Cabalgó sin descanso durante horas,
pero llegó un momento en el que se dio cuenta de que el caballo
caería reventado al suelo de un momento a otro si no paraba, así
que aflojó la marcha y se detuvo en la primera casa de postas que
encontró.
La mañana era luminosa y alegre, pero
sus pensamientos eran sombríos. Muchas veces durante el camino
había sentido el impulso de darse la vuelta y regresar para buscar
a Andrew y terminar con todo de una vez. Lo habría hecho de buena
gana y no tenía miedo a fracasar, pero le parecía dolorosamente
humillante mostrar a Kate de un modo tan evidente cuanto
significaba para él, cuando había bastado que Andrew llegase con su
dinero y su posición, apenas un mes después de que la hubiese
tenido desfallecida en sus brazos, para que Kate se entregase a
él…
Kenneth intentaba odiarla, pero muy a
su pesar se decía a sí mismo que él debería comprenderla mucho
mejor que cualquier otro. ¿Acaso podía juzgarla? Sin duda tenía
derecho a esperar algo mejor de lo que él habría podido darle, ni
tan siquiera su apellido. Charlene no se había molestado ni en
responder a su carta, pero eso no había sido una
sorpresa.
Charlene… Una persistente y molesta
voz le decía a Kenneth que en realidad solo estaba recogiendo lo
que había sembrado y que ahora no venía a cuento quejarse. Y además
¿por qué se había empeñado de ese modo en ella? Había sido un error
dejarse prender por Kate, nunca antes lo había cometido y ahora
pagaba aquel precio amargo. Aun así, entre todos los hombres de
esta tierra, ¿tenía que casarse precisamente con Andrew? Sin duda
era algún tipo de castigo que alguien le tenía reservado y tenía
que haber sido ella quien…
—¡Capitán Kenneth! ¡Qué dichosa
coincidencia!
Apenas había mirado a su alrededor,
así que le sobresaltó esa voz ligeramente familiar que interrumpió
sus pensamientos.
—Lady Carter… —dijo Kenneth sin
molestarse en desarrugar su ceño fruncido—. No la había
visto.
—¿Va usted hacía Portsmouth al
encuentro con la flota?
—Así es, señora —dijo brevemente,
mientras con la mirada buscaba al mozo que debía traerle el caballo
de recambio.
—Yo voy a Drayton. Acaba de nacer mi
primer bisnieto, si no Dios sabe que no saldría de mi casa. Es el
mismo camino. ¡Qué suerte la mía! Quizá sería usted tan amable de
acompañarme. Después de aquel penoso incidente del que me libró,
créame, ya no viajo tranquila.
—Lo haría con gusto —respondió Kenneth
pensando solo en un modo rápido de quitarse a la anciana de en
medio—, pero el caso es que voy retrasado y no creo que pueda
aguardar el ritmo de su coche.
—Es verdad. No querría perjudicarle,
pero hágame entonces al menos la cortesía de almorzar conmigo. Me
acaban de preparar una habitación y Miss Jenkins y yo ya nos lo
tenemos todo contado. Sería tan agradable tener noticias nuevas
sobre la marcha de la campaña… He estado toda mi vida casada con un
militar y en mi casa no se hablaba de otra cosa. No sabe lo que
echo de menos esas conversaciones.
—Lo siento, Lady Carter. Será en otra
ocasión.
—Por favor, capitán —insistió la
señora—. Tendrá usted que comer en alguna parte y no tenemos por
qué hablar de la guerra, también podríamos hablar de nuestra común
amiga, Miss Bentley.
Kenneth apenas había prestado atención
a la anciana intentando solamente deshacerse de ella de algún modo
que no fuese demasiado brusco. Habían simpatizado desde el momento
en que se conocieron pero ese día no se sentía capaz de ser
sociable. Sin embargo, ahora había captado su interés, y Kenneth se
fijó en cómo le estaba examinando con su inteligente y aguda
mirada.
—¿Por qué habríamos de hablar de Miss
Bentley?
—¡Oh! Es un tema muy interesante de
conversación… En el condado no se habla de otra cosa, ¿verdad, Miss
Jenkins?
Miss Jenkins era una madura señora que
ejercía de dama de compañía de Lady Carter y que asintió sin abrir
la boca mientras no quitaba ojo de encima al capitán, que ya
comenzaba a sentirse molesto por tanta observación, pero mal que le
pesase se resistía a marcharse de allí sin escuchar lo que quería
contarle Lady Carter.
—Nos traerán la comida enseguida.
Háganos compañía un momento. Incluso dos viejas como nosotras no se
encuentran a gusto estando solas en una posada. Quizá ya sepa usted
lo de su próxima boda…
—Sí, casualmente he oído hablar de
ello —asintió Kenneth luchando por no hacer demasiado visible su
tensión.
—Pero seguramente desconozca usted que
su padre, un idiota que no tiene dos dedos de frente, y cualquiera
que le conozca le dirá lo mismo que yo, la había prometido con ese
viejo usurero judío de Marley para evitar ir a prisión por deudas.
Desde luego habrían hecho una bonita pareja… Si no hubiese sido por
la providencial intervención de Mr. Wentworth, Dios sabe lo que
habría sido de esas dos mujeres, sobre todo de la pobre Mrs.
Bentley que seguro que ya ha sufrido
bastante.
Lady Carter le contaba todo esto con
una plácida y serena sonrisa mientras él intentaba seguir fingiendo
indiferencia.
—Andrew siempre ha destacado por su
generosidad —contestó con desprecio—. No es muy difícil mostrarla
cuando te cuesta tan poco conseguirla.
—Ciertamente es usted uno de los más
indicados para hablar de su generosidad… —replicó mordaz Lady
Carter—. Después de aquel lamentable asunto… ¿Fue en
Austerlitz?
—Fue en Walcheren —la corrigió
secamente Kennneth.
La anciana sonrió apacible y
complacida. Definitivamente debía de ser alguna razón perversa la
que le llevaba a aguantar todo aquello.
—Es verdad, Walcheren… Que idea más
absurda, miles de hombres enfermos de malaria antes siquiera de
entrar en combate. Supongo que la moral no estaría muy alta cuando
llegó el momento de luchar, pero así es el ejército, ¿verdad? Una
orden es siempre una orden y si se tiene el valor de desobedecerla
hay que saber también atenerse a las consecuencias. Aun así
curiosamente usted persistió en continuar en la armada. Mr.
Wentworht hizo bien en abandonarla. No se parecía en nada a su
padre. ¿Sabía usted que mi marido y Christopher Wenworth sirvieron
juntos en Bengala?
—No, señora, no lo sabía —dijo Kenneth
que tampoco tenía muchas ganas de oír relatos de batallas
pasadas.
—Christopher no era de los que se
pensaban las cosas dos veces. Una vez perdió un batallón entero por
empeñarse en cruzar un río. Carter y él estuvieron a punto de
batirse pero habría tenido que encontrarle sobrio para que no
hubiese sido una deshonra, y eso habría sido muy difícil de
conseguir en su última época… Al fin alguien se dio cuenta a tiempo
y lo retiraron.
—El general Wentworth tuvo una
actuación decisiva en la batalla de Baksar —dijo Kenneth hablando
solo de lo que todos conocían, aunque en realidad no sabía gran
cosa del padre de Andrew, no más que la sospecha cierta de que para
Andrew Wentworth la comparación con la leyenda viva que
representaba su padre siempre fue una carga difícil de soportar—.
Si no hubiese sido por él, la historia de la India se habría
escrito de otro modo muy distinto.
—Sí… Era brillante, pero sus propios
demonios empañaban sus logros, y las mujeres y el alcohol siempre
fueron su perdición. Como le decía, capitán, no he tenido ocasión
de tratar mucho a Andrew, pero sí lo suficiente como para darme
cuenta de que no es como su padre... Andrew no está mal, pero
Christopher era de los que te hacían difícil decirles que no.
Seguro que sabe usted bien a lo que me refiero… —dijo Lady Carter
con malicia—. Hay hombres que por muy virtuosa que sea una mujer
encuentran siempre el modo de convencerla para que olvide cuál es
su deber…
—No sé a dónde quiere ir a parar, Lady
Carter —la interrumpió Kenneth irritado comprendiendo que la
anciana le incluía, no podía negarse que acertadamente, entre esa
clase de hombres.
—Discúlpeme —dijo ella haciendo un
gesto de desdén con la mano—. Solo divagaba… Hablábamos de Miss
Bentley. Lo que quería decir es me ha sorprendido un tanto que
Andrew haya elegido a Miss Bentley por esposa. Es muy diferente de
la desafortunada Sarah. Espero también que tenga mejor suerte que
ella…
La comparación de Kate con Sarah
inquietó a Kenneth. Le pareció que Lady Carter le miraba con un
interés maligno.
—Sarah tuvo un desventurado accidente.
No veo que puede tener eso que ver con Miss
Bentley.
—Nada, ¿qué podría tener que ver? Pero
quizá sepa usted que hubo rumores…
Kenneth apenas podía ya aguantar más
ese torrente de insinuaciones que no llegaba a ninguna
parte.
—Para hacer una vida tan recluida como
la que dice hacer, Lady Carter —le recriminó impaciente Kenneth—,
la veo muy informada de todas las calumnias que puedan llegar a
contarse.
—No todo lo que se cuenta son
calumnias —aseguró la anciana con gran seriedad—, como no todo es
verdad. Ya casi no veo a ninguna de mis viejas amistades, pero
mantengo mucha correspondencia. No tengo otra cosa que hacer… Y no
soy muy dada a las visitas entre mis vecinos, pero Miss Jenkins
sale mucho más que yo y tiene numerosas amistades, en todos los
niveles, y se mantiene al corriente de todo lo que ocurre en el
condado, tanto en las residencias como en los caminos,
capitán.
Lady Carter le miraba severa con la
autoridad que le daban los años, y con un aplomo que le hacía
difícil a Kenneth sostenerle la mirada y quizá, por una escasa vez
en su vida, se quedó sin palabras para contestar a la evidente
acusación que se leía en su rostro.
—Me gustaba usted pese a todo,
capitán, y creo que a mi marido también le hubiese gustado. Y me
gustaba Miss Bentley… Parecía una joven decidida e inteligente,
pero puede que haya tomado decisiones precipitadas llevada por las
circunstancias. Todos las tomamos y luego tenemos que vivir con
ellas. El tiempo dirá si fueron o no acertadas. Y ahora que ya le
he entretenido bastante puede usted marcharse y siga el camino que
considere que debe tomar.
La anciana dama le despidió con un
gesto, al que Kenneth apenas atinó a responder para marcharse con
precipitación de aquella sala dónde tan claramente se le reprochaba
su conducta.
Salió fuera aturdido. La claridad del
mediodía le deslumbró. Desde que había sabido que Kate iba a
casarse con Andrew, el despecho y la rabia por la traición de Kate
no le había dejado pensar prácticamente en nada más. Pero Lady
Carter tenía razón y él lo sabía. Le había dicho que no dejaría que
la hiciesen daño, y de veras había deseado protegerla más que a
nada antes en su vida, y en verdad que ese era un sentimiento nuevo
para él, y sin embargo la había dejado allí sola sin saber siquiera
cuando regresaría. Y cuando hoy le había dicho que quizá todavía
estuviese a tiempo de aclarar lo que esperaba de ella, lo mejor que
se le había ocurrido había sido insultarla y ofenderla, cuando si
ella hubiese sabido la verdad…
Si al menos hubiese tenido alguna
respuesta de Charlene…
Kenneth no necesitó pensarlo más.
Cogió el caballo de refresco y salió al galope. Necesitaría al
menos otras seis horas para llegar a Londres.
21
Llegó cuando ya había anochecido y
decidió esperar a que se apagasen todas las luces. Hacía más de
seis años que no pisaba aquella casa, sin embargo las llaves de la
puerta de servicio seguían escondidas en el mismo sitio dónde la
vieja Mrs. Anders, la doncella de siempre de la familia, las dejaba
escondidas antes de regresar a dormir a su propia
casa.
Pasó al interior evitando hacer ruido,
y la misma sensación de opresión que le hizo marcharse de allí para
no volver jamás le asaltó de inmediato. Se había sentido más
apresado y condenado en aquel lugar de lo que llegó a sentirse
incluso cuando estuvo verdaderamente encarcelado, tras su arresto
por la rebelión de Walcheren, con el agravante de que había sido él
solo quién se lo había buscado. No se arrepentía de lo de
Walcheren, volvería a hacer lo mismo mil veces si fuese preciso,
pero habría dado lo que fuese para dar marcha atrás en el tiempo y
borrar el día en el que accedió a casarse con
Charlene.
Todo ocurrió al poco tiempo de que le
ascendiesen a capitán. Tenía veintiséis años y una prometedora
carrera en el mismo regimiento que Andrew. Al principio los dos
habían chocado pero al final se habían entendido. La arriesgada
ambición de Andrew había encajado bien con el arrojo casi temerario
de Kenneth. Habían hecho carrera juntos y confiaban el uno en el
otro. Era Andrew quien le llevaba a todos aquellos salones en los
que de otra forma no habría sido recibido. Fue Sarah quien le
presentó a Charlene. Andrew y ella acababan de casarse, y Sarah
tenía la absurda idea de que si él también se casaba sentaría la
cabeza. Entonces Sarah parecía feliz y Andrew también lo
parecía.
Él no había prestado demasiada
atención a su amiga. Era bonita, pero como tantas otras muchachas
bonitas, y él no tenía ningún interés en casarse, pero bastó con
sonreírla un poco, dedicarle un par de cumplidos y solicitarla unos
cuantos bailes para que Charlene se creyese enamorada de
él.
No era algo a lo que no estuviese
acostumbrado, aunque no solía cortejar a muchachas solteras, era
demasiado comprometedor. Las casadas eran mucho más fáciles de
manejar, generalmente muy generosas, y cuando se hastiaba de ellas
no se atrevían a protestar demasiado.
Pero Charlene no era como esas jóvenes
afectadas que se desmayaban en cuanto tomabas su mano. Charlene
sabía lo que quería. Pertenecía a una acomodada familia que la
prohibió acercarse a él en cuanto vieron como su preciosa hija
menor suspiraba por un miserable capitán que nadie sabía de dónde
había salido. Él se hizo el ofendido, quizá en el fondo también lo
estaba. Despreciaba con todas sus fuerzas a aquellos prepotentes
señores que lo miraban por encima del
hombro.
