Capítulo 9


- ¿Adónde fuiste Eugenia? ¿Por qué no dejaste una nota avisándome que no te quedarías? Casi muerdo el polvo de preocupación.- Fue el recibimiento de Antonio, esperando del otro lado de la puerta. Ella lo abrazó para tranquilizarlo y habló con calma.
- Estoy aquí, no volveré a marcharme. Lo prometo.
- ¿Dónde fuiste?
- Tenía que buscar mis cosas. Lamento mucho haberte preocupado tanto. Se hizo tarde y no pude volver a tiempo. No dejé nota creyendo que regresaría pronto -explicó.
- ¡Dijiste que no tenías nada! ¡No vuelvas a hacerlo nunca! -bramó Antonio, utilizando un tono que jamás empleó con ella y soltándose del abrazo para mirarle a la cara.
Justificando aquella reacción con la incertidumbre padecida por Antonio, Eugenia lo abrazó nuevamente para reconfortarlo y hacerle sentir que agradecía el interés demostrado.
Antonio entró en calma y tomó el bolso que traía colgando de un hombro para dejarlo en el sofá grande de la sala. En el abrazo, sintió que ella olía a shampú y dedujo que se había bañado recientemente.
- ¡Qué suerte encontrar agua caliente en el sucucho que te escondías! No dirás que te bañaste con agua fría.
Sorprendida por las palabras de Antonio, la joven se quedó en silencio unos segundos antes de contestar.
- Es una casa vieja y pequeña, sus ocupantes se llevaron los muebles pero por suerte las instalaciones de luz y agua quedaron intactas.
- ¿Queda cerca de tu casa?
- Más o menos.
- Fui a ver a tu abuela -dijo Antonio, y volvió a sorprender a Eugenia.
- ¿Qué te ha dicho?
- Ha corroborado lo de las notas y creyó que era yo quien las escribía, no hice ninguna aclaración con ese tema, es mejor que siga pensando que fui yo. También ha contado lo mismo que tú con respecto a la noche de las detenciones. Margarita habló con algunos vecinos que lamentaban no poder hacer nada cuando los tipos comenzaron a quemar la casa.
- ¿Acaso no me has creído? Recuerdo haber narrado los hechos tal y cómo ocurrieron en realidad.
- Si, pero quería saber si ella tenía otra interpretación de los hechos.
- No creo que se trate de un problema de interpretación, los hechos son los hechos ¿Le has contado que estoy contigo?
- No, piensa que estás detenida.
- Pobre nona, quisiera decirle la verdad ¿Tú qué dices?
- Déjalo así por ahora. Sólo unos días más.
- Está bien.
- Ven comeremos algo. Seguro no desayunaste nada.
- He tomado un yogurt en el camino. No tengo hambre -mintió, y Antonio volvió a mirarla con ojos interrogantes.
A Eugenia no le gustaba esa mirada escrutadora de alguna mentira en sus palabras o acciones.
- ¿Qué sucede? ¿Por qué me miras así?
- Tengo algo muy grave que contarte -confesó, la tomó de la mano y la hizo sentar en el sofá,  él se acomodó a su lado.
- Me asustas Antonio.
- No quisiera hacerlo pero no tengo más remedio que dar esta noticia.
- Habla de una vez -instó ella, olvidando que intentaba congraciarse con Antonio por su falta de consideración.
- Tu abuela se contactó con otras mujeres que están en su misma situación, buscando a familiares que fueron «chupados» por las Fuerzas Armadas y, al parecer obtienen más información entre lo que cada una pueda conseguir que yendo a las oficinas públicas. Algunas de las mujeres que recuperan a sus familiares siguen en la lucha de las que continúan la búsqueda y son los propios ex detenidos quienes traen las novedades. Las mujeres se reúnen una vez por semana en la plaza de Mayo, frente a la Casa Rosada, se las puede identificar fácilmente por el pañuelo blanco que tienen en la cabeza. Hasta hoy solo pensaba que querían dar a conocer su causa caminando pacientemente alrededor de la plaza pero tu abuela me ha demostrado lo equivocado que estaba.
- ¿Mi abuela se unió a ellas? -preguntó y seguidamente comprendió el error que estaba cometiendo.
- Sí,  en su última nota te lo hace saber -resaltó Antonio.
- Eso no es tan terrible, me parece bien que la abuela busque contención y compañía en su dolor -comentó Eugenia, restándole importancia para que la pregunta anterior, demostrando que no leyó la nota, pasara por un olvido al considerarlo un dato irrelevante. Eugenia estimó que esa última nota de la que hablaba Antonio fue recogida por Franco la tarde anterior y olvidó mencionárselo. Ella debía fingir haberla recibido. Suspiró aliviada imaginando que esa era la mala noticia que Antonio tenía para dar.
- No, tu abuela demuestra ser muy valiente exponiéndose de esa manera para que todos se enteren que se llevaron a su familia -elogió Antonio, pero Eugenia no lo oía sincero, para ella sonaba a reproche-. Lo grave, es lo que se enteró en la reunión con esas mujeres, no está del todo confirmado pero lo datos casi no dejan lugar a dudas -agregó Antonio, la cara de Eugenia se transformó.
- Por favor, ¿dime de qué se trata?
- Es tu madre Eugenia.
Con lágrimas en los ojos, debido la seriedad con la que Antonio pronunciaba las palabras, Eugenia intuía lo que estaba por decir, no quería oírlo. Comenzó a negar con la cabeza antes que su amigo emitiera palabra, estaba segura, convertirían en realidad su peor pesadilla.
- Según información de un detenido que estuvo con la adulta pareja de apellido Serrano, la mujer falleció un día después de  llegar al centro de detención.
Eugenia se tomó la boca para no liberar el grito que de todos modos no habría salido, no tenía voz para preguntar nada, a pesar de querer hacerlo. No paraba de negar con la cabeza, con más fuerza después de las palabras de Antonio e intentaba desesperadamente bajar el nudo atorado en el pecho para hacer que el portador de las malas noticias siguiera hablando, se quedó tan mudo e inmóvil como ella.
- ¿Dónde estaban detenidos?
- En el campo de Arana - respondió Antonio.
Eugenia se quedó mirando el piso por varios segundos, no era posible que lo escuchado fuera realidad. Todo coincidía.
- Tengo que hablar con esa persona -logró balbucear.
- Dije lo mismo a tu abuela pero la familia de la mujer que dio la terrible información ya no está en el país.
- ¿Esa mujer dijo algo sobre mi hermana o mi papá?
- Tu abuela solo habló de tu madre.
- ¡Entonces quiero hablar con ella! ¡Puede haber un error!
- No puedes hacer eso Eugenia. Hasta que mi padre no dé una respuesta con respecto a tu situación tienes que seguir oculta.
- No puede ser, mi mamá no puede estar muerta ¡No está muerta!
 El nudo se liberó en forma de llanto y Antonio la acogió en sus brazos para que descargara la tristeza, llanto y furia en sus hombros. Toda la ira y la amargura reprimida durante los quince días que pasaron desde de las detenciones afloraron después de la trágica noticia, Eugenia no quería ni podía controlarlo. Momentos de rabia furiosa amenazando con lastimar a Antonio y lastimarse ella misma, eran seguidas del más desgarrador de los llantos en un cuerpo débil que no podía sostenerse por sí solo. De su boca solo salían dos palabras que formaban la pregunta más elemental de la vida: «¿por qué?», lo repetía hasta el cansancio. Algunas veces en un lamento desacerbado, otras, en un rugido encolerizado y el que más temía Antonio, la pregunta consciente, sin llanto, con la determinación de salir a averiguarlo.
Una hora después, el llanto había menguado. Antonio la separó de su cuerpo y la sentó derecha para enfrentarla.
- No me has dicho toda la verdad, Eugenia.
En el estado de atontamiento y congoja en el que se encontraba, su cara no tenía el aplomo necesario para mantenerse inquebrantable. La mentira se dibujó en su rostro.
- ¿Qué quieres decir? -preguntó, pero ya sabía que Antonio se dio cuenta que algo ocultaba.
- ¿De dónde conoces al médico Franco Hernández?
Después de varios minutos de duda, Eugenia decidió no ocultarle nada más. Se secó las lágrimas con el pañuelo que Antonio le había alcanzado y habló de Franco.
- Es la persona que me ayudó a escapar.
- ¿Estás segura que te ayudó? ¿No te hizo nada? ¿Fue con el hombre que pasaste todas esas noches que estuviste prófuga?
- ¿De qué hablas? ¿Cómo sabes tú de Franco? -replicó con más preguntas a la acusación implícita que escondían las palabras de Antonio, se comportaba como un novio engañado.
- Tu abuela me dio el número de la casilla de correo en la que depositaba las notas. No estaba a nombre de tu hermana como dijiste. No fue difícil saber el nombre del titular del apartado postal -señaló Antonio con una sonrisa irónica y extendió la carta que su abuela escribió pero no se la dio.
Si Eugenia no estuviese viviendo el desgarrador dolor que sentía por la muerte de su madre, seguramente, se hubiera sentido una estúpida por haber querido dar a entender que sabía una verdad que Antonio fehacientemente demostró que no conocía, él tenía en las manos la última carta de su abuela. Lo único que sumaba un poco más de pena a la que ya desbordaba de su cuerpo era que gracias a esa mentira llegó hasta Franco.
- Es un buen hombre, solo quiere ayudarme.
- ¿Por qué no te dio información sobre tu familia entonces? Estoy seguro que puede hacer mucho más de lo que ha dicho.
- Buscó la manera de conseguir información. Hacía lo que podía, además de arriesgarse dejándome en su casa.
- Podría haber averiguado lo que quisiera. Dudo mucho que fuera exactamente como te hizo creer, lo más probable es que sepa dónde está tu familia y qué hacen con ella.
- ¿Por qué dices eso? ¿Qué sabes tú del médico?
- Sé que trabaja para una base médica de las fuerzas policiales y parapoliciales que están al servicio exclusivo de las Fuerzas Armadas. Es parte de los operativos de «limpieza».
- No puede ser -negó apabullada por la nueva noticia.
- No te mentiría con eso Eugenia.
Eugenia se levantó del sillón y comenzó a caminar en círculos. Si la noticia de su madre fue un golpe certero, lo dicho por Antonio sobre Franco era el tiro de gracia. Su mente quedó en blanco por el impacto de las dos noticias. Solo dos imágenes se cruzaban en su cabeza, su madre muerta y Franco haciéndole el amor. Una mezcla que su mente proyectaba como si se tratase de una máquina de diapositivas con esas dos únicas imágenes que se repetían hasta el infinito. Caminó varias vueltas alrededor de los sillones en silencio, mientras se resquebrajaba su alma con las imágenes que su cabeza se negaba a dejar de pasar. Antonio la miraba sin detenerla, estaba dándole el tiempo necesario para que asimilara la realidad.
Con los ojos secos muy abiertos, casi sin pestañear, agarró el bolso que trajo de la casa de Franco y caminó hasta la cocina. Allí lo tiró a la pileta de acero inoxidable y con un fósforo quemó, en primer lugar, la ropa íntima usada esa madrugada y la arrojó sobre las otras cosas para que se quemara todo.
Antonio acompañaba con la mirada los movimientos de Eugenia, ella caminó a la cocina con el bolso en la mano y en silencio, no se preocupó por lo que fuera a hacer hasta que sintió un fuerte olor a quemado que salía del lugar, corrió a la cocina y las llamas habían ganado buena parte de las prendas y también del bolso. Sin perder tiempo, abrió el grifo y aplacó rápidamente las llamas que no tuvieron oportunidad de seguir con su destrucción. Luego, se volvió hacia Eugenia que seguía parada a un costado y la llevó a la sala. Su estado corporal no cambiaba, estaba pálida y fría como una estatua de mármol, sus ojos celestes se veían turbios y su cuerpo se movía como autómata.
- ¿El médico te dio esas cosas?
Ella solo asintió con la cabeza.
- ¿Ese hombre sabe adónde te quedarás?
Ella volvió a asentir.
- ¿Tiene la dirección y el teléfono?
Antonio recibió el mismo gesto de afirmación.
- ¿Le hablaste de mí y de mi familia? ¡Eugenia, háblame  por favor!
- Sí - fue lo único que respondió.
- Tenemos que irnos, te llevaré a casa de mi hermana Claudia.
- No hablé de tu hermana -murmuró como en un descuido.
- Perfecto, nos vamos ahora. No te preocupes por nada, te daré todo lo que necesites. A partir de ahora estarás bien Eugenia.
Ya no hizo más gestos, ni emitió palabras, se dejó llevar por Antonio. En menos de una hora, estuvo montada nuevamente en un auto y a toda velocidad Antonio la llevó hasta la casa de su hermana que vivía en la zona norte, fuera de la capital. Durante el camino escuchaba la voz de su amigo que le daba ánimos, prometía protección y otras cosas que no entendía ni se molestaba en hacerlo. Casi una hora después, entraban a una casa quinta de grandes dimensiones, con un portón de madera que impedía la vista hacia el interior de la propiedad, rodeada de alto ligustre que servía de cerco perimetral. Una vez que cruzaron el portón, el camino hasta la casa les llevó varios minutos más, el jardín era muy extenso y la casa se encontraba en lo que parecía ser el centro. Los arboles sin follaje, estacionalmente, dejaban apreciar las dimensiones que encerraba el herbazal dispuesto como muralla.
- Claudia y mi madre no saben lo que pasó con tu familia Eugenia, será mejor que no lo sepan por el momento.
- Cómo tú digas.
- Diremos lo de tu madre y que necesitas alejarte unos días de tu casa. Cuanto te sientas mejor y quieras hablar de ello, diremos la verdad.
- Está bien.
