29

 


Había desembarcado la noche antes y aún llevaba el uniforme. Era una ventaja que abría puertas pero también era arriesgado, así que lo primero que hizo fue buscar ropa de civil y después conseguir un caballo. El camino ya lo conocía. Había estado allí una vez, antes de que Andrew se casase con Sarah, cuando terminó la primera campaña que hicieron juntos. Kenneth nunca había visto nada igual, una cosa era saberlo y otra tenerlo frente a sus ojos. Y tampoco se encontró a gusto allí. A pesar de la aparente indiferencia de Andrew por lo que eran sus posesiones, su magnificente riqueza le desbordaba y le hacía sentir fuera de lugar, y desde luego hoy no llamaría a la puerta para entrar… De todos modos no era a Andrew a quien quería ver, había perdido el interés por matarle, además tal vez ella le odiase aún más si lo hacía, y después de todo era únicamente Kate quién le importaba y quizá no fuese tan difícil encontrarla.
Había muchos senderos que partían de Greenthill, pero desde la zona de los acantilados se tenía una buena visión de todos ellos. Era un día airoso y desapacible, y el frío no animaba a salir al aire libre. Había sentido una extraña seguridad en que la vería pero ahora comenzaba a tambalearse. Sin embargo. no sería más de las once cuando vio una esbelta y menuda figura encaminándose justo hacía los acantilados. El corazón amenazó con escapársele del pecho. No podía confundirse. Era Kate.
Caminaba abstraída, la cabeza baja sorteando los accidentes del terreno. Era un día frío pero salía todos los días, con viento o con sol, y todos los días iba hacía los acantilados. No le importaba lo que dijese Andrew, apenas se hablaban en realidad, y él parecía haber renunciado a evitar que fuera y viniera por donde quisiera.
Cuando alzó la cabeza le vio, a escasos cincuenta pasos de ella, de espaldas frente al mar en el mismo lugar en el que tantas veces había pensado en él. Primero dudó de sus propios sentidos, pero era tan real… ¿Habría podido una visión acelerar así su corazón y conseguir desfallecer de ese modo su cuerpo?
Sintió la urgente necesidad de correr a su encuentro y comprobar que no soñaba ni deliraba, abrazarse a él y que la alzase y la hiciese girar en el aire como aquella lejana noche, la víspera de su partida. Sin embargo sus pies estaban clavados en el suelo. Sí, era él, era Kenneth y había regresado a ella. ¿Por qué razón había decidido que tenía que renunciar a amarle? Ahora no la recordaba. Pero ya era tarde, pensó Kate traspasada por el dolor, demasiado tarde para cambiar eso.
—Kate —murmuró él tras acercarse y detenerse a unos pocos pasos de ella.
—Kenneth… Ha vuelto —susurró Kate.
Estaba más delgado y más pálido, pero seguía siendo él…
—Le aseguro que he hecho todo lo posible por conseguir que me matasen. Sin embargo no he podido lograrlo, ni evitar volver…
Se presentaba ante ella vulnerable como nunca antes le había visto, tan distinto del arrogante y engreído capitán que tanto disfrutaba burlándose de ella, pero también sabía que más allá de la superficie cínica y despreocupada que él siempre se afanaba en mostrar, estaba presente alguna profunda herida que no conseguía del todo ocultar. Igual que era consciente de las violentas emociones que asaltaban su propio corazón y su cabeza, sentimientos y emociones que Kate debía a toda costa reprimir.
—El teniente Harding me dijo que iba a ser juzgado —logró articular Kate con voz quebradiza.
—Me juzgaron y me absolvieron, y debía haber cogido un barco hacia la India esta misma mañana, pero entonces no habría podido volver a Inglaterra. Así que en realidad estoy de nuevo bajo demanda y aún no es tarde para que se cumpla su deseo…
La miraba suplicante, como si de ella dependiese que viviera o muriese, y Kate se sintió injustamente acusada. No podía cargarla a ella con esa culpa. Nunca habrían llegado a esto si él le hubiese contado la verdad.
—No siento ningún deseo de que muera —se quejó dolida, apartándose de la cara los mechones de pelo que el viento alborotaba—. He lamentado profundamente haber pronunciado esas palabras…
—Necesitaba que supiera cuanto me he arrepentido yo de las mías —la interrumpió Kenneth para impedir que fuese ella quien se disculpase, cuando eran tantos y tan poderosos los motivos que tenía él para pedir disculpas—, de las que la dije la última vez que nos vimos y de las que nunca llegué a decir…
Kate veía el dolor de Kenneth, pero no podía ignorar su propio dolor, y nada cambiaría la realidad.
—Es inútil ya arrepentirse, y no remedia nada tampoco… Lamento que haya faltado a su deber por venir aquí, si ha sido el caso. No debió hacerlo… —le reprochó incapaz de mantenerle la mirada y con la voz ahogándosele en el pecho—. Será mejor que regrese a su puesto cuanto antes…
Kate se apartó de él y le ocultó el rostro, no quería que viese lo mucho que le costaba hablarle así, pero él la retuvo tomando su mano, cogiéndola apenas por la punta de los dedos. Ella se volvió, reprochándole con ojos brillantes aquel gesto, pero a la vez sintiéndose incapaz de desprenderse por sí misma, sin embargo él debió de entender y la soltó.
—Lo siento, Kate. Siento no haber sido yo quien te lo contase —dijo brusca y apasionadamente, intentando derribar aquella cortés y a la vez fría distancia que los separaba—. Siento que tuvieses que pasar por eso por mi culpa, siento no haber estado a tu lado cuando lo necesitaste, Kate. Yo quería…
Ella lo interrumpió exasperada, no podía seguir escuchándole.
—¡Es tarde ya para eso! ¡Y tampoco hubiese servido de nada! ¡No hubiese cambiado nada! ¡No importa lo que quisieras! ¡Si me lo hubieras contado yo nunca…!
Kate calló incapaz de continuar. Kenneth miraba su rostro que ahora ya no era triste, sino airado, y solo podía pensar en cuánto la amaba, y en cómo no habría dudado en hacer cualquier cosa por que ella también le amase, y en que lo único que en realidad le importaba era precisamente eso… Saber si ella aun podía amarle.
—Por eso jamás te lo conté, porque entonces no habría podido esperar nada de ti, Kate. Y me importabas demasiado para que pudiera permitirme el riesgo de ser sincero.
No debía seguir prestando atención a sus palabras. No debía quedarse allí parada. No debía dejar que la mirase de aquel modo que hacía que apenas pudiera dejar de pensar en otra cosa que no fuese echarse en sus brazos y olvidarse de todo y de todos. No era ya solo a lo que ella estaba obligada…
—¿Y qué pasa con tu esposa y con tu hija? ¿Pudiste simplemente olvidarlas?
Un halo más frío apareció en la mirada de Kenneth, una frialdad que Kate creyó sentir sobre su propia piel.
—No, no he podido olvidarlas. No he olvidado que estoy casado con una mujer a la que nunca he amado y que tengo una hija a la que no he llegado a conocer, y ésa es una equivocación que me pesará mientras viva. Pero no arruinaré aún más mi vida ni la de ellas intentando fingir algo que no existe.
—¿Y eso es todo lo que vas a hacer? —preguntó ella indignada y muy enfadada, aunque sabía a la perfección que no había ninguna solución fácil para aquello.
—Es todo lo que puedo hacer —replicó él duramente—. Charlene nunca me dará el divorcio y yo jamás volveré con ella, una cosa es tan cierta como la otra. ¿Y qué hay de ti, Kate? ¿Cuánto amas tú a tu marido? —contraatacó Kenneth.
—¡No te atrevas a compararme contigo!
—No te estoy comparando —dijo él sin ceder un ápice—. Solo te estoy preguntado. ¿Amas a Andrew?
Kate no respondió. Kenneth leía en sus ojos, tal y como siempre había hecho, y ella sabía que no necesitaba escuchar su respuesta para conocer la verdad.
—¡Eso no es lo que importa! —gritó muy alto y muy fuerte, quizá cuanto más lo gritase más fácil le sería creerlo—. ¡Los dos tenemos un compromiso! ¡Y si a ti no te importa cumplir los tuyos, yo sí que respeto los míos!
Sentía muchas ganas de llorar, pero no quería llorar más, no quería sentirse así, odiaba sentirse así, odiaba haber llegado a esto, odiaba que la hubiese mentido, odiaba haber decidido casarse con Andrew y por encima de todo odiaba lo que él le hacía sentir. Querer dejarlo todo, querer olvidarlo todo y escuchar solo lo que le decía su corazón. Pero ya no se dejaría arrastrar de nuevo… No después de tanto dolor.
También Kenneth respondió herido.
—Supongo que tienes razón. Que lo que importa es actuar como los demás quieren que actuemos y olvidar cualquier otra cosa. Solo que para mí es tarde ya para eso... No te molestaré más. Solo pretendía que supieras… —Kenneth calló buscando las palabras, pero negó con un gesto y desistió de encontrarlas—.Ya te he dicho lo que quería que supieras. Hay un barco que sale mañana a las diez de Southampton con destino a Nueva York. Voy a subir a ese barco.
Kate le devolvió la mirada espantada.
—Ven conmigo, Kate —le suplicó anhelante.
—¿Cómo puedes…?
No pudo seguir hablando. Se dio la vuelta y quiso echar a correr pero él la sujeto y la volvió hacia él reteniéndola contra sí.
—Porque todo lo demás que te dije es cierto —aseguró Kenneth sintiéndose enloquecer por tenerla de nuevo tan cerca—. Nunca amé a nadie hasta que te conocí a ti. Eres lo único que me importa en este mundo o en cualquier otro. Nada más tiene sentido. Solo dime que tú no sientes lo mismo y me marcharé.
Sus ojos la miraban vehementes y encendidos, sus brazos la rodeaban y la sujetaban, y los dos estaban tan cerca que el latido acelerado que batía sus corazones se mezclaba confundido el uno contra el del otro.
Pero a pesar de todo eso los labios de Kate consiguieron pronunciar unas bajas y cortantes palabras.
—No lo siento-
Sus brazos aflojaron de golpe la presión y su rechazo hizo que se apartarse de ella. El viento la golpeó con más fuerza cuando Kenneth la soltó.
—Bien… entonces adiós, Kate.
Vio como desataba a su caballo y se montaba y se alejaba sin dirigirla una palabra más ni volverse para mirarla de nuevo, sin detenerse un minuto, ni vacilar un instante… Ya no importaba un pesar más a añadir a los muchos que él le había hecho sufrir. Podía sumarlo a todos los otros que tantas veces había jurado no perdonarle. Y podía volver a decirse a sí misma con nuevas razones que le odiaba con todas sus fuerzas, aunque conociese ahora ya perfectamente el verdadero significado de ese sentimiento.
Y es que estaba convencida de que Kenneth sabía tan bien como ella misma, que aquellas palabras eran, lisa y llanamente, tan solo una mentira.