Charlene le mandaba esquelas a
escondidas. Le decía que se fugaría con él si se lo pedía, que
podrían casarse en Escocia. Fue una tentación demasiado grande. Por
un lado su dinero. Le había cogido el gusto a la buena vida. Las
migajas que las esposas conseguían sisar a sus maridos no eran nada
comparadas con la renta de la que disponía Charlene. Por otro lado,
su padre, un burgués ascendido a caballero que había conseguido su
fortuna empleando a niños en las fábricas de hilaturas, se había
permitido insultarle, a él, que había arriesgado su vida en los
campos de Flandes para que él y otros como él pudiesen seguir
vendiendo sus mercancías en las colonias sin que la armada francesa
acabase con sus barcos en el fondo del mar.
Así que se fugó con ella y se casaron
en Escocia. Su familia tuvo que aceptar la situación. Les dieron la
casa, la renta, le ofrecieron trabajo en las factorías… Pero
Kenneth no tenía la menor intención de dirigir ninguna factoría, ni
tan siquiera de dejar el ejército. Sin embargo Charlene empezó
pronto a presionarle, quería que presentase la renuncia ahora que
estaban en tiempo de paz y tenía ocasión de ello, se lamentaba de
que aquella casa era demasiado modesta y de que si hubiese aceptado
trabajar con su padre habrían podido cambiarla enseguida por otra
más grande y dar fiestas y recepciones. Kenneth comprendía que
echaba de menos su vida de antes y que para compensarlo solo le
tenía a él, pero eso no hacía que la situación fuese más fácil.
Charlene demandaba constantemente su atención y le obsequiaba con
su afecto hasta un punto que no tardó en producirle empalago. Por
eso y por otros motivos la esquivaba. Buscaba excusas para faltar a
los compromisos de sociedad de Charlene y salía solo. Cuando
regresaba ella le acosaba a preguntas sobre dónde había estado y
con quién, preguntas que él no tenía ni el humor, ni la paciencia
de soportar.
Conforme ella se volvía más exigente,
más evitaba él su compañía. Comenzaron a hacerse la vida imposible.
Kenneth maldecía la hora en la que se casó con ella y estaba ya
harto de su dinero y de esa casa en la que se sentía atrapado.
Entonces fue cuando ella se quedó embarazada, en uno más de los
desesperados intentos de Charlene por conquistar un cariño que él
cada vez se sentía más incapaz de proporcionarla. Y si antes estaba
celosa ahora esos celos resultaban enfermizos. Discutían
terriblemente, siempre por la noche, nunca delante de los criados.
Charlene odiaba los escándalos, a él le daban exactamente igual los
escándalos, pero le enfermaba tanta hipocresía. Le echaba en cara
todo lo que había hecho por él. Él a duras penas conseguía
tolerarla. Finalmente una noche le dijo que nunca la había amado,
que sólo se había casado con ella por su dinero, que apenas la
soportaba. Charlene le respondió que aun así era su marido y que lo
sería siempre, a no ser que acabase con ella ya de una vez. Aquella
noche se fue de esa casa y nunca más había
regresado.
Hasta hoy.
Todo estaba a oscuras y en silencio.
No era una forma muy amistosa de llegar y tampoco se sentía
amistoso. Durante todo el camino había estado pensando en la mejor
manera de convencerla de que no tenía sentido mantener algo que no
existía, pero aquel lugar conseguía sacar lo peor de él. Trato de
tranquilizarse. No tenía ninguna posibilidad de que la demanda
prosperase si ella no accedía voluntariamente. Si tenía que
suplicar, la suplicaría, y si le dijese que sí… Si le dijese que
sí, se tragaría su orgullo y volvería para pedirle a Kate que se
casase con él, y aunque ella le rechazaría con toda probabilidad,
al menos habría hecho todo lo posible por no
perderla.
Encendió una de las lámparas, subió a
la planta de arriba y llamó despacio pero con firmeza a la puerta
del que en tiempos había sido también su dormitorio. Esperó en
tensión una respuesta y enseguida la puerta se abrió y una
sobresaltada Charlene apareció tras ella.
—¡Kenneth!
—Hola, Charlene —dijo él
oscuramente.
—¿Cómo…?
—Siento haber entrado así. No podía
esperar…
Charlene estaba muy alterada. Llevaba
solo un largo camisón de dormir y el cabello suelto, desordenado y
revuelto. El resplandor amarillento de la lámpara acrecentaba su
aire pálido y su aspecto un tanto desquiciado, pero fuesen cuales
fuesen sus pensamientos consiguió serenarse con rapidez y recuperar
un poco de su aplomo.
—¿Podríamos hablar? —le espetó a
bocajarro Kenneth.
Sin atreverse a confiar demasiado en
ello y aun reconociendo que no era de muy buen gusto, había
alimentado la malsana esperanza de no encontrar a Charlene sola,
eso habría facilitado mucho las cosas, pero la puerta entreabierta
dejaba ver claramente su lecho vacío y solo uno de los dos lados
estaba revuelto.
—¿De qué quieres hablar? —dijo
Charlene tensa como la cuerda de un violín.
—¿Recibiste mi carta? —preguntó él con
cautela.
—¿Y tú? ¿Recibiste las mías? Porque
nunca las contestaste —replicó ella dolida.
—Charlene… —dijo Kenneth sacudiendo la
cabeza y dejando escapar el aire de un golpe—. Lo sé. No tengo
derecho a pedirte a nada, pero no tiene ningún sentido. Lo sabes
igual que yo.
—No tendrá sentido para ti —se quejó
amarga ella—. Tú fuiste el que se marchó, pero yo he seguido aquí.
Todos estos años... Esperando que algún día comprendieses y
regresarás.
—Charlene, eso no va a ocurrir
—aseguró él—. Nunca ocurrirá.
—Ya ha ocurrido… —dijo ella lentamente
buscando su mirada a la macilenta luz de la lámpara—. Aquí
estás…
Su expresión le hizo comprender a
Kenneth que nada había cambiado. No se habían visto en seis años,
pero Charlene aún seguía esperando que él fuese quien jamás pudo
ser.
—Sé que cometí muchos errores
—reconoció Kenneth tratando de hacerla entrar en razón—, y que no
fui justo contigo, pero no podíamos haber continuado así. Era un
infierno para los dos. Tú sabes que fue lo mejor que pude
hacer.
—¿Lo mejor que pudiste hacer fue
desaparecer y no querer saber nada de tu hija? —exclamó incrédula
Charlene.
—¡No la mezcles a ella en esto!
—exclamó Kenneth comenzando a perder la calma —. ¡No tiene nada que
ver con lo que pasó entre tú y yo!
—¡No tiene nada que ver! —replicó
incrédula Charlene—. ¡¿De dónde crees que
salió?!
—¡Tú sólo querías un marido! —gritó
él—. ¡Nunca te dije que fuese a ser el padre de
nadie!
Empezaba a írsele de las manos. Se
había prometido que no se dejaría llevar por los reproches y allí
estaban. Igual que hacía seis años…
—Por favor, Charlene —insisitió
Kenneth haciendo un esfuerzo por aplacarse—. Sólo he venido para
rogarte que accedas a la demanda. No puede significar tanto para
ti. No habrá ninguna diferencia. La pediré accedas o no a ella, y
sería mucho mejor para todos si fuese de común
acuerdo.
—¿Crees que no significa tanto para
mí? —dijo ella llena de tristeza—. ¿Y en cualquier caso la
pedirás…? No te servirá de nada. No te lo concederán y además ella
ya no querrá saber nada de ti.
Kenneth vio la mirada herida, pero
convencida de lo que decía de Charlene y una terrible sospecha
cruzó por su mente.
—¿Qué sabes tú de ella? —preguntó
glacial.
—Fui a verla… —dijo Charlene alzando
desafiante su mirada—. No sabía nada. Ni siquiera tuviste el valor
de decírselo.
Kenneth sintió una mortal frialdad
adueñándose de él a la vez que la cólera se agolpaba ciegamente en
su cabeza.
—¿Tú fuiste a
verla?
—Andrew me escribió. Me dijo que había
vuelto a verte, después de todos estos años... Así que cuando
recibí tu carta fui a hablar con él. Al principio me respondió que
no estaba seguro, pero finalmente conseguí que me dijese su
nombre.
Charlene le miraba satisfecha de sí
misma. Después de tantos años de espera había tenido la oportunidad
de devolverle el golpe, pero Kenneth sintió como se le nublaba la
cabeza.
—No sabes lo que has hecho —musitó muy
bajo.
—No he estado tan segura de nada en mi
vida —afirmó ella.
—¿Sabes, Charlene? —dijo oscuramente
Kenneth—. Hay otro modo de que pueda volver a casarme ya que no vas
a concederme el divorcio.
Su amenaza fue tan hostil como su
mirada y aunque las palabras de Charlene dijeron una cosa, su
rostro mostró otra muy distinta.
—No me das
miedo…
—Nadie sabe que estoy aquí… —aseguró
Kenneth acercándose más a ella—. Podrías tener un accidente…
Podrías caerte por estas escaleras y mañana todos llorarían tu
pérdida, pero puedes estar bien segura de algo, Charlene. Yo no
lloraría…
—No te atreverás —dijo ella
retrocediendo asustada.
—¿Sabes a cuantos hombre he matado,
Charlene? —le preguntó con una ira que crecía con cada palabra que
pronunciaba—. Hombres que no conocía, que no me habían hecho nada y
que me suplicaron por su vida antes de que acabase con ellos. Solo
porque alguien en un salón lo decidió así. ¿Y después de lo que me
has hecho crees que no tengo una buena razón para acabar
contigo?
Veía el rostro asustado de Charlene y
ni siquiera él sabía si hablaba o no en serio, pero sentía como una
profunda y negra cólera lo dominaba cada vez
más.
—¿Lo harías? —gimió Charlene asustada
y arrinconada contra la pobre defensa que le ofrecía la pared que
tenía a su espalda—. ¿Dejarías a tu hija sin madre como te criaste
tú? ¡Al menos tú tuviste un padre! ¡Es más de lo que tiene
Alice!
—¡¿Mi padre?! ¡¿Qué sabes tú de mi
padre?! ¡¡¡Mi padre mató a golpes a mi madre delante de
mí!!!
Charlene se quedó muda, espantada y
con la boca abierta, y él sentía como si ya no pudiese soportar
todo ese peso que siempre cargaba con él, pero que se volvió
intolerable cuando se dio cuenta de que detestaba como ella le
hacía sentir. Y por encima de todas las cosas temía ver el
aborrecido reflejo de su padre en sí mismo, y por eso tuvo que
marcharse y escapar de aquel fantasma, que a pesar de todo el
tiempo transcurrido seguía esperándole exactamente en el mismo
lugar.
—Nunca me hablaste de eso —susurró
Charlene conmocionada.
El dolor se mezclaba ferozmente con la
rabia en el rostro de Kenneth y Charlene levantó tímidamente su
mano en un instintivo, aunque vano intento, de proporcionarle algún
consuelo.
—Tú no sabes nada de mí —dijo Kenneth
con brusquedad rechazando su vacilante intento de acercamiento—.
Nunca lo supiste. Nunca quisiste verlo.
—No es cierto —se quejó ella
ahuyentando las lágrimas que asomaban ya en sus ojos—. Yo quería
comprender, pero tú siempre te cerrabas a mí. Pero aún no es tarde,
Kennett —suplicó Charlene alentando una débil esperanza—. Podemos
intentarlo de nuevo. Tú no eres así.
—¡Sí que soy así! —gritó él
exasperado—. ¡¿Es que todavía no te has dado
cuenta?!
Kenneth estaba otra vez fuera de sí y
el temor regresó a Charlene.
—¿Tú también deseabas
matarme?
Nunca quiso dañarla. ¿Cómo habría
podido vivir con eso? Pero temía que si seguía con ella terminase
deseándolo. Y ahora, a pesar de todo, de haber desaparecido de su
vida, de haber renunciado al dinero, de intentar hacer como si no
hubiese ocurrido, se encontraba finalmente amenazando con tirarla
por unas escaleras. Sí, pensó Kenneth, las pesadillas podían
terminar por convertirse en realidad.
—No —negó despacio Charlene sin dejar
de mirarle—. No lo creo. Nunca lo habrías hecho. Y tampoco ahora
serás capaz de hacerlo.
Ya no parecía asustada y él supo que
tenía razón. Pero eso no cambiaba nada.
—Cuida de tu hija, Charlene. Y procura
que jamás volvamos a vernos.
Kenneth comenzó a bajar a toda prisa
las escaleras pero ella corrió tras él.
—¡Kenneth! ¿Es que ni siquiera vas a
pasar a verla? ¡Nunca la has visto! ¡Se parece tanto a ti! ¡Por
favor!
—¡Déjame en paz! —respondió él sin
detenerse—. ¡Estará mucho mejor sin mí!
Y no era más que lo que verdaderamente
pensaba…
—¡Kenneth! ¡No te vayas! ¡Te pesará en
tu conciencia!
La oía, pero nada de lo que dijera iba
a retenerle allí.
—¡Lo pagarás! ¡¿Me oyes?! ¡No podrás
evitarlo! ¡Pagarás por ello!
Las palabras desesperadas de Charlene
resonaban en su cabeza pero ya estaba fuera de la casa, y por la
condenación de su alma que no pensaba jamás volver a entrar en
ella. Pero podía haberle dicho a Charlene que sin duda tenía razón,
que le pesaba, y que comprendía que debía pagar por ello, y que el
precio estaba siendo tan alto como ella pudiese haber deseado… Y
para su vergüenza no sólo lo estaba pagando él, sino que también
había hecho que Kate lo sufriese, siendo como era inocente. Y aun
así ella había aguantado sus insultos sin escupirle a la cara, y si
alguien era el responsable de que Kate actuase como lo había hecho
ese era él, y cuando Andrew y ella se
casasen.
Además de la insoportable imagen de
Kate en los brazos de Andrew, Kenneth comprendió que su antiguo
amigo, y ahora más que odiado enemigo, sabría inevitablemente lo
que había ocurrido.
Los remordimientos y la culpa se
agolparon en su mente. Había dejado atrás su antigua casa y era
tarde para reparar ya sus errores. Ahora tenía que escoger de nuevo
un camino. Solo le quedaba tiempo ya para volver a Portsmouth, pero
entonces no podría volver atrás, no le darían otro permiso, los
barcos zarparían de un momento a otro. Tenía que
decidirse.
Kenneth no tardó en resolverse. No
había sido capaz de matar a Charlene, pero sin duda sí que podría
matar a Andrew.
Salió de Londres arrastrado por la
fuerza de la desesperación. Sin embargo, no se había alejado más
que un par de millas cuando una patrulla le dio el alto. Un grupo
de soldados que vestían su mismo uniforme se interpusieron en su
camino y le hicieron bajar del caballo.
