Capítulo 9
- ¿Adónde fuiste Eugenia? ¿Por qué no
dejaste una nota avisándome que no te quedarías? Casi muerdo el
polvo de preocupación.- Fue el recibimiento de Antonio, esperando
del otro lado de la puerta. Ella lo abrazó para tranquilizarlo y
habló con calma.
- Estoy aquí, no volveré a marcharme.
Lo prometo.
- ¿Dónde
fuiste?
- Tenía que buscar mis cosas. Lamento
mucho haberte preocupado tanto. Se hizo tarde y no pude volver a
tiempo. No dejé nota creyendo que regresaría pronto
-explicó.
- ¡Dijiste que no tenías nada! ¡No
vuelvas a hacerlo nunca! -bramó Antonio, utilizando un tono que
jamás empleó con ella y soltándose del abrazo para mirarle a la
cara.
Justificando aquella reacción con la
incertidumbre padecida por Antonio, Eugenia lo abrazó nuevamente
para reconfortarlo y hacerle sentir que agradecía el interés
demostrado.
Antonio entró en calma y tomó el bolso
que traía colgando de un hombro para dejarlo en el sofá grande de
la sala. En el abrazo, sintió que ella olía a shampú y dedujo que
se había bañado recientemente.
- ¡Qué suerte encontrar agua caliente
en el sucucho que te escondías! No dirás que te bañaste con agua
fría.
Sorprendida por las palabras de
Antonio, la joven se quedó en silencio unos segundos antes de
contestar.
- Es una casa vieja y pequeña, sus
ocupantes se llevaron los muebles pero por suerte las instalaciones
de luz y agua quedaron intactas.
- ¿Queda cerca de tu
casa?
- Más o menos.
- Fui a ver a tu abuela -dijo Antonio,
y volvió a sorprender a Eugenia.
- ¿Qué te ha
dicho?
- Ha corroborado lo de las notas y
creyó que era yo quien las escribía, no hice ninguna aclaración con
ese tema, es mejor que siga pensando que fui yo. También ha contado
lo mismo que tú con respecto a la noche de las detenciones.
Margarita habló con algunos vecinos que lamentaban no poder hacer
nada cuando los tipos comenzaron a quemar la
casa.
- ¿Acaso no me has creído? Recuerdo
haber narrado los hechos tal y cómo ocurrieron en
realidad.
- Si, pero quería saber si ella tenía
otra interpretación de los hechos.
- No creo que se trate de un problema
de interpretación, los hechos son los hechos ¿Le has contado que
estoy contigo?
- No, piensa que estás
detenida.
- Pobre nona, quisiera decirle la
verdad ¿Tú qué dices?
- Déjalo así por ahora. Sólo unos días
más.
- Está bien.
- Ven comeremos algo. Seguro no
desayunaste nada.
- He tomado un yogurt en el camino. No
tengo hambre -mintió, y Antonio volvió a mirarla con ojos
interrogantes.
A Eugenia no le gustaba esa mirada
escrutadora de alguna mentira en sus palabras o
acciones.
- ¿Qué sucede? ¿Por qué me miras
así?
- Tengo algo muy grave que contarte
-confesó, la tomó de la mano y la hizo sentar en el sofá, él
se acomodó a su lado.
- Me asustas
Antonio.
- No quisiera hacerlo pero no tengo
más remedio que dar esta noticia.
- Habla de una vez -instó ella,
olvidando que intentaba congraciarse con Antonio por su falta de
consideración.
- Tu abuela se contactó con otras
mujeres que están en su misma situación, buscando a familiares que
fueron «chupados» por las Fuerzas Armadas y, al parecer obtienen
más información entre lo que cada una pueda conseguir que yendo a
las oficinas públicas. Algunas de las mujeres que recuperan a sus
familiares siguen en la lucha de las que continúan la búsqueda y
son los propios ex detenidos quienes traen las novedades. Las
mujeres se reúnen una vez por semana en la plaza de Mayo, frente a
la Casa Rosada, se las puede identificar fácilmente por el pañuelo
blanco que tienen en la cabeza. Hasta hoy solo pensaba que querían
dar a conocer su causa caminando pacientemente alrededor de la
plaza pero tu abuela me ha demostrado lo equivocado que
estaba.
- ¿Mi abuela se unió a ellas?
-preguntó y seguidamente comprendió el error que estaba
cometiendo.
- Sí, en su última nota te lo
hace saber -resaltó Antonio.
- Eso no es tan terrible, me parece
bien que la abuela busque contención y compañía en su dolor
-comentó Eugenia, restándole importancia para que la pregunta
anterior, demostrando que no leyó la nota, pasara por un olvido al
considerarlo un dato irrelevante. Eugenia estimó que esa última
nota de la que hablaba Antonio fue recogida por Franco la tarde
anterior y olvidó mencionárselo. Ella debía fingir haberla
recibido. Suspiró aliviada imaginando que esa era la mala noticia
que Antonio tenía para dar.
- No, tu abuela demuestra ser muy
valiente exponiéndose de esa manera para que todos se enteren que
se llevaron a su familia -elogió Antonio, pero Eugenia no lo oía
sincero, para ella sonaba a reproche-. Lo grave, es lo que se
enteró en la reunión con esas mujeres, no está del todo confirmado
pero lo datos casi no dejan lugar a dudas -agregó Antonio, la cara
de Eugenia se transformó.
- Por favor, ¿dime de qué se
trata?
- Es tu madre
Eugenia.
Con lágrimas en los ojos, debido la
seriedad con la que Antonio pronunciaba las palabras, Eugenia
intuía lo que estaba por decir, no quería oírlo. Comenzó a negar
con la cabeza antes que su amigo emitiera palabra, estaba segura,
convertirían en realidad su peor pesadilla.
- Según información de un detenido que
estuvo con la adulta pareja de apellido Serrano, la mujer falleció
un día después de llegar al centro de
detención.
Eugenia se tomó la boca para no
liberar el grito que de todos modos no habría salido, no tenía voz
para preguntar nada, a pesar de querer hacerlo. No paraba de negar
con la cabeza, con más fuerza después de las palabras de Antonio e
intentaba desesperadamente bajar el nudo atorado en el pecho para
hacer que el portador de las malas noticias siguiera hablando, se
quedó tan mudo e inmóvil como ella.
- ¿Dónde estaban
detenidos?
- En el campo de Arana - respondió
Antonio.
Eugenia se quedó mirando el piso por
varios segundos, no era posible que lo escuchado fuera realidad.
Todo coincidía.
- Tengo que hablar con esa persona
-logró balbucear.
- Dije lo mismo a tu abuela pero la
familia de la mujer que dio la terrible información ya no está en
el país.
- ¿Esa mujer dijo algo sobre mi
hermana o mi papá?
- Tu abuela solo habló de tu
madre.
- ¡Entonces quiero hablar con ella!
¡Puede haber un error!
- No puedes hacer eso Eugenia. Hasta
que mi padre no dé una respuesta con respecto a tu situación tienes
que seguir oculta.
- No puede ser, mi mamá no puede estar
muerta ¡No está muerta!
El nudo se liberó en forma de
llanto y Antonio la acogió en sus brazos para que descargara la
tristeza, llanto y furia en sus hombros. Toda la ira y la amargura
reprimida durante los quince días que pasaron desde de las
detenciones afloraron después de la trágica noticia, Eugenia no
quería ni podía controlarlo. Momentos de rabia furiosa amenazando
con lastimar a Antonio y lastimarse ella misma, eran seguidas del
más desgarrador de los llantos en un cuerpo débil que no podía
sostenerse por sí solo. De su boca solo salían dos palabras que
formaban la pregunta más elemental de la vida: «¿por qué?», lo
repetía hasta el cansancio. Algunas veces en un lamento
desacerbado, otras, en un rugido encolerizado y el que más temía
Antonio, la pregunta consciente, sin llanto, con la determinación
de salir a averiguarlo.
Una hora después, el llanto había
menguado. Antonio la separó de su cuerpo y la sentó derecha para
enfrentarla.
- No me has dicho toda la verdad,
Eugenia.
En el estado de atontamiento y congoja
en el que se encontraba, su cara no tenía el aplomo necesario para
mantenerse inquebrantable. La mentira se dibujó en su
rostro.
- ¿Qué quieres decir? -preguntó, pero
ya sabía que Antonio se dio cuenta que algo
ocultaba.
- ¿De dónde conoces al médico Franco
Hernández?
Después de varios minutos de duda,
Eugenia decidió no ocultarle nada más. Se secó las lágrimas con el
pañuelo que Antonio le había alcanzado y habló de
Franco.
- Es la persona que me ayudó a
escapar.
- ¿Estás segura que te ayudó? ¿No te
hizo nada? ¿Fue con el hombre que pasaste todas esas noches que
estuviste prófuga?
- ¿De qué hablas? ¿Cómo sabes tú de
Franco? -replicó con más preguntas a la acusación implícita que
escondían las palabras de Antonio, se comportaba como un novio
engañado.
- Tu abuela me dio el número de la
casilla de correo en la que depositaba las notas. No estaba a
nombre de tu hermana como dijiste. No fue difícil saber el nombre
del titular del apartado postal -señaló Antonio con una sonrisa
irónica y extendió la carta que su abuela escribió pero no se la
dio.
Si Eugenia no estuviese viviendo el
desgarrador dolor que sentía por la muerte de su madre,
seguramente, se hubiera sentido una estúpida por haber querido dar
a entender que sabía una verdad que Antonio fehacientemente
demostró que no conocía, él tenía en las manos la última carta de
su abuela. Lo único que sumaba un poco más de pena a la que ya
desbordaba de su cuerpo era que gracias a esa mentira llegó hasta
Franco.
- Es un buen hombre, solo quiere
ayudarme.
- ¿Por qué no te dio información sobre
tu familia entonces? Estoy seguro que puede hacer mucho más de lo
que ha dicho.
- Buscó la manera de conseguir
información. Hacía lo que podía, además de arriesgarse dejándome en
su casa.
- Podría haber averiguado lo que
quisiera. Dudo mucho que fuera exactamente como te hizo creer, lo
más probable es que sepa dónde está tu familia y qué hacen con
ella.
- ¿Por qué dices eso? ¿Qué sabes tú
del médico?
- Sé que trabaja para una base médica
de las fuerzas policiales y parapoliciales que están al servicio
exclusivo de las Fuerzas Armadas. Es parte de los operativos de
«limpieza».
- No puede ser -negó apabullada por la
nueva noticia.
- No te mentiría con eso
Eugenia.
Eugenia se levantó del sillón y
comenzó a caminar en círculos. Si la noticia de su madre fue un
golpe certero, lo dicho por Antonio sobre Franco era el tiro de
gracia. Su mente quedó en blanco por el impacto de las dos
noticias. Solo dos imágenes se cruzaban en su cabeza, su madre
muerta y Franco haciéndole el amor. Una mezcla que su mente
proyectaba como si se tratase de una máquina de diapositivas con
esas dos únicas imágenes que se repetían hasta el infinito. Caminó
varias vueltas alrededor de los sillones en silencio, mientras se
resquebrajaba su alma con las imágenes que su cabeza se negaba a
dejar de pasar. Antonio la miraba sin detenerla, estaba dándole el
tiempo necesario para que asimilara la
realidad.
Con los ojos secos muy abiertos, casi
sin pestañear, agarró el bolso que trajo de la casa de Franco y
caminó hasta la cocina. Allí lo tiró a la pileta de acero
inoxidable y con un fósforo quemó, en primer lugar, la ropa íntima
usada esa madrugada y la arrojó sobre las otras cosas para que se
quemara todo.
Antonio acompañaba con la mirada los
movimientos de Eugenia, ella caminó a la cocina con el bolso en la
mano y en silencio, no se preocupó por lo que fuera a hacer hasta
que sintió un fuerte olor a quemado que salía del lugar, corrió a
la cocina y las llamas habían ganado buena parte de las prendas y
también del bolso. Sin perder tiempo, abrió el grifo y aplacó
rápidamente las llamas que no tuvieron oportunidad de seguir con su
destrucción. Luego, se volvió hacia Eugenia que seguía parada a un
costado y la llevó a la sala. Su estado corporal no cambiaba,
estaba pálida y fría como una estatua de mármol, sus ojos celestes
se veían turbios y su cuerpo se movía como
autómata.
- ¿El médico te dio esas
cosas?
Ella solo asintió con la
cabeza.
- ¿Ese hombre sabe adónde te
quedarás?
Ella volvió a
asentir.
- ¿Tiene la dirección y el
teléfono?
Antonio recibió el mismo gesto de
afirmación.
- ¿Le hablaste de mí y de mi familia?
¡Eugenia, háblame por favor!
- Sí - fue lo único que
respondió.
- Tenemos que irnos, te llevaré a casa
de mi hermana Claudia.
- No hablé de tu hermana -murmuró como
en un descuido.
- Perfecto, nos vamos ahora. No te
preocupes por nada, te daré todo lo que necesites. A partir de
ahora estarás bien Eugenia.
Ya no hizo más gestos, ni emitió
palabras, se dejó llevar por Antonio. En menos de una hora, estuvo
montada nuevamente en un auto y a toda velocidad Antonio la llevó
hasta la casa de su hermana que vivía en la zona norte, fuera de la
capital. Durante el camino escuchaba la voz de su amigo que le daba
ánimos, prometía protección y otras cosas que no entendía ni se
molestaba en hacerlo. Casi una hora después, entraban a una casa
quinta de grandes dimensiones, con un portón de madera que impedía
la vista hacia el interior de la propiedad, rodeada de alto
ligustre que servía de cerco perimetral. Una vez que cruzaron el
portón, el camino hasta la casa les llevó varios minutos más, el
jardín era muy extenso y la casa se encontraba en lo que parecía
ser el centro. Los arboles sin follaje, estacionalmente, dejaban
apreciar las dimensiones que encerraba el herbazal dispuesto como
muralla.
- Claudia y mi madre no saben lo que
pasó con tu familia Eugenia, será mejor que no lo sepan por el
momento.
- Cómo tú
digas.
- Diremos lo de tu madre y que
necesitas alejarte unos días de tu casa. Cuanto te sientas mejor y
quieras hablar de ello, diremos la verdad.
- Está bien.
