Cabalgó sin descanso durante horas, pero llegó un momento en el que se dio cuenta de que el caballo caería reventado al suelo de un momento a otro si no paraba, así que aflojó la marcha y se detuvo en la primera casa de postas que encontró.
La mañana era luminosa y alegre, pero sus pensamientos eran sombríos. Muchas veces durante el camino había sentido el impulso de darse la vuelta y regresar para buscar a Andrew y terminar con todo de una vez. Lo habría hecho de buena gana y no tenía miedo a fracasar, pero le parecía dolorosamente humillante mostrar a Kate de un modo tan evidente cuanto significaba para él, cuando había bastado que Andrew llegase con su dinero y su posición, apenas un mes después de que la hubiese tenido desfallecida en sus brazos, para que Kate se entregase a él…
Kenneth intentaba odiarla, pero muy a su pesar se decía a sí mismo que él debería comprenderla mucho mejor que cualquier otro. ¿Acaso podía juzgarla? Sin duda tenía derecho a esperar algo mejor de lo que él habría podido darle, ni tan siquiera su apellido. Charlene no se había molestado ni en responder a su carta, pero eso no había sido una sorpresa.
Charlene… Una persistente y molesta voz le decía a Kenneth que en realidad solo estaba recogiendo lo que había sembrado y que ahora no venía a cuento quejarse. Y además ¿por qué se había empeñado de ese modo en ella? Había sido un error dejarse prender por Kate, nunca antes lo había cometido y ahora pagaba aquel precio amargo. Aun así, entre todos los hombres de esta tierra, ¿tenía que casarse precisamente con Andrew? Sin duda era algún tipo de castigo que alguien le tenía reservado y tenía que haber sido ella quien…
—¡Capitán Kenneth! ¡Qué dichosa coincidencia!
Apenas había mirado a su alrededor, así que le sobresaltó esa voz ligeramente familiar que interrumpió sus pensamientos.
—Lady Carter… —dijo Kenneth sin molestarse en desarrugar su ceño fruncido—. No la había visto.
—¿Va usted hacía Portsmouth al encuentro con la flota?
—Así es, señora —dijo brevemente, mientras con la mirada buscaba al mozo que debía traerle el caballo de recambio.
—Yo voy a Drayton. Acaba de nacer mi primer bisnieto, si no Dios sabe que no saldría de mi casa. Es el mismo camino. ¡Qué suerte la mía! Quizá sería usted tan amable de acompañarme. Después de aquel penoso incidente del que me libró, créame, ya no viajo tranquila.
—Lo haría con gusto —respondió Kenneth pensando solo en un modo rápido de quitarse a la anciana de en medio—, pero el caso es que voy retrasado y no creo que pueda aguardar el ritmo de su coche.
—Es verdad. No querría perjudicarle, pero hágame entonces al menos la cortesía de almorzar conmigo. Me acaban de preparar una habitación y Miss Jenkins y yo ya nos lo tenemos todo contado. Sería tan agradable tener noticias nuevas sobre la marcha de la campaña… He estado toda mi vida casada con un militar y en mi casa no se hablaba de otra cosa. No sabe lo que echo de menos esas conversaciones.
—Lo siento, Lady Carter. Será en otra ocasión.
—Por favor, capitán —insistió la señora—. Tendrá usted que comer en alguna parte y no tenemos por qué hablar de la guerra, también podríamos hablar de nuestra común amiga, Miss Bentley.
Kenneth apenas había prestado atención a la anciana intentando solamente deshacerse de ella de algún modo que no fuese demasiado brusco. Habían simpatizado desde el momento en que se conocieron pero ese día no se sentía capaz de ser sociable. Sin embargo, ahora había captado su interés, y Kenneth se fijó en cómo le estaba examinando con su inteligente y aguda mirada.
—¿Por qué habríamos de hablar de Miss Bentley?
—¡Oh! Es un tema muy interesante de conversación… En el condado no se habla de otra cosa, ¿verdad, Miss Jenkins?
Miss Jenkins era una madura señora que ejercía de dama de compañía de Lady Carter y que asintió sin abrir la boca mientras no quitaba ojo de encima al capitán, que ya comenzaba a sentirse molesto por tanta observación, pero mal que le pesase se resistía a marcharse de allí sin escuchar lo que quería contarle Lady Carter.
—Nos traerán la comida enseguida. Háganos compañía un momento. Incluso dos viejas como nosotras no se encuentran a gusto estando solas en una posada. Quizá ya sepa usted lo de su próxima boda…
—Sí, casualmente he oído hablar de ello —asintió Kenneth luchando por no hacer demasiado visible su tensión.
—Pero seguramente desconozca usted que su padre, un idiota que no tiene dos dedos de frente, y cualquiera que le conozca le dirá lo mismo que yo, la había prometido con ese viejo usurero judío de Marley para evitar ir a prisión por deudas. Desde luego habrían hecho una bonita pareja… Si no hubiese sido por la providencial intervención de Mr. Wentworth, Dios sabe lo que habría sido de esas dos mujeres, sobre todo de la pobre Mrs. Bentley que seguro que ya ha sufrido bastante.
Lady Carter le contaba todo esto con una plácida y serena sonrisa mientras él intentaba seguir fingiendo indiferencia.
—Andrew siempre ha destacado por su generosidad —contestó con desprecio—. No es muy difícil mostrarla cuando te cuesta tan poco conseguirla.
—Ciertamente es usted uno de los más indicados para hablar de su generosidad… —replicó mordaz Lady Carter—. Después de aquel lamentable asunto… ¿Fue en Austerlitz?
—Fue en Walcheren —la corrigió secamente Kennneth.
La anciana sonrió apacible y complacida. Definitivamente debía de ser alguna razón perversa la que le llevaba a aguantar todo aquello.