—¿Quién es y adónde va? —preguntó
autoritario un oficial de ceño fruncido y grandes bigotes
caídos.
—Soy el capitán Kenneth, del quinto
regimiento de infantería, y estoy de permiso en viaje privado —le
respondió impaciente.
—Todos los permisos se han suspendido
—anunció el primer oficial—. Napoleón ha salido de París y va al
frente de su ejército. Tenemos orden de dirigirnos de inmediato
hacia Portsmouth y hacérselo saber a todo el que nos
encontremos.
Eran cuatro hombres armados y él iba
desarmado. No iba a ser fácil marcharse de
allí
—Es un asunto de vida o muerte el que
me ocupa. —Y en verdad no mentía, pues no pensaba salir de
Inglaterra sin matar antes a Andrew—. Dejadme marchar y estaré en
Portsmouth en cuanto lo haya resuelto. Mañana al atardecer a lo más
tardar.
—No podemos hacer excepciones y
justamente el quinto regimiento zarpa mañana al amanecer en cuanto
regresen los oficiales de permiso. Si perteneces a él ya vas
retrasado y en dirección contraria.
Él oficial le miraba con sospecha, y
Kenneth supo que no le dejarían marchar por las buenas y
difícilmente por las malas.
—¿No confías en un
compañero?
—No confío en nadie y tampoco me fío
de ti.
—Muy bien… —cedió él encogiéndose de
hombros—. Entonces supongo que tendré que
acompañaros.
La tensión se relajó y en cuando el
oficial se dio la vuelta, Kenneth se acercó tras él con rapidez y
tiró de su sable, pero no le atacó con el filo, sino que le golpeó
en la cabeza con la empuñadura. El hombre cayó al suelo en el acto.
Los otros soldados también sacaron sus sables y le atacaron todos a
la vez. Se las había visto en otras peores que tres contra uno y no
parecían demasiado peligrosos. Ya había conseguido desarmar a uno
de ellos y mantenía a los otros dos a distancia cuando el oficial
que había derribado primero se levantó tambaleándose del suelo y le
apuntó con un arma a la cabeza.
—¿Quieres que acabemos con esto
rápidamente o esperarás al pelotón de
fusilamiento?
Kenneth miró el arma y al oficial y
arrojó derrotado el sable a sus pies. También recordó las palabras
de Charlene.
Pagarás por
esto.
Después sintió un fuerte golpe en la
cabeza y todo se fundió a negro.
22
Andrew no le había dicho una sola
palabra…
Le había dirigido solo una terrible
mirada y Kate supo que en sus ojos asustados había leído toda la
verdad.
Por un momento creyó que iba a
golpearla, pero no lo había hecho. Había salido del dormitorio y
poco después Kate había escuchado el estrépito de los cristales
quebrándose y estallando en mil pedazos al golpear contra el suelo.
Su ánimo se había encogido igual que si aquello hubiese ocurrido
justo delante de ella. Quizá, pensaba, habría preferido que le
hubiese gritado, o al menos que le hubiese dicho algo, pero no.
Habían pasado los minutos y después las horas y no había vuelto a
oír nada más; y ella había permanecido despierta, angustiada y
culpable, incapaz de pensar en dormir en aquella cama que no era la
suya, y demasiado abrumada por el peso de sus acciones incluso
hasta para llorar por ellas.
Se habían casado esa misma mañana en
la pequeña capilla de la residencia de Mr. Bryce, y los asistentes
habían sido muy reducidos, la madre de Kate, Jane y sus padres, los
Bryce por supuesto, pero no Margaret, que excusó su presencia
alegando una terrible jaqueca que la tenía postrada, y la madre de
Andrew, que había llegado la víspera para la ocasión. Fue cortés
aunque reservada con Kate, y tampoco muy expansiva con su hijo, al
que saludó con bastante frialdad.
En cuando terminó la ceremonia Kate y
Andrew partieron rumbo a Southampton. Su madre se deshizo en
sollozos y Jane también se abrazó a ella llorando, pero Kate no fue
capaz de derramar ni una sola lágrima. La embargaba una extraña
sensación de irrealidad que la había perseguido durante las últimas
semanas.
Tras la marcha de Kenneth de su casa,
después de que él la insultará y destrozará el escaso ánimo que
había logrado reunir, había tenido más que ocasión de comprobar
como el hecho de devolverle el mismo dolor que él le había causado
no solo no calmaba el suyo, sino que aún le afligía más. Había
preferido que la despreciase y que creyese que actuaba movida por
el interés a que pensase que lo hacía por despecho, pero volver a
enfrentarse a él había resultado aún peor de lo que había
imaginado, y eso ya había sido bastante malo. Y aunque no se
arrepentía, sí comenzaba a dudar sobre si realmente podía mantener
su palabra acerca de que ningún otro sentimiento le impedía casarse
con Andrew.
La idea de hablar con él y suspender
la boda giraba constantemente en su cabeza, pero los días habían
pasado veloces uno tras otro, y se había encontrado al pie del
altar, a su lado, y pronunciando aquellas palabras que sellaban su
futuro, como llevada por una fatalidad
irremediable.
Anochecía cuando llegaron a su
destino. De camino se habían detenido para ver el mar. Kate nunca
lo había visto antes y el hacerlo le produjo una emoción especial.
Era tan cautivador. Atrayente y avasallador, y despertó en ella el
inmediato deseo de adentrarse en él y llegar hasta más allá de lo
que pudiese haber tras tan inacabable extensión. Siempre había
estado ahí y sin embargo ella nunca lo había conocido. Había tantas
cosas que desconocía… Y aunque esta última idea le produjo una
nueva tristeza, lo cierto era que la impresión de ver el mar fue lo
más cercano a la felicidad que experimentó aquel
día.
—¿Es tal y como te lo imaginabas?
—preguntó amable Andrew.
No habían hablado mucho durante el
viaje. Ella misma se daba cuenta de que se mostraba ausente, y
había intentado contrarrestarlo haciendo comentarios de vez en
cuando sobre los parajes que se iban encontrando por el camino.
Andrew le había ido explicando por dónde pasaban y qué era lo que
había allí más destacable. De todas formas prácticamente no se
habían detenido para no tener que hacer noche en el
camino.
—No, no habría podido imaginar algo
así —le contestó algo abstraída ella.
Kate habría deseado quedarse más
tiempo, contemplando los últimos reflejos que el atardecer
arrancaba del agua, esperando a que la noche lo cubriese todo. Pero
Andrew no pareció compartir su deseo.
—Continuemos si te parece. Estamos muy
cerca ya.
No mucho después llegaron a la
residencia. Greenthill era una gran mansión construida cerca de la
costa, pero de espaldas al mar. Imponente y magnífica resplandecía
aun a la débil luz del anochecer. Andrew le había contado que su
familia había vivido allí durante generaciones, aunque en lo
últimos años solo la habían habitado los criados. No tenía más
hermanos y su madre se había mudado a Londres tras la muerte de su
padre.
Andrew la tendió su mano para ayudarla
a bajarse del coche y no la soltó mientras la acompañaba hasta la
entrada. La mansión era tan hermosa como pudiera desearse y toda la
servidumbre estaba esperando en el hall para recibirlos. Él la
presentó a todos y hubo muchas caras sonrientes a su alrededor.
Kate se sentía aturdida y fuera de lugar entre algo tan distinto a
lo que había conocido, pero una señora de unos cincuenta años, un
poco entrada en carnes y de aspecto bondadoso y de la cual Andrew
había dicho que era el ama de llaves se dirigió en primer lugar a
ella.
—No sabe lo felices que nos sentimos,
señora. Soy Theresa Flynn y cualquier cosa que necesite no dude en
pedírmela. Esta casa tan grande ha estado vacía durante demasiado
tiempo y está un poco fría y desangelada, pero entre las dos la
dejaremos como nueva.Yo pensaba que el señor se había olvidado de
que vivía aquí, pero ahora comprendo que tenía una buena razón para
no regresar —dijo cariñosamente la mujer.
—Es usted muy amable, Mrs.
Flynn.
—Llámeme, Theresa —la corrigió la
mujer—. No soy Mrs. Flynn y soy demasiado vieja ya para que Miss
Flinn suene bien. ¿Han tenido un buen viaje? Estará
agotada.
—Estoy cansada, sí —reconoció Kate—.
Nunca había viajado tan lejos…
—Pobrecilla. Yo odió viajar. En cuanto
me montó en uno de esos trastos todos los huesos de mi cuerpo se
desencajan y ya no vuelve a colocarse
durante…
—Theresa —dijo Andrew—. ¿Cree que
sería posible que cenásemos?
—Por supuesto, señor… Todo está listo.
No dude en interrumpirme si la aburro, señora, como hace el señor
—señaló bienhumorada el ama de llaves—. Cuando empiezo a hablar no
tengo fin. ¿Le gusta a usted el pescado?
—Sí, cualquier cosa estará bien
—asintió Kate.
—Aquí tenemos un pescado fresquísimo.
Otra cosa no, pero el pescado nos lo trae todos los días un
muchacho del pueblo, recién sacado del mar…
Era cierto que la charla de Theresa no
tenía fin, pero su cháchara al menos distraía a Kate de la tensión
del momento que se iba cerniendo sobre ella, aunque conscientemente
evitase pensar en ello.
Y así, llevada por la misma inercia
que la había empujado esas últimas semanas se había encontrado en
aquella enorme habitación esperando que Andrew entrase. Y aunque
había sido atento y considerado, Kate no había podido evitar que la
tensión le paralizase, no había podido evitar pensar en él mientras
Andrew besaba delicadamente su cuerpo, no había podido olvidar. Y
Andrew no había sido tan ciego como para no notarlo, no solo que no
era su primera vez, sino que ni su cuerpo, ni su espíritu le
pertenecían…
Y por eso ahora estaba allí, sola en
aquel lugar absurdamente grande y extraño a ella, plenamente
consciente ya de las consecuencias de las decisiones que había
tomado y de lo inútil que resultaba ahora arrepentirse de
ellas.
No sabía cuánto tiempo había pasado
cuando le pareció oír ruido de pasos en el corredor. El corazón se
le aceleró y se incorporó sobre la cama. No había ninguna luz en la
habitación, aunque en el corredor algunas de las lámparas
permanecían encendidas. Andrew apareció como una sombra en la
puerta. Apenas distinguía su rostro, pero el olor a alcohol que le
acompañaba señalaba con claridad lo que había estado haciendo.
Cuando habló, su voz resultó dolorosamente
hiriente.
—¿Puedo esperar —le preguntó con la
voz tan empañada por el whisky como por el desprecio—, que
mantengas el compromiso que hiciste esta mañana o vale tan poco
como las palabras con las que aceptaste mi
proposición?
—Yo…
Kate no se sentía con ánimo ni para
defenderse. Sabía perfectamente hasta qué punto sus palabras sin
llegar a mentir tampoco habían sido ciertas. Pero intentó recoger
los pedazos rotos de su dignidad herida y declaró en alta voz con
toda la convicción que le fue posible.
—La promesa que he hecho hoy la
respetaré hasta el último día de mi vida.
Kate no podía ver su expresión pero la
respuesta de Andrew sonó desengañada.
—Espero vivir para
verlo.
La puerta se cerró de un fuerte golpe
seco y volvió a quedarse sola, encogida en aquella cama fría y
ajena, conteniendo unas lágrimas que sabía que no tenía derecho a
derramar.
A su mente volaron las palabras que
alguien le había dicho no hacía demasiado tiempo. Y supo con total
seguridad, que al igual que el de esa persona, el suyo no sería un
matrimonio feliz.
23
Tuvo que acomodarse a vivir de aquel
modo, en aquella casa inmensa dónde no encontraba su lugar. La
señora Flynn era extremadamente amable con ella, aunque ya a la
mañana siguiente, cuando vio los tensos rostros de los dos en aquel
desayuno en el que no se dirigieron ni la palabra ni la mirada,
tampoco ella fue capaz de ocultar la desilusión que sintió. Pese a
todo siguió actuando como si nada ocurriese y fue ella quien le
enseñó la casa, y le pidió instrucciones acerca de las comidas, y
la decoración, y las flores, y otras muchas cosas sobre las que
Kate se sentía incapaz de decidir nada. Comprensiva, la señora
Flynn le dijo que no se preocupase, que ella se encargaría de todo,
y Kate quedó libre de su tiempo.
Los días fueron pasando poco a poco, y
si al principio pensó que la vida vivida de esa forma resultaría
insoportable, pronto se dio cuenta de que la fuerza de la rutina
podía más que cualquier otra, y la ausencia casi continua de
Andrew, y su frialdad cuando estaba presente, y la contenida
tristeza que nunca se apartaba de ella, se terminaron por convertir
en una costumbre. Y pudo entonces comprobar que su situación no era
muy distinta de la de aquella en la que siempre había vivido,
atrapada en un lugar en el que no podía ser ella misma y del que
tampoco podía marcharse, y quizá por eso mismo Kate no tardó en
encontrar el único espacio en el que sentía que podía realmente
respirar sin notar que le faltaba el aire. Todos los días, tras
desayunar y conversar brevemente con Theresa sobre el menú y las
pequeñas incidencias de la casa, que en realidad dejaba enteramente
en sus manos, salía de Greenthill por una de las puertas laterales
y caminaba a buen paso hasta los
acantilados.
Era un largo paseo pero merecía la
pena el esfuerzo. Las olas se estrellaban contra las rocas y el
aire arrastraba pequeñas gotas de agua que salpicaban su cara, el
mar se revolvía salvaje y violento, el paisaje se extendía
ilimitado ante sus ojos. Ella se quedaba muy cerca del borde para
dejar que el viento la zarandease y permanecía allí inmóvil, a
merced de los elementos. Hasta que no tenía más remedio que volver.
Y mientras regresaba se consolaba diciéndose que si su vida no
había cambiado, al menos sí lo había hecho el
paisaje.
Pero hasta esa leve escapatoria se
volvió pronto imposible. Un día mientras entraba en la casa se
encontró con que Andrew la estaba
esperando.
—¿De dónde
vienes?
Hablaban poco pero cuando lo hacían él
siempre se dirigía a ella en un frío tono distante. Sin embargo en
esa ocasión su expresión consiguió hacer sentir a Kate culpable de
algún tipo de delito que en realidad no había
cometido.
—Solo he ido a pasear. Hasta los
acantilados... No puedo quedarme en casa sin hacer nada, siempre he
paseado.
—Pasea por dónde quieras pero no
vuelvas a acercarte jamás a esos acantilados, ¿comprendes? —la
ordenó furioso.