- No es necesario que hables,
entenderán si no lo haces. Déjame hablar a
mí.
- De acuerdo.- Eugenia, asentía a todo
indicado por Antonio sin entender lo que estaba
pidiendo.
Después de los pésames recibidos de
Claudia y Esteban, la hermana y cuñado de Antonio, Eugenia fue
llevada hasta una dependencia separada de la casa principal por
varios metros y una gran piscina con algo de agua de por medio. Era
la casa destinada al cuidador del inmenso jardín pero cómo no
tenían jardinero en invierno, estaba vacía. La casita contaba con
una cocina comedor, un espacioso dormitorio, baño interno y una
galería a un costado de la casa para poder descansar bajo techo y
admirar del bello parque que lo circundaba al mismo tiempo.
Llevaron de la casa principal los muebles indispensables para que
una persona pudiera estar cómoda y luego el matrimonio dejó sola a
la pareja.
Eugenia oyó cómo Antonio relataba el
trágico suceso que la dejó en ese estado. Cuando su hermana
preguntó el motivo de la repentina muerte de la mujer, respondió
que sufrió un ataque de corazón fulminante. Contó que la mayor
impresión de Eugenia fue provocada porque intentó reanimar a su
madre y nada pudo hacer. Lo que es mucho más traumatizante si quien
quiere reanimar a un ser querido es médico o estudiante avanzada de
medicina como era el caso de Eugenia. Después de enterrarla, el día
anterior, entró en ese estado de shock en el que se encontraba y no
quería estar en su casa. Claudia y su marido Esteban ofrecieron
hospedaje por el tiempo que necesitara. Eugenia se limitó a sonreír
y a asentir ante el ofrecimiento. No podía hacer otra
cosa.
Una vez dispuesto el dormitorio con
una cama amplia y sábanas nuevas tendidas en un viejo colchón de
dos plazas, Antonio diluyó un sedante en un vaso con agua para que
Eugenia descansara unas horas, ella bebió el líquido y media hora
después dormía con sobresaltos, lo que indicaba a Antonio que su
mente se relajó pero no llegó el descanso. Antonio sabía que al
salir de ese estado Eugenia tendría muchas preguntas para hacerle
sobre su madre y además tendría que contestar las que él haría
sobre la convivencia con el médico Franco Hernández. Ella era una
muchacha confiada y abierta, estaba seguro que el hombre la
manipuló para que se quedara con él y sabía el fin específico de
ese interés. Eugenia era hermosa y muy inteligente, pero la
desesperación de encontrar a su familia podía haberla llevado a
cometer cualquier locura si con ello podía obtener algo de
información. Lo que más le irritaba de esa situación era la mentira
de Eugenia al ocultarle la ayuda que recibió de ese
médico.
Despertó llorando y los brazos de
Antonio estaban allí para contenerla. El velador que se posaba en
una silla, por falta de mesa de luz estaba
prendido.
- Tranquila nena, tranquila -susurró
Antonio, apretándola con la misma fuerza que ella lo apretaba en el
abrazo.
Los sollozos duraron bastante y cuando
se calmó, la acompañó hasta el baño para que se diera una ducha,
tenía todo listo para el momento. La esperó con la comida servida
en la cocina y ella no tardó mucho en unirse a
él.
- ¿Estás
mejor?
- Un poco
mejor.
- ¿Qué me has dado para
dormir?
- Solo algo que te
ayudó.
- Dime cómo murió mi
madre.
- ¿Estás preparada para
oírlo?
- Si mi abuela pudo hacerlo, estoy
segura que yo también.
- ¿Ya te dije de lo valiente que se
está comportando tu abuela?
- Si -dijo y sus ojos se llenaron de
lágrimas - ¿Quiero saber qué le pasó a mi
madre?
- Según los dichos del hijo de esta
mujer, a tu padre lo llevaron a una sala de interrogatorios, lo
tuvieron allí por horas y cuando volvió al lugar que compartía con
decenas de detenidos, estaba en muy mal estado, los policías tienen
que recurrir a todo tipo de métodos para obtener una declaración
-aclaró queriendo justificar los golpes-. Tu madre lo atendió
cuando regresó, ella se asustó mucho y horas después vinieron a
buscarla para llevarle a la sala de interrogatorios, le dio un
infarto antes de llegar, seguramente por el miedo. Tu padre se
volvió loco al despertar y saber que se la
llevaron.
Al día siguiente, el hijo de la mujer
que pasó la información a tu abuela fue trasladado a la comisaría
quinta de la plata y lo dejaron libre tres días atrás. Antonio
omitió los detalles escabrosos de las lesiones y torturas sufridas
por el padre de Eugenia y las que sufrían todos los detenidos, lo
que explicaba el miedo atroz de la mujer a la hora de ser llevada a
declarar sabiendo que sufriría lo mismo. También minimizó las
causas que provocaron el infarto de la señora Serrano, acusando
solo al miedo.
- ¿Y el cuerpo? -indagó Eugenia con
llanto pero con entereza.
- Nadie sabe nada. Tu abuela se enteró
de esto ayer cuando fue hasta la Plaza de Mayo a reunirse con las
otras madres.
- Tengo que ver a mi abuela -rogó
Eugenia.
- No puedes ir hasta allá pero haré lo
que pueda para traerla aquí.
Ella se quedó recapacitando sobre lo
que Antonio relató, su madre al parecer murió de un paro cardíaco
provocado por el horror, intentó recordar los ejemplos que le
dieron en las clases de medicina en esos casos pero solo le venía a
la mente la escena leída en un libro viejo llamado «El Matadero»5,
en el cual un hombre opositor a las ideas del gobernador Juan
Manuel de Rosas era apresado por los agentes del régimen y llevado
hasta un lugar en el que amenazaban con violarlo, el detenido era
un hombre joven que al entender que llevarían a cabo la amenaza
sufrió un infarto. A su madre le había pasado algo parecido y rogó
que su corazón se hubiese detenido antes que comenzara cualquier
tortura. Rezó una plegaria por su alma y cada uno o dos minutos se
secaba las lágrimas de la cara.
Antonio le ofreció de comer y beber
pero ella no aceptó nada, su estómago no toleraría una sola miga de
pan.
- Cuéntame cómo terminaste en manos
del doctor Hernández -pidió Antonio.
Ella relató los sucesos completos que
acontecieron la noche que lamentablemente conoció a Franco. Su ira
se acrecentaba contra él a medida que avanzaba en el relato. Su
cabeza comenzó a recriminarle lo claro que era todo y ella no quiso
ver. Desde la primera noche, sabía que conocía a los hombres que la
buscaban y, luego, aquel conocimiento sobre lo que hacían con las
mujeres detenidas y el miedo que le inculcaba para que no
abandonara su casa. Durante el relato, ella conjeturaba que con
seguridad informó a sus superiores que él tenía a la prófuga y
obtendría de ella toda la información que deseaban
saber.
Más repuesta de todas las
revelaciones, dolida pero de pie, se juró a ella misma que se
vengaría del maldito hombre que la mantuvo a su merced por quince
días.
Antonio hablaba, quería saber más
sobre la relación de ambos pero ella no escuchaba ni contestaba a
sus preguntas, tenía un único pensamiento que llenaba todo su
entendimiento: la venganza.
- ¡Contéstame Eugenia! -gritó Antonio,
después de repetir cinco veces la misma
pregunta.
- ¿Qué? - preguntó ella a su vez,
saliendo del trance mental en el que había
caído.
- ¿Este hombre te sometió de alguna
manera?
- ¿Si fue violento? No -respondió
ella, sin saber bien lo que quería preguntar
Antonio.
- ¿Te presionó para que dieras
información?
- No. Me preguntaba cosas,
supuestamente para ayudarme.
- ¿Se aprovechó de ti de alguna manera
con la misma excusa?
- No, no me acosté con él, si es lo
que quieres saber -ladró furiosa y dejó la silla- ¡No me obligó, ni
me violó, ni me sometió a ningún interrogatorio cruel! -gritó desde
la ventana sin cortinas que daba al patio-. Me curó las heridas y
decía que quería ayudarme. Solo eso.
- Seguramente estaba esperando a que
estuvieras bien repuesta para someterte.
- ¿Por qué esperaría si su intención
era torturarme? El tormento habría sido mayor con el dolor de las
heridas.
- Quizás no quería atormentarte, solo
gozar de ti.
- ¡No pasó nada entre nosotros! Hasta
hoy, pensaba que había hecho un nuevo amigo que se preocupaba por
mí y por lo que estaba ocurriendo con mi
familia.
- No conozco a nadie tan desinteresado
por ayudar a alguien que no conoce.
- No conoces a
Franco.
- ¿Lo estás defendiendo? -preguntó
gritando con incredulidad.
Eugenia quería gritar que sí. Que
Franco no podía estar trabajando para esos bastardos y también
recordarle a Antonio que parte de su familia también pertenecía a
las fuerzas armadas y eran parte de ese régimen de terror con el
cual tenían sometido al país entero, pero calló. En ese instante
que estaba a punto de gritar, la sonrisa de su madre pasó por su
cabeza como un ángel que deseaba consolarla e impedir que cometiera
una locura. Calló. Se tranquilizó y volvió a perder su mirada en la
oscuridad que ofrecía la vista desde la ventana, sin
llorar.
- Perdóname Eugenia, no sé qué pasó
-se disculpó Antonio- Estás pasando uno de los peores días de tu
vida y yo no hago otra cosa más que llenarte de
preguntas.
- No te disculpes Antonio, soy yo la
que no puede pensar con claridad.
- Mañana vas a estar mejor y
seguiremos hablando -hizo una pausa y después se atrevió a
preguntar- ¿Quieres que me quede?
- Necesito estar sola, quiero
pensar.
- Comprendo -aceptó con diplomacia el
rechazó e informó sobre algunas cosas de la casa-. He traído una
radio, si puedo, mañana traeré un
televisor.
- No te molestes Antonio, estaré
bien.
Eugenia se veía tan distante que él no
se atrevió a acercarse para saludarla con un beso. Se levantó de la
silla y diciendo que primero pasaría por la casa de su hermana para
avisar que se retiraba se acercó a la
puerta.
- Antonio, sé dónde está
Emilia.
- Te lo dijo el doctor- afirmó con
tono satisfecho al comprobarle a ella que él tenía razón, el doctor
podía conseguir la información que quisiera, o más todavía, podía
ir administrándola para que ella confiara plenamente y pudiera
mantenerla el tiempo que quisiera a su
lado.
- Si, Franco me dio la información que
Emilia está en el pozo de Banfield y es protegida de un médico
policial llamado Bergés. Mientras Emilia esté embarazada estará a
salvo.
- Pasaré este dato a mi padre, él
viene mañana. También haré investigar si tu padre continúa en el
campo de Arana.
- Gracias - susurró
ella.
Antonio volvió a abrir la puerta y
ella volvió a detenerlo con otra pregunta.
- ¿Qué pasará con el
médico?
- ¿Por qué
preguntas?
- Quiero saber si le harán
algo.
- ¿Por no entregarte y ayudar a una
prófuga? O, ¿por mantener cautiva y engañada a mi novia durante
quince días?
Eugenia comprendió que el destino de
Franco estaba sellado, de cualquier forma que uno lo viera cometió
una falta. Los planes de venganza que solo minutos atrás había
jurado que llevaría a cabo, se diluían al entender que nada de lo
que ella hiciera podría ser peor de lo que le esperaba. Él había
mentido pero no la había lastimado. Ella lo estaba enviando
directamente a la guillotina y no era sentido figurado. Antonio no
dejaría de informar la participación del médico Franco Hernández en
toda esa cuestión.
- ¿De qué lado estás tú Antonio?
-preguntó.
- Del lado de los buenos, siempre del
de los buenos.
- ¿Quiénes son los
malos?
- Los que no cumplen con la ley y el
orden.
- Hasta mañana Antonio -despidió con
una sonrisa.
- Que descanses.- Saludó él y terminó
de salir por la puerta.
Eugenia se quedó reflexionando las
últimas palabras de Antonio «los que no cumplen con la ley y el
orden» ¿Qué ley? Esa que establecieron quienes anularon todos los
derechos constitucionales de las personas ¿Qué orden? Aquella que
decretaba que debían ser eliminados todos los contrarios al régimen
de gobierno y alzaban su voz, o el orden, en el sentido que todo
debía quedar como ellos acomodaban, cada ciudadano, una pieza de
ajedrez que colocan en un lugar y no se podía mover porque
«desordenaba» el tablero, eso provoca más trabajo para ellos que
debían lidiar con piezas con una luz que permitía su propia
movilidad y no acataban estar dónde no querían. Si fuera así, que
mal estaban, tenían tanta impunidad que se creían omnipotentes y
ese abuso de poder los llevaría a su propia destrucción, eliminaban
a sus propias piezas. Su madre era una mujer que acataba y obedecía
la ley y el orden, sin embargo, fue eliminada. ¿Quiénes eran los
buenos? ¿Quiénes eran los malos? ¿Quién era
Franco?
Capítulo 10
Se alejó del lugar, la cara del hombre
apoyada sobre el diario caído en la mesa dejaba expuesto el impacto
de la única bala que acabó con su vida. La vida que Franco sentía
que había usurpado, esa bala era para él. Calculaba que el hombre
asesinado transitaba la década de los cincuenta años, no tenía
atuendo formal, era claro que no estaba trabajando y vivía por allí
puesto que se tomó casi una hora para desayunar y leer el
diario.
Los empleados del lugar se apresuraban
para cerrar las persianas de chapa que ocultarían el espectáculo.
Llamarían a la policía para que sacara el cuerpo, limpiarían el
lugar y retornarían a las tareas diarias como si nada hubiese
pasado. Uno de los mozos, lo tomó del hombro y lo llevó hasta la
puerta lateral que ya tenía la persiana a medio
cerrar.
- Se acabó el espectáculo amigo -dijo
el mozo, coincidiendo con los pensamientos de Franco sobre el
hecho.
Todavía atontado por el trágico
destino del que acababa de salvarse, Franco se dejó llevar hasta la
salida lateral.
- ¿Lo conocía? -peguntó al mozo, más
que acompañarlo lo empujaba hacia la vereda. Un solo pie tenía
Franco dentro del local al hacer la
pregunta.