—Es verdad, Walcheren… Que idea más absurda, miles de hombres enfermos de malaria antes siquiera de entrar en combate. Supongo que la moral no estaría muy alta cuando llegó el momento de luchar, pero así es el ejército, ¿verdad? Una orden es siempre una orden y si se tiene el valor de desobedecerla hay que saber también atenerse a las consecuencias. Aun así curiosamente usted persistió en continuar en la armada. Mr. Wentworht hizo bien en abandonarla. No se parecía en nada a su padre. ¿Sabía usted que mi marido y Christopher Wenworth sirvieron juntos en Bengala?
—No, señora, no lo sabía —dijo Kenneth que tampoco tenía muchas ganas de oír relatos de batallas pasadas.
—Christopher no era de los que se pensaban las cosas dos veces. Una vez perdió un batallón entero por empeñarse en cruzar un río. Carter y él estuvieron a punto de batirse pero habría tenido que encontrarle sobrio para que no hubiese sido una deshonra, y eso habría sido muy difícil de conseguir en su última época… Al fin alguien se dio cuenta a tiempo y lo retiraron.
—El general Wentworth tuvo una actuación decisiva en la batalla de Baksar —dijo Kenneth hablando solo de lo que todos conocían, aunque en realidad no sabía gran cosa del padre de Andrew, no más que la sospecha cierta de que para Andrew Wentworth la comparación con la leyenda viva que representaba su padre siempre fue una carga difícil de soportar—. Si no hubiese sido por él, la historia de la India se habría escrito de otro modo muy distinto.
—Sí… Era brillante, pero sus propios demonios empañaban sus logros, y las mujeres y el alcohol siempre fueron su perdición. Como le decía, capitán, no he tenido ocasión de tratar mucho a Andrew, pero sí lo suficiente como para darme cuenta de que no es como su padre... Andrew no está mal, pero Christopher era de los que te hacían difícil decirles que no. Seguro que sabe usted bien a lo que me refiero… —dijo Lady Carter con malicia—. Hay hombres que por muy virtuosa que sea una mujer encuentran siempre el modo de convencerla para que olvide cuál es su deber…
—No sé a dónde quiere ir a parar, Lady Carter —la interrumpió Kenneth irritado comprendiendo que la anciana le incluía, no podía negarse que acertadamente, entre esa clase de hombres.
—Discúlpeme —dijo ella haciendo un gesto de desdén con la mano—. Solo divagaba… Hablábamos de Miss Bentley. Lo que quería decir es me ha sorprendido un tanto que Andrew haya elegido a Miss Bentley por esposa. Es muy diferente de la desafortunada Sarah. Espero también que tenga mejor suerte que ella…
La comparación de Kate con Sarah inquietó a Kenneth. Le pareció que Lady Carter le miraba con un interés maligno.
—Sarah tuvo un desventurado accidente. No veo que puede tener eso que ver con Miss Bentley.
—Nada, ¿qué podría tener que ver? Pero quizá sepa usted que hubo rumores…
Kenneth apenas podía ya aguantar más ese torrente de insinuaciones que no llegaba a ninguna parte.
—Para hacer una vida tan recluida como la que dice hacer, Lady Carter —le recriminó impaciente Kenneth—, la veo muy informada de todas las calumnias que puedan llegar a contarse.
—No todo lo que se cuenta son calumnias —aseguró la anciana con gran seriedad—, como no todo es verdad. Ya casi no veo a ninguna de mis viejas amistades, pero mantengo mucha correspondencia. No tengo otra cosa que hacer… Y no soy muy dada a las visitas entre mis vecinos, pero Miss Jenkins sale mucho más que yo y tiene numerosas amistades, en todos los niveles, y se mantiene al corriente de todo lo que ocurre en el condado, tanto en las residencias como en los caminos, capitán.
Lady Carter le miraba severa con la autoridad que le daban los años, y con un aplomo que le hacía difícil a Kenneth sostenerle la mirada y quizá, por una escasa vez en su vida, se quedó sin palabras para contestar a la evidente acusación que se leía en su rostro.
—Me gustaba usted pese a todo, capitán, y creo que a mi marido también le hubiese gustado. Y me gustaba Miss Bentley… Parecía una joven decidida e inteligente, pero puede que haya tomado decisiones precipitadas llevada por las circunstancias. Todos las tomamos y luego tenemos que vivir con ellas. El tiempo dirá si fueron o no acertadas. Y ahora que ya le he entretenido bastante puede usted marcharse y siga el camino que considere que debe tomar.
La anciana dama le despidió con un gesto, al que Kenneth apenas atinó a responder para marcharse con precipitación de aquella sala dónde tan claramente se le reprochaba su conducta.
Salió fuera aturdido. La claridad del mediodía le deslumbró. Desde que había sabido que Kate iba a casarse con Andrew, el despecho y la rabia por la traición de Kate no le había dejado pensar prácticamente en nada más. Pero Lady Carter tenía razón y él lo sabía. Le había dicho que no dejaría que la hiciesen daño, y de veras había deseado protegerla más que a nada antes en su vida, y en verdad que ese era un sentimiento nuevo para él, y sin embargo la había dejado allí sola sin saber siquiera cuando regresaría. Y cuando hoy le había dicho que quizá todavía estuviese a tiempo de aclarar lo que esperaba de ella, lo mejor que se le había ocurrido había sido insultarla y ofenderla, cuando si ella hubiese sabido la verdad…
Si al menos hubiese tenido alguna respuesta de Charlene…
Kenneth no necesitó pensarlo más. Cogió el caballo de refresco y salió al galope. Necesitaría al menos otras seis horas para llegar a Londres.