- No es necesario que hables, entenderán si no lo haces. Déjame hablar a mí.
- De acuerdo.- Eugenia, asentía a todo indicado por Antonio sin entender lo que estaba pidiendo.
Después de los pésames recibidos de Claudia y Esteban, la hermana y cuñado de Antonio, Eugenia fue llevada hasta una dependencia separada de la casa principal por varios metros y una gran piscina con algo de agua de por medio. Era la casa destinada al cuidador del inmenso jardín pero cómo no tenían jardinero en invierno, estaba vacía. La casita contaba con una cocina comedor, un espacioso dormitorio, baño interno y una galería a un costado de la casa para poder descansar bajo techo y admirar del bello parque que lo circundaba al mismo tiempo. Llevaron de la casa principal los muebles indispensables para que una persona pudiera estar cómoda y luego el matrimonio dejó sola a la pareja.
Eugenia oyó cómo Antonio relataba el trágico suceso que la dejó en ese estado. Cuando su hermana preguntó el motivo de la repentina muerte de la mujer, respondió que sufrió un ataque de corazón fulminante. Contó que la mayor impresión de Eugenia fue provocada porque intentó reanimar a su madre y nada pudo hacer. Lo que es mucho más traumatizante si quien quiere reanimar a un ser querido es médico o estudiante avanzada de medicina como era el caso de Eugenia. Después de enterrarla, el día anterior, entró en ese estado de shock en el que se encontraba y no quería estar en su casa. Claudia y su marido Esteban ofrecieron hospedaje por el tiempo que necesitara. Eugenia se limitó a sonreír y a asentir ante el ofrecimiento. No podía hacer otra cosa.
Una vez dispuesto el dormitorio con una cama amplia y sábanas nuevas tendidas en un viejo colchón de dos plazas, Antonio diluyó un sedante en un vaso con agua para que Eugenia descansara unas horas, ella bebió el líquido y media hora después dormía con sobresaltos, lo que indicaba a Antonio que su mente se relajó pero no llegó el descanso. Antonio sabía que al salir de ese estado Eugenia tendría muchas preguntas para hacerle sobre su madre y además tendría que contestar las que él haría sobre la convivencia con el médico Franco Hernández. Ella era una muchacha confiada y abierta, estaba seguro que el hombre la manipuló para que se quedara con él y sabía el fin específico de ese interés. Eugenia era hermosa y muy inteligente, pero la desesperación de encontrar a su familia podía haberla llevado a cometer cualquier locura si con ello podía obtener algo de información. Lo que más le irritaba de esa situación era la mentira de Eugenia al ocultarle la ayuda que recibió de ese médico.
Despertó llorando y los brazos de Antonio estaban allí para contenerla. El velador que se posaba en una silla, por falta de mesa de luz estaba prendido.
- Tranquila nena, tranquila -susurró Antonio, apretándola con la misma fuerza que ella lo apretaba en el abrazo.
Los sollozos duraron bastante y cuando se calmó, la acompañó hasta el baño para que se diera una ducha, tenía todo listo para el momento. La esperó con la comida servida en la cocina y ella no tardó mucho en unirse a él.
- ¿Estás mejor?
- Un poco mejor.
- ¿Qué me has dado para dormir?
- Solo algo que te ayudó.
- Dime cómo murió mi madre.
- ¿Estás preparada para oírlo?
- Si mi abuela pudo hacerlo, estoy segura que yo también.
- ¿Ya te dije de lo valiente que se está comportando tu abuela?
- Si -dijo y sus ojos se llenaron de lágrimas - ¿Quiero saber qué le pasó a mi madre?
- Según los dichos del hijo de esta mujer, a tu padre lo llevaron a una sala de interrogatorios, lo tuvieron allí por horas y cuando volvió al lugar que compartía con decenas de detenidos, estaba en muy mal estado, los policías tienen que recurrir a todo tipo de métodos para obtener una declaración -aclaró queriendo justificar los golpes-. Tu madre lo atendió cuando regresó, ella se asustó mucho y horas después vinieron a buscarla para llevarle a la sala de interrogatorios, le dio un infarto antes de llegar, seguramente por el miedo. Tu padre se volvió loco al despertar y saber que se la llevaron.
Al día siguiente, el hijo de la mujer que pasó la información a tu abuela fue trasladado a la comisaría quinta de la plata y lo dejaron libre tres días atrás. Antonio omitió los detalles escabrosos de las lesiones y torturas sufridas por el padre de Eugenia y las que sufrían todos los detenidos, lo que explicaba el miedo atroz de la mujer a la hora de ser llevada a declarar sabiendo que sufriría lo mismo. También minimizó las causas que provocaron el infarto de la señora Serrano, acusando solo al miedo.
- ¿Y el cuerpo? -indagó Eugenia con llanto pero con entereza.
- Nadie sabe nada. Tu abuela se enteró de esto ayer cuando fue hasta la Plaza de Mayo a reunirse con las otras madres.
- Tengo que ver a mi abuela -rogó Eugenia.
- No puedes ir hasta allá pero haré lo que pueda para traerla aquí.
Ella se quedó recapacitando sobre lo que Antonio relató, su madre al parecer murió de un paro cardíaco provocado por el horror, intentó recordar los ejemplos que le dieron en las clases de medicina en esos casos pero solo le venía a la mente la escena leída en un libro viejo llamado «El Matadero»5, en el cual un hombre opositor a las ideas del gobernador Juan Manuel de Rosas era apresado por los agentes del régimen y llevado hasta un lugar en el que amenazaban con violarlo, el detenido era un hombre joven que al entender que llevarían a cabo la amenaza sufrió un infarto. A su madre le había pasado algo parecido y rogó que su corazón se hubiese detenido antes que comenzara cualquier tortura. Rezó una plegaria por su alma y cada uno o dos minutos se secaba las lágrimas de la cara.
Antonio le ofreció de comer y beber pero ella no aceptó nada, su estómago no toleraría una sola miga de pan.
- Cuéntame cómo terminaste en manos del doctor Hernández -pidió Antonio.
Ella relató los sucesos completos que acontecieron la noche que lamentablemente conoció a Franco. Su ira se acrecentaba contra él a medida que avanzaba en el relato. Su cabeza comenzó a recriminarle lo claro que era todo y ella no quiso ver. Desde la primera noche, sabía que conocía a los hombres que la buscaban y, luego, aquel conocimiento sobre lo que hacían con las mujeres detenidas y el miedo que le inculcaba para que no abandonara su casa. Durante el relato, ella conjeturaba que con seguridad informó a sus superiores que él tenía a la prófuga y obtendría de ella toda la información que deseaban saber.
Más repuesta de todas las revelaciones, dolida pero de pie, se juró a ella misma que se vengaría del maldito hombre que la mantuvo a su merced por quince días.
Antonio hablaba, quería saber más sobre la relación de ambos pero ella no escuchaba ni contestaba a sus preguntas, tenía un único pensamiento que llenaba todo su entendimiento: la venganza.
- ¡Contéstame Eugenia! -gritó Antonio, después de repetir cinco veces la misma pregunta.
- ¿Qué? - preguntó ella a su vez, saliendo del trance mental en el que había caído.
- ¿Este hombre te sometió de alguna manera?
- ¿Si fue violento? No -respondió ella, sin saber bien lo que quería preguntar Antonio.
- ¿Te presionó para que dieras información?
- No. Me preguntaba cosas, supuestamente para ayudarme.
- ¿Se aprovechó de ti de alguna manera con la misma excusa?
- No, no me acosté con él, si es lo que quieres saber -ladró furiosa y dejó la silla- ¡No me obligó, ni me violó, ni me sometió a ningún interrogatorio cruel! -gritó desde la ventana sin cortinas que daba al patio-. Me curó las heridas y decía que quería ayudarme. Solo eso.
- Seguramente estaba esperando a que estuvieras bien repuesta para someterte.
- ¿Por qué esperaría si su intención era torturarme? El tormento habría sido mayor con el dolor de las heridas.
- Quizás no quería atormentarte, solo gozar de ti.
- ¡No pasó nada entre nosotros! Hasta hoy, pensaba que había hecho un nuevo amigo que se preocupaba por mí y por lo que estaba ocurriendo con mi familia.
- No conozco a nadie tan desinteresado por ayudar a alguien que no conoce.
- No conoces a Franco.
- ¿Lo estás defendiendo? -preguntó gritando con incredulidad.
Eugenia quería gritar que sí. Que Franco no podía estar trabajando para esos bastardos y también recordarle a Antonio que parte de su familia también pertenecía a las fuerzas armadas y eran parte de ese régimen de terror con el cual tenían sometido al país entero, pero calló. En ese instante que estaba a punto de gritar, la sonrisa de su madre pasó por su cabeza como un ángel que deseaba consolarla e impedir que cometiera una locura. Calló. Se tranquilizó y volvió a perder su mirada en la oscuridad que ofrecía la vista desde la ventana, sin llorar.
- Perdóname Eugenia, no sé qué pasó -se disculpó Antonio- Estás pasando uno de los peores días de tu vida y yo no hago otra cosa más que llenarte de preguntas.
- No te disculpes Antonio, soy yo la que no puede pensar con claridad.
- Mañana vas a estar mejor y seguiremos hablando -hizo una pausa y después se atrevió a preguntar- ¿Quieres que me quede?
- Necesito estar sola, quiero pensar.
- Comprendo -aceptó con diplomacia el rechazó e informó sobre algunas cosas de la casa-. He traído una radio, si puedo, mañana traeré un televisor.
- No te molestes Antonio, estaré bien.
Eugenia se veía tan distante que él no se atrevió a acercarse para saludarla con un beso. Se levantó de la silla y diciendo que primero pasaría por la casa de su hermana para avisar que se retiraba se acercó a la puerta.
- Antonio, sé dónde está Emilia.
- Te lo dijo el doctor- afirmó con tono satisfecho al comprobarle a ella que él tenía razón, el doctor podía conseguir la información que quisiera, o más todavía, podía ir administrándola para que ella confiara plenamente y pudiera mantenerla el tiempo que quisiera a su lado.
- Si, Franco me dio la información que Emilia está en el pozo de Banfield y es protegida de un médico policial llamado Bergés. Mientras Emilia esté embarazada estará a salvo.
- Pasaré este dato a mi padre, él viene mañana. También haré investigar si tu padre continúa en el campo de Arana.
- Gracias - susurró ella.
Antonio volvió a abrir la puerta y ella volvió a detenerlo con otra pregunta.
- ¿Qué pasará con el médico?
- ¿Por qué preguntas?
- Quiero saber si le harán algo.
- ¿Por no entregarte y ayudar a una prófuga? O, ¿por mantener cautiva y engañada a mi novia durante quince días?
Eugenia comprendió que el destino de Franco estaba sellado, de cualquier forma que uno lo viera cometió una falta. Los planes de venganza que solo minutos atrás había jurado que llevaría a cabo, se diluían al entender que nada de lo que ella hiciera podría ser peor de lo que le esperaba. Él había mentido pero no la había lastimado. Ella lo estaba enviando directamente a la guillotina y no era sentido figurado. Antonio no dejaría de informar la participación del médico Franco Hernández en toda esa cuestión.
- ¿De qué lado estás tú Antonio? -preguntó.
- Del lado de los buenos, siempre del de los buenos.
- ¿Quiénes son los malos?
- Los que no cumplen con la ley y el orden.
- Hasta mañana Antonio -despidió con una sonrisa.
- Que descanses.- Saludó él y terminó de salir por la puerta.
Eugenia se quedó reflexionando las últimas palabras de Antonio «los que no cumplen con la ley y el orden» ¿Qué ley? Esa que establecieron quienes anularon todos los derechos constitucionales de las personas ¿Qué orden? Aquella que decretaba que debían ser eliminados todos los contrarios al régimen de gobierno y alzaban su voz, o el orden, en el sentido que todo debía quedar como ellos acomodaban, cada ciudadano, una pieza de ajedrez que colocan en un lugar y no se podía mover porque «desordenaba» el tablero, eso provoca más trabajo para ellos que debían lidiar con piezas con una luz que permitía su propia movilidad y no acataban estar dónde no querían. Si fuera así, que mal estaban, tenían tanta impunidad que se creían omnipotentes y ese abuso de poder los llevaría a su propia destrucción, eliminaban a sus propias piezas. Su madre era una mujer que acataba y obedecía la ley y el orden, sin embargo, fue eliminada. ¿Quiénes eran los buenos? ¿Quiénes eran los malos? ¿Quién era Franco?

 

Capítulo 10

Se alejó del lugar, la cara del hombre apoyada sobre el diario caído en la mesa dejaba expuesto el impacto de la única bala que acabó con su vida. La vida que Franco sentía que había usurpado, esa bala era para él. Calculaba que el hombre asesinado transitaba la década de los cincuenta años, no tenía atuendo formal, era claro que no estaba trabajando y vivía por allí puesto que se tomó casi una hora para desayunar y leer el diario.
Los empleados del lugar se apresuraban para cerrar las persianas de chapa que ocultarían el espectáculo. Llamarían a la policía para que sacara el cuerpo, limpiarían el lugar y retornarían a las tareas diarias como si nada hubiese pasado. Uno de los mozos, lo tomó del hombro y lo llevó hasta la puerta lateral que ya tenía la persiana a medio cerrar.
- Se acabó el espectáculo amigo -dijo el mozo, coincidiendo con los pensamientos de Franco sobre el hecho.
Todavía atontado por el trágico destino del que acababa de salvarse, Franco se dejó llevar hasta la salida lateral.
- ¿Lo conocía? -peguntó al mozo, más que acompañarlo lo empujaba hacia la vereda. Un solo pie tenía Franco dentro del local al hacer la pregunta.
