29
Había desembarcado la noche antes y
aún llevaba el uniforme. Era una ventaja que abría puertas pero
también era arriesgado, así que lo primero que hizo fue buscar ropa
de civil y después conseguir un caballo. El camino ya lo conocía.
Había estado allí una vez, antes de que Andrew se casase con Sarah,
cuando terminó la primera campaña que hicieron juntos. Kenneth
nunca había visto nada igual, una cosa era saberlo y otra tenerlo
frente a sus ojos. Y tampoco se encontró a gusto allí. A pesar de
la aparente indiferencia de Andrew por lo que eran sus posesiones,
su magnificente riqueza le desbordaba y le hacía sentir fuera de
lugar, y desde luego hoy no llamaría a la puerta para entrar… De
todos modos no era a Andrew a quien quería ver, había perdido el
interés por matarle, además tal vez ella le odiase aún más si lo
hacía, y después de todo era únicamente Kate quién le importaba y
quizá no fuese tan difícil encontrarla.
Había muchos senderos que partían de
Greenthill, pero desde la zona de los acantilados se tenía una
buena visión de todos ellos. Era un día airoso y desapacible, y el
frío no animaba a salir al aire libre. Había sentido una extraña
seguridad en que la vería pero ahora comenzaba a tambalearse. Sin
embargo. no sería más de las once cuando vio una esbelta y menuda
figura encaminándose justo hacía los acantilados. El corazón
amenazó con escapársele del pecho. No podía confundirse. Era
Kate.
Caminaba abstraída, la cabeza baja
sorteando los accidentes del terreno. Era un día frío pero salía
todos los días, con viento o con sol, y todos los días iba hacía
los acantilados. No le importaba lo que dijese Andrew, apenas se
hablaban en realidad, y él parecía haber renunciado a evitar que
fuera y viniera por donde quisiera.
Cuando alzó la cabeza le vio, a
escasos cincuenta pasos de ella, de espaldas frente al mar en el
mismo lugar en el que tantas veces había pensado en él. Primero
dudó de sus propios sentidos, pero era tan real… ¿Habría podido una
visión acelerar así su corazón y conseguir desfallecer de ese modo
su cuerpo?
Sintió la urgente necesidad de correr
a su encuentro y comprobar que no soñaba ni deliraba, abrazarse a
él y que la alzase y la hiciese girar en el aire como aquella
lejana noche, la víspera de su partida. Sin embargo sus pies
estaban clavados en el suelo. Sí, era él, era Kenneth y había
regresado a ella. ¿Por qué razón había decidido que tenía que
renunciar a amarle? Ahora no la recordaba. Pero ya era tarde, pensó
Kate traspasada por el dolor, demasiado tarde para cambiar
eso.
—Kate —murmuró él tras acercarse y
detenerse a unos pocos pasos de ella.
—Kenneth… Ha vuelto —susurró
Kate.
Estaba más delgado y más pálido, pero
seguía siendo él…
—Le aseguro que he hecho todo lo
posible por conseguir que me matasen. Sin embargo no he podido
lograrlo, ni evitar volver…
Se presentaba ante ella vulnerable
como nunca antes le había visto, tan distinto del arrogante y
engreído capitán que tanto disfrutaba burlándose de ella, pero
también sabía que más allá de la superficie cínica y despreocupada
que él siempre se afanaba en mostrar, estaba presente alguna
profunda herida que no conseguía del todo ocultar. Igual que era
consciente de las violentas emociones que asaltaban su propio
corazón y su cabeza, sentimientos y emociones que Kate debía a toda
costa reprimir.
—El teniente Harding me dijo que iba a
ser juzgado —logró articular Kate con voz
quebradiza.
—Me juzgaron y me absolvieron, y debía
haber cogido un barco hacia la India esta misma mañana, pero
entonces no habría podido volver a Inglaterra. Así que en realidad
estoy de nuevo bajo demanda y aún no es tarde para que se cumpla su
deseo…
La miraba suplicante, como si de ella
dependiese que viviera o muriese, y Kate se sintió injustamente
acusada. No podía cargarla a ella con esa culpa. Nunca habrían
llegado a esto si él le hubiese contado la
verdad.
—No siento ningún deseo de que muera
—se quejó dolida, apartándose de la cara los mechones de pelo que
el viento alborotaba—. He lamentado profundamente haber pronunciado
esas palabras…
—Necesitaba que supiera cuanto me he
arrepentido yo de las mías —la interrumpió Kenneth para impedir que
fuese ella quien se disculpase, cuando eran tantos y tan poderosos
los motivos que tenía él para pedir disculpas—, de las que la dije
la última vez que nos vimos y de las que nunca llegué a
decir…
Kate veía el dolor de Kenneth, pero no
podía ignorar su propio dolor, y nada cambiaría la
realidad.
—Es inútil ya arrepentirse, y no
remedia nada tampoco… Lamento que haya faltado a su deber por venir
aquí, si ha sido el caso. No debió hacerlo… —le reprochó incapaz de
mantenerle la mirada y con la voz ahogándosele en el pecho—. Será
mejor que regrese a su puesto cuanto antes…
Kate se apartó de él y le ocultó el
rostro, no quería que viese lo mucho que le costaba hablarle así,
pero él la retuvo tomando su mano, cogiéndola apenas por la punta
de los dedos. Ella se volvió, reprochándole con ojos brillantes
aquel gesto, pero a la vez sintiéndose incapaz de desprenderse por
sí misma, sin embargo él debió de entender y la
soltó.
—Lo siento, Kate. Siento no haber sido
yo quien te lo contase —dijo brusca y apasionadamente, intentando
derribar aquella cortés y a la vez fría distancia que los
separaba—. Siento que tuvieses que pasar por eso por mi culpa,
siento no haber estado a tu lado cuando lo necesitaste, Kate. Yo
quería…
Ella lo interrumpió exasperada, no
podía seguir escuchándole.
—¡Es tarde ya para eso! ¡Y tampoco
hubiese servido de nada! ¡No hubiese cambiado nada! ¡No importa lo
que quisieras! ¡Si me lo hubieras contado yo
nunca…!
Kate calló incapaz de continuar.
Kenneth miraba su rostro que ahora ya no era triste, sino airado, y
solo podía pensar en cuánto la amaba, y en cómo no habría dudado en
hacer cualquier cosa por que ella también le amase, y en que lo
único que en realidad le importaba era precisamente eso… Saber si
ella aun podía amarle.
—Por eso jamás te lo conté, porque
entonces no habría podido esperar nada de ti, Kate. Y me importabas
demasiado para que pudiera permitirme el riesgo de ser
sincero.
No debía seguir prestando atención a
sus palabras. No debía quedarse allí parada. No debía dejar que la
mirase de aquel modo que hacía que apenas pudiera dejar de pensar
en otra cosa que no fuese echarse en sus brazos y olvidarse de todo
y de todos. No era ya solo a lo que ella estaba
obligada…
—¿Y qué pasa con tu esposa y con tu
hija? ¿Pudiste simplemente olvidarlas?
Un halo más frío apareció en la mirada
de Kenneth, una frialdad que Kate creyó sentir sobre su propia
piel.
—No, no he podido olvidarlas. No he
olvidado que estoy casado con una mujer a la que nunca he amado y
que tengo una hija a la que no he llegado a conocer, y ésa es una
equivocación que me pesará mientras viva. Pero no arruinaré aún más
mi vida ni la de ellas intentando fingir algo que no
existe.
—¿Y eso es todo lo que vas a hacer?
—preguntó ella indignada y muy enfadada, aunque sabía a la
perfección que no había ninguna solución fácil para
aquello.
—Es todo lo que puedo hacer —replicó
él duramente—. Charlene nunca me dará el divorcio y yo jamás
volveré con ella, una cosa es tan cierta como la otra. ¿Y qué hay
de ti, Kate? ¿Cuánto amas tú a tu marido? —contraatacó
Kenneth.
—¡No te atrevas a compararme
contigo!
—No te estoy comparando —dijo él sin
ceder un ápice—. Solo te estoy preguntado. ¿Amas a
Andrew?
Kate no respondió. Kenneth leía en sus
ojos, tal y como siempre había hecho, y ella sabía que no
necesitaba escuchar su respuesta para conocer la
verdad.
—¡Eso no es lo que importa! —gritó muy
alto y muy fuerte, quizá cuanto más lo gritase más fácil le sería
creerlo—. ¡Los dos tenemos un compromiso! ¡Y si a ti no te importa
cumplir los tuyos, yo sí que respeto los
míos!
Sentía muchas ganas de llorar, pero no
quería llorar más, no quería sentirse así, odiaba sentirse así,
odiaba haber llegado a esto, odiaba que la hubiese mentido, odiaba
haber decidido casarse con Andrew y por encima de todo odiaba lo
que él le hacía sentir. Querer dejarlo todo, querer olvidarlo todo
y escuchar solo lo que le decía su corazón. Pero ya no se dejaría
arrastrar de nuevo… No después de tanto
dolor.
También Kenneth respondió
herido.
—Supongo que tienes razón. Que lo que
importa es actuar como los demás quieren que actuemos y olvidar
cualquier otra cosa. Solo que para mí es tarde ya para eso... No te
molestaré más. Solo pretendía que supieras… —Kenneth calló buscando
las palabras, pero negó con un gesto y desistió de encontrarlas—.Ya
te he dicho lo que quería que supieras. Hay un barco que sale
mañana a las diez de Southampton con destino a Nueva York. Voy a
subir a ese barco.
Kate le devolvió la mirada
espantada.
—Ven conmigo, Kate —le suplicó
anhelante.
—¿Cómo
puedes…?
No pudo seguir hablando. Se dio la
vuelta y quiso echar a correr pero él la sujeto y la volvió hacia
él reteniéndola contra sí.
—Porque todo lo demás que te dije es
cierto —aseguró Kenneth sintiéndose enloquecer por tenerla de nuevo
tan cerca—. Nunca amé a nadie hasta que te conocí a ti. Eres lo
único que me importa en este mundo o en cualquier otro. Nada más
tiene sentido. Solo dime que tú no sientes lo mismo y me
marcharé.
Sus ojos la miraban vehementes y
encendidos, sus brazos la rodeaban y la sujetaban, y los dos
estaban tan cerca que el latido acelerado que batía sus corazones
se mezclaba confundido el uno contra el del
otro.
Pero a pesar de todo eso los labios de
Kate consiguieron pronunciar unas bajas y cortantes
palabras.
—No lo siento-
Sus brazos aflojaron de golpe la
presión y su rechazo hizo que se apartarse de ella. El viento la
golpeó con más fuerza cuando Kenneth la
soltó.
—Bien… entonces adiós,
Kate.
Vio como desataba a su caballo y se
montaba y se alejaba sin dirigirla una palabra más ni volverse para
mirarla de nuevo, sin detenerse un minuto, ni vacilar un instante…
Ya no importaba un pesar más a añadir a los muchos que él le había
hecho sufrir. Podía sumarlo a todos los otros que tantas veces
había jurado no perdonarle. Y podía volver a decirse a sí misma con
nuevas razones que le odiaba con todas sus fuerzas, aunque
conociese ahora ya perfectamente el verdadero significado de ese
sentimiento.
Y es que estaba convencida de que
Kenneth sabía tan bien como ella misma, que aquellas palabras eran,
lisa y llanamente, tan solo una mentira.
30
Cuando ya estaba cerca de la casa
comenzó a llover. No tenía ánimos para correr, así que el aguacero
la cogió de lleno. Entró por la puerta de la cocina empapada. La
señora Flynn la estaba esperando.
—¡Pero como se ha puesto en un
momento! ¡Menos mal que estaba aquí al lado! ¡Vamos, quítese eso
enseguida antes de que enferme!
—No es nada. Estoy bien —murmuró Kate
ida.
Theresa la miró preocupada. Estaba muy
pálida y sus manos congeladas.
—A mí no me parece que esté bien, no
debería salir con este tiempo, sabía que enfermaría. Métase ahora
mismo en la cama y la prepararé una buena
tisana.
Kate hizo obediente todo lo que
Theresa le dijo. Se secó, se cambió, y cuando le trajeron la tisana
se la bebió, aunque desde niña las había aborrecido, y después se
acostó en la cama y cerró agotada los ojos. Theresa le puso la mano
en la frente.