 

 

 

21

 


Llegó cuando ya había anochecido y decidió esperar a que se apagasen todas las luces. Hacía más de seis años que no pisaba aquella casa, sin embargo las llaves de la puerta de servicio seguían escondidas en el mismo sitio dónde la vieja Mrs. Anders, la doncella de siempre de la familia, las dejaba escondidas antes de regresar a dormir a su propia casa.
Pasó al interior evitando hacer ruido, y la misma sensación de opresión que le hizo marcharse de allí para no volver jamás le asaltó de inmediato. Se había sentido más apresado y condenado en aquel lugar de lo que llegó a sentirse incluso cuando estuvo verdaderamente encarcelado, tras su arresto por la rebelión de Walcheren, con el agravante de que había sido él solo quién se lo había buscado. No se arrepentía de lo de Walcheren, volvería a hacer lo mismo mil veces si fuese preciso, pero habría dado lo que fuese para dar marcha atrás en el tiempo y borrar el día en el que accedió a casarse con Charlene.
Todo ocurrió al poco tiempo de que le ascendiesen a capitán. Tenía veintiséis años y una prometedora carrera en el mismo regimiento que Andrew. Al principio los dos habían chocado pero al final se habían entendido. La arriesgada ambición de Andrew había encajado bien con el arrojo casi temerario de Kenneth. Habían hecho carrera juntos y confiaban el uno en el otro. Era Andrew quien le llevaba a todos aquellos salones en los que de otra forma no habría sido recibido. Fue Sarah quien le presentó a Charlene. Andrew y ella acababan de casarse, y Sarah tenía la absurda idea de que si él también se casaba sentaría la cabeza. Entonces Sarah parecía feliz y Andrew también lo parecía.
Él no había prestado demasiada atención a su amiga. Era bonita, pero como tantas otras muchachas bonitas, y él no tenía ningún interés en casarse, pero bastó con sonreírla un poco, dedicarle un par de cumplidos y solicitarla unos cuantos bailes para que Charlene se creyese enamorada de él.
No era algo a lo que no estuviese acostumbrado, aunque no solía cortejar a muchachas solteras, era demasiado comprometedor. Las casadas eran mucho más fáciles de manejar, generalmente muy generosas, y cuando se hastiaba de ellas no se atrevían a protestar demasiado.
Pero Charlene no era como esas jóvenes afectadas que se desmayaban en cuanto tomabas su mano. Charlene sabía lo que quería. Pertenecía a una acomodada familia que la prohibió acercarse a él en cuanto vieron como su preciosa hija menor suspiraba por un miserable capitán que nadie sabía de dónde había salido. Él se hizo el ofendido, quizá en el fondo también lo estaba. Despreciaba con todas sus fuerzas a aquellos prepotentes señores que lo miraban por encima del hombro.
Charlene le mandaba esquelas a escondidas. Le decía que se fugaría con él si se lo pedía, que podrían