted ha hecho algo que puso en peligro de alguna manera el plan de reorganización nacional que lleva a cabo este gobierno, por eso se lo ha detenido. Sea sincero conmigo doctor y dígame: ¿qué ha hecho para merecer estar ahí? -indagó con tranquilidad. El militar tenía una pausada manera de hablar, era muy claro con las palabras y daba la impresión que no era de perder fácilmente la calma.
- En ese papel que tiene en las manos debería decir los motivos de mi detención. Dígame lo que dice y yo daré mi versión de los hechos.
- No funciona así doctor. Mire, si no habla conmigo, lo tendré que enviar con personas que tienen métodos más persuasivos para hacer hablar a la gente. No creo que le agrade que esas personas lo interroguen. Por lo que me ha contado, usted solía atender a detenidos que han pasado por esas duras manos.
- ¡No sé por qué estoy aquí! ¡Solo cumplía con mi trabajo! -gritó comenzando a exasperarse.
- No se altere doctor. Volveré en unos minutos.
El militar se mantuvo de pie durante todo el interrogatorio, tampoco tendría donde sentarse si lo hubiese deseado, una sola silla amueblaba la sala y la ocupaba Franco, con lentitud, dejó el lugar tan inmutablemente como había entrado.
Franco se quedó solo por horas intentando descifrar lo que decían las personas que oía transitar afuera de la sala. Su mayor preocupación era saber si efectivamente lo llevaron a la comisaría de la ciudad de La Plata.
Su vejiga estaba por reventar cuando vinieron por él. Entre los cuatro hombres que entraron a la sala, no estaba el militar que lo interrogó horas atrás, ellos no parecían pertenecientes al cuerpo castrense.
- Espero que le guste el campo doctor -dijo uno de ellos y volvieron a atarle los ojos con el pullover que mudaba de lugar según lo requiriera la ocasión.
- Necesito ir al baño -solicitó Franco-. No me puedo mover.
Uno de los hombres lo levantó del codo y lo guió hasta los sanitarios, antes de cerrar la puerta del cuarto individual le sacó la venda de los ojos. Fue todo lo que Franco necesitó para saber dónde estaba. La puerta del baño estaba llena de inscripciones de otros detenidos, la piel se le erizó cuando recordó otro lugar en el que vio la misma manera que encontraron los detenidos para dejar un mensaje. El nombre, el lugar, la fecha que ingresaron y posiblemente la fecha en la que abandonaron su paso transitorio por la comisaría quinta y por el pozo de Banfield, quedaban impresas en las puertas de chapa. Seguramente, en cada centro de detención hallaría notas similares.
El campo. Sabía qué era y dónde quedaba el lugar al que lo llevaban. Allí asesinaron a la madre de Eugenia y esperaba encontrar información sobre su padre. Pese a las ocho horas que estuvo en la comisaría quinta, su paso por ese lugar fue mucho más breve y más saludable de lo que pensaba. Una sola persona lo había interrogado y no ejerció ningún tipo de violencia, hasta parecía amable, si omitía el hecho que amenazó con enviarlo juntos a personas más «persuasivas» y, efectivamente, en ese momento era trasladado.
El viaje fue considerablemente más corto que el primero y el recibimiento considerablemente más violento. Al bajar del auto, junto con otros detenidos, Franco recibió un golpe de puño en el centro del estómago que lo dejó arrodillado sobre un piso al parecer de cemento, era muy duro y  raspó sus rodillas al caer. Los otros que viajaban con él también recibieron su parte, oía los ruidos sordos propios del sonido que la gente emite ante un golpe recibido en el estómago. Las amenazas y gritos pasaron a ser la atracción principal, agregando empujones y golpes en la cabeza los llevaron al interior de una edificación, Franco notó el cambio de luz que se filtraba por el vendaje en sus ojos y el eco que tenían las palabras encerrada entre paredes. El lugar era grande, no pararon de caminar por varios minutos, entrando y saliendo de lugares cerrados a espacios abiertos. Los golpes no cesaron en ningún tramo del recorrido. Después de mucho caminar lo dejaron parado dentro de un lugar oscuro con las manos sin atar y le ordenaron que no se sacara la venda de los ojos, lo mismo que  a las otras personas que iban con él.
Franco no tenía miedo, fue decisión propia vivir esa experiencia y conocer el lugar en el que se encontraba suprimía la angustia de la incertidumbre que vivían los otros, sabía qué pasaría y no renegaba por ello, sin embargo, los otros detenidos gritaban y pedían por favor que no los lastimaran, entre ellos una mujer, podía escuchar el llanto apagado, ella no dijo una sola palabra en todo el viaje. Suprimido el sentido de la vista, sus otros sentidos trabajaban a pleno, con ellos estudió la situación de las personas que estaban a su lado y llegó a la conclusión que si no hubiese sido alertado por el sargento Migues, seguramente, estaría tan aterrado como los otros pero al conocer el destino, la cabeza y el cuerpo se preparaban de una manera distinta.
A Franco le sangraba la nariz, uno de los manotazos recibido de quién lo escoltaba tomándolo por la nuca, dio de lleno en su nariz y desde ese momento no paró de sangrar, no estaba rota pero le dolía muchísimo. El olor nauseabundo del lugar penetró en su nariz ensangrentada, varios segundos después de permanecer de pie e inmóvil en el lugar que los dejaron, reconoció el mismo olor putrefacto y purulento que olió cuando paso por el pozo de Banfield. Tenía que estar en la estancia de Arana, antes que le golpearan en la nariz, pudo percibir un aire fuerte, frío y con aroma a campo: heno, pasto y ganado, al momento que Franco intensificaba la inspiración para estar más seguro, llegó el golpe y su reconocimiento odorífero concluyó.
Se oyeron las bisagras chirriantes de una puerta grande y pesada que se cerraba, y percibió nuevamente oscuridad. Seguía con las manos sin atar pero no se animaba a sacarse todavía el pullover que le cubría los ojos. El llanto apagado de la mujer que estaba muy cerca de él, continuaba, parecía joven. Lentamente fue acercándose más a ella, el sonido provenía de su derecha, arrastrando apenas los pies por el suelo se movía hacia la muchacha.
- ¿Quién ésta ahí? - preguntó una voz queda, y Franco saltó del susto, ya casi se pegaba a la mujer y su primera impresión era que le gritaban a él-. Soy Estéfano Garay -informó la voz-. Hace cinco días que estoy en este lugar, soy de Adrogué.
Franco calculaba que pasó un poco más de diez minutos desde que se escuchó la puerta cerrarse, y Estéfano comenzó a hablar.
- Soy Andrés Parra -dijo otra voz, en la misma sintonía que Estéfano - Soy de Berisso
- Yo soy Samanta Abramovich de Capital ¿Alguien sabe algo de Olga Abramovich? Es mi madre.
- Mi nombre es Paula Senkel -dijo la voz pegada a Franco - ¿Qué pasa? ¿Por qué estoy aquí? -preguntó a todos.
Las presentaciones y los datos que todos exponían se sucedían una tras otra, Franco se sacó la venda de los ojos y con ella se limpio la sangre de la cara e intentó detener la hemorragia nasal que no cesaba. Cuando la vista se acostumbró a la penumbra del lugar, vio a los detenidos sentados en el suelo, estaban en una especie de galpón, en el suelo podía verse paja húmeda y sucia. Eran varias las personas que se encontraban es ese lugar, había paneles que dejaban rincones ocultos, Franco estimaba que tras ellos podía haber más gente. Todos tenían los ojos y las manos atadas en la espalda, pocos eran los que pudieron bajarse la venda de los ojos. Miró a los cuatro compañeros de viaje que permanecían parados como él y ellos también tenían los ojos y las manos atadas. No había guardias vigilándolos, Franco los ayudó a sentarse en un lugar más o menos seco y los hizo apoyar espalda con espalda, no se atrevió a sacarle la venda de los ojos, temía no estar cerca cuando ingresaran los guardias y a quien ayudaba, tal vez, solo traería un castigo extra.
- Oye tú -llamó a Franco uno de los que podía ver, tenía las manos atadas en la espalda y se estaba volcado hacia un costado de su cuerpo- ¿Cómo te llamas?
- Franco Hernandez, de Banfield.
- Creí que eras otra persona -dijo desilusionado el que se presentó como Darío Avelino
- ¿Por qué no tienes las manos atadas? -preguntó.
- No lo sé, no me las ataron. Sólo me vendaron los ojos.
- Te dieron duro en la nariz -aseveró Darío, veía cómo Franco se presionaba el género del pullover contra la cara.
- Si.
- Igual no fue tanto como a mí -comentó el hombre y expuso una de sus piernas- Llegué así a este lugar- agregó.
Franco se acercó a Darío, podía apreciar el muslo negro a pesar de la penumbra. Mirando la pierna podía entender porqué estaba es esa posición tan incómoda. La pierna izquierda de Darío Avelino tenía el hueso roto, una punta del fémur levantaba la piel como si se tratara de una tela y seguramente con el movimiento lastimaría todos los ligamentos internos. La lesión debía ser harto dolorosa, pero Darío sonreía de la cara de espanto de Franco, que parecía sufrir más dolor que él.
- Puedo intentar poner el hueso en posición para que no siga lastimando la pierna por dentro.
- ¿Puedes hacer eso?
- Soy médico -confesó Franco y todos prestaron atención a esas palabras.
- No puedo moverme -dijo Darío, mostrando los pantalones manchados de sus propios desechos.
- Si coloco el hueso en posición y logramos vendar con firmeza la pierna podrás moverte lentamente.
- Solo tengo que llegar hasta allí -señaló Darío, mostrando unos tachos de lata pintados de blanco en un rincón del galpón.
- Será doloroso, te soltaré las manos para que puedas ayudar.
Franco no perdió más tiempo en palabras, sabía que la pierna sin un vendaje firme no se recuperaría pero al menos podía ayudarle a sufrir menos dolor. Con firmeza se alzó sobre el muslo negro e hinchado y aplicando toda su fuerza, calzó las dos partes del hueso roto en una línea recta, la piel estirada cedió y un suspiro de alivio se oyó de los labios de Darío que soportó el dolor que implicaba acomodar un hueso roto e inflamado sin emitir un solo gemido. Con los movimientos del cuerpo del joven se desprendió un olor que apestaba todo el lugar y con una sonrisa, él pedía perdón a todos y prometía no volver a hacerlo. Franco le vendó la pierna con el pullover que tenía el las manos pero no era suficiente.
- Rompa el pantalón doctor -sugirió una de las mujeres que estaba mirando el accionar de Franco y vio su expresión de descontento con el vendaje insuficiente.
- Puede romperlo, no creo congelarme con la fiebre que me da - afirmó Darío.
 Franco rompió el pantalón desde el mismo muslo, y sin pensar en lo que humedecía el pedazo de tela de Jeans terminó de vendar el muslo.
- Mantenla recta - indicó  dejando la pierna en posición-. ¿Cómo te hicieron eso?
- Intenté escapar -dijo Darío y no agregó nada más.
- ¿Hace cuánto tiempo que estás aquí?
- Un mes, no me mueven porque nadie quiere levantarme, creo que están esperado que gangrene la pierna y muera.
- Busco a Serrano ¿estuvo aquí? -preguntó susurrando, no quería que los demás escucharan.
- ¿El viejo Serrano? ¿al que le mataron a la mujer?
- ¿Lo conociste?
- Si, se lo llevaron hace tres días.
- ¿Estaba vivo?
- Todavía, pero no sé adónde se lo llevaron.
- Está bien Darío, descansa.
- Gracias doctor.
No fue la única herida que atendió Franco ese primer día en el galpón, más detenidos pidieron su ayuda y él accedió a contemplar y a tratar de aliviar el dolor de aquellos que lo llamaban. La colaboración de todos los detenidos era conmovedora, todos prestaban oídos a los pasos de los guardias y daban el aviso de detenerse y volver a colocarse las vendas cuando se los oía cerca,  ese día ninguno de los hielasangres entró al galpón.