30

 


Cuando ya estaba cerca de la casa comenzó a llover. No tenía ánimos para correr, así que el aguacero la cogió de lleno. Entró por la puerta de la cocina empapada. La señora Flynn la estaba esperando.
—¡Pero como se ha puesto en un momento! ¡Menos mal que estaba aquí al lado! ¡Vamos, quítese eso enseguida antes de que enferme!
—No es nada. Estoy bien —murmuró Kate ida.
Theresa la miró preocupada. Estaba muy pálida y sus manos congeladas.
—A mí no me parece que esté bien, no debería salir con este tiempo, sabía que enfermaría. Métase ahora mismo en la cama y la prepararé una buena tisana.
Kate hizo obediente todo lo que Theresa le dijo. Se secó, se cambió, y cuando le trajeron la tisana se la bebió, aunque desde niña las había aborrecido, y después se acostó en la cama y cerró agotada los ojos. Theresa le puso la mano en la frente.
—Juraría que tiene fiebre. Habría que llamar al médico.
—Me curaré, solo estoy cansada —dijo en un murmullo Kate—. Creo que voy a dormir un poco.
El ama la miró ahora realmente inquieta. Desde que había llegado a Greenthill, Kate había salido todos los días y no era la primera vez que la lluvia le sorprendía, pero sí la primera que la veía meterse en la cama a mediodía. Decidió mandar llamar al doctor sin esperar a que regresase Andrew.
Kate sintió una mano fría en la frente que le ardía. Abrió los ojos. Pertenecía a un hombre al que no había visto nunca, era el doctor. Andrew estaba a su lado.
—¿Cómo se encuentra?
—Tengo mucho frío y me duele todo el cuerpo…
—Es normal... Tiene fiebre alta.
El médico continuó examinándola, cuando terminó se volvió hacia Andrew y fue a él a quien le dio sus explicaciones.
—No parece que tenga nada grave. Lo más probable es que sea solo un enfriamiento, pero conviene controlar la fiebre. Le voy a recetar quinina, su sabor es extraordinariamente amargo, pero está dando muy buenos resultados, que permanezca en cama y que descanse. Mañana volveré a verla.
El médico sacó la quinina de su maletín. Apuntó la dosis que debía tomar y con una cucharilla le dio unas cuantas gotas. Sabía realmente horrible, pero se lo tomó sin rechistar, después le dio un poco de agua, aun así el gusto amargo permaneció en su boca.
—Verá como con esto se encuentra mucho mejor. En cualquier caso no duden en avisarme si no fuese así y la fiebre subiese, y por supuesto procuren que haya siempre alguien con ella vigilándola.
—No se preocupe, doctor —respondió Andrew acompañándole hacia la puerta.
A Kate su recomendación, quizá por efecto de la fiebre, le pareció una especie de sospechosa desconfianza. Ella solo quería estar sola y no podía dejar de pensar en otra cosa que en buscar a Kenneth antes de que su barco zarpase. En el sueño inquieto que le producía la fiebre se veía saliendo de la casa y corriendo hasta el puerto, sin embargo no conseguía encontrar el barco ni encontrarle a él. Después el sueño se desvanecía y se daba cuenta de que nada de eso era real, y de que estaba aún en su cama y en Greenthill, y eso aún le angustiaba más, pero lo que no quería de ninguna manera era a nadie al pie de la cama vigilando su sueño. Sin embargo, al poco rato Andrew regresó, se sentó a su lado y posó con suavidad su mano sobre su frente.
—¿Cómo estás? —preguntó preocupado.
—Es solo un enfriamiento, ya has oído al doctor —dijo Kate con voz débil.
—Es una locura, Kate —protestó él—. Salir con lluvia… Es un milagro que no te haya pasado antes. Podrías coger una pulmonía o cualquier otra cosa.
—Lo sé… Tendré más cuidado… Lo siento —murmuró ella apagada.
Andrew la miró arrepentido.
—Olvídalo… No es eso lo que te quería decir. Solo deseo que te recuperes.
Kate cerró los ojos. No podía seguir esa conversación.
—Estoy cansada, Andrew.
—Discúlpame. Intenta dormir. Estaré aquí si me necesitas…
Se quedó sentado junto a su lecho, y ella hubiera querido pedirle que se marchase, pero sabía que no lo habría hecho y que solo habría conseguido herirle más. Así que a todo el malestar y la inquietud que sentía tuvo que sumarle esa otra zozobra, y rogar por que el nombre de Kenneth no saliera de su boca en medio de alguno de los delirios que le provocaba la fiebre.
Pero al menos tuvo suerte con eso y la quinina hizo su efecto y la fiebre bajó, aunque seguía encontrándose peor de lo que se hubiera encontrado antes en su vida, y cuando se hizo de noche Theresa llegó con un caldo y con otra dosis de quinina. Insistió a Andrew para que durmiese un poco y la dejase a ella ocupar su lugar. Cuando Kate despertó de madrugada, desvelada, pudo ver a la luz de las velas a Theresa durmiendo plácidamente en el sillón, con las agujas de calceta caídas entre sus manos.
Kate se encontraba completamente despierta. Después de aquel largo día de sueños llenos de pesadillas le parecía que podía pensar con más lucidez. ¿Si deseaba más que cualquier otra cosa marcharse con Kenneth por qué no habría de hacerlo?
Era sencillo. Conocía perfectamente la respuesta. Estaban esa mujer y esa niña. No podía hacer como si no existiesen como hacía él, no estaba bien… Sin embargo, se decía también, en último caso eso era algo que no dependía de ella, si Kenneth iba a marcharse a América, no cambiaría en nada que se marcharse o no con él, ellas no eran su responsabilidad…
No. Su responsabilidad era Andrew.
Kate lo sabía, en el fondo no se trataba de aquella mujer. Al principio sí. Le había dolido tanto descubrirlo… pero ahora, de alguna manera, parecía algo ajeno a ella. La principal razón por la que no podía irse con Kenneth era Andrew. Andrew la quería, la quería de veras, pese a todo la amaba, no podía engañarse respecto a eso. Y ella le había prometido lealtad, si no otra cosa, y sabía el golpe que supondría para Andrew que ella se marchase.
¿Pero qué pasaba con lo que ella sentía, con lo que ella deseaba? Era a lo que debía renunciar. ¿No tenía acaso más de lo que cualquiera podría desear? Aquella hermosa casa, un marido respetado y que la quería, todo por lo que cualquier mujer suspiraría de envidia. Sabía lo que le habría dicho su madre, Theresa o la misma Jane, que con el tiempo pasaría, sería solo un recuerdo y ella viviría su vida convencionalmente feliz y adecuadamente respetable.
Lo único que tenía que hacer era resistir el apremiante deseo de levantarse de la cama y salir en medio de la noche para desaparecer por siempre de allí.
Theresa pegó un respingo y se sacudió sobresaltada, y la encontró despierta y sentada en la cama con los pies descalzos sobre el suelo helado.
—Vaya, creo que me he quedado traspuesta. ¿Está mejor? ¿Cómo se le ha ocurrido pensar en levantarse? No tenía usted más que llamarme. ¿Quiere otra manta o que la traiga algo?
—No, no… Solo alcánceme el agua, por favor —pidió Kate dejándose caer sobre los almohadones.
—Ahora mismo —dijo la mujer arreglándole el cobertor—. Tiene mejor color. Se ve que es usted una muchacha fuerte. Eso está bien, pero no tiene que confiarse… Los enfriamientos son malísimos, mi hermana Gladys, que en gloria esté, era una joven como usted, fuerte y sana, se pilló un resfriado por un mal aire que cogió un invierno y ese resfriado se le complicó en neumonía, según dijo el médico, y en una semana se la llevó.
—Lo siento mucho, Theresa —dijo Kate cogiendo el vaso que Theresa le tendía solícita, aunque solo le dio un pequeño sorbo antes de devolvérselo.
—Hace ya muchos años de eso, y no teníamos esa medicina que ha traído el doctor. Mire ahora. —Theresa apoyó la mano en su frente—. Fresca como una rosa… pero no hay que tentar a la suerte. La niña pequeña de los Collins murió el mes pasado, pese a que su doncella me dijo que el doctor no se había separado de su cama. Pobre madre… Menos mal que aún tiene a otras tres criaturas para darle fuerzas y una más en camino. El señor debe haberle mandado esa bendición para consolarla. Sin duda es una gran desgracia para una madre pero estoy segura de que esos angelitos le hacen olvidar todas las penas…
Theresa continuó hablando sola sobre futuros y pasados alumbramientos y pequeños bebés, sanos y regordetes como manzanas… Kate comprendía la indirecta, un bebé solucionaría todas las cosas… Theresa procuraba ser amable, pero la discreción no era su fuerte. Ella sabía que lo hacía con la mejor intención y seguramente tenía razón, un niño lo habría cambiado todo, pero era difícil concebir un hijo cuando las contadas veces que Andrew se había acercado a ella, su cuerpo se había tensado rígido, incluso cuando habría deseado poder compensarle de alguna forma. Y él, invariablemente, lo notaba y terminaba por desistir, rechazado y dolido.
El ama hablaba y hablaba, mientras las ideas giraban cada vez más confusas en su cabeza. El sopor se apoderó otra vez de ella, y cuando Theresa se dio cuenta de que se estaba quedando dormida se calló y poco después sus suaves ronquidos acompañaban a la respiración agitada de Kate.
El sol entraba a raudales por la ventana cuando la visita del doctor, acompañado por Andrew, la despertó. Theresa dejó su labor en el sillón y se acercó con ellos a la cama.
—¿Qué tal ha pasado la noche? —preguntó el médico.
—Ha estado muy inquieta y de madrugada le ha subido mucho la fiebre, pero luego se ha quedado más tranquila y ha estado durmiendo hasta ahora.
—¿Cómo se encuentra? —le preguntó el doctor acercándola el vaso que Kate hacía ademán de coger.
Tenía mucha sed, pero hasta tragar agua le suponía un esfuerzo.
—Me duele mucho la garganta. ¿Qué hora es?
—Las diez y media.
El médico que la sujetaba la muñeca para tomarle el pulso la miró extrañado.
—Está demasiado acelerado. ¿Se encuentra bien?
—Sí, bien… —dijo ella con voz temblorosa—. Un poco mareada.
—Bueno, reposo… y que no coja frío, que tome hoy también la quinina por si acaso, pero creo que ya ha pasado lo peor.
—Gracias, doctor —dijo Andrew acompañándole a la puerta.
—No es nada, aunque habrá que vigilar esa alteración—oyó como le decía mientras salía—, que esté tranquila y que…
Sus voces se perdieron por el corredor. Kate cerró con fuerza los ojos. El doctor no tenía motivos para preocuparse, el barco había zarpado ya, no habría más alteraciones para ella.
Paso tres días más en cama, y si por Theresa hubiese sido habría estado toda la semana, pero ella empezó a pensar que si no se levantaba jamás saldría ya de esa cama, y al cuarto día bajó al salón a sentarse al lado de la chimenea, y a su alrededor todos se desvivían en atenciones con ella, en especial Andrew, pero también todos se daban cuenta de su decaimiento, aunque lo achacaban a la convalecencia.
Solo la llegada de una larga carta de Jane consiguió sacarla un poco de su letargo. En ella, con su cuidada letra pulcra y menuda, le hablaba de la dolorosa mezcla de alegría y tristeza que había sentido cuando se reencontró con William. Inmensa alegría, infinita tristeza… sobre todo cuando veía como aquello había afectado a Will. Lo difíciles que habían sido los primeros días y como de horrible había sido oírle relatar aquella barbarie. Jane habría querido llorar, pero cada vez que las lágrimas amenazaban con brotar de sus ojos se decía que no tenía ningún derecho a hacerlo, cuando tenía la fortuna de tener a su esposo a su lado. Y además poco a poco las cosas habían ido mejorando, William había hecho muchos progresos y montaba a caballo y se manejaba prácticamente sin las muletas, ayudado por una pierna de madera. Will gruñía, escribía Jane haciendo sonreír a Kate al imaginar su risa siempre alegre y optimista, pero ella se sentía como si se hubiese casado con un auténtico pirata. Ayudaba a su padre con la administración de la finca, aunque resultaba que había descubierto un nuevo y profundo interés por el derecho y la justicia, y se había empeñado en recibirse en leyes y hacerse defensor castrense, así que ahora vivían rodeados por librotes y mamotretos, reía Jane sin disimular el orgullo que a todas luces sentía por su esposo. Kate se alegraba mucho por ella, por los dos. Más aún cuando cuándo con letra temblorosa añadida con rapidez al final, Jane anunciaba que esperaba un bebé…
Sí, eran noticias maravillosas que casi la hicieron olvidar las líneas en las que Jane expresaba su inquietud por la propia Kate. En ellas se refería a cierta conversación con Will que la había hecho dudar sobre si había hecho bien aconsejándola que se casara con Andrew. Temía haberse equivocado y le rogaba que la perdonase si había sido así, lo único que había deseado y todavía deseaba, era que pudiese ser tan feliz como lo era ella.
Jane la rogaba que le respondiese cuanto antes para tranquilizarla, y sin embargo cuando cogía la pluma para responderla el folio se quedaba siempre en blanco, pese a que sabía bien que Jane no tenía culpa alguna de sus errores.
Así pasaron casi dos semanas, y ella continuaba sin separarse de la chimenea, hasta que aquello fue demasiado incluso para la mismísima Theresa.
—Vaya, querida… —dijo el ama entrando en la sala y corriendo de par en par las cortinas para que el sol entrase por las ventanas—. Hoy hace un día extraordinario. Luce un sol precioso. Hace un poco de fresco, pero abrigándose bien…
—Estoy bien aquí —aseguró Kate en voz baja sin dejar de mirar las llamas de la chimenea.
—Bueno… —dijo Theresa colocándose enfrente de ella con las manos cruzadas por delante de su seno—. No pensé que sería yo quien le dijese esto, pero me parte el corazón verla aquí sentada todo el día, seguro que un poco de aire puro no va a hacerla daño. A lo mejor exageré cuando le conté todas esas historias de difuntos y enfermedades… Ya sabe usted que no tiene que hacerme mucho caso. ¿Qué tal un paseo por el parque? Tampoco hace falta que se dé una caminata…
Kate sonrió débilmente para calmar la inquietud de Theresa.
—No me asustó... Es solo que aún estoy cansada.
—Claro. No se levante si no le apetece, aunque estoy segura de que el sol en la cara la sentaría bien, pero si prefiere quedarse aquí le traeré un caldo calentito que le caerá de maravilla…
—De veas. No se moleste, Theresa —aseguró Kate que ya se veía obligada a tomarse el caldo ante la mirada bondadosa pero insistente del ama.
—Como quiera… —cedió retirándose sin dejar de mirarla con preocupación.
Cuando Theresa salió, Kate se levantó despacio del tresillo, se alisó el arrugado satén de su vestido y se acercó hasta una de las ventanas. Lucía un frío sol otoñal y todo el parque estaba cubierto por las hojas caídas de los árboles.
Era un paisaje acorde a su estado de ánimo y después de todo Theresa tenía razón. No podía pasarse el día contemplando el fuego y compadeciéndose de sí misma. Dejó la sala, cogió una de las capas que encontró en el vestidor de fuera y salió a la calle por la puerta de servicio. A través de los visillos de una de las ventanas vio a Theresa sonreír aprobadora.
Primero caminó por entre las alamedas, pero casi sin pensarlo, sumida en sus pensamientos, sus pasos la llevaron fuera del parque, hacia el sendero que tantas veces había recorrido, el que llevaba a los acantilados. Llevaba ya un buen trecho cuanto se dio cuenta y se detuvo. Kate se obligó a retroceder de inmediato. Era demasiado pretender soportar eso.
Comenzó a regresar hacia Greenthill intentando con todas sus fuerzas no caer otra vez en la angustia, pero entonces escuchó el galope de un caballo tras ella. Sintió como el corcel se detenía y un jinete descabalgaba. No quería darse la vuelta porque temía equivocarse, pero en su interior estaba completamente segura de quién era. Dudaba sobre si tan solo se engañaba a sí misma o si realmente podía ser él cuando oyó como la llamaba.
—Kate…
¿Cómo pudo pensar que no deseaba su muerte? En realidad deseaba matarle ella misma porque si no sería Kennneth quien acabase con ella.
—¡¿No ibas a coger un barco hace diez días?! —le gritó girándose hacia él sintiendo como la furia remplazaba con rapidez su decaimiento.
—Creía que ya sabías que no soy de fiar… —dijo tentativo Kenneth.
No había sido capaz de subir al barco. Había llegado hasta el puerto y se había quedado mirando como la nave zarpaba, dejando que se marchará sin él. Si no tenía a Kate le daba igual un sitio que otro. Había pasado dos semanas vigilando las salidas de la casa, con el ánimo por los suelos, pero alentado por la esperanza de que más tarde o más temprano volvería a verla.
—¡No solo no eres de fiar, eres el más ruin, y el más despreciable, y el más odioso de todos los hombres que he conocido y no quiero volver a verte jamás en…!
Kate estaba llorando y él ya no podía seguir oyéndola impasible.
—Cállate, Kate.
Rodeó su cintura y la atrajo imparablemente hacia sí. Kate no trató ni siquiera de resistirse. Los dos se perdieron el uno en el otro y todo lo demás dejó de existir. Él pasó su mano por entre su pelo, sujetó su nuca, y la besó como sólo él en el mundo podía besarla, haciendo que todo alrededor desapareciese y cualquier otra cosa dejará de importarla y solo pudiera pensar en por qué razón no podía haberla besado antes…
—Dime que vendrás conmigo —dijo Kenneth sin darle tiempo a recuperar el aliento.
—Me iré contigo —respondió Kate sin dudar un instante.
—¿A América?
—A cualquier parte.
—¿Ahora mismo?
—Ahora.
Volvió a besarla de aquel modo que le robaba no solo la respiración, sino también la voluntad, pero se desprendió de ella a regañadientes para ir a recoger su caballo. Se subió él primero y la tendió la mano para ayudarla a montar. Kate no pudo dejar de ver su sonrisa mientras la alzaba.
—¿Qué? —preguntó ella, mientras Kenneth la rodeaba por la cintura estrechándola contra su cuerpo.
—Nada…
—Dímelo —exigió Kate frunciendo el ceño.
—No te va a gustar…
—Aun así dímelo.
—Está bien… —cedió él con su sonrisa suave bailando en los labios—. Es solo que si hubiese sabido que me iba a costar tanto que subieses a mi caballo, no te hubiese ofrecido sólo diez chelines aquella mañana que te encontré en el camino…
Sus rostros estaban justo uno enfrente del otro y Kate recordó también aquel día en que iba empapada y Kenneth se burló de ella.
—Desde el principio supe que eras un maldito idiota —dijo ella sonriendo pese a todo.
—Ya lo sé. Me conoces demasiado bien… —dijo él cálidamente—. ¿Cómo pudiste pensar que me iría?
—Supongo que a veces me equivoco…
Él volvió a besarla.
—Te aseguro que esta vez no es una de ellas.
Y azuzando a su caballo se la llevó lejos de allí.