—¿Pero por qué? —protestó ella—. Solo
voy a ver el mar. No creo que haga mal a…
—¡¡¡Te digo que puedes pasear por
cualquier lugar menos por los acantilados!!! ¿Es también pedir más
de lo que se puede esperar de ti?
Kate tuvo que hacer un enorme esfuerzo
para evitar romper en llanto. Era lo único que le hacía sentir bien
y le parecía gratuitamente cruel por su parte privarla de ello,
única y exclusivamente por su propio capricho. Se marchó corriendo
sin contestar a Andrew y subió a encerrarse a su cuarto. En
realidad ninguna de aquellas habitaciones era suya y se sentía
extraña en todas ellas, pero esa estancia era una de las pocas
desde las que podía divisarse el mar.
Fue a reclinarse juntó a la ventana, y
recordó una frase que pronunció una madrugada que ahora le parecía
muy lejana en el tiempo.
“¿Qué haría yo en Portsmouth?
¿Contemplar el mar desde la ventana?”
Las lágrimas que había estado
conteniendo brotaron irremediablemente ahora. Al menos en
Portsmouth nadie le habría dicho por dónde podía y por dónde no
podía pasear...
Unos golpes suaves sonaron en la
puerta y le obligaron a serenarse y secarse rápidamente el rostro.
Era la señora Flynn.
—Disculpe que la moleste, señora.
Necesitaba consultarle algo. ¿Puedo pasar?
—Sí, pase Theresa.
Dígame.
—Es el jardinero… Desea saber si
prefiere usted margaritas o pensamientos en el parterre de la
entrada.
—Que haga lo que acostumbre hacer
—respondió procurando mantener la compostura que se esperaba de
ella, pero sin poder evitar que sus palabras sonasen secas y
duras—. O que pregunte a Mr. Wentworth cuáles son sus
gustos.
Kate apenas dirigía la mirada a
aquella mujer, pero la señora Flynn no parecía tener prisa por
marcharse y la miraba apenada.
—Señora… Llevo en esta casa muchos
años y espero que eso haga que perdone que le hable así. Conozco al
señor desde que era un niño y sé que no tiene un carácter fácil
pero es muy triste para mí verlos así.
Kate pensó que ya era demasiado
soportar los reproches incluso del ama de llaves, pero guardó
tenazmente silencio, y Theresa continuó hablando con
suavidad.
—Hay una razón por la que no quiere
que pasee por ese lugar, aunque él no se lo haya dicho… Es por
Sarah, su primera esposa… A ella también le gustaba recorrer ese
paraje…
Kate volteó los ojos y miró asombrada
al ama de llaves.
—¿Y por eso no quiere que yo lo haga?
¿Por qué su primera esposa también lo
hacía?
La señora Flynn parecía dudar sobre
como continuar y se apretaba inquieta los
nudillos…
—No es porque Sarah también paseará…
Es por lo que ocurrió… En los últimos tiempos la señora iba cada
vez allí con más frecuencia, y su expresión no era muy diferente de
la suya... Allí arriba fue dónde Sarah murió. Ella… tuvo un
accidente. Debió perder el equilibrio, supongo… Nunca lo sabremos.
Estaba sola cuando sucedió. La echamos en falta y no la encontramos
por ninguna parte. El señor, Andrew, se había marchado el día antes
a Brighton. Estaba en plena campaña, sólo había venido de permiso…
Fue su padre quien la encontró abajo en las rocas… Fueron días
terribles, puede creerme, Andrew no se perdonó no haber estado
aquí… Y él y su padre nunca se llevaron bien, precisamente habían
discutido antes de marcharse… En fin… A pesar de todo el señor tuvo
que volver al frente y su padre murió de una apoplejía poco
después. El señor también dejó el ejército, pero ya no volvió a ser
el mismo… Yo creía que las cosas irían mejor ahora, pero no me
parece que vayan muy bien… Y le diré algo… —dijo más enérgica el
ama de llaves—. A mí tampoco me hace gracia que pasee por esos
acantilados, y ahora ya puede usted decirme que me meta en mis
asuntos.
La mujer la miraba con un gesto
preocupado pero cariñoso que Kate no podía menos que agradecer, así
que la respondió intentando sonreír.
—No se preocupe, Theresa… No tendré
ningún accidente… Y procuraré pasear por otra
parte…
—Bueno… —respondió satisfecha
Theresa—, quizá si sonriera un poco más a menudo todo iría mejor.
Tiene una sonrisa realmente preciosa. Debería lucirla
más.
—Es lo mismo que me decía mi madre
—dijo Kate volviendo a sonreír.
—Seguro que es una mujer
sensata.
—Usted también parece una mujer
sensata, Theresa..
—Claro que sí, querida… Nosotras
tenemos que tener los pies en el suelo… Los hombres… Bueno, seguro
que ya sabe usted como son los hombres…
Kate no considero oportuno decirle a
la señora Flynn que sabía exactamente a lo que se refería pero la
mostró otra suave sonrisa.
—Eso es. Así me gusta mucho más.
¿Entonces qué hacemos con el jardín? ¿Pensamientos o
margaritas?
—Me gustan más los
pensamientos.
—Buena elección. Se lo diré al
jardinero.
La señora Flynn se marchó y dejó a
Kate reflexionando sobre todo lo que le acababa de contar, aunque
solo le cabía hacer conjeturas. ¿Debía suponer que Sarah no se
había caído sino que había saltado por esos acantilados? ¿Pero por
qué razón habría hecho eso? ¿Y qué tenía que ver en todo aquello el
padre de Andrew?
Se daba cuenta de que no sabía gran
cosa de Andrew, y de que tampoco había hecho nada por conocerlo y
después de todo era la vida que ella había elegido. Nadie le había
obligado. Lo menos que le debía a Andrew era tratar de no amargarse
más el uno al otro.
Salió de su habitación y fue a la
biblioteca. Allí estaba Andrew. Era su espacio. Kate nunca iba
allí, igual que él nunca iba a su cuarto, solo se veían a las horas
de las comidas. Andrew se giró brevemente hacia ella cuando la oyó
entrar pero enseguida volvió de nuevo su mirada hacía algún lugar
más allá de la ventana. No era fácil, pero ya había llegado hasta
allí…
—Andrew, yo… No sabía… La señora Flynn
me ha contado lo que pasó. Siento haber reaccionado así pero no
podía imaginar…
—La señora Flynn habla más de lo que
la conviene —le interrumpió él rudamente y sin volverse hacia
Kate.
—Y quizá nosotros lo hacemos mucho
menos de lo que deberíamos —rogó ella intentando quebrar aquellos
constantes silencios.
Su solicitud pareció causar efecto en
Andrew. Se dio la vuelta y se enfrentó a ella. Kate pudo comprobar
que también él estaba verdaderamente
afectado.
—Nunca ha sido sencillo para mí
expresar mis sentimientos, pero debes saber que jamás deseé hacerte
infeliz.
Kate sintió un nudo en su garganta
pero consiguió aflojarle y responder.
—Lo sé, tampoco yo deseaba que tú lo
fueses.
La biblioteca tenía muchos ventanales
pero solo aquel junto al que se encontraba Andrew tenía los
cortinajes completamente corridos. El resto de la estancia quedaba
en una cómoda penumbra, sin embargo la claridad manaba a raudales
desde aquel ventanal. Prácticamente deslumbraba a Kate. Quizá
habría sido más fácil resistir su mirada si no hubiese sido por esa
cortina.
—Tal vez podríamos intentar olvidar y
dejar lo pasado atrás —dijo vacilante
Andrew.
—Estoy dispuesta a intentarlo —asintió
ella.
Quizá si hubiese habido menos luz
habría resultado menos evidente que ninguno de los dos parecía
demasiado convencido de que aquello fuese posible, pero Kate era
sincera sobre su voluntad y su propósito.
—Mañana pensaba ir a la ciudad. Tengo
que arreglar unos asuntos pero después tendré el resto del día
libre. No es Londres pero también es interesante… —comentó él
neutral.
—Me gustaría mucho conocer Southampton
—afirmó Kate sin vacilar.
—¿Y nada de acantilados? —preguntó
Andrew más amable.
—Nada de acantilados —accedió
ella.
Un atisbo de sonrisa iluminó el rostro
de Andrew, los rasgos nobles y elegantes de su semblante resultaban
más atractivos cuando sonreía, y también Kate luchó por sonreír. Y
sin embargo aquella renuncia la dolía más de lo que habría sido
razonable esperar, y precisamente por eso sabía que era necesario
olvidarse de los largos paseos hasta el mar si de veras quería
dejar el pasado atrás.
Porque de una forma que ni ella misma
conseguía en ocasiones soportar, aquel turbulento mar revuelto, le
recordaba dolorosa e inequívocamente a
Kenneth…
24
Kenneth llegó a Portsmouth con las
manos atadas a la espalda. Los barcos ya estaban zarpando pero el
coronel Turner y varias de las compañías todavía estaban en tierra.
Intentó explicarse pero cuando el coronel vio de qué modo llegaba
no quiso oír una sola palabra y ordenó con cajas destempladas que
lo subieran a uno de los barcos y lo encerraran en las
bodegas.
Pasó toda la travesía arrestado y solo
Harding fue a verle. Quería que le contase su versión de lo que
había ocurrido y que le aclarase qué demonios estaba haciendo en
Londres cuando él lo había dejado a media mañana en el condado,
pero Kenneth no se sentía ya con ánimo de aclarar nada y todo le
daba exactamente igual. No escaparía de esta. No tras atacar a
cuatro oficiales e intentar darse a la fuga. En cualquier caso
además era ya demasiado tarde, incluso en el improbable caso de que
salvase la vida, jamás llegaría a tiempo para evitar que Kate se
casase con Andrew, y cualquier otra cosa había dejado de
importarle.
Cuando desembarcaron le trasladaron
bajo custodia a Quatre Bras, donde estaba acuartelado el ejército
inglés, y estuvo encerrado en un lóbrego cuartucho hasta que le
llevaron a la presencia de varios oficiales de alta graduación.
Entre ellos estaba el coronel Turner, pero el que presidía la vista
era otro superior al que no conocía. Aquel hombre permaneció unos
minutos revisando unos documentos, hasta que los dejó a un lado y
le examinó severamente.
—Capitán James Kenneth, se han
presentado contra usted cargos de deserción, desobediencia grave y
sedición. ¿Qué tiene que alegar?
No pensaba que fuese a ocurrir tan
rápidamente pero dijese lo que dijese el resultado sería el mismo,
y no iba a darles el placer de suplicar por su
vida.
—No tenía intención de desertar, pero
supongo que los otros dos cargos pueden ser
ciertos.
Sentía una fría calma. Quizá esto solo
era algo que tenía que acabar pasando irremediablemente. Había
estado burlando un poco al destino, pero al final era el destino
quien se burlaba de él.
—Si esa es su mejor defensa —dijo el
coronel que actuaba como magistrado—, creo que podremos evitarnos
el consejo de guerra.
—No necesito defensa. No tengo fe en
la justicia —alegó cínico Kenneth.
—¿Debo entender que renuncia usted a
su derecho y accede a someterse a juicio
sumarísimo?
—¿Para qué hacernos perder un tiempo
que es tan valioso para todos?
—Es un detalle digno de agradecer por
su parte, capitán —dijo grave el magistrado —. En ese caso y ya que
se reconoce culpable de todos los cargos presentados se le condena
a la pena máxima.
—No de todos los cargos —negó
Kenneth—. No me reconozco culpable del cargo de
deserción.
—Es indiferente. Los otros dos cargos
son suficientes para condenarle a muerte.
—A mí no me es indiferente —replicó
resistiéndose a renunciar a su orgullo.
El coronel Turner le dedicó una mirada
furiosa. Seguramente no aprobaba su actitud. Seguramente el
tribunal esperaba de él que se mostrase hundido y arrepentido,
pero a
Kenneth no le preocupaba gran cosa
Turner y menos aún los demás. Sin embargo Turner murmuró unas
palabras al oído del otro coronel y este, tras reflexionar
brevemente, se pronunció.
—Está bien. Retiramos el cargo de
deserción. Capitán Kenneth, se le condena a muerte por
desobediencia grave y sedición en tiempo de guerra. La sentencia se
ejecutará mañana al amanecer. Llévenselo.
No le mandaron de vuelta al cuartucho
infecto en el que le habían tenido preso. Le dejaron en uno, no
mucho mejor, del mismo caserío que el alto mando estaba utilizando
como centro de acuartelamiento y base de operaciones. No había otra
salida que la puerta y estaba firmemente cerrada y tras ella se
encontraba la guardia, y también le habían dejado las manos atadas…
Kenneth nunca había sido de los que se rendían con facilidad. No
habría sobrevivido primero a su infancia y luego a todas las
malditas campañas si se hubiese dejado vencer a las primeras de
cambio. Sin embargo esta vez no había mucho más que pudiera hacer
aparte de esperar a que llegase su hora.
Resultaba irónico. La primera vez que
estuvo bajo amenaza directa de ser ejecutado fue por causa de
Andrew. Si Andrew no se hubiese empeñado en ganar aquella batalla
él solo, aunque eso costase acabar con las vidas de todo el
regimiento, él no se habría visto obligado a apoyar la sublevación
de la tropa y no habría sido acusado de traición y rebeldía. Y
ahora… Ahora había sido él quien se había propuesto matar a Andrew
y a la vista tenía el resultado.
Y a pesar de todo no se arrepentía,
sólo lamentaba no haberlo conseguido. Se decía también que hubiese
sido mejor haberse olvidado simplemente de ella, pero en el fondo
de su alma sabía que habría sido inútil intentarlo. Había estado
con suficientes mujeres a lo largo de su vida como para saber que
lo que sentía ahora era distinto a todo lo
demás.
Kate…
Estaba allí en aquella celda esperando
una muerte cierta y no era capaz de pensar en otra cosa que no
fuese ella.
Jamás nadie le había hecho sentir así.
Ocupar a todas horas sus pensamientos. Necesitar buscar su
presencia para no sentirse vacío. Provocar que algo casi tan vital
como el aliento le faltase ahora que sabía que la había perdido. En
verdad Kenneth se decía que era una completa desgracia lo que le
había ocurrido y que habría sido mucho mejor que no hubiese
sucedido. Pero justamente, y eso decía más sobre lo que sentía por
ella que cualquier otra cosa que pudiera expresar, no había habido
nada en su vida que hubiese merecido tanto la pena, que le hubiese
hecho sentir más vivo y más dichoso que estar junto a Kate. Y daba
por bueno todo lo que le pudiese acontecer si había logrado
sentirse así al menos por una vez en la vida. Y si algo le pesaba
era haberlo echado todo a perder por no haber sido sincero con
ella, si es que eso hubiese servido de algo, aun así no podía
perdonárselo, y menos aún no haber tenido la oportunidad de pedirle
perdón a ella. Sí, en aquellas que eran sus últimas horas eso era
lo que más le atormentaba.