- Eso no se pregunta amigo -reprochó
el hombre canoso, de panza prominente y cara bonachona, vestido de
traje negro y que superaba ampliamente los cincuenta años-. Aquí,
nadie conoce a nadie ¿No conocía eso usted? -instruyó, después de
una vida de convivir con ese precepto. - Ya tiene la edad necesaria
para haber aprendido esa lección de vida.
- Lamentablemente, sí - contestó
Franco resignado.
- Era un viejo solitario que venía
todos los días a desayunar y a leer el diario -informó el mozo,
violando sus principios al ver la angustia pintada en la cara de
Franco, ya había ganado la vereda para caminar hasta su
auto.
No salía de su estupor, esa bala era
para su cabeza, no podía parar de martirizarse con eso y el hecho
que ese hombre murió por su culpa. Si el uniformado llegaba cinco
minutos antes o si él no salía a buscar los cigarrillos, su sangre
habría manchado la mesa del bar. Eugenia lo enrolló en una trama
macabra de la que no sabía cómo salir, lo que tenía claro era que
no la abandonaría, primero la sacaría a ella y luego se las
arreglaría para salir indemne.
¡Eugenia! gritó su razón. Debía
avisarle que no podía ponerse en contacto con su cuñado, necesitaba
advertirle que no intentara acercarse a Pablo
Milano.
No pudo ver el rostro del hombre
uniformado que asesinó al hombre, si lo hubiera hecho, no estaría
haciendo planes en ese momento, así que no podía afirmar que se
trataba de Pablo Milano. Si así era, no quería ni pensar cómo
reaccionaría Emilia, su propio esposo detrás de todo. El enemigo
rodeaba a la familia Serrano en todos sus flancos, el yerno, el
futuro yerno, la familia de éste, sólo faltaba que la familia de
Pablo perteneciera a las fuerzas y el círculo estaría
cerrado.
Manejó hasta el edificio en el que vio
entrar a Eugenia, antes de bajar del auto miró toda la gente que
caminaba por la vereda y ninguno resultó sospechoso. Se dirigió al
edificio y presionó el timbre del conserje. Nadie contestaba.
Franco no dejaba de reprocharse el hecho de no haber tomado la
libreta en la que Eugenia anotó el número de teléfono del
departamento en el que estaba. Recordaba que habló del tercer piso
pero no sabía en cuál de los cuatro departamentos que marcaba el
tablero de timbres. Recapacitó sobre la situación y dedujo que nada
podía hacer, seguramente, Eugenia no atendería a nadie que tocara
el timbre o a quien llamara por teléfono. Faltaba una hora para la
una del mediodía, él prometió llamarla justo a esa hora, tenía el
tiempo necesario para llegar hasta su casa y tomar el número de
teléfono.
A la una en punto de la tarde llamó y
tampoco contestó nadie a sus reiterados intentos. Probó suerte con
el número de la casa de Antonio. Con el nombre de Carlos y
haciéndose pasar como un estudiante compañero de la joven, pidió
por ella y la voz de una mujer amable dijo que no tenía novedades
de la muchacha pero, si quería, podía volver a llamar a la noche,
su hijo estaría en casa y él podía darle alguna información de su
compañera de facultad. La mujer sugirió llamar a la casa de
Eugenia, lo que notificó a Franco que la mujer de voz aniñada no
estaba al tanto de lo que ocurrió con la casa de Eugenia, o al
menos simulaba no estarlo.
Volvió a casa abatido, el recuerdo del
asesinato, la responsabilidad que pesaba sobre sus espaldas, el
temor de que Eugenia cometiera su mismo error y la soledad en el
silencio del departamento, no hacían otra cosa que postrarlo
todavía más.
Después de ducharse para sacarse de
encima el espectro de la muerte que estaba posado sobre sus hombros
desde el regreso de la ciudad, dio mil vueltas por la casa, su
desesperación crecía a medida que las horas de la tarde avanzaban.
En lo único que pensaba era en la mala decisión tomada al dejar que
Eugenia se marchara. Si se hubiera presentado dos días atrás a la
cita con Pablo Milano ella seguiría en la casa y, tal vez,
estuviera muerto, pero al menos no sufriría aquella agonía que
tampoco lo dejaba vivir.
La llamada de la noche a la casa de
Antonio también fue infructuosa, la misma mujer negaba conocer el
paradero de la muchacha y el de su hijo.
Sin pensar en lo que hacía, regresó a
la ciudad y como un hábil ladrón esperó el momento oportuno para
meterse en el edificio del hermano de Antonio junto con una familia
que abrió la puerta de ingreso principal. Sabía que el departamento
quedaba en el tercer piso lo que no pudo confirmar fue en qué
departamento, Eugenia olvidó anotar ese detalle y él no podía
recordar si se lo había dicho. Subió por las escaleras al piso
deseado y una vez allí se encontró con cuatro puertas que iban de
la A hasta la D. Escondido como un polizón escuchó detrás de las
dos primeras, en orden de disposición, en los dos, se escuchaban
ruidos de criaturas pequeñas. Los siguientes dos, estaban en
absoluto silencio. Franco no tenía idea de cómo abrir una cerradura
con una navaja, tampoco tenía una, se hizo de paciencia y esperó.
No sabía que el ascensor estaba averiado por eso no funcionaba, él
adjudicaba la falta de actividad con la alta hora de la noche pero
no dejaba de controlar su movimiento y los ruidos provenientes de
la escalera. Nadie circundaba el hall que unía los departamentos
del tercer piso. A las once de la noche, una pareja adulta vestida
elegantemente, apareció por el hueco de la escalera y entró
en el departamento D, él salió de atrás de una maceta con plantas
de hojas lechosas y grandes para golpear con los puños la puerta
del departamento C.
Pensó que Eugenia podría estar dormida
a esa hora, se arriesgó a golpear un poco más fuerte. El timbre
podría alarmar a la pareja que acababa de entrar y esa intromisión
podría acabar muy mal. Un par de golpes y luego la espera, repitió
este procedimiento por diez minutos al cabo de los cuales se le
ocurrió salir, buscar un teléfono público, dejarlo sonar hasta que
despertara a Eugenia y, luego, volver a entrar para golpear la
puerta. Era un plan que tenía su mérito, si no tenía en cuenta que
salir era fácil, lo difícil sería volver a entrar sin la llave de
la puerta principal. Pensó colocar una cuña que sostuviera la
puerta abierta hasta que regresara, a esa hora el encargado del
edificio ya estaría en su propio departamento descansando de sus
tareas.
Todo estaba saliendo a pedir de boca,
a solo veinte metros había una cabina de teléfono en la vereda, muy
cerca de dónde estacionó su Peugeot 504 celeste. La puerta de
entrada principal quedó apenas visiblemente separada del marco, si
no se prestaba la suficiente atención nadie notaría que estaba
abierta, una diminuta piedra impedía que se cerrara. Estaba por
llegar al teléfono cuando una voz de alto lo detuvo en
seco.
- ¡Alto policía! - escuchó, y su
cuerpo se detuvo- ¡Colóquese contra la pared! -ordenó la voz
autoritaria.
Franco obedeció inmediatamente. Los
uniformados de la policía federal llegaron hasta él y, sin cuidado,
uno lo palpó de armas mientras dos de ellos lo apuntaban con sus
itacas y el restante se paraba a una distancia prudencial
observando todo el panorama.
- Documentos -exigió uno de ellos, el
que tenía más estrellas amarillas en el
hombro.
- Los tengo en el auto -dijo
claramente y señaló su Peugeot-. Es ese que está
allí.
- Búsquelo.
Sin perder tiempo, Franco fue por su
documento y la credencial del hospital.
- ¿Qué está haciendo por aquí doctor
Hernández? Está muy lejos de casa -dijo el policía, después de leer
ambos documentos.
- He venido al cumpleaños de mi tía y
se me hizo algo tarde.
- ¿Dónde fue la fiesta? No estamos
informados de ninguna por aquí.
- No fue una fiesta, solo una cena, en
el edificio de allí -señaló con la mano el edificio del que acababa
de salir y rogaba que los policías no notasen que la puerta estaba
abierta.
- ¿En qué piso fue la
cena?
- Tercero D -dijo sin
dudar.
- No me diga, conocemos a todos los
propietarios de ese edificio -aclaró el policía con
satisfacción.
- Me alegra que mi tía esté bajo
protección de personas que se preocupan por conocer a los vecinos
del barrio -elogió Franco a los uniformados, con una sonrisa que le
costaba mantener.
Franco se sintió perdido, si
preguntaban el nombre de su supuesta tía estaba aniquilado, lo
llevarían preso y comenzaría una investigación que podía llegar a
que se encontraran con Eugenia. Los policías se miraron entre ellos
y decidieron creer en las palabras del
médico.
- Vaya a casa doctor Hernández, sabe
que no se permiten las reuniones después de las diez de la noche y
pasaron hora y media de las diez. Es muy tarde y tiene que manejar
mucho hasta Banfield.
- Es lo que estaba haciendo -replicó
con admisión.
Franco caminó hasta su auto y cuando
estaba por entrar, el único policía que habló con él lo detuvo con
una nueva pregunta.
- ¿Doctor, cuántos años ha cumplido su
tía?
- Cincuenta -contestó sonriendo y se
metió al vehículo para alejarse del lugar.
Los policías se quedaron parados en el
mismo lugar, Franco pudo observarlos hasta que la distancia los
hizo perderse en la lejanía. No lo siguieron, la mujer que vio
entrar a ese departamento aparentaba esa edad, si realmente los
policías conocían a los habitantes del edificio, sabrían que la
mujer rondaba esos años. Tal vez, ese era su día de
suerte.
Sin dormir, sin descansar y sin
afeitarse, Franco se presentó a su trabajo al día siguiente. Era un
poco más de las diez de la mañana cuando llegó. Antes que se sacara
el saco para ponerse el guardapolvo blanco con el que realizaba sus
tareas el director del hospital le informó que un colega lo
esperaba en la sala donde descansaban los
médicos.
Después del saludo de cortesía, el
hombre alto de traje impecable permanecía de pie y no soltaba un
maletín igual de distinguido que la ropa que vestía se
presentó.
- Doctor Antonio Suarez
Tai.
- Doctor Franco Hernández -dijo solo
por inercia, aunque su rostro no denotaba la sorpresa que sentía de
tener al novio de Eugenia parado frente a él, su corazón latía
acelerado y el asombro nublaba su
entendimiento.
- Sabe por qué estoy aquí, ¿no
doctor?
- Creo saberlo -respondió parándose
frente a él.
Franco no necesitó más que escuchar
las dos primeras frases y ver la postura altiva de ese hombre para
saber que no le agradaba y que nunca lo haría. Los dos se
mantuvieron de pie, eran prácticamente de la misma altura y sus
ojos se encontraban frente a frente. Franco tampoco soltó su
maletín y no lo invitó a tomar asiento en las sillas que estaban
dispuestas alrededor de una mesa.
- Eugenia ha dicho que usted la ayudó
todos estos días después de los lamentables hechos del que fuera
protagonista -comenzó diciendo - Por eso, y porque ella ha llegado
a mí sin daño alguno, tiene mi agradecimiento -confirió como un rey
otorgando un favor.
- No tiene nada que agradecer - dijo
franco, impugnando con su tono la gracia
concedida.
- Mi madre ha recibido curiosos
llamados preguntando por Eugenia ¿Fue usted quien los realizó?
-preguntó, sin sacar su gris mirada de los ojos azules de Franco,
que lo desafiaban a seguir con esa tonalidad de diálogo para
descargar con él la frustración y la ira acumulada desde el día
anterior.
- Si, quería saber cómo estaba
-admitió desafiante.
- Doctor Hernández, no es necesario
que siga preocupándose por mi prometida, a partir de ayer tiene mi
más absoluta protección y la de mi familia. Es muy lamentable que
usted no le ayudara antes a llegar a mí.
- Ella no habló de usted -informó con
satisfacción de poder refregarle que al parecer no era tan
importante para Eugenia como él pensaba-. Pregunté a Eugenia sobre
las personas que podían ayudarle y solo nombró a su abuela
Margarita, no me dio sus datos ni el primer día ni el resto del
tiempo que permaneció en mi casa.
- Eugenia estaba aterrada, seguramente
no pensaba con claridad. La pobrecita habrá querido protegerme
-contrarrestó y quiso rematar diciendo- Pero ya ve, cuando se
recuperó del estupor fue a buscarme y ahora está
conmigo.
- Lo sé y me alegra que Eugenia esté
mejor y tratando de recuperar una mínima parte de su vida anterior
que nunca volverá a ser la misma.
- Mire doctor, no quiero dilatar este
asunto. Solo diré que por el momento, se le abrirá un sumario
administrativo por los sucesos devenidos desde las detenciones de
mi familia política.
- ¿Solicitará un sumario en mi contra
por proteger a su novia? -preguntó Franco, sin disimular su
incredulidad.
- Su deber era entregar a la prófuga,
no retenerla.
Franco lo miró estupefacto y no le
importó que Antonio leyera el asombro en su mirada y en sus
palabras. No podía creer lo que acababa de admitir. Ese hombre no
era ningún estudiante de medicina, por la manera de hablar y de
moverse era un integrante más de la fuerza y al parecer estaba al
tanto de lo que pasaba con la familia que conocía toda la vida y
hasta esperaba que Eugenia cayera en manos de los degenerados que
fueron a buscarla.
- ¿Quería que entregara a su novia a
los cerdos que hacen las detenciones? Esos que no esperan a llegar
a la comisaría para comenzar a violar a las mujeres ¿Sabía que los
tipos que entraron a la casa de su novia la manosearon esa noche,
la golpearon de manera salvaje y después le amenazaron con hacer
todo tipo de perversiones con ella? -indagó con la voz llena de
indignación y asco por el descubrimiento que acababa de
hacer.
- Ninguna de las amenazas se habrían
concretado. Y por lo demás, son solo métodos intimidatorios
necesarios.
- ¿Usted estaba al tanto de las
detenciones?
- Eso a usted no le interesa. Solo
tiene que saber que se ha iniciado el sumario, las obligaciones que
le competen son bien claras doctor, solo tiene que cumplirlas
-objetó, aparentando conocimiento sobre su restrictivo contrato
laboral.
- No estaba trabajando cuando Eugenia
se arrojó a mi auto.