- Eso no se pregunta amigo -reprochó el hombre canoso, de panza prominente y cara bonachona, vestido de traje negro y que superaba ampliamente los cincuenta años-. Aquí, nadie conoce a nadie ¿No conocía eso usted? -instruyó, después de una vida de convivir con ese precepto. - Ya tiene la edad necesaria para haber aprendido esa lección de vida.
- Lamentablemente, sí - contestó Franco resignado.
- Era un viejo solitario que venía todos los días a desayunar y a leer el diario -informó el mozo, violando sus principios al ver la angustia pintada en la cara de Franco,  ya había ganado la vereda para caminar hasta su auto.
No salía de su estupor, esa bala era para su cabeza, no podía parar de martirizarse con eso y el hecho que ese hombre murió por su culpa. Si el uniformado llegaba cinco minutos antes o si él no salía a buscar los cigarrillos, su sangre habría manchado la mesa del bar. Eugenia lo enrolló en una trama macabra de la que no sabía cómo salir, lo que tenía claro era que no la abandonaría, primero la sacaría a ella y luego se las arreglaría para salir indemne.
¡Eugenia! gritó su razón. Debía avisarle que no podía ponerse en contacto con su cuñado, necesitaba advertirle que no intentara acercarse a Pablo Milano.
No pudo ver el rostro del hombre uniformado que asesinó al hombre, si lo hubiera hecho, no estaría haciendo planes en ese momento, así que no podía afirmar que se trataba de Pablo Milano.  Si así era, no quería ni pensar cómo reaccionaría Emilia, su propio esposo detrás de todo. El enemigo rodeaba a la familia Serrano en todos sus flancos, el yerno, el futuro yerno, la familia de éste, sólo faltaba que la familia de Pablo perteneciera a las fuerzas y el círculo estaría cerrado.
Manejó hasta el edificio en el que vio entrar a Eugenia, antes de bajar del auto miró toda la gente que caminaba por la vereda y ninguno resultó sospechoso. Se dirigió al edificio y presionó el timbre del conserje. Nadie contestaba. Franco no dejaba de reprocharse el hecho de no haber tomado la libreta en la que Eugenia anotó el número de teléfono del departamento en el que estaba. Recordaba que habló del tercer piso pero no sabía en cuál de los cuatro departamentos que marcaba el tablero de timbres. Recapacitó sobre la situación y dedujo que nada podía hacer, seguramente, Eugenia no atendería a nadie que tocara el timbre o a quien llamara por teléfono. Faltaba una hora para la una del mediodía, él prometió llamarla justo a esa hora, tenía el tiempo necesario para llegar hasta su casa y tomar el número de teléfono.
A la una en punto de la tarde llamó y tampoco contestó nadie a sus reiterados intentos. Probó suerte con el número de la casa de Antonio. Con el nombre de Carlos y haciéndose pasar como un estudiante compañero de la joven, pidió por ella y la voz de una mujer amable dijo que no tenía novedades de la muchacha pero, si quería, podía volver a llamar a la noche, su hijo estaría en casa y él podía darle alguna información de su compañera de facultad. La mujer sugirió llamar a la casa de Eugenia, lo que notificó a Franco que la mujer de voz aniñada no estaba al tanto de lo que ocurrió con la casa de Eugenia, o al menos simulaba no estarlo.
Volvió a casa abatido, el recuerdo del asesinato, la responsabilidad que pesaba sobre sus espaldas, el temor de que Eugenia cometiera su mismo error y la soledad en el silencio del departamento, no hacían otra cosa que postrarlo todavía más.
Después de ducharse para sacarse de encima el espectro de la muerte que estaba posado sobre sus hombros desde el regreso de la ciudad, dio mil vueltas por la casa, su desesperación crecía a medida que las horas de la tarde avanzaban. En lo único que pensaba era en la mala decisión tomada al dejar que Eugenia se marchara. Si se hubiera presentado dos días atrás a la cita con Pablo Milano ella seguiría en la casa y, tal vez, estuviera muerto, pero al menos no sufriría aquella agonía que tampoco lo dejaba vivir.
La llamada de la noche a la casa de Antonio también fue infructuosa, la misma mujer negaba conocer el paradero de la muchacha y el de su hijo.
Sin pensar en lo que hacía, regresó a la ciudad y como un hábil ladrón esperó el momento oportuno para meterse en el edificio del hermano de Antonio junto con una familia que abrió la puerta de ingreso principal. Sabía que el departamento quedaba en el tercer piso lo que no pudo confirmar fue en qué departamento, Eugenia olvidó anotar ese detalle y él no podía recordar si se lo había dicho. Subió por las escaleras al piso deseado y una vez allí se encontró con cuatro puertas que iban de la A hasta la D. Escondido como un polizón escuchó detrás de las dos primeras, en orden de disposición, en los dos, se escuchaban ruidos de criaturas pequeñas. Los siguientes dos, estaban en absoluto silencio. Franco no tenía idea de cómo abrir una cerradura con una navaja, tampoco tenía una, se hizo de paciencia y esperó. No sabía que el ascensor estaba averiado por eso no funcionaba, él adjudicaba la falta de actividad con la alta hora de la noche pero no dejaba de controlar su movimiento y los ruidos provenientes de la escalera. Nadie circundaba el hall que unía los departamentos del tercer piso. A las once de la noche, una pareja adulta vestida elegantemente, apareció por el hueco de la escalera y  entró en el departamento D, él salió de atrás de una maceta con plantas de hojas lechosas y grandes para golpear con los puños la puerta del departamento C.
Pensó que Eugenia podría estar dormida a esa hora, se arriesgó a golpear un poco más fuerte. El timbre podría alarmar a la pareja que acababa de entrar y esa intromisión podría acabar muy mal. Un par de golpes y luego la espera, repitió este procedimiento por diez minutos al cabo de los cuales se le ocurrió salir, buscar un teléfono público, dejarlo sonar hasta que despertara a Eugenia y, luego, volver a entrar para golpear la puerta. Era un plan que tenía su mérito, si no tenía en cuenta que salir era fácil, lo difícil sería volver a entrar sin la llave de la puerta principal. Pensó colocar una cuña que sostuviera la puerta abierta hasta que regresara, a esa hora el encargado del edificio ya estaría en su propio departamento descansando de sus tareas.
Todo estaba saliendo a pedir de boca, a solo veinte metros había una cabina de teléfono en la vereda, muy cerca de dónde estacionó su Peugeot 504 celeste. La puerta de entrada principal quedó apenas visiblemente separada del marco, si no se prestaba la suficiente atención nadie notaría que estaba abierta, una diminuta piedra impedía que se cerrara. Estaba por llegar al teléfono cuando una voz de alto lo detuvo en seco.
- ¡Alto policía! - escuchó, y su cuerpo se detuvo- ¡Colóquese contra la pared! -ordenó la voz autoritaria.
Franco obedeció inmediatamente. Los uniformados de la policía federal llegaron hasta él y, sin cuidado, uno lo palpó de armas mientras dos de ellos lo apuntaban con sus itacas y el restante se paraba a una distancia prudencial observando todo el panorama.
- Documentos -exigió uno de ellos, el que tenía más estrellas amarillas en el hombro.
- Los tengo en el auto -dijo claramente y señaló su Peugeot-. Es ese que está allí.
- Búsquelo.
Sin perder tiempo, Franco fue por su documento y la credencial del hospital.
- ¿Qué está haciendo por aquí doctor Hernández? Está muy lejos de casa -dijo el policía, después de leer ambos documentos.
- He venido al cumpleaños de mi tía y se me hizo algo tarde.
- ¿Dónde fue la fiesta? No estamos informados de ninguna por aquí.
- No fue una fiesta, solo una cena, en el edificio de allí -señaló con la mano el edificio del que acababa de salir y rogaba que los policías no notasen que la puerta estaba abierta.
- ¿En qué piso fue la cena?
- Tercero D -dijo sin dudar.
- No me diga, conocemos a todos los propietarios de ese edificio -aclaró el policía con satisfacción.
- Me alegra que mi tía esté bajo protección de personas que se preocupan por conocer a los vecinos del barrio -elogió Franco a los uniformados, con una sonrisa que le costaba mantener.
Franco se sintió perdido, si preguntaban el nombre de su supuesta tía estaba aniquilado, lo llevarían preso y comenzaría una investigación que podía llegar a que se encontraran con Eugenia. Los policías se miraron entre ellos y decidieron creer en las palabras del médico.
- Vaya a casa doctor Hernández, sabe que no se permiten las reuniones después de las diez de la noche y pasaron hora y media de las diez. Es muy tarde y tiene que manejar mucho hasta Banfield.
- Es lo que estaba haciendo -replicó con admisión.
Franco caminó hasta su auto y cuando estaba por entrar, el único policía que habló con él lo detuvo con una nueva pregunta.
- ¿Doctor, cuántos años ha cumplido su tía?
- Cincuenta -contestó sonriendo y se metió al vehículo para alejarse del lugar.
Los policías se quedaron parados en el mismo lugar, Franco pudo observarlos hasta que la distancia los hizo perderse en la lejanía. No lo siguieron, la mujer que vio entrar a ese departamento aparentaba esa edad, si realmente los policías conocían a los habitantes del edificio, sabrían que la mujer rondaba esos años. Tal vez, ese era su día de suerte.
Sin dormir, sin descansar y sin afeitarse, Franco se presentó a su trabajo al día siguiente. Era un poco más de las diez de la mañana cuando llegó. Antes que se sacara el saco para ponerse el guardapolvo blanco con el que realizaba sus tareas el director del hospital le informó que un colega lo esperaba en la sala donde descansaban los médicos.
Después del saludo de cortesía, el hombre alto de traje impecable permanecía de pie y no soltaba un maletín igual de distinguido que la ropa que vestía se presentó.
- Doctor Antonio Suarez Tai.
- Doctor Franco Hernández -dijo solo por inercia, aunque su rostro no denotaba la sorpresa que sentía de tener al novio de Eugenia parado frente a él, su corazón latía acelerado y el asombro nublaba su entendimiento.
- Sabe por qué estoy aquí, ¿no doctor?
- Creo saberlo -respondió parándose frente a él.
Franco no necesitó más que escuchar las dos primeras frases y ver la postura altiva de ese hombre para saber que no le agradaba y que nunca lo haría. Los dos se mantuvieron de pie, eran prácticamente de la misma altura y sus ojos se encontraban frente a frente. Franco tampoco soltó su maletín y no lo invitó a tomar asiento en las sillas que estaban dispuestas alrededor de una mesa.
- Eugenia ha dicho que usted la ayudó todos estos días después de los lamentables hechos del que fuera protagonista -comenzó diciendo - Por eso, y porque ella ha llegado a mí sin daño alguno, tiene mi agradecimiento -confirió como un rey otorgando un favor.
- No tiene nada que agradecer - dijo franco, impugnando con su tono la gracia concedida.
- Mi madre ha recibido curiosos llamados preguntando por Eugenia ¿Fue usted quien los realizó? -preguntó, sin sacar su gris mirada de los ojos azules de Franco, que lo desafiaban a seguir con esa tonalidad de diálogo para descargar con él la frustración y la ira acumulada desde el día anterior.
- Si, quería saber cómo estaba -admitió desafiante.
- Doctor Hernández, no es necesario que siga preocupándose por mi prometida, a partir de ayer tiene mi más absoluta protección y la de mi familia. Es muy lamentable que usted no le ayudara antes a llegar a mí.
- Ella no habló de usted -informó con satisfacción de poder refregarle que al parecer no era tan importante para Eugenia como él pensaba-. Pregunté a Eugenia sobre las personas que podían ayudarle y solo nombró a su abuela Margarita, no me dio sus datos ni el primer día ni el resto del tiempo que permaneció en mi casa.
- Eugenia estaba aterrada, seguramente no pensaba con claridad. La pobrecita habrá querido protegerme -contrarrestó y quiso rematar diciendo- Pero ya ve, cuando se recuperó del estupor fue a buscarme y ahora está conmigo.
- Lo sé y me alegra que Eugenia esté mejor y tratando de recuperar una mínima parte de su vida anterior que nunca volverá a ser la misma.
- Mire doctor, no quiero dilatar este asunto. Solo diré que por el momento, se le abrirá un sumario administrativo por los sucesos devenidos desde las detenciones de mi familia política.
- ¿Solicitará un sumario en mi contra por proteger a su novia? -preguntó Franco, sin disimular su incredulidad.
- Su deber era entregar a la prófuga, no retenerla.
Franco lo miró estupefacto y no le importó que Antonio leyera el asombro en su mirada y en sus palabras. No podía creer lo que acababa de admitir. Ese hombre no era ningún estudiante de medicina, por la manera de hablar y de moverse era un integrante más de la fuerza y al parecer estaba al tanto de lo que pasaba con la familia que conocía toda la vida y hasta esperaba que Eugenia cayera en manos de los degenerados que fueron a buscarla.
- ¿Quería que entregara a su novia a los cerdos que hacen las detenciones? Esos que no esperan a llegar a la comisaría para comenzar a violar a las mujeres ¿Sabía que los tipos que entraron a la casa de su novia la manosearon esa noche, la golpearon de manera salvaje y después le amenazaron con hacer todo tipo de perversiones con ella? -indagó con la voz llena de indignación y asco por el descubrimiento que acababa de hacer.
- Ninguna de las amenazas se habrían concretado. Y por lo demás, son solo métodos intimidatorios necesarios.
- ¿Usted estaba al tanto de las detenciones?
- Eso a usted no le interesa. Solo tiene que saber que se ha iniciado el sumario, las obligaciones que le competen son bien claras doctor, solo tiene que cumplirlas -objetó, aparentando conocimiento sobre su restrictivo contrato laboral.
- No estaba trabajando cuando Eugenia se arrojó a mi auto.