Si al menos hubiese podido escribirle
una carta habría intentado hacer que comprendiese, si tuviese un
papel y una pluma, y si le desatarán, claro. Demasiados
requisitos.
Se oía mucha agitación alrededor pero
nadie había vuelto a aparecer desde el mediodía y desde entonces
habían pasado muchas horas. Tal vez con un poco de suerte si
comenzaba el jaleo se olvidasen de él. No tenía medio de saberlo
pero ya debía de ser noche avanzada y algo ocurría, porque las
carreras arriba y abajo eran constantes y había escuchado voces
nerviosas por los corredores.
Las voces subieron de pronto de
volumen, la puerta se abrió de golpe y dejó paso al coronel Turner.
Su asistente traía una lámpara consigo y su luz dejó ver a Kenneth
la misma expresión de disgusto que ya había tenido la ocasión de
apreciar esa misma mañana. Kenneth pensó que había llegado su hora
y consideró la oportunidad de pedirle a Turner recado de escribir.
Seguramente no se negaría. Seguramente.
Pero el coronel se adelantó antes de
que tuviese tiempo de pedirle nada.
—Capitán Kenneth —pronunció rígida y
marcialmente—, el ejército francés está a dos millas de aquí y se
dispone a atacarnos de un momento a otro. ¿Está usted dispuesto a
hacerse matar con honor al frente de su compañía o debo pensar que
volverá usted a defraudar la confianza que deposito en usted y
dejará abandonados a sus compañeros?
Su primera reacción fue de sorpresa,
pero las últimas palabras del coronel volvieron a herir su
orgullo.
—Nunca he dejado abandonados a mis
compañeros.
—No es eso lo que le he preguntado
—respondió irritado el coronel—. ¿Tengo su palabra de que puedo
confiar en usted?
La sangre le hervía a Kenneth. No
podía evitar sentirse insultado, sin embargo hizo un esfuerzo por
dominarse, al fin y al cabo se suponía que debía estar agradecido
por lo que le estaba ofreciendo el coronel.
—Tiene mi palabra —declaró Kenneth
ante la mirada crítica de Turner.
—Está bien. Se la tomo. En ese caso la
ejecución de su condena queda aplazada. ¡Spencer, desátele las
manos! —ordenó el coronel a unos de sus
asistentes.
El soldado cortó las ligaduras y
Kenneth pudo por fin estirar sus músculos
entumecidos.
—Incorpórese inmediatamente a su
puesto. Saldrán en vanguardia para hacer frente a la caballería
francesa interpuesta entre el ejército prusiano y nosotros. Su
labor es frenar en todo lo posible el avance enemigo para dar
tiempo a los aliados a reunirse con
nosotros.
La expresión de Kenneth se endureció.
No hacía falta tener mucha experiencia militar para comprender que
se trataba de una misión suicida. Resistir los ataques conjuntos de
la caballería y la artillería francesas solo para ganar tiempo, no
dejaba muchas posibilidades de supervivencia. Sin duda él lo
prefería a acabar fusilado frente al paredón, pero para los
demás...
—¿Y eso no es lo mismo que enviar
también a la muerte a toda la compañía? —dijo sibilante
Kenneth.
—¿Ya está usted olvidando su palabra?
—replicó Turner fuera de sí—. ¡El alto mando ha designado a nuestro
regimiento como cabeza defensiva! ¡Ahora puede usted elegir entre
ayudar e intentar morir con la cabeza alta o seguir dejándonos a
todos en vergüenza!
Kenneth apretó los dientes y con un
gran esfuerzo de voluntad se cuadró y saludó militarmente al
coronel Turner.
—A sus órdenes,
coronel.
Turner le devolvió el saludo e incluso
se ablandó un poco antes de despedirse.
—Recoja sus armas y vaya con sus
hombres. Y ya que tanto le preocupan procure que alguno acabe con
vida.
Kenneth se apresuró a cumplir sus
órdenes. Había dado su palabra. Así que no tendría más remedio que
matar a unos cuantos franceses antes de rendir definitivamente
cuentas.
25
En el cuartel general reinaba el caos.
Nadie esperaba que ataque francés se produjese tan repentinamente.
Tan relajados estaban los ánimos que el mismísimo duque de
Wellington, comandante en jefe del ejército aliado, se encontraba
en Bruselas asistiendo a un baile celebrado en su honor. Había sido
necesario envíar a toda prisa a un mensajero en su
búsqueda.
Alrededor de Cuatre Bras los
campamentos eran incontables. A Kenneth le costó gran trabajo
encontrar su propio regimiento. Había veinticinco mil hombres sólo
en el ejército inglés, pero se decía que en total eran casi setenta
mil los que se habían movilizado entre holandeses y alemanes y
estaban acampados en las inmediaciones. Por fin dio con su compañía
cuando ya estaba amaneciendo.
—Vaya, vaya… Mirad quién ha venido…
—dijo mordaz un sargento—. Si es el capitán… Nos habían dicho que
te lo querías perder.
—¿Cómo me lo iba a perder si ahora
viene lo mejor? —replicó Kenneth con suave
acidez.
—Tiene que pintar muy mal la cosa
cuando te han dejado salir —murmuró Bloom con cara de pocos
amigos.
Le habían recibido con frialdad, y a
él no le había importado, sin embargo Harding se acercó junto a él
y le tendió la mano. Kenneth se la estrechó pero inesperadamente
Harding transformó el saludo en un contenido, aunque sentido
abrazo, al que él no supo cómo corresponder. En realidad Kenneth no
sabía qué había hecho para tener el aprecio de
Harding.
El joven teniente se apartó, un poco
avergonzado por su demostración de afecto, y le interrogó sobre lo
que a todos les interesaba.
—¿Sabes algo? ¿Te han dicho como nos
van a desplegar?
Los rostros que hacía tan solo unos
segundos le ignoraban se volvieron hacia él sin disimular su
inquietud. Kenneth no traía buenas noticias, pero no serviría de
nada retrasarlas.
—Vamos a salir en avanzada —dijo con
firmeza y lo que esperaba sonase como tranquila seguridad—.
Formaremos en cuadros para responder a la
caballería.
Un lúgubre silencio se hizo tras sus
palabras, pronto fue roto por una furiosa voz
disconforme.
—¿Nosotros? ¿Y por qué nosotros?
¡Maldita sea!
No podía dejar que cundiese el
desánimo. Si se daban por vencidos antes de empezar la batalla
estarían muertos en el suelo sin tener tiempo siquiera de disparar
el fúsil.
—Porque es tu día de suerte, Malloy y
así no tendrás que aguantar más las quejas de tu mujer… —dijo
burlándose del soldado—. Vamos… No me digáis que vais a empezar a
quejaros ahora como damiselas… Las salvas de la artillería te
pueden alcanzar igual adelante que atrás, así no nos aburriremos
esperando. Además he oído que el duque viene de una fiesta y como
se siente generoso va a repartir ginebra. La misma que él bebe,
Malloy. No dirás que no vale la pena…
Se oyeron algunas débiles risas y fue
también Malloy quién preguntó.
—¿Es seguro lo de la
ginebra?
—Tan seguro como que el duque llegará
borracho de Bruselas —respondió Kenneth.
Esta vez las risas fueron un poco más
fuertes y las voces empezaron a animarse.
—¡Por todos los demonios! ¡Si me dan
una botella no me importaría salir yo solo ahí enfrente! —dijo otro
soldado.
—¡Te tendrás que conformar con tu
taza! —le contestó otro riendo.
—¡Si solo me dan una taza le diré al
duque que cargue él a la bayoneta!
—¡Sí, se lo podrás decir a su señoría
cuando venga a estrechar tu mano!
Los hombres continuaron bromeando para
así procurar espantar el miedo y un poco más tarde pasaron
repartiendo la ginebra, lo que contribuyó definitivamente a
levantar la moral.
Serían las diez de la mañana cuando
los regimientos empezaron a movilizarse y a tomar posiciones. El
quinto salió en vanguardia y se detuvo en un pequeño bosque.
Siempre sería mejor hacer frente a la caballería a cubierto de los
árboles que a campo abierto.
Ya se divisaba a los franceses al otro
lado del claro. Kenneth vio todo ese ingente tropel justo enfrente
de ellos. Estaban en primera línea de fuego. Nada se interponía
entre ellos y el enemigo. Las otras compañías se estaban preparando
ya para el ataque. Él se volvió y dispuso a sus
hombres.
—¡Primera línea, rodilla a tierra a
las bayonetas! ¡Segunda línea, apunten! ¡Los demás preparad los
fusiles!
Él estaba al frente de la primera
línea. Había dejado a Harding atrás y no llevaba fusil. Se perdía
demasiado tiempo cargándolo y ya había bastantes fusiles a su
alrededor. Sólo llevaba el sable, suficiente si alguien se te
acercaba demasiado, contra las balas y los cañones de la artillería
no se podía hacer nada. Era una bonita ocasión para hacerse matar
al gusto del coronel, y al fin y al cabo ¿qué era lo que le había
dicho Kate? Que deseaba que los franceses le libraran para siempre
de su presencia. ¿Y no le había asegurado él que haría todo lo
posible por conseguirlo? Sin duda era el día adecuado para
ello.
La caballería francesa se puso en
movimiento. Centenares de hombres montados a caballo se dirigían al
galope en su dirección. A su alrededor comenzaron a oírse muchas
voces y él también hizo oír la suya.
—¡¡¡Vamos a por ellos!!! ¡¡¡Acabad con
esos malditos bastardos hijos de puta antes de que acaben con
nosotros!!! ¡¡¡Abrid fuego!!!!
El estrépito se volvió ensordecedor y
el olor a pólvora apenas dejaba respirar, pero era una sensación
bien conocida por Kenneth y sabía que podía manejarla. Los caballos
empezaron a caer al suelo heridos por las balas de los fúsiles,
pero los que venían detrás saltaban por encima de ellos. Ya los
tenían encima. Un jinete cargó justo hacia Kenneth apuntándole con
la lanza. Él esperó a pie firme, sin mover un solo músculo, y
cuando lo tenía prácticamente encima lo esquivó por poco y derribó
al jinete de la montura clavándole el
sable.
El lancero cayó muerto a sus pies
mientras el caballo continuaba su loca carrera. Kenneth apenas echó
un vistazo al hombre que acababa de matar y tiró de su sable para
recuperarlo. Si tenía que morir ese día moriría, pero no sin luchar
antes.
Las horas fueron pasando en esa
especie de borrachera de sangre y fuego. Cuando los jinetes
lograban romper el cuadro causaban estragos entre la infantería
aliada. Los soldados salían en desbandada y era presa fácil para
los lanceros. Varias compañías habían quedado diezmadas, y sin
capitán, ni otros oficiales al mando había que reorganizar los
cuadros con los hombres que corrían desperdigados para tratar de
organizar la resistencia. La artillería no dejaba de disparar y las
balas de cañón pasaban silbando por encima de su cabeza, pero la
compañía de Kenneth había tenido suerte y se habían librado de su
alcance. Las salvas habían hecho más daño entre las posiciones
retrasadas.
Cerca de la media tarde cuando más
desesperada era la situación llegaron por fin refuerzos. La ayuda
dio nuevos ánimos a los hombres y desalentó a los franceses que
decidieron replegarse a la posición de partida. Los regimientos
recibieron órdenes de avanzar, pero fueron los franceses ahora
quienes resistieron y hubo que luchar cuerpo a cuerpo... Solo
alrededor de las nueve y media, cuando ya estaba anocheciendo, se
dio la orden de retirada y el ejército inglés se dirigió hacia el
norte, a la pequeña aldea de Waterloo.
Cuando llegaron, exhaustos, pero con
la fuerza que da el haber sobrevivido cuando otros no han tenido
tanta suerte, aun hubo que pasar revista a las tropas. Los ingleses
habían perdido más de cuatro mil hombres y los prusianos también se
habían tenido que batir en retirada, y por lo tanto las fuerzas
aliadas no habían tenido oportunidad de reunirse. Napoleón había
conseguido de nuevo sorprender a los aliados, y apuntarse un
valioso tanto, pero la campaña aún no había
terminado.
Después de dar su parte de bajas,
Kenneth volvió con sus hombres y se sentó agotado en una de las
hogueras. Harding también estaba junto al fuego. Se encontraba tan
cubierto de sangre y barro como él, y su rostro, a pesar de estar
iluminado por las llamas, era sombrío y
lúgubre.
Kenneth no dijo nada, no sentía el
menor deseo de conversar. Harding rompió el
silencio.
—Voy a presentar la renuncia. En
cuanto termine la campaña. No volveré a hacer esto más.
Nunca.
Kenneth tardó en contestarle. También
él sentía un extraño aprecio por Harding, aunque nunca se lo
hubiese demostrado, y en más ocasiones de las que hubiese sido
razonable Harding había tenido que aguantar sus cambios de humor y
sus salidas de tono.
—Es lo que haría cualquier buen hombre
—contestó.
El teniente levantó su mirada pérdida
del suelo y miró a Kenneth.
—¿Cómo has podido tú aguantarlo año
tras año?
Harding le miraba todavía aturdido por
el horror que había vivido aquel día, pero Kenneth había convivido
con el horror y la violencia desde más tiempo del que era capaz de
recordar.
—Porque yo no soy un buen hombre,
Harding. Nunca he hecho nada bueno en mi
vida.
Los dos se quedaron en silencio.
Kenneth fijó su mirada en el fuego y se encerró en sus
pensamientos. Aquella vida y aquella carnicería brutal también le
asqueaban y le hacían despreciarse a sí mismo. Lo que le había
dicho a Harding era la pura verdad. Nunca había hecho nada
realmente bueno ni de valor, pero al menos una vez en su vida había
deseado hacerlo. La imagen de Kate dormida e iluminada por las
llamas de la chimenea surgió vívida y atormentadora en su memoria,
pero ni tan siquiera de eso había sido
capaz.
Se tumbó en el suelo y cerró los ojos.
Por ahora tenía un día más para seguir lamentándose de
ello.
26
A media noche comenzó a llover y ya no
paró hasta primera hora de la mañana. Odiaba la lluvia, todo se
convertía en un maldito barrizal en el que ni siquiera podías dar
un paso sin que las botas se te hundieran casi hasta la rodilla,
como en Walcheren.