- La obediencia es necesaria en todos
los ámbitos de la vida -corrigió parsimoniosamente, luego, siguió
informándole-. Seguirá trabajando en este lugar hasta que la junta
administrativa lo disponga y… olvídese de Eugenia Serrano y de toda
su familia. Buenos días doctor -saludó despidiéndose pero antes de
salir de la sala agregó- Eugenia sabe quién es usted, dónde trabaja
y su invalorable aporte a las Fuerzas Armadas, está muy enojada por
la mentira.
- ¿Qué pasará cuando descubra su
mentira?
- ¿Cuál? - preguntó sin
inmutarse.
- ¿Qué ocurrirá con Emilia y su padre?
-interrogó Franco, omitiendo la última orden. No creyó que después
de lo que acababa de advertir Suarez Tai fuera a proporcionar
ninguna información pero perdido por perdido, preguntó por la
familia de Eugenia.
- Veo que no pregunta por la madre,
acerté en decirle a mi novia que usted sabía mucho más de lo que le
contaba.
- ¿Está confirmado el deceso de la
señora Serrano?
- Un suceso
lamentable.
- Coincido con usted, es muy
lamentable que a una mujer de su edad la arranquen de su hogar cómo
lo han hecho y luego la amenacen con torturarla de la misma manera
que lo hicieron con el marido hasta casi
matarlo.
- Hay que cumplir con la ley y el
orden y, nada ocurrirá a las familias -objetó con un deje
amenazador.
- ¿Se lo ha dicho a Eugenia? -preguntó
sin ningún temor por la amenaza implícita. Toda su familia estaba
muy lejos del alcance de su poder.
- Claro que sí, no le mentiría a mi
novia.
- Tiene que hacer que Emilia salga de
ese lugar, está en muy mal estado.
- ¿La vio?
- Sí, he estado en el pozo de
Banfield. Si la joven sigue allí peligra su salud y la de la
criatura. Usted debe saberlo.
- No, nunca he estado en otro lugar
que no fuera el hospital naval. Según me informaron la señora está
protegida.
- Le sugiero que haga esa visita
entonces y compruebe usted mismo las condiciones en las cuales la
protegen.
- Yo no hago esas
cosas.
- Lo
imaginaba.
- En verdad, me daba mucha curiosidad
su persona doctor, por eso he venido -reveló imprevistamente
Antonio.
- Espero colmar sus
expectativas.
- En verdad no. Esperaba otra cosa
-expresó con una nota despectiva, denotando con la mirada su
aspecto desalineado.
- Agradezco su sinceridad
doctor.
- No tiene nada que agradecer pero sí
mucho que explicar.
- Lo haré cuando llegue el
momento.
- Por último…
- Creí haber oído que no quería
dilatar la conversación -dijo Franco aprovechando la
pausa.
- Esto es importante, el encargado del
edificio en el que vive mi hermano me informó de cierta anomalía en
la puerta de acceso principal y los vecinos de piso oyeron golpes
en una de las puertas de los departamentos, aunque ninguno precisó
certeramente en cuál ¿Sabe algo de eso? - indagó, y seguidamente
agregó- Según tengo entendido por palabras de Eugenia -puntualizó
para demostrar el grado de confianza entre ellos- Ella le dejó al
tanto que estaría en ese lugar.
- No puedo ayudarlo en ese tema
doctor, está muy lejos de mi hogar.
- Solo preguntaba -aclaró restando
importancia al asunto- Hemos decidido con Eugenia que viviremos
juntos en una casita que tengo en la ciudad, he agradecido a
mi hermano su generosidad al dejarnos disponer de su casa pero ya
no será necesaria. Conviviremos -volvió a repetir el tema de la
unión - Solo será temporal, hasta que se solucione lo de su
familia, luego, nos casaremos como Dios manda. No haré de ella una
mujer indecorosa.
- Lo felicito doctor y envíele mis
felicitaciones a su prometida.
- Serán dados. Que tenga buen
día.
- Usted también
doctor.
Fue el diplomático saludo de cortesía
pero, por dentro, Franco gritaba todo tipo de maldiciones y estaba
seguro que Suarez Tai hizo las suyas.
Antonio pasó junto a Franco al
retirarse y él se quedó parado dónde estaba mirando el techo blanco
de la sala. Eugenia sabía quién era realmente el doctor Franco
Hernández, no dudaba que si lo veía algún día por la calle le
escupiría a la cara y bien merecido lo tenía. Se arrepentía no
haber explicado su verdadera situación, no haber aclarado que él
estaba tan detenido como lo estaba su familia. No lo torturaban
pero le obligaban a hacer cosas contrarias a su ética, a su moral y
a sus creencias. Una tortura distinta pero igual de efectiva a la
hora de apagar cualquier sedición. Por eso iba a largarse pero
Eugenia se cruzó en su camino y todo
cambió.
Franco comprendió algo que no vio
hasta ese momento, a los actos aberrantes cometidos en nombre del
régimen, se sumaban los hechos de codicia y ambiciones personales
de los que ostentaban el poder. No todos los detenidos, o
«secuestrados», como decía Eugenia, eran por causas subversivas,
aunque todos eran clasificados bajo la misma denominación. Entendió
el verdadero régimen de terror que estaban viviendo y más que nunca
agradeció haber enviado a su familia muy lejos. Pretensiones
personales, intereses económicos, causas políticas y la más pura y
simple maldad gobernaban a un país, que era silenciado y sometido
por el terror.
Se congració con él mismo, porque
conociendo el origen y pensamiento de Antonio, en un momento de la
conversación estuvo a punto de recriminarle por el atentado en el
centro de la ciudad pero haciendo cuentas mentales, Eugenia no pudo
haberle dicho nada sobre la reunión que mantendría con su cuñado
porque eso fue algo esporádico que surgió después que la dejó a
ella. Eso sumaba una amenaza que todavía desconocía pero no podía
descartar que en un futuro se unieran. Si Suarez Tai y su familia
tenían el poder que quería aparentar, no tardaría en atar cabos y
saber que quien hizo la llamada a Pablo Milano o, a quien fuera
que atendió el teléfono de la casa para hablar sobre Emilia,
fue él y sabría que salió indemne del atentado en su
contra.
Lo que más le llamó la atención del
encuentro fue la presentación, Eugenia habló de Antonio como
compañero de Universidad, él lo imaginó más joven y menos formal.
Sin embargo, Suarez Tai con la postura segura y sobria de un
profesional, se presentó como médico titulado y además el director
del hospital lo nombró con el mismo tratamiento y demostró sumo
respeto hacia su persona. Se enteró que trabajaba en el hospital
naval, no que hacía prácticas médica como señaló Eugenia y daba
toda la impresión que ejercía poder en el ámbito de las Fuerzas.
Antonio tampoco era la persona que creía
Eugenia.
Franco conocía y estaba al tanto de
los espías que se hacían pasar por estudiantes en los claustros
universitarios y sobre todo en las agrupaciones estudiantiles para
detectar a los cabecillas que intentaba organizar a los futuros
profesionales en agrupaciones o corporaciones que adquirieran
fuerza para luchar contra la tiranía gobernante. Estos infiltrados
eran moneda corriente en las carreras, sobre todo, de Derecho
y de Filosofía y Letras; en menor medida en las demás.
Por lo que pudo apreciar, la de Medicina no era la excepción. Dada
la edad de Antonio, su buena apariencia física y, tal vez, un
carisma encantador que ese día dejó en otra parte, él cumplía con
los requisitos necesarios para llevar a cabo esa misión y Eugenia
lo desconocía.
Conjeturas y más conjeturas pasaban
por la cabeza de Franco para justificar a Eugenia. Pero por
doloroso que resultara, cabía la posibilidad que Eugenia conociera
todo de Antonio y le hubiera mentido. Cómo mencionó el doctor
Suarez Tai, ella esperó a que sanaran sus heridas y salió corriendo
en su búsqueda creyendo que él podría salvar a su
familia.
Una llamada de urgencia proveniente de
la sala de cirugías lo hizo escapar de su inmovilidad física y
corrió a cubrir el llamado. El día y sus tareas no lo dejaron
reflexionar mucho más sobre lo acontecido esa
mañana.
Al salir al pasillo la corredera era
infernal, enfermeras y camilleros entraban gritando en el acceso de
ambulancias. Desde su posición sólo podía divisar tres camillas
pero los gritos continuaban afuera, Franco sabía que tendría que
esperar más pacientes. Todos los heridos eran policías bonaerenses
con sus uniformes ensangrentados, los que no estaba heridos corrían
acompañando a los que bajaban las camillas. Franco no se tomó la
molestia de preguntar por ocurrido, lo sabía. Todo ese caos y
muerte era producto de un enfrentamiento con los «montoneros». Tres
de los policías llegaron muertos al hospital, otros cinco peleaban
por sus vidas y los demás presentaban alguna que otra herida de
menor importancia pero ninguno salió ileso de la batalla. Franco se
disponía atender a uno de los pacientes graves en una de las salas
de terapia al tiempo que un hombre lo tomó del guardapolvo y lo
hizo retroceder.
- ¿Qué ocurre?
- ¡Doctor, mi hijo doctor! ¡Se
muere!
Franco se dejó llevar hasta una
sala distinta a la que iba a entrar y al ver al paciente corrió
para tratar de frenar las convulsiones que hacía escupir al joven
policía sangre de la boca como si fuera un
géiser.
- ¡Se muere! -lamentó su padre, en un
grito desesperado- ¡Hijos de puta, se muere! -gritó con más
fuerza.
- Sargento Migues espere afuera -pidió
Franco luchando con el muchacho que no paraba de convulsionar y
ahogarse con su propia sangre y además tenía que estar atento a que
su padre no se le arrojara encima- ¡Sargento Migues salga afuera
ahora! -ordenó en un grito autoritario - ¡Busque una
enfermera! -volvió a ordenar cuando el policía ya tenía un pie
afuera de la sala.
El hijo de Migues, un cabo de
veinticuatro años, estaba muy mal herido, una bala ingresada por la
espalda le perforó un pulmón y tenía otras heridas de bala que
entraron y salieron de su cuerpo en pierna, hombro y cuello. El
cuadro clínico del paciente era grave con poca esperanza de vida.
La enfermera que colaboró en las primeras atenciones lo preparó
para la intervención quirúrgica. Franco abrió un drenaje directo
desde el pulmón para descomprimir la sangre y que pudiera respirar
hasta llegar a la sala de cirugía, de otra manera, no habría
sobrevivido a las convulsiones.
Con el suero conectado a sus venas, lo
trasladaron de urgencia al quirófano, Migues que esperaba afuera,
frenó por dos segundos al médico.
- Sálvelo «tordo», es mi único hijo
varón.
- Haré todo lo posible -fue lo único
que pudo prometer.
- Confío en usted, por eso lo fui
buscar. Solo usted puede salvarlo -dijo el sargento cuando
retomaron la marcha detrás de la camilla que llevaba la
enfermera.
Franco solo asintió con la cabeza a la
confianza y al buen concepto que el sargento tenía de él. Jamás lo
habría imaginado.
La cirugía de Ariel Migues duró por
más de seis horas, con un equipo compuesto de una sola enfermera,
el anestesista que entraba y salía de la sala y la instrumentadora
que hacía lo mismo, trabajaron a destajo para reanimar al paciente
cuando sufría algún paro cardíaco. Después de un trabajo titánico,
la operación concluyó y el hijo de Migues seguía con vida. El
estado del paciente seguía siendo grave pero las lesiones internas
que más comprometían su vida fueron clínicamente
reparadas.
Salió de esa sala y apenas pudo
sacarse el protector esterilizado que usaba en las cirugías y tuvo
que ponerse otro para ir a colaborar con un médico que estaba
intentando salvar a otro de los policías heridos. De los cinco
policías que ingresaron mal heridos ese mediodía, tres murieron en
el quirófano. Los dos pacientes en el que tuvo intervención el
médico Hernández sobrevivieron. Uno de los policías presentaba una
herida similar a la de Ariel Migues y fue atendido por el propio
director del hospital que tuvo que salir de su trono para
ensuciarse las manos de sangre ese día, el paciente era un policía
de treinta y dos años que no superó la operación. Para los médicos
era corriente ver a cuerpos que presentaban una resistencia y
evolución distintas ante el mismo cuadro clínico pero para los
policías Franco Hernández ese día se elevó un escalón por encima
del resto de los profesionales.
- ¡Sabía que usted podría salvarlo,
doctor! -aclamó el sargento Migues, abrazando a Franco con un solo
brazo, el otro presentaba una venda en toda la
mano.
- Sargento, hay que esperar al menos
setenta y dos horas antes de poder decir que está fuera de todo
peligro -explicó Franco, con satisfacción ante el reconocimiento de
su trabajo y algo extrañado de escucharlo decir doctor, en lugar de
tordo.
- ¡Se va a salvar! Si usted lo
atiende, se va a salvar doctor.
- Me halaga la fe que tiene en mí
sargento.
- Solo usted podía hacerlo -murmuró
acercándose a Franco para que no oyera el director del hospital que
en ese momento pasaba muy cerca de ellos, el pasillo era estrecho y
tres personas cubrían su ancho-. No olvidaré lo que ha hecho hoy
por mí hijo, doctor.
- ¿No más
«tordo»?
- A partir de hoy, para mí usted se ha
ganado el título doctor.
- ¡Pues, que bien! Nos vemos mañana
sargento.
- Claro
doctor.
Sentimientos encontrados abordaban a
Franco mientras se vestía para regresar a casa, su éxito
profesional chocaba con su ética. Salvaba a personas que no quería
salvar. Pensaba en el Juramento Hipocrático, que para él sonaba
igual a «Has el bien sin mirar a quien», y es lo que él hacía.
Salvar vidas, sólo salvar vidas.
Capítulo 11
A Franco, la noticia del sumario
mencionado por Antonio Suarez Tai lo tenía sin cuidado, esos
informes se labraban informando hechos para que una junta de
directores ejecutivos decretase si el sumariado merecía o no
sanción, con la que podía llegar el despido a sus tareas, no le
preocupaba en lo más mínimo, lo que realmente crispaba sus nervios
era saber que Suarez Tai llevaría a cabo la investigación y, sin
lugar a dudas, sería muy rigurosa para que la amonestación fuera la
más severa posible.