La actividad de los guardias dentro del galpón comenzó mucho después del anochecer, a la primera que se llevaron fue a la muchacha que llegó con él, Paula Senkel, minutos después se llevaron a otro de los jóvenes con los cuales ingresó y la tercera vez que los guardias entraron al galpón lo levantaron en vilo y a empujones lo hicieron salir del lugar. Franco se había sacado un chaleco de lanilla para vendarse los ojos, después que atendiera a Daniel, en ningún momento, los guardias  se dieron cuenta del cambio de vendaje. Entre insultos y gritos los tipos que lo arreaban como al ganado, decían que estaba por conocer la máquina de la verdad.
- Con ese artefacto nadie puede mentir -gritaban los dos o tres guardias que lo empujaban y reían-, ni siquiera usted tordo -dijo uno de ellos y Franco comprendió que todos sabían que era médico.
En la nueva estancia que lo introdujeron la música de tango sonaba fuerte. Era una radio, el locutor presentó el siguiente tango al concluir el que sonaba cuando Franco ingresó. Lo sentaron en una silla y un hombre de aliento más fétido que el de Darío se acercó a él diciendo que era capellán del ejército y que escucharía sus pecados.
- Arrepiéntete de tus faltas y Dios las perdonará. Dime que has hecho y con quien para que nosotros te perdonemos.
- No hice nada - dijo Franco, entrando en pánico, aunque se esforzaba para no sentirlo.
El capellán se alejó y entre dos hombres lo desnudaron y acostaron en un catre duro, se sentía como un potro de madera, le ataron las manos con alambres y los pies separados se los ataron con trapos. Franco podía oír los gritos de la joven que estaba siendo torturada y se escuchaba sobre la música que sonaba en la radio.
- Diga qué hizo tordo, es mejor que comience a cantar -advirtió uno de los hombres.
- ¡No he hecho nada, no conozco a nadie! -gritó Franco.
- Diga con quien anda tordo, díganos los nombres de los que ha liberado.
Franco quedó aturdido por lo que acababa de decir su torturador y por el dolor que sintió después de oler a carne quemada. Un terrible dolor en el pecho le atravesó el cuerpo y antes de que pudiera terminar de impactarse con ese dolor, volvió a sentir el pinchazo de la picana sobre el otro pezón.
- Hable tordo, ¿dígame a cuántos detenidos ha liberado?
- No he liberado a nadie -gritó, atravesado por el dolor y tenso por saber que la tortura recién empezaba.
Lo picanearon en los genitales, en la cara muy cerca de los ojos y en otras partes  sensibles del cuerpo, la pregunta siempre era la misma. El torturador quería los nombres de los detenidos que ayudó a escapar desde su posición privilegiada, reprochaba la falta de fidelidad hacia el sistema y reclamaba el hacerlo trabajar de más, según sus palabras, se suponía que solo a los enemigos debía torturar. Después de aplicarle la tortura con descargas eléctricas, lo soltaron de su amarre al potro y le sumergieron la cabeza en un balde con agua. Repitieron la metodología varias veces, mientras tenía la cabeza sumergida, el cuerpo contraído y las manos cerradas, gritaban que si tenía algo para confesar abriera las manos. Franco abría las manos cuando ya no aguantaba más la respiración y los tipos le sacaban la cabeza del balde, al no decir nada y solo tomar aire, volvían a sumergirlo. Al terminar la sesión, Franco apenas se sostenía en pie y lo obligaron a permanecer parado en un rincón de la sala por varias horas, cada vez que estaba decayendo lo pateaban o le golpeaban la cabeza para que se parase derecho.
Lo sacaron de la sala en la que lo torturaron por varias horas y lo metieron en un calabozo pequeño, no lo llevaron al galpón. Nunca le sacaron la venda de los ojos, a pesar del cansancio, todavía estaba en condiciones de reconocer que no caminó la misma distancia recorrida desde el galpón hacia la tortura, hizo solo unos pocos pasos antes que lo empujaran a un recinto en el que chocó rápidamente contra la pared opuesta a la puerta. Estaba descalzo, sus zapatos quedaron en la sala y podía sentir el agua helada mojarle las plantas de los pies. Uno de los guardias le arrojó algo de ropa sobre la espalda y lo dejaron solo.
Franco seguía con las manos sin atar, era una deferencia que no entendía pero que no estaba en condiciones de objetar. Se bajó la venda de los ojos, se vistió con el pantalón y la remera mangas cortas que le arrojaron, que por suerte era la suya, y se sentó en el suelo mojado. Su cuerpo estaba exhausto, calculaba que hacía más de veintiséis horas que no dormía ni probaba bocado. Examinó muy someramente las quemaduras que le produjo la picana en la piel y determinó que eran superficiales.
 En el nuevo calabozo, escuchaba los gritos de las personas que eran torturadas, estaba muy cerca y no podía parar de estremecerse con los gritos desesperados de las mujeres que gritaban «¡Nooo!» por sobre todas las cosas. Mucho tiempo después de acurrucarse en un rincón se quedó dormido.
Franco despertó al recibir un baldazo de agua fría, tenía el cuerpo duro no podía moverse, le dolía hasta el respirar. Dos hombres lo levantaron tomándole un brazo cada uno y lo arrastraron a la sala en la que estuvo la madrugada anterior. Nuevamente lo desnudaron y lo acostaron en el potro de tortura, atándole las muñecas con alambres y los pies separados con sogas o trapos. Conociendo lo sufrido la madrugada anterior, Franco estaba verdaderamente asustado, ya no le parecía buena idea su acto de altruismo para dar con el padre de Eugenia. La amaba pero a esa altura estimaba que el amor no merecía tanto sacrificio, tendría que haber aceptado el consejo de Migues y largado lo más lejos que hubiese podido.
Los hielasangres, no eran los mismos, hablaron entre ellos en un rincón antes de acercarse a él. En su estado de embotamiento físico y mental, pudo escuchar que uno de ellos estaba enfadado, blasfemaba gritando y arrojando a un lado las cosas que se cruzaban en su camino. Franco reconoció esa voz, pero no pudo ponerle cara. Sabía que lo conocía, la venda en los ojos seguía impidiéndole la visión, pero ninguna de las voces era igual a la de sus primeros torturadores. Intentó despejar su mente de la neblina mental para saber por qué discutían y pudo oír que uno de ellos reprochaba el estado de Franco al otro. Al parecer no quería iniciar el tormento que le tocaba.
- ¡No me parece! ¡Si a alguien se le ocurre decir cualquier boludez, terminamos igual! -gritó la primera frase clara que Franco pudo interpretar.
- Es un maldito vende patria.
- No estoy del todo seguro, esto no prueba nada -objetó, agitando lo que parecían ser papeles.
- O lo haces tú o lo hago yo, esas son las órdenes.
- No lo haré.
- Cuidado con lo que haces «negro», no quiero verte en esa situación en un par de semanas, yo no tendré reparos cuando estés ahí.
- No lo dudaría.
Más golpes y cosas que se estrellaban contra otras cosas escuchaba Franco acostado en el catre de madera. Oía la discusión y la negativa de uno de los torturadores a cumplir con la orden de comenzar el tormento, Franco estaba seguro de conocer a ese hombre y seguramente, él también lo había reconocido. Su objeción era clara, el hecho que Franco estuviera sufriendo acostado en la cama de torturas, demostraba a todos que ninguno estaba exento de pasar al otro bando. Escuchó un fuerte portazo después de oír palabras que hablaban de un traslado, pero no pudo comprenderlas del todo. Segundos después del golpe de la puerta, Franco sintió un profundo dolor en el vientre y comenzaron las preguntas sobre quienes eran las personas que dejó escapar y sus esperanzas de salvarse gracias al remordimiento de algunos hielasangres se fue por la cloaca como el agua que le tiraban antes de ponerle el artilugio que pasaba la corriente a su cuerpo. .
Los guardias llevaron a Franco a la misma celda cuando acabó la tortura, un poco más leve que la anterior pero su cuerpo estaba más deteriorado y lastimado. Se quedó sentado en el vértice menos mojado y no le quedó otra alternativa que oír los gritos de los otros torturados. Deseaba morir, no quería seguir sufriendo las calamidades a la que lo sometían y el frío que le congelaba la sangre. Cambió la posición y se acostó sobre el suelo mojado. Quiso que la muerte lo encontrara en ese lugar, si tenía suerte moriría de frío en lo que quedaba de la madrugada. Unos golpes provenientes de la pared contigua, lo sacaron de su parsimonia, se arrastró hacia la pared en la que oyó el golpe y respondió golpeando suavemente. Tuvo contestación inmediata desde el otro lado con el mismo sistema. Se sentó en el lugar menos mojado, esa comunicación con el detenido inyectó una pizca de ánimo a su alma abatida. Los golpes siguieron por largo rato y Franco determinó que si los otros podían aguantar semejante tortura, al menos debía intentarlo.
De noche, volvieron a sacarlo de la pequeña celda, en esa oportunidad un solo hielasangre lo levantó de los pelos y lo arrastró hacia afuera, allí se encontró hombro a hombro con el detenido con el que estuvo manteniendo una comunicación mediante los golpes en la pared y lo ayudó a mantenerse lúcido durante ese día. No podía ver pero no necesitaba hacerlo para saber que era tratado de la misma forma, otros detenidos de celdas contiguas también fueron obligados a abandonar su cubículo. A empujones se los llevaron de ese sector, caminaron mucho y salieron a la noche, Franco podía sentir el aire helado penetrar la fina camiseta de algodón que estaba tan húmeda como sus pantalones, con sus pies descalzos pisaba el pasto congelado por la escarcha. No lloraba ni gritaba como lo hacían algunos de los que marchaban a su lado, él se concentraba en mover sus piernas que, por momentos, se aflojaban y caía de rodillas sobre la tierra. Oía ladridos de perros cercanos cuando lo pararon de espalda a una pared, podía sentir la respiración de personas a su derecha y a su izquierda parados en la misma posición. Cuando el temblor del cuerpo descansaba por unos segundos oía el llanto apagado de la mujer que reconoció como la misma que llegó con él a ese lugar. Franco se desconectó dos segundos de la situación que estaba viviendo para tratar de recordar el nombre de la muchacha, no oía los insultos de los guardias, ni el ladrido de los perros… dos segundos: ¡Paula!, la muchacha se llamaba Paula. Una vez que su memoria capturó de su cosmos la información que necesitaba volvió a escuchar al guardia y todos los demás ruidos perdidos.
- Ya les queda poco tiempo -gritó uno de los guardias sobre el murmullo - ¡Hoy van a saber lo que hacemos con los vende patria y con los subversivos hijos de puta! -el guardia comenzó hablando en un tono alto y terminó gritando.
Los detenidos más jóvenes no reprimieron el llanto y comenzaron a pedir por sus madres. Otros, como él, pensaban en silencio en sus familias y elevaban una plegaria cargada de reproches hacia Dios.
El mismo capellán de aliento fétido que se presentó el día anterior, se acercó a Franco para insinuarle que era momento de confesar sus pecados para poder entrar al cielo. Franco se mantuvo en silencio y escuchó cómo el capellán hablaba para todos los que iban a ser ejecutados.
- Ha llegado el momento de pagar por sus pecados contra su país, que Dios misericordioso los perdone cuando estén frente a él en las puertas del cielo. Su patria los condena a morir esta noche -comenzó diciendo el capellán a voz alzada, hizo una pausa como esperando el arrepentimiento de alguno de los que estaban por ser ejecutados y ante el silencio de todos los presentes comenzó a rezar el Padre Nuestro. Uno de los guardias más viejos dio la orden de preparar armas y un grupo de sus subordinados se paró frente a los hombres y levantaron sus armas haciendo mucho ruido. Los rezos, llantos y plegarias se hicieron más fuertes y también más agudos. Nadie oía las palabras del capellán que los exhortaba por última vez a hablar y arrepentirse de sus pecados. Los guardias preparados con sus armas apuntando a los detenidos dispararon a la orden de su jefe.
- « ¡Fuego!»