- La obediencia es necesaria en todos los ámbitos de la vida -corrigió parsimoniosamente, luego, siguió informándole-. Seguirá trabajando en este lugar hasta que la junta administrativa lo disponga y… olvídese de Eugenia Serrano y de toda su familia. Buenos días doctor -saludó despidiéndose pero antes de salir de la sala agregó- Eugenia sabe quién es usted, dónde trabaja y su invalorable aporte a las Fuerzas Armadas, está muy enojada por la mentira.
- ¿Qué pasará cuando descubra su mentira?
- ¿Cuál? - preguntó sin inmutarse.
- ¿Qué ocurrirá con Emilia y su padre? -interrogó Franco, omitiendo la última orden. No creyó que después de lo que acababa de advertir Suarez Tai fuera a proporcionar ninguna información pero perdido por perdido, preguntó por la familia de Eugenia.
- Veo que no pregunta por la madre, acerté en decirle a mi novia que usted sabía mucho más de lo que le contaba.
- ¿Está confirmado el deceso de la señora Serrano?
- Un suceso lamentable.
- Coincido con usted, es muy lamentable que a una mujer de su edad la arranquen de su hogar cómo lo han hecho y luego la amenacen con torturarla de la misma manera que lo hicieron con el marido hasta casi matarlo.
- Hay que cumplir con la ley y el orden y, nada ocurrirá a las familias -objetó con un deje amenazador.
- ¿Se lo ha dicho a Eugenia? -preguntó sin ningún temor por la amenaza implícita. Toda su familia estaba muy lejos del alcance de su poder.
- Claro que sí, no le mentiría a mi novia.
- Tiene que hacer que Emilia salga de ese lugar, está en muy mal estado.
- ¿La vio?
- Sí, he estado en el pozo de Banfield. Si la joven sigue allí peligra su salud y la de la criatura. Usted debe saberlo.
- No, nunca he estado en otro lugar que no fuera el hospital naval. Según me informaron la señora está protegida.
- Le sugiero que haga esa visita entonces y compruebe usted mismo las condiciones en las cuales la protegen.
- Yo no hago esas cosas.
- Lo imaginaba.
- En verdad, me daba mucha curiosidad su persona doctor, por eso he venido -reveló imprevistamente Antonio.
- Espero colmar sus expectativas.
- En verdad no. Esperaba otra cosa -expresó con una nota despectiva, denotando con la mirada su aspecto desalineado.
- Agradezco su sinceridad doctor.
- No tiene nada que agradecer pero sí mucho que explicar.
- Lo haré cuando llegue el momento.
- Por último…
- Creí haber oído que no quería dilatar la conversación -dijo Franco aprovechando la pausa.
- Esto es importante, el encargado del edificio en el que vive mi hermano me informó de cierta anomalía en la puerta de acceso principal y los vecinos de piso oyeron golpes en una de las puertas de los departamentos, aunque ninguno precisó certeramente en cuál ¿Sabe algo de eso? - indagó, y seguidamente agregó- Según tengo entendido por palabras de Eugenia -puntualizó para demostrar el grado de confianza entre ellos- Ella le dejó al tanto que estaría en ese lugar.
- No puedo ayudarlo en ese tema doctor, está muy lejos de mi hogar.
- Solo preguntaba -aclaró restando importancia al asunto- Hemos decidido con Eugenia que viviremos juntos en una casita que tengo en la ciudad,  he agradecido a mi hermano su generosidad al dejarnos disponer de su casa pero ya no será necesaria. Conviviremos -volvió a repetir el tema de la unión - Solo será temporal, hasta que se solucione lo de su familia, luego, nos casaremos como Dios manda. No haré de ella una mujer indecorosa.
- Lo felicito doctor y envíele mis felicitaciones a su prometida.
- Serán dados. Que tenga buen día.
- Usted también doctor.
Fue el diplomático saludo de cortesía pero, por dentro, Franco gritaba todo tipo de maldiciones y estaba seguro que Suarez Tai hizo las suyas.
Antonio pasó junto a Franco al retirarse y él se quedó parado dónde estaba mirando el techo blanco de la sala. Eugenia sabía quién era realmente el doctor Franco Hernández, no dudaba que si lo veía algún día por la calle le escupiría a la cara y bien merecido lo tenía. Se arrepentía no haber explicado su verdadera situación, no haber aclarado que él estaba tan detenido como lo estaba su familia. No lo torturaban pero le obligaban a hacer cosas contrarias a su ética, a su moral y a sus creencias. Una tortura distinta pero igual de efectiva a la hora de apagar cualquier sedición. Por eso iba a largarse pero Eugenia se cruzó en su camino y todo cambió.
Franco comprendió algo que no vio hasta ese momento, a los actos aberrantes cometidos en nombre del régimen, se sumaban los hechos de codicia y ambiciones personales de los que ostentaban el poder. No todos los detenidos, o «secuestrados», como decía Eugenia, eran por causas subversivas, aunque todos eran clasificados bajo la misma denominación. Entendió el verdadero régimen de terror que estaban viviendo y más que nunca agradeció haber enviado a su familia muy lejos. Pretensiones personales, intereses económicos, causas políticas y la más pura y simple maldad gobernaban a un país, que era silenciado y sometido por el terror.
Se congració con él mismo, porque conociendo el origen y pensamiento de Antonio, en un momento de la conversación estuvo a punto de recriminarle por el atentado en el centro de la ciudad pero haciendo cuentas mentales, Eugenia no pudo haberle dicho nada sobre la reunión que mantendría con su cuñado porque eso fue algo esporádico que surgió después que la dejó a ella. Eso sumaba una amenaza que todavía desconocía pero no podía descartar que en un futuro se unieran. Si Suarez Tai y su familia tenían el poder que quería aparentar, no tardaría en atar cabos y saber que quien hizo la llamada a Pablo Milano o, a quien fuera que  atendió el teléfono de la casa para hablar sobre Emilia, fue él y sabría que salió indemne del atentado en su contra.
Lo que más le llamó la atención del encuentro fue la presentación, Eugenia habló de Antonio como compañero de Universidad, él lo imaginó más joven y menos formal. Sin  embargo, Suarez Tai con la postura segura y sobria de un profesional, se presentó como médico titulado y además el director del hospital lo nombró con el mismo tratamiento y demostró sumo respeto hacia su persona. Se enteró que trabajaba en el hospital naval, no que hacía prácticas médica como señaló Eugenia y daba toda la impresión que ejercía poder en el ámbito de las Fuerzas. Antonio tampoco era la persona que creía Eugenia.
Franco conocía y estaba al tanto de los espías que se hacían pasar por estudiantes en los claustros universitarios y sobre todo en las agrupaciones estudiantiles para detectar a los cabecillas que intentaba organizar a los futuros profesionales en agrupaciones o corporaciones que adquirieran fuerza para luchar contra la tiranía gobernante. Estos infiltrados eran moneda corriente en las carreras, sobre todo,  de Derecho y  de Filosofía y Letras;  en menor medida en las demás. Por lo que pudo apreciar, la de Medicina no era la excepción. Dada la edad de Antonio, su buena apariencia física y, tal vez, un carisma encantador que ese día dejó en otra parte, él cumplía con los requisitos necesarios para llevar a cabo esa misión y Eugenia lo desconocía.
Conjeturas y más conjeturas pasaban por la cabeza de Franco para justificar a Eugenia. Pero por doloroso que resultara, cabía la posibilidad que Eugenia conociera todo de Antonio y le hubiera mentido. Cómo mencionó el doctor Suarez Tai, ella esperó a que sanaran sus heridas y salió corriendo en su búsqueda creyendo que él podría salvar a su familia.
Una llamada de urgencia proveniente de la sala de cirugías lo hizo escapar de su inmovilidad física y corrió a cubrir el llamado. El día y sus tareas no lo dejaron reflexionar mucho más sobre lo  acontecido esa mañana.
Al salir al pasillo la corredera era infernal, enfermeras y camilleros entraban gritando en el acceso de ambulancias. Desde su posición sólo podía divisar tres camillas pero los gritos continuaban afuera, Franco sabía que tendría que esperar más pacientes. Todos los heridos eran policías bonaerenses con sus uniformes ensangrentados, los que no estaba heridos corrían acompañando a los que bajaban las camillas. Franco no se tomó la molestia de preguntar por ocurrido, lo sabía. Todo ese caos y muerte era producto de un enfrentamiento con los «montoneros». Tres de los policías llegaron muertos al hospital, otros cinco peleaban por sus vidas y los demás presentaban alguna que otra herida de menor importancia pero ninguno salió ileso de la batalla. Franco se disponía atender a uno de los pacientes graves en una de las salas de terapia al tiempo que un hombre lo tomó del guardapolvo y lo hizo retroceder.
- ¿Qué ocurre?
- ¡Doctor, mi hijo doctor! ¡Se muere!
 Franco se dejó llevar hasta una sala distinta a la que iba a entrar y al ver al paciente corrió para tratar de frenar las convulsiones que hacía escupir al joven policía sangre de la boca como si fuera un géiser.
- ¡Se muere! -lamentó su padre, en un grito desesperado- ¡Hijos de puta, se muere! -gritó con más fuerza.
- Sargento Migues espere afuera -pidió Franco luchando con el muchacho que no paraba de convulsionar y ahogarse con su propia sangre y además tenía que estar atento a que su padre no se le arrojara encima- ¡Sargento Migues salga afuera ahora!  -ordenó en un grito autoritario - ¡Busque una enfermera! -volvió a ordenar cuando el policía ya tenía un pie afuera de la sala.
El hijo de Migues, un cabo de veinticuatro años, estaba muy mal herido, una bala ingresada por la espalda le perforó un pulmón y tenía otras heridas de bala que entraron y salieron de su cuerpo en pierna, hombro y cuello. El cuadro clínico del paciente era grave con poca esperanza de vida. La enfermera que colaboró en las primeras atenciones lo preparó para la intervención quirúrgica. Franco abrió un drenaje directo desde el pulmón para descomprimir la sangre y que pudiera respirar hasta llegar a la sala de cirugía, de otra manera, no habría sobrevivido a las convulsiones.
Con el suero conectado a sus venas, lo trasladaron de urgencia al quirófano, Migues que esperaba afuera, frenó por dos segundos al médico.
- Sálvelo «tordo», es mi único hijo varón.
- Haré todo lo posible -fue lo único que pudo prometer.
- Confío en usted, por eso lo fui buscar. Solo usted puede salvarlo -dijo el sargento cuando retomaron la marcha detrás de la camilla que llevaba la enfermera.
Franco solo asintió con la cabeza a la confianza y al buen concepto que el sargento tenía de él. Jamás lo habría imaginado.
La cirugía de Ariel Migues duró por más de seis horas, con un equipo compuesto de una sola enfermera, el anestesista que entraba y salía de la sala y la instrumentadora que hacía lo mismo, trabajaron a destajo para reanimar al paciente cuando sufría algún paro cardíaco. Después de un trabajo titánico, la operación concluyó y el hijo de Migues seguía con vida. El estado del paciente seguía siendo grave pero las lesiones internas que más comprometían su vida fueron clínicamente reparadas.
Salió de esa sala y apenas pudo sacarse el protector esterilizado que usaba en las cirugías y tuvo que ponerse otro para ir a colaborar con un médico que estaba intentando salvar a otro de los policías heridos. De los cinco policías que ingresaron mal heridos ese mediodía, tres murieron en el quirófano. Los dos pacientes en el que tuvo intervención el médico Hernández sobrevivieron. Uno de los policías presentaba una herida similar a la de Ariel Migues y fue atendido por el propio director del hospital que tuvo que salir de su trono para ensuciarse las manos de sangre ese día, el paciente era un policía de treinta y dos años que no superó la operación. Para los médicos era corriente ver a cuerpos que presentaban una resistencia y evolución distintas ante el mismo cuadro clínico pero para los policías Franco Hernández ese día se elevó un escalón por encima del resto de los profesionales.
- ¡Sabía que usted podría salvarlo, doctor! -aclamó el sargento Migues, abrazando a Franco con un solo brazo, el otro presentaba una venda en toda la mano.
- Sargento, hay que esperar al menos setenta y dos horas antes de poder decir que está fuera de todo peligro -explicó Franco, con satisfacción ante el reconocimiento de su trabajo y algo extrañado de escucharlo decir doctor, en lugar de tordo.
- ¡Se va a salvar! Si usted lo atiende, se va a salvar doctor.
- Me halaga la fe que tiene en mí sargento.
- Solo usted podía hacerlo -murmuró acercándose a Franco para que no oyera el director del hospital que en ese momento pasaba muy cerca de ellos, el pasillo era estrecho y tres personas cubrían su ancho-. No olvidaré lo que ha hecho hoy por mí hijo, doctor.
- ¿No más «tordo»?
- A partir de hoy, para mí usted se ha ganado el título doctor.
- ¡Pues, que bien! Nos vemos mañana sargento.
- Claro doctor.
Sentimientos encontrados abordaban a Franco mientras se vestía para regresar a casa, su éxito profesional chocaba con su ética. Salvaba a personas que no quería salvar. Pensaba en el Juramento Hipocrático, que para él sonaba igual a «Has el bien sin mirar a quien», y es lo que él hacía. Salvar vidas, sólo salvar vidas.

 

 

Capítulo 11
A Franco, la noticia del sumario mencionado por Antonio Suarez Tai lo tenía sin cuidado, esos informes se labraban informando hechos para que una junta de directores ejecutivos decretase si el sumariado merecía o no sanción, con la que podía llegar el despido a sus tareas, no le preocupaba en lo más mínimo, lo que realmente crispaba sus nervios era saber que Suarez Tai llevaría a cabo la investigación y, sin lugar a dudas, sería muy rigurosa para que la amonestación fuera la más severa posible.