Aún teniendo la sospecha que Eugenia
pudo mentir con respecto a las actividades de Antonio, a Franco le
molestaba que la joven supiera la verdad de su lamentable vida por
otra persona, ella debería odiarlo en ese momento, no obstante, lo
que más pertubaba su tranquilidad era la conjetura más aceptada por
su razón que le martilleaba la consciencia afirmando que Eugenia no
conocía la verdadera naturaleza de Antonio Suarez Tai y estaba
viviendo con su verdadero enemigo.
Tenía que encontrarla, tenía que
decirle la verdad, si ella decidía quedarse con Suarez Tai después
de eso, allá ella, él seguiría con su vida lejos del país, pero si
estaba atrapada por las conspiraciones de aquel sujeto y su
injerencia le ayudaba a abrir los ojos, él estaría allí para
respaldarla, protegerla, amarla… la última moción de su cabeza
trabó el fluir de sus pensamientos como un dique en el cauce de un
río, todas las demás palabras se atascaron allí. No amaba a
Eugenia, sólo quería protegerla, cobijarla en sus brazos, quería
que esos ojos celestes le iluminaran el camino y su sonrisa
alegrara su vida, quería hijos con esa sonrisa, quería tenerla por
siempre en su cama y besar ese cuerpo perfecto hasta caer muerto.
No, no estaba enamorado de Eugenia. Estaba total y perdidamente
cautivado y encantado por ella y presentía que ese encanto duraría
toda la vida.
Al llegar a su casa después de la
larga jornada en el hospital, colocó en la puerta de entrada a su
departamento la nueva cerradura y un pasador de seguridad con una
cadena bastante más gruesa que la habitual. Se tomó el tiempo
necesario para dejar los soportes bien firmes e inspeccionó la
escalera de servicio que pasaba cerca de la ventana de su
habitación. Eugenia se llevó una de sus llaves y era una
posibilidad que se la hubiese entregado o hablado de ella a
Antonio. No le quedaba claro por qué ella dio sus datos a Suarez
Tai, antes de irse de su casa casi había rogado que se mantuviera
en el anonimato, le dio a entender que no quería que Antonio
supiera de su existencia y a solo un día de la nueva convivencia,
el novio aparece en su trabajo sabiendo mucho de su vida. Pensando
en ello, llegó a la conclusión que Eugenia solo habló de la ayuda
brindada pero nada dijo de la noche que pasaron juntos, eso debió
guardárselo para ella, cosa que podía cambiar, dados los hechos,
parecía que Eugenia era muy franca con su futuro
esposo.
Otra cosa pasó por su cabeza: el día
que hicieron el amor, ninguno de los dos tomó precauciones ante un
posible embarazo. Ella no utilizó ningún dispositivo de prevención
y si mantenía su control natal con pastillas, estaba seguro que no
las traía consigo el día que se subió a su auto, por lo tanto,
discontinuó el uso y de esa manera era poco efectivo el control. Su
cara se llenó de una sonrisa sincera como no lo hacía muy seguido,
por eso, la gratificación fue mayor. Más que nunca determinó que
tenía que volver a ver a Eugenia. A Antonio podría mentirle acerca
de la paternidad de un hijo concebido en esas fechas pero a él no.
Tenía que encontrarla, tenía que verla y la única manera de llegar
hasta ella era a través de Suarez Tai. Sabía mucho sobre esa
familia, solo un poco de suerte y no tardaría en encontrar la casa
que describió Antonio. Estaba seguro que daría con ella en poco
tiempo y la balanza se equilibraría hacia ambos lados, el doctor
Suarez Tai ya no sería el dueño de la verdad que escuchaba Eugenia
todos los días.
Rejas en las ventanas, rejas en las
puertas, hasta el ventiluz del baño tenía rejas. No podía salir por
ningún lado. Quiso llamar a su cuñada Claudia para advertirle el
descuido de Antonio, al dejar la puerta con llave después de la
visita de esa mañana y descubrió que el aparato telefónico que
Antonio trajo la noche anterior no tenía la ficha para conectar a
la línea, era tan inútil como el aparato que Franco tenía en su
departamento. Se sentía asfixiada, en el pequeño departamento que
la alojó por quince días estuvo igual o más encerrada pero no
sentía tal asfixia. Al marcharse Antonio, trató de entretenerse
mirando televisión, solo funcionó mientras miraba un noticiario que
informó sobre un enfrentamiento ocurrido el día anterior en un bar
de la ciudad. El periodista comentaba que, por suerte, el
subversivo fue abatido por las fuerzas del orden antes que pudiera
disparar su arma y, acto seguido, mostraban un gran arma que
parecía una metralleta tirada a un costado del hombre mayor muerto
que quedó sentado con la cara apoyada en un diario. Después de esa
noticia, todo el noticiero, dedicó el tiempo para hablar del
mundial de fútbol que se desarrollaría en el país al año siguiente,
eso la llevó a recordar a su padre y seguidamente, a su madre
muerta.
Luego de volver a llorar la pérdida
quiso salir al parque a tomar un poco de aire y se encontró con el
encierro. Podía gritar llamado a su cuñada pero no quería parecer
una loca. Al mediodía todo se solucionaría, la noche anterior su
cuñada la acompañó hasta que se quedó dormida a muy altas horas de
la madrugada y la invitó a almorzar al día siguiente. No faltaba
mucho para el mediodía, esperaría que vinieran a
rescatarla.
Al llegar la noche, Eugenia hervía de
rabia. Estuvo todo el día encerrada dentro de la casa. La
hermana entregó a Antonio los dos juegos de llaves que abrían la
puerta principal y los dos juegos de la trasera y él no
entregó el que, supuestamente, le pertenecía. Su cuñada tuvo que
pasar la comida entre las rejas como a los presos y comió sola.
Claudia quizo defender a su hermano diciendo que estaba tan
alterado como ella por la muerte de su suegra. Eso excusaba el
olvido ante los ojos de su hermana, las palabras de Claudia solo la
enfurecieron más.
Si la relación entre ellos no avanzaba
era por las objeciones que tenían sus padres con respecto a
Antonio. Su padre no se puso muy feliz cuando ella reveló que
finalmente comenzaron un noviazgo. Su madre no paraba de contar lo
rudo y severo que era el padre de Antonio con su esposa y sus
hijos, decía que en el tiempo que fueron vecinos, más de una vez,
haciendo las compras diarias se encontró con la esposa de Cayetano
Suarez Tai presentando heridas que casi curaban en sus ojos. Había
períodos que no la veía por semanas enteras y cuando lo hacía
siempre tenía alguna nueva herida.
Eugenia no dejó que esos relatos de
los que ella no recordaba o no llegó a reparar por la falta
de atención de una niña de doce años, le intimidaran para continuar
con una relación que en sus primeros dos meses fue todo color de
rosa.
Eugenia y Antonio compartieron el
barrio hasta sus doce años, él era tres años mayor pero a veces
compartía los juegos que organizaban en la calle los chicos de la
cuadra. Se reencontraron en la universidad año y medio atrás, dos
meses antes del golpe de estado en el que las fuerzas
militares derrocaron al gobierno democrático de María Estela
Martínez de Perón5 sucesora en la presidencia argentina de su
esposo Juan Domingo Perón. Para Eugenia, el encuentro fue
absolutamente casual, en época de vaciones, ella rondaba por la
facultad de medicina para leer las carteleras y las novedades del
nuevo año lectivo que comenzaría en abril y él estaba dando vueltas
por los claustros vacíos en pleno enero. Él la reconoció y se
acercó a ella. Eugenía no fue tan rápida al momento de recordar a
su vecino de infancia. Ese día, hablaron durante toda la tarde,
ella habló de sus estudios en medicina y él anunció que se
encontraba en ese lugar porque pensaba estudiar allí ese año. Los
primeros años de la carrera los hizo en la Universidad Nacional de
Córdoba, ciudad en la que vivió los últimos ocho años. Al iniciar
las clases en el mes de abril, coincidieron en las materias y
horarios de ese año, Antonio fue acercándose cada vez más hasta que
se transformó en una de las pocas personas con la que Eugenia tenía
trato, además de su familia. Antonio era dulce, atento, simpático,
muy apuesto, nada parecido a lo que fuera en la niñez, siempre
estaba pendiente de ella y la llevaba a donde se le ocurría,
compraba lo que se le antojaba y la llenaba de regalos. Siempre
dispuesto a ayudar con cualquier tema que necesitaba en la
universidad y, más de una vez, aprobó alguna materia solo con su
ayuda. Era muy inteligente, jamás reprobaba una materia a pesar de
las numerosas faltas que tenía a clases a las que no le importaba
asistir, sin embargo, nunca faltó para llevarla hasta el centro
educativo o pasarla a buscar a la salida. Eran pocos los momento
que estaban separados, generalmente, solo en las mañanas cuando
ella trabajaba en la oficina comercial de su padre, hasta allí iba
a buscarla para almorzar juntos y, después, llevarla hasta la
facultad de medicina en el centro de la ciudad. El viaje, solo de
ida, representaba cuarenta minutos de manejo por calles angostas y
algunas de tierra pero él lo hacía todos los días. Había jornadas
que entraba a clases y otras que no pero la rutina con respecto a
Eugenia era inquebrantable. Decía que en el hospital naval en el
que hacía sus prácticas, compensaban sus inasistencias a clases y
ella jamás dudó de las palabras de su amigo. Como hijo de militar,
además de las prácticas médicas en el hospital naval, también
trabajaba por las mañanas en tareas
administrativas.
Toda esa atención y dedicación
brindada por Antonio durante meses afianzó la relación de amistad
que inevitable y, lentamente, se transformó en noviazgo desde hacía
cinco meses. Antonio juraba y prometía que la amaba y lo haría toda
la vida, por eso sufría esos ataques de celos posesivos que fueron
los que comenzaron a erosionar la relación y desembocaron en la
última pelea. En sus encuentros íntimos Antonio siempre era
cariñoso y tranquilo, a solas, era muy dulce, su
actitud cambiaba en presencia de otra gente y sobre todo si eran
hombres.
Antes de saber que la relación de
amistad de Eugenia y Antonio desembocó en una relación amorosa, su
madre alentaba a Eugenia a salir con otros muchachos, a asistir a
fiestas que organizaban los jóvenes para ganarse nuevas amistades y
que pasara más tiempo con su amiga Paula, desde que Antonio entró
en su vida, fue apartando gradualmente a su mejor amiga,
hasta que dejó de tener contacto con ella. En ocasiones, Eugenia
aceptaba las palabras de su madre pero de una forma u otra
terminaba con Antonio. Él siempre estaba allí, donde estaba
ella.
No pasaron más de cuatro meses
de noviazgo cuando la actitud de Antonio comenzó a cambiar y las
últimas semanas llegó a niveles impensados para Eugenia, pretendía
que sus ojos estuvieran siempre mirándolo, eso terminó de fastidiar
a Eugenia que rebalsó la copa con la última restricción rídicula
oída en boca de Antonio, consideraba que su familia se confabuló en
su contra para lo abandonara, ella debía alejarse de sus padres y
hermana porque eran nocivos para la pareja. Eso provocó la
discusión que terminó con el alejamiento que Eugenia quería dar el
caracter de definitivo hasta el día del secuestro de su familia. En
la pelea, en un arranque de cólera ella gritó que su madre tenía
razón, él era muy posesivo y autoritario, no le dejaba espacio para
ella. Advirtió que la relación no continuaría si él no volvía a ser
el muchacho alegre y simpático que conoció meses atrás. Antonio se
puso furioso con las palabras de Eugenia y después de despotricar
barbaridades contra su familia que consideraba metiche, quizo
tomarla por la fuerza. Ellos estaban solos en la casa de
Antonio y su madre llegó en ese preciso instante, Eugenia al ver la
oportunidad de huir tomó sus cosas y se marchó. Durante semanas no
lo había vuelto a ver ni respondió sus llamados telefónicos, hasta
el día que se presentó en su casa pidiéndo ayuda. El receso
invernal de las clases de facultad ayudó a evitarlo recluyéndose en
su casa. Al recordar todo aquello, Eugenia se planteó por primera
vez el hecho de buscar ayuda en Antonio y en su familia pero, pese
a todo, también reconoció que nunca estaría más cerca de su propia
familia. Su padre siempre decía que había que mantener a los amigos
cerca y a los enemigos más cerca todavía, ella estaba obedeciendo
ese viejo proverbio y muy pronto sabría quien era
Antonio.
A las diez de la noche, la cerradura
hizo ruido y ella saltó de la cama en la que se encontraba leyendo
una revista vieja. Antes que Antonio terminara de entrar, estaba
parada frente a la puerta.
- Dame las llaves de las puertas ahora
mismo.
- Lo he olvidado ¿Por qué estás tan
enojada? ¿Adónde irías después de todo? ¿O tenías ganas de visitar
nuevamente a tu amigo el médico?
- ¡Ese hombre no es mi amigo!
-despotricó furiosa-. Y me hubiera gustado salir a tomar un poco de
aire al parque por ejemplo, o a comer con tu hermana ó ¡adónde
fuera que quisiese ir!
- Estás muy alterada Eugenia -dijo
Antonio con calma-. Ha sido un descuido, no volverá a
pasar.
- ¡Claro que no volverá a pasar! Dame
esas llaves ahora.
- Tengo que sacarlas del llavero están
todas juntas.
- Sácalas.
- Lo haré -concedió Antonio,
recuperando la calma al detectar el rencor con el que Eugenia
desechó la relación con el médico-. Déjame entrar, deseo sentarme.
Caminé como no lo he hecho en siglos, estoy muy
cansado.
Eugenia lo dejó entrar, lo siguió
hasta las sillas que estaban en la cocina, allí él se sentó y habló
con una sonrisa.
- No hay un beso de bienvenida para
mí.
- No, me has dejado encerrada todo el
día igual que a un preso y a esta hora creí que ya no vendrías por
aquí.
- No exageres Eugenia, tienes todo lo
que necesitas aquí y, además, podías llamar a Claudia si
necesitabas algo.
- ¿Con qué? ¿Con esto? -preguntó
caminando hasta el teléfono y alzándolo para que notara la falta de
conexión.
- No lo puedo creer, olvidé ponerle el
cable -se lamentó con un gesto que parecía sincero para
Eugenia.