El barro retrasó el posicionamiento de
las tropas. Habían tenido que recomponer las compañías a causa de
las bajas y ahora estaban desplegados esperando el avance del
ejército prusiano. Sobre media mañana la artillería francesa empezó
a disparar sin tregua, sin embargo precisamente a causa del barro
su impacto era menos efectivo de lo que hubiesen deseado los
franceses, además está vez los habían dejado al otro lado de la
colina, resguardados del primer ataque. Pero esa relativa
tranquilidad duró poco, ya que los holandeses que estaban
combatiendo en primera línea se vieron pronto sobrepasados y los
regimientos tuvieron que cruzar la cima para contener a la
infantería francesa. La artillería inglesa comenzó también a
disparar para darlos apoyo y el campo se convirtió en una debacle
de fuegos cruzados.
El día pasó entre sucesivos avances y
retrocesos. A primera hora de la tarde las descargas de los cañones
enemigos eran constantes e hicieron la situación insostenible.
Recibieron orden de retirarse de nuevo y se pusieron a cubierto.
Kenneth ni siquiera sabía cuántos hombres le quedaban. Le pidió a
Malloy que hiciese el recuento.
Cuando volvió Malloy puso cara de
circunstancias.
—De los trescientos de esta mañana
quedan ciento treinta.
No le sorprendió la cifra. Era más o
menos lo que esperaba. Había sido una mañana
infernal.
—¿Y Harding y los
sargentos?
—Los sargentos están todos —dijo
Malloy—, pero no encuentro al teniente.
Kenneth miró fijamente a
Malloy.
—¿No lo encuentras o no
está?
—No está —reconoció cabizbajo
Malloy.
Kenneth se volvió hacia los
demás.
—¿Quién ha visto al teniente Harding
por última vez? —dijo a voz en grito para hacerse oír por encima
del jaleo de la artillería.
Fue Bloom quien
respondió.
—Estaba con nosotros hasta hace un
rato, pero una salva explotó a nuestro lado y le perdí de
vista.
A Bloom no le gustaba Kenneth, menos
aún desde que lo había derribado del caballo aquella madrugada
antes de partir y le había dejado en ridículo delante de todos, en
cambio no tenía nada contra Harding. Lo que ocurría es que aquello
era sálvese quien pueda.
—¿Y no sabes lo qué le pasó? —preguntó
Kenneth tratando de contenerse.
—No, no lo sé —dijo harto Bloom—.
Estaba demasiado ocupado intentando esquivar las
balas.
Kenneth reprimió el deseo de matar
allí mismo a Bloom. ¿No podía haber sido él y no Harding quien se
hubiese quedado en el campo?
—¿Dónde fue eso? —preguntó
Kenneth.
—¿Y qué más da dónde fuese? —replicó
Bloom.
Kenneth le cogió de la guerrera y tiró
de él como un pelele.
—¿Me lo vas a decir o vas a venir
conmigo a enseñármelo? —amenazó.
Bloom le miró
furioso.
—¡Estaré encantado de
decírtelo!
Le señaló el lugar con la mano. Estaba
a unas doscientas yardas colina abajo y desde donde estaban solo se
divisaban muchos cuerpos tendidos en el suelo. Podía estar muerto,
pero también podía estar vivo y herido.
No podía quedarse allí mirando sin
saber lo que había ocurrido con certeza, si fuese cualquier otro,
pero Harding… Ni siquiera sabía porque le importaba tanto Harding,
pero no iba a dejarle allí tirado sin saber si estaba vivo o
muerto. Por otra parte tampoco sería mucho peor que lo que habían
estado haciendo durante el resto del día.
—Malloy, toma el relevo. Si no vuelvo
buscad al capitán Parks y uniros a su
compañía.
—¡Pero capitán —exclamó Malloy sin
acabar de creerse lo que iba a hacer Kenneth —, es una locura, lo
más seguro es que ya esté muerto!
—¿Quién te ha pedido tu opinión?
—gritó Kenneth—. ¿Podréis cubrirme al
menos?
Algunos de los hombres se apostaron
con los fusiles desde la cima y él corrió colina abajo. Las balas
pasaron silbando a su alrededor. Se tiró al suelo y continuó
avanzando procurando ofrecer el menor blanco posible. Había muchos
hombres tirados en el barro, franceses e ingleses, y no todos
estaban muertos. Oía sus llamadas de auxilio al pasar por su lado
pero intentaba ignorarlas. Ya estaba cerca de dónde le había
indicado Bloom. Le pareció distinguirle en el
suelo.
—¡Harding!
¡Harding!
Una voz apagada y doliente le
respondió.
—¡Kenneth!
Fue hasta él
arrastrándose.
—No puedo levantarme —se quejó—. Mi
pierna…
Kenneth miró la pierna de Harding. Era
una masa informe de sangre y metralla. Estaba claro que no iba a ir
por sí mismo a ningún lado.
—¿Está mal, verdad? —preguntó Harding
lívido.
—Está mal —gruñó entre dientes
Kenneth—, pero las he visto peores. Vamos, te cargaré a la
espalda.
—¡No! —negó Harding furioso, sacando
fuerzas de algún lugar—. ¡Nos matarán a los dos! ¡No has debido
venir! ¡Lárgate!
—No me lo agradezcas tanto —dijo
socarrón Kenneth—. Te matarán a ti. Tú me cubrirás. Es lo menos que
puedes hacer por mí.
Harding alzó la mano para detener a
Kenneth. Estaba muy pálido y parecía aún más joven de lo que
era.
—No servirá de nada. La he visto. Está
destrozada.
Era una verdad que no se podía negar.
Si conseguían salir de allí lo único que se podría hacer con ella
era amputarla y esperar que la herida no gangrenase. No era muy
esperanzador, pero fuese como fuese no pensaba dejarle allí
tirado.
—¿Y eso qué? Es solo una pierna, aún
tienes otra. ¿Y qué pasa con Jane?
Los ojos del teniente se vidriaron en
cuanto Kenneth mencionó a Jane...
—¿Cómo voy a presentarme a Jane
después de esto?
Kenneth comprendía bien a Harding. No
era solo la pierna irrecuperable, era también obligar a Jane a
compartir su vida con la de un lisiado. Pero más valía una vida
difícil que ninguna vida.
—¡Es la mayor estupidez que he oído
nunca, Will! —dijo Kenneth bruscamente sin querer oír más
protestas—. Jane te querrá igual. ¡No, te querrá más cuando
vuelvas! ¡Y te aseguro que lo que no podrá perdonarte jamás será
que no regreses! Ahora deja de quejarte e intenta darte la vuelta
para que pueda cogerte.
Harding aún dudó pero ante la
perentoria mirada de Kenneth comenzó a girarse penosamente. Él le
ayudó a darse la vuelta, le cogió por debajo de los brazos y le
cargó sobre sus hombros. Harding gritó de dolor. Ahora tendría que
subir cuesta arriba cargado y ofreciendo un blanco fácil. Kenneth
comprendió que quizá no había sido una idea muy brillante, pero no
era el momento de echarse atrás. Al menos era por una buena razón y
no porque alguno de los generales lo hubiese
decidido.
Subió la colina cargado a cuestas con
Harding procurando no tropezar. Oía las descargas furiosas de los
fusiles, pero ninguna bala les acertó. Tal vez estaba demasiado
lejos para su alcance, o tal vez después de todo tenía ese tipo de
suerte. Tantos días, tantas batallas y allí estaba
aún.
Cuando faltaba poco para llegar
algunos de los hombres se animaron a cruzar la cima de la colina y
le ayudaron a transportarlo. Harding gritó a causa del dolor y
perdió el conocimiento.
—¡Vosotros! —ordenó a dos de sus
hombres—. ¡Llevadle con los heridos y aseguraos de que le atienda
un cirujano! ¡No se os ocurra dejarle tirado en la enfermería! ¿Lo
habéis entendido?
—A sus órdenes, capitán —asintieron
los soldados apresurándose a marcharse, encantados de tener una
excusa para alejarse por un rato del campo de
batalla.
Kenneth los vio marchar y después se
permitió tomar aliento un segundo para contemplar el desolador
paisaje que le rodeaba. Estaba más que harto de todo, de la
batalla, de la armada, de esa lucha sin el menor sentido más allá
de que se trataba de tu vida o de la ellos. Cientos, miles de
hombres tratando encarnizadamente de matarse unos a otros. Una
masacre absurda y sin fin. Pero aquella era su vida, era lo que
hacía bien, y seguía resistiéndose a dejarse
matar.
Los redobles que anunciaban la llegada
de una brigada de granaderos le sacaron de sus pensamientos. Era un
refuerzo apreciado, solo que también las descargas de la artillería
arreciaron justo en ese momento y todos tuvieron que lanzarse
cuerpo a tierra para evitar la metralla.
Poco después el fuego cesó brusca y
repentinamente. Ellos continuaron tendidos esperando órdenes cuando
de detrás de la colina apareció inesperadamente la Guardia Imperial
francesa, el cuerpo de élite de Napoleón. Los tenían prácticamente
encima. Los hombres los miraron
paralizados.
—¡¡¡Maldita sea!!! —gritó Kenneth
reaccionando con rapidez—. ¡¡¡No os quedéis ahí quietos!!!
¡¡¡Disparad!!!
Cogió el fúsil que un soldado muerto
tendido a su lado ya no necesitaba y comenzó a disparar a
quemarropa. Los granaderos también abrieron fuego. La Guardia
Imperial se vio sorprendida, no esperaban que tantos hombres
resistiesen aún al otro lado de la ladera, estaban muy cerca y eran
una diana fácil, sufrieron muchas bajas. El mayor de la brigada
ordenó cargar contra ellos y entre la Guardia francesa cundió el
caos, retrocedieron desordenadamente por dónde habían venido
huyendo en desbandada, algo nunca visto en aquel selecto grupo de
experimentados soldados.
Esa inesperada victoria dio una gran
moral a todo el ejército aliado que vio desde los otros frentes
abiertos como los mejores soldados de Napoleón huían colina abajo.
Wellington comprendió que era su oportunidad y decidió salir él en
persona al frente de las tropas para dar la orden de avance
general, a lomos de su caballo cabalgó a lo largo de las líneas
haciendo ondear su sombrero. Los hombres le siguieron animosos,
contagiados por su alarde.
Casi a la vez los prusianos habían
logrado hacer retroceder a los franceses que se vieron encerrados
entre dos ejércitos. El plan de Napoleón de cortar como una cuña
las fuerzas aliadas había fracasado…Y así, a las nueve de la noche
del dieciocho de junio de mil ochocientos quince, Wellington
entraba en el abandonado cuartel general de Napoleón. El ambicioso
emperador francés había tenido que salir huyendo escoltado por unos
pocos fieles. La Grand Armee había quedado desintegrada, y después
de dieciséis años de continuas campañas, por fin los franceses
habían perdido la guerra, solo que el coste había sido durísimo.
Los que estaban con Wellington le oyeron pronunciar una frase que
nada tenía de victoriosa. “Al margen de una batalla perdida, no hay
nada más deprimente que una batalla
ganada…”
Pero entre las fuerzas inglesas y
aliadas, los que habían sobrevivido, encontraban en aquello motivos
suficientes como para comenzar a celebrarlo. En todos los
campamentos el alcohol hizo su aparición como salido de la nada y
en todas las hogueras se cantaba y se reía.
Kenneth no tenía muchas ganas de reír
y ni tan siquiera de beber. Ahora que aparentemente todo había
terminado tenía que pensar con claridad. No tenía claro cuál era su
situación. Suponía que la condena seguiría estando pendiente de
ejecución. No había visto a Turner desde la víspera, con la
confusión general las compañías se habían separado, y quizá no
fuese buena idea ir a preguntarle. Tal vez lo mejor sería marcharse
antes de que se pasasen las listas. Mucha gente había desaparecido
ese día, uno más no llamaría demasiado la atención. No sería fácil
regresar a Inglaterra por su cuenta, claro que si la condena se
cumplía no regresaría nunca.
Se alejó discretamente de su compañía.
Le habría gustado saber que había sido de Harding pero seguramente
era mejor así. Era más que posible que hubiese muerto desangrado en
un rincón sin que nadie se hubiese ocupado de él, muchos morían de
ese modo, esperando una asistencia que llegaba demasiado tarde. En
ese momento se cruzó con él. Siguió andando como si nada ocurriese,
pero enseguida oyó la orden a sus espaldas.
—¡¡¡Guardias!!! ¡¡¡Detengan a ese
hombre!!!
Se vio rodeado por media docena de
soldados que le apuntaban con las bayonetas. El desánimo invadió a
Kenneth. ¿En qué momento del día había llegado a pensar que la
suerte le acompañaba?
—¿Cómo es que no ha sido usted
fusilado? —preguntó con severidad el mismo coronel que había
dictado su sentencia
—El coronel Turner pensó que sería de
más utilidad en mi puesto —respondió Kenneth manteniendo a raya a
duras penas la cólera que le producía el verse otra vez encañonado,
ahora por sus propios compañeros—. Imagino que ya no es necesaria
mi ayuda.
—Llévenselo detenido al cuartel
general —ordenó implacable el coronel—, y que permanezca bajo
arresto hasta nuevo aviso.
Volvieron a meterlo en una celda muy
parecida a la de la otra vez y le dejaron allí mientras fuera los
hombres festejaban y entonaban alegres canciones de borrachos.
Kenneth no atinaba a pensar en nada más que en la lástima que era
que la artillería francesa no hubiese arrasado el cuartel general
con todos los generales y coroneles
dentro hasta que no hubiese quedado
piedra sobre piedra en pie. Pero estaba demasiado cansado como para
probar a hacer otra cosa que no fuese
dormir.
27
Kate había salido a media mañana en
coche hacia Southampton, Andrew se había marchado él solo a caballo
más temprano, tenía unos compromisos que resolver y habían quedado
en reunirse en su club para ir después a la residencia de unos
conocidos suyos a comer, los Willshire. Él era un hombre vanidoso y
engolado que solo sabía hablar de política y se expresaba siempre
como si estuviera en posesión de la verdad más absoluta, ella era
una mujer molesta y entrometida, pero ya los habían recibido en
varias ocasiones en Greenthill y aunque a Andrew tampoco le
gustaban no habría sido correcto rechazar por más tiempo su
invitación.
La mañana era soleada y agradable.