31

 


Andrew había pasado el día fuera, como hacía casi a diario… Por la mañana se había reunido con su agente de bolsa y el almuerzo lo había pasado en compañía de varios destacados representantes locales del partido whig que querían que entrase en sus filas, escuchando sus propuestas con educado desinterés ya que no tenía la menor intención de entrar en política.
La leve jaqueca con la que se había levantado aquella mañana había ido en aumento conforme el humo de los cigarros enrarecía el ambiente de la sala y la conversación vacía y altisonante de sus acompañantes se hacía más y más insoportable, hasta un punto que ni siquiera el brandy más añejo había conseguido amortiguar.
Tampoco tendría por qué haberse quedado allí una vez terminado el almuerzo, los había escuchado y los había rechazado cortés y amistosamente, así que nada le obligaba a seguir soportándolos, y sin embargo había dejado pasar la tarde en su tediosa y fastidiosa compañía, solo porque regresar a Greenthill significaba enfrentarse de nuevo al fracaso y la desolación de ver como Kate languidecía. Igual que una flor que tras ser arrancada se marchitase en un vaso…
Se había enamorado de ella prácticamente la primera vez que la había visto. No era un hombre enamoradizo, ni caprichoso, ni siquiera excesivamente emocional. Su matrimonio con Sarah fue una mezcla de compromiso propiciado entre familias y fugaz entusiasmo juvenil. Sarah era dulce, alegre, complaciente y tan adorable como podía ser una joven criada y educada única y exclusivamente para ser adorable. Cuando se casaron, ella parecía no tener más objetivo en la vida que hacerle feliz y también él sintió lo mismo por ella… durante un tiempo…
Kate era en todo opuesta a Sarah, quizá por eso se fijó en ella, era fuerte, independiente, no tan formalmente convencional… y sí, también prácticamente indiferente. Aquello era una agradable novedad, hastiado por el más o menos discreto asedio de las jóvenes casaderas, el desinterés de Kate resultaba un aliciente por sí mismo, además era hermosa, era inteligente… Descubrir que Kenneth también se había fijado en ella no le extrañó lo más mínimo, tampoco le hizo apartarse. Sabía que Kenneth era capaz de cualquier cosa, pero nunca habría pensado que ella fuese a dejarse seducir.
Cuando lo descubrió era tarde para arrepentirse y además él aún la deseaba y deseaba que ella comprendiese… Desde entonces su vida se había convertido en una lucha constante contra un enemigo contra el que ni siquiera se podía enfrentar. A pesar de sus propias palabras Andrew sospechaba que ni siquiera la muerte de Kenneth arreglaría las cosas, no sería más fácil combatir a un fantasma que a un recuerdo. Además, después de muchas dudas había terminado por apartar sus reticencias y había recurrido a sus antiguos contactos para interesarse por el destino de Kenneth. No le había costado demasiado enterarse de que no solo no había sido condenado a muerte, sino que había sido ascendido y destinado a la India. Suponía que tal vez debía habérselo dicho a Kate, pero tampoco estaba seguro de que siete mil millas fueran suficientes.
No. Aquello no era lo que Andrew había esperado del matrimonio, ni lo que esperaba de la vida. Andrew era leal, constante, fuerte, exigente consigo mismo y también con los demás. Determinado hasta la obcecación, juzgaba con severidad, no perdonaba una traición… Había sido educado, más por sus preceptores que por su padre ausente o su madre fría y distante, en la tradición del honor, el deber y la justicia. Sabía que su posición y sus privilegios conllevaban una responsabilidad y nunca se había permitido olvidarlo.
También hubo una época en la que fue joven y ambicioso, y luchó por obtener el reconocimiento de un padre que nunca le consideró tan bueno como él. Después su padre murió y la ambición de Andrew se desvaneció, también en eso tuvo parte de culpa Kenneth, aunque fue sobre todo el rigor con el que se examinaba a sí mismo lo que le llevó a decidirse a abandonar el ejército.
Sí, hacía tiempo que Andrew había dejado atrás la armada y las campañas, pero algunas cosas nunca se olvidaban. Estaba ya oscureciendo cuando regresó a Greenthill y encontró la casa revolucionada. Theresa apenas se atrevió a mirarle a los ojos, pero de alguna manera lo supo antes de que se lo dijese.
—Señor, no sé cómo decirle… La señora salió a pasear esta mañana… Yo misma la animé, estaba tan alicaída… pero aún no ha vuelto… La hemos buscado por todas partes incluso… allá arriba… pero no está en ningún sitio. No sé dónde puede haber ido…
El ama le miraba temerosa y arrepentida, pero Andrew sabía que aquello no era culpa de ella, y tampoco temió que hubiese saltado a los acantilados. No, Kate no era como Sarah. Y si no dónde había ido, al momento supo con una especie de certeza con quién.
—¿Nadie la ha visto? —preguntó luchando por mantener sus emociones bajo control.
—El caso es… —Theresa se detuvo pero la feroz mirada conminatoria de Andrew la hizo continuar—. Al chico de los Martin le pareció verla esta mañana... Dice que iba montada a caballo con un hombre que no reconoció… —dijo el ama apenada y con solo un hilo de voz.
Muchas veces había pasado por su cabeza la posibilidad de que Kenneth se presentase en Greenthill. Sabía que si volvían a encontrarse esta vez no solo se limitarían a palabras, y una parte de Andrew lo había deseado. Habría sido lo justo…
Debería haber sabido que Kenneth había olvidado lo que era el honor, si es que alguna vez había llegado a saberlo, y también que era demasiado esperar que Kate sintiese si no afecto, algún tipo de respeto por él.
—Avise a los hombres, Theresa —ordenó con frialdad sobreponiéndose al dolor y a la humillación, después de todo la frustración y las decepciones eran una especie de constante en su vida—. Dígales que estén preparados para salir.
—Pero señor, es de noche... —protestó tímidamente Theresa—. Poco se va a ver ya, y todos los caminos han sido recorridos.
Andrew la miró solo un segundo y Theresa bajó la vista.
—Iré a avisarlos, señor… —murmuró.
Tampoco estaba en Greenthill el día que Sarah desapareció.
Hacía ya tiempo que la tensión entre los dos no iba más que en aumento. Él no estaba nunca y cuando estaba sentía la muda protesta de ella porque sus ausencias eran cada vez más frecuentes y prolongadas. No es que hubiese dejado de amarla en realidad, era solo que sin que se diese cuenta de ello, Sarah, y Greenthill, y cualquier otra cosa que no fuera su carrera pasaron a un segundo plano. La guerra se extendía por toda Europa, desde las costas de Cádiz a las estepas rusas. Napoleón amenazaba con invadir Inglaterra y Andrew a los treinta años ya era coronel, claro que como su padre siempre se encargaba de recordarle, él, a los treinta y cinco, era ya general. Andrew deseaba con todas sus fuerzas superarle. Le apasionaba lo que hacía y sabía que valía para ello. En cualquier caso en mayor medida que su padre, que había echado a perder su nombre en la India, y que era capaz de cualquier cosa cuando tenía una botella en la mano y que no obstante no se cansaba de decirle que nunca haría carrera en la armada, que no tenía lo que había que tener para tomar una decisión difícil, que no había nacido para oficial, que era demasiado honorable para hacer lo necesario.
A él no le pesaban las decisiones difíciles desde luego. En Bengala había tenido tantas bajas entre sus tropas que habían tenido que retirarle. Después de eso no tuvo otra ocupación mejor que beber aún más y menospreciar lo que Andrew había conseguido. Nunca le había valorado, ni se había ocupado de él ni de su madre. Prefería coleccionar amantes y lucir públicamente sus conquistas, y su propia madre siempre lo había consentido todo con la falsa hipocresía que exigía actuar como si todo estuviese bien y fuese correcto.
Andrew sabía que aunque no hubiese salido una sola palabra de su boca, también su madre pensaba que todo había sido culpa suya. Por no callar como ella siempre había hecho.
Lo encontró en Greenthill cuando regresó de permiso. Nunca tuvo la certeza, quizá solo fueron imaginaciones suyas. Fue solo la expresión de los dos cuando entró en aquella habitación y los encontró solos y demasiado cerca el uno del otro. Los celos y la rabia le nublaron el juicio. Sarah salió de allí corriendo cuando le oyó preguntar a su padre si pensaba también acostarse con su propia esposa. Ya no volvió a hablar más con ella... Su padre tuvo la decencia de mostrarse avergonzando y balbuceó algo así como que Sarah se encontraba muy desanimada y muy sola y que él solo trataba de consolarla. Él le golpeó hasta dejarle sin sentido. Después se marchó de la casa en plena noche y cabalgó sin hacer un solo alto en el camino hasta regresar otra vez al regimiento.
Cuando al día siguiente llegó la noticia de que Sarah había aparecido ahogada y golpeada contra los acantilados el orgullo herido dejó paso bruscamente al remordimiento. Su muerte se convirtió en un peso sobre su conciencia. Por hacerla infeliz, por haberla dejado sola en aquella maldita casa enorme, por no haber sabido recompensar el amor que ella le entregó cuando se casaron, porque le atormentaba la duda de que tal vez hubiese sido injusto con ella y Sarah fuese inocente…
Tuvo que volver para enterrarla y asistir al funeral con los padres de Sarah a un lado, llorando desconsolados la pérdida de su única hija, y los suyos a otro, su padre con aspecto de haber envejecido veinte años en un día y las huellas de los golpes aún en el rostro, su madre mirándole con ojos secos y llenos de reproche.
Después de aquello hubo que regresar al frente y todo empezó a ir igualmente mal. Era una región pantanosa dónde llovía sin tregua y las tropas apenas podían avanzar. Los hombres empezaron a enfermar, caían con fiebres y muchos ya no se levantaban. El alto mando se reunió para deliberar sus movimientos y decidió que debían presentar batalla. Muchos de los coroneles estaban en contra pero era lo que había. Andrew pasó muchas horas estudiando los planos del terreno y los informes militares. Mientras se concentraba en eso otras ideas no ocupaban su cabeza. Estaba convencido de que podían tener una oportunidad, bastaría con ganar la posición del cruce de Walcheren, así impedirían que las tropas francesas consiguiesen los suministros que necesitaban. Era un punto clave y era allí donde debían concentrar los esfuerzos.
Comenzaron los enfrentamientos y tuvieron muchas bajas. Los franceses eran muy superiores y todos los regimientos estaban tan mermados por los enfermos que las divisiones comenzaron a retirarse. Se quedaron sin apoyos pero él aún veía la oportunidad de dar la vuelta a aquella aplastante derrota. Llevaban más de diez días resistiendo prácticamente solos cuando Kenneth vino a hablar con él.
—¡No podemos seguir, Andrew! ¡Tienes que ordenar ya la retirada, nos van a barrer!
No era más que un capitán, pero cuando lo conoció era solo un soldado. Andrew se había fijado en él y había reconocido su valor y su mérito, por eso había recomendado su promoción, le había ofrecido su amistad, incluso le había introducido en círculos en los que Kenneth jamás habría soñado entrar, pero en los que no tardó en moverse como pez en el agua. Más tarde, cuando Kenneth abandonó a Charlene, su amistad se enfrió, Andrew era demasiado reservado para censurarle abiertamente, y por otra parte sabía que su censura no le habría importado lo más mínimo. Pero ahora no se trataba de eso, ahora estaban en plena batalla y Andrew era su oficial superior y él quién acataba las órdenes.
—¡No vamos a retirarnos ahora! —negó Andrew tenazmente—. Es lo que esperan que hagamos. Mañana cruzaremos el puente antes de que amanezca y defenderemos la posición desde allí.
Kenneth estaba empapado y cubierto de barro de pies a cabeza, pero todos lo estaban, también Andrew. No se había limitado a quedarse a resguardo en su tienda. Había pasado los días recorriendo el frente, dando ánimos y evitando que los hombres cediesen un solo palmo. También él estaba cansado, congelado y sucio, pero no iba a abandonar.
—¡Es lo que esperan que hagamos porque es lo único que podemos hacer! —respondió Kenneth furioso—. ¡Los demás regimientos ya se han rendido, no podremos defender el puente, acabarán con nosotros! ¡Ya han caído más de la mitad! ¡No tienen moral! ¡Es solo un maldito puente, Andrew! ¡No cambiará nada!
—¡No! ¡No es solo el puente! —gritó Andrew fuera de sí—. ¿Es que no lo entiendes? ¡Si nos rendimos ahora todas las otras muertes no habrán servido para nada!
Kenneth se le quedó mirando en silencio y después le habló lenta y fríamente.
—Nada puede ayudar ya a los que han muerto... Déjalo estar, Andrew.
Él le agarró con fuerza por los hombros sin escuchar. Necesitaba su ayuda. Kenneth sabía cómo arrastrar a los hombres tras de sí y mantenerlos unidos cuando el pánico amenazaba con desarmar a las tropas. Sabía que lo tenían casi a su alcance, pero no podía hacerlo solo. Le necesitaba. Necesitaba que creyese en él y le diese su apoyo.
—Tienes que confiar en mí. Sé que podemos hacerlo.
Kenneth no le contestó, pero cuando salió de la tienda Andrew pensó que contaba con él, aunque solo fuese porque se lo debía…
Llovió durante toda la noche. Cuando sonó el toque de aviso en lugar de atacar los hombres comenzaron a retirarse. Los capitanes fueron en su búsqueda.
—¿Qué demonios están haciendo? —preguntó aunque la respuesta era más que evidente.
—¡Se han rebelado, coronel! No obedecen las órdenes —dijo nervioso uno de ellos.
Ninguno hacía nada por evitarlo, pero habían corrido a su lado para dejar claro que estaban en contra de aquello para no arriesgarse a un juicio por rebeldía, sin embargo Kenneth no estaba entre ellos. Lo buscó y lo encontró en medio del campo. Lo supo en cuanto le vio.
—¿Has sido tú? —dijo tratando de dominar la rabia.
—Alguien tenía que hacerlo, Andrew —dijo sin dar muestra alguna de arrepentimiento—. No había otra salida.
—¡No eras tú quién debía decidirlo! —rugió Andrew luchando contra el impulso de ejecutarle allí mismo.
—Ya está decidido —se limitó a responder Kenneth.
Él mismo ordenó su arresto. Luego retiró los cargos. Era una decisión que había meditado mucho, pero ahora lo veía con claridad.
Había sido un error.


32

 