- Estás muy olvidadizo Antonio,
olvidaste alguna otra cosa importante hoy.
- No, caminé por todo el maldito
regimiento de La Tablada buscando a mi padre, parecía evadirme a
propósito. No estaba en ninguna de las oficinas que me indicaban
pero, después de todo, pude hablar con él sobre tu familia. Está
dispuesto a ayudarte y también a tramitar la orden de anulación de
tu detención.
- ¿Él hará eso? -preguntó soltando el
aparato y volviendo cerca de Antonio.
- Si, lo hará, solo es cuestión de
días.
- ¿Por qué no puede ser mañana mismo?
Puede aclarar que nos conoce y sabe que no somos
subversivos.
- Es un trámite burocrático que tiene
que cumplir a raja tabla, no puede hacerlo de otra manera, lo
podrían acusar de conspiración o traición.
- ¿Qué hay de mi madre? ¿Quién será el
responsable de su muerte? ¿Qué hicieron con
ella?
- Eugenia, tienes que esperar a que mi
padre haga los papeleos pertinentes, pero es mi deber advertirte
que no te hagas ilusiones con ese tema, olvídate de encontrar
culpable por la muerte de tu madre, ella sufrió un ataque al
corazón.
- ¡Los culpables son los que dieron la
orden de secuestrarla, los que se la llevaron de su casa y también
los que pretendían torturarla! ¡Todos son culpables! ¡No digas que
no hay culpables de su muerte! -gritó y se dejó caer en la silla
que estaba frente Antonio, presa de un ataque de
llanto.
- Lo siento Eugenia, pero es la
verdad, si pudiera cambiarla para que estés bien lo
haría.
- Tú siempre tan servicial conmigo,
seguro que lo harías para darme el gusto.
- Claro que sí -dijo y se paró para
abrazarla.
Ella se dejó abrazar y apoyó su cara
en el pecho de Antonio, él la acariciaba y hablaba suave para que
recuperara la tranquilidad.
- Es muy probable que Emilia sea la
primera en ser liberada, sabemos certeramente adónde está, eso
ayuda en la causa.
- ¿Sabes algo de su
esposo?
- No.
- ¿Qué habrá hecho Pablo todos estos
días?
- Tu abuela dice que no pudo verlo ni
una sola vez. En su casa no está o no atiende las llamadas. Intentó
llamando al trabajoy contestaron que estaba con licencia
médica.
- Desgraciado. No me extraña que fuera
sí. No sé que le vio mi hermana a ese hombre -criticó Eugenia a su
cuñado con el que no se llevaba bien, no le gustaba que dejara a
Emilia tanto tiempo sola con la excusa del
trabajo.
En el arranque de ira provocada por el
desempeño de su cuñado con respecto al tema de los secuestros, se
desprendió de los brazos de Antonio y se puso de
pie.
- ¿Viste a mi
abuela?
- No tuve tiempo. Trabajé en la
mañana, estuve con mi padre en la tarde y luego pasé por la
facultad -mintió.
- Lo siento Antonio, estuviste todo el
día haciendo cosas y yo te recibo de esa
manera.
- Sin lamentos -interrumpió Antonio,
pasándole las llaves que había desprendido del llavero que las
contenía-. Toma, aquí tienes tus llaves. Y ya mismo voy por el
cable del teléfono.
Antonio volvía a ser el hombre
contenedor, tranquilo y complaciente. El que le daba todo lo que
ella quería y la contenía en sus malos momentos con una actitud
tranquila que aplacaba su furia. Era el que ponía lógica a su
ansiedad para serenarla. Eso era Antonio, la cuota lógica que le
faltaba a su vida. Para él todo tenía una explicación, un método,
un orden, un por qué y un cómo. Junto a él, jamás viviría una
experiencia mágica o esotérica, le encontraría la explicación al
enigma y lo expondría con tanta seguridad que acabaría con el
misterio de lo que fuera. Ni hablar de ver un espectáculo de magia,
con Antonio al lado, la magia no existía. En principio, eso
divertía a Eugenia, era gracioso descubrir ciertas cosas pero con
el correr de los meses, había ocasiones que le sacaba de las
casillas con sus explicaciones. Ella quería creer en la
mística.
Todo era contradicción ese día para
Eugenia, de a ratos se convencía que Antonio y su padre eran la
única salida a su problema y de a ratos se reprochaba la estupidez
cometida al caer nuevamente en manos de ese
hombre.
- ¿Estás más tranquila
ahora?
- Sí. Me gustaría llamar a mi
abuela.
- Todavía no puedes. Eugenia debe ser
paciente, solo es cuestión de horas.
- Está bien, será como tú
digas.
- ¿Cenaste? -preguntó saliéndose de
tema.
- Preparé unas croquetas con la carne
picada y las verduras que había en la heladera ¿Tienes
hambre?
- No, comí unos sándwiches de carne
por el camino. Paula preguntó por ti, está muy preocupada porque no
sabe nada de ti hace semanas y quiere
verte.
- ¿Qué le has
dicho?
- Dije que tu familia tuvo que viajar
al interior por un familiar enfermo.
- ¿Te creyó?
- Claro ¿Por qué no habría de
hacerlo?
- Olvidaba lo persuasivos que eres
-emitió con sarcasmo.
- Necesitas un sofá para la sala. Es
incómodo estar sentado en la silla todo el
tiempo.
- No te tomes más molestias Antonio.
Si todo sale como tú dices, en horas, voy a dejar de ser una
prófuga e iré a casa de mi abuela.
Antonio no dijo nada pero se le borró
la sonrisa amable de la cara. Eugenia lo notó y quiso cambiar de
tema.
- ¿Qué han visto hoy en
clase?
- ¿Por qué quieres abandonarme
Eugenia?
- No quiero abandonarte Antonio ¿Por
qué dices eso? ¡Quiero estar con mi abuela! Me necesita tanto como
yo a ella. Acaba de perder a su hija y yo a mi
madre.
- Lo hago todo por ti y, sin embargo,
siempre me dejas a un lado.
- Ya hemos tenido esta conversación y
te repetiré lo mismo. Eres importante para mí pero no eres la única
persona en mi vida.
- Si lo pidieras, dejaría todo y a
todos para estar sólo contigo. Te amo
Eugenia.
- No es cierto, no dejarías de ver a
tu madre, a tu padre o tus hermanos por un capricho
mío.
- Si lo pidieras, lo haría. No es un
capricho lo que siento por ti, quiero que te cases conmigo para
poder vivir juntos.
- Antonio necesito tiempo, quiero
recibirme primero y después pensar en una
familia.
- No discutamos -imploró Antonio,
levantando una mano para poner alto a una discusión que ya
mantuvieron el día que se distanciaron-. Me parece bien que quieras
acompañar a tu abuela.
- Gracias por entender -dijo y lo
abrazó para demostrarle su gratitud.
- Me quedaré contigo esta noche
-aseveró Antonio y antes que ella rechazara su compañía agregó-.
Sólo quiero acompañarte, dormiré en la silla de ser
necesario.
- No será necesario que te martirices
de esa forma, podemos compartir la cama -repuso Eugenia sin dejar
de sonreír-. Podemos mirar una película en la televisión y luego
hablar hasta quedarnos dormidos como hacíamos cuando éramos amigos
¿recuerdas?
- Recuerdo que yo quedaba muy dolorido
cuando tú te dormías. Yo no quería ser tu
amigo.
- Vamos, podemos hacerlo -lo alentó
ella.
Eugenia despertó depués Antonio
había marchado, le pidió que avisara cuando se iba pero él no
lo hizo, la dejó dormir. Se sentía renovada esa mañana,
seguramente, al regresar informaría que ya no pesaba la
captura sobre su cabeza y podría volver a moverse con libertad.
Permaneció en la bañera, por más de una hora, entre llanto y
sentimiento de alivio porque pronto recuperaría lo que
quedaba de su familia, recordó la noche anterior. Antonio comenzó
una tenue caricia sobre su espalda que ella sintió placentera pero
cuando quiso extender su mano sobre su entrepierna, sintió rechazo.
No lo demostró ni dijo lo que sentía, solo le tomó la mano y se la
retuvo entre las suyas. Después, Antonio siguió con los besos y
ocurrió lo mismo. No soportaba sentirlo sobre su cuerpo. Esos
sentimientos eran nuevos para ella, nunca sentió tal rechazo por
Antonio pero no lo podía controlar. Con una sonrisa y sin permitir
que Antonio profundizara el beso se acurrucó en su pecho y fingió
dormirse. Lo sintió respirar agitadamente por casi una hora, hasta
que lo venció el cansancio y se quedó dormido. Ella permaneció
despierta pensando en cuanto había deseado a Franco la única noche
que pasaron juntos y se asustó ¿Cómo iba a continuar con Antonio si
no podía tolerar que la tocara? Si se lo decía, él no la ayudaría
con su familia y si callaba para continuar con su apoyo, se
convertiría en una zorra. Tenía que ser sincera con él y decirle lo
que estaba pasando, sin mencionar a Franco. Antonio era su amigo y
entendería. Era solo cuestión de tiempo, como decía él muy a
menudo, para que todo volviera casi a la normalidad y ella
recuperara el deseo sexual… y su cabeza y su cuerpo tendrían el
tiempo necesario para olvidar a Franco. El médico se coló en
sus pensamientos y ya no pudo dejar de pensar en él, decidió que
esa misma noche, después de estar unas horas con su abuela, iría
hasta la casa del médico para informarle que todo se estaba
solucionando. No le pediría explicaciones por la mentira, durante
la madrugada, después que Antonio se durmiera, pensó en él y la
cantidad de veces que le oyó decir que su trabajo le ocasionaba
graves problemas de conciencia por eso quería abandonarlo y la
única manera que tenía de hacerlo era dejando el país. Ella no
entendía la relación en ese momento pero, después que Antonio le
dijera cual era su trabajo específico lo entendió. Iría a
explicarle que no era necesario que se arriesgara por ella, Antonio
estaba a punto de solucionar todo. Le daría las gracias, le
depararía un buen viaje, prometería que rezaría para que se
solucionaran sus problemas de consciencia y le desearía un pronto
reencuentro con su familia. Con ello, Eugenia pensaba poner fin a
ese enamoramiento pasajero y, en los días siguientes con Franco
fuera de su vida, sabría si podía reiniciar una nueva relación con
Antonio, o, a él también tendría que decirle adiós para
siempre.
El ánimo de Eugenia transitaba
terrenos sinuosos, tenía picos de alivio, pozos de angustias,
llanos de reflexión y charcos de lágrimas. Después de bañarse,
ordenar el cuarto, doblar la ropa que Antonio le compró
preparándola para meter en un bolso y enjuagar algo de ropa
prestada por su cuñada en el lavabo de la cocina, comenzó su
búsqueda.
Recordaba haberlas tomado y colocado
en la mesa, pero allí no estaban. Deshizo y volvió a hacer el
cuarto y tampoco estaban. Siempre le ocurrían esas cosas cuando no
prestaba atención a lo que hacía, olvidaba dónde colocó o qué había
hecho con algo. Terminó con la búsqueda en el cuarto y comenzó en
la cocina. Su cabeza le gritaba lo que parecía más obvio pero se
negaba a oírla, Antonio no podía haberla dejado encerrada otra vez
¿Qué excusa tendría esa noche? No, era ella y su falta de atención
la que extraviaron momentáneamente las llaves y en poco tiempo las
encontraría. Cuando miró el reloj eran las doce y cuarto del
mediodía, hacía más de una hora que estaba buscando las llaves
infructuosamente y su desazón era magnánima, finalmente, aceptó el
hecho que Antonio la había vuelto a encerrar. Con paso lento caminó
hacia el teléfono, pasándose las manos por las piernas, con el
pantalón de jeans se secó la transpiración que solo podía
explicarse por el miedo a la situación, la temperatura no subía de
los cinco grados al mediodía. Podía oler el miedo, por un segundo
pasó por su nariz el mismo vaho frío y pestilente mezcla de
encierro, humedad, putrefacción y sangre, que olió el día que los
secuestradores entraron a su casa. La boca se le llenó de un sabor
amargo y metalizado, no quería descubrir lo que estaba segura, iba
a descubrir y eso la aterraba. Levantó el aparato y, efectivamente,
el cable fue desconectado. No cabían dudas que intentar hallarlo
dentro de la casa sería tan vano como lo fue buscar las
llaves.
Eugenia tiró el teléfono al suelo y
sus partes más débiles se quebraron, el disco del marcado salió
volando y le pegó en una pierna, más enojada todavía lo pateó para
estrellarlo varias veces contra la pared. Al terminar de destruir
el instrumento, comenzó a llamar a gritos a su cuñada, a su cuñado
o a alguien de la casa que pudiera traer alguna herramienta que le
permitiera romper la cerradura para largarse de ese
lugar.
Nadie acudió a sus gritos. Podría
haberse muerto allí encerrada que nadie se hubiera dado cuenta
hasta que Antonio se dignara a volver. La casa era una prisión y
Antonio su único carcelero. Ese día, Claudia no apareció. Cada dos
o tres horas repetía los gritos, pidiendo por alguien, nadie
respondía.
Estaba atrapada y sola, ni siquiera
Franco sabía dónde se hallaba. Si se hubiera quedado en el
departamento del hermano de Antonio, hubiera tenido la esperanza
que Franco se apareciera por allí para llevarle novedades pero eso
no ocurriría en ese sitio. Dado los hechos, supo que su novio no le
permitiría ir a la casa de su abuela para quedarse con
ella.
En varias ocasiones en el pasado,
Antonio dijo que la amaba tanto que le gustaría tenerla encerrada
en una burbuja sólo para él y así no tener que compartirla con el
mundo, en esas ocasiones, ella había reído de la ridícula fantasía
y lo seguía en su locura ideando la burbuja que la contendría ¿Cómo
imaginar que Antonio hablaba en serio? Otra de las frases que ella
tomó como absurdas en su momento, acudió a su mente «si no fuera
por tus padres, ya serías mi esposa y podría tenerte sólo para mí»,
susurró una noche después de hacer el amor mientras ella se vestía
para volver a su casa. Ese día Antonio insistió para que se quedara
a dormir con él, pero ella no quería preocupar a sus padres.