 

 

Capítulo 14


Soñó que estaba en España, Franco estaba a su lado tomando su mano, sonreía y lanzaba pícaras miradas con sus bellos ojos azules. Ella también sonreía y no reprimía el impulso de tomarlo de la cara para besarle los labios. Juntos y felices, sentía paz como nunca antes sintió y una plenitud placentera colmaba su alegría y sus pensamientos al saber que a Franco le pasaba lo mismo. Caminaban por calles arboladas en un día a pleno sol, no hacía frío y a la calidez del clima se sumaba la de estar juntos dirigiéndose a visitar a sus familias. Todo era perfecto hasta que una sombra negra salió desde atrás de un árbol y se paró delante de ellos. La figura oscura no tenía rostro pero Eugenia reconoció la voz de Antonio. Él los obligaba a separarse y se la llevaba lejos de Franco, que se quedaba parado mirando como se perdía en la sombra.
Eugenia despertó sobresaltada y su primer pensamiento fue para Franco, se preguntaba qué habría hecho después que lo dejó, necesitaba saber si intentó buscarla o se abría marchado. El vacío le hizo doler el estómago, una angustia lacerante le comprimía el pecho al reprocharse haber dejado su casa. Ya no estaba enojada por la mentira, en lo profundo de su alma, sentía que conocía a Franco mucho más de lo que nunca podría conocer a Antonio y sus instintos gritaban que Franco era buena persona. Tampoco descartaba la fuente de la información, Antonio no era precisamente fiable, podría decir cualquier cosa para mantener a la gente apartada de ella, Eugenia lamentaba hacer ese descubrimiento cuando ya estaba muy lejos de todos.
Franco tenía razón, su relación con Antonio nunca fue pasional. Nunca podría sentir con él, el fuego que provocó Franco cuando susurró por primera vez en su oído, ni la agitación de su cuerpo al sentir las caricias de sus manos. Las noches que obligadamente compartió con Antonio, cuando él la tocaba sentía nauseas, aguantaba cuánto podía y luego se levantaba con la excusa de ir al baño para dejar de sentir las manos calientes ultrajar su cuerpo. Lo miró dormir a su lado y la embargó el asco y una repulsión muy parecida a la que sintió cuando uno de los secuestradores la manoseó.
No se casaría. Si el destino le tendió una mano suspendiendo la ceremonia, ella completaría el trabajo y escaparía de Antonio. Huiría en ese instante y contra todos los riesgos, iría a buscar a Franco, rogaría que huyera con ella, estaba segura que Franco sentía lo mismo y no habría impedimentos para dejar todo. Si era cierto que el padre de Antonio libró la orden de liberar a su hermana y a su padre, no daría marcha atrás por la obsesión de su hijo por una mujer. Y si lo que dijo Antonio sobre su padre era mentira, el hecho de contraer matrimonio no solucionaría nada. A su entender, Antonio no tenía ninguna injerencia en las Fuerza Armadas más que la influencia por parentesco que aportaba su apellido. Eugenia tenía claro que nada ganaba escapando, pero estaba segura que perdería la vida si se quedaba.
Antonio estaba profundamente dormido, Eugenia se vistió con rapidez y con sumo cuidado abrió la puerta de la casa que mantenía la llave puesta, algo que siempre ocurría en presencia de Antonio. Eugenia estaba convencida que seis jornadas de convivencia pacífica por las noches y encierros aceptados durante el día, fueron los que aportaron la confianza de Antonio que se sustentaba en el chantaje de casamiento para recuperar a su familia y él pensaba que no osaría con incumplirlo.
A Eugenia le quedaba por descubrir una nueva mala noticia, ella no sabía que Antonio incluyó en la lista de detenciones a Franco y a su amiga Paula, por eso, él sentía tanta tranquilidad por las noches. Si dinero y sin personas a quien recurrir, no llegaría a ningún lado si intentaba dejarlo.
Una vez afuera, Eugenia cerró la puerta con total cautela y arrojó las llaves al agua cuando pasaba por la piscina de la casa que acumuló agua de lluvia, ya estaba verde e impedía visualizar el fondo. El perro de la familia que dormía del otro lado de la casa principal comenzó a ladrar y Eugenia podía escuchar los pasos del animal que venía hacia ella, no ganaría una carrera de velocidad a un pastor alemán, por eso, desistió de su idea de llegar a la entrada principal para trepar por la columna de cemento que sostenía el gran portón de madera y se trepó a una rama de árbol que estaba pegada a la muralla de arbustos que hacía de malla perimetral. Por suerte, el perro llegó hasta ella cuando ganó una altura que impedía el ataque, pero la falta de ramas cercanas para seguir ascendiendo a la altura de la valla a sortear era una dificultad impensada. Su cabeza quedaba, por lo menos, a veinte centímetros debajo del límite de altura, la siguiente rama a trepar le llegaba al pecho y el perro no dejaba de ladrar y saltar para morderle los pies. Toda la situación se complicó más al escuchar pisadas de personas provenientes del frente de la propiedad, con desesperación utilizó todas sus fuerzas para trepar a la rama que tenía en el pecho y apenas pudo conseguirlo sin desollarse el vientre, sentía la quemazón de la herida, sin embargo, al estar arriba de la rama sin pensar que seguiría lastimándose se arrojó sobre el follaje duro del ligustro y luego se dejó caer hacia la acera.
El perro ladraba mirando hacia las ramas del árbol cuando los hombres llegaron hasta él, eran dos.
Eugenia acurrucada detrás de las ramas gruesas del ligustro, escuchaba sus voces y podía distinguir el logo de la campera de uno de ellos, era la misma que usaba su cuñado. Eran custodios que vigilarían la puerta de ingreso. Jamás hubiese logrado escapar si llegaba hasta la entrada de la casa. Mentalmente, agradeció al perro y se prometió comprarse uno cuando toda la pesadilla acabase.
- ¿Qué le pasa a este perro? -preguntó uno de los custodios mirando hacia arriba, en la misma dirección que lo hacía el can.
- No veo nada allá arriba -replicó el otro, iluminando con su linterna las ramas superiores del árbol
- ¡Callate perro de mierda! -clamó el que se las había tomado con el perro, que solo hacía bien su trabajo, no como ellos.
- Habrá cruzado un gato listo por el parque y este animal estúpido comenzó a ladrar- especuló el de la linterna que alumbraba las ramas del árbol.
Los hombre regresaron haciendo serpentear el haz de luz de la linterna a lo largo de todo el camino de regreso y Eugenia salió corriendo en dirección contraria pegándose a los arbustos, al llegar a la esquina cruzó la calle y siguió corriendo. Era de madrugada, la calle estaba desierta y solo podía pensar en  la noche que se encontró con Franco en similares condiciones, la única ausente era la lluvia. Esa noche Franco no la rescató, la luz que emergía del techo de un auto policial la asustó, se metió por una calle oscura y al mirar atrás, el reflejo de la luz acercándose estaba acabando con su coraje, dejó de correr. Hizo tres o cuatro pasos con la cabeza volteada hacia atrás viendo como el auto se cercaba, estaba a punto de renunciar a la huida cuando al mirar de frente, una iglesia se levantaba delante de ella. Las puertas de la iglesia no estaban abiertas, pero podía ingresar al patio interno por un lateral del edificio, corrió hasta allí y se perdió de la vista de la calle. Encontró un refugió solitario que la protegía de la vista de los policías, de los peligros de la noche y de su propio miedo. Acurrucada en el rincón más alejado de la galería de una capilla pequeña detrás de la iglesia principal, se ocultó entre una imagen gigante de la virgen María que abría las manos a los feligreses en la entrada de un confesionario y una gruesa columna. Esa noche más que nunca, Eugenia extrañaba el sobre todo negro de su hermana que dejó en casa de la hermana de Antonio. Para su tranquilidad, el pantalón que vestía era negro y el suéter de lana que logró colocarse sobre la camiseta de dormir era de un azul muy oscuro, pero nada tenía para cubrirse la cabeza, sus cabellos claros y su fisonomía femenina saltaban a la vista a cada paso que daba, con el sobretodo negro se sentía resguardada y se ocultaba del mundo.
Eugenia sopesó sus alternativas, todavía estaba a tiempo de regresar junto a Antonio y acatar con sometimiento su destino de convertirse en su esposa, en pos de la promesa de recuperar a su familia o podía seguir con la locura que estaba llevando a cabo, confiando en un hombre que conoció hacía menos de un mes, de quién no tenía clara su verdadera personalidad y del cuál no estaba segura de volver a recibir ayuda.
Días posteriores a recibir la noticia de su propio casamiento, Eugenia comprendió en su dimensión la verdadera naturaleza de Antonio, cada vez tenía menos reparos en disfrazar el chantaje. Todo llegaría después que estuvieran felizmente casados: la supresión de su pedido de captura, la liberación de su padre y de su hermana y también cargó un motivo de peso más para llevar a cabo su matrimonio sin que ella pudiera negarse o postergarlo: en médico Franco Hernández era investigado por ayudar a escapar a los detenidos, si la causa seguía era muy probable que siguiera el mismo destino que sus socorridos, pero Antonio prometió todo quedaría en la nada cuando ella luciera el anillo en el dedo. El hombre que la rescató la noche del secuestro continuaría con su vida, sin saber de la amenaza que pesaba sobre su cabeza, Antonio insinuaba que si ella era una persona agradecida, actuaría en consecuencia.
Volvió el recuerdo dos días atrás, día en el que tendría que haberse celebrado la boda, se suspendió por un imprevisto ataque de los rebeldes montoneros con bombas molotov a una sede administrativa del ejército en la ciudad que, oportunamente, estaba situada pegado al edificio del Registro Civil en la que se llevaría a cabo la unión. El ataque fue durante la madrugada, los daños a la estructura edilicia fueron significativos por el fuego que iniciaron los artefactos explosivos y a primera hora de la mañana, mientras Antonio se vestía para la boda en casa de su hermana, recibió el llamado del registro civil que comunicaba la postergación de la ceremonia. Al anunciar la noticia a una postrada Eugenia que se negaba a vestir para el enlace, Antonio estaba fuera de sí. En la casa que ocupaban se sacó el esmoquin y lo arrojó al suelo para salir echando humo por las orejas, maldiciendo y puteando a todo el mundo. Esa noche, llegó muy tarde y apenas si cruzaron dos palabras. Ella no durmió la noche anterior pensando en su eminente boda y durante el día, la agobiaba la idea de que Antonio pudiera cometer alguna locura a juzgar por el estado alterado con el que se marchó de la casa.
Los recuerdos no hicieron más que afianzar su determinación, seguiría su camino hacia Franco, no retrocedería en su decisión. Ese supuesto acto de terrorismo que la salvó de su propia condena, era una señal que no desoiría. Esperaría a que avanzara un poco más la madrugada y se subiría al primer colectivo que transitara cerca. Llegaría hasta Franco costase lo que costase. Determinada a continuar, comenzó a rezar a los pies de la virgen.

Los los pedazos de piedras que golpeaban su cabeza y el polvo que respiraba anunciaban a Franco que no estaba muerto. Pronto comprendió que las personas a su lado tampoco. Los sometieron a un simulacro de fusilamiento para conseguir alguna información que no pudieron extraer con sus otros «métodos persuasivos», tal como llamó a esos procedimientos el militar en la comisaría de La Plata. No sabía si con el simulacro asesinaron a alguien esa noche, de lo que estaba seguro era que los dos que estaban parados a su lado vivían y  escuchó el llanto de los otros jóvenes.
Maldiciéndolos a todos por el frío que les hacían pasar, los guardias volvieron a empujarlos para emprender el regreso a sus calabozos. No los dejaron en el galpón, los llevaron a las celdas pequeñas. A Franco lo dejaron en una que estaba seca, no había agua en el piso, fue lo primero que advirtió con sus pies descalzos. Se descubrió los ojos para ponerse el fino suéter con el que se los tapaba y vio tirado en suelo una manta de lana sucia y manchada, pero ni bien Franco sintió que los pasos de los guardias se alejaron se la colocó en la espalda. La remera estaba casi seca y el calor reconfortante que sintió con la manta lo adormeció.