Aún teniendo la sospecha que Eugenia pudo mentir con respecto a las actividades de Antonio, a Franco le molestaba que la joven supiera la verdad de su lamentable vida por otra persona, ella debería odiarlo en ese momento, no obstante, lo que más pertubaba su tranquilidad era la conjetura más aceptada por su razón que le martilleaba la consciencia afirmando que Eugenia no conocía la verdadera naturaleza de Antonio Suarez Tai y estaba viviendo con su verdadero enemigo.
Tenía que encontrarla, tenía que decirle la verdad, si ella decidía quedarse con Suarez Tai después de eso, allá ella, él seguiría con su vida lejos del país, pero si estaba atrapada por las conspiraciones de aquel sujeto y su injerencia le ayudaba a abrir los ojos, él estaría allí para respaldarla, protegerla, amarla… la última moción de su cabeza trabó el fluir de sus pensamientos como un dique en el cauce de un río, todas las demás palabras se atascaron allí. No amaba a Eugenia, sólo quería protegerla, cobijarla en sus brazos, quería que esos ojos celestes le iluminaran el camino y su sonrisa alegrara su vida, quería hijos con esa sonrisa, quería tenerla por siempre en su cama y besar ese cuerpo perfecto hasta caer muerto. No, no estaba enamorado de Eugenia. Estaba total y perdidamente cautivado y encantado por ella y presentía que ese encanto duraría toda la vida.
Al llegar a su casa después de la larga jornada en el hospital, colocó en la puerta de entrada a su departamento la nueva cerradura y un pasador de seguridad con una cadena bastante más gruesa que la habitual. Se tomó el tiempo necesario para dejar los soportes bien firmes e inspeccionó la escalera de servicio que pasaba cerca de la ventana de su habitación. Eugenia se llevó una de sus llaves y era una posibilidad que se la hubiese entregado o hablado de ella a Antonio. No le quedaba claro por qué ella dio sus datos a Suarez Tai, antes de irse de su casa casi había rogado que se mantuviera en el anonimato, le dio a entender que no quería que Antonio supiera de su existencia y a solo un día de la nueva convivencia, el novio aparece en su trabajo sabiendo mucho de su vida. Pensando en ello, llegó a la conclusión que Eugenia solo habló de la ayuda brindada pero nada dijo de la noche que pasaron juntos, eso debió guardárselo para ella, cosa que podía cambiar, dados los hechos, parecía que Eugenia era muy franca con su futuro esposo.
Otra cosa pasó por su cabeza: el día que hicieron el amor, ninguno de los dos tomó precauciones ante un posible embarazo. Ella no utilizó ningún dispositivo de prevención y si mantenía su control natal con pastillas, estaba seguro que no las traía consigo el día que se subió a su auto, por lo tanto, discontinuó el uso y de esa manera era poco efectivo el control. Su cara se llenó de una sonrisa sincera como no lo hacía muy seguido, por eso, la gratificación fue mayor. Más que nunca determinó que tenía que volver a ver a Eugenia. A Antonio podría mentirle acerca de la paternidad de un hijo concebido en esas fechas pero a él no. Tenía que encontrarla, tenía que verla y la única manera de llegar hasta ella era a través de Suarez Tai. Sabía mucho sobre esa familia, solo un poco de suerte y no tardaría en encontrar la casa que describió Antonio. Estaba seguro que daría con ella en poco tiempo y la balanza se equilibraría hacia ambos lados, el doctor Suarez Tai ya no sería el dueño de la verdad que escuchaba Eugenia todos los días.
Rejas en las ventanas, rejas en las puertas, hasta el ventiluz del baño tenía rejas. No podía salir por ningún lado. Quiso llamar a su cuñada Claudia para advertirle el descuido de Antonio, al dejar la puerta con llave después de la visita de esa mañana y descubrió que el aparato telefónico que Antonio trajo la noche anterior no tenía la ficha para conectar a la línea, era tan inútil como el aparato que Franco tenía en su departamento. Se sentía asfixiada, en el pequeño departamento que la alojó por quince días estuvo igual o más encerrada pero no sentía tal asfixia. Al marcharse Antonio, trató de entretenerse mirando televisión, solo funcionó mientras miraba un noticiario que informó sobre un enfrentamiento ocurrido el día anterior en un bar de la ciudad. El periodista comentaba que, por suerte, el subversivo fue abatido por las fuerzas del orden antes que pudiera disparar su arma y, acto seguido, mostraban un gran arma que parecía una metralleta tirada a un costado del hombre mayor muerto que quedó sentado con la cara apoyada en un diario. Después de esa noticia, todo el noticiero, dedicó el tiempo para hablar del mundial de fútbol que se desarrollaría en el país al año siguiente, eso la llevó a recordar a su padre y seguidamente, a su madre muerta.
Luego de volver a llorar la pérdida quiso salir al parque a tomar un poco de aire y se encontró con el encierro. Podía gritar llamado a su cuñada pero no quería parecer una loca. Al mediodía todo se solucionaría, la noche anterior su cuñada la acompañó hasta que se quedó dormida a muy altas horas de la madrugada y la invitó a almorzar al día siguiente. No faltaba mucho para el mediodía, esperaría que vinieran a rescatarla.
Al llegar la noche, Eugenia hervía de rabia. Estuvo todo el día encerrada dentro de la casa. La  hermana entregó a Antonio los dos juegos de llaves que abrían la puerta principal y los dos juegos  de la trasera y él no entregó el que, supuestamente, le pertenecía. Su cuñada tuvo que pasar la comida entre las rejas como a los presos y comió sola. Claudia quizo defender a su hermano diciendo que estaba tan alterado como ella por la muerte de su suegra. Eso excusaba el olvido ante los ojos de su hermana, las palabras de Claudia solo la enfurecieron más.
Si la relación entre ellos no avanzaba era por las objeciones que tenían sus padres con respecto a Antonio. Su padre no se puso muy feliz cuando ella reveló que finalmente comenzaron un noviazgo. Su madre no paraba de contar lo rudo y severo que era el padre de Antonio con su esposa y sus hijos, decía que en el tiempo que fueron vecinos, más de una vez, haciendo las compras diarias se encontró con la esposa de Cayetano Suarez Tai presentando heridas que casi curaban en sus ojos. Había períodos que no la veía por semanas enteras y cuando lo hacía siempre tenía alguna nueva herida.
Eugenia no dejó que esos relatos de los que ella no recordaba o  no llegó a reparar por la falta de atención de una niña de doce años, le intimidaran para continuar con una relación que en sus primeros dos meses fue todo color de rosa.
Eugenia y Antonio compartieron el barrio hasta sus doce años, él era tres años mayor pero a veces compartía los juegos que organizaban en la calle los chicos de la cuadra. Se reencontraron en la universidad año y medio atrás, dos meses antes del golpe de estado en el que las  fuerzas militares derrocaron al gobierno democrático de María Estela Martínez de Perón5 sucesora en la presidencia argentina de su esposo Juan Domingo Perón. Para Eugenia, el encuentro fue absolutamente casual, en época de vaciones, ella rondaba por la facultad de medicina para leer las carteleras y las novedades del nuevo año lectivo que comenzaría en abril y él estaba dando vueltas por los claustros vacíos en pleno enero. Él la reconoció  y se acercó a ella. Eugenía no fue tan rápida al momento de recordar a su vecino de infancia. Ese día, hablaron durante toda la tarde, ella habló de sus estudios en medicina y él anunció que se encontraba en ese lugar porque pensaba estudiar allí ese año. Los primeros años de la carrera los hizo en la Universidad Nacional de Córdoba, ciudad en la que vivió los últimos ocho años. Al iniciar las clases en el mes de abril,  coincidieron en las materias y horarios de ese año, Antonio fue acercándose cada vez más hasta que se transformó en una de las pocas personas con la que Eugenia tenía trato, además de su familia. Antonio era dulce, atento, simpático, muy apuesto, nada parecido a lo que fuera en la niñez, siempre estaba pendiente de ella y la llevaba a donde se le ocurría, compraba lo que se le antojaba y la llenaba de regalos. Siempre dispuesto a ayudar con cualquier tema que necesitaba en la universidad y, más de una vez, aprobó alguna materia solo con su ayuda. Era muy inteligente, jamás reprobaba una materia a pesar de las numerosas faltas que tenía a clases a las que no le importaba asistir, sin embargo, nunca faltó para llevarla hasta el centro educativo o pasarla a buscar a la salida. Eran pocos los momento que estaban separados, generalmente, solo en las mañanas cuando ella trabajaba en la oficina comercial de su padre, hasta allí iba a buscarla para almorzar juntos y, después, llevarla hasta la facultad de medicina en el centro de la ciudad. El viaje, solo de ida, representaba cuarenta minutos de manejo por calles angostas y algunas de tierra pero él lo hacía todos los días. Había jornadas que entraba a clases y otras que no pero la rutina con respecto a Eugenia era inquebrantable. Decía que en el hospital naval en el que hacía sus prácticas, compensaban sus inasistencias a clases y ella jamás dudó de las palabras de su amigo. Como hijo de militar, además de las prácticas médicas en el hospital naval, también trabajaba por las mañanas en tareas administrativas.
Toda esa atención y dedicación brindada por Antonio durante meses afianzó la relación de amistad que inevitable y, lentamente, se transformó en noviazgo desde hacía cinco meses. Antonio juraba y prometía que la amaba y lo haría toda la vida, por eso sufría esos ataques de celos posesivos que fueron los que comenzaron a erosionar la relación y desembocaron en la última pelea. En sus encuentros íntimos Antonio siempre era cariñoso y tranquilo,  a solas,  era muy dulce, su actitud cambiaba en presencia de otra gente y sobre todo si eran hombres.
Antes de saber que la relación de amistad de Eugenia y Antonio desembocó en una relación amorosa, su madre alentaba a Eugenia a salir con otros muchachos, a asistir a fiestas que organizaban los jóvenes para ganarse nuevas amistades y que pasara más tiempo con su amiga Paula, desde que Antonio entró en su vida, fue apartando gradualmente a su mejor amiga,  hasta que dejó de tener contacto con ella. En ocasiones, Eugenia aceptaba las palabras de su madre pero de una forma u otra terminaba con Antonio. Él siempre estaba allí, donde estaba ella.
 No pasaron más de cuatro meses de noviazgo cuando la actitud de Antonio comenzó a cambiar y las últimas semanas llegó a niveles impensados para Eugenia, pretendía que sus ojos estuvieran siempre mirándolo, eso terminó de fastidiar a Eugenia que rebalsó la copa con la última restricción rídicula oída en boca de Antonio, consideraba que su familia se confabuló en su contra para lo abandonara, ella debía alejarse de sus padres y hermana porque eran nocivos para la pareja. Eso provocó la discusión que terminó con el alejamiento que Eugenia quería dar el caracter de definitivo hasta el día del secuestro de su familia. En la pelea, en un arranque de cólera ella gritó que su madre tenía razón, él era muy posesivo y autoritario, no le dejaba espacio para ella. Advirtió que la relación no continuaría si él no volvía a ser el muchacho alegre y simpático que conoció meses atrás. Antonio se puso furioso con las palabras de Eugenia y después de despotricar barbaridades contra su familia que consideraba metiche, quizo tomarla por la fuerza.  Ellos estaban solos en la casa de Antonio y su madre llegó en ese preciso instante, Eugenia al ver la oportunidad de huir tomó sus cosas y se marchó. Durante semanas no lo había vuelto a ver ni respondió sus llamados telefónicos, hasta el día que se presentó en su casa pidiéndo ayuda. El receso invernal de las clases de facultad ayudó a evitarlo recluyéndose en su casa. Al recordar todo aquello, Eugenia se planteó por primera vez el hecho de buscar ayuda en Antonio y en su familia pero, pese a todo, también reconoció que nunca estaría más cerca de su propia familia. Su padre siempre decía que había que mantener a los amigos cerca y a los enemigos más cerca todavía, ella estaba obedeciendo ese viejo proverbio y muy pronto sabría quien era Antonio.
A las diez de la noche, la cerradura hizo ruido y ella saltó de la cama en la que se encontraba leyendo una revista vieja. Antes que Antonio terminara de entrar, estaba parada frente a la puerta.
- Dame las llaves de las puertas ahora mismo.
- Lo he olvidado ¿Por qué estás tan enojada? ¿Adónde irías después de todo? ¿O tenías ganas de visitar nuevamente a tu amigo el médico?
- ¡Ese hombre no es mi amigo! -despotricó furiosa-. Y me hubiera gustado salir a tomar un poco de aire al parque por ejemplo, o a comer con tu hermana ó ¡adónde fuera que quisiese ir!
- Estás muy alterada Eugenia -dijo Antonio con calma-. Ha sido un descuido, no volverá a pasar.
- ¡Claro que no volverá a pasar! Dame esas llaves ahora.
- Tengo que sacarlas del llavero están todas juntas.
- Sácalas.
- Lo haré -concedió Antonio, recuperando la calma al detectar el rencor con el que Eugenia desechó la relación con el médico-. Déjame entrar, deseo sentarme. Caminé como no lo he hecho en siglos, estoy muy cansado.
Eugenia lo dejó entrar, lo siguió hasta las sillas que estaban en la cocina, allí él se sentó y habló con una sonrisa.
- No hay un beso de bienvenida para mí.
- No, me has dejado encerrada todo el día igual que a un preso y a esta hora creí que ya no vendrías por aquí.
- No exageres Eugenia, tienes todo lo que necesitas aquí y, además, podías llamar a Claudia si necesitabas algo.
- ¿Con qué? ¿Con esto? -preguntó caminando hasta el teléfono y alzándolo para que notara la falta de conexión.