Recordando el episodio, cayó en la cuenta de que eso dijo sólo como
excusa, en realidad, no quería quedarse a dormir. En ese tiempo, no
llevaban más de tres meses como novios y no quería abrir esa nueva
alternativa en la relación. Todavía no estaba segura de sus
verdaderos sentimientos hacia Antonio por eso no quería llevar la
intimidad hacia un nuevo plano. Él iba ganando terreno en su vida
lentamente, y lo que conseguía no lo perdía jamás, si se quedaba a
dormir con él una noche entera, sería el preliminar a una
convivencia que ella no tenía claro si
deseaba.
Su padre y hermana estaban
detenidos, su madre muerta. Antonio estaba cumpliendo con la
fantasía del encierro. Todo estaba saliendo según los sueños
maniáticos de Antonio ¿Qué estaba pasando en
realidad?
Su abuela, el rostro dulce de su
abuela Matilde, el olor a limpiador de limón y a tarta de manzana
que siempre les preparaba a su hermana y a ella de pequeñas y...de
grandes también cuando iban de visita a su casa, se presentaron
ante ella como una revelación. Eugenia colocó una silla frente a la
ventana enrejada y allí se sentó para ver llegar a Antonio y
fue allí donde la asaltó la imagen de su abuela. Se puso de pie de
un salto. No se animaba a seguir con el hilo de sus pensamientos,
era muy macabro hacerlo, sin embargo, no le quedó más remedio que
tantear, aunque fuera muy siniestro, la presunción que salía como
una conclusión lógica en su cabeza: si su abuela se convertía en un
obstáculo en los locos propósitos de Antonio, quizás también fuera
víctima del mismo futuro que el resto de su
familia.
Eugenia caminó neuróticamente de un
lado a otro dentro de la sala. Se tomó la cabeza con ambas manos y
negaba agitándola de lado a lado
- ¡No! ¡No! ¡No! ¡No! - era la única
palabra que podía pronunciar cada vez más alto y cada vez más
desesperado.
Intentó tranquilizarse aduciendo que
eran imaginaciones absurdas producto del encierro, la ansiedad y el
enojo hacia Antonio. Él podía ser muy posesivo con ella pero sería
incapaz de hacerle algún mal a su familia. Él tenía una familia,
padre, madre, hermanos, y alguna vez tuvo abuelos, no era posible
que pretendiera que lo amara si hacía daño a su familia. Él conocía
ese amor fraterno y sabía que nadie puede querer a quien lastima a
uno de los suyos, mucho menos a quien los extermina a
todos.
Antonio se diferenciaba del resto de
las personas que Eugenia conocía por ser muy lógico y para ella la
situación pasó a ser una situación lógica: si la amaba, como mínimo
tenía que apreciar a su familia, no hacerle
daño.
En la puerta se oyó el característico
ruido de la llave al girar en la cerradura, Eugenia compuso una
máscara en su cara y se preparó para recibir a Antonio como
merecía.
Capítulo 12
Franco estaba muy inquieto, no saber
nada de Eugenia socavaba su calma y la poca
paciencia que tenía por esos días.
Cinco días pasaron desde que el desgraciado de Suárez Tai se
presentó en el hospital y nada pudo averiguar del lugar al que la
llevó. No tuvo oportunidad de saber nada de su familia pero, al
menos, pudo corroborar que el doctor Juan Torres estaba
desaparecido, alguien lo sorprendió sacando a un detenido del campo
de Arana y esa fue su perdición. En el hospital corría la voz de su
derivación al interior del país, pero eso sólo fue dicho por el
director del hospital para aquietar las aguas. El sargento Migues,
confidencialmente, le contó que con el grupo de operaciones lo
fueron a buscar noches atrás para llevarlo a las oficinas del
Ministerio del Interior de la Capital Federal y no volvieron a
saber de él.
El hijo del sargento Migues mejoró
notablemente después del tercer día. Franco se quedó con él las dos
noches siguientes a la de su operación al surgir una infección en
otra de las heridas sufridas en el enfrentamiento que le provocaba
fiebre con convulsiones, con un cuidado intensivo, barrió esa
infección y la evolución de la cirugía mayor se desarrolló sin
complicaciones. El sargento se mostraba muy agradecido, por eso
reveló lo que sabía del doctor Torres. Franco, aprovechó la actitud
agradecida del sargento y preguntó sobre los detenidos en el centro
de Banfield pero se enteró que el oficial solo se ocupaba de los
traslados, después, lo que pasaba con los detenidos era desconocido
para todo el grupo de operaciones destinados a «levantar» a las
personas que figuraban en la lista que llegaban a sus manos. Migues
no sabía quién confeccionaba las listas, ni quien las enviaba hasta
la comisaría de Banfield tampoco el destino final de los detenidos,
cuando eran trasladados de un centro de detención a otro para él ya
no había nombres. A veces, reconocía a aquellos que levantaron de
sus casas y recordaba el nombre, pero eran muy pocas las veces que
los detenidos salían reconocibles.
Franco no sabía qué hacer, tampoco en
quién confiar. Su nuevo e inesperado amigo era de poca ayuda para
lo que necesitaba averiguar. Comía poco, dormía menos y en su
trabajo estaba torpe. Al llegar la noche su impaciencia llegaba a
picos insondables, no podía concentrarse en nada más que en
Eugenia. En ella estaba pensando cuando unos golpes en la puerta
sonaron con insistencia. Dejó pasar las dos primeras tandas de
golpes, no pensaba abrir la puerta a su imprevisto visitante pero,
de repente, saltó de la silla al imaginar que podía ser Eugenia la
que golpeaba la puerta.
- ¿Quién es? -preguntó con severidad,
parado frente a la puerta sin abrir.
- El Sargento Migues, doctor. Necesito
hablar con usted, es importante.
Franco abrió la puerta pero no
sacó el pasador de seguridad sujeto a la cadena. Miró a través de
la abertura abierta para corroborar la identidad del
visitante.
- Pase Migues ¿Qué lo trae por
aquí?
- Tengo malas noticias para usted
doctor.
- ¿Le ha ocurrido algo a su
hijo?
- No, el muchacho se recupera con
rapidez sobre todo ahora que lo llevamos a casa y su madre lo
consiente en todo.
El hombre gordo que no vestía su
habitual uniforme azul, sonrió.
- Con esa pregunta, termino de
convencerme que no ha sido un error venir hasta
aquí.
- ¿Qué ocurre entonces sargento? Hable
-instó Franco.
- Mire -dijo, mostrándole un papel-.
Su nombre está en esta lista doctor.
Franco quedó anonadado y se sentó en
el sillón de la sala, leía y releía sus datos personales escritos a
máquina en la hoja de papel que entregó el
policía.
- ¿Tiene que detenerme? -preguntó
después de varios minutos.
- Si doctor, lo
lamento.
- ¿Y a dónde tiene me
trasladará?
- A la Comisaría quinta de la ciudad
de La Plata.
- Tiene que ser por lo del sumario
administrativo -argumentó Franco, intentando poner paños fríos a la
situación y buscando una justificación lógica a esa orden que tenía
en sus manos.
- No lo creo doctor, nosotros no
hacemos ese «tipo» -recalcó la palabra- de detenciones. Ya le hablé
de nuestro trabajo, doctor.
- Espere, usted dijo que andaba con un
grupo de operaciones y se presenta a mi casa solo, creo que esta
detención es distinta.
- No vine a llevármelo, solo vengo a
advertirle que la COT6 de Quilmes tiene en sus manos una copia de
esta lista y si no aparecen esta madrugada, es probable que vengan
mañana. Tiene que largarse ahora mismo de aquí
doctor.
- ¿Viene a advertirme que me van a
secuestrar?
- Es lo menos que puedo hacer después
que usted salvara la vida de mi hijo.
- Esto tiene que ser una
pesadilla.
- Le aseguro que es muy real y mucho
peor a cualquier pesadilla que pudo haber tenido en su vida. -El
sargento se quedó varios segundos mirando la cara sorprendida de
Franco y después preguntó - ¿Qué ha hecho doctor? ¿Con quién se
metió para que lo traten así?
- Nada Migues, no hice nada. Solo
trabajé como un maldito esclavo para unos
malditos.
- Le creo. Yo lo he visto trabajar sin
descanso para salvarles la vida a los pacientes que llegan a sus
manos.
- Eso es todo lo que
hago.
Franco se levantó y caminó alrededor
del sofá con el papel en las manos, ya no leía sus datos en él,
pero igualmente lo miraba.
- Hay algo más -agregó el sargento,
apesadumbrado de ser el portador de las malas
noticias.
- ¿Más?
- ¿Evaristo Hernández, Rosalía de
Hernández son personas que usted conoce?
- Es mi padre y mi
madre.
- Están en la lista del COT de
Martínez.
- Ellos viven en la localidad de
Martínez.
- Usted sabe que los COT se dividen
por el radio de operaciones doctor.
- Lamentablemente, conozco el
circuito.
Franco se sentó nuevamente, esta vez,
en el sillón individual que estaba frente al sargento
Migues.
Tiró el papel al suelo y con furia
comenzó a recriminarle.
- ¿Cómo puede vivir haciendo
esto?
- Es mi trabajo doctor, trabajo en la
policía desde hace treinta años ¿Qué otra cosa puedo
hacer?
- ¡Renunciar!
- ¿Qué haría? ¿De qué viviría? Ya soy
viejo para conseguir un nuevo trabajo. No deseaba esto más que
usted pero desde hace dos años, los viejos policías tuvimos que
adaptarnos a esto o morirnos de hambre. Ya le dije que solo me
encargo de los traslados, yo no torturo a la gente, no violo a las
mujeres ni asesino a los detenidos. Sé que esas cosas pasan y no lo
puedo detener, solo hago lo que tengo que hacer y me voy a casa con
mi familia doctor. No soy mala gente y tengo temor a Dios. Muchos
de mis compañeros abusan de su posición: roban, matan y
aterrorizan, en general, son los más jóvenes que no saben qué hacer
con el poder con el que se encontraron desde que los militares
gobiernan el país, allá ellos, pero no todos somos
así.
- Debe ser -aceptó Franco, no del todo
convencido de las palabras del policía.
- Me apena que no crea en mí doctor,
yo creo en usted.
- Es difícil de aceptar, conociendo
cómo llegan los detenidos al hospital, cómo los tratan en los
centros de detención y, además, he visto cómo usted los
amenaza.
- Las amenazas son un medio de
intimidación.
- Es una manera de
tortura.
- Si, pero lo que yo les hago es una
caricia comparado con lo que pasa luego. No dejo que los hombres
toquen a las detenidas hasta llegar a sus
destinos.
- ¿Qué destino tiene para mí, Migues?
-volvió a preguntar.
- Comisaría quinta de La
Plata.
- ¿No al Ministerio de la Capital
Federal?
- Nada de Ministerio. Doctor, tome sus
cosas más importantes, toda la plata que tenga y trate de salir del
país. Puede viajar al norte y pasar por algún punto flaco de la
frontera hacia Bolivia o Brasil. Los balseros le harán pasar el río
por pocas monedas.
- ¿Que harán con la
casa?
- Nada, la casa no es de su propiedad,
pertenece al estado. No se puede destruir las pertenencias del
estado. Si quiere que proteja algo de valor que no pueda llevar
dígamelo ahora, se lo guardaré en mi casa.
Franco pensó en todas las cosas que el
sargento Migues debía tener en su casa de las personas que fueron
detenidas y su aversión volvía con furia, pero no dijo nada, no
podía dejar de admitir que el hombre se estaba arriesgando
demasiado al darle aquella información. Eso lo llevó a reconocer
que la persona menos pensada estaba poniendo su vida en juego por
él. Podía hacer lo que el sargento proponía y su pellejo estaría a
salvo pero no viviría en paz. No podía dejar a Eugenia en manos de
ese hombre sin decirle la verdad, su conciencia no se lo perdonaría
nunca y su corazón tampoco. Era tiempo de admitir que estaba
perdidamente enamorado de Eugenia. La necesitaba con
desesperación.
- ¿Usted estará al frente del
operativo?
- Afirmativo, salvo que surja algún
cambio de último momento.
- Le agradezco su interés Migues y el
hecho que viniera hasta aquí para informar lo que harán conmigo. Ya
estamos a mano.
- Mi hijo vale mucho más que un
aviso.
- Hablo de favor por favor. Aunque
creo que deberá hacerme uno más.
- Lo que quiera
doctor.
- No me amenace demasiado cuando esté
llevándome.
- ¡Qué dice «tordo»! ¿Está
loco?
- ¿No soy más el
doctor?
- No, si está hablando de
veras.
- Hablo en serio Migues, cumpla con su
deber.
- ¿Sabe lo que le harán cuando esté
detenido?
- Tengo que encontrar a una
persona.
- ¿Quién sería tan importante para que
usted se sacrifique de este modo? ¡Puede llevarse a sus
padres!
- Ellos están a salvo a miles de
kilómetros de distancia.
- ¿Entonces?
- Es la mujer que amo, tengo que
salvarla.
- No puedo permitir que haga eso
doctor.
- No tiene manera de impedirlo
sargento.
- ¡Es una
locura!
- Hay momentos que la vida nos lleva a
cometer locuras.
- ¿Por una
mujer?
- Cada uno elige el
motivo.
- Me sorprende doctor, creo que usted
está loco pero voy a ayudarle en lo que
pueda.
- Recuerde mi cara cuando haga los
traslados.
- ¿En qué estaba metida esa mujer que
ama tanto?
- Nada malo, la vida solo hizo que se
cruzara con el hombre equivocado. Nadie merece tanto sufrimiento
por nada.
- No sé de lo que habla usted doctor,
pero puede contar conmigo. Todavía le debo
una.
- Sargento Migues ¿Tiene hijos
pequeños?
- Mi hija más chica tiene doce
años.
- Llévele la televisión, es
nueva.
Gesticulando con la cabeza
negativamente el sargento Migues se levantó del sillón y se aprestó
para retirarse del domicilio de Franco. Él lo imitó y caminaron
hasta la única puerta de salida.
- Doctor, coma mucho esta
noche.
- Lo haré.