Franco no comía desde la última cena que disfrutó en su casa y tampoco tocó agua limpia en todo el tiempo que llevaba detenido. Días atrás, observó sus manos ennegrecidas de mugre y sangre y se sacó varios piojos al rascarse la comezón irritante de a cabeza. No lo llevaron a la sala de torturas los días posteriores pero uno de los guardias lo golpeó varias veces con la dura cachiporra al sorprenderlo durmiendo sin la venda en los ojos. Desde ese momento, tenía las manos atadas a la espalda con un trapo que se enroncaba en su cuello, de esa manera, si bajaba mucho los brazos se ahorcaría él mismo. En los ojos le pusieron dos trozos de algodón y le envolvieron la cabeza con una cinta adhesiva, imposible sacársela. Con su nueva situación, perdió la noción del tiempo. No estaba seguro de las horas o los días pasados.
Los dolores que Franco sufría eran tan insoportables que no sentía el olor nauseabundo ni el hambre atroz que sintió los días pasados. Estaba despierto, permanecía quieto y tendido de costado sobre la manta, por momentos bajaba las manos hasta llegar al punto de estrangulamiento, pero luego aflojaba. La imagen de su madre y el de Eugenia cruzaban por su mente... y aflojaba. No podría soportar otra tortura pero la esperaba. Desde su posición en el piso, escuchaba con atención al ruido que se colaba por debajo de la puerta de chapa cuando las botas de los guardias pasaban por ella, el chocar de la suela dura contra el piso hacía que su cuerpo se tensara de tal manera que al dejar de escucharlas entraba casi en la inconsciencia. Ya no respondía a los golpes en la pared de sus compañeros de la celda continua, en su nueva prisión tenía uno o dos de cada lado. En los períodos de silencio, que eran muy pocos, escuchaba el murmullo de hombres pero no sabía de qué celda venían ni tenía interés en saberlo.
Allí tirado, Franco pensaba en el simulacro de fusilamiento, habría deseado que no lo hubiese sido, todo hubiese acabado para él. Padecía ese sufrimiento por su propia terquedad, se enamoró de una mujer que pasó tan fugazmente por su vida como la sombra de una nube solitaria. Sufría por ella aquellas torturas que lo llevarían a la muerte y dudaba que algún día Eugenia supiese lo que hizo por el amor que sentía por ella. Eugenia era un misterio para él, lo único que sabía era que la noche que hicieron el amor, ella se entregó sinceramente. Deseó, disfrutó y necesitó esa unión tanto como él. Eugenia no era indiferente a los sentimientos que a él avasallaron, dejándolo desprovisto de la capacidad de pensar su vida sin ella, podía verlo en sus ojos claros que se nublaban de deseo con simples besos. Juraría que a ella le pasaba lo mismo, solo que tenía otras preocupaciones en la cabeza por eso no podía vivir esa pasión libremente.

Simultáneamente, Franco y Eugenia se recordaban esa madrugada. Ella escondida y asustada detrás de la imagen de una virgen escapando de Antonio. Él tirado en el piso de una celda, atado, enceguecido y muy herido. Los dos estaban arriesgándose por algo que no estaba definido ni era seguro entre ellos.
Se separaron sin compromisos de por medio pero no se dijeron adiós y esa despedida pendiente era toda la esperanza que necesitaban para arriesgarse por el otro. Sólo los unía la noche de amor compartida, una única noche y la casi certeza que al otro le pasaba lo mismo por la cabeza, por el alma, por los sentidos y por el cuerpo al recordarse.
El pensamiento de ambos era casi el mismo: sería muy fácil, menos traumático y hasta casi más sabio dejarse guiar, seguir el camino que otros trazaban, obedecer, someterse y resignarse ¿Luchar? ¿Para qué? No tenía caso. El desconsuelo y la desesperanza atacaron a los dos en el mismo momento, a pesar de estar a varios kilómetros de distancia y a días de no saber nada uno del otro, en el mismo preciso instante sentían lo mismo.
Eugenia se acostó en el piso, su brío la abandonó cuando sintió los pies congelados y las manos casi inmóviles de frío y recapacitó sobre el lazo que la unía a Franco, no existía tal lazo. No había nada entre ellos, estaba persiguiendo a un espejismo. Pensó en quedarse ahí hasta que la encontraran y algún policía la llevara junto a Antonio para acabar con su vida.
Franco bajó nuevamente los brazos en la espalda decidido a terminar aquello que interrumpió muchas veces.
Con los ojos cerrados, ambos se rendían a la maldad, a la injustica y a la crueldad. Se llevaban una noche de amor, una única, verdadera y placentera pasión compartida y el amor de cada una de sus familias. Eso era todo. Cada uno moría como podía, no cómo quería, y Eugenia pensaba que la verdadera muerte sería más benévola para ella que lo que le esperaba junto a Antonio, pero en su naturaleza no estaba acabar con su propia vida.
- Pasé noches en vela… desafié al destino. Serás lo que sos, quedé presa de vos y de lo que fingiste -susurró Eugenia pensando en Franco, con la cara pegada al pie de la virgen-. Cuando la luz del ocaso cegue mis pasos pararé a un costado, aunque la voz del camino, de lejos, me grite ¡segui! -siguió farfullando con palabras apenas audibles. Apretó más fuerte los ojos y se dejó caer todavía más cerca del piso y en esa nueva posición hizo silencio.
- ¡Levantate y seguí! - fue la voz de Franco que llegó con el viento,  no fue producto de su imaginación, ella escuchó su voz.
Llorando, Eugenia se levantó de los pies de la virgen y salió a la calle, olvidando sus dolores y el frío. Dos colectivos de pasajeros venían uno detrás del otro y ella extendió la mano para parar al primero.

No podía hacerlo. Aflojó los brazos.
- ¡Levantate y seguí!- fue el grito potente que salió de su garganta y se puso de pie - ¡Todo lo que hice, lo hago, seguiré siendo lo que soy! -volvió a gritar Franco con la cabeza bien levantada hacia el techo, escupiendo las palabras que salían sin tener una correcta coordinación-. ¡Voy a seguir! ¡Voy a vivir! ¡Voy a gritar! -siguió proclamando con la cara bañada en lágrimas y la voz que se le cortaba por el mismo llanto- ¡Y a gritar!
Lloraba, caminaba enloquecido de un lado a otro, se chocaba con las paredes y pateaba la puerta. Los otros detenidos también empezaron a gritar igual que él y a golpear las paredes y a sus propias puertas de chapa.
- ¡Y gritar… hasta que escuche Dios!  -fue el grito más claro y potente que salió de su garganta.
- ¡Gritar hasta que escuche Dios! - se escuchó de una celda cercana.
La frase se diseminó por todas las celdas, por todas las gargantas. Se repetía una y otra vez. Una y otra vez...
- ¡Gritar hasta que escuche Dios!

 

Capítulo 15


La generosidad de la gente que se cruzó esa noche en su camino la emocionó y alentó a seguir adelante. Desde los choferes de los dos colectivos que la llevaron sin pagar el boleto, hasta una señora que le regaló una bufanda al ver que ella temblaba de frío en un rincón del colectivo. En el reloj del transporte de pasajeros, que la dejó a veinte cuadras de la casa de Franco, marcaba seis menos veinte de la mañana la última vez que miró el reloj antes de bajar.
Corriendo algunas cuadras y caminando lo más rápido posible cuando ya no podía correr, llegó al complejo de edificios de monoblocks sin aliento. Reconoció a varios vecinos de Franco, de otros edificios que salían a la cumplir con sus deberes diarios, ella no los conocía pero a todos saludó con un «buen día» y ellos devolvían el saludo, subió las escaleras hasta el segundo piso y tocó el timbre. Cinco timbrazos y nadie acudía a abrir la puerta. No se dejó dominar por la impaciencia, el grito desesperado de Franco que escuchó en la iglesia seguía repiqueteando en su cabeza y la impulsaba a no bajar los brazos. Seguiría, ya se había levantado, solo tenía que continuar andando. Bajó las escaleras y al salir al patio caminó hacia la escalera de emergencia  a un costado de la entrada principal. Las ventanas de Franco no tenían rejas, probaría abrir la persiana de chapa que recubría la ventana de vidrio para poder entrar a esperarlo, mientras subía los escalones intentaba convencerse que Franco no estaba en casa porque le tocó la guardia en el hospital.
No salía de su estupor, la piel se le erizó por completo y no paraba de temblar. La casa de Franco era un desastre. Algunos objetos de la cocina, estaban desparramados en el piso y otros en la mesada. Faltaba la heladera, la cocina y sólo quedaba una silla de madera arrimada a la mesa. En el sofá había algo de ropa vieja de Franco tirada sin cuidado y la habitación era un caos. Papeles revueltos, más ropa tirada y el colchón destrozado, lo tajearon y sacaron el relleno de lana gruesa esparciéndolo por toda la habitación. Las tres puertas del ropero estaban abiertas y el espejo de la del medio podía apreciarse brillando en pedazos pequeños entre el relleno blanco que alfombraba el piso y lo que quedaba de cama. No se salvó ni el baño, allí faltaba el botiquín con espejo frontal, el depósito de descarga de agua del inodoro fue desarmado y un hilo de agua se escapaba en un costado e inundaba el pequeño espacio. Era una suerte que la rejilla de desagüe no estuviera tapada, de otra manera, el agua habría salido hacia el pasillo y el resto de la casa. Después de pasar dos veces por cada una de las estancias de la pequeña casa para comprobar la magnitud del daño, Eugenia se sentó en la única silla que quedaba en la cocina. Su primer impulso fue levantar las cosas tiradas pero recapacitó justo a tiempo y dejó todo tal como estaba, si los que se llevaron a Franco regresaban se darían cuenta que alguien estuvo ese lugar y Antonio no tendría dudas que habría sido ella. No hacía falta que nadie confirmara nada, no tenía dudas que Franco fue secuestrado tal y como lo hicieron con su familia. Los últimos días, Antonio habló en varias oportunidades de la suerte que podía correr el médico, ella pensó que solo alardeaba, y si Franco era una persona que colaboraba con el régimen confrontaría con sus propias influencias a las de Antonio. Darse cuenta que Franco sufrió lo mismo que su familia la llenaba de dolor pero demostraba que su intuición con respecto a Franco era acertada. Más que nunca se convenció que abandonar a Antonio fue la decisión más correcta que pudo tomar. Corroboró que no podía creer una sola de sus palabras, prometió dejar tranquilo al médico una vez que estuvieran casados, sin embargo, era evidente que el destino de Franco ya estaba sellado cuando le mentía a la cara.
Miró el reloj que estaba en una pared en la cocina, marcaba las siete y cinco de la mañana, Antonio ya debería saber que ella lo dejó y probablemente iría hasta ese lugar. Eugenia tenía la certeza que Antonio sabía mucho más de Franco Hernández de lo que ella podía imaginar. Tenía que abandonar ese lugar. Se levantó de la silla y se dirigió a la escalera de emergencia, al salir al exterior miró la ventana cerrada del departamento lindante.
- Quizá, estén a conviviendo otra vez en un mismo lugar - dijo en voz alta Eugenia, exponiendo sus pensamientos al aire, imaginando que pudieron llevarse a Franco al mismo lugar que a su vecino.
¡Su vecino…! Lo  llevaron… ¡El departamento estaba vacío! No se debatió si era correcto o no lo que estaba por hacer, solo lo hizo. Abrió de la misma manera la ventana como lo hizo con de Franco y entró al departamento. Si una pizca de duda le quedaba a Eugenia con respeto al destino de Franco, se borró al comprobar el mismo estado de desastre que dejaron los secuestradores en la casa en la entró furtivamente. Era un calco de lo que hicieron en casa de Franco y en su propia casa. En la cocina, una vieja heladera Siam y una cocina aun más vieja no fueron blanco de los saqueos, eran artefactos viejos y en mal estado por eso no se los llevaron. El departamento era exactamente igual al de Franco pero los muebles eran más viejos motivo por el cual el despojo no fue tan importante, sí lo era el desorden.