Estaban en pleno verano y la brisa traía el olor yodado y saludable
del mar. Kate había salido antes de tiempo y caminaba sola y
decidida por las calles bulliciosas y concurridas sin que nadie
encontrase en ello motivo alguno de extrañeza. Solo por eso ya
habría adorado Southampton, pero no era solo eso. Estaban también
los elegantes edificios georgianos, el animado paseo marítimo, el
puerto desde dónde zarpaban los barcos que se dirigían a América, a
la India y a cualquier otro lugar del mundo... Sí, le gustaba mucho
Southampton.
La ciudad estaba tomada por los
soldados que habían ido regresando poco a poco de la campaña. Había
sido corta y exitosa, como había pronosticado Andrew, sin embargo
la campaña no era un tema de conversación bienvenido en la casa.
Cuando tenían visita era inevitable que todo el mundo comentase el
éxito de la estrategia de Wellington y se felicitase por la
definitiva derrota de Napoleón. Andrew asentía a esos comentarios
sin mucho entusiasmo y Kate miraba hacia otro lado. De cualquier
modo, y aunque ese era un asunto del que se hablaba mucho menos,
era bien conocido que la campaña había tenido un coste altísimo en
cuanto a vidas en los dos bandos.
Caminaba cerca del puerto admirando
los buques y los grandes veleros, no se había fijado en el soldado
mutilado que se le había quedado mirando al pasar, pero él se
detuvo y la llamó por su nombre.
—¿Miss
Bentley?
Kate se giró extrañada y al principio
no le reconoció. Una corta barba oscura daba otro aspecto a su
rostro y además se apoyaba en una muleta. La luz se hizo en ella
cuando le miró a los ojos, desolada Kate vio también cómo su pierna
izquierda a partir de la mitad del muslo había
desaparecido.
—Teniente
Harding…
—Discúlpeme —corrigió él—. Ahora
recuerdo que Jane me dijo que iba usted a casarse,
Mrs…
—Con Kate es suficiente, teniente
—dijo Kate afectuosamente acercándose a él—. ¿Cuándo ha
regresado?
—Hoy, acabó de desembarcar, iba hacía
el mercado. Un porteador se ha ofrecido a llevarnos a mí y algunos
otros hasta Newbury y desde ahí buscaré algún otro modo… Pensé que
tal vez encontraría aquí a alguien esperando pero… —Harding se
detuvo, era visible que le costaba seguir hablando—. Por casualidad
no habrá usted visto usted a Jane últimamente,
¿verdad?
Kate se sintió mal ante el patente
dolor de Harding. Siempre le había parecido tan alegre y
confiado.
—No, no la he visto desde que… Bueno,
hace ya más de tres meses que no la veo —Exactamente los mismos que
llevaba casada—, pero he recibido muchas cartas suyas —se apresuró
a señalar Kate—. Estaba muy preocupada por la falta de noticias. Se
sentirá muy feliz cuando regrese. Tiene usted que volver cuanto
antes.
—¿Entonces ella no sabe…? La escribí
desde el hospital pero no recibí ninguna contestación, claro que el
correo desde Bélgica…
Harding pareció aun más decaído. A
Kate le partía el corazón verle así. No sabía bien cómo animarle.
Estaba claro que para Jane sería un duro golpe verle de ese modo,
lo había sido incluso para ella, pero en cualquier caso era mucho
mejor noticia que pensar que había muerto, y Kate estaba segura de
que Jane lo encajaría bien. Era fuerte y le amaba. Y eso era lo que
importaba ¿no…? Pero antes de que Kate pudiera explicarle todo eso
a Harding, él continuó hablando sin levantar la vista del
suelo.
—El capitán tenía razón —murmuró—. No
debí haberla pedido en matrimonio hasta que hubiese vuelto de la
campaña. Fue muy egoísta por mi parte…
Kate sintió un dolor casi físico
cuando Harding mencionó al capitán, pero consiguió serenarse y
buscó los ojos del teniente para
contestarle.
—El capitán no es quien para juzgar
sobre actos egoístas —dijo Kate conmocionada—. Fue usted sincero
con ella, y Jane sabía perfectamente lo que podía ocurrir, y estoy
segura de que no se arrepiente de nada y de que se sentirá la mujer
más feliz del mundo cuando usted aparezca... No le haga esperar —le
suplicó—. No hay tortura peor que la
incertidumbre.
Harding asintió agradecido por sus
palabras.
—Tiene usted razón, Miss…, perdón,
Kate, debo hablar con Jane…
A pesar de su aire desolado Harding
aún era capaz de sonrojarse por esa pequeña incorrección. Kate
sentía verdadero aprecio por él. El teniente traslucía la nobleza
de su carácter en todos sus actos. Era una verdadera desgracia que
alguien tan joven como él hubiese tenido que sufrir
así.
Los dos se quedaron en silencio, y
Kate comprendió que ya no tardaría en marcharse. Sentía la pregunta
quemando en sus labios, pero no se decidía a
hacerla.
—Creo que será mejor que me vaya… Ha
sido un placer saludarla.
—Abrace a Jane de mi
parte.
—Lo haré.
Harding comenzó a girarse penosamente.
Se notaba que aún no estaba acostumbrado a las muletas. Kate sintió
como la oportunidad se escapaba. No debía hacerlo. Se lo había
prometido a sí misma, además de lo que le debía a Andrew. Sin
embargo recordó sus propias palabras. No había nada peor que la
incertidumbre, y lo último que ella le había dicho era que deseaba
que muriese en la campaña. No había pasado un solo día en que no
hubiese lamentado esas palabras.
—¡Teniente!
Él volvió la cabeza. A Kate le costaba
poner voz a sus pensamientos. Las palabras parecían querer negarse
a salir de su boca.
—Quería preguntarle… quizá conozca
usted… es decir… ¿Sabe si el capitán terminó la campaña
felizmente?
Harding la miró con un brillo de
comprensión en sus ojos, nada habría podido ocultar la ansiedad que
latía en la pregunta de Kate. Se acercó de nuevo a ella
cojeando.
—El capitán se encontraba bien de
salud la última vez que le vi, pero el caso es que… —Harding se
detuvo preocupado, y Kate no se atrevió a seguir preguntando—.
Kenneth está detenido en Ostende y va a ser sometido a un consejo
de guerra.
La respuesta de Harding sonó como un
mazazo en sus oídos, en realidad solo escuchó las palabras consejo
de guerra
—El mismo día que los dos regresamos
al condado, antes de embarcar, el capitán fue detenido en Londres,
nunca me quiso contar que hacía allí, pero en lugar de volver hacía
Porsmouth, viajaba en dirección contraria, hacia Ingram. Se
enfrentó a una patrulla y lo acusaron de deserción y… de otros
cargos. Lo dejaron libre durante la campaña, pero cuando la batalla
terminó volvieron a detenerlo y ahora está a la espera de
juicio.
Kate se sintió mareada. Si estaba
acusado de deserción y estaba probado, el resultado del juicio solo
podía ser uno.
—Le aseguró algo Miss…, Kate, el
capitán será muchas cosas, pero desde luego no es un cobarde. Y si
no iba hacía el puerto ese día debió ser por una buena razón. Yo
quería haberme quedado en Ostende para testificar en el juicio,
pero ni siquiera se sabía cuándo se iba a celebrar y yo tenía que…
en fin… no llegaba ninguna carta de Jane y hablé con el coronel
Turner y me dijo que él se encargaría de hacer llegar mi
testimonio, así que declaré por escrito. Él me salvó la vida. Si no
hubiese sido por él habría muerto tirado en el barro. Regresó en mi
ayuda y cargó conmigo mientras los franceses nos
disparaban.
El desánimo de Harding había
desaparecido mientras hablaba del capitán, pero Kate en cambio
sentía que era a ella a quien apenas le sostenían las piernas. Él
la miró grave y vio su turbación, y con su discreción habitual
debió decidir que era mejor no comentar nada y esta vez se despidió
definitivamente de ella.
—Creo que será mejor que me marche. No
quiero retrasar a los demás. Me alegró de veras de haber podido
hablar con usted. Adiós, Kate.
—Adiós,
teniente.
Harding se alejó al lento paso que le
permitía su muleta y ella se sintió incapaz de moverse de allí.
Había un banco cerca y fue a sentarse en él tratando de serenarse.
Intentaba decirse que aquello era algo que no tenía nada que ver
con ella y que las acciones del capitán eran de su exclusiva
responsabilidad. Pero algo más que una sospecha le decía que su
viaje a Londres y su marcha en dirección opuesta a la debida tenían
relación con su carta y con la discusión que habían sostenido los
dos antes de partir, con aquella mujer que la visitó, con su esposa
de la pretendía divorciarse.
Sabía que no debía haber preguntado.
Ella solo quería saber que se encontraba bien en alguna parte del
mundo para poder así dejarlo atrás, o al menos eso era lo que se
había dicho a sí misma. Pero esto, enterarse de que estaba a la
espera de condena y que era más que probable que ella formase parte
de lo que había originado esa condena.
No sabía cuánto tiempo había pasado
allí sentada cuando se acordó de su almuerzo con Andrew, pero
seguro que demasiado. Salió corriendo en dirección al club.
Preguntó por él y le dijeron que se había marchado hacía tiempo.
Eran más de las dos. La comida era a la una, sería absurdo
presentarse allí sola a esas horas, y si conocía lo suficientemente
bien a Andrew, y ahora ya le conocía bastante mejor que cuando se
casaron, tampoco él se encontraría allí. Kate hizo que llamasen al
cochero y le pidió que la llevase de vuelta a
Greenthill.
No fue un regreso tranquilo. Kate
sentía la conciencia demasiado culpable para estar serena y tendría
que explicar a Andrew la causa de su retraso. Cuando llegó fue
directa a la biblioteca. Estaba allí, de espaldas a la puerta, y
había una botella de whisky abierta junto a él. Kate perdió el poco
ánimo que ya tenía.
—¿Ya estás de
vuelta?
No se movió pero el tono de su voz no
auguraba nada bueno.
—Sí, lo siento —se disculpó Kate—.
Salí a dar un paseo y perdí la noción del tiempo. Cuando fui a
buscarte al club me dijeron que ya te habías
marchado…
—¿Y qué fue lo que te entretuvo tanto?
—preguntó volviéndose hacia ella.
Vio su ira apenas contenida y supo que
sabía la verdad, quizá la había visto en el paseo… Kate trató
débilmente de justificarse.
—Me encontré con el marido de Jane, el
teniente Harding… Acaba de volver de la campaña. Ha perdido una
pierna… Está muy afectado… Estuvimos hablando... Solo intenté darle
ánimos.
—¿Y qué te ha contado? —preguntó
fríamente Andrew llenando de nuevo su vaso.
—Me ha explicado cómo le habían
herido.
Kate le suplicó con la mirada que no
continuase pero Andrew no estaba dispuesto a dejarlo
estar.
—¿Y nada más?
—No hagas esto, Andrew, por favor...
—rogó apenada, pero él estaba cada vez más fuera de
sí.
—¡¿Me vas a decir que no habéis
hablado de él?! ¡Cuéntamelo! —exclamó—- ¡Yo también estoy
interesado.
Su repuesta hirió a Kate. Si a él no
le importaba hacerla daño no sería ella quién
callase.
—Está a la espera de juicio —respondió
sin bajar la mirada, sus ojos oscuros ardiendo detrás de las
lágrimas—. Lo han acusado de deserción.
Era lo que estaba buscando, pero Kate
vio en la mirada de Andrew la decepción porque reconociese que era
de Kenneth de quién había estado hablando con Harding. Por un
momento Andrew acusó el golpe y guardó silencio cabizbajo pero
enseguida se rehízo.
—Vaya, eso sí que es una novedad…
Kenneth desertando del frente… Aunque no sé por qué me sorprendo,
es lo único que le faltaba por hacer, sin embargo es lo que mejor
se le da —añadió implacable.
—¡Basta, Andrew! —pidió ella mientras
sentía como a pesar de sus esfuerzos sus lágrimas comenzaban a
derramarse.
—¡¿Basta?! —gritó él—. ¡¿No eras tú la
que decías que hablábamos poco?! ¡¡¡Hablemos ahora!!! ¡Supongo que
es algo que no puede evitar! ¡No solo ha desertado en esta ocasión!
¡Lleva desertando toda su vida! ¡Primero de su mujer y de su hija,
y después de la amistad y de la confianza que yo le tenía para
poner a todos en mi contra y dejarme en evidencia frente a todo el
estado mayor! ¡Y aún fui tan estúpido que retiré los cargos para
salvar su vida y tú misma viste lo agradecido que me está por ello!
¡Pero estoy seguro de que no te faltan los motivos para juzgar por
ti misma!
Kate no podía ya contener el llanto.
Sabía que Andrew tenía razón, pero dolía demasiado oírlo. Lo había
intentado y sabía que Andrew también, pero era más de lo que los
dos podían soportar.
—No puedes hacer esto, Andrew —dijo
con la voz deformada por el dolor.
—¿No puedo? ¿Y qué debo hacer, Kate?
¿Seguir esperando que por fin un día comprendas? ¡Soy yo quién está
aquí y él…!
Andrew calló y bajó el rostro, su
brusca explosión apagada tan repentinamente como había empezado.
Kate quería ser sincera y leal, pero a la vez sentía que apenas
podía aguantar ya más tiempo esa trampa en la que ella sola se
había metido. Sin embargo había adquirido un compromiso y había
prometido respetarlo. Cogió aire y se tragó sus
lágrimas.
—Yo también estoy
aquí.
Andrew levantó la cabeza y la miró
dolido.
—No estabas mientras yo te esperaba…
Estabas sentada en un banco del paseo.
Ella leyó el reproche en sus ojos y
comprendió que había herido sus sentimientos, pero ni sus reproches
ni sus heridas importaban demasiado a Kate en ese
momento.
—¡Por favor, Andrew! ¡Lo sabes tan
bien como yo! —dijo alzando más de lo necesario la voz—. ¡Le
condenarán a muerte!
El silencio se hizo tras sus palabras.
Andrew la miró duramente y la contestó con una frialdad que congeló
el aire que mediaba entre los dos.
—Sí… Supongo que eso lo arreglará
todo... ¿No crees?
Kate no respondió. Salió de la
biblioteca y fue a encerrarse a su cuarto. Era su marido y se
suponía que debía respetarle, pero aquel día no podía evitar
detestar con toda su alma a Andrew.
28
Le habían trasladado a Ostende y
recluido en una cárcel militar, llevaba cuatro meses allí, Harding
había ido a verle antes de marcharse, no estaba en su mejor momento
y él tampoco, así que habían hablado poco. Le había contado que
Turner iba a testificar en el juicio, no sabía si eso sería bueno o
malo, siempre había respetado a Turner, para lo que se veía por ahí
no era un mal coronel, pero su relación distaba mucho de ser
cordial. Sin embargo una mañana como cualquier otra, el propio
Turner se presentó en su celda.