Kate despertó antes que Kenneth. Se incorporó un poco girándose y apoyó la cabeza en su mano para contemplarle mientras dormía.
Después de todo lo había hecho. Se había fugado con él y ni siquiera la turbaba el pensamiento de si estaba bien o mal. La noche antes se había entregado a él y había vuelto a ser natural, sencillo, urgente, abrumador, aniquilante. Solo podía ser por lo mucho que lo amaba.
Una barba incipiente sombreaba su rostro y perfilaba su barbilla y su mandíbula, su torso amplío y desnudo subía y bajaba ligeramente al ritmo de su respiración sosegada, y su boca esbozaba una muy, muy leve sonrisa... Kate sonrió a su vez y sospechó que no estaba realmente dormido. Se inclinó sobre él y comenzó a rozar con sus labios su mandíbula áspera y su cuello, y luego bajó hacia su pecho. Le espió de reojo, pero él persistió en fingirse dormido. Kate le mordió con fuerza.
—¡Ehhh! —se quejó Kenneth interrumpiendo su farsa.
Kate se echó a reír y él dio un salto para cogerla. Intentó escabullirse, pero Kenneth la atrapó y tomó su risa con sus besos, dejó caer su peso sobre ella para tenerla tendida bajo su cuerpo y sujetó sus manos inmovilizándola con las suyas. También Kate estaba desnuda, su corazón aleteando rápido en el pecho. Kenneth comenzó a besarla con deliberada y enervante lentitud, lamiendo su garganta, bajando por entre sus senos…
—Creía que decías que teníamos que salir temprano… —dijo Kate intentando que su voz no sonase tan débil como en realidad se sentía.
Su boca se hundió en su ombligo y a ella le sacudió un escalofrío.
—Es verdad, y además está lloviendo... —susurró.
—¿Entonces nos quedaremos aquí un poco más? —preguntó ella vagamente esperanzada e intensamente ruborizada.
Kenneth chasqueó con la lengua, alzó la cabeza, que por entonces sobrepasaba ya peligrosamente su vientre, y negó contrariado.
—No, en realidad sería mejor que no... Deberíamos irnos. Aunque llueva.
Kate no contestó. La nube en la que hasta hacía tan solo un momento había estado flotando perdió bruscamente consistencia y cayó de golpe a la realidad. Kenneth la soltó de mala gana, salió de la cama y comenzó a vestirse con rapidez.
Se dirigían hacia Brighton. Estaba más lejos pero Kenneth decía que no habría más barcos con destino América hasta dentro de quince días. No se lo había dicho, pero Kate sabía que pensaba que no era seguro quedarse en Southampton. Por eso iban hacia el este. Probarían suerte allí.
—Espérame aquí —le dijo desde la puerta—. Bajaré a prepararlo todo y te avisaré cuando ya esté listo, así al menos te ahorrarás diez minutos de lluvia.
—Eres muy considerado… —suspiró Kate pensando en las muchas horas que todavía faltaban a Brighton.
—A lo mejor para entonces ya no llueve… Piénsalo —le respondió optimista.
Bajó a los establos a buscar el caballo. Llovía a mares. No iba a dejar de llover ni en diez minutos ni en todo el día por lo que parecía. Era un auténtico asco viajar así y lo sentía sobre todo por Kate, él estaba acostumbrado a cualquier cosa, pero ella… De todas formas no había otra opción. No se quedaría allí más tiempo del imprescindible. En realidad ni siquiera era muy prudente…
El golpe que le llegó por la espalda y le derribó al suelo le confirmó hasta que punto eran acertados sus temores, pero eso no le resultó de mucho consuelo. Apenas tuvo tiempo de reaccionar y girarse para esquivar la arremetida que un corpulento individuo al que jamás había visto pretendía endosarle con un grueso madero. Le asestó una patada en el vientre, el hombre soltó el madero y se dobló en dos. Kenneth consiguió levantarse solo para comprobar que había dos más con él y se interponían entre ellos y su caballo.
Tenía que conseguir llegar hasta su montura, llevaba un arma en la bolsa, de todos modos no eran esos hombres quienes le preocupaban, bueno, no demasiado al menos… Lo que realmente le alarmaba era que sabía que no habrían venido solos. Los hombres se abalanzaron sobre él y Kenneth tuvo que concentrarse en lo que se le venía encima.
Cuando Kate terminó de vestirse y recogerse el cabello se asomó a la ventana. Estaba diluviando. Aunque se envolviese en la capa se calaría hasta los huesos. Bien, tampoco sería la primera vez… Le parecía que Kenneth estaba tardando, seguro que ya habían transcurrido más de diez minutos. Esperaba que hubiese pensado en conseguir algo para desayunar porque estaba muerta de hambre.
No tenía nada que recoger, solo llevaba lo puesto, así que decidió bajar abajo a esperarle. Era una posada muy pequeña, apenas dos cuartos. El posadero no había hecho muchas preguntas cuando llegaron casi a medianoche y se habían presentado como un matrimonio de viaje por cuestiones de familia, y aunque los había mirado con cierta sospecha, Kate se decía que tampoco tenía porque dudar de su palabra, aunque no fuese cierta.
Salió al corredor y de repente una mano se clavó en su brazo y algo frío y metálico se apoyó contra su sien.
—¿Qué hay, Kate? Imagino que no te preocupa demasiado, pero ¿no has olvidado algo?
—¡Andrew, por favor! —suplicó ella intentando dominar el pánico—. ¡Tienes que entender! ¡Deja que te explique!
—No hace falta que me expliques nada —dijo Andrew glacial—. Lo comprendo perfectamente. Le quieres y te marchas con él, ¿no es así?
—Andrew, yo no quería…
—¡No me importa lo que quisieras! Me hiciste una promesa…
—Lo sé, pero… —trató en vano de decir Kate. Sus dedos se clavaban como garras de acero en su piel y la sujetaba desde atrás de su espalda, impidiendo que pudiera verle el rostro.
—No te preocupes por eso —dijo lleno de resentimiento—. Quizá antes de que acabe la mañana puedas decir que la cumpliste, si no hasta el último, hasta el penúltimo día de tu vida…
—¡Andrew, por favor, espera! —rogó resistiéndose a avanzar.
—Esperaremos, pero no aquí —dijo empujándola hacia el pasillo—. ¡Camina!
La llevó hasta el patio trasero sin dejar de apuntarla con la pistola. Kenneth estaba allí en medio de la lluvia, también tenía un arma en la mano y tres hombres magullados y enfurecidos se resistían a rendirse y aguardaban su oportunidad al acecho.
—¡Suelta la pistola, Kenneth! —gritó Andrew.
Kenneth se volvió hacía él con el arma, pero Andrew tenía a Kate como escudo y apuntaba directamente a su cabeza.
—¡Suéltala o la mataré también a ella!
La cólera brillaba en sus ojos pero sus palabras eran frías.
—¡No! — gritó Kate—. ¡No lo hagas! ¡No le creas! ¡No lo hará!
—Por Dios te juro —amenazó Andrew mirando fijamente a Kenneth—, que si no sueltas el arma acabaré con ella aquí mismo.
Kenneth miró a Kate derrotado y ella supo lo que iba a hacer.
—Soltaré la pistola si me das tu palabra de que después dejarás que ella se marche.
—¡No! —negó Kate aterrada, tenía que hacérselo comprender… Por más que supiese lo mucho que le había herido no podía creer que Andrew fuese capaz de dispararla a sangre fría, en cambio a Kenneth —. ¡Te matará! ¡Márchate!
—Tienes mi palabra —aseguró Andrew—. Podrá irse adónde quiera con tal de que se marche lejos de aquí.
—¡No, por favor, Kenneth, no! —gritó Kate.
Kenneth la miró un largo segundo, después arrojó al suelo su arma y los tres hombres cayeron como alimañas sobre él.
—¡No! ¡No! ¡Soltadle!-
Se revolvió desesperada tratando de liberarse, pero Andrew la contenía como si no le costase el menor esfuerzo.
Los hombres se cebaron con él, mientras Andrew observaba impasible y ella sollozaba, pero bastó una palabra de Andrew para que se detuvieran.
—¡Jonas, sujétala!-
Andrew la soltó solo para que un gigante con la nariz rota la agarrase brutalmente por los codos. Kenneth estaba malherido, tendido en medio de uno de los muchos charcos que enfangaban el patio, pero escupió la sangre que llenaba su boca y se levantó tambaleante y maltrecho para enfrentarse a Andrew.
—Tenía que haber acabado contigo hace mucho tiempo —le escupió resentido Andrew.
—Pero no tuviste valor para hacerlo —replicó con desprecio Kenneth—. Supongo que ya lo has encontrado.
—¡No te atrevas a decir una sola palabra! —rugió Andrew aunque el aguacero amortiguaba las voces y los bañaba a todos por igual en una común desolación—. ¡¡¡Salvé tu vida y así es como me lo has pagado!!!
Kenneth le miró sombrío. Todo estaba ya perdido pero no se arrepentía de nada Había hecho muchas cosas de las que no estaba orgulloso en su vida, pero ninguna de ellas eran las que Andrew le reprochaba y lo único que lamentaba era haberle fallado de nuevo a Kate.
—¡La salvaste porque sabías que no tenías razón! ¡Nos ibas a llevar a todos a la muerte por no dar tu brazo a torcer! ¡Por eso retiraste los cargos! ¡Lo sabes tan bien como yo, pero ahora sí la tienes, verdad, Andrew!
Debió haberle retado a duelo cuando supo que había sido él quién había avisado a Charlene, y esa era su intención cuando le detuvo la patrulla. Podría haberlo hecho también cuando regresó de Ostende, pero se había resistido a seguir adelante con más muertes. Ahora con seguridad se enfrentaría a la última.
-¡Es mi esposa, maldito bastardo! —gritó Andrew ciego de furia amartillando el arma.
—¡¡¡No es tuya!!! —gritó también Kenneth, aunque después miró hacia Kate que lloraba derrumbada y continuó en voz más baja—. Ni mía tampoco… Tenía derecho a decidir por sí misma…
La lluvia resbalaba por el rostro de Kate y se mezclaba con las lágrimas.
—¡Andrew, por favor! —suplicó desesperada—. ¡Volveré contigo! ¡Déjalo ir!
—Es tarde ya para eso —murmuró Andrew sin volverse.
Los dos se miraron oscuramente. Hacía mucho tiempo que se conocían. Habían sido amigos y habían luchado juntos, ambos se entendían sin necesidad de palabras. Andrew tenía la misma expresión de insensata determinación que aquel malhadado día en las ciénagas de Walcheren. También Andrew sabía que si Kenneth tuviera la oportunidad volvería a hacer exactamente lo mismo.
La sangre manaba de una herida abierta en su mejilla y estaba completamente empapado, la lluvia caía chorreando por su pelo y por su ropa, pero tenía la cabeza alta, y su expresión era sombría pero orgullosa y valiente, y mostraba su auténtica nobleza, más allá de títulos y posiciones. Kate le miraba y solo podía llorar y pensar en todos los errores que había cometido.
Andrew extendió el brazo apuntando hacia él y luchó por dominar el lacerante dolor que sentía. Había tratado de no dejarse llevar por el rencor que le embargó cuando tuvo que dejar la armada, e intentó ser justo más allá de lo que estaba escrito aceptando que quizá hubiese actuado mal, afectado por el dolor de la muerte de Sarah, cegado por su negación a aceptar el fracaso.
Pero esto… Arrebatársela cuando era su esposa ante el mundo y ante Dios, si es que eso servía de algo, y él la había amado sinceramente y sólo había querido lo mejor para ella.
Y ahora…
Su dedo se crispó sobre el gatillo y disparó el arma. La detonación se mezcló con el grito de horror de Kate y el olor a pólvora impregnó el ambiente mientras Kenneth abría incrédulo los ojos y miraba atónito a Andrew.
—¡Llévatela! —exclamó sordamente Andrew—. ¡Llévatela a cualquier sitio dónde no tenga que volver a veros a ninguno de los dos!
—Andrew… —musitó Kenneth sin acabar de creerlo.
—¡Cállate! —exigió él—. ¡Marchaos para siempre de una condenada vez!
Kenneth no se lo hizo repetir. Se dirigió hacia Kate y miró torvamente a su captor. Los hombres también se miraron entre sí confundidos.
—¡¿Es que no habéis oído?! —exclamó firme Andrew—. ¡Dejadlos ir!
Kate se liberó y corrió junto a Kenneth que la estrechó con fuerza contra sí. Ella se desprendió para volverse hacia Andrew que se había quedado solo en el centro del patio y les daba la espalda.
—Andrew…
—¡Maldita sea, Kate! —Dijo mientras veía caer la lluvia—. ¡Vete de una vez!
Oyó como se alejaba el caballo y Kate desaparecía de su vida. Había adivinado la verdad. Nunca habría sido capaz de hacerla daño, era solo una artimaña para desarmar a Kenneth. Si había pasado la noche recorriendo sin descanso caminos y posadas había sido solo para acabar con él.
El dolor era una herida abierta en su pecho pero sería más fácil vivir con eso que con la carga añadida de otra nueva culpa pesando en su conciencia. En realidad Kenneth tenía razón y él lo sabía.
-Acaso…¿Nunca había sido suya.?-

 

 

 

EPÍLOGO

 