Eugenia decidió quedarse allí ese día para pensar cuál sería el camino a seguir. El polvo acumulado en los muebles daba cuenta que nadie lo habitó en las semanas posteriores al secuestro, confiaba en que la situación seguiría igual por dos o tres días más.
No quería sentarse a pensar todavía, así que verificó si la cocina mantenía el servicio de gas natural y respiró de alivio al comprobar que se encendía. No perdió tiempo y corrió a encender el tiro balanceado para calefaccionar el ambiente. También verificó el agua que no tardó en demostrar con un potente chorro que seguía fluyendo sin inconveniente por las cañerías. Con el servicio de gas y el de agua estaba en la gloria, no esperaba la sorpresa que le tenía preparado aquel lugar, desde su posición frente a la puerta del baño vio tirado debajo de una mesa, que también estaba tirada, un aparato telefónico. Con lentitud caminó hasta el lugar, acomodó la mesa y levantó el aparato que seguía conectado a la pared, sin esperar levantó el tubo y casi salta de alegría al oír el «thuuu» característico del tono de la línea habilitada.
Llamó a la casa de su abuela durante dos horas seguidas y nadie contestó del otro lado. Intentó comunicarse con Paula, la única amiga que le quedaba y, tampoco, nadie contestaba a sus llamados. Angustiada y con un nudo en la garganta que intentaba hacer pasar con ideas positivas, acomodó el cuarto en el que pensaba dormir. Enjuagó las sábanas que estaban tiradas en el piso del dormitorio para poder usarlas en la cama, las colocó frente al tiro balanceado para su secado y tomó nuevamente el teléfono. En la casa de su abuela seguía el silencio, no se animaba a pensar nada trágico con respecto a ella, pero con cada nuevo llamado no atenido, su desesperanza crecía a pasos agigantados. Le hubiese gustado llamar a su cuñado, no podía recordar el número, cuanto más se esforzaba por recordar, más frustrada se sentía por no lograrlo. Tres horas después, intentó otra vez con la casa de Paula y la voz de su madre se oyó desde el otro lado de la línea.
- ¿Clarisa? - Preguntó y acto seguido dios su nombre-. Soy Eugenia ¿Está Paula?
Clarisa comenzó a llorar, Eugenia al principio no entendía lo que estaba oyendo y creyó que la mujer dejó el aparato de teléfono apoyado para ir a buscar a su amiga, al pasar los minutos y no recibir respuesta volvió a hablar.
- ¿Clarisa? ¿Pasa algo? ¿Dónde está Paula?
- Se la llevaron -apenas logró decir la mujer apabullada por la tristeza.
- ¿Quién se la llevó? ¿Cuándo?
- Hace seis días, la levantaron frente a la facultad. No sabemos nada de ella hasta ahora.
- No lo puedo creer - dijo Eugenia como ida-. Clarisa tengo que cortar, te llamo luego.
Dejó a la mujer sin más consuelo que su propia angustia por lo ocurrido con su amiga pero no podía hacer otra cosa. Se negaba a pensar que su abuela tuvo el mismo destino trágico que el resto de su familia, que Franco, que Paula ¿Tendría Antonio algo que ver con eso también? ¿Pero qué clase de monstruo era Antonio? ¿Quién era Antonio realmente para tener el poder de hacer desaparecer a quien quisiera?
No pudo evitar el llanto, Eugenia estaba desolada. Si no hubiera escapado aquella noche que fueron a sacarla de su casa, muchos de los que estaban en ese momento sufriendo por su culpa, se encontrarían bien. Antonio se lo había hecho notar y tenía razón, huir fue muy estúpido. Franco, Paula, su abuela no tendrían que haber terminado de esa manera, ella los involucró directa o indirectamente con su accionar, era la única responsable de todas las desgracias que estaban viviendo esos seres que tanto quería.
Eugenia estaba en pleno lamento cuando oyó pasos acelerados subiendo por la escalera y seguidamente un golpe en la puerta. Saltó del susto y fue a encerrarse en el dormitorio, la puerta conservaba la llave puesta y también el cerrojo de seguridad. No fue su puerta la forzada, sino la de la casa de Franco. Escuchaba muchas voces, pero no entendía lo que decían. Quince minutos después de estar recluida voluntariamente en la habitación, dejó de temblar como una hoja a merced del viento y tomó el control de su cuerpo, salió de la habitación y pegó la oreja a la pared que compartía con el departamento de Franco.
- Jefe acá no hay nadie -dijo uno de los hombres en el departamento.
- ¿Buscaron en todos los rincones? Es muy pequeña y puede meterse en cualquier huecucho.
- La casa es un pañuelo jefe, no hay mucho lugar en donde meterse. Ya revisamos todos los rincones dos veces.
- Nadie anduvo por aquí en días. El depósito de descarga en el inodoro sigue perdiendo agua, tal como lo dejamos. Hay que pasar el informe.
- Hágalo sargento -ordenó la voz del jefe.
- Quiero una custodia las veinticuatro horas del día para saber si la mujer viene a este edificio.
- ¿Durante cuánto tiempo? - preguntó la voz del sargento.
- Hasta que el coronel ordene lo contrario.
- Como usted ordene, jefe.
- Designe al hombre que comenzará con la custodia y déjele la foto de la mujer que buscamos.
Los que entraron a la casa de Franco se retiraron una hora después, y por suerte, Eugenia sabía que tenía cuidarse del custodio que quedó en casa de Franco. Una vez que se retiraron los hombres, ella pensó que tendría que haber sido predecible la manera de actuar de Antonio, instaló vigilancia en la casa de su hermana, cuando ella ya aceptó sus términos. Con esa nueva demostración, no le sorprendía el alcance de poder que tenía el hombre con el que compartió más de un año de su vida, al que consideraba su amigo y con el que estuvo a punto de contraer matrimonio. Antonio no era quien decía ser, a esa altura estaba más que claro.
- ¿Está seguro que no había nadie?
- Revisamos todos los cuartos, al parecer se ha marchado, los vecinos no la han visto por días y en la casa todo estaba ordenado, pero había un poco de polvo en los muebles.
- Tiene que haber viajado, la vieja era una maniática de la limpieza -arguyó entre dientes digiriendo la información que daba su subordinado-. Quiero que una patrulla se quede vigilando la casa, alguien tiene que aparecer por allí, y al primero que aparezca me lo trae.
- El coronel Camps tiene que autorizar la vigilancia.
- Se lo estoy ordenando yo, sargento.
- Disculpe Suarez Tai, pero necesito la orden del coronel Camps.
- Sargento Migues, hará lo que ordeno o sabe perfectamente donde terminará sus días de policía ¿Entendió? -amenazó Suarez Tai, médico y el asesor de inteligencia militar más influyente que tenía el coronel Camps.
El coronel Camps era el hombre que comandaba todos los COT o grupos de tareas del conurbano bonaerense que estaba bajo responsabilidad directa del ejército, era el responsable de decidir si una persona moría o era liberada, era quien ratificaba o rectificaba las listas de las personas que debían ser secuestradas procedentes de los servicios de inteligencia. Antonio Suarez Tai era su mano derecha, recibía esas listas, confeccionaba las propias y era ojos y oídos de Camps en varias universidades.
Nunca antes, Antonio Suarez Tai, dio una orden directa a un policía. Por lo general, acompañaba algunas veces al coronel Camps hasta la base de operaciones de los COT, en la ciudad de La Plata y nada más. Todas las órdenes siempre eran dadas por Camps, o su segundo, el Jefe de inteligencia policial: el comisario Etchecolatz.
- Diga lo que quiera Suarez Tai -desafió el sargento, sin amedrentarse por el muchacho que él consideraba poco peligroso-. Necesito una orden escrita para afectar a personal de mi dependencia a una custodia de varios días - aclaró, y sin dejar que el joven Suarez Tai hablara de sus influencias familiares, salió de la oficina dejando a Antonio con la palabra en la boca.
Esa mañana muy temprano el sargento Migues recibió un llamado desde la oficina del coronel Camps que ordenaba entrar a la casa de Margarita Vidal de López, una mujer viuda, de sesenta y ocho años que vivía sola, para hallar infraganti a prófugos de la justicia que la señora mayor albergaba en su casa. Debía apresar a quien se encontrara en el lugar y someter a la dueña a un interrogatorio pero no llevarla detenida. Migues con su patrulla se presentó a media mañana, entró rompiendo la puerta trasera de la casa y no halló a nadie en el lugar. Antes que acabase la mañana fue citado a la dependencia en donde Camps tenía su oficina y creyó que se entrevistaría con el mismo coronel, sin embargo, Suarez Tai lo recibió y preguntó por lo ocurrido en la casa de la mujer, situación que lo puso en conocimiento que Camps no tuvo responsabilidad en aquella intrusión. El coronel se hallaba en el interior de la provincia.
Migues salió furioso de la oficina, maldiciendo contra lo que consideraba un mocoso que daba órdenes como si se tratara de un noble inglés. No haría lo que había ordenado, sin la autorización o el visto bueno de Camps, no movería un solo dedo para complacer al hijo de nadie, consideraba que en sí mismo Suarez Tai no valía su peso en estiércol, de no ser por la influencia de su padre.
Antonio estaba fuera de sí, esa mañana al despertar y no encontrar a Eugenia a su lado enloqueció, no sabía en qué estado dejó a uno de los custodios que dispuso en la entrada principal de la casa quinta de su hermana a quien sometió a las trompadas al ir a increparlo sobre la huida de su novia y recibir la contestación de que ellos no vieron nada extraño durante la madrugada. Enloquecido de ira por el trabajo mal hecho, tomó a uno de los hombre y lo golpeó hasta dejarlo tirado en la acera de la casa, al otro lo amenazó con su arma y el hombre salió huyendo. Después, subió a su automóvil y tomando la resolución de hablar en nombre de Camps para organizar una búsqueda rápida de Eugenia con los hombres de las fuerzas, salió rumbo al COT  para ordenar una rápida inspección en la casa del médico Franco Hernández, por los mismos hombres que lo sacaron de su casa días atrás, quería cerciorarse que de no encontrar a Eugenia, los hombres le dijeran si alguien había estado en ese lugar. Con una llamada de teléfono ordenó lo mismo para la casa de la abuela de Eugenia. En ninguno de los dos lugares encontraron a nadie. Él estaba seguro que Eugenia iría a alguno de ellos, por el momento su paradero era un enigma. El jefe del COT de Martínez, no tuvo inconvenientes en obedecer ante el pedido de la custodia en el departamento del médico, pero el jefe del COT de Banfield era otra cosa. Estaba enfurecido con la actitud insurrecta del sargento Migues, el mismo hombre que dejó escapar a Eugenia la primera vez, ya tendría tiempo para ocuparse de él. Su prioridad en ese momento era hallar a Eugenia y haría cualquier cosa por conseguirlo.
Más tranquilo, después de conseguir lo que quería en agentes del COT de Quilmes que no preguntaban tanto como Migues, Antonio se sentó a pensar en la manera más rápida de hacer salir a Eugenia de su escondite. Las cosas no salieron como esperaba, nunca hubiese imaginado que Eugenia huiría de los hombres de Migues, hombre que ya le estaba debiendo dos faltas, ni que encontraría a una persona que la albergara por más de una semana en su casa. Eugenia presentó una actitud distinta a la conocida cuando finalmente llegó a él, nunca antes objetó una decisión, todo lo que se le ocurría o  decidía, a ella le parecía bien. Nunca demostró el carácter díscolo que trajo después de su convivencia con el doctor Hernández. Ni siquiera en la última discusión que tuvieron a causa de su familia, que le valió un alejamiento transitorio, ella tuvo una actitud tan altanera y arrogante. Hernández, a su entender, era el responsable de esa nueva actitud en Eugenia y por ello estaba pagando la intromisión a su vida, con su propia vida. Para Antonio era una pena no tener injerencia con los detenidos, esa era exclusividad de Camps, por el momento él no podía hacer nada con las personas que estaban en los centros de detención, el coronel veía personalmente a los detenidos antes de ordenar el destino final, Antonio tenía esperanza que con el tiempo llegaría a suplir a Camps en esa actividad. Contrariamente a lo que hizo creer a Eugenia, su padre no tenía competencia alguna con respecto a las detenciones. No había nada que un coronel del ejército de infantería pudiese decir o hacer para cambiar el destino de las personas llevadas a los centros de detención, Cayetano Suarez Tai tenía a cargo la instrucción de los nuevos oficiales militares y eso era todo. Era él quien escribía los nombres de las personas que debían ser detenidas y ponía las listas en las manos del Coronel Camps, que pocas veces objetaba o suprimía algún nombre de las listas, que fueron previamente investigados por el servicio de inteligencia del lugar en el que vivían. Era el asistente- asesor de Camps, hacía inteligencia en centros universitarios y cubría algunas guardias en el hospital naval, esos eran sus verdaderos trabajos desde que llegó su traslado a la ciudad de Buenos Aires.