- No lo puedo creer, olvidé ponerle el cable -se lamentó con un gesto que parecía sincero para Eugenia.
- Estás muy olvidadizo Antonio, olvidaste alguna otra cosa importante hoy.
- No, caminé por todo el maldito regimiento de La Tablada buscando a mi padre, parecía evadirme a propósito. No estaba en ninguna de las oficinas que me indicaban pero, después de todo, pude hablar con él sobre tu familia. Está dispuesto a ayudarte y también a tramitar la orden de anulación de tu detención.
- ¿Él hará eso? -preguntó soltando el aparato y volviendo cerca de Antonio.
- Si, lo hará, solo es cuestión de días.
- ¿Por qué no puede ser mañana mismo? Puede aclarar que nos conoce y sabe que no somos subversivos.
- Es un trámite burocrático que tiene que cumplir a raja tabla, no puede hacerlo de otra manera, lo podrían acusar de conspiración o traición.
- ¿Qué hay de mi madre? ¿Quién será el responsable de su muerte? ¿Qué hicieron con ella?
- Eugenia, tienes que esperar a que mi padre haga los papeleos pertinentes, pero es mi deber advertirte que no te hagas ilusiones con ese tema, olvídate de encontrar culpable por la muerte de tu madre, ella sufrió un ataque al corazón.
- ¡Los culpables son los que dieron la orden de secuestrarla, los que se la llevaron de su casa y también los que pretendían torturarla! ¡Todos son culpables! ¡No digas que no hay culpables de su muerte! -gritó y se dejó caer en la silla que estaba frente Antonio, presa de un ataque de llanto.
- Lo siento Eugenia, pero es la verdad, si pudiera cambiarla para que estés bien lo haría.
- Tú siempre tan servicial conmigo, seguro que lo harías para darme el gusto.
- Claro que sí -dijo y se paró para abrazarla.
Ella se dejó abrazar y apoyó su cara en el pecho de Antonio, él la acariciaba y hablaba suave para que recuperara la tranquilidad.
- Es muy probable que Emilia sea la primera en ser liberada, sabemos certeramente adónde está, eso ayuda en la causa.
- ¿Sabes algo de su esposo?
- No.
- ¿Qué habrá hecho Pablo todos estos días?
- Tu abuela dice que no pudo verlo ni una sola vez. En su casa no está o no atiende las llamadas. Intentó llamando al trabajoy contestaron que estaba con licencia médica.
- Desgraciado. No me extraña que fuera sí. No sé que le vio mi hermana a ese hombre -criticó Eugenia a su cuñado con el que no se llevaba bien, no le gustaba que dejara a Emilia tanto tiempo sola con la excusa del trabajo.
En el arranque de ira provocada por el desempeño de su cuñado con respecto al tema de los secuestros, se desprendió de los brazos de Antonio y se puso de pie.
- ¿Viste a mi abuela?
- No tuve tiempo. Trabajé en la mañana, estuve con mi padre en la tarde y luego pasé por la facultad -mintió.
- Lo siento Antonio, estuviste todo el día haciendo cosas y yo te recibo de esa manera.
- Sin lamentos -interrumpió Antonio, pasándole las llaves que había desprendido del llavero que las contenía-. Toma, aquí tienes tus llaves. Y ya mismo voy por el cable del teléfono.
Antonio volvía a ser el hombre contenedor, tranquilo y complaciente. El que le daba todo lo que ella quería y la contenía en sus malos momentos con una actitud tranquila que aplacaba su furia. Era el que ponía lógica a su ansiedad para serenarla. Eso era Antonio, la cuota lógica que le faltaba a su vida. Para él todo tenía una explicación, un método, un orden, un por qué y un cómo. Junto a él, jamás viviría una experiencia mágica o esotérica, le encontraría la explicación al enigma y lo expondría con tanta seguridad que acabaría con el misterio de lo que fuera. Ni hablar de ver un espectáculo de magia, con Antonio al lado, la magia no existía. En principio, eso divertía a Eugenia, era gracioso descubrir ciertas cosas pero con el correr de los meses, había ocasiones que le sacaba de las casillas con sus explicaciones. Ella quería creer en la mística.
Todo era contradicción ese día para Eugenia, de a ratos se convencía que Antonio y su padre eran la única salida a su problema y de a ratos se reprochaba la estupidez cometida al caer nuevamente en manos de ese hombre.
- ¿Estás más tranquila ahora?
- Sí. Me gustaría llamar a mi abuela.
- Todavía no puedes. Eugenia debe ser paciente, solo es cuestión de horas.
- Está bien, será como tú digas.
- ¿Cenaste? -preguntó saliéndose de tema.
- Preparé unas croquetas con la carne picada y las verduras que había en la heladera ¿Tienes hambre?
- No, comí unos sándwiches de carne por el camino. Paula preguntó por ti, está muy preocupada porque no sabe nada de ti hace semanas y quiere verte.
- ¿Qué le has dicho?
- Dije que tu familia tuvo que viajar al interior por un familiar enfermo.
- ¿Te creyó?
- Claro ¿Por qué no habría de hacerlo?
- Olvidaba lo persuasivos que eres -emitió con sarcasmo.
- Necesitas un sofá para la sala. Es incómodo estar sentado en la silla todo el tiempo.
- No te tomes más molestias Antonio. Si todo sale como tú dices, en horas, voy a dejar de ser una prófuga e iré a casa de mi abuela.
Antonio no dijo nada pero se le borró la sonrisa amable de la cara. Eugenia lo notó y quiso cambiar de tema.
- ¿Qué han visto hoy en clase?
- ¿Por qué quieres abandonarme Eugenia?
- No quiero abandonarte Antonio ¿Por qué dices eso? ¡Quiero estar con mi abuela! Me necesita tanto como yo a ella. Acaba de perder a su hija y yo a mi madre.
- Lo hago todo por ti y, sin embargo, siempre me dejas a un lado.
- Ya hemos tenido esta conversación y te repetiré lo mismo. Eres importante para mí pero no eres la única persona en mi vida.
- Si lo pidieras, dejaría todo y a todos para estar sólo contigo. Te amo Eugenia.
- No es cierto, no dejarías de ver a tu madre, a tu padre o tus hermanos por un capricho mío.
- Si lo pidieras, lo haría. No es un capricho lo que siento por ti, quiero que te cases conmigo para poder vivir juntos.
- Antonio necesito tiempo, quiero recibirme primero y después pensar en una familia.
- No discutamos -imploró Antonio, levantando una mano para poner alto a una discusión que ya mantuvieron el día que se distanciaron-. Me parece bien que quieras acompañar a tu abuela.
- Gracias por entender -dijo y lo abrazó para demostrarle su gratitud.
- Me quedaré contigo esta noche -aseveró Antonio y antes que ella rechazara su compañía agregó-. Sólo quiero acompañarte, dormiré en la silla de ser necesario.
- No será necesario que te martirices de esa forma, podemos compartir la cama -repuso Eugenia sin dejar de sonreír-. Podemos mirar una película en la televisión y luego hablar hasta quedarnos dormidos como hacíamos cuando éramos amigos ¿recuerdas?
- Recuerdo que yo quedaba muy dolorido cuando tú te dormías. Yo no quería ser tu amigo.
- Vamos, podemos hacerlo -lo alentó ella.
Eugenia despertó depués Antonio había  marchado, le pidió que avisara cuando se iba pero él no lo hizo, la dejó dormir. Se sentía renovada esa mañana, seguramente, al regresar  informaría que ya no pesaba la captura sobre su cabeza y podría volver a moverse con libertad. Permaneció en la bañera, por más de una hora,  entre llanto y sentimiento de alivio porque pronto recuperaría  lo que quedaba de su familia, recordó la noche anterior. Antonio comenzó una tenue caricia sobre su espalda que ella sintió placentera pero cuando quiso extender su mano sobre su entrepierna, sintió rechazo. No lo demostró ni dijo lo que sentía, solo le tomó la mano y se la retuvo entre las suyas. Después, Antonio siguió con los besos y ocurrió lo mismo. No soportaba sentirlo sobre su cuerpo. Esos sentimientos eran nuevos para ella, nunca sentió tal rechazo por Antonio pero no lo podía controlar. Con una sonrisa y sin permitir que Antonio profundizara el beso se acurrucó en su pecho y fingió dormirse. Lo sintió respirar agitadamente por casi una hora, hasta que lo venció el cansancio y se quedó dormido. Ella permaneció despierta pensando en cuanto había deseado a Franco la única noche que pasaron juntos y se asustó ¿Cómo iba a continuar con Antonio si no podía tolerar que la tocara? Si se lo decía, él no la ayudaría con su familia y si callaba para continuar con su apoyo, se convertiría en una zorra. Tenía que ser sincera con él y decirle lo que estaba pasando, sin mencionar a Franco. Antonio era su amigo y entendería. Era solo cuestión de tiempo, como decía él muy a menudo, para que todo volviera casi a la normalidad y ella recuperara el deseo sexual… y su cabeza y su cuerpo tendrían el tiempo necesario  para olvidar a Franco. El médico se coló en sus pensamientos y ya no pudo dejar de pensar en él, decidió que esa misma noche, después de estar unas horas con su abuela, iría hasta la casa del médico para informarle que todo se estaba solucionando. No le pediría explicaciones por la mentira, durante la madrugada, después que Antonio se durmiera, pensó en él y la cantidad de veces que le oyó decir que su trabajo le ocasionaba graves problemas de conciencia por eso quería abandonarlo y la única manera que tenía de hacerlo era dejando el país. Ella no entendía la relación en ese momento pero, después que Antonio le dijera cual era su trabajo específico lo entendió. Iría a explicarle que no era necesario que se arriesgara por ella, Antonio estaba a punto de solucionar todo. Le daría las gracias, le depararía un buen viaje, prometería que rezaría para que se solucionaran sus problemas de consciencia y le desearía un pronto reencuentro con su familia. Con ello, Eugenia pensaba poner fin a ese enamoramiento pasajero y, en los días siguientes con Franco fuera de su vida, sabría si podía reiniciar una nueva relación con Antonio, o, a él también tendría que decirle adiós para siempre.
El ánimo de Eugenia transitaba terrenos sinuosos, tenía picos de alivio, pozos de angustias, llanos de reflexión y charcos de lágrimas. Después de bañarse, ordenar el cuarto, doblar la ropa que Antonio le compró preparándola para meter en un bolso y enjuagar algo de ropa prestada por  su cuñada en el lavabo de la cocina, comenzó su búsqueda.
Recordaba haberlas tomado y colocado en la mesa, pero allí no estaban. Deshizo y volvió a hacer el cuarto y tampoco estaban. Siempre le ocurrían esas cosas cuando no prestaba atención a lo que hacía, olvidaba dónde colocó o qué había hecho con algo. Terminó con la búsqueda en el cuarto y comenzó en la cocina. Su cabeza le gritaba lo que parecía más obvio pero se negaba a oírla, Antonio no podía haberla dejado encerrada otra vez ¿Qué excusa tendría esa noche? No, era ella y su falta de atención la que extraviaron momentáneamente las llaves y en poco tiempo las encontraría. Cuando miró el reloj eran las doce y cuarto del mediodía, hacía más de una hora que estaba buscando las llaves infructuosamente y su desazón era magnánima, finalmente, aceptó el hecho que Antonio la había vuelto a encerrar. Con paso lento caminó hacia el teléfono, pasándose las manos por las piernas, con el pantalón de jeans se secó la transpiración que solo podía explicarse por el miedo a la situación, la temperatura no subía de los cinco grados al mediodía. Podía oler el miedo, por un segundo pasó por su nariz el mismo vaho frío y pestilente mezcla de encierro, humedad, putrefacción y sangre, que olió el día que los secuestradores entraron a su casa. La boca se le llenó de un sabor amargo y metalizado, no quería descubrir lo que estaba segura, iba a descubrir y eso la aterraba. Levantó el aparato y, efectivamente, el cable fue desconectado. No cabían dudas que intentar hallarlo dentro de la casa sería tan vano como lo fue buscar las llaves.
Eugenia tiró el teléfono al suelo y sus partes más débiles se quebraron, el disco del marcado salió volando y le pegó en una pierna, más enojada todavía lo pateó para estrellarlo varias veces contra la pared. Al terminar de destruir el instrumento, comenzó a llamar a gritos a su cuñada, a su cuñado o a alguien de la casa que pudiera traer alguna herramienta que le permitiera romper la cerradura para largarse de ese lugar.
Nadie acudió a sus gritos. Podría haberse muerto allí encerrada que nadie se hubiera dado cuenta hasta que Antonio se dignara a volver. La casa era una prisión y Antonio su único carcelero. Ese día, Claudia no apareció. Cada dos o tres horas repetía los gritos, pidiendo por alguien,  nadie respondía.
Estaba atrapada y sola, ni siquiera Franco sabía dónde se hallaba. Si se hubiera quedado en el departamento del hermano de Antonio, hubiera tenido la esperanza que Franco se apareciera por allí para llevarle novedades pero eso no ocurriría en ese sitio. Dado los hechos, supo que su novio no le permitiría ir a la casa de su abuela para quedarse con ella.
En varias ocasiones en el pasado, Antonio dijo que la amaba tanto que le gustaría tenerla encerrada en una burbuja sólo para él y así no tener que compartirla con el mundo, en esas ocasiones, ella había reído de la ridícula fantasía y lo seguía en su locura ideando la burbuja que la contendría ¿Cómo imaginar que Antonio hablaba en serio? Otra de las frases que ella tomó como absurdas en su momento, acudió a su mente «si no fuera por tus padres, ya serías mi esposa y podría tenerte sólo para mí», susurró una noche después de hacer el amor mientras ella se vestía para volver a su casa. Ese día Antonio insistió para que se quedara a dormir con él, pero ella no quería preocupar a sus padres. Recordando el episodio, cayó en la cuenta de que eso dijo sólo como excusa, en realidad, no quería quedarse a dormir. En ese tiempo, no llevaban más de tres meses como novios y no quería abrir esa nueva alternativa en la relación. Todavía no estaba segura de sus verdaderos sentimientos hacia Antonio por eso no quería llevar la intimidad hacia un nuevo plano. Él iba ganando terreno en su vida lentamente, y lo que conseguía no lo perdía jamás, si se quedaba a dormir con él una noche entera, sería el preliminar a una convivencia que ella no tenía claro si deseaba.