El viento hinchaba las velas y alborotaba travieso las hebras sueltas de su pelo. Kate no se cansaba de contemplar el mar desde la barandilla del barco. El horizonte se extendía hasta más allá de donde alcanzaba su vista, y allí donde terminaba estaba América, un lugar nuevo y distinto donde comenzar una nueva vida. No tenían más que unas pocas monedas y no conocían nada ni a nadie allí, pero eso no le preocupaba, al contrario, le hacía sentirse libre. Libre de ataduras, de compromisos, libre para ser aquello que desease ser.
Había vendido su anillo de compromiso para pagar los pasajes y había dejado atrás todo lo demás, sin embargo, cuando Kenneth se lo había propuesto, había sentido muchas dudas y le había costado apartar sus reticencias, pero él se había mostrado convincente de una forma tal, que Kate se había sentido incapaz de resistirse por más tiempo. Convincente de una forma, todo había que decirlo, que aún le hacía sonrojarse cuando la recordaba. Así que al final había aceptado, aunque estaba empezando a pensar que eso amenazaba ya con convertirse en una mala costumbre. Hacía bastante rato que se había marchado a hablar con el capitán del barco y ella se había quedado esperando en cubierta.
El camarote era bajo y estrecho, y estaba abarrotado de libros e instrumentos de navegación. Tras la mesa, que parecía próxima a derrumbarse de un momento a otro por el peso de todos los objetos que soportaba, se encontraba el capitán Bligh, un hombre de unos cincuenta años, sobrado de peso y de aspecto casi tan desordenado como su despacho, que en ese momento miraba con cara de pocos amigos a Kenneth. En sus veinte años de navegación como capitán de la marina mercante había recibido pocas peticiones semejantes y solo había accedido a ellas dos o tres veces, siempre por causas sumamente graves y que no admitían demora… Y no sentía ningún deseo de complacer esta, ni comprendía el porqué de tanto empeño. Precisamente la principal ventaja que encontraba en su oficio era la de permanecer la mayor parte del año alejado de su esposa y de esas malditas criaturas infernales que ella se empeñaba en declarar que eran sus hijos, pese a que las cuentas no estaban todo lo claras que deberían, y tampoco él tenía el menor interés en indagar sobre ello, y menos aún en oír los gritos de la señora Bligh cuando se había atrevido a insinuar el tema.
Cuando aquel hombre se había presentado ante él con semejante demanda se había negado, y le había dicho que esperase a desembarcar, pero no se había dejado convencer y se estaba mostrando excesivamente insistente para la paciencia del capitán Bligh.
—¿Y a qué tanta prisa? ¿Es que acaso está ella a punto de dar a luz?
Kenneth miró furioso y agraviado al capitán, pero hizo un esfuerzo por dominarse y le contestó con irónica cortesía.
—Le perdonaré esa ofensa ya que no conoce a la dama en cuestión. No es tan urgente, capitán, pero es casi igual de grave. La salvación de mi alma y la virtud de Miss Bentley corren serio peligro si no accede usted a ese enlace.
Fue ahora el capitán quien miró picado a Kenneth. Empezaba a pensar que ese hombre se estaba burlando de él, y eso no le gustaba lo más mínimo. Por otro lado pensó, ya que tenía tantos deseos de casarse, ¿quién era él para impedírselo? Así vería lo que era bueno, pensó recordando a su querida esposa.
—¿Y me asegura usted que no existe ninguna objeción que pueda impedir el enlace?
—Le juro por la memoria de mi venerado padre que no existe ningún impedimento, y que arda su alma eternamente en el infierno si le miento —declaró Kenneth con total seriedad.
El capitán Bligh refunfuñó algo ininteligible entre dientes, pero se puso a rebuscar entre los destartalados cajones de su mesa. Ni siquiera estaba seguro de que le quedase alguna licencia, sin embargo por una oportuna casualidad, entre otros muchos papeles arrugados encontró una. Aunque necesitaba algo más, y estaba seguro de que no lo tenía, así que se tendría que encargar él.
—Bien, ya que tiene tanto interés, y me doy cuenta de que no piensa dejar de molestarme hasta que lo consiga, búsquese una biblia y un par de testigos, y traiga aquí a la novia antes de que me arrepienta y cambie de idea.
—No se mueva, capitán. Volveré enseguida.
Kenneth salió del camarote sin intentar ocultar su sonrisa.
—¿Qué te ha dicho? —le preguntó Kate.
—Que estará encantado de oficiar la ceremonia.
Ella le miro desconfiada.
—¿De veras?

 

Espérame por el otro extremo de cubierta.
—Buenos días, señoras —dijo saludándolas con una correctísima y formal inclinación, que a juzgar por sus miradas de agrado, consiguió en el acto su propósito de ganarse a las dos damas—. Disculpen que me presente yo mismo, pero se trata de una cuestión muy importante. Mi nombre es James Kenneth y me preguntaba si no tendrían ustedes por casualidad un ejemplar de la biblia.
—Por supuesto que sí, caballero —dijo la que parecía mayor de las dos sacando un ejemplar de su bolso—. Nunca vamos a ninguna parte sin ella... El señor ilumina y guarda nuestro camino, de hecho nos dirigimos a Boston para ayudar en la congregación de nuestro hermano, que acaba de ser ordenado como pastor allí.
—Sin duda los ciudadanos de Boston son afortunados por contar con su dedicación, señoras, ¿pero podría también yo solicitar su ayuda para una causa igual de noble?
—Díganos de que se trata —solicitó la mayor de las hermanas, mientras que la otra, mas tímida, guardaba silencio.
—Necesitaría que hiciesen de testigos en el enlace entre mi prometida y yo que el capitán Bligh se ha ofrecido a celebrar.
Las mujeres se miraron encantadas entre sí.
—¿Has oído, Mirtle? —exclamó la mayor—. ¡Una boda! ¡Qué maravilla!
—¡Qué romántico! —suspiró su hermana embelesada—. Casarse en un barco... Siempre deseé casarme en un barco.
—¡Vamos, Mirtle! ¡Es la primera vez que montas en barco!
—Sí, pero aun así siempre soñé con ello, Midge…
Midge miró reprobadora a su hermana, aunque volvió a sonreír al dirigirse a Kenneth.
—Estaremos encantadas de hacer de testigos. ¿Cuándo será la ceremonia?
—¿Qué tal ahora mismo?
—¿Ahora mismo? ¡Qué impetuoso es usted! Su prometida debe de ser muy afortunada...
—Podrán decírselo personalmente si me acompañan. Está justo ahí —dijo señalando hacia Kate que observaba de lejos y perpleja la conversación y no sabía que pensar cuando le vio regresar acompañado...
—Kate, te presento a Miss Midge y Miss Mirtle Graham, son hermanas... Señoras, mi prometida, Miss Kate Bentley.
Kate saludó con una ligera reverencia a las señoras y estas sonrieron amables.
—¡Hacen ustedes una pareja adorable! Estamos entusiasmadas, ¿verdad, Mirtle?
—Desde luego. Es usted preciosa, querida, y su prometido también es muy atractivo…
Midge volvió a reprender duramente a su hermana con la mirada, haciendo que esta se sonrojase a pesar de sus no pocos años. Kate miró a Kenneth sin comprender.
—Las señoritas Graham se han ofrecido a ser nuestros testigos de boda y el capitán está esperándonos.
—¿Ahora?—preguntó Kate sorprendida.
—Sí, ahora. Si te parece bien, claro…
Kenneth esperaba su respuesta y las mujeres también la miraban expectantes.
—Ahora es perfecto —dijo Kate sonriendo para alivio de Kenneth.
Las señoras se miraron felices.
—¿No es emocionante, Midge?
—Lo es, Mirtle, pero no te emociones demasiado… —la regañó.
El capitán se levantó resignado cuando los vio aparecer. Pensaba que con un poco de suerte quizá hubiese cambiado de opinión.
—Bien, traiga acá la biblia.
Midge le entregó su ejemplar y el capitán empezó a hojearla buscando la parte que necesitaba.
—Vamos a ver... Ah… Ya me ha marcado la página, que amable de su parte… Bien… Estamos aquí reunidos para unir a este hombre y a esta mujer en sagrado matrimonio.
El capitán alzó la vista del libro por encima de sus lentes y miró a uno y a otro alternativamente.
—James Kenneth y Katherine Bentley, ¿declaráis que venís aquí libremente y que no hay obstáculo alguno que impida vuestra unión?
Medió un corto silencio pero tras él los dos respondieron afirmativamente, más decidido Kenneth, más tímida Kate.
—Si alguien tiene algo que decir, que hable ahora o calle para siempre —dijo el capitán sin levantar apenas la vista de las páginas. No iba a perder con aquello toda la mañana…
—James Kenneth —prosiguió—, ¿quieres a Katherine Bentley como legítima esposa y prometes serle fiel en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza todos y cada uno de los días de vuestra vida hasta que la muerte os separe?
—Sí, quiero —dijo él con voz firme tomando las manos de Kate y mirándola a los ojos.
—Y tú, Katherine Bentley, ¿quieres a James Kenneth como legitimo esposo y prometes serle fiel en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, todos y cada uno de los días de vuestra vida hasta que la muerte os separe?
—Sí, quiero —susurró ella.
—En ese caso, y por la autoridad que me otorga su majestad el rey Jorge, os declaro marido y mujer. Puede besar a la novia.
Mirtle lloraba sonoramente pañuelo en mano, e incluso Midge enjugaba disimuladamente alguna lágrima, y eso a pesar de que la última frase del capitán Bligh había sido pronunciada con más que evidente sarcasmo.
Y es que hacía ya largo rato que el novio besaba a la novia.

 