Antonio se recibió de médico y siempre perteneció a las Fuerzas Armadas. Era médico militar y en un principio fue asignado a la provincia de Córdoba hasta que su padre logró su pase a Buenos Aires para trabajar en el hospital naval. Allí conoció a Camps mientras lo trataba de una afección pulmonar y pasaron pocos meses hasta que comenzó a trabajar con él. Inicialmente, por su apariencia, le asignaron la tarea de vigilar las universidades,  eso fue un tiempo antes que los militares dieran el golpe de estado. Con su nueva actividad, encontró a Eugenia, la hija flacucha y tímida de su vieja vecina se había convertido en una mujer hermosa y lo obsesionó desde el primer día que la vio. Siguió sus pasos por varias semanas hasta que decidió presentarse ante ella como compañero universitario, de esa manera, podía seguir con sus tareas y estaba cerca para impidir que otro hombre se le acercara. Día a día se enamoraba más de Eugenia pero ella solo lo consideraba un amigo, él se sacrificaba yendo de un lugar a otro para darle los gustos y cumplir sus caprichos y que viera en él algo más que a un amigo, pero ella no lo veía con los mismo ojos. No se desanimó con los primeros rechazos, siguió con el trabajo lento y paciente de complacer los caprichos de Eugenia hasta que con la perseverancia y el tiempo, ella le dio el sí tan ansiado. Una nueva amenaza surgió entonces, la oposición de su familia que intentaba separarlos. A medida que pasaban los meses se acercaba más a Camps que lo consideraba muy inteligente y aceptaba sus opiniones, cuando comenzó el noviazgo con Eugenia Antonio ya había ganado el espacio cerca de Camps y lo designó como uno de los hombres a cargo de un grupo de servicio de inteligencia. Esa nueva actividad le otorgaba  el poder que no tardó en usar y él mismo reconocía que se estaba abusando. Su consciencia callaba al pensar que todos en su misma situación abusaban de su poder. Aguantó lo que pudo, el pulso le tembló un par de veces al confeccionar las listas, el desencadenante que soltó ese deseo reprimido fue la pelea en la que él percibió una ruptura de la pareja. Eugenia se marchó de su casa muy enojada y podía ver en sus ojos la determinación de dejarlo definitivamente y su familia era la culpable.
Otra vez Eugenia lo dejaba, pero ya no tenía hogar a donde ir, ni amigos a quien recurrir. Antonio sabía que no se alejaría de la zona, estaba muy desesperada por la situación de su familia como para abandonarla de esa manera. Una cosa estaba clara, la desaparición de la abuela no tenía nada que ver con Eugenia. Según Migues, a la vieja no se la veía desde hacía varios días. No la encontraron muerta en la casa, así que lo más probable, era que hubiera viajado a la casa de uno de los innumerables hijos que tenía desparramados por el país. Mientras se mantuviera lejos, la vieja se encontraba a salvo, porque de ninguna manera podría ayudar a Eugenia.
Otro lugar posible para buscar Eugenia era la casa de Paula Senkel, pero lo descartó cuando recordó que ingresó el nombre de la muchacha en una de las listas de «la patota» de capital, un grupo de tareas que operaba en la ciudad de Buenos Aires. La madre de Paula no la aceptaría en la casa después de lo que  pasó con su hija. Al recordar el momento que ingresó el nombre de la joven amiga de Eugenia en la lista que envió a Camps, sonrió con malicia. Ese fue un acierto de su parte. Eugenia tenía las alas cortadas, no llegaría muy lejos y sus brazos no estarían tan abiertos como la vez anterior. No le perdonaría que hubiese intentado huir de él. La humillación que estaba pasando era lo que más le dolía, él le hubiese dado todo en bandeja de oro y ella lo despreció. Antonio se pasó dos dedos sobre el fino bigote y se levantó del sillón que generalmente, usaba Camps.

Al anochecer, Eugenia estaba seca de tanto llorar. No pudo comunicarse con su abuela y a esa hora estaba segura que se la habían llevado. Volvió a llamar a la madre de Paula, para interiorizarse un poco más sobre su amiga pero la madre no quiso contarle nada, lo único que le rogó era que no apareciera por la casa. Cansada, casi sin dormir en más de treinta horas, sin comer bocado y terriblemente angustiada, decidió darse una ducha para despejarse la cabeza. Colocó varias prendas en el piso de la ducha para aplacar el ruido del agua y entró debajo de la regadera. Para su asombro, salió con energías renovadas del baño, y hambrienta. En la vieja heladera vio entre restos de comidas que ya no servían, varios huevos y sabía que podía usar la cocina. Puso la sartén sobre la cocina en el más cuidadoso silencio y pegó la oreja a la pared lindante a la de su vecino para escuchar la puerta del baño que era la dependencia que quedaba más lejos de ella y estaba segura que no oiría los ruidos de la fritura cuando el hombre entrara allí. Su paciencia y su hambre se pusieron a prueba esa noche, esperó más de dos horas hasta oír el ruido de la puerta chirriante del baño de Franco cerrarse. Tuvo su recompensa al tener más de diez minutos para prepararse tres huevos fritos, tiempo más que suficiente para tan escasa elaboración. Mientras esperaba, se le ocurrió que podría aprovechar el mismo momento para abandonar el edificio una vez que tomara una decisión con respecto a sus pasos futuros.
De todas las posibles alternativas que pasaban por su cabeza una vez que se acostó, la única que no contemplaba como válida era regresar con Antonio. Moriría si ese era su destino, nunca más caería en sus manos. Antonio sacó a relucir su real carácter y demostró de lo que era capaz de hacer para cumplir sus metas. Era un hombre sin honor, ni escrúpulos. Ella se sacó la venda de los ojos y pudo ver al Antonio del que le habló su madre y su hermana, ese que ella decía no existir más que en la imaginación creativa de las dos mujeres que por celos hablaban mal de su amigo.
No había lamento que dejara de invocar, no había forma de pedir perdón que no hubiera implorado. Eugenia era la culpa encarnada en mujer esa madrugada. No podía dormir, pensando en sus seres queridos. Su amiga Paula y Franco viviendo esa pesadilla, sin tener otro motivo que haberse cruzado en su camino. Pensaba en lo injusta que fue la vida con Franco, en el instante justo, a la hora precisa, él se cruzó en la calle por la que ella corría. Podría haberla atropellado, podría haberla entregado, podría haberla dejado sola para que se las arreglara como podía, sin embargo, no lo hizo. La cobijó, la protegió, la ayudó y le dio amor. Un amor que nunca en la vida había sentido. Fantaseó que si la vida le daba la oportunidad de volver a ver a Franco, no esperaría un solo minuto en decirle que lo amaba. No perdería el tiempo con un tonto y falso pudor, rogaría perdón por todo lo que lo hizo pasar y después le pediría que se casara con ella.
No era una locura lo que estaba haciendo,  repetía al mirar el cuarto desordenado y sucio en el que pretendía descansar. Se quedó dormida y soñó con los ojos azules, los labios sensuales y las palabras dulces susurradas por Franco.

 

Capítulo 16


Los gritos cesaron con los violentos golpes de las cachiporras de los guardias contra las puertas que se abollaban allí donde el garrote impactaba y, con las amenazas de entrar a las celdas y golpear a los que gritaban de igual manera, el silencio no se hizo esperar. Los detenidos de las celdas no recibieron la represalia que temían.
Pocas horas después sacaron a Franco de la celda, creyó que comenzaría una nueva ronda de torturas pero lo hicieron bajar unas escaleras y lo sentaron en un banco de madera muy frío. En la habitación, el aire era más limpio, no sentía el olor putrefacto de las celdas y en poco tiempo comenzó a sentir pasos, voces y personas que eran sentadas a su lado. Presumió que otros detenidos eran guiados como él hasta ese lugar a esperar vaya saber qué nueva tortura colectiva. Los guardias permanecían en silencio, no se molestaban siquiera en maldecir o insultar mientras los llevaban hasta el banco de madera.
- Llegó el camión- informó uno de los guardias-. Sáquenlos rápido, pronto va a amanecer -ordenó la misma voz.
Con el mismo extraño silencio con el que fueron sacados de las celdas, los llevaron hasta el camión, uno de los hombres ayudaba colocándoles el pie en un estribo y otro los alzaban hasta el piso de lo que Franco suponía un camión, que ya tenía el motor en marcha.  Él no sabía si fue el primero en subir, lo que sí pudo contar fue a las seis personas que subieron tras él.
- Listo -gritó una voz desde abajo y el camión inició su marcha.
Nadie hablaba durante los primeros minutos de viaje. Los detenidos, al igual que Franco, estaban pendientes de las palabras de los guardias y ellos miraban con detenimiento a cada uno de los detenidos, todos estaban con los ojos vendados y con las manos atadas a la espalda, apestaban a muerte y estaban llenos de piojos y picados por las pulgas.
- Primero, daremos un paseo por la comisaría de Banfield -ordenó al chofer del camión una voz conocida para Franco.
- Llegaremos demorados, jefe -contestó alguien que quería mantener el tono confidencial, pero no lo logró
- No importa, pasaremos por Banfield ¡Carajo! - vociferó enojado por la objeción.
No hubo más objeciones de los guardias hacia su jefe. El tiempo de viaje no fue corto pero tampoco demoró demasiado, los mismos guardias que viajaron con ellos en la parte trasera del camión ayudaron a bajar a cada uno de los detenidos, sin golpes de por medio.
- Llévenlos a las duchas, no podemos llevarlos así al pozo. Hoy está el coronel -dijo el jefe y ordenó a uno de sus alternos-, busca dos o tres toallas viejas.
Trasladaron al grupo hasta las duchas y allí de a dos, los desataban y les permitían darse una ducha de agua fría.
- No desperdicien el momento, no sabemos cuando les permitirán bañarse nuevamente, el agua está fría pero es mejor aguantar un poco de frío que oler como muerto en descomposición -dijo uno de los guardias a la mujer que lloraba dentro del cuarto de baño.
Franco reconoció el llanto de Paula, seguía siendo su compañera de viajes. Sintió y escuchó como uno a uno fueron tomando su turno en la ducha de la comisaría y al salir los dejaban cambiarse con tranquilidad y, después, los guiaban a otra dependencia de la seccional de policía.
- Esto va doler -dijo alguien que tiró la cinta adhesiva con toda su fuerza para soltarla de los cabellos y desprenderla de su piel.
Franco tuvo esa cinta pegada a la piel por más de cinco días y sentía la irritación de sus párpados. La transpiración inevitable por el plástico de la cinta y la crisis de llanto que le había atacado hicieron que la bola húmeda de algodón se convirtiera en un papel de lija debajo. No gritó, pero le hubiera gustado mucho hacerlo para expeler con el grito un poco del dolor que sintió después del tirón. No podía abrir los ojos.
- Mójeselos, tiene que ablandar la costra para poder abrirlos - dijo Migues, una vez que estuvieron a solas en el pequeño espacio donde se ducharía-. Está peor de lo que imaginé, muchacho.
- Solo un poco achacado -bromeó Franco, sobre su lastimoso estado.
- Le dije que tenía que marcharse doctor, no sobrevivirá al pozo.
- ¿Qué puede hacer usted por eso?
- Lamentablemente nada. El coronel está esperando en el pozo.
- ¡Qué bien! Vamos a una cita con un coronel.