Su padre  y hermana estaban detenidos, su madre muerta. Antonio estaba cumpliendo con la fantasía del encierro. Todo estaba saliendo según los sueños maniáticos de Antonio ¿Qué estaba pasando en realidad?
Su abuela, el rostro dulce de su abuela Matilde, el olor a limpiador de limón y a tarta de manzana que siempre les preparaba a su hermana y a ella de pequeñas y...de grandes también cuando iban de visita a su casa, se presentaron ante ella como una revelación. Eugenia colocó una silla frente a la ventana enrejada y allí se sentó para ver llegar a Antonio  y fue allí donde la asaltó la imagen de su abuela. Se puso de pie de un salto. No se animaba a seguir con el hilo de sus pensamientos, era muy macabro hacerlo, sin embargo, no le quedó más remedio que tantear, aunque fuera muy siniestro, la presunción que salía como una conclusión lógica en su cabeza: si su abuela se convertía en un obstáculo en los locos propósitos de Antonio, quizás también fuera víctima del mismo futuro que el resto de su familia.
Eugenia caminó neuróticamente de un lado a otro dentro de la sala. Se tomó la cabeza con ambas manos y negaba agitándola de lado a lado
- ¡No! ¡No! ¡No! ¡No! - era la única palabra que podía pronunciar cada vez más alto y cada vez más desesperado.
Intentó tranquilizarse aduciendo que eran imaginaciones absurdas producto del encierro, la ansiedad y el enojo hacia Antonio. Él podía ser muy posesivo con ella pero sería incapaz de hacerle algún mal a su familia. Él tenía una familia, padre, madre, hermanos, y alguna vez tuvo abuelos, no era posible que pretendiera que lo amara si hacía daño a su familia. Él conocía ese amor fraterno y sabía que nadie puede querer a quien lastima a uno de los suyos, mucho menos a quien los extermina a todos.
Antonio se diferenciaba del resto de las personas que Eugenia conocía por ser muy lógico y para ella la situación pasó a ser una situación lógica: si la amaba, como mínimo tenía que apreciar a su familia, no hacerle daño.
En la puerta se oyó el característico ruido de la llave al girar en la cerradura, Eugenia compuso una máscara en su cara y se preparó para recibir a Antonio como merecía.

 

Capítulo 12
Franco estaba muy inquieto, no saber nada de Eugenia socavaba su calma y la poca
paciencia que tenía por esos días. Cinco días pasaron desde que el desgraciado de Suárez Tai se presentó en el hospital y nada pudo averiguar del lugar al que la llevó. No tuvo oportunidad de saber nada de su familia pero, al menos, pudo corroborar que el doctor Juan Torres estaba desaparecido, alguien lo sorprendió sacando a un detenido del campo de Arana y esa fue su perdición. En el hospital corría la voz de su derivación al interior del país, pero eso sólo fue dicho por el director del hospital para aquietar las aguas. El sargento Migues, confidencialmente, le contó que con el grupo de operaciones lo fueron a buscar noches atrás para llevarlo a las oficinas del Ministerio del Interior de la Capital Federal y no volvieron a saber de él.
El hijo del sargento Migues mejoró notablemente después del tercer día. Franco se quedó con él las dos noches siguientes a la de su operación al surgir una infección en otra de las heridas sufridas en el enfrentamiento que le provocaba fiebre con convulsiones, con un cuidado intensivo, barrió esa infección y la evolución de la cirugía mayor se desarrolló sin complicaciones. El sargento se mostraba muy agradecido, por eso reveló lo que sabía del doctor Torres. Franco, aprovechó la actitud agradecida del sargento y preguntó sobre los detenidos en el centro de Banfield pero se enteró que el oficial solo se ocupaba de los traslados, después, lo que pasaba con los detenidos era desconocido para todo el grupo de operaciones destinados a «levantar» a las personas que figuraban en la lista que llegaban a sus manos. Migues no sabía quién confeccionaba las listas, ni quien las enviaba hasta la comisaría de Banfield tampoco el destino final de los detenidos, cuando eran trasladados de un centro de detención a otro para él ya no había nombres. A veces, reconocía a aquellos que levantaron de sus casas y recordaba el nombre, pero eran muy pocas las veces que los detenidos salían reconocibles.
Franco no sabía qué hacer, tampoco en quién confiar. Su nuevo e inesperado amigo era de poca ayuda para lo que necesitaba averiguar. Comía poco, dormía menos y en su trabajo estaba torpe. Al llegar la noche su impaciencia llegaba a picos insondables, no podía concentrarse en nada más que en Eugenia. En ella estaba pensando cuando unos golpes en la puerta sonaron con insistencia. Dejó pasar las dos primeras tandas de golpes, no pensaba abrir la puerta a su imprevisto visitante pero, de repente, saltó de la silla al imaginar que podía ser Eugenia la que golpeaba la puerta.
- ¿Quién es? -preguntó con severidad, parado frente a la puerta sin abrir.
- El Sargento Migues, doctor. Necesito hablar con usted, es importante.
 Franco abrió la puerta pero no sacó el pasador de seguridad sujeto a la cadena. Miró a través de la abertura abierta para corroborar la identidad del visitante.
- Pase Migues ¿Qué lo trae por aquí?
- Tengo malas noticias para usted doctor.
- ¿Le ha ocurrido algo a su hijo?
- No, el muchacho se recupera con rapidez sobre todo ahora que lo llevamos a casa y su madre lo consiente en todo.
El hombre gordo que no vestía su habitual uniforme azul, sonrió.
- Con esa pregunta, termino de convencerme que no ha sido un error venir hasta aquí.
- ¿Qué ocurre entonces sargento? Hable -instó Franco.
- Mire -dijo, mostrándole un papel-. Su nombre está en esta lista doctor.
Franco quedó anonadado y se sentó en el sillón de la sala, leía y releía sus datos personales escritos a máquina en la hoja de papel que entregó el policía.
- ¿Tiene que detenerme? -preguntó después de varios minutos.
- Si doctor, lo lamento.
- ¿Y a dónde tiene me trasladará?
- A la Comisaría quinta de la ciudad de La Plata.
- Tiene que ser por lo del sumario administrativo -argumentó Franco, intentando poner paños fríos a la situación y buscando una justificación lógica a esa orden que tenía en sus manos.
- No lo creo doctor, nosotros no hacemos ese «tipo» -recalcó la palabra- de detenciones. Ya le hablé de nuestro trabajo, doctor.
- Espere, usted dijo que andaba con un grupo de operaciones y se presenta a mi casa solo, creo que esta detención es distinta.
- No vine a llevármelo, solo vengo a advertirle que la COT6 de Quilmes tiene en sus manos una copia de esta lista y si no aparecen esta madrugada, es probable que vengan mañana. Tiene que largarse ahora mismo de aquí doctor.
- ¿Viene a advertirme que me van a secuestrar?
- Es lo menos que puedo hacer después que usted salvara la vida de mi hijo.
- Esto tiene que ser una pesadilla.
- Le aseguro que es muy real y mucho peor a cualquier pesadilla que pudo haber tenido en su vida. -El sargento se quedó varios segundos mirando la cara sorprendida de Franco y después preguntó - ¿Qué ha hecho doctor? ¿Con quién se metió para que lo traten así?
- Nada Migues, no hice nada. Solo trabajé como un maldito esclavo para unos malditos.
- Le creo. Yo lo he visto trabajar sin descanso para salvarles la vida a los pacientes que llegan a sus manos.
- Eso es todo lo que hago.
Franco se levantó y caminó alrededor del sofá con el papel en las manos, ya no leía sus datos en él, pero igualmente lo miraba.
- Hay algo más -agregó el sargento, apesadumbrado de ser el portador de las malas noticias.
- ¿Más?
- ¿Evaristo Hernández, Rosalía de Hernández son personas que usted conoce?
- Es mi padre y mi madre.
- Están en la lista del COT  de Martínez.
- Ellos viven en la localidad de Martínez.
- Usted sabe que los COT se dividen por el radio de operaciones doctor.
- Lamentablemente, conozco el circuito.
Franco se sentó nuevamente, esta vez, en el sillón individual que estaba frente al sargento Migues.
Tiró el papel al suelo y con furia comenzó a recriminarle.
- ¿Cómo puede vivir haciendo esto?
- Es mi trabajo doctor, trabajo en la policía desde hace treinta años ¿Qué otra cosa puedo hacer?
- ¡Renunciar!
- ¿Qué haría? ¿De qué viviría? Ya soy viejo para conseguir un nuevo trabajo. No deseaba esto más que usted pero desde hace dos años, los viejos policías tuvimos que adaptarnos a esto o morirnos de hambre. Ya le dije que solo me encargo de los traslados, yo no torturo a la gente, no violo a las mujeres ni asesino a los detenidos. Sé que esas cosas pasan y no lo puedo detener, solo hago lo que tengo que hacer y me voy a casa con mi familia doctor. No soy mala gente y tengo temor a Dios. Muchos de mis compañeros abusan de su posición: roban, matan y aterrorizan, en general, son los más jóvenes que no saben qué hacer con el poder con el que se encontraron desde que los militares gobiernan el país, allá ellos, pero no todos somos así.
- Debe ser -aceptó Franco, no del todo convencido de las palabras del policía.
- Me apena que no crea en mí doctor, yo creo en usted.
- Es difícil de aceptar, conociendo cómo llegan los detenidos al hospital, cómo los tratan en los centros de detención y, además, he visto cómo usted los amenaza.
- Las amenazas son un medio de intimidación.
- Es una manera de tortura.
- Si, pero lo que yo les hago es una caricia comparado con lo que pasa luego. No dejo que los hombres toquen a las detenidas hasta llegar a sus destinos.
- ¿Qué destino tiene para mí, Migues? -volvió a preguntar.
- Comisaría quinta de La Plata.
- ¿No al Ministerio de la Capital Federal?
- Nada de Ministerio. Doctor, tome sus cosas más importantes, toda la plata que tenga y trate de salir del país. Puede viajar al norte y pasar por algún punto flaco de la frontera hacia Bolivia o Brasil. Los balseros le harán pasar el río por pocas monedas.
- ¿Que harán con la casa?
- Nada, la casa no es de su propiedad, pertenece al estado. No se puede destruir las pertenencias del estado. Si quiere que proteja algo de valor que no pueda llevar dígamelo ahora, se lo guardaré en mi casa.
Franco pensó en todas las cosas que el sargento Migues debía tener en su casa de las personas que fueron detenidas y su aversión volvía con furia, pero no dijo nada, no podía dejar de admitir que el hombre se estaba arriesgando demasiado al darle aquella información. Eso lo llevó a reconocer que la persona menos pensada estaba poniendo su vida en juego por él. Podía hacer lo que el sargento proponía y su pellejo estaría a salvo pero no viviría en paz. No podía dejar a Eugenia en manos de ese hombre sin decirle la verdad, su conciencia no se lo perdonaría nunca y su corazón tampoco. Era tiempo de admitir que estaba perdidamente enamorado de Eugenia. La necesitaba con desesperación.
- ¿Usted estará al frente del operativo?
- Afirmativo, salvo que surja algún cambio de último momento.
- Le agradezco su interés Migues y el hecho que viniera hasta aquí para informar lo que harán conmigo. Ya estamos a mano.
- Mi hijo vale mucho más que un aviso.
- Hablo de favor por favor. Aunque creo que deberá hacerme uno más.
- Lo que quiera doctor.
- No me amenace demasiado cuando esté llevándome.
- ¡Qué dice «tordo»! ¿Está loco?
- ¿No soy más el doctor?
- No, si está hablando de veras.
- Hablo en serio Migues, cumpla con su deber.
- ¿Sabe lo que le harán cuando esté detenido?
- Tengo que encontrar a una persona.
- ¿Quién sería tan importante para que usted se sacrifique de este modo? ¡Puede llevarse a sus padres!
- Ellos están a salvo a miles de kilómetros de distancia.
- ¿Entonces?
- Es la mujer que amo, tengo que salvarla.
- No puedo permitir que haga eso doctor.
- No tiene manera de impedirlo sargento.
- ¡Es una locura!
- Hay momentos que la vida nos lleva a cometer locuras.
- ¿Por una mujer?
- Cada uno elige el motivo.
- Me sorprende doctor, creo que usted está loco pero voy a ayudarle en lo que pueda.
- Recuerde mi cara cuando haga los traslados.
- ¿En qué estaba metida esa mujer que ama tanto?
- Nada malo, la vida solo hizo que se cruzara con el hombre equivocado. Nadie merece tanto sufrimiento por nada.
- No sé de lo que habla usted doctor, pero puede contar conmigo. Todavía le debo una.
- Sargento Migues ¿Tiene hijos pequeños?
- Mi hija más chica tiene doce años.
- Llévele la televisión, es nueva.
Gesticulando con la cabeza negativamente el sargento Migues se levantó del sillón y se aprestó para retirarse del domicilio de Franco. Él lo imitó y caminaron hasta la única puerta de salida.
- Doctor, coma mucho esta noche.
- Lo haré.