LA LUNA SOBRE AMRAVATI    

La luna acaba de aparecer en el horizonte, brillante, llena, redonda y muy blanca, pero todavía no es de noche. El verano acaba prácticamente de comenzar y en esta época del año los atardeceres en Amravati se alargan perezosos y tranquilos.
Los niños juegan por las calles estrechas, se persiguen unos a otros y uno de ellos está a punto de caer al chocar contra él, pero recupera con rapidez el equilibrio y sigue su carrera mientras grita una disculpa.
—¡Kheda, sahib!
Los aguadores pasan voceando, en los hornos los panaderos siguen a su tarea y en plena plaza una anciana cocina arroz, lentejas verdes y unos pequeños garbanzos oscuros que pueden acompañarse con más de una docena de clases diferentes de curry, también vende ghi y buñuelos bañados en chutney de tamarindo, higos o coco. Los olores se mezclan con los que provienen de las casas iluminadas. Son aromas que no hace tanto tiempo le resultaban extraños y que ahora le abren el apetito y llaman insistentemente a su paladar. Por apenas un par de monedas la mujer llena las escudillas de los hombres que regresan de los campos. Andrew también tiene hambre pero prefiere aguardar un poco más.
La luna parece ahora todavía más grande y más brillante. Se diría que basta con extender la mano para cogerla. Andrew no puede dejar de mirarla. Ejerce sobre él una poderosa atracción, una especie de fascinación… No tiene nada que ver con el distante y apagado astro que conociera en Inglaterra, la esquirla tímida de las noches en vela cuando aún era militar, el fantasma pálido y lejano, velado por las nubes de Greenthill.
Las callejuelas se van quedando atrás y la gran casa blanca con el tejado de palma se divisa al final de la calle, abierta y acogedora, rodeada de palmeras y magnolias, envuelta en jazmín y madreselva, los estanques cubiertos de flor de loto. Una sonrisa se dibuja en su rostro. Ama aquel lugar por encima de todas las cosas. Allí reside su corazón y su alma.
Cuando entra, un sirviente le saluda con exagerada ceremonia. Su ropa y su turbante son de un blanco impoluto y, como siempre que le ve, Andrew se pregunta cómo es posible que consiga mantenerse constante y perfectamente inmaculado.
—Bienvenido, señor —saluda en un correcto inglés.
Le recoge la sahariana cubierta de polvo y pregunta si desea que le prepare ahora el baño. Andrew duda, aunque aún falta por llegar lo peor hace ya mucho calor en Amravati. El agua fresca es una promesa atrayente y tentadora, pero lo rechaza.  Se bañará más tarde. Con ella.
Una risa llega desde el jardín y sale al encuentro de aquel amado sonido.
—Andrew —ríe ella.
La risa es agua en su boca. Chandra ríe y el mundo ríe con ella.
—Chandra.
Está sentada en la hierba, acompañada por una joven sirvienta. La muchacha se incorpora y hace una inclinación antes de retirarse. Chandra, sonriente, le tiende la mano para que le ayude a levantase. Está tan bella aquella tarde… Su sari tiene los colores del anochecer: turquesa, malva e índigo. En realidad siempre está bella. Su rostro almendrado y dulce, sus labios rojos como rubíes, sus ojos del color del cielo justo antes del alba… Cuando la mira, Andrew recuerda viejos retazos de salmos casi olvidados: “Que hermosa eres, amada mía, que hermosa…”
—Llegas tarde —dice suavemente ella.
—Solo pensaba en volver —responde él y después la besa.
Y es cierto que ha sido en eso en lo que ha estado pensando toda la tarde, mientras escuchaba las exigencias del comisionado en cuanto a los plazos de entrega y trataba de calmar los temores de Wharton-Rhiis y su constante incertidumbre en cuanto a la marcha de las cosechas. También es cierto que Andrew no sabe demasiado de cosechas de algodón, no más que John, sin embargo está convencido de que todo irá bien. Tiene esa certeza.
—¿Cenamos?
—Cuando tú quieras —responde él verdaderamente hambriento.
Ella busca con la mirada a la muchacha, que se ha retirado discretamente a un rincón, y le da una corta orden.
Dinara, jalda hi.
La joven asiente y vuela rápida hacia el interior, cuando ellos entran un poco después todo está preparado ya. Docenas de cuencos y platos, más grandes y más pequeños, repletos de alimentos de los más variados colores y sabores se extienden sobre una amplia mesa baja. Chandra se sienta con las piernas cruzadas sobre la alfombra tejida de bambú y Andrew se acomoda a su lado. Coge una de las bandejas y se la ofrece, es pollo tandoori, uno de sus platos favoritos, y ella lo sabe.
Chandra come directamente con los dedos, también él ha adoptado esa costumbre, aunque nunca podrá igualar la infinita gracia con la que ella pellizca diminutas porciones de arroz y las lleva delicadamente hasta su boca. Le gusta tanto mirarla mientras come… Mientras, Chandra le cuenta lo que ha hecho ese día y le pregunta por los trabajos en el campo, por John y le advierte de que no confíe en los funcionarios locales, ni en sus palabras dulzonas y lisonjeras, porque son todos un hatajo de holgazanes que solo se molestarán en hacer su trabajo si se los amenaza con arrastrarles por los caminos y utilizar sus restos para dar de comer a los perros.
Andrew sonríe al escucharla hablar así, en su inglés suave, grave y musical, y sabe que tiene razón. No lleva más de un año en la India, pero ha podido comprobar que los nativos son generosos en buenas palabras, pero lentos en hechos, en especial los que se encargan de la administración
Fue John Wharton-Rhiis el que le arrastró hasta aquella región remota. Era un viejo
conocido suyo de Eton al que la suerte no había acompañado en exceso, y no es que Andrew pudiera considerarse agraciado por la fortuna. El suicidio de su primera esposa, su controvertida salida de la armada y el fracaso de su segundo matrimonio, fuga de su esposa con otro hombre incluido, le habían retirado por completo de una vida social que, por otra parte, nunca había apreciado demasiado.
Las circunstancias de Wharton-Rhiis eran distintas, pero igualmente complicadas. Aunque pertenecía a una familia antigua y adinerada, las malas inversiones y la fatalidad le habían dejado poco menos que en la ruina. John era un hombre íntegro y entusiasta, pero nada hábil en los negocios. Cuando recurrió a su ayuda lo sintió por él, porque era duro ver a un viejo amigo pasar por el trago de exponer abiertamente lo crítica que era su situación. John había invertido cuanto le quedaba de su capital en una plantación de algodón al norte de la India. Los campos eran buenos y la tierra fértil, pero los gastos para ponerlo todo en marcha excedían a lo que él había previsto, y también, le confesaba, había pasado una mala racha. Ahora lo había superado y estaba dispuesto a salir adelante, pero necesitaba ayuda.
Andrew le habría dado simplemente el dinero, no sin más, porque al fin y al cabo, aunque era generoso, no era estúpido, y sabía que John tenía más voluntad que talento para los negocios. Pero era un amigo, y no habría sido capaz de despedirlo simplemente con buenas palabras. Seguramente fue por eso por lo que acabó acompañándole hasta Amravati, John no se conformó con limitarse a aceptar el préstamo, insistió e insistió hasta que persuadió a Andrew para que se convirtiese en su socio y viajase con él a la India. No era una idea tan descabellada después de todo, Andrew odiaba Greenthill y Southampton, y también evitaba Londres, y su actividad se limitaba a encuentros periódicos con su administrador y sus agentes. En ocasiones la rutina y las obligaciones le ahogaban con la fuerza de una soga al cuello. A veces Andrew odiaba su vida, se consideraba un fracasado y un necio, maniatado por los límites autoimpuestos del decoro y el deber, cuando todos a su alrededor se burlaban y se reían de él y de sus principios. A veces deseaba olvidarlo todo en el alcohol, y ser cruel, egoísta y despótico, y ganarse de ese modo, si no el amor, al menos el temor de los demás. Sin embargo nunca lo hizo. Era también demasiado honesto  para eso.
Así que se dejó convencer y embarcó con Wharton-Rhiis rumbo a la India. Durante el largo viaje tuvo tiempo de arrepentirse muchas veces de aquella decisión, las tormentas, el calor agotador, el agradecimiento igual de agotador de John, el bullicio desordenado con el que le recibió la India… Cuando llegó a Mahjarashtra, Andrew solo pensaba en cubrir cuanto antes el expediente, dejar allí a John y regresar lo más pronto posible a Inglaterra.
Pero eso fue hasta que conoció a Chandra.
John y él eran huéspedes en casa de su padre, un dignatario local al que John conocía desde hacía tiempo y con el que tenía negocios. Andrew sospechaba que además se había lucrado y abusado de la buena fe de su amigo. En cualquier caso, Hurri, así se llamaba el padre de Chandra, los recibió magníficamente, los colmó de halagos y atenciones y se negó a que se alojaran en ningún otro lugar.
Hurri era rico y tenía una espaciosa y hermosa casa con multitud de habitaciones agrupadas en torno a un gran patio central. También tenía cuatro hijas. Se cubrían el rostro con el velo en presencia de extraños, pero sus risas, sus miradas descaradas y sus constantes cuchicheos hacían que fuese difícil ignorarlas. Entonces Andrew no sabía nada de hindi, pero Wharton-Rhiis se encargaba de traducir sus murmullos. Según las jóvenes el rostro de John guardaba grandes semejanzas con el de un caballo, lo que no dejaba de ser bastante cierto, en cambio todas coincidían en afirmar que Andrew era hai??asam, muy apuesto, apuntaba  divertido John, y las muchachas reían más alto y escondían sus rostros, y después volvían a intercambiar secretos entre ellas, excepto Chandra.
Era la mayor y quizá por eso se mostraba más seria y callada que el resto de sus hermanas, y no le esquivaba el rostro. Cuando Andrew la miraba también ella se le quedaba mirando, sonriente y serena. Y era tan bella… Era prácticamente imposible dejar de mirarla.
Hurri no tenía prisa por que se fueran. Retrasaba con excusas el comienzo de los trabajos y proponía nuevos negocios en los que obtener cuantiosos resultados sin exigirles el menor esfuerzo ya que Hurri se ocuparía de todo y ellos solo tendrían que poner el capital.
Andrew desconfiaba de Hurri e incluso Wharton-Rhiis rechazaba agradecido sus ofertas, y después le explicaba a Andrew que en la India todo era así y que era casi imposible ir de A a B sin pasar antes por C. Andrew no acababa de ver el sentido lógico de aquello pero las semanas fueron pasando y  también él, inadvertidamente, fue olvidando los negocios y el algodón para pensar solo en Chandra.
Era una especie de presencia fugaz e inconstante. Aparecía cuando menos la esperaba y desaparecía en cuanto conseguía entreverla, pero con el tiempo fue descubriendo sus costumbres. Chandra envuelta en sombras a través de la ventana enrejada de su cuarto. Con un cántaro apoyado en la cintura junto a la fuente del patio cuando la mañana acababa de alborear y los pájaros te despertaban con sus gritos. Chandra en el mercado, cubierta de pies a cabeza con el velo, pero inconfundible por su gracia al caminar, su ligereza, el tintineo de las esclavas de plata que adornaban sus tobillos. Chandra en el jardín al anochecer, rodeada por la cháchara constante de sus hermanas, silenciosa y observándole también en la distancia…
El baño no está totalmente cerrado, solo una celosía lo separa del jardín. La temperatura
es alta y el agua esta agradablemente fresca. La pileta se halla excavada en el suelo y decorada con mosaicos, es muy amplia y al menos cuatro personas cómodamente sentadas podrían disfrutar del baño y conversar amigablemente a la vez, pero esa noche solo la ocupan ellos.
Hay velas encendidas por todos los rincones y el aire huele a mirra y jazmín. Chandra desenvuelve su sari mientras Andrew la mira. Su cuerpo es pura belleza, el cabello castaño y brillante cubriéndole por completo la espalda, la piel dorada, los senos redondos de erguidos pezones marrón oscuro, la cintura estrecha, las caderas firmes y delgadas, las piernas esbeltas, su vientre oscuro y dulce. Podría pasarse la vida simplemente admirándola.
Entra desnuda en el agua, se sienta junto a él y le ofrece su boca. Andrew bebe de ella, sediento de una sed que solo Chandra puede calmar.