- No le veo la gracia, no se le ocurra bromear con Camps.
- El agua está helada -barbotó castañeando los dientes.
- Dos mujeres se han bañado y no emitieron quejas.
- Ellas son siempre más fuertes que nosotros -alabó Franco, fregándose el cuerpo vigorosamente con el agua helada - ¿Migues a qué pozo nos trasladan?
- A Banfield.
- ¿Con Minicucci?
- Finja no reconocerlo, seguramente, él hará lo mismo si está en el pozo cuando lleguemos.
- ¿Y al Rana y a los otros?
- Ni siquiera los mire a la cara.
- No creo poder mirar a la cara o a ninguna otra parte del cuerpo a nadie. Apenas lo reconozco Migues -dijo Franco haciendo fuerza para abrir los ojos y fijar la vista en el sargento.
- Doctor, no le voy a mentir... nadie acusado de traición sale con vida del pozo.
- Yo lo haré, porque no he traicionado a nadie.
- Haré lo que pueda para saber de usted.
- Me alivia saber que hay alguien pendiente de mi suerte.
- Debemos irnos doctor.
Franco volvía a sentirse un ser humano, vestía la misma ropa mugrienta pero su cuerpo estaba limpio, hasta se sentía más fuerte después de la ducha y el pan con la taza de mate cocido caliente que les dieron en la comisaría. Pudo ver algo borroso a sus compañeros, eran siete, dos mujeres y cinco hombres. Paula Senkel, era uno de ellos y después reconoció la voz de tres de los muchachos que estaban con él en el simulacro de fusilamiento. Antes de subirlos al camión volvieron a atarle las manos, pero le sacaron la cinta que rodeaba su cuello y le vendaron los ojos con pedazos de trapos secos.
Al llegar al pozo de Banfield el trato no fue el mismo, sin cuidado los bajaron del camión y a empujones los hicieron subir las escaleras que Franco ya conocía y los metieron a las celdas. Nadie lo reconoció, al menos nadie dijo hacerlo y para Franco fue un alivio. Se quedó parado en un rincón de la celda esperando oír los pasos de los guardias alejarse. Antes de retirarse los guardias ordenaron mantenerse alerta, en cualquier momento regresarían para llevarlo ante el coronel.
- ¿Doctor? - preguntó una voz temerosa.
Franco se volteó lentamente, para cerciorarse que sus oídos no lo habían traicionado.No dijo nada.
- ¿Doctor? - volvió a pregunta la voz con menos temblor.
- ¿Emilia? - indagó Franco, corroborando la voz.
- Soy Emilia Serrano ¿Qué hace aquí doctor? -preguntó más sorprendida que temerosa.
- Dije que volvería ¿Recuerdas?
Emilia no respondió nada, se levantó del rincón en el suelo y se acercó al médico que le había atendido semanas atrás.
- Puedo sacarle la venda de los ojos si quiere, no tengo las manos atadas.
- Vendrán a buscarme en poco tiempo, tengo una cita con un coronel.
- Yo puedo decirle cuando el guardia pone un pie en el primer escalón de la planta baja para venir aquí. No se preocupe, podré atarle las manos y vendarle los ojos apenas los oiga.
- Tienes el oído muy agudo -elogió Franco, dejando que Emilia corriera la venda de los ojos hacia abajo.
- No solía tenerlo, pero aquí aprendes a oler y a oír a esos desgraciados a kilómetros de distancia.
Forzando los párpados que comenzaban a pegarse a la venda que le corrió Emilia, abrió los ojos con gesto de dolor.
- El que hoy necesita atención es usted, doctor.
- Estoy bien.
- No le creo, su cuerpo no dice lo mismo.
- Estaré bien -rectificó Franco.
- ¿Hace cuánto no come?
- Esta mañana nos dieron un pan, una taza de mate cocido y nos permitieron bañarnos con agua helada.
- ¿Y antes?
- No probé bocado en seis días y agua solo un vaso al día ¿Y tú?
- Aquí comemos cada dos o tres días una comida acuosa, salada, con dos o tres trozos de papas sumergidas entre una docena de fideo pequeños y nos bañamos una vez a la semana. Hoy está el coronel por eso nos hicieron limpiar los calabozos, tirar desinfectante y bañarnos.
- ¿Cómo va tu embarazo?
- Bien. Eso dice Bergés.
Emilia estaba extremadamente delgada, los brazos eran dos huesos con piel encima y la cara mostraba la fisonomía del hueso del pómulo sobresalir debajo de la piel. La cara juntaba la mancha oscura surgida por el embarazo con las oscuras ojeras producto del mal descanso y los nervios. Solo sus ojos seguían brillando de la misma forma reluciente que él conoció. Al parecer, nadie podría arrancarle ese brillo especial.
- Estás muy delgada - dijo Franco, al terminar de evaluar el estado físico de Emilia.
- Lo sé y tengo miedo por el bebé, se mueve muy poco.
Emilia iba a continuar hablando pero se detuvo esporádicamente y se quedó mirando a Franco por varios segundos.
- Lo veo aquí y no entiendo nada -arguyó Emilia, observando el estado deplorable en el que se hallaba Franco, no se lo dijo, pero se asustó de la delgadez que presentaba.
Franco caminó hasta la pared opuesta a la puerta y se sentó en el piso apoyando la espalda en la pared para descansar, estiró los brazos hacia Emilia para ayudarle a sentar y ella aceptó. Cuando estuvo ubicada a su lado se abrazó el vientre prominente y sonrió.
- Emilia, quizás tengamos poco tiempo y luego de hablar con Camps no volvamos a estar juntos -comenzó diciendo Franco, recobrando algo de fuerza en sus palabras y con los ojos algo más abiertos-. Estoy aquí por Eugenia.
- ¡Eugenia! ¿mi hermana? - preguntó sorprendida, pero sin levantar la voz.
La conversación a partir de ese momento se hizo más fluida, pero nunca levantaron la voz más allá de lo que podría considerarse un murmullo fuerte. Ambos a pesar del entusiasmo de reencontrarse no olvidaban donde se encontraban.
- Si, tu hermana. El día que huyó de tu casa se cruzó frente a mi auto y la ayudé a escapar, vivió unos días en mi casa hasta que se repuso de las heridas.
- ¿Qué heridas? ¿Qué le hicieron? -interrumpió desesperada.
- Nadie la golpeó más que lo que tú presenciaste, pero tu hermanita saltó sobre mi auto cuando estaba en movimiento.
Emilia abrió grande los ojos ante la novedad y se quedó pensando, sin oír lo que Franco seguía narrándole.
- ¿Fue grave?
- No, solo un golpe fuerte en la cadera.
- Emilia ¿Conoces a Antonio Suarez Tai? -volvió a preguntar Franco, que no recibió contestación de Emilia la primera vez.
- Si, es un idiota amigo de mi hermana.
- Eugenia se fue con él para pedir su ayuda, Antonio Suarez Tai no es el idiota que tú crees, y que él hizo creer a todos. Tú hermana tiene que haberle contado que la ayudé a escapar y vivió unos días en mi casa. Él fue a buscarme al hospital en el que trabajo -después de pronunciar la palabra, corrigió el tiempo-, trabajaba, y a exigir que me alejara de su prometida. Estoy seguro que ordenó mi detención por eso estoy aquí. Amenazó con una sumario administrativo por ayudar a escapar a Eugenia, que consideraba prófuga de la ley. Eso  fue sólo un ardid, lo que realmente estaba anunciando era que acabaría en este sitio.
- La lucidez mental es algo que se pierde gradualmente con el encierro, el miedo, la desidia y se agudiza por la falta de alimentos -dijo Emilia-. Deme un minuto para pensar en lo que ha dicho.
Emilia cerró los ojos, estaba procesando la información que rápidamente soltó Franco, de la mejor manera que podía, considerando su estado.
- Mi hermana no sería capaz de delatar al hombre que prácticamente le salvó la vida -contestó después de breves segundos-. Y no estaban comprometidos.
- No debió haberlo hecho adrede, pero cuando narraba los hechos a Antonio, quizás mi nombre se coló en sus palabras -supuso Franco, no hizo ningún comentario sobre la falta de compromiso de la pareja.
- Eugenia es muy inteligente, excepto para elegir hombres -aclaró mascullando las últimas palabras-. No tendría una equivocación como esa ni de casualidad.
- Lo cierto es que al otro día de dejar a Eugenia con Antonio, el doctor Suarez Tai del hospital Naval, se presentó en el trabajo para exigirme que dejara de ayudar a Eugenia.
- ¿Doctor?
- Ya te he dicho que no es lo dice ser. Al parecer tiene mucho más poder de lo que podemos imaginar. Mantiene a tu hermana a su lado con el pretexto de estar tramitando la liberación de tu padre y la tuya.
- Ese desgraciado nos odia. Sobre todo, odiaba a mi madre, no moverá un dedo por nosotros. Si la liberación de mi padre y la mía depende de él, ya podemos considerarnos muertos -dijo Emilia con bronca- Y eso de no ser lo que parece, lo descubrió mi madre cuando todavía eran amigos, yo lo pude ver cuando ella me lo dijo pero Eugenia no. Creí que lo hizo esas últimas semanas que la relación había terminado.
- Parece que Eugenia no lo sabe, está con él -advirtió Franco dejando filtrar en sus palabras la desilusión que ese hecho le causaba y Emilia lo captó.
- ¿Te has enamorado de mi hermana?- preguntó abandonando el trato formal.
- No lo sé. Quiero ayudarle, también a ti y a tu padre.
- ¿Ella lo sabe? - continuó Emilia, indagando sobre los sentimientos de Franco.
- No.
- Entonces no puedes morir, tienes que confesarle a mi hermana que éstas enamorado de ella.
- Lo tendré en cuenta si la muerte anda cerca.
- Qué suerte tiene Eugenia.
- Está con Suarez Tai.
- No tanta suerte. Después de todo, parece que mi padre tenía razón al afirmar que el padre de Antonio no hubiera permitido de ninguna manera que alguno de sus tres hijos varones se saliera de las filas castrenses. Eugenia discutía con él, decía que Antonio era diferente al resto de su familia.
- Estuve en la comisaría quinta de La Plata, en Arana, y no supe nada de tu padre - dijo Franco hablando de otro tema.
- Mi padre está aquí. Hoy tiene que ver al coronel.
Franco se quedó mudo de asombro. La familia de Eugenia estaba con él en aquel lugar. Todavía estaban vivos. Todavía había esperanza.
- ¿Cómo está tu padre? ¿Has podido verlo o hablar con él?
- Todo lo bien que se puede estar aquí dentro. Su ánimo cambió cuando me encontró en este lugar y le conté lo de Eugenia. Mientras no estuvo aquí, creía que las dos fuimos secuestradas.
- ¿En qué celda está?
- La tercera de enfrente viniendo de la escalera.
- ¿Y aquí estamos...?
- La quinta, siempre contando de la escalera.
- Emilia sobre tu marido…
- No quiero oír sobre mi marido -cortó Emilia y Franco se quedó sorprendido.
Se oyeron pasos en las escaleras y Emilia le colocó la venda en los ojos y ató las manos a la espalda de Franco que se puso de pie y fue a pararse en el mismo rincón que en un principio, ella se quedó sentada en el rincón y esperaron en silencio a que los guardias arribaran al piso de los calabozos en búsqueda de los detenidos que debían ver a Camps. Se escuchó el chirriar de dos puertas que se abrían y los característicos insultos de los guardias hacia los presos. Algunos gritos y algunas quejas se oyeron antes que los pasos se alejaran nuevamente.
- Los hielasangres se llevaron a mi viejo -informó Emilia a Franco, levantándose para sacarle la venda de los ojos, con más cuidado que la vez anterior, conociendo lo lastimado que los tenía. Franco no quiso que sacara las ataduras de sus manos y no volvieron a sentarse, se quedaron parados apoyados en la pared.
- Estás segura que era él.
- Sí, no tengo dudas.
- ¿A ti te ha visto Camps?
- No, solo intereso a Bergés hasta que nazca mi hijo - dijo Emilia llena de tristeza.