- Mire doctor. Piense bien lo que va a hacer, es su vida la que arriesga -advirtió el sargento intentando con sus últimas palabras disuadir de cometer la locura que pensaba Franco-. Tiene un par de horas para cambiar de parecer, alejarse de este lugar e intentar comenzar de nuevo, allí donde se encuentren sus padres. Recuerde que los padres somos los que más sufrimos con lo que ocurre con nuestros hijos. Es un hombre joven, puede volver a enamorarse. Prométame que lo pensará mejor.
- Lo haré.
- Y qué pensará en sus padres.
- Se lo prometo, lo haré. Sargento Migues -lo nombró e hizo una pausa antes de continuar-. Tengo que confesar que estaba muy equivocado con usted, en verdad es buena gente. Gracias por tomarse la molestia y arriesgarse por mí. Llévele ahora el televisor a su niña.
- Solo lo guardaré hasta que todo se solucione.
- Eso estaría bien, usted es más optimista que yo al parecer.
En poco tiempo, Franco desconectó el televisor del enchufe y del cale de la antena que bajaba de la terraza, se lo entregó al sargento Migues y despidió al policía sin dejar de repetir la promesa de repensar la decisión que había tomado.
Más tarde, a pesar de no tener apetito, Franco comió dos buenos churrascos de lomo, acompañados de fideos con manteca. No paraba de dar vueltas al asunto. Si se quedaba, podía dar con el padre de Eugenia, tenía el presentimiento que así sería. Lo que su plan no contemplaba era qué haría cuando lo hallase. Otras de las alternativas que barajaba su imaginación era que podrían asesinarlo ni bien quedara detenido en la comisaría de La Plata. Estaba plenamente seguro que la orden de detención bajaba de Suárez Tai, en consecuencia, lo de una eliminación rápida era la alternativa menos viable, esa orden era solo para demostrarle el poder que Antonio tenía en sus manos. En ese instante hasta dudaba que lo del sumario administrativo existiese, con esa advertencia solo estaba notificando que su acto de traición, como lo veía él, no quedaría sin el debido castigo. No olvidaba el antecedente del médico Juan Torres. Miró el reloj, faltaban cinco minutos para las doce, a esa altura de la noche, sabía que sus cavilaciones eran sólo un medio de justificación y una especie de ánimo que se daba él mismo para no sentirse tan idiota por lo que iba hacer. Gente que se arriesgaba por otra gente de manera espontánea sin esperar retribución, también formó parte del universo de excusas que poblaban sus pensamientos. No podía creer lo de Migues, tenía una concepción distinta de la personalidad del policía, estaba realmente sorprendido de recibir su ayuda. Era sincero, se lo demostró en los días que su hijo estuvo convaleciente a su cuidado en el hospital. Lo que ocurrió con Juan Torres lo sorprendió en menor medida, suponía que ningún ser humano normal era capaz de no prestar ayuda, si tenía la posibilidad de hacerlo, a una mujer a punto de parir o algún moribundo, para el médico Torres la piedad fue su perdición, nunca podría saber si la tuvo una sola vez o fueron varios los hechos que decantaron en la detención de Torres. Franco estuvo en uno sólo de los centros de detención y su espíritu casi colapsa. Recordó al Rana, consideraba que gente como él o como los demás carceleros y torturadores estaban tan hartamente corrompidos por el poder que la situación otorgaba, que perdieron su condición de seres humanos, eran seres oscuros, eran «Hielasangres» como lo llamó Emilia al confundirlo con uno de ellos. No había mejor definición.
Era un hecho, Franco decidió que se dejaría llevar por las fuerzas armadas. Iría hasta la casa de la abuela de Eugenia, dejaría una carta para su nieta y una nota advirtiéndole lo que estaba por ocurrir con el amigo que la ayudaba con el caso de su familia, y además, dejaría un sobre con sus ahorros y algunas pertenencias importantes para él, como una cadena que le regaló su madre cuando se recibió de médico, un reloj regalo de su hermana y un anillo que arrebató de un dedo gracias a una mordaz insistencia que su padre no soportó más y  dejó que lo sacara, se quedó con el anillo de su abuelo. Documentos valiosos o papeles importantes para él se los dio a su madre para que se los llevara. También guardó en el sobre que dejarían en casa de la abuela de Eugenia la foto en la que aparecía con su hermana, ambos adolescentes, era la única que conservaría, todo lo demás sería incinerado.
En menos de una hora, bajó los papeles que tenía que quemar y en un rincón de la calle hizo una fogata con sus recuerdos. Llevó la nota que dejó en el buzón oculto diseñado por la mujer para recibir las notas y regresó a su casa. Tomó una pastilla para dormir y se acostó, si no ayudaba al sueño con algún químico, no dormiría y deseaba descansar.

En el momento que la puerta se abrió, se levantó con calma de la silla de la cocina y se acercó a él. Después de mucho recapacitar llegó a la conclusión que abandonaría las intenciones de irse de la casa pero no cambiaría la actitud con respecto al encierro.
- ¿Por qué lo haces?
- Tengo miedo de que te marches.
- No lo haré, estuve pensando y no es inteligente arriesgar a mi abuela. Esperaré a que mi familia esté totalmente fuera de toda sospecha para ir hasta su casa.
- Es lo que quería que entendieras Eugenia -consintió Antonio, dejando el maletín en un rincón para abrazar a la joven.
- Ya lo entendí -aseveró, con una significación encubierta.
- Es todo lo que pido, un poco más de tiempo para que las aguas se aquieten -demandó suavemente, liberándola de su abrazo.
Eugenia lo siguió en su camino a la cocina, lo vio apoyar en la mesa de la cocina la bolsa que traía, sacarse el saco del traje y aflojarse la corbata antes de volver a hablar.
- No permitiré que me encierres.
- Ya no hará falta -dijo con una sonrisa, sin mirarla y sacando el paquete de la bolsa-. La cordura, que tardó en llegar, lo hizo después de todo y ya lo has entendido.
- Si -solo dijo Eugenia, mordiéndose la lengua para no replicar a las palabras que Antonio decía con tono jocoso, pero a ella le sonaba a agravio. Cada una de las palabras que escuchaba de esa boca sonaban ofensivas, la presencia de Antonio le parecía ofensiva, debía actuar muy bien para que Antonio se convenciera que ella se quedaría con él. Debía ganarse la confianza de ese hombre que de la mañana a la noche pasó de ser su mejor amigo al ser más despreciable que podría conocer en la tierra.
Presunciones, sabía que eran supuestos o deducciones que fue hilando con recuerdos y palabras dichas por Antonio pero, aún así, el concepto hacia él cambió radicalmente. Eran muchas coincidencias encontradas, el azar no era tan benévolo con los deseos.
- Traje la cena -informó, al tiempo que el olor a pollo asado llenaba la cocina. Antonio terminó de abrir el paquete colocado sobre la mesa y habló con amabilidad-. Estoy muerto de hambre.
Con una sonrisa Eugenia colocó los cubiertos en la mesa y cortó el pollo en porciones. Antonio descorchó un vino y se sentaron a comer en silencio.
- Estás muy callada hoy.
- Estoy digiriendo el enojo por el encierro del día.
- Era necesario Eugenia, tú no entrabas en razones y yo no puedo estar vigilándote todo el día para que no cometas una locura.
- Ya he entrado en razones, según tu idea de la cordura. Espero que mañana no se repita.
- No será necesario. Estuve pensando lo conveniente de casarnos lo más rápido posible, si podemos hacerlo antes de que tu familia esté libre será mejor.
Eugenia se atragantó con el último bocado de pollo que pensaba comer. Si creyó que ese día no iba a tener más malas sorpresas, estaba muy equivocada.
- ¿Qué dices Antonio? No estoy para bromas.
- No, lo digo en serio. Nos casaremos antes que termine la semana.
- ¿Te has vuelto loco? Ni siquiera me lo has pedido.
- Dadas las circunstancias no es necesario, estamos viviendo juntos.
- ¡Esto no es una convivencia!
- Claro que sí. No quiero decir a tu familia que hemos estado viviendo en pecado todo este tiempo. Ellos se quedarán más tranquilos si saben que estamos formalmente casados.
A cada palabra de Antonio, ella quedaba más anonadada y muda. Su cabeza no tenía la rapidez mental para llegar al razonamiento al que él había llegado. Ella se quedaba atascada en que su familia estaba detenida, su madre muerta y que sólo acudió a Antonio para pedir ayuda, de ninguna manera podía llamarse convivencia de pareja eso que estaban viviendo ¿De qué pecado hablaba Antonio? No mantuvieron relaciones íntimas en más de dos meses. La idea de mantener a Antonio complacido y tranquilo por las dudas que tomara represalias contra su familia se iba por las alcantarillas como el agua de lluvia.
- ¡No me casaré contigo Antonio! -gritó, tirando sobre la mesa la servilleta que tenía en la mano y abandonando la mesa.
- Eugenia sé que querías una gran fiesta y a toda la familia presente, pero dadas las circunsta…
- ¡Deja de decir eso! -interrumpió con otro grito, más encolerizado que el anterior - ¡No vuelvas a hablar de las circunstancias!
Antonio también se levantó de la mesa, lo hizo en forma más tranquila y no levantó la voz en ningún momento.
- Tenemos que hacerlo y tu hermana volverá ese mismo día a su casa con su esposo. Podrás compartir con ella la alegría del matrimonio. Además, ya no pesará sobre ti ninguna búsqueda y te convertirás en una mujer respetable, sin antecedentes policiales. Nada quedará del expediente que se ha abierto con tu nombre. En el futuro nadie podrá saber que fuiste una prófuga de la justicia -explicó con total tranquilidad.
- Eras mi amigo Antonio ¿Por qué me haces esto?
- Te amo,  verás que con el tiempo me amarás tanto como yo.
- ¿Qué hay de mi padre?
-  Será liberado, te encontrará felizmente casada y estará orgulloso de ti -contestó, y Eugenia detectó una advertencia solapada detrás de la frase predictiva.
La mirada de Antonio era desconocida para Eugenia, nunca vio ese frío en sus ojos grises que los volvían más oscuros, era un desconocido. Su madre le advirtió de esa mirada glaciar con la que a ella la miraba y Eugenia replicaba que Antonio nunca podría tener una mirada así ¡Qué equivocada estaba! Mirándolo de frente e intentando buscar detrás del témpano la mirada amable del Antonio que ella conocía, tomó aire y aceptó su destino.
- No discutamos Antonio -dijo sin gritar, aplacando su furia-. Creo que está bien lo que planeas, sólo me tomas por sorpresa. No esperaba un matrimonio tan intempestivo ¡Ni que estuviera embarazada! -intentó bromear para liberar un poco de su propia desesperación y que él no lo notara-. Será cómo tú dices, podemos casarnos por civil y después de reunir a toda la familia podemos hacer una gran fiesta para el casamiento por iglesia.
- Esa es mi Eugenia -aclamó Antonio y su mirada cambió, volvía a ser amigable- ¿Te das cuenta que podemos llegar a un acuerdo? -indagó complacido por la aceptación y se acercó para sellar el pacto con un abrazo y un largo beso en los labios.
- Sí -contestó ella sonriente, después que apartara los labios de los suyos.
- Te daré todo lo que quieres cuando seas mi esposa -prometió y Eugenia entendió que estaba prometiendo a su familia.
- Lo sé.
- No te preocupes por la casa en la que viviremos -pidió de repente.
Eugenia se sorprendió, ni de lejos era eso en lo que estaba pensando. Una vez que tuviera libre a su familia se largaría del país a la menor oportunidad, tal y como pensaba hacerlo Franco cuando lo conoció. Estuviera casada o no.
- ¿Por qué habría de preocuparme? Tú siempre te ocupas de todo y estoy segura que elegirás la casa de mis sueños, siempre me das todos los gustos
- Por supuesto Eugenia, te daré la casa que sueñas. Nunca te arrepentirás de casarte conmigo, te daré lo que quieras y nunca tendrás que trabajar.
- Yo quiero trabajar de médica, para eso estoy estudiando y falta muy poco para el título.
- Con todo lo que sabes podrás atender a la familia y a nuestros hijos. De ahora en más, no te hará falta estar rozándote con hombres descocidos, ni en la facultad y mucho menos en un trabajo.
- Tienes razón Antonio, nunca me arrepentiré de casarme contigo -consintió con palabras halagüeñas, por dentro gritaba que nunca se arrepentiría, jamás se casaría con Antonio.
Esa noche Antonio volvió a quedarse con ella y ante el avance amoroso que pretendió llevar a cabo en la cama, Eugenia lo frenó alegando que quería esperar a la noche de bodas para reiniciar sus relaciones. Dijo que la espera haría mucho bien a la noche que estaba próxima y que el estar juntos sin tocarse sólo aumentaría el deseo de ambos. Él aceptó el argumento de Eugenia solo en lo que se refería a la penetración, no dejó de besarla y acariciarle todo el cuerpo hasta que ella fingió quedarse profundamente dormida. Antonio se detuvo, de no ser así habría salido de la cama gritando como una loca, no soportaba las manos de Antonio sobre su cuerpo, no soportaba sus besos, ni sentir su aliento en la cara. Se cuestionaba la manera estúpida en la  que terminó enredada sentimentalmente con ese hombre que no le agradaba. Esa noche se dio cuenta que Antonio nunca fue su amigo, quizá, en un primer momento pero luego se obsesionó con ella, tal y como dijo su hermana en varias oportunidades. No le daba todos los gustos y la llevaba a todos los lugares que ella deseaba por el placer de disfrutar de su compañía, lo hacía para evitar que se relacionara con otra persona. La aisló de todos con un método lento, supuestamente dulce y atento. Su madre quiso hacerle notar el actuar de Antonio y ella no lo quiso ver. Él no pudo lograr su última jugada con éxito, no logró separarla de su familia, al menos no, con sus métodos dulces.