Fue así ya desde la primera vez que la besó.
Era una noche asfixiante. Andrew deshacía su cama dando vueltas, incapaz de dormir a
pesar de los ventanales abiertos de par en par, prácticamente desnudo, pues el calor hacía que el roce de cualquier prenda se convirtiese en una tortura. No oyó nada, pero algo le hizo volverse y entonces la vio.
¿Cómo supo que era ella? Estaba demasiado oscuro incluso para distinguir sus ojos gris cielo. Tal vez por su perfume a vainilla y sándalo, por su aura de misterio y silencio, o quizá solo porque era eso lo que deseaba.
Sí, después de todo Andrew aún era capaz de albergar anhelos, a pesar de los desengaños y las frustraciones y de su aversión a volver a empeñar su confianza y su corazón, aún a pesar de todo eso, Andrew todavía sentía la fuerza del deseo. Y era imposible no desear a Chandra.
Sin embargo ni siquiera había considerado acercarse a ella, que sintiese deseos no quería decir que se abandonase alegremente a ellos, aparte de absurdo habría sido indigno. Lo que ocurrió fue que Chandra no lo veía del mismo modo.
Se incorporó y buscó su camisa, rechazando por ridículas las ideas que cruzaron por su cabeza y asegurándose a sí mismo que lo más seguro era que hubiese una explicación perfectamente lógica para que Chandra, si es que era Chandra, irrumpiese en su cuarto en plena noche.
—¿Se encuentra bien? ¿Ocurre algo? —preguntó dándose cuenta al instante de que ignoraba si hablaba su idioma.
Ella se le acercó y puso la punta de sus dedos en sus labios indicándole que guardase silencio. No era necesario. Andrew se había quedado sin palabras. Ahora estaba seguro de que era ella y no se le ocurría nada que decir.
Chandra retiró su mano, se acercó un poco más a él y se puso de puntillas sobre sus pies descalzos.
Andrew se inclinó hacia ella como empujado por una fuerza irresistible. Fue tan maravilloso besarla… Sus labios plenos y jugosos, su lengua tímida pero arriesgada, su cálida acogida, enardeciéndole y alentándole a ir aún más lejos, llevándole a la locura.
Nunca nadie antes lo había besado así, con esa mezcla de inocencia y voluptuosidad. Sarah estaba demasiado rígidamente educada para entender que no bastaba solo con dejarse hacer. Kate. ¿Alguna vez pudo besar a Kate y pensar que no estaba tomando algo que no le pertenecía? Y las demás… Besos comprados, porque también Andrew era humano y aquello al menos era un trato justo, un poco de dinero a cambio de un entusiasmo fingido. Pero ella… Andrew habría jurado que apenas poseía experiencia, sin embargo el calor, la entrega, su ardiente pasión…
Las manos de Chandra recorrían su cuerpo, no eran realmente caricias, más bien era como si le palpase intentando reconocerle, igual que lo habría hecho alguien privado del sentido de la vista. Él también la acarició, ansioso, apresurado, buscando y encontrando  su piel entre las aberturas del sari. Ella rozó su miembro endurecido y Andrew exhaló un gemido. Deseó derribarla en ese mismo momento sobre su cama, deseó desnudarla y poseerla y presumió que ella no se opondría.
¿Entonces por qué se detuvo? ¿Por qué se apartó de ella y sujetó sus manos para que no siguiera tocándolo? ¿Por qué la rechazó furioso?
—¡Basta!, ¡está mal!. ¡Mal! —repitió para hacerse entender—. ¡No puedo hacer esto! ¿No lo entiendes?
Ella le miró. Estaba oscuro pero adivinaba su confusión. Su voz que nunca antes había oído sonó con marcado acento hindú pero armónica y clara.
—No, no lo entiendo.
Y Andrew comprendió que no se refería a sus palabras sino a sus actos, y aquello habría sido mucho más difícil de explicar.
—¿Qué quieres de mí, mujer? —le preguntó sintiéndose de repente cansado.
¿No estaba acaso prometida? ¿No se debía a su familia, su religión, sus costumbres…? ¿No se daba cuenta de que de apenas quedaba una cascara del Andrew joven, ilusionado y fácilmente entusiasta que alguna vez fue y de que incluso, aunque no hubiese sido así, sus mundos eran demasiado distintos?
—Te quiero a ti, Andrew Wentworth —dijo ella en voz baja y dulce— ¿Qué es lo que quieres tú?
Andrew se quedó sencillamente pasmado y no se le ocurrió ninguna respuesta que darle. Cuando Chandra se cansó de esperar se recogió el sari sobre su hombro y salió de la habitación tan silenciosamente como había entrado.
Los días que siguieron después fueron un auténtico suplicio. Andrew no podía pensar en otra cosa que no fuese Chandra. Sus labios mullidos y suaves, su boca y su lengua prometiendo todo tipo de placeres, sus manos que no temían provocarle… La buscaba a todas horas por el día y la esperaba despierto toda la noche, pero de día ella hacía como si no le viese y la noche nunca volvió a traerla.
Andrew padecía por incontables motivos. Por la sorprendente indiferencia de ella actuando como si nada hubiese ocurrido, por su propia estupidez al rechazarla y sobre todo por volver a dejarse afectar por una mujer, cuando había estado convencido de que jamás ninguna volvería a importarle, y en realidad había bastado con un único beso suyo para dejarle trastornado.
Trataba de encontrar una salida digna a todo aquello. ¿Sería posible pedirla que fuera su esposa? ¿Deseaba él acaso casarse de nuevo? ¿No era un hecho que por alguna parte de Greenthill debían andar los papeles que según el procurador harían de él nuevamente un hombre soltero y que no se había molestado en presentar porque no pensaba jamás volver a contraer matrimonio? Y aunque aquello se arreglase, era de sobra conocido que los ciudadanos ingleses no se casaban con mujeres nativas, en todo caso las tomaban como amantes.
Sí, era así de sencillo. Solo tenía que haber olvidado sus principios. Tomar su cuerpo sin importarle nada más.
Y ahora era ya demasiado tarde, Chandra no parecía por la labor de darle más de lo que ya le había dado y Andrew había malgastado demasiado tiempo persiguiendo imposibles. Ella era una joven bella y bien situada en la rígida escala de la sociedad india, seguramente aquello había sido solo un capricho, el devaneo rápidamente olvidado de una noche.
Los días fueron pasando sin que tomase una resolución, ansiando un gesto de ella que le diese una respuesta, cuando la fecha de su partida se decidió repentina y bruscamente. Llegó un mensaje para John requiriendo su presencia urgente en Nagpur. Se lo comunicaron a Hurri que prorrumpió en lamentos por su partida. Wharton-Rhiis ya estaba acostumbrado a esas grandes y falsas demostraciones de dolor, para Andrew habría sido un espectáculo cuando menos insólito si no hubiese sido incapaz de pensar en otra cosa que no fuese Chandra.
Toda la familia de Hurri se había reunido para despedirlos, sus hermanas murmuraban como siempre entre ellas y no le quitaban ojo de encima. Él solo estaba pendiente de Chandra, esperando al menos una última mirada suya. Su serena calma imperturbable le perturbaba más que ninguna otra cosa. ¿Sería capaz de dejarle marchar sin concederle ni siquiera eso?
John se despedía de Hurri. Andrew volvió a mirarla y la vio tan bella, tan perfecta y tan inalcanzable que no puedo hacer otra cosa que ir directamente hacia ella, aunque Chandra hizo como si no se diese cuenta y siguió mirando impasible hacia algún lugar indefinido.
—Yo también te quiero a ti.
Fue como si hubiese pronunciado las palabras mágicas. Chandra se volvió y le miró con sus almendrados  ojos grises.
—¿Y me quieres contigo? —dijo en su inglés un poco titubeante.
—Te quiero conmigo más que ninguna otra cosa en el mundo —afirmó casi con rabia.
Ella sonrió serena.
—Entonces me iré contigo, Andrew Wentworth.  Espera un poco…
Chandra dejó a Andrew con sus hermanas que miraban boquiabiertas, fue junto a su padre que aún estaba despidiéndose de Wharton-Rhiis, e interrumpió su conversación para decirle unas cortas frases en hindi.
El silencio se hizo mientras Wharton-Rhiis se ponía primero amarillo y después verde, luego todo se volvió muy confuso. Hurri miró furioso a Andrew y comenzó a gritar a su hija y a pronunciar lo que solo podían ser amenazas, la madre de Chandra se tiró al suelo, se echó a llorar y a coger puñados de arena y derramarlos sobre su cabeza, mientras que las hijas menores se cubrían la cara con las manos tratando de disimular sus risas nerviosas.
Solo Chandra conservó su calma inalterable, ignoró los gritos de su padre, le dio la espalda y se acercó a Andrew que lo observaba todo estupefacto.
—¿Nos vamos? —le preguntó tranquila.
La luna se filtra por la ventana de su dormitorio. Su luz ilumina el cuerpo de Chandra,
sus manos están llenas de ella y tiene su sabor en su boca. Es miel y ajenjo, cilantro y lima, canela y jengibre. Nunca se cansa de probarla. También ella le besa. Sus caricias curan sus heridas, cierran cicatrices, se llevan con ellas toda la tensión.
Se aman todas las noches y cada vez es como la primera vez.
Wharton-Rhiis le conto lo que le había dicho a su padre, que había entregado su cuerpo
al angrezi  y que por lo tanto no podía ya casarse. Andrew solo le preguntó por qué había sido tan distante con él, por qué le había estado esquivando. Chandra sonrió y le dijo que ella ya sabía y que únicamente esperaba a que él también supiera. Él le preguntó cómo podía estar tan segura. Solo quería entender. Estaban juntos, desnudos sobre el lecho y ella alzó su mano y con suavidad tocó su frente, su pecho, su sexo.
—Lo supe aquí… aquí… aquí -
¿Cómo podía no amarla?-
Un brahman accedió a oficiar la ceremonia. Andrew no entendió ninguna de las palabras, pero realizó los ritos, arrojó al fuego las ofrendas, ató un collar de flores alrededor de su cuello, tiznó con polvo carmesí sus cabellos e intercambiaron los regalos. Chandra le dio una de las esclavas de oro de sus tobillos, él le regaló su reloj. A falta de otros invitados, John se ofreció a tirarles el arroz.
El comisionado británico le confirmó como ya suponía que aquello no surtía ningún valor a efectos legales, pero desde aquel día Chandra lució el bindi rojo en la frente que la señalaba como una mujer casada y cuando él le habló de los problemas legales que existían, ella se rio con su risa sencilla y fácil y le aseguró que no necesitaban nada más. Estaban dhan´ja, bendecidos.
Cuando se establecieron en la casa, sus hermanas vinieron un día a visitarla. Chandra estalló de alegría, siempre se mostraba radiante pero aquel día resplandecía. Eran sus hermanas. Andrew no tenía hermanos, ni hermanas, pero podía entender lo que significaba para ella. Las muchachas parloteaban sin cesar mientras admiraban la casa. No era tan grande como la de Hurri, pero sí más cómoda y moderna. Por entonces Andrew ya hablaba suficiente hindi como para entender sus cumplidos que hacían aún más feliz a Chandra.
Chandra dispuso que sirvieran la comida para ellas y Andrew las dejó solas porque se daba cuenta de que se mostraban más cohibidas cuando él estaba delante. No faltó mucho rato. Cuando regreso su dulce Chandra estaba echando de casa a sus hermanas a gritos destemplados.
—¡Cu?ail??, dv?..! ¡ Kabh? p?ha ? nah?!
-¡Brujas envidiosas!, ¡no volváis nunca!. Eso era lo que querían decir esas palabras. Ella se tranquilizó en cuanto le vio, se abrazó a él, oculto el rostro en su pecho y se negó a contarle lo que había pasado. Le dijo que nunca más volvería a abrirles sus puertas.
Fue la más pequeña quien se lo contó. La encontró antes de que se marchasen y parecía tan arrepentida que no le costó nada sonsacarle la verdad. Su padre las había mandado para que convenciesen a Chandra de que volviese. Ya no se casaría con el rico primogénito punjabi con el que estaba concertado su matrimonio, pero  arreglaría su boda con algún comerciante viudo.
Chandra no había querido escuchar y sus hermanas se habían enfadado con ella, le explicó la pequeña Prithika, le habían dicho que era estúpida, que él se volvería a I?glai??a antes o después y Chandra se quedaría sola, se volvería fea y vieja y ya nadie la querría.
Prithika le pidió que la dejase ir cuando vio el gesto de tristeza de Andrew, pero antes le rogó que le dijese a Chandra que ella no pensaba como sus hermanas, y que la gustaría mucho volver a visitarla algún día.
Pero ya no hubo más visitas. Hurri renegó de Chandra y declaró que ya no existía para él ni para los suyos.