- ¿Emilia te han lastimado?
- ¿Con la picana? ¿Si me violaron? ¿Si amenazan con matar a mi hijo de un golpe? ¿Si amenazan con matarme? Si eso quieres saber con una pregunta tan general, la respuesta es sí.
- ¿Bergés no te protege?
- El desgraciado viene una o dos veces a la semana o cuando hay algún parto. Sus vigilantes de confianza no lo son tanto. Lo bueno es que no dejan marcas. No pueden golpearme tan duro.
- Lo siento tanto.
- No tiene caso, lo que me mantiene con vida en este lugar es mi hijo y la esperanza de saber que Eugenia está afuera y puede cuidarlo cuando ya no esté.
- No hables así Emilia, tú tampoco puedes morir, tienes que cuidar a tu hijo.
- No quiero salir de este lugar ¿Cómo voy a hacer para seguir con una vida normal? ¿Cómo volver a confiar en un hombre? ¡No puedo ser la mujer de nadie!
- Puedes ser madre, una buena madre -reprendió Franco a las palabras de Emilia, y no se atrevió a hablar de lo ocurrido cuando intentó ponerse en contacto con su esposo.
- No dejarán que salga con vida de este lugar -susurró y fue a sentarse en el rincón.
La energía renovada de Emilia en los primeros minutos del encuentro con Franco se agotaba rápidamente y volvía a su estado taciturno y desmoralizado. En silencio, bastaron pocos segundos para actualizar la situación con la nueva información que aportó Franco y la conclusión era desalentadora: todo estaba peor. Su hermana estaba con el farsante de Antonio, y el médico que ayudaba a Eugenia estaba en su misma celda en ese momento.
- Si saldrás y te irás con tu hijo muy lejos de este país hasta que la pesadilla termine. Algún día tiene que terminar - alentó Franco al ver el cambio en el ceño.
- Nunca acabará para mí. Lo llevo en la piel -replicó con los ojos brillantes por las lágrimas que comenzaban a mojar su mejilla.
- Todos tenemos que vivir con cicatrices.
- Las heridas que te abren en este lugar no cicatrizarán nunca -objetó con tristeza.
Franco se arrodilló y apoyó la cabeza sobre la de ella. Los guardias volvieron mucho antes de lo que pensaban. Emilia le acomodó la venda sobre los ojos y Franco se paró de espaldas a ella. La puerta de la celda se abrió y un guardia lo tomó del codo para sacarlo hacia el pasillo. Él escuchaba otras voces que seguían detrás de él en las escaleras que debían descender para llegar hasta el coronel.
Algo llamó la atención a Franco, escuchó a las personas bajar al interrogatorio con el coronel, pero no escuchó el regreso de ninguno de los presos. Incluyéndose, en total eran cinco las personas que llevaban a ese encuentro.
No le sacaron las vendas mientras el general los interrogaba, tampoco los torturaron. Los sentaron en cómodos sillones en alguna oficina de la planta baja y allí en un ambiente cálido gracias a algún artefacto de calefacción, el coronel en un tono amable y distendido comenzó la inspección y el interrogatorio a los tres detenidos que bajaron juntos.
Las preguntas eran básicamente las mismas para los tres, debían decir el nombre, la edad, el domicilio, la nacionalidad, la religión y luego preguntaban qué hicieron para estar en ese lugar.
El coronel escuchaba atentamente a cada uno de los detenidos y Franco podía oír ruidos de papeles manipulados por él. Imaginaba que mientras los interrogaba leía los legajos pertenecientes a cada uno y las declaraciones, bajo tortura, que tomaron en los centros de detención por los que pasaron.
El interrogatorio se extendió por una hora y media hora, el coronel los dejó a solas o al menos en silencio. Ninguno se atrevió a romper ese silencio, no sabían si estaban solos, hasta que fue roto por el propio coronel que gritó a uno de los guardias desde la puerta de la oficina.
- Traeme al resto ¿Cuántos quedan?
- Cinco -se escuchó la voz que respondía en la lejanía.
- Traelos todos juntos, ya estoy cansado de esto. Juntá a los que quedan, esta noche llega el grupo nuevo.
- Hijo, vos al pasas al PEN7 -dijo Camps, tocando el hombro de uno de los detenidos más jóvenes, Juan Manuel Fuentes, el joven que estuvo en la misma celda que el paciente herido de bala marido de la mujer parturienta que Franco atendió la única vez que lo hicieron trabajar en ese lugar.
A Franco le hubiera gustado preguntarle a Juan Manuel qué fue de Gastón, de su esposa e hijo, pero no podía.
- Los demás serán trasladados -dispuso el coronel, e hizo una pausa y luego ordenó-. Doctor comience con los preparativos para la gente que se trasladará.
Los detenidos agradecieron, mentalmente, el hecho de no hablar entre ellos cuando el coronel abandonó la oficina, un médico quedó en quietud y silencio, observándolos.
Todos tuvieron un nuevo destino después de que el coronel Camps los interrogara, algunos pasarían al PEN y otros, como el doctor Franco Hernández, serían trasladados. El muchacho Juan Manuel fue el primero que retiraron de la oficina en la que estaban y luego dos guardias vinieron por Franco y el otro detenido llamado Daniel Hertz, los sacaron de la oficina y después de atravesar el patio interno de la planta baja, los metieron en otro cuarto y los dejaron, siempre con las manos atadas en las espaldas y los ojos vendados, los pasos de los guardias se alejaron rápidamente y comenzó un murmullo insistente que cada vez dejaba escuchar con más claridad la conversación que mantenían los detenidos designados para el traslado que ya estaban en ese lugar sentados en los largos bancos de madera colocados contra la pared, allí podían apoyar sus débiles y castigadas espaldas para descansar sin guardias que los vigilaran. A pesar de tener la visión vedada, todos sabían que estaban solos en ese lugar.
Los traslados anteriores que vivió Franco fueron muy diferentes, el hecho que el coronel ordenara a un médico preparar a los detenidos para el traslado, a Franco, le daba mala espina. Encontrarse en una habitación en la que los guardias permitían el diálogo solo acrecentaba su sospecha.
- ¿Quién ha venido? -preguntó una voz.
- Soy Franco Hernández.
- Soy Daniel Hertz.
- Acá estamos Mariano Maidana, Alberto Serrano, Romina Romero, Mario Ledesma.
- Toty Irigoyen -se nombró a sí mismo al callar la voz anterior.
- Vanesa Molinari y Virginia Acosta, somos uruguayas -sonó la voz dulce de una joven.
- ¿Alguien sabe a dónde nos mandan? - preguntó Mariano Maidana.
El silencio que siguió a la pregunta, fue la respuesta negativa que confirmaba que nadie sabía cuál era el próximo destino que les esperaba. Franco tenía una leve sospecha, pero no alarmaría a los otros sin estar seguro, y si se confirmaban sus sospechas, tampoco podría hacer nada para salvarlos o para salvarse.
El padre de Emilia estaba en el mismo grupo que sería trasladado esa tarde, el hombre apenas se sostenía en pie por una lesión severa en la pierna derecha, él no estaba sentado en el banco porque no podía doblar la pierna herida, desde en el suelo preguntó al grupo sobre su hija.
- ¿Alguno de ustedes vio a Emilia, la mujer embarazada? ¿Sabe si la llevaron junto al coronel?
- Yo estaba con la mujer - contestó Franco, y luego agregó - Sólo a mí me sacaron de la celda.
- ¡Maldito Camps! -farfulló el hombre con bronca- Le hablé de mi hija y dijo que la vería.
- Escuchamos que todavía faltaban cinco interrogatorios para terminar -informó Daniel Hertz, dándole esperanzas al padre de la mujer -Pero no dijeron nombres.
- Pronto sabremos si la trasladarán con nosotros -manifestó la voz dulce y sufrida de Vanesa Molinari.
- Su hija está bajo vigilancia de Bergés viejo, no se haga muchas ilusiones -interpuso Toti Irigoyen.
- Le rogué a Camps que revisara su causa y dijo que la vería -repitió el padre de Emilia muy apesadumbrado.
- No sabemos adónde vamos viejo, quizás sea mejor que se quede aquí - volvió a irrumpir Toti.
- No quiero que la envíen a ningún lado. Quiero que la dejen libre -proclamó el hombre con la voz empañada por el llanto.
Los pasos que se acercaban indicaban que los guardias traían al último grupo que estuvo con Camps. El último de los interrogatorios fue el más corto, desde que Franco y su compañero ingresaron a la habitación, no pasó ni una hora. Dos hombres y una mujer se sumaron a los que ya estaban en el lugar. La conversación entre los detenidos no se reanudó, no volvieron a quedarse solos, los guardias caminaban alrededor de la sala con los habituales insultos y golpes que largaban de pasada con las manos abiertas en las cabezas de los que tenían cerca, vociferando por la tardanza del camión que se los llevaría, la noche se cerraba y había comenzado a llover.
- ¡Está en la puerta! -gritó uno de los guardias en el patio.
- ¡Vamos maricones! Levántense que ya vino el camión.
- Tú -señaló uno de los guardias, sacándole la venda de los ojos a Franco - Ayudá al viejo - ordenó.
Franco se puso en pie y después que el guardia le sacara la atadura de las manos, ayudó a Alberto Serrano a ponerse de pie y a caminar lentamente hacia la salida, el hombre era de cuerpo grande, superaba el metro ochenta y tenía la cara demacrada y caída, signo evidente de una drástica pérdida de peso, sus cabellos canos en la mayoría de ellos conservaba algunas hebras claras, del mismo tono que el cabello de Eugenia. Pudo ver la cara de todos y las jeringas hipodérmicas que uno de los hombres llenaba con una sustancia blanca sustraída de un frasco grande, presumía que era el nombrado doctor y, por las apariencias físicas: alto, de pelo rubio oscuro, ojos claros, y bigote espeso, también presumía que era Bergés. No se animaba a mirarlo a la cara, desviaba la vista cuando el doctor hacía cualquier gesto, tampoco quería que lo pillara observándolo, no pretendía ser el primero en recibir aquella sospechosa dosis.
- Tú - volvió a decir el guardia, haciendo lo mismo con Daniel Hertz - Ayudá a la mujer.
Daniel Hertz, estaba en las mismas condiciones que Franco, golpeado y débil por la falta de alimentos pero mucho mejor que el resto de sus compañeros, sin dificultad, el joven alto de largo pelo rubio y barba espesa alzó a una de las jóvenes uruguayas que no podía mover las piernas y se ubicó detrás de Franco que se cargaba al padre de Emilia sobre un costado del cuerpo.
- ¡Vamos! Que el «pájaro nocturno» está esperando hace una hora y el camión todavía tiene que pasar por la «Capucha»8 y otros sitios -apuró un guardia que salió de una oficina lateral a los que obligaban a los detenidos a apurarse.
- ¡No me corras Rana, el camión acaba de llegar! - replicó el que desató a Franco - ¡Andá a apurar al chofer! -lo despachó enojado.
Franco suspiró al ver que el Rana retrocedía, no quería que lo reconociera, por suerte, ese día al parecer trabajaba en otra cosa y se volvió haciendo un gesto obsceno hacia su compañero, tomándose con ambas manos los genitales.
- Vamos ustedes, caminen rápido - apuró enojado el paso lento de las personas empujándolas por la espalda, otros guardias vinieron a dar su empujón correspondiente para acelerar la marcha de los detenidos.
¡Algo tenía que ocurrir, sus días no podían terminar de esa manera! Rogó Franco, gritando en silencio. Las palabras del Rana y los preparativos del médico despejaron todas sus duda acerca del destino que esperaba a todo ese grupo. Los meterían al camión que pudo ver era un viejo colectivo que en el pasado habría sido de línea de pasajeros, los sedarían y luego los meterían en el pájaro para volar hacia la muerte. Oyó de esa práctica, tirar a personas desde un avión al Río de la Plata, era más fácil, más limpio y más económico para las fuerzas. No tenían que lidiar con cadáveres, ni cavar tumbas, no había que hacer papeleo y eran pocos los cuerpos que llegaban a la playa o golpeaban contra las costas del río.