—Juraría que tiene fiebre. Habría que
llamar al médico.
—Me curaré, solo estoy cansada —dijo
en un murmullo Kate—. Creo que voy a dormir un
poco.
El ama la miró ahora realmente
inquieta. Desde que había llegado a Greenthill, Kate había salido
todos los días y no era la primera vez que la lluvia le sorprendía,
pero sí la primera que la veía meterse en la cama a mediodía.
Decidió mandar llamar al doctor sin esperar a que regresase
Andrew.
Kate sintió una mano fría en la frente
que le ardía. Abrió los ojos. Pertenecía a un hombre al que no
había visto nunca, era el doctor. Andrew estaba a su
lado.
—¿Cómo se
encuentra?
—Tengo mucho frío y me duele todo el
cuerpo…
—Es normal... Tiene fiebre
alta.
El médico continuó examinándola,
cuando terminó se volvió hacia Andrew y fue a él a quien le dio sus
explicaciones.
—No parece que tenga nada grave. Lo
más probable es que sea solo un enfriamiento, pero conviene
controlar la fiebre. Le voy a recetar quinina, su sabor es
extraordinariamente amargo, pero está dando muy buenos resultados,
que permanezca en cama y que descanse. Mañana volveré a
verla.
El médico sacó la quinina de su
maletín. Apuntó la dosis que debía tomar y con una cucharilla le
dio unas cuantas gotas. Sabía realmente horrible, pero se lo tomó
sin rechistar, después le dio un poco de agua, aun así el gusto
amargo permaneció en su boca.
—Verá como con esto se encuentra mucho
mejor. En cualquier caso no duden en avisarme si no fuese así y la
fiebre subiese, y por supuesto procuren que haya siempre alguien
con ella vigilándola.
—No se preocupe, doctor —respondió
Andrew acompañándole hacia la puerta.
A Kate su recomendación, quizá por
efecto de la fiebre, le pareció una especie de sospechosa
desconfianza. Ella solo quería estar sola y no podía dejar de
pensar en otra cosa que en buscar a Kenneth antes de que su barco
zarpase. En el sueño inquieto que le producía la fiebre se veía
saliendo de la casa y corriendo hasta el puerto, sin embargo no
conseguía encontrar el barco ni encontrarle a él. Después el sueño
se desvanecía y se daba cuenta de que nada de eso era real, y de
que estaba aún en su cama y en Greenthill, y eso aún le angustiaba
más, pero lo que no quería de ninguna manera era a nadie al pie de
la cama vigilando su sueño. Sin embargo, al poco rato Andrew
regresó, se sentó a su lado y posó con suavidad su mano sobre su
frente.
—¿Cómo estás? —preguntó
preocupado.
—Es solo un enfriamiento, ya has oído
al doctor —dijo Kate con voz débil.
—Es una locura, Kate —protestó él—.
Salir con lluvia… Es un milagro que no te haya pasado antes.
Podrías coger una pulmonía o cualquier otra
cosa.
—Lo sé… Tendré más cuidado… Lo siento
—murmuró ella apagada.
Andrew la miró
arrepentido.
—Olvídalo… No es eso lo que te quería
decir. Solo deseo que te recuperes.
Kate cerró los ojos. No podía seguir
esa conversación.
—Estoy cansada,
Andrew.
—Discúlpame. Intenta dormir. Estaré
aquí si me necesitas…
Se quedó sentado junto a su lecho, y
ella hubiera querido pedirle que se marchase, pero sabía que no lo
habría hecho y que solo habría conseguido herirle más. Así que a
todo el malestar y la inquietud que sentía tuvo que sumarle esa
otra zozobra, y rogar por que el nombre de Kenneth no saliera de su
boca en medio de alguno de los delirios que le provocaba la
fiebre.
Pero al menos tuvo suerte con eso y la
quinina hizo su efecto y la fiebre bajó, aunque seguía
encontrándose peor de lo que se hubiera encontrado antes en su
vida, y cuando se hizo de noche Theresa llegó con un caldo y con
otra dosis de quinina. Insistió a Andrew para que durmiese un poco
y la dejase a ella ocupar su lugar. Cuando Kate despertó de
madrugada, desvelada, pudo ver a la luz de las velas a Theresa
durmiendo plácidamente en el sillón, con las agujas de calceta
caídas entre sus manos.
Kate se encontraba completamente
despierta. Después de aquel largo día de sueños llenos de
pesadillas le parecía que podía pensar con más lucidez. ¿Si deseaba
más que cualquier otra cosa marcharse con Kenneth por qué no habría
de hacerlo?
Era sencillo. Conocía perfectamente la
respuesta. Estaban esa mujer y esa niña. No podía hacer como si no
existiesen como hacía él, no estaba bien… Sin embargo, se decía
también, en último caso eso era algo que no dependía de ella, si
Kenneth iba a marcharse a América, no cambiaría en nada que se
marcharse o no con él, ellas no eran su
responsabilidad…
No. Su responsabilidad era
Andrew.
Kate lo sabía, en el fondo no se
trataba de aquella mujer. Al principio sí. Le había dolido tanto
descubrirlo… pero ahora, de alguna manera, parecía algo ajeno a
ella. La principal razón por la que no podía irse con Kenneth era
Andrew. Andrew la quería, la quería de veras, pese a todo la amaba,
no podía engañarse respecto a eso. Y ella le había prometido
lealtad, si no otra cosa, y sabía el golpe que supondría para
Andrew que ella se marchase.
¿Pero qué pasaba con lo que ella
sentía, con lo que ella deseaba? Era a lo que debía renunciar. ¿No
tenía acaso más de lo que cualquiera podría desear? Aquella hermosa
casa, un marido respetado y que la quería, todo por lo que
cualquier mujer suspiraría de envidia. Sabía lo que le habría dicho
su madre, Theresa o la misma Jane, que con el tiempo pasaría, sería
solo un recuerdo y ella viviría su vida convencionalmente feliz y
adecuadamente respetable.
Lo único que tenía que hacer era
resistir el apremiante deseo de levantarse de la cama y salir en
medio de la noche para desaparecer por siempre de
allí.
Theresa pegó un respingo y se sacudió
sobresaltada, y la encontró despierta y sentada en la cama con los
pies descalzos sobre el suelo helado.
—Vaya, creo que me he quedado
traspuesta. ¿Está mejor? ¿Cómo se le ha ocurrido pensar en
levantarse? No tenía usted más que llamarme. ¿Quiere otra manta o
que la traiga algo?
—No, no… Solo alcánceme el agua, por
favor —pidió Kate dejándose caer sobre los
almohadones.
—Ahora mismo —dijo la mujer
arreglándole el cobertor—. Tiene mejor color. Se ve que es usted
una muchacha fuerte. Eso está bien, pero no tiene que confiarse…
Los enfriamientos son malísimos, mi hermana Gladys, que en gloria
esté, era una joven como usted, fuerte y sana, se pilló un
resfriado por un mal aire que cogió un invierno y ese resfriado se
le complicó en neumonía, según dijo el médico, y en una semana se
la llevó.
—Lo siento mucho, Theresa —dijo Kate
cogiendo el vaso que Theresa le tendía solícita, aunque solo le dio
un pequeño sorbo antes de devolvérselo.
—Hace ya muchos años de eso, y no
teníamos esa medicina que ha traído el doctor. Mire ahora. —Theresa
apoyó la mano en su frente—. Fresca como una rosa… pero no hay que
tentar a la suerte. La niña pequeña de los Collins murió el mes
pasado, pese a que su doncella me dijo que el doctor no se había
separado de su cama. Pobre madre… Menos mal que aún tiene a otras
tres criaturas para darle fuerzas y una más en camino. El señor
debe haberle mandado esa bendición para consolarla. Sin duda es una
gran desgracia para una madre pero estoy segura de que esos
angelitos le hacen olvidar todas las penas…
Theresa continuó hablando sola sobre
futuros y pasados alumbramientos y pequeños bebés, sanos y
regordetes como manzanas… Kate comprendía la indirecta, un bebé
solucionaría todas las cosas… Theresa procuraba ser amable, pero la
discreción no era su fuerte. Ella sabía que lo hacía con la mejor
intención y seguramente tenía razón, un niño lo habría cambiado
todo, pero era difícil concebir un hijo cuando las contadas veces
que Andrew se había acercado a ella, su cuerpo se había tensado
rígido, incluso cuando habría deseado poder compensarle de alguna
forma. Y él, invariablemente, lo notaba y terminaba por desistir,
rechazado y dolido.
El ama hablaba y hablaba, mientras las
ideas giraban cada vez más confusas en su cabeza. El sopor se
apoderó otra vez de ella, y cuando Theresa se dio cuenta de que se
estaba quedando dormida se calló y poco después sus suaves
ronquidos acompañaban a la respiración agitada de
Kate.
El sol entraba a raudales por la
ventana cuando la visita del doctor, acompañado por Andrew, la
despertó. Theresa dejó su labor en el sillón y se acercó con ellos
a la cama.
—¿Qué tal ha pasado la noche?
—preguntó el médico.
—Ha estado muy inquieta y de madrugada
le ha subido mucho la fiebre, pero luego se ha quedado más
tranquila y ha estado durmiendo hasta
ahora.
—¿Cómo se encuentra? —le preguntó el
doctor acercándola el vaso que Kate hacía ademán de
coger.
Tenía mucha sed, pero hasta tragar
agua le suponía un esfuerzo.
—Me duele mucho la garganta. ¿Qué hora
es?
—Las diez y
media.
El médico que la sujetaba la muñeca
para tomarle el pulso la miró extrañado.
—Está demasiado acelerado. ¿Se
encuentra bien?
—Sí, bien… —dijo ella con voz
temblorosa—. Un poco mareada.
—Bueno, reposo… y que no coja frío,
que tome hoy también la quinina por si acaso, pero creo que ya ha
pasado lo peor.
—Gracias, doctor —dijo Andrew
acompañándole a la puerta.
—No es nada, aunque habrá que vigilar
esa alteración—oyó como le decía mientras salía—, que esté
tranquila y que…
Sus voces se perdieron por el
corredor. Kate cerró con fuerza los ojos. El doctor no tenía
motivos para preocuparse, el barco había zarpado ya, no habría más
alteraciones para ella.
Paso tres días más en cama, y si por
Theresa hubiese sido habría estado toda la semana, pero ella empezó
a pensar que si no se levantaba jamás saldría ya de esa cama, y al
cuarto día bajó al salón a sentarse al lado de la chimenea, y a su
alrededor todos se desvivían en atenciones con ella, en especial
Andrew, pero también todos se daban cuenta de su decaimiento,
aunque lo achacaban a la convalecencia.
Solo la llegada de una larga carta de
Jane consiguió sacarla un poco de su letargo. En ella, con su
cuidada letra pulcra y menuda, le hablaba de la dolorosa mezcla de
alegría y tristeza que había sentido cuando se reencontró con
William. Inmensa alegría, infinita tristeza… sobre todo cuando veía
como aquello había afectado a Will. Lo difíciles que habían sido
los primeros días y como de horrible había sido oírle relatar
aquella barbarie. Jane habría querido llorar, pero cada vez que las
lágrimas amenazaban con brotar de sus ojos se decía que no tenía
ningún derecho a hacerlo, cuando tenía la fortuna de tener a su
esposo a su lado. Y además poco a poco las cosas habían ido
mejorando, William había hecho muchos progresos y montaba a caballo
y se manejaba prácticamente sin las muletas, ayudado por una pierna
de madera. Will gruñía, escribía Jane haciendo sonreír a Kate al
imaginar su risa siempre alegre y optimista, pero ella se sentía
como si se hubiese casado con un auténtico pirata. Ayudaba a su
padre con la administración de la finca, aunque resultaba que había
descubierto un nuevo y profundo interés por el derecho y la
justicia, y se había empeñado en recibirse en leyes y hacerse
defensor castrense, así que ahora vivían rodeados por librotes y
mamotretos, reía Jane sin disimular el orgullo que a todas luces
sentía por su esposo. Kate se alegraba mucho por ella, por los dos.