- Mire doctor. Piense bien lo que va a
hacer, es su vida la que arriesga -advirtió el sargento intentando
con sus últimas palabras disuadir de cometer la locura que pensaba
Franco-. Tiene un par de horas para cambiar de parecer, alejarse de
este lugar e intentar comenzar de nuevo, allí donde se encuentren
sus padres. Recuerde que los padres somos los que más sufrimos con
lo que ocurre con nuestros hijos. Es un hombre joven, puede volver
a enamorarse. Prométame que lo pensará
mejor.
- Lo haré.
- Y qué pensará en sus
padres.
- Se lo prometo, lo haré. Sargento
Migues -lo nombró e hizo una pausa antes de continuar-. Tengo que
confesar que estaba muy equivocado con usted, en verdad es buena
gente. Gracias por tomarse la molestia y arriesgarse por mí.
Llévele ahora el televisor a su niña.
- Solo lo guardaré hasta que todo se
solucione.
- Eso estaría bien, usted es más
optimista que yo al parecer.
En poco tiempo, Franco desconectó el
televisor del enchufe y del cale de la antena que bajaba de la
terraza, se lo entregó al sargento Migues y despidió al policía sin
dejar de repetir la promesa de repensar la decisión que había
tomado.
Más tarde, a pesar de no tener
apetito, Franco comió dos buenos churrascos de lomo, acompañados de
fideos con manteca. No paraba de dar vueltas al asunto. Si se
quedaba, podía dar con el padre de Eugenia, tenía el presentimiento
que así sería. Lo que su plan no contemplaba era qué haría cuando
lo hallase. Otras de las alternativas que barajaba su imaginación
era que podrían asesinarlo ni bien quedara detenido en la comisaría
de La Plata. Estaba plenamente seguro que la orden de detención
bajaba de Suárez Tai, en consecuencia, lo de una eliminación rápida
era la alternativa menos viable, esa orden era solo para
demostrarle el poder que Antonio tenía en sus manos. En ese
instante hasta dudaba que lo del sumario administrativo existiese,
con esa advertencia solo estaba notificando que su acto de
traición, como lo veía él, no quedaría sin el debido castigo. No
olvidaba el antecedente del médico Juan Torres. Miró el reloj,
faltaban cinco minutos para las doce, a esa altura de la noche,
sabía que sus cavilaciones eran sólo un medio de justificación y
una especie de ánimo que se daba él mismo para no sentirse tan
idiota por lo que iba hacer. Gente que se arriesgaba por otra gente
de manera espontánea sin esperar retribución, también formó parte
del universo de excusas que poblaban sus pensamientos. No podía
creer lo de Migues, tenía una concepción distinta de la
personalidad del policía, estaba realmente sorprendido de recibir
su ayuda. Era sincero, se lo demostró en los días que su hijo
estuvo convaleciente a su cuidado en el hospital. Lo que ocurrió
con Juan Torres lo sorprendió en menor medida, suponía que ningún
ser humano normal era capaz de no prestar ayuda, si tenía la
posibilidad de hacerlo, a una mujer a punto de parir o algún
moribundo, para el médico Torres la piedad fue su perdición, nunca
podría saber si la tuvo una sola vez o fueron varios los hechos que
decantaron en la detención de Torres. Franco estuvo en uno sólo de
los centros de detención y su espíritu casi colapsa. Recordó al
Rana, consideraba que gente como él o como los demás carceleros y
torturadores estaban tan hartamente corrompidos por el poder que la
situación otorgaba, que perdieron su condición de seres humanos,
eran seres oscuros, eran «Hielasangres» como lo llamó Emilia al
confundirlo con uno de ellos. No había mejor
definición.
Era un hecho, Franco decidió que se
dejaría llevar por las fuerzas armadas. Iría hasta la casa de la
abuela de Eugenia, dejaría una carta para su nieta y una nota
advirtiéndole lo que estaba por ocurrir con el amigo que la ayudaba
con el caso de su familia, y además, dejaría un sobre con sus
ahorros y algunas pertenencias importantes para él, como una cadena
que le regaló su madre cuando se recibió de médico, un reloj regalo
de su hermana y un anillo que arrebató de un dedo gracias a una
mordaz insistencia que su padre no soportó más y dejó que lo
sacara, se quedó con el anillo de su abuelo. Documentos valiosos o
papeles importantes para él se los dio a su madre para que se los
llevara. También guardó en el sobre que dejarían en casa de la
abuela de Eugenia la foto en la que aparecía con su hermana, ambos
adolescentes, era la única que conservaría, todo lo demás sería
incinerado.
En menos de una hora, bajó los papeles
que tenía que quemar y en un rincón de la calle hizo una fogata con
sus recuerdos. Llevó la nota que dejó en el buzón oculto diseñado
por la mujer para recibir las notas y regresó a su casa. Tomó una
pastilla para dormir y se acostó, si no ayudaba al sueño con algún
químico, no dormiría y deseaba descansar.
En el momento que la puerta se abrió,
se levantó con calma de la silla de la cocina y se acercó a él.
Después de mucho recapacitar llegó a la conclusión que abandonaría
las intenciones de irse de la casa pero no cambiaría la actitud con
respecto al encierro.
- ¿Por qué lo
haces?
- Tengo miedo de que te
marches.
- No lo haré, estuve pensando y no es
inteligente arriesgar a mi abuela. Esperaré a que mi familia esté
totalmente fuera de toda sospecha para ir hasta su
casa.
- Es lo que quería que entendieras
Eugenia -consintió Antonio, dejando el maletín en un rincón para
abrazar a la joven.
- Ya lo entendí -aseveró, con una
significación encubierta.
- Es todo lo que pido, un poco más de
tiempo para que las aguas se aquieten -demandó suavemente,
liberándola de su abrazo.
Eugenia lo siguió en su camino a la
cocina, lo vio apoyar en la mesa de la cocina la bolsa que traía,
sacarse el saco del traje y aflojarse la corbata antes de volver a
hablar.
- No permitiré que me
encierres.
- Ya no hará falta -dijo con una
sonrisa, sin mirarla y sacando el paquete de la bolsa-. La cordura,
que tardó en llegar, lo hizo después de todo y ya lo has
entendido.
- Si -solo dijo Eugenia, mordiéndose
la lengua para no replicar a las palabras que Antonio decía con
tono jocoso, pero a ella le sonaba a agravio. Cada una de las
palabras que escuchaba de esa boca sonaban ofensivas, la presencia
de Antonio le parecía ofensiva, debía actuar muy bien para que
Antonio se convenciera que ella se quedaría con él. Debía ganarse
la confianza de ese hombre que de la mañana a la noche pasó de ser
su mejor amigo al ser más despreciable que podría conocer en la
tierra.
Presunciones, sabía que eran supuestos
o deducciones que fue hilando con recuerdos y palabras dichas por
Antonio pero, aún así, el concepto hacia él cambió radicalmente.
Eran muchas coincidencias encontradas, el azar no era tan benévolo
con los deseos.
- Traje la cena -informó, al tiempo
que el olor a pollo asado llenaba la cocina. Antonio terminó de
abrir el paquete colocado sobre la mesa y habló con amabilidad-.
Estoy muerto de hambre.
Con una sonrisa Eugenia colocó los
cubiertos en la mesa y cortó el pollo en porciones. Antonio
descorchó un vino y se sentaron a comer en
silencio.
- Estás muy callada
hoy.
- Estoy digiriendo el enojo por el
encierro del día.
- Era necesario Eugenia, tú no
entrabas en razones y yo no puedo estar vigilándote todo el día
para que no cometas una locura.
- Ya he entrado en razones, según tu
idea de la cordura. Espero que mañana no se
repita.
- No será necesario. Estuve pensando
lo conveniente de casarnos lo más rápido posible, si podemos
hacerlo antes de que tu familia esté libre será
mejor.
Eugenia se atragantó con el último
bocado de pollo que pensaba comer. Si creyó que ese día no iba a
tener más malas sorpresas, estaba muy
equivocada.
- ¿Qué dices Antonio? No estoy para
bromas.
- No, lo digo en serio. Nos casaremos
antes que termine la semana.
- ¿Te has vuelto loco? Ni siquiera me
lo has pedido.
- Dadas las circunstancias no es
necesario, estamos viviendo juntos.
- ¡Esto no es una
convivencia!
- Claro que sí. No quiero decir a tu
familia que hemos estado viviendo en pecado todo este tiempo. Ellos
se quedarán más tranquilos si saben que estamos formalmente
casados.
A cada palabra de Antonio, ella
quedaba más anonadada y muda. Su cabeza no tenía la rapidez mental
para llegar al razonamiento al que él había llegado. Ella se
quedaba atascada en que su familia estaba detenida, su madre muerta
y que sólo acudió a Antonio para pedir ayuda, de ninguna manera
podía llamarse convivencia de pareja eso que estaban viviendo ¿De
qué pecado hablaba Antonio? No mantuvieron relaciones íntimas en
más de dos meses. La idea de mantener a Antonio complacido y
tranquilo por las dudas que tomara represalias contra su familia se
iba por las alcantarillas como el agua de
lluvia.
- ¡No me casaré contigo Antonio!
-gritó, tirando sobre la mesa la servilleta que tenía en la mano y
abandonando la mesa.
- Eugenia sé que querías una gran
fiesta y a toda la familia presente, pero dadas las
circunsta…
- ¡Deja de decir eso! -interrumpió con
otro grito, más encolerizado que el anterior - ¡No vuelvas a hablar
de las circunstancias!
Antonio también se levantó de la mesa,
lo hizo en forma más tranquila y no levantó la voz en ningún
momento.
- Tenemos que hacerlo y tu hermana
volverá ese mismo día a su casa con su esposo. Podrás compartir con
ella la alegría del matrimonio. Además, ya no pesará sobre ti
ninguna búsqueda y te convertirás en una mujer respetable, sin
antecedentes policiales. Nada quedará del expediente que se ha
abierto con tu nombre. En el futuro nadie podrá saber que fuiste
una prófuga de la justicia -explicó con total
tranquilidad.
- Eras mi amigo Antonio ¿Por qué me
haces esto?
- Te amo, verás que con el
tiempo me amarás tanto como yo.
- ¿Qué hay de mi
padre?
- Será liberado, te encontrará
felizmente casada y estará orgulloso de ti -contestó, y Eugenia
detectó una advertencia solapada detrás de la frase
predictiva.
La mirada de Antonio era desconocida
para Eugenia, nunca vio ese frío en sus ojos grises que los volvían
más oscuros, era un desconocido. Su madre le advirtió de esa mirada
glaciar con la que a ella la miraba y Eugenia replicaba que Antonio
nunca podría tener una mirada así ¡Qué equivocada estaba! Mirándolo
de frente e intentando buscar detrás del témpano la mirada amable
del Antonio que ella conocía, tomó aire y aceptó su
destino.
- No discutamos Antonio -dijo sin
gritar, aplacando su furia-. Creo que está bien lo que planeas,
sólo me tomas por sorpresa. No esperaba un matrimonio tan
intempestivo ¡Ni que estuviera embarazada! -intentó bromear para
liberar un poco de su propia desesperación y que él no lo notara-.
Será cómo tú dices, podemos casarnos por civil y después de reunir
a toda la familia podemos hacer una gran fiesta para el casamiento
por iglesia.
- Esa es mi Eugenia -aclamó Antonio y
su mirada cambió, volvía a ser amigable- ¿Te das cuenta que podemos
llegar a un acuerdo? -indagó complacido por la aceptación y se
acercó para sellar el pacto con un abrazo y un largo beso en los
labios.
- Sí -contestó ella sonriente, después
que apartara los labios de los suyos.
- Te daré todo lo que quieres cuando
seas mi esposa -prometió y Eugenia entendió que estaba prometiendo
a su familia.
- Lo sé.
- No te preocupes por la casa en la
que viviremos -pidió de repente.
Eugenia se sorprendió, ni de lejos era
eso en lo que estaba pensando. Una vez que tuviera libre a su
familia se largaría del país a la menor oportunidad, tal y como
pensaba hacerlo Franco cuando lo conoció. Estuviera casada o
no.
- ¿Por qué habría de preocuparme? Tú
siempre te ocupas de todo y estoy segura que elegirás la casa de
mis sueños, siempre me das todos los gustos
- Por supuesto Eugenia, te daré la
casa que sueñas. Nunca te arrepentirás de casarte conmigo, te daré
lo que quieras y nunca tendrás que
trabajar.
- Yo quiero trabajar de médica, para
eso estoy estudiando y falta muy poco para el
título.
- Con todo lo que sabes podrás atender
a la familia y a nuestros hijos. De ahora en más, no te hará falta
estar rozándote con hombres descocidos, ni en la facultad y mucho
menos en un trabajo.
- Tienes razón Antonio, nunca me
arrepentiré de casarme contigo -consintió con palabras halagüeñas,
por dentro gritaba que nunca se arrepentiría, jamás se casaría con
Antonio.
Esa noche Antonio volvió a quedarse
con ella y ante el avance amoroso que pretendió llevar a cabo en la
cama, Eugenia lo frenó alegando que quería esperar a la noche de
bodas para reiniciar sus relaciones. Dijo que la espera haría mucho
bien a la noche que estaba próxima y que el estar juntos sin
tocarse sólo aumentaría el deseo de ambos. Él aceptó el argumento
de Eugenia solo en lo que se refería a la penetración, no dejó de
besarla y acariciarle todo el cuerpo hasta que ella fingió quedarse
profundamente dormida. Antonio se detuvo, de no ser así habría
salido de la cama gritando como una loca, no soportaba las manos de
Antonio sobre su cuerpo, no soportaba sus besos, ni sentir su
aliento en la cara. Se cuestionaba la manera estúpida en la
que terminó enredada sentimentalmente con ese hombre que no le
agradaba. Esa noche se dio cuenta que Antonio nunca fue su amigo,
quizá, en un primer momento pero luego se obsesionó con ella, tal y
como dijo su hermana en varias oportunidades. No le daba todos los
gustos y la llevaba a todos los lugares que ella deseaba por el
placer de disfrutar de su compañía, lo hacía para evitar que se
relacionara con otra persona. La aisló de todos con un método
lento, supuestamente dulce y atento. Su madre quiso hacerle notar
el actuar de Antonio y ella no lo quiso ver. Él no pudo lograr su
última jugada con éxito, no logró separarla de su familia, al menos
no, con sus métodos dulces.