Las piernas de ella se enlazan con fuerza alrededor de su cintura. Chandra exhala un sollozo agónico mientras pronuncia su nombre.
—¡Andrew!-
¡La ama tanto!, de todas las maneras posibles.  El placer es solo una forma más demostrárselo. Dedicará su vida a demostrárselo.
Sabe perfectamente lo mucho a lo que ella ha renunciado por él, ha perdido a su familia, su nombre, su casta. Se ha apartado del dharma y ahora es una dalit, una paria… También sabe lo que piensan de todo aquello los miembros del Rotary Club y sus esposas, y desde luego no se le oculta lo que pasaría si se le ocurriese llevarla con él a Inglaterra.
Es algo contra lo que Andrew no puede luchar y si algo ha aprendido es a escoger sus batallas. Así que escribió una larga carta dando instrucciones a sus abogados. En primer lugar los urgió a que apresurasen todos los trámites necesarios para que Chandra pudiera ser considerada legalmente su esposa. Después ordenó que se procediese a la venta de todas sus propiedades en Inglaterra y que se preparasen las disposiciones precisas para que, en caso de que a él le ocurriese algo, todo pasase a manos de Chandra y de sus descendientes. Aparte de eso no puede hacer mucho más, solo amarla y procurar por todos los medios posibles hacerla dichosa.
Ella sonríe con los ojos cerrados, agotada y feliz, y él apoya su mano protectora y

cariñosamente sobre su vientre todavía apenas redondeado. Sí. Una pequeña vida crece desde hace solo unos meses en su interior.
Por eso Andrew ya no volverá jamás a Inglaterra y empleará todos sus esfuerzos en  devolverle al menos una parte de lo mucho que ella le ha dado.

Es tarde ya y Chandra se queda dormida enseguida, pero él no se cansa de contemplarla.

La luna está alta en el cielo.

Es la más hermosa que Andrew haya visto nunca. La dejó apoyada en la barandilla y se dirigió a una pareja de maduras señoras que paseaban

 

F I N

 




Nota.

 

En hindi, Chandra significa luna.