Más aún cuando cuándo con letra temblorosa añadida con rapidez al
final, Jane anunciaba que esperaba un bebé…
Sí, eran noticias maravillosas que
casi la hicieron olvidar las líneas en las que Jane expresaba su
inquietud por la propia Kate. En ellas se refería a cierta
conversación con Will que la había hecho dudar sobre si había hecho
bien aconsejándola que se casara con Andrew. Temía haberse
equivocado y le rogaba que la perdonase si había sido así, lo único
que había deseado y todavía deseaba, era que pudiese ser tan feliz
como lo era ella.
Jane la rogaba que le respondiese
cuanto antes para tranquilizarla, y sin embargo cuando cogía la
pluma para responderla el folio se quedaba siempre en blanco, pese
a que sabía bien que Jane no tenía culpa alguna de sus
errores.
Así pasaron casi dos semanas, y ella
continuaba sin separarse de la chimenea, hasta que aquello fue
demasiado incluso para la mismísima
Theresa.
—Vaya, querida… —dijo el ama entrando
en la sala y corriendo de par en par las cortinas para que el sol
entrase por las ventanas—. Hoy hace un día extraordinario. Luce un
sol precioso. Hace un poco de fresco, pero abrigándose
bien…
—Estoy bien aquí —aseguró Kate en voz
baja sin dejar de mirar las llamas de la
chimenea.
—Bueno… —dijo Theresa colocándose
enfrente de ella con las manos cruzadas por delante de su seno—. No
pensé que sería yo quien le dijese esto, pero me parte el corazón
verla aquí sentada todo el día, seguro que un poco de aire puro no
va a hacerla daño. A lo mejor exageré cuando le conté todas esas
historias de difuntos y enfermedades… Ya sabe usted que no tiene
que hacerme mucho caso. ¿Qué tal un paseo por el parque? Tampoco
hace falta que se dé una caminata…
Kate sonrió débilmente para calmar la
inquietud de Theresa.
—No me asustó... Es solo que aún estoy
cansada.
—Claro. No se levante si no le
apetece, aunque estoy segura de que el sol en la cara la sentaría
bien, pero si prefiere quedarse aquí le traeré un caldo calentito
que le caerá de maravilla…
—De veas. No se moleste, Theresa
—aseguró Kate que ya se veía obligada a tomarse el caldo ante la
mirada bondadosa pero insistente del ama.
—Como quiera… —cedió retirándose sin
dejar de mirarla con preocupación.
Cuando Theresa salió, Kate se levantó
despacio del tresillo, se alisó el arrugado satén de su vestido y
se acercó hasta una de las ventanas. Lucía un frío sol otoñal y
todo el parque estaba cubierto por las hojas caídas de los
árboles.
Era un paisaje acorde a su estado de
ánimo y después de todo Theresa tenía razón. No podía pasarse el
día contemplando el fuego y compadeciéndose de sí misma. Dejó la
sala, cogió una de las capas que encontró en el vestidor de fuera y
salió a la calle por la puerta de servicio. A través de los
visillos de una de las ventanas vio a Theresa sonreír
aprobadora.
Primero caminó por entre las alamedas,
pero casi sin pensarlo, sumida en sus pensamientos, sus pasos la
llevaron fuera del parque, hacia el sendero que tantas veces había
recorrido, el que llevaba a los acantilados. Llevaba ya un buen
trecho cuanto se dio cuenta y se detuvo. Kate se obligó a
retroceder de inmediato. Era demasiado pretender soportar
eso.
Comenzó a regresar hacia Greenthill
intentando con todas sus fuerzas no caer otra vez en la angustia,
pero entonces escuchó el galope de un caballo tras ella. Sintió
como el corcel se detenía y un jinete descabalgaba. No quería darse
la vuelta porque temía equivocarse, pero en su interior estaba
completamente segura de quién era. Dudaba sobre si tan solo se
engañaba a sí misma o si realmente podía ser él cuando oyó como la
llamaba.
—Kate…
¿Cómo pudo pensar que no deseaba su
muerte? En realidad deseaba matarle ella misma porque si no sería
Kennneth quien acabase con ella.
—¡¿No ibas a coger un barco hace diez
días?! —le gritó girándose hacia él sintiendo como la furia
remplazaba con rapidez su decaimiento.
—Creía que ya sabías que no soy de
fiar… —dijo tentativo Kenneth.
No había sido capaz de subir al barco.
Había llegado hasta el puerto y se había quedado mirando como la
nave zarpaba, dejando que se marchará sin él. Si no tenía a Kate le
daba igual un sitio que otro. Había pasado dos semanas vigilando
las salidas de la casa, con el ánimo por los suelos, pero alentado
por la esperanza de que más tarde o más temprano volvería a
verla.
—¡No solo no eres de fiar, eres el más
ruin, y el más despreciable, y el más odioso de todos los hombres
que he conocido y no quiero volver a verte jamás
en…!
Kate estaba llorando y él ya no podía
seguir oyéndola impasible.
—Cállate,
Kate.
Rodeó su cintura y la atrajo
imparablemente hacia sí. Kate no trató ni siquiera de resistirse.
Los dos se perdieron el uno en el otro y todo lo demás dejó de
existir. Él pasó su mano por entre su pelo, sujetó su nuca, y la
besó como sólo él en el mundo podía besarla, haciendo que todo
alrededor desapareciese y cualquier otra cosa dejará de importarla
y solo pudiera pensar en por qué razón no podía haberla besado
antes…
—Dime que vendrás conmigo —dijo
Kenneth sin darle tiempo a recuperar el
aliento.
—Me iré contigo —respondió Kate sin
dudar un instante.
—¿A América?
—A cualquier
parte.
—¿Ahora mismo?
—Ahora.
Volvió a besarla de aquel modo que le
robaba no solo la respiración, sino también la voluntad, pero se
desprendió de ella a regañadientes para ir a recoger su caballo. Se
subió él primero y la tendió la mano para ayudarla a montar. Kate
no pudo dejar de ver su sonrisa mientras la
alzaba.
—¿Qué? —preguntó ella, mientras
Kenneth la rodeaba por la cintura estrechándola contra su
cuerpo.
—Nada…
—Dímelo —exigió Kate frunciendo el
ceño.
—No te va a
gustar…
—Aun así
dímelo.
—Está bien… —cedió él con su sonrisa
suave bailando en los labios—. Es solo que si hubiese sabido que me
iba a costar tanto que subieses a mi caballo, no te hubiese
ofrecido sólo diez chelines aquella mañana que te encontré en el
camino…
Sus rostros estaban justo uno enfrente
del otro y Kate recordó también aquel día en que iba empapada y
Kenneth se burló de ella.
—Desde el principio supe que eras un
maldito idiota —dijo ella sonriendo pese a
todo.
—Ya lo sé. Me conoces demasiado bien…
—dijo él cálidamente—. ¿Cómo pudiste pensar que me
iría?
—Supongo que a veces me
equivoco…
Él volvió a
besarla.
—Te aseguro que esta vez no es una de
ellas.
Y azuzando a su caballo se la llevó
lejos de allí.
31
Andrew había pasado el día fuera, como
hacía casi a diario… Por la mañana se había reunido con su agente
de bolsa y el almuerzo lo había pasado en compañía de varios
destacados representantes locales del partido whig que querían que
entrase en sus filas, escuchando sus propuestas con educado
desinterés ya que no tenía la menor intención de entrar en
política.
La leve jaqueca con la que se había
levantado aquella mañana había ido en aumento conforme el humo de
los cigarros enrarecía el ambiente de la sala y la conversación
vacía y altisonante de sus acompañantes se hacía más y más
insoportable, hasta un punto que ni siquiera el brandy más añejo
había conseguido amortiguar.
Tampoco tendría por qué haberse
quedado allí una vez terminado el almuerzo, los había escuchado y
los había rechazado cortés y amistosamente, así que nada le
obligaba a seguir soportándolos, y sin embargo había dejado pasar
la tarde en su tediosa y fastidiosa compañía, solo porque regresar
a Greenthill significaba enfrentarse de nuevo al fracaso y la
desolación de ver como Kate languidecía. Igual que una flor que
tras ser arrancada se marchitase en un
vaso…
Se había enamorado de ella
prácticamente la primera vez que la había visto. No era un hombre
enamoradizo, ni caprichoso, ni siquiera excesivamente emocional. Su
matrimonio con Sarah fue una mezcla de compromiso propiciado entre
familias y fugaz entusiasmo juvenil. Sarah era dulce, alegre,
complaciente y tan adorable como podía ser una joven criada y
educada única y exclusivamente para ser adorable. Cuando se
casaron, ella parecía no tener más objetivo en la vida que hacerle
feliz y también él sintió lo mismo por ella… durante un
tiempo…
Kate era en todo opuesta a Sarah,
quizá por eso se fijó en ella, era fuerte, independiente, no tan
formalmente convencional… y sí, también prácticamente indiferente.
Aquello era una agradable novedad, hastiado por el más o menos
discreto asedio de las jóvenes casaderas, el desinterés de Kate
resultaba un aliciente por sí mismo, además era hermosa, era
inteligente… Descubrir que Kenneth también se había fijado en ella
no le extrañó lo más mínimo, tampoco le hizo apartarse. Sabía que
Kenneth era capaz de cualquier cosa, pero nunca habría
pensado
que ella fuese a dejarse
seducir.
Cuando lo descubrió era tarde para
arrepentirse y además él aún la deseaba y deseaba que ella
comprendiese… Desde entonces su vida se había convertido en una
lucha constante contra un enemigo contra el que ni siquiera se
podía enfrentar. A pesar de sus propias palabras Andrew sospechaba
que ni siquiera la muerte de Kenneth arreglaría las cosas, no sería
más fácil combatir a un fantasma que a un recuerdo. Además, después
de muchas dudas había terminado por apartar sus reticencias y había
recurrido a sus antiguos contactos para interesarse por el destino
de Kenneth. No le había costado demasiado enterarse de que no solo
no había sido condenado a muerte, sino que había sido ascendido y
destinado a la India. Suponía que tal vez debía habérselo dicho a
Kate, pero tampoco estaba seguro de que siete mil millas fueran
suficientes.
No. Aquello no era lo que Andrew había
esperado del matrimonio, ni lo que esperaba de la vida. Andrew era
leal, constante, fuerte, exigente consigo mismo y también con los
demás. Determinado hasta la obcecación, juzgaba con severidad, no
perdonaba una traición… Había sido educado, más por sus preceptores
que por su padre ausente o su madre fría y distante, en la
tradición del honor, el deber y la justicia. Sabía que su posición
y sus privilegios conllevaban una responsabilidad y nunca se había
permitido olvidarlo.
También hubo una época en la que fue
joven y ambicioso, y luchó por obtener el reconocimiento de un
padre que nunca le consideró tan bueno como él. Después su padre
murió y la ambición de Andrew se desvaneció, también en eso tuvo
parte de culpa Kenneth, aunque fue sobre todo el rigor con el que
se examinaba a sí mismo lo que le llevó a decidirse a abandonar el
ejército.
Sí, hacía tiempo que Andrew había
dejado atrás la armada y las campañas, pero algunas cosas nunca se
olvidaban. Estaba ya oscureciendo cuando regresó a Greenthill y
encontró la casa revolucionada. Theresa apenas se atrevió a mirarle
a los ojos, pero de alguna manera lo supo antes de que se lo
dijese.
—Señor, no sé cómo decirle… La señora
salió a pasear esta mañana… Yo misma la animé, estaba tan alicaída…
pero aún no ha vuelto… La hemos buscado por todas partes incluso…
allá arriba… pero no está en ningún sitio. No sé dónde puede haber
ido…
El ama le miraba temerosa y
arrepentida, pero Andrew sabía que aquello no era culpa de ella, y
tampoco temió que hubiese saltado a los acantilados. No, Kate no
era como Sarah. Y si no dónde había ido, al momento supo con una
especie de certeza con quién.
—¿Nadie la ha visto? —preguntó
luchando por mantener sus emociones bajo
control.
—El caso es… —Theresa se detuvo pero
la feroz mirada conminatoria de Andrew la hizo continuar—. Al chico
de los Martin le pareció verla esta mañana... Dice que iba montada
a caballo con un hombre que no reconoció… —dijo el ama apenada y
con solo un hilo de voz.
Muchas veces había pasado por su
cabeza la posibilidad de que Kenneth se presentase en Greenthill.