—Capitán Kenneth … Tranquilo —objetó
reprobador al ver a Kenneth aún tendido en un desastrado camastro—.
No se moleste en levantarse.
—No tenía intención de hacerlo
—aseguró Kenneth con aire cansado, incorporándose en el jergón,
pero eludiendo explícitamente ofrecer a Turner el saludo
reglamentario.
—Ya lo imaginaba —replicó el coronel
mientras echaba un vistazo valorativo a su alrededor, apreciando
sin duda, cuanta mugre y humedad podían acumularse en un espacio
tan reducido y deprimente—. ¿También piensa impresionar al tribunal
con esa actitud?
—¿Importa mucho mi actitud? —masculló
Kenneth despectivo—. Pensaba que ya estaba todo
decidido.
—No sea cínico, capitán. No le
conviene —le avisó con sentido práctico Turner—. He venido a
comunicarle que mañana a las diez se celebrara el consejo de guerra
que juzgara su caso. ¿Tiene usted interés en salir con vida de
estas cuatro paredes o va a seguir fingiendo que no le importa lo
que ocurra?
Kenneth observó más atentamente el
curtido rostro del coronel. Tenía casi sesenta años y casi todos
ellos los había pasado prestando servicio en la milicia, y no
pertenecía a ninguna gran familia que le hubiese conseguido el
puesto, Turner había hecho su carrera desde abajo y con gran
esfuerzo, formaba parte de la vieja escuela y sabía juzgar a un
hombre por lo que valía. Sí, Turner contaba con el respeto de
Kenneth, aunque no se le diese muy bien
demostrarlo.
—No pasa un solo momento del día en el
que no piense en salir de aquí.
—Lo comprendo —asintió más cordial
Turner—. Si está usted de acuerdo yo ejerceré su
defensa.
—¿Usted? —preguntó Kenneth
sorprendido.
—Sí, yo… ¿o había pensado en algún
otro?
—No había pensado en nada… —negó
Kenneth aún desconcertado—. Creía que me asignarían a
alguien.
—Y así habría sido, pero me he tomado
la libertad de presentarme, y me gustaría saber que va usted a
colaborar para así no hacerme perder el
tiempo.
—¿En serio? ¿Y qué me
recomienda?
—Para empezar habría que procurar que
no parezca un criminal proscrito, no estaría de más que se afeitará
y se lavará esas greñas…
—No he encontrado el momento para ir
al barbero —gruñó Kenneth.
A decir verdad su aspecto tenía poco
de la arrogante apostura que deslumbrase a las damas. Una espesa
barba asilvestrada ensombrecía su rostro, y sus cabellos, que nunca
llegó a llevar perfectamente cortados, pero si lo suficiente como
para que su descuido informal resultase elegante y sobre todo
atractivo, lucían ahora sucios y
enmarañados.
—Procuraré que le dejen una navaja,
pero no se olvide de devolverla —apuntó suspicaz Turner, que sabía
que la maltrecha apariencia decaída de Kenneth era solo
superficial—. ¿Qué dirá cuando le pregunten por qué atacó a la
patrulla de oficiales?
Kenneth estudió la impenetrable
expresión de Turner, por primera vez en mucho tiempo comenzaba a
pensar que quizá era realmente posible salir con bien de todo
aquello.
—¿Qué podría decir? —preguntó
cauteloso.
—El oficial que presentó la denuncia
no podrá declarar, lamentablemente murió el primer día de la
batalla. He leído su declaración, es confusa y está mal redactada.
Los otros testigos no han podido ser localizados y no se les tomó
declaración. ¿Es posible que el oficial entendiese mal sus
intenciones y le atacase primero y usted solo se limitase a
defenderse?
—Es muy posible... —afirmó Kenneth sin
vacilar.
—Bien… Bastará entonces con que diga
eso. No quedaron actas de la vista de Quatre Bras. Yo debía
conservarlas pero se han perdido con el traslado. El teniente
Harding también ha prestado declaración por escrito en referencia a
su heroico rescate y yo testificaré sobre su incuestionable valor y
arrojo en la campaña, incluyendo su participación en el decisivo
ataque a la Guardia Imperial. Con eso debería bastar, sobre todo si
olvida usted su aire de perdonar la vida a todo el
tribunal.
—Procuraré mostrarme todo lo humilde
que sea necesario ante tan grandes
oficiales.
Kenneth no consiguió evitar que el
sarcasmo empañase sus palabras. El coronel le observó un instante,
apreciando su aspecto agotado y consumido por los meses de encierro
y espera, y se dirigió al él en tono grave, no exento de
simpatía.
—No será necesario que se humille,
capitán. Bastará con que actúe con dignidad pero sin arrogancia.
Estoy seguro de que si lo intenta podrá conseguirlo. Bien, le dejo,
piense sobre ello. Y capitán —dijo Turner deteniéndose en la
puerta—. No he tenido ocasión de hablar con usted desde la batalla
de Waterloo…
—Espantar a las ratas ha ocupado todo
mi tiempo… —dijo amargo Kenneth, durante las últimas semanas había
tenido mucho tiempo de pensar en aquella batalla infernal. No es
que hubiese esperado una recompensa, pero realmente pensaba que
merecía algo mejor que aquel inacabable encierro esperando que se
cumpliese una sentencia que nunca acababa de
llegar.
El veterano coronel le miró con
simpatía.
—Me hubiese gustado darle la
enhorabuena por su esfuerzo, por su entrega y por su servicio a
nuestro país durante la contienda…
A pesar de todo Kenneth agradeció
aquellas palabras, pero Turner le había hablado con sinceridad y
pensó que no le debía menos. Apartó la mirada aunque la alzó de
nuevo para contestarle.
—Solo luché por salvar mi vida y la de
los que estaban conmigo.
Turner consideró en silencio sus
palabras y él pensó que tal vez habría sido mejor guardar silencio,
sin embargo antes de marcharse el coronel le respondió con sencilla
franqueza.
—No hay otro modo de hacerlo,
capitán... Le veré mañana en la audiencia.
Por la tarde le trajeron un uniforme
limpio y la navaja, y también jabón, un lujo desconocido en aquel
lugar, lo debía haber mandado el mismo Turner. Incluso a él le hizo
efecto verse presentable, cuatro meses allí metido acababan con la
moral de cualquiera y la suya había flaqueado en muchas ocasiones,
pero la visita del coronel le había hecho cambiar de idea, y ahora
estaba dispuesto a mostrarse todo lo convincente que fuese preciso
para persuadir al tribunal de su inocencia.
Al día siguiente se celebró la vista y
todo fue como Turner había predicho. Se leyó la declaración que le
acusaba y Kenneth se defendió diciendo que él estaba de permiso y
que se dirigía hacia Portsmouth, cuando el oficial le había
detenido, y había dudado de su palabra, y le había atacado sin
ningún motivo. Y que él no deseaba manchar la memoria del malogrado
oficial, pero en su modesta opinión todos ellos habían bebido en
exceso y no discernían con claridad.
Después se leyó la declaración de
Harding, que había sido honrado con la medalla al valor, y por fin
habló el coronel que se extendió en la descripción de la valerosa y
valiosísima contribución del capitán, y en especial de su presencia
en la primera línea en el ataque que inclinó la balanza de la
victoria definitiva, y terminó destacando que no había más que
decir sobre la tranquilidad de la conciencia del capitán en cuanto
a la justicia de sus actos, que considerar que había permanecido en
su puesto pese a conocer las acusaciones que existían sobre él, ya
que él mismo lo había enviado a presentar un informe al alto mando
cuando se produjo el lamentable malentendido que tan injustamente
le había llevado a esta situación.
El tribunal deliberó brevemente. El
regimiento del coronel había sido uno de los más castigados en
Waterloo y su actuación había hecho posible la derrota francesa. Su
palabra no se ponía en duda y ellos tenían muchos más casos de
pobres soldados que habían cometido el terrible error de querer
volver a sus casas y por los que nadie movía un dedo de los que
ocuparse.
—El caso queda sobreseído —declaró el
presidente del consejo—. Declaramos al capitán James Kenneth
inocente, queda en libertad y restituido a su puesto y a su
regimiento.
El coronel se volvió hacia Kenneth y
le tendió su mano para felicitarle. Kenneth se la estrechó con
fuerza agradecido.
—Tómese el resto del día libre,
capitán —dijo dándole unas pocas cortas y afectuosas palmadas en la
espalda—, pero preséntese en el acuartelamiento mañana a las
ocho.
Kenneth salió solo a la calle. El frío
viento que barría Ostende aquella mañana de finales de octubre le
azotó sin piedad en el rostro, pero a él le pareció el mismísimo
soplo de la vida. Estaba tan convencido de que jamás volvería a ser
libre que no había hecho planes sobre lo que haría si tal cosa
llegaba a ocurrir, sin embargo supo instantáneamente lo que quería
hacer, regresar a dónde quiera que ella estuviese, y por desgracia
imaginaba bien dónde estaría, y volver a verla al menos una vez
más. Después ya no le importaba lo que ocurriese, pero necesitaba
tenerla de nuevo frente a sí y que ella supiese. Era algo más que
un deseo, era una necesidad física.
Habría marchado hacía el puerto en ese
mismo momento, pero no tenía ni un chelín en el bolsillo. El
coronel no había tenido en cuenta ese detalle o debió parecerle
excesivo, y al fin y al cabo se sentía en deuda con él y que menos
que tratar de hacer las cosas bien, tendría que esperar a mañana.
Bajó con rapidez los escalones de la audiencia sintiendo como la
energía volvía con renovada fuerza a su cuerpo, y se dirigió hacía
el cuartel general. Empezaría por intentar cobrar su
sueldo.
A la mañana siguiente estaba antes de
la hora fijada en el despacho del coronel. Necesitaba que le
concediesen la licencia. Estaba decidido a pedir la renuncia, pero
sabía que no sería sencillo conseguirla, con la licencia por ahora
bastaría. El coronel llegó justo cuando las ocho sonaban en el
reloj.
—Buenos días, capitán —saludó tras
acomodarse en su despacho—. Tiene usted buen
aspecto.
—Me encuentro mucho mejor,
coronel.
—Me alegro, además tengo buenas
noticias para usted. Tome asiento.
Turner buscó entre los muchos papeles
que con cierto desorden se amontonaban en su mesa y tomó uno de
ellos.
—El quinto regimiento va a disolverse
—anunció—. Sufrimos tantas bajas que el alto mando ha considerado
que es lo mejor. Todos los soldados y los oficiales van a ser
asignados a otros cuerpos. Yo pasaré a la reserva activa y usted
también ha recibido nuevo destino. Deberá incorporarse al Real
Cuerpo de la Guardia Bengalí con cargo de mayor. Enhorabuena por su
ascenso.
El coronel le tendía la hoja con su
nombramiento. Kenneth no ocultó su estupor. Turner esperaba
paciente con la mano tendida, pero él se resistía a coger la orden,
no solo por la sorpresa. Ante la mirada interrogante del coronel
reaccionó y la tomó. Leyó su contenido, en la orden se le nombraba
mayor y se le ordenaba que se presentase en el plazo de dos días a
bordo del velero de la armada Conquest, a fin de ser trasladado a
Calcuta.
Kenneth estudió atentamente aquel
documento y negó despacio con la cabeza.
—No es lo que había
pensado.
Lo cierto es que si aquello sorprendió
a Turner no lo demostró. El coronel no perdió su seriedad y se
dirigió a él gravemente.
—Escúcheme, Kenneth. Piense con
cuidado lo que va a hacer. No sé qué es lo que se trae entre manos
ni me importa, pero ya ha visto a dónde ha estado a punto de
conducirle… Es una buena oportunidad la que se le presenta. Las
cosas están relativamente tranquilas en Bengala, y ahora que la
guerra ha terminado se producirá allí una gran expansión. Tendrá la
ocasión para hacer fortuna y podrá dejar atrás el
pasado.
El coronel le miraba severo pero
amable, solo que a Kenneth no le importaba lo más mínimo hacer
fortuna y no quería dejar atrás el pasado, no aún al menos. Y
además ya había tenido bastante del ejército como para lo que le
quedaba de vida.
—Había pensado en presentar la
renuncia —dijo Kenneth persistente.
Turner comenzó a perder su
paciencia.
—Olvida usted que a estas horas podría
estar tendido en el patio de la cárcel con cinco balas en el pecho
—replicó de mal humor—. Y en cualquier caso no soy yo quién decide
sobre las renuncias. Preséntese en su puesto y solicítela, si es
eso lo que desea, y tal vez dentro de un par de años se la
concedan. Pero piénselo bien antes de hacerlo —le advirtió Turner—.
Es usted un soldado, un buen soldado… Cuando salga por esa puerta
podrá ir a dónde le plazca y no seré yo quien se lo impida, pero
sea lo que sea lo que está buscando, no se equivoque. No es para
usted.
Kenneth se dolió de esas palabras que
tanto se parecían a sus pensamientos, sin
embargo…
—Lo tendré en cuenta —respondió con
frialdad.
—Eso espero…
Kenneth se levantó, el coronel hizo lo
propio y ambos se saludaron marcialmente.
—Suerte, mayor —dijo Turner
despidiéndose.
Kenneth se volvió para contestar desde
la puerta.
—Aún no he
aceptado…
El coronel se limitó a observarle,
Kenneth le dio la espalda y salió del
cuartel.
Un ascenso y un nuevo destino. Nunca
lo habría creído. Era cierto que se trataba de una gran
oportunidad, la India y sus brillantes promesas, fama, posición y
riqueza para quien tuviese el arrojo de labrarse un nombre. Ya de
por sí el puesto de mayor le garantizaba el alojamiento a cargo del
ejército, un asistente personal, un status y un sueldo
considerablemente más altos, y por encima de todo una carrera
abierta de nuevo. Por otro lado, si se negaba, ¿qué podía esperar?
Otra vez sería un fugitivo, volverían a acusarle de abandono del
cumplimiento del deber, y algo le decía que llegaría un día en que
su fortuna se acabaría y no acabaría tan bien librado. ¿Y todo para
qué? Solo para que Kate pudiese mostrarle nuevamente su
desprecio.
Las palabras del coronel pesaban en su
ánimo, aquello no era para él. Pero algo había cambiado en Kenneth,
y eso debería contar…
Había conseguido cobrar su sueldo,
sería más que suficiente, rompió en dos aquel pedazo de papel y
tomó la calle que bajaba hacia el puerto. Buscaría un barco con
destino a Southampton.