Sabía que si volvían a encontrarse esta vez no solo se limitarían a
palabras, y una parte de Andrew lo había deseado. Habría sido lo
justo…
Debería haber sabido que Kenneth había
olvidado lo que era el honor, si es que alguna vez había llegado a
saberlo, y también que era demasiado esperar que Kate sintiese si
no afecto, algún tipo de respeto por él.
—Avise a los hombres, Theresa —ordenó
con frialdad sobreponiéndose al dolor y a la humillación, después
de todo la frustración y las decepciones eran una especie de
constante en su vida—. Dígales que estén preparados para
salir.
—Pero señor, es de noche... —protestó
tímidamente Theresa—. Poco se va a ver ya, y todos los caminos han
sido recorridos.
Andrew la miró solo un segundo y
Theresa bajó la vista.
—Iré a avisarlos, señor…
—murmuró.
Tampoco estaba en Greenthill el día
que Sarah desapareció.
Hacía ya tiempo que la tensión entre
los dos no iba más que en aumento. Él no estaba nunca y cuando
estaba sentía la muda protesta de ella porque sus ausencias eran
cada vez más frecuentes y prolongadas. No es que hubiese dejado de
amarla en realidad, era solo que sin que se diese cuenta de ello,
Sarah, y Greenthill, y cualquier otra cosa que no fuera su carrera
pasaron a un segundo plano. La guerra se extendía por toda Europa,
desde las costas de Cádiz a las estepas rusas. Napoleón amenazaba
con invadir Inglaterra y Andrew a los treinta años ya era coronel,
claro que como su padre siempre se encargaba de recordarle, él, a
los treinta y cinco, era ya general. Andrew deseaba con todas sus
fuerzas superarle. Le apasionaba lo que hacía y sabía que valía
para ello. En cualquier caso en mayor medida que su padre, que
había echado a perder su nombre en la India, y que era capaz de
cualquier cosa cuando tenía una botella en la mano y que no
obstante no se cansaba de decirle que nunca haría carrera en la
armada, que no tenía lo que había que tener para tomar una decisión
difícil, que no había nacido para oficial, que era demasiado
honorable para hacer lo necesario.
A él no le pesaban las decisiones
difíciles desde luego. En Bengala había tenido tantas bajas entre
sus tropas que habían tenido que retirarle. Después de eso no tuvo
otra ocupación mejor que beber aún más y menospreciar lo que Andrew
había conseguido. Nunca le había valorado, ni se había ocupado de
él ni de su madre. Prefería coleccionar amantes y lucir
públicamente sus conquistas, y su propia madre siempre lo había
consentido todo con la falsa hipocresía que exigía actuar como si
todo estuviese bien y fuese correcto.
Andrew sabía que aunque no hubiese
salido una sola palabra de su boca, también su madre pensaba que
todo había sido culpa suya. Por no callar como ella siempre había
hecho.
Lo encontró en Greenthill cuando
regresó de permiso. Nunca tuvo la certeza, quizá solo fueron
imaginaciones suyas. Fue solo la expresión de los dos cuando entró
en aquella habitación y los encontró solos y demasiado cerca el uno
del otro. Los celos y la rabia le nublaron el juicio. Sarah salió
de allí corriendo cuando le oyó preguntar a su padre si pensaba
también acostarse con su propia esposa. Ya no volvió a hablar más
con ella... Su padre tuvo la decencia de mostrarse avergonzando y
balbuceó algo así como que Sarah se encontraba muy desanimada y muy
sola y que él solo trataba de consolarla. Él le golpeó hasta
dejarle sin sentido. Después se marchó de la casa en plena noche y
cabalgó sin hacer un solo alto en el camino hasta regresar otra vez
al regimiento.
Cuando al día siguiente llegó la
noticia de que Sarah había aparecido ahogada y golpeada contra los
acantilados el orgullo herido dejó paso bruscamente al
remordimiento. Su muerte se convirtió en un peso sobre su
conciencia. Por hacerla infeliz, por haberla dejado sola en aquella
maldita casa enorme, por no haber sabido recompensar el amor que
ella le entregó cuando se casaron, porque le atormentaba la duda de
que tal vez hubiese sido injusto con ella y Sarah fuese
inocente…
Tuvo que volver para enterrarla y
asistir al funeral con los padres de Sarah a un lado, llorando
desconsolados la pérdida de su única hija, y los suyos a otro, su
padre con aspecto de haber envejecido veinte años en un día y las
huellas de los golpes aún en el rostro, su madre mirándole con ojos
secos y llenos de reproche.
Después de aquello hubo que regresar
al frente y todo empezó a ir igualmente mal. Era una región
pantanosa dónde llovía sin tregua y las tropas apenas podían
avanzar. Los hombres empezaron a enfermar, caían con fiebres y
muchos ya no se levantaban. El alto mando se reunió para deliberar
sus movimientos y decidió que debían presentar batalla. Muchos de
los coroneles estaban en contra pero era lo que había. Andrew pasó
muchas horas estudiando los planos del terreno y los informes
militares. Mientras se concentraba en eso otras ideas no ocupaban
su cabeza. Estaba convencido de que podían tener una oportunidad,
bastaría con ganar la posición del cruce de Walcheren, así
impedirían que las tropas francesas consiguiesen los suministros
que necesitaban. Era un punto clave y era allí donde debían
concentrar los esfuerzos.
Comenzaron los enfrentamientos y
tuvieron muchas bajas. Los franceses eran muy superiores y todos
los regimientos estaban tan mermados por los enfermos que las
divisiones comenzaron a retirarse. Se quedaron sin apoyos pero él
aún veía la oportunidad de dar la vuelta a aquella aplastante
derrota. Llevaban más de diez días resistiendo prácticamente solos
cuando Kenneth vino a hablar con él.
—¡No podemos seguir, Andrew! ¡Tienes
que ordenar ya la retirada, nos van a
barrer!
No era más que un capitán, pero cuando
lo conoció era solo un soldado. Andrew se había fijado en él y
había reconocido su valor y su mérito, por eso había recomendado su
promoción, le había ofrecido su amistad, incluso le había
introducido en círculos en los que Kenneth jamás habría soñado
entrar, pero en los que no tardó en moverse como pez en el agua.
Más tarde, cuando Kenneth abandonó a Charlene, su amistad se
enfrió, Andrew era demasiado reservado para censurarle
abiertamente, y por otra parte sabía que su censura no le habría
importado lo más mínimo. Pero ahora no se trataba de eso, ahora
estaban en plena batalla y Andrew era su oficial superior y él
quién acataba las órdenes.
—¡No vamos a retirarnos ahora! —negó
Andrew tenazmente—. Es lo que esperan que hagamos. Mañana
cruzaremos el puente antes de que amanezca y defenderemos la
posición desde allí.
Kenneth estaba empapado y cubierto de
barro de pies a cabeza, pero todos lo estaban, también Andrew. No
se había limitado a quedarse a resguardo en su tienda. Había pasado
los días recorriendo el frente, dando ánimos y evitando que los
hombres cediesen un solo palmo. También él estaba cansado,
congelado y sucio, pero no iba a abandonar.
—¡Es lo que esperan que hagamos porque
es lo único que podemos hacer! —respondió Kenneth furioso—. ¡Los
demás regimientos ya se han rendido, no podremos defender el
puente, acabarán con nosotros! ¡Ya han caído más de la mitad! ¡No
tienen moral! ¡Es solo un maldito puente, Andrew! ¡No cambiará
nada!
—¡No! ¡No es solo el puente! —gritó
Andrew fuera de sí—. ¿Es que no lo entiendes? ¡Si nos rendimos
ahora todas las otras muertes no habrán servido para
nada!
Kenneth se le quedó mirando en
silencio y después le habló lenta y
fríamente.
—Nada puede ayudar ya a los que han
muerto... Déjalo estar, Andrew.
Él le agarró con fuerza por los
hombros sin escuchar. Necesitaba su ayuda. Kenneth sabía cómo
arrastrar a los hombres tras de sí y mantenerlos unidos cuando el
pánico amenazaba con desarmar a las tropas. Sabía que lo tenían
casi a su alcance, pero no podía hacerlo solo. Le necesitaba.
Necesitaba que creyese en él y le diese su
apoyo.
—Tienes que confiar en mí. Sé que
podemos hacerlo.
Kenneth no le contestó, pero cuando
salió de la tienda Andrew pensó que contaba con él, aunque solo
fuese porque se lo debía…
Llovió durante toda la noche. Cuando
sonó el toque de aviso en lugar de atacar los hombres comenzaron a
retirarse. Los capitanes fueron en su
búsqueda.
—¿Qué demonios están haciendo?
—preguntó aunque la respuesta era más que
evidente.
—¡Se han rebelado, coronel! No
obedecen las órdenes —dijo nervioso uno de
ellos.
Ninguno hacía nada por evitarlo, pero
habían corrido a su lado para dejar claro que estaban en contra de
aquello para no arriesgarse a un juicio por rebeldía, sin embargo
Kenneth no estaba entre ellos. Lo buscó y lo encontró en medio del
campo. Lo supo en cuanto le vio.
—¿Has sido tú? —dijo tratando de
dominar la rabia.
—Alguien tenía que hacerlo, Andrew
—dijo sin dar muestra alguna de arrepentimiento—. No había otra
salida.
—¡No eras tú quién debía decidirlo!
—rugió Andrew luchando contra el impulso de ejecutarle allí
mismo.
—Ya está decidido —se limitó a
responder Kenneth.
Él mismo ordenó su arresto. Luego
retiró los cargos. Era una decisión que había meditado mucho, pero
ahora lo veía con claridad.
Había sido un
error.
32
Kate despertó antes que Kenneth. Se
incorporó un poco girándose y apoyó la cabeza en su mano para
contemplarle mientras dormía.
Después de todo lo había hecho. Se
había fugado con él y ni siquiera la turbaba el pensamiento de si
estaba bien o mal. La noche antes se había entregado a él y había
vuelto a ser natural, sencillo, urgente, abrumador, aniquilante.
Solo podía ser por lo mucho que lo amaba.
Una barba incipiente sombreaba su
rostro y perfilaba su barbilla y su mandíbula, su torso amplío y
desnudo subía y bajaba ligeramente al ritmo de su respiración
sosegada, y su boca esbozaba una muy, muy leve sonrisa... Kate
sonrió a su vez y sospechó que no estaba realmente dormido. Se
inclinó sobre él y comenzó a rozar con sus labios su mandíbula
áspera y su cuello, y luego bajó hacia su pecho. Le espió de reojo,
pero él persistió en fingirse dormido. Kate le mordió con
fuerza.
—¡Ehhh! —se quejó Kenneth
interrumpiendo su farsa.
Kate se echó a reír y él dio un salto
para cogerla. Intentó escabullirse, pero Kenneth la atrapó y tomó
su risa con sus besos, dejó caer su peso sobre ella para tenerla
tendida bajo su cuerpo y sujetó sus manos inmovilizándola con las
suyas. También Kate estaba desnuda, su corazón aleteando rápido en
el pecho. Kenneth comenzó a besarla con deliberada y enervante
lentitud, lamiendo su garganta, bajando por entre sus
senos…
—Creía que decías que teníamos que
salir temprano… —dijo Kate intentando que su voz no sonase tan
débil como en realidad se sentía.
Su boca se hundió en su ombligo y a
ella le sacudió un escalofrío.
—Es verdad, y además está lloviendo...
—susurró.
—¿Entonces nos quedaremos aquí un poco
más? —preguntó ella vagamente esperanzada e intensamente
ruborizada.
Kenneth chasqueó con la lengua, alzó
la cabeza, que por entonces sobrepasaba ya peligrosamente su
vientre, y negó contrariado.
—No, en realidad sería mejor que no...
Deberíamos irnos. Aunque llueva.
Kate no contestó. La nube en la que
hasta hacía tan solo un momento había estado flotando perdió
bruscamente consistencia y cayó de golpe a la realidad. Kenneth la
soltó de mala gana, salió de la cama y comenzó a vestirse con
rapidez.
Se dirigían hacia Brighton. Estaba más
lejos pero Kenneth decía que no habría más barcos con destino
América hasta dentro de quince días. No se lo había dicho, pero
Kate sabía que pensaba que no era seguro quedarse en Southampton.
Por eso iban hacia el este. Probarían suerte
allí.
—Espérame aquí —le dijo desde la
puerta—. Bajaré a prepararlo todo y te avisaré cuando ya esté
listo, así al menos te ahorrarás diez minutos de
lluvia.
—Eres muy considerado… —suspiró Kate
pensando en las muchas horas que todavía faltaban a
Brighton.
—A lo mejor para entonces ya no
llueve… Piénsalo —le respondió optimista.
Bajó a los establos a buscar el
caballo. Llovía a mares. No iba a dejar de llover ni en diez
minutos ni en todo el día por lo que parecía. Era un auténtico asco
viajar así y lo sentía sobre todo por Kate, él estaba acostumbrado
a cualquier cosa, pero ella… De todas formas no había otra opción.
No se quedaría allí más tiempo del imprescindible. En realidad ni
siquiera era muy prudente…
El golpe que le llegó por la espalda y
le derribó al suelo le confirmó hasta que punto eran acertados sus
temores, pero eso no le resultó de mucho consuelo. Apenas tuvo
tiempo de reaccionar y girarse para esquivar la arremetida que un
corpulento individuo al que jamás había visto pretendía endosarle
con un grueso madero. Le asestó una patada en el vientre, el hombre
soltó el madero y se dobló en dos. Kenneth consiguió levantarse
solo para comprobar que había dos más con él y se interponían entre
ellos y su caballo.
Tenía que conseguir llegar hasta su
montura, llevaba un arma en la bolsa, de todos modos no eran esos
hombres quienes le preocupaban, bueno, no demasiado al menos… Lo
que realmente le alarmaba era que sabía que no habrían venido
solos. Los hombres se abalanzaron sobre él y Kenneth tuvo que
concentrarse en lo que se le venía encima.
Cuando Kate terminó de vestirse y
recogerse el cabello se asomó a la ventana. Estaba diluviando.
Aunque se envolviese en la capa se calaría hasta los huesos. Bien,
tampoco sería la primera vez… Le parecía que Kenneth estaba
tardando, seguro que ya habían transcurrido más de diez minutos.
Esperaba que hubiese pensado en conseguir algo para desayunar
porque estaba muerta de hambre.
No tenía nada que recoger, solo
llevaba lo puesto, así que decidió bajar abajo a esperarle. Era una
posada muy pequeña, apenas dos cuartos. El posadero no había hecho
muchas preguntas cuando llegaron casi a medianoche y se habían
presentado como un matrimonio de viaje por cuestiones de familia, y
aunque los había mirado con cierta sospecha, Kate se decía que
tampoco tenía porque dudar de su palabra, aunque no fuese
cierta.
Salió al corredor y de repente una
mano se clavó en su brazo y algo frío y metálico se apoyó contra su
sien.
—¿Qué hay, Kate? Imagino que no te
preocupa demasiado, pero ¿no has olvidado
algo?
—¡Andrew, por favor! —suplicó ella
intentando dominar el pánico—. ¡Tienes que entender! ¡Deja que te
explique!
—No hace falta que me expliques nada
—dijo Andrew glacial—. Lo comprendo perfectamente. Le quieres y te
marchas con él, ¿no es así?
—Andrew, yo no
quería…
—¡No me importa lo que quisieras! Me
hiciste una promesa…
—Lo sé, pero… —trató en vano de decir
Kate. Sus dedos se clavaban como garras de acero en su piel y la
sujetaba desde atrás de su espalda, impidiendo que pudiera verle el
rostro.
—No te preocupes por eso —dijo lleno
de resentimiento—. Quizá antes de que acabe la mañana puedas decir
que la cumpliste, si no hasta el último, hasta el penúltimo día de
tu vida…
—¡Andrew, por favor, espera! —rogó
resistiéndose a avanzar.
—Esperaremos, pero no aquí —dijo
empujándola hacia el pasillo—. ¡Camina!
La llevó hasta el patio trasero sin
dejar de apuntarla con la pistola. Kenneth estaba allí en medio de
la lluvia, también tenía un arma en la mano y tres hombres
magullados y enfurecidos se resistían a rendirse y aguardaban su
oportunidad al acecho.
—¡Suelta la pistola, Kenneth! —gritó
Andrew.
Kenneth se volvió hacía él con el
arma, pero Andrew tenía a Kate como escudo y apuntaba directamente
a su cabeza.
—¡Suéltala o la mataré también a
ella!
La cólera brillaba en sus ojos pero
sus palabras eran frías.
—¡No! — gritó Kate—. ¡No lo hagas! ¡No
le creas! ¡No lo hará!
—Por Dios te juro —amenazó Andrew
mirando fijamente a Kenneth—, que si no sueltas el arma acabaré con
ella aquí mismo.
Kenneth miró a Kate derrotado y ella
supo lo que iba a hacer.
—Soltaré la pistola si me das tu
palabra de que después dejarás que ella se
marche.
—¡No! —negó Kate aterrada, tenía que
hacérselo comprender… Por más que supiese lo mucho que le había
herido no podía creer que Andrew fuese capaz de dispararla a sangre
fría, en cambio a Kenneth —. ¡Te matará!
¡Márchate!
—Tienes mi palabra —aseguró Andrew—.
Podrá irse adónde quiera con tal de que se marche lejos de
aquí.
—¡No, por favor, Kenneth, no! —gritó
Kate.
Kenneth la miró un largo segundo,
después arrojó al suelo su arma y los tres hombres cayeron como
alimañas sobre él.
—¡No! ¡No!
¡Soltadle!-
Se revolvió desesperada tratando de
liberarse, pero Andrew la contenía como si no le costase el menor
esfuerzo.
Los hombres se cebaron con él,
mientras Andrew observaba impasible y ella sollozaba, pero bastó
una palabra de Andrew para que se
detuvieran.
—¡Jonas,
sujétala!-
Andrew la soltó solo para que un
gigante con la nariz rota la agarrase brutalmente por los codos.
Kenneth estaba malherido, tendido en medio de uno de los muchos
charcos que enfangaban el patio, pero escupió la sangre que llenaba
su boca y se levantó tambaleante y maltrecho para enfrentarse a
Andrew.
—Tenía que haber acabado contigo hace
mucho tiempo —le escupió resentido Andrew.
—Pero no tuviste valor para hacerlo
—replicó con desprecio Kenneth—. Supongo que ya lo has
encontrado.
—¡No te atrevas a decir una sola
palabra! —rugió Andrew aunque el aguacero amortiguaba las voces y
los bañaba a todos por igual en una común desolación—. ¡¡¡Salvé tu
vida y así es como me lo has pagado!!!
Kenneth le miró sombrío. Todo estaba
ya perdido pero no se arrepentía de nada Había hecho muchas cosas
de las que no estaba orgulloso en su vida, pero ninguna de ellas
eran las que Andrew le reprochaba y lo único que lamentaba era
haberle fallado de nuevo a Kate.
—¡La salvaste porque sabías que no
tenías razón! ¡Nos ibas a llevar a todos a la muerte por no dar tu
brazo a torcer! ¡Por eso retiraste los cargos! ¡Lo sabes tan bien
como yo, pero ahora sí la tienes, verdad,
Andrew!
Debió haberle retado a duelo cuando
supo que había sido él quién había avisado a Charlene, y esa era su
intención cuando le detuvo la patrulla. Podría haberlo hecho
también cuando regresó de Ostende, pero se había resistido a seguir
adelante con más muertes. Ahora con seguridad se enfrentaría a la
última.
-¡Es mi esposa, maldito bastardo!
—gritó Andrew ciego de furia amartillando el
arma.
—¡¡¡No es tuya!!! —gritó también
Kenneth, aunque después miró hacia Kate que lloraba derrumbada y
continuó en voz más baja—. Ni mía tampoco… Tenía derecho a decidir
por sí misma…
La lluvia resbalaba por el rostro de
Kate y se mezclaba con las lágrimas.
—¡Andrew, por favor! —suplicó
desesperada—. ¡Volveré contigo! ¡Déjalo ir!
—Es tarde ya para eso —murmuró Andrew
sin volverse.
Los dos se miraron oscuramente. Hacía
mucho tiempo que se conocían. Habían sido amigos y habían luchado
juntos, ambos se entendían sin necesidad de palabras. Andrew tenía
la misma expresión de insensata determinación que aquel malhadado
día en las ciénagas de Walcheren. También Andrew sabía que si
Kenneth tuviera la oportunidad volvería a hacer exactamente lo
mismo.
La sangre manaba de una herida abierta
en su mejilla y estaba completamente empapado, la lluvia caía
chorreando por su pelo y por su ropa, pero tenía la cabeza alta, y
su expresión era sombría pero orgullosa y valiente, y mostraba su
auténtica nobleza, más allá de títulos y posiciones. Kate le miraba
y solo podía llorar y pensar en todos los errores que había
cometido.
Andrew extendió el brazo apuntando
hacia él y luchó por dominar el lacerante dolor que sentía. Había
tratado de no dejarse llevar por el rencor que le embargó cuando
tuvo que dejar la armada, e intentó ser justo más allá de lo que
estaba escrito aceptando que quizá hubiese actuado mal, afectado
por el dolor de la muerte de Sarah, cegado por su negación a
aceptar el fracaso.
Pero esto… Arrebatársela cuando era su
esposa ante el mundo y ante Dios, si es que eso servía de algo, y
él la había amado sinceramente y sólo había querido lo mejor para
ella.
Y ahora…
Su dedo se crispó sobre el gatillo y
disparó el arma. La detonación se mezcló con el grito de horror de
Kate y el olor a pólvora impregnó el ambiente mientras Kenneth
abría incrédulo los ojos y miraba atónito a
Andrew.
—¡Llévatela! —exclamó sordamente
Andrew—. ¡Llévatela a cualquier sitio dónde no tenga que volver a
veros a ninguno de los dos!
—Andrew… —musitó Kenneth sin acabar de
creerlo.
—¡Cállate! —exigió él—. ¡Marchaos para
siempre de una condenada vez!
Kenneth no se lo hizo repetir. Se
dirigió hacia Kate y miró torvamente a su captor. Los hombres
también se miraron entre sí confundidos.
—¡¿Es que no habéis oído?! —exclamó
firme Andrew—. ¡Dejadlos ir!
Kate se liberó y corrió junto a
Kenneth que la estrechó con fuerza contra sí. Ella se desprendió
para volverse hacia Andrew que se había quedado solo en el centro
del patio y les daba la espalda.
—Andrew…
—¡Maldita sea, Kate! —Dijo mientras
veía caer la lluvia—. ¡Vete de una vez!
Oyó como se alejaba el caballo y Kate
desaparecía de su vida. Había adivinado la verdad. Nunca habría
sido capaz de hacerla daño, era solo una artimaña para desarmar a
Kenneth. Si había pasado la noche recorriendo sin descanso caminos
y posadas había sido solo para acabar con
él.
El dolor era una herida abierta en su
pecho pero sería más fácil vivir con eso que con la carga añadida
de otra nueva culpa pesando en su conciencia. En realidad Kenneth
tenía razón y él lo sabía.
-Acaso…¿Nunca había sido
suya.?-
EPÍLOGO
El viento hinchaba las velas y
alborotaba travieso las hebras sueltas de su pelo. Kate no se
cansaba de contemplar el mar desde la barandilla del barco. El
horizonte se extendía hasta más allá de donde alcanzaba su vista, y
allí donde terminaba estaba América, un lugar nuevo y distinto
donde comenzar una nueva vida. No tenían más que unas pocas monedas
y no conocían nada ni a nadie allí, pero eso no le preocupaba, al
contrario, le hacía sentirse libre. Libre de ataduras, de
compromisos, libre para ser aquello que desease
ser.
Había vendido su anillo de compromiso
para pagar los pasajes y había dejado atrás todo lo demás, sin
embargo, cuando Kenneth se lo había propuesto, había sentido muchas
dudas y le había costado apartar sus reticencias, pero él se había
mostrado convincente de una forma tal, que Kate se había sentido
incapaz de resistirse por más tiempo. Convincente de una forma,
todo había que decirlo, que aún le hacía sonrojarse cuando la
recordaba. Así que al final había aceptado, aunque estaba empezando
a pensar que eso amenazaba ya con convertirse en una mala
costumbre. Hacía bastante rato que se había marchado a hablar con
el capitán del barco y ella se había quedado esperando en
cubierta.
El camarote era bajo y estrecho, y
estaba abarrotado de libros e instrumentos de navegación. Tras la
mesa, que parecía próxima a derrumbarse de un momento a otro por el
peso de todos los objetos que soportaba, se encontraba el capitán
Bligh, un hombre de unos cincuenta años, sobrado de peso y de
aspecto casi tan desordenado como su despacho, que en ese momento
miraba con cara de pocos amigos a Kenneth. En sus veinte años de
navegación como capitán de la marina mercante había recibido pocas
peticiones semejantes y solo había accedido a ellas dos o tres
veces, siempre por causas sumamente graves y que no admitían
demora… Y no sentía ningún deseo de complacer esta, ni comprendía
el porqué de tanto empeño. Precisamente la principal ventaja que
encontraba en su oficio era la de permanecer la mayor parte del año
alejado de su esposa y de esas malditas criaturas infernales que
ella se empeñaba en declarar que eran sus hijos, pese a que las
cuentas no estaban todo lo claras que deberían, y tampoco él tenía
el menor interés en indagar sobre ello, y menos aún en oír los
gritos de la señora Bligh cuando se había atrevido a insinuar el
tema.
Cuando aquel hombre se había
presentado ante él con semejante demanda se había negado, y le
había dicho que esperase a desembarcar, pero no se había dejado
convencer y se estaba mostrando excesivamente insistente para la
paciencia del capitán Bligh.
—¿Y a qué tanta prisa? ¿Es que acaso
está ella a punto de dar a luz?
Kenneth miró furioso y agraviado al
capitán, pero hizo un esfuerzo por dominarse y le contestó con
irónica cortesía.
—Le perdonaré esa ofensa ya que no
conoce a la dama en cuestión. No es tan urgente, capitán, pero es
casi igual de grave. La salvación de mi alma y la virtud de Miss
Bentley corren serio peligro si no accede usted a ese
enlace.
Fue ahora el capitán quien miró picado
a Kenneth. Empezaba a pensar que ese hombre se estaba burlando de
él, y eso no le gustaba lo más mínimo. Por otro lado pensó, ya que
tenía tantos deseos de casarse, ¿quién era él para impedírselo? Así
vería lo que era bueno, pensó recordando a su querida
esposa.
—¿Y me asegura usted que no existe
ninguna objeción que pueda impedir el
enlace?
—Le juro por la memoria de mi venerado
padre que no existe ningún impedimento, y que arda su alma
eternamente en el infierno si le miento —declaró Kenneth con total
seriedad.
El capitán Bligh refunfuñó algo
ininteligible entre dientes, pero se puso a rebuscar entre los
destartalados cajones de su mesa. Ni siquiera estaba seguro de que
le quedase alguna licencia, sin embargo por una oportuna
casualidad, entre otros muchos papeles arrugados encontró una.
Aunque necesitaba algo más, y estaba seguro de que no lo tenía, así
que se tendría que encargar él.
—Bien, ya que tiene tanto interés, y
me doy cuenta de que no piensa dejar de molestarme hasta que lo
consiga, búsquese una biblia y un par de testigos, y traiga aquí a
la novia antes de que me arrepienta y cambie de
idea.
—No se mueva, capitán. Volveré
enseguida.
Kenneth salió del camarote sin
intentar ocultar su sonrisa.
—¿Qué te ha dicho? —le preguntó
Kate.
—Que estará encantado de oficiar la
ceremonia.
Ella le miro
desconfiada.
—¿De veras?
Espérame por
el otro extremo de cubierta.
—Buenos días, señoras —dijo
saludándolas con una correctísima y formal inclinación, que a
juzgar por sus miradas de agrado, consiguió en el acto su propósito
de ganarse a las dos damas—. Disculpen que me presente yo mismo,
pero se trata de una cuestión muy importante. Mi nombre es James
Kenneth y me preguntaba si no tendrían ustedes por casualidad un
ejemplar de la biblia.
—Por supuesto que sí, caballero —dijo
la que parecía mayor de las dos sacando un ejemplar de su bolso—.
Nunca vamos a ninguna parte sin ella... El señor ilumina y guarda
nuestro camino, de hecho nos dirigimos a Boston para ayudar en la
congregación de nuestro hermano, que acaba de ser ordenado como
pastor allí.
—Sin duda los ciudadanos de Boston son
afortunados por contar con su dedicación, señoras, ¿pero podría
también yo solicitar su ayuda para una causa igual de
noble?
—Díganos de que se trata —solicitó la
mayor de las hermanas, mientras que la otra, mas tímida, guardaba
silencio.
—Necesitaría que hiciesen de testigos
en el enlace entre mi prometida y yo que el capitán Bligh se ha
ofrecido a celebrar.
Las mujeres se miraron encantadas
entre sí.
—¿Has oído, Mirtle? —exclamó la
mayor—. ¡Una boda! ¡Qué maravilla!
—¡Qué romántico! —suspiró su hermana
embelesada—. Casarse en un barco... Siempre deseé casarme en un
barco.
—¡Vamos, Mirtle! ¡Es la primera vez
que montas en barco!
—Sí, pero aun así siempre soñé con
ello, Midge…
Midge miró reprobadora a su hermana,
aunque volvió a sonreír al dirigirse a
Kenneth.
—Estaremos encantadas de hacer de
testigos. ¿Cuándo será la ceremonia?
—¿Qué tal ahora
mismo?
—¿Ahora mismo? ¡Qué impetuoso es
usted! Su prometida debe de ser muy
afortunada...
—Podrán decírselo personalmente si me
acompañan. Está justo ahí —dijo señalando hacia Kate que observaba
de lejos y perpleja la conversación y no sabía que pensar cuando le
vio regresar acompañado...
—Kate, te presento a Miss Midge y Miss
Mirtle Graham, son hermanas... Señoras, mi prometida, Miss Kate
Bentley.
Kate saludó con una ligera reverencia
a las señoras y estas sonrieron amables.
—¡Hacen ustedes una pareja adorable!
Estamos entusiasmadas, ¿verdad, Mirtle?
—Desde luego. Es usted preciosa,
querida, y su prometido también es muy
atractivo…
Midge volvió a reprender duramente a
su hermana con la mirada, haciendo que esta se sonrojase a pesar de
sus no pocos años. Kate miró a Kenneth sin
comprender.
—Las señoritas Graham se han ofrecido
a ser nuestros testigos de boda y el capitán está
esperándonos.
—¿Ahora?—preguntó Kate
sorprendida.
—Sí, ahora. Si te parece bien,
claro…
Kenneth esperaba su respuesta y las
mujeres también la miraban expectantes.
—Ahora es perfecto —dijo Kate
sonriendo para alivio de Kenneth.
Las señoras se miraron
felices.
—¿No es emocionante,
Midge?
—Lo es, Mirtle, pero no te emociones
demasiado… —la regañó.
El capitán se levantó resignado cuando
los vio aparecer. Pensaba que con un poco de suerte quizá hubiese
cambiado de opinión.
—Bien, traiga acá la
biblia.
Midge le entregó su ejemplar y el
capitán empezó a hojearla buscando la parte que
necesitaba.
—Vamos a ver... Ah… Ya me ha marcado
la página, que amable de su parte… Bien… Estamos aquí reunidos para
unir a este hombre y a esta mujer en sagrado
matrimonio.
El capitán alzó la vista del libro por
encima de sus lentes y miró a uno y a otro
alternativamente.
—James Kenneth y Katherine Bentley,
¿declaráis que venís aquí libremente y que no hay obstáculo alguno
que impida vuestra unión?
Medió un corto silencio pero tras él
los dos respondieron afirmativamente, más decidido Kenneth, más
tímida Kate.
—Si alguien tiene algo que decir, que
hable ahora o calle para siempre —dijo el capitán sin levantar
apenas la vista de las páginas. No iba a perder con aquello toda la
mañana…
—James Kenneth —prosiguió—, ¿quieres a
Katherine Bentley como legítima esposa y prometes serle fiel en las
alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, en la
riqueza y en la pobreza todos y cada uno de los días de vuestra
vida hasta que la muerte os separe?
—Sí, quiero —dijo él con voz firme
tomando las manos de Kate y mirándola a los
ojos.
—Y tú, Katherine Bentley, ¿quieres a
James Kenneth como legitimo esposo y prometes serle fiel en las
alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, en la
riqueza y en la pobreza, todos y cada uno de los días de vuestra
vida hasta que la muerte os separe?
—Sí, quiero —susurró
ella.
—En ese caso, y por la autoridad que
me otorga su majestad el rey Jorge, os declaro marido y mujer.
Puede besar a la novia.
Mirtle lloraba sonoramente pañuelo en
mano, e incluso Midge enjugaba disimuladamente alguna lágrima, y
eso a pesar de que la última frase del capitán Bligh había sido
pronunciada con más que evidente sarcasmo.
Y es que hacía ya largo rato que el
novio besaba a la novia.
LA LUNA SOBRE
AMRAVATI
La luna acaba de aparecer en el
horizonte, brillante, llena, redonda y muy blanca, pero todavía no
es de noche. El verano acaba prácticamente de comenzar y en esta
época del año los atardeceres en Amravati se alargan perezosos y
tranquilos.
Los niños juegan por las calles
estrechas, se persiguen unos a otros y uno de ellos está a punto de
caer al chocar contra él, pero recupera con rapidez el equilibrio y
sigue su carrera mientras grita una
disculpa.
—¡Kheda,
sahib!
Los aguadores pasan voceando, en los
hornos los panaderos siguen a su tarea y en plena plaza una anciana
cocina arroz, lentejas verdes y unos pequeños garbanzos oscuros que
pueden acompañarse con más de una docena de clases diferentes
de curry,
también vende ghi
y buñuelos bañados en
chutney de tamarindo, higos o coco. Los olores se mezclan con
los que provienen de las casas iluminadas. Son aromas que no hace
tanto tiempo le resultaban extraños y que ahora le abren el apetito
y llaman insistentemente a su paladar. Por apenas un par de monedas
la mujer llena las escudillas de los hombres que regresan de los
campos. Andrew también tiene hambre pero prefiere aguardar un poco
más.
La luna parece ahora todavía más
grande y más brillante. Se diría que basta con extender la mano
para cogerla. Andrew no puede dejar de mirarla. Ejerce sobre él una
poderosa atracción, una especie de fascinación… No tiene nada que
ver con el distante y apagado astro que conociera en Inglaterra, la
esquirla tímida de las noches en vela cuando aún era militar, el
fantasma pálido y lejano, velado por las nubes de
Greenthill.
Las callejuelas se van quedando atrás
y la gran casa blanca con el tejado de palma se divisa al final de
la calle, abierta y acogedora, rodeada de palmeras y magnolias,
envuelta en jazmín y madreselva, los estanques cubiertos de flor de
loto. Una sonrisa se dibuja en su rostro. Ama aquel lugar por
encima de todas las cosas. Allí reside su corazón y su
alma.
Cuando entra, un sirviente le saluda
con exagerada ceremonia. Su ropa y su turbante son de un blanco
impoluto y, como siempre que le ve, Andrew se pregunta cómo es
posible que consiga mantenerse constante y perfectamente
inmaculado.
—Bienvenido, señor —saluda en un
correcto inglés.
Le recoge la sahariana cubierta de
polvo y pregunta si desea que le prepare ahora el baño. Andrew
duda, aunque aún falta por llegar lo peor hace ya mucho calor en
Amravati. El agua fresca es una promesa atrayente y tentadora, pero
lo rechaza. Se bañará más tarde. Con
ella.
Una risa llega desde el jardín y sale
al encuentro de aquel amado sonido.
—Andrew —ríe
ella.
La risa es agua en su boca. Chandra
ríe y el mundo ríe con ella.
—Chandra.
Está sentada en la hierba, acompañada
por una joven sirvienta. La muchacha se incorpora y hace una
inclinación antes de retirarse. Chandra, sonriente, le tiende la
mano para que le ayude a levantase. Está tan bella aquella tarde…
Su sari tiene los colores del anochecer: turquesa, malva e índigo.
En realidad siempre está bella. Su rostro almendrado y dulce, sus
labios rojos como rubíes, sus ojos del color del cielo justo antes
del alba… Cuando la mira, Andrew recuerda viejos retazos de salmos
casi olvidados: “Que hermosa eres, amada mía, que
hermosa…”
—Llegas tarde —dice suavemente
ella.
—Solo pensaba en volver —responde él y
después la besa.
Y es cierto que ha sido en eso en lo
que ha estado pensando toda la tarde, mientras escuchaba las
exigencias del comisionado en cuanto a los plazos de entrega y
trataba de calmar los temores de Wharton-Rhiis y su constante
incertidumbre en cuanto a la marcha de las cosechas. También es
cierto que Andrew no sabe demasiado de cosechas de algodón, no más
que John, sin embargo está convencido de que todo irá bien. Tiene
esa certeza.
—¿Cenamos?
—Cuando tú quieras —responde él
verdaderamente hambriento.
Ella busca con la mirada a la
muchacha, que se ha retirado discretamente a un rincón, y le da una
corta orden.
—Dinara, jalda
hi.
La joven asiente y vuela rápida hacia
el interior, cuando ellos entran un poco después todo está
preparado ya. Docenas de cuencos y platos, más grandes y más
pequeños, repletos de alimentos de los más variados colores y
sabores se extienden sobre una amplia mesa baja. Chandra se sienta
con las piernas cruzadas sobre la alfombra tejida de bambú y Andrew
se acomoda a su lado. Coge una de las bandejas y se la ofrece, es
pollo tandoori, uno de sus platos favoritos, y ella lo
sabe.
Chandra come directamente con los
dedos, también él ha adoptado esa costumbre, aunque nunca podrá
igualar la infinita gracia con la que ella pellizca diminutas
porciones de arroz y las lleva delicadamente hasta su boca. Le
gusta tanto mirarla mientras come… Mientras, Chandra le cuenta lo
que ha hecho ese día y le pregunta por los trabajos en el campo,
por John y le advierte de que no confíe en los funcionarios
locales, ni en sus palabras dulzonas y lisonjeras, porque son todos
un hatajo de holgazanes que solo se molestarán en hacer su trabajo
si se los amenaza con arrastrarles por los caminos y utilizar sus
restos para dar de comer a los perros.
Andrew sonríe al escucharla hablar
así, en su inglés suave, grave y musical, y sabe que tiene razón.
No lleva más de un año en la India, pero ha podido comprobar que
los nativos son generosos en buenas palabras, pero lentos en
hechos, en especial los que se encargan de la
administración
Fue John Wharton-Rhiis el que le
arrastró hasta aquella región remota. Era un
viejo
conocido suyo de Eton al que la suerte
no había acompañado en exceso, y no es que Andrew pudiera
considerarse agraciado por la fortuna. El suicidio de su primera
esposa, su controvertida salida de la armada y el fracaso de su
segundo matrimonio, fuga de su esposa con otro hombre incluido, le
habían retirado por completo de una vida social que, por otra
parte, nunca había apreciado demasiado.
Las circunstancias de Wharton-Rhiis
eran distintas, pero igualmente complicadas. Aunque pertenecía a
una familia antigua y adinerada, las malas inversiones y la
fatalidad le habían dejado poco menos que en la ruina. John era un
hombre íntegro y entusiasta, pero nada hábil en los negocios.
Cuando recurrió a su ayuda lo sintió por él, porque era duro ver a
un viejo amigo pasar por el trago de exponer abiertamente lo
crítica que era su situación. John había invertido cuanto le
quedaba de su capital en una plantación de algodón al norte de la
India. Los campos eran buenos y la tierra fértil, pero los gastos
para ponerlo todo en marcha excedían a lo que él había previsto, y
también, le confesaba, había pasado una mala racha. Ahora lo había
superado y estaba dispuesto a salir adelante, pero necesitaba
ayuda.
Andrew le habría dado simplemente el
dinero, no sin más, porque al fin y al cabo, aunque era generoso,
no era estúpido, y sabía que John tenía más voluntad que talento
para los negocios. Pero era un amigo, y no habría sido capaz de
despedirlo simplemente con buenas palabras. Seguramente fue por eso
por lo que acabó acompañándole hasta Amravati, John no se conformó
con limitarse a aceptar el préstamo, insistió e insistió hasta que
persuadió a Andrew para que se convirtiese en su socio y viajase
con él a la India. No era una idea tan descabellada después de
todo, Andrew odiaba Greenthill y Southampton, y también evitaba
Londres, y su actividad se limitaba a encuentros periódicos con su
administrador y sus agentes. En ocasiones la rutina y las
obligaciones le ahogaban con la fuerza de una soga al cuello. A
veces Andrew odiaba su vida, se consideraba un fracasado y un
necio, maniatado por los límites autoimpuestos del decoro y el
deber, cuando todos a su alrededor se burlaban y se reían de él y
de sus principios. A veces deseaba olvidarlo todo en el alcohol, y
ser cruel, egoísta y despótico, y ganarse de ese modo, si no el
amor, al menos el temor de los demás. Sin embargo nunca lo hizo.
Era también demasiado honesto para
eso.
Así que se dejó convencer y embarcó
con Wharton-Rhiis rumbo a la India. Durante el largo viaje tuvo
tiempo de arrepentirse muchas veces de aquella decisión, las
tormentas, el calor agotador, el agradecimiento igual de agotador
de John, el bullicio desordenado con el que le recibió la India…
Cuando llegó a Mahjarashtra, Andrew solo pensaba en cubrir cuanto
antes el expediente, dejar allí a John y regresar lo más pronto
posible a Inglaterra.
Pero eso fue hasta que conoció a
Chandra.
John y él eran huéspedes en casa de su
padre, un dignatario local al que John conocía desde hacía tiempo y
con el que tenía negocios. Andrew sospechaba que además se había
lucrado y abusado de la buena fe de su amigo. En cualquier caso,
Hurri, así se llamaba el padre de Chandra, los recibió
magníficamente, los colmó de halagos y atenciones y se negó a que
se alojaran en ningún otro lugar.
Hurri era rico y tenía una espaciosa y
hermosa casa con multitud de habitaciones agrupadas en torno a un
gran patio central. También tenía cuatro hijas. Se cubrían el
rostro con el velo en presencia de extraños, pero sus risas, sus
miradas descaradas y sus constantes cuchicheos hacían que fuese
difícil ignorarlas. Entonces Andrew no sabía nada de hindi, pero
Wharton-Rhiis se encargaba de traducir sus murmullos. Según las
jóvenes el rostro de John guardaba grandes semejanzas con el de un
caballo, lo que no dejaba de ser bastante cierto, en cambio todas
coincidían en afirmar que Andrew era
hai??asam, muy apuesto, apuntaba divertido John, y las
muchachas reían más alto y escondían sus rostros, y después volvían
a intercambiar secretos entre ellas, excepto
Chandra.
Era la mayor y quizá por eso se
mostraba más seria y callada que el resto de sus hermanas, y no le
esquivaba el rostro. Cuando Andrew la miraba también ella se le
quedaba mirando, sonriente y serena. Y era tan bella… Era
prácticamente imposible dejar de mirarla.
Hurri no tenía prisa por que se
fueran. Retrasaba con excusas el comienzo de los trabajos y
proponía nuevos negocios en los que obtener cuantiosos resultados
sin exigirles el menor esfuerzo ya que Hurri se ocuparía de todo y
ellos solo tendrían que poner el capital.
Andrew desconfiaba de Hurri e incluso
Wharton-Rhiis rechazaba agradecido sus ofertas, y después le
explicaba a Andrew que en la India todo era así y que era casi
imposible ir de A a B sin pasar antes por C. Andrew no acababa de
ver el sentido lógico de aquello pero las semanas fueron pasando
y también él, inadvertidamente, fue olvidando los negocios y
el algodón para pensar solo en Chandra.
Era una especie de presencia fugaz e
inconstante. Aparecía cuando menos la esperaba y desaparecía en
cuanto conseguía entreverla, pero con el tiempo fue descubriendo
sus costumbres. Chandra envuelta en sombras a través de la ventana
enrejada de su cuarto. Con un cántaro apoyado en la cintura junto a
la fuente del patio cuando la mañana acababa de alborear y los
pájaros te despertaban con sus gritos. Chandra en el mercado,
cubierta de pies a cabeza con el velo, pero inconfundible por su
gracia al caminar, su ligereza, el tintineo de las esclavas de
plata que adornaban sus tobillos. Chandra en el jardín al
anochecer, rodeada por la cháchara constante de sus hermanas,
silenciosa y observándole también en la
distancia…
El baño no está totalmente cerrado,
solo una celosía lo separa del jardín. La
temperatura
es alta y el agua esta agradablemente
fresca. La pileta se halla excavada en el suelo y decorada con
mosaicos, es muy amplia y al menos cuatro personas cómodamente
sentadas podrían disfrutar del baño y conversar amigablemente a la
vez, pero esa noche solo la ocupan ellos.
Hay velas encendidas por todos los
rincones y el aire huele a mirra y jazmín. Chandra desenvuelve su
sari mientras Andrew la mira. Su cuerpo es pura belleza, el cabello
castaño y brillante cubriéndole por completo la espalda, la piel
dorada, los senos redondos de erguidos pezones marrón oscuro, la
cintura estrecha, las caderas firmes y delgadas, las piernas
esbeltas, su vientre oscuro y dulce. Podría pasarse la vida
simplemente admirándola.
Entra desnuda en el agua, se sienta
junto a él y le ofrece su boca. Andrew bebe de ella, sediento de
una sed que solo Chandra puede calmar.
Fue así ya desde la primera vez que la
besó.
Era una noche asfixiante. Andrew
deshacía su cama dando vueltas, incapaz de dormir
a
pesar de los ventanales abiertos de
par en par, prácticamente desnudo, pues el calor hacía que el roce
de cualquier prenda se convirtiese en una tortura. No oyó nada,
pero algo le hizo volverse y entonces la
vio.
¿Cómo supo que era ella? Estaba
demasiado oscuro incluso para distinguir sus ojos gris cielo. Tal
vez por su perfume a vainilla y sándalo, por su aura de misterio y
silencio, o quizá solo porque era eso lo que
deseaba.
Sí, después de todo Andrew aún era
capaz de albergar anhelos, a pesar de los desengaños y las
frustraciones y de su aversión a volver a empeñar su confianza y su
corazón, aún a pesar de todo eso, Andrew todavía sentía la fuerza
del deseo. Y era imposible no desear a
Chandra.
Sin embargo ni siquiera había
considerado acercarse a ella, que sintiese deseos no quería decir
que se abandonase alegremente a ellos, aparte de absurdo habría
sido indigno. Lo que ocurrió fue que Chandra no lo veía del mismo
modo.
Se incorporó y buscó su camisa,
rechazando por ridículas las ideas que cruzaron por su cabeza y
asegurándose a sí mismo que lo más seguro era que hubiese una
explicación perfectamente lógica para que Chandra, si es que era
Chandra, irrumpiese en su cuarto en plena
noche.
—¿Se encuentra bien? ¿Ocurre algo?
—preguntó dándose cuenta al instante de que ignoraba si hablaba su
idioma.
Ella se le acercó y puso la punta de
sus dedos en sus labios indicándole que guardase silencio. No era
necesario. Andrew se había quedado sin palabras. Ahora estaba
seguro de que era ella y no se le ocurría nada que
decir.
Chandra retiró su mano, se acercó un
poco más a él y se puso de puntillas sobre sus pies
descalzos.
Andrew se inclinó hacia ella como
empujado por una fuerza irresistible. Fue tan maravilloso besarla…
Sus labios plenos y jugosos, su lengua tímida pero arriesgada, su
cálida acogida, enardeciéndole y alentándole a ir aún más lejos,
llevándole a la locura.
Nunca nadie antes lo había besado así,
con esa mezcla de inocencia y voluptuosidad. Sarah estaba demasiado
rígidamente educada para entender que no bastaba solo con dejarse
hacer. Kate. ¿Alguna vez pudo besar a Kate y pensar que no estaba
tomando algo que no le pertenecía? Y las demás… Besos comprados,
porque también Andrew era humano y aquello al menos era un trato
justo, un poco de dinero a cambio de un entusiasmo fingido. Pero
ella… Andrew habría jurado que apenas poseía experiencia, sin
embargo el calor, la entrega, su ardiente
pasión…
Las manos de Chandra recorrían su
cuerpo, no eran realmente caricias, más bien era como si le palpase
intentando reconocerle, igual que lo habría hecho alguien privado
del sentido de la vista. Él también la acarició, ansioso,
apresurado, buscando y encontrando su piel entre las
aberturas del sari. Ella rozó su miembro endurecido y Andrew exhaló
un gemido. Deseó derribarla en ese mismo momento sobre su cama,
deseó desnudarla y poseerla y presumió que ella no se
opondría.
¿Entonces por qué se detuvo? ¿Por qué
se apartó de ella y sujetó sus manos para que no siguiera
tocándolo? ¿Por qué la rechazó furioso?
—¡Basta!, ¡está mal!. ¡Mal! —repitió
para hacerse entender—. ¡No puedo hacer esto! ¿No lo
entiendes?
Ella le miró. Estaba oscuro pero
adivinaba su confusión. Su voz que nunca antes había oído sonó con
marcado acento hindú pero armónica y clara.
—No, no lo
entiendo.
Y Andrew comprendió que no se refería
a sus palabras sino a sus actos, y aquello habría sido mucho más
difícil de explicar.
—¿Qué quieres de mí, mujer? —le
preguntó sintiéndose de repente cansado.
¿No estaba acaso prometida? ¿No se
debía a su familia, su religión, sus costumbres…? ¿No se daba
cuenta de que de apenas quedaba una cascara del Andrew joven,
ilusionado y fácilmente entusiasta que alguna vez fue y de que
incluso, aunque no hubiese sido así, sus mundos eran demasiado
distintos?
—Te quiero a ti, Andrew Wentworth
—dijo ella en voz baja y dulce— ¿Qué es lo que quieres
tú?
Andrew se quedó sencillamente pasmado
y no se le ocurrió ninguna respuesta que darle. Cuando Chandra se
cansó de esperar se recogió el sari sobre su hombro y salió de la
habitación tan silenciosamente como había
entrado.
Los días que siguieron después fueron
un auténtico suplicio. Andrew no podía pensar en otra cosa que no
fuese Chandra. Sus labios mullidos y suaves, su boca y su lengua
prometiendo todo tipo de placeres, sus manos que no temían
provocarle… La buscaba a todas horas por el día y la esperaba
despierto toda la noche, pero de día ella hacía como si no le viese
y la noche nunca volvió a traerla.
Andrew padecía por incontables
motivos. Por la sorprendente indiferencia de ella actuando como si
nada hubiese ocurrido, por su propia estupidez al rechazarla y
sobre todo por volver a dejarse afectar por una mujer, cuando había
estado convencido de que jamás ninguna volvería a importarle, y en
realidad había bastado con un único beso suyo para dejarle
trastornado.
Trataba de encontrar una salida digna
a todo aquello. ¿Sería posible pedirla que fuera su esposa?
¿Deseaba él acaso casarse de nuevo? ¿No era un hecho que por alguna
parte de Greenthill debían andar los papeles que según el
procurador harían de él nuevamente un hombre soltero y que no se
había molestado en presentar porque no pensaba jamás volver a
contraer matrimonio? Y aunque aquello se arreglase, era de sobra
conocido que los ciudadanos ingleses no se casaban con mujeres
nativas, en todo caso las tomaban como
amantes.
Sí, era así de sencillo. Solo tenía
que haber olvidado sus principios. Tomar su cuerpo sin importarle
nada más.
Y ahora era ya demasiado tarde,
Chandra no parecía por la labor de darle más de lo que ya le había
dado y Andrew había malgastado demasiado tiempo persiguiendo
imposibles. Ella era una joven bella y bien situada en la rígida
escala de la sociedad india, seguramente aquello había sido solo un
capricho, el devaneo rápidamente olvidado de una
noche.
Los días fueron pasando sin que tomase
una resolución, ansiando un gesto de ella que le diese una
respuesta, cuando la fecha de su partida se decidió repentina y
bruscamente. Llegó un mensaje para John requiriendo su presencia
urgente en Nagpur. Se lo comunicaron a Hurri que prorrumpió en
lamentos por su partida. Wharton-Rhiis ya estaba acostumbrado a
esas grandes y falsas demostraciones de dolor, para Andrew habría
sido un espectáculo cuando menos insólito si no hubiese sido
incapaz de pensar en otra cosa que no fuese
Chandra.
Toda la familia de Hurri se había
reunido para despedirlos, sus hermanas murmuraban como siempre
entre ellas y no le quitaban ojo de encima. Él solo estaba
pendiente de Chandra, esperando al menos una última mirada suya. Su
serena calma imperturbable le perturbaba más que ninguna otra cosa.
¿Sería capaz de dejarle marchar sin concederle ni siquiera
eso?
John se despedía de Hurri. Andrew
volvió a mirarla y la vio tan bella, tan perfecta y tan
inalcanzable que no puedo hacer otra cosa que ir directamente hacia
ella, aunque Chandra hizo como si no se diese cuenta y siguió
mirando impasible hacia algún lugar
indefinido.
—Yo también te quiero a
ti.
Fue como si hubiese pronunciado las
palabras mágicas. Chandra se volvió y le miró con sus
almendrados ojos grises.
—¿Y me quieres contigo? —dijo en su
inglés un poco titubeante.
—Te quiero conmigo más que ninguna
otra cosa en el mundo —afirmó casi con
rabia.
Ella sonrió
serena.
—Entonces me iré contigo, Andrew
Wentworth. Espera un poco…
Chandra dejó a Andrew con sus hermanas
que miraban boquiabiertas, fue junto a su padre que aún estaba
despidiéndose de Wharton-Rhiis, e interrumpió su conversación para
decirle unas cortas frases en hindi.
El silencio se hizo mientras
Wharton-Rhiis se ponía primero amarillo y después verde, luego todo
se volvió muy confuso. Hurri miró furioso a Andrew y comenzó a
gritar a su hija y a pronunciar lo que solo podían ser amenazas, la
madre de Chandra se tiró al suelo, se echó a llorar y a coger
puñados de arena y derramarlos sobre su cabeza, mientras que las
hijas menores se cubrían la cara con las manos tratando de
disimular sus risas nerviosas.
Solo Chandra conservó su calma
inalterable, ignoró los gritos de su padre, le dio la espalda y se
acercó a Andrew que lo observaba todo
estupefacto.
—¿Nos vamos? —le preguntó
tranquila.
La luna se filtra por la ventana de su
dormitorio. Su luz ilumina el cuerpo de
Chandra,
sus manos están llenas de ella y tiene
su sabor en su boca. Es miel y ajenjo, cilantro y lima, canela y
jengibre. Nunca se cansa de probarla. También ella le besa. Sus
caricias curan sus heridas, cierran cicatrices, se llevan con ellas
toda la tensión.
Se aman todas las noches y cada vez es
como la primera vez.
Wharton-Rhiis le conto lo que le había
dicho a su padre, que había entregado su
cuerpo
al angrezi y que por lo tanto no podía ya casarse. Andrew
solo le preguntó por qué había sido tan distante con él, por qué le
había estado esquivando. Chandra sonrió y le dijo que ella ya sabía
y que únicamente esperaba a que él también supiera. Él le preguntó
cómo podía estar tan segura. Solo quería entender. Estaban juntos,
desnudos sobre el lecho y ella alzó su mano y con suavidad tocó su
frente, su pecho, su sexo.
—Lo supe aquí… aquí… aquí
-
¿Cómo podía no
amarla?-
Un brahman
accedió a oficiar la ceremonia. Andrew
no entendió ninguna de las palabras, pero realizó los ritos, arrojó
al fuego las ofrendas, ató un collar de flores alrededor de su
cuello, tiznó con polvo carmesí sus cabellos e intercambiaron los
regalos. Chandra le dio una de las esclavas de oro de sus tobillos,
él le regaló su reloj. A falta de otros invitados, John se ofreció
a tirarles el arroz.
El comisionado británico le confirmó
como ya suponía que aquello no surtía ningún valor a efectos
legales, pero desde aquel día Chandra lució el
bindi rojo en la frente que la señalaba como una mujer casada
y cuando él le habló de los problemas legales que existían, ella se
rio con su risa sencilla y fácil y le aseguró que no necesitaban
nada más. Estaban dhan´ja,
bendecidos.
Cuando se establecieron en la casa,
sus hermanas vinieron un día a visitarla. Chandra estalló de
alegría, siempre se mostraba radiante pero aquel día resplandecía.
Eran sus hermanas. Andrew no tenía hermanos, ni hermanas, pero
podía entender lo que significaba para ella. Las muchachas
parloteaban sin cesar mientras admiraban la casa. No era tan grande
como la de Hurri, pero sí más cómoda y moderna. Por entonces Andrew
ya hablaba suficiente hindi como para entender sus cumplidos que
hacían aún más feliz a Chandra.
Chandra dispuso que sirvieran la
comida para ellas y Andrew las dejó solas porque se daba cuenta de
que se mostraban más cohibidas cuando él estaba delante. No faltó
mucho rato. Cuando regreso su dulce Chandra estaba echando de casa
a sus hermanas a gritos destemplados.
—¡Cu?ail??,
dv?..! ¡ Kabh? p?ha ? nah?!
-¡Brujas envidiosas!, ¡no volváis
nunca!. Eso era lo que querían decir esas palabras. Ella se
tranquilizó en cuanto le vio, se abrazó a él, oculto el rostro en
su pecho y se negó a contarle lo que había pasado. Le dijo que
nunca más volvería a abrirles sus puertas.
Fue la más pequeña quien se lo contó.
La encontró antes de que se marchasen y parecía tan arrepentida que
no le costó nada sonsacarle la verdad. Su padre las había mandado
para que convenciesen a Chandra de que volviese. Ya no se casaría
con el rico primogénito punjabi con el que estaba concertado su
matrimonio, pero arreglaría su boda con algún comerciante
viudo.
Chandra no había querido escuchar y
sus hermanas se habían enfadado con ella, le explicó la pequeña
Prithika, le habían dicho que era estúpida, que él se volvería
a I?glai??a antes o después y Chandra se quedaría sola, se volvería
fea y vieja y ya nadie la querría.
Prithika le pidió que la dejase ir
cuando vio el gesto de tristeza de Andrew, pero antes le rogó que
le dijese a Chandra que ella no pensaba como sus hermanas, y que la
gustaría mucho volver a visitarla algún
día.
Pero ya no hubo más visitas. Hurri
renegó de Chandra y declaró que ya no existía para él ni para los
suyos.
Las piernas de ella se enlazan con
fuerza alrededor de su cintura. Chandra exhala un sollozo agónico
mientras pronuncia su nombre.
—¡Andrew!-
¡La ama tanto!, de todas las maneras
posibles. El placer es solo una forma más demostrárselo.
Dedicará su vida a demostrárselo.
Sabe perfectamente lo mucho a lo que
ella ha renunciado por él, ha perdido a su familia, su nombre, su
casta. Se ha apartado del dharma
y ahora es una
dalit,
una paria… También sabe lo que piensan de todo aquello los miembros
del Rotary Club y sus esposas, y desde luego no se le oculta lo que
pasaría si se le ocurriese llevarla con él a
Inglaterra.
Es algo contra lo que Andrew no puede
luchar y si algo ha aprendido es a escoger sus batallas. Así que
escribió una larga carta dando instrucciones a sus abogados. En
primer lugar los urgió a que apresurasen todos los trámites
necesarios para que Chandra pudiera ser considerada legalmente su
esposa. Después ordenó que se procediese a la venta de todas sus
propiedades en Inglaterra y que se preparasen las disposiciones
precisas para que, en caso de que a él le ocurriese algo, todo
pasase a manos de Chandra y de sus descendientes. Aparte de eso no
puede hacer mucho más, solo amarla y procurar por todos los medios
posibles hacerla dichosa.
Ella sonríe con los ojos cerrados,
agotada y feliz, y él apoya su mano protectora
y
cariñosamente sobre su vientre todavía
apenas redondeado. Sí. Una pequeña vida crece desde hace solo unos
meses en su interior.
Por eso Andrew ya no volverá jamás a
Inglaterra y empleará todos sus esfuerzos en devolverle al
menos una parte de lo mucho que ella le ha
dado.
Es tarde ya y Chandra se queda dormida
enseguida, pero él no se cansa de
contemplarla.
La luna está alta en el
cielo.
Es la más hermosa que Andrew haya
visto nunca. La dejó apoyada en la barandilla y se dirigió a una
pareja de maduras señoras que paseaban
F I N
Nota.
En hindi, Chandra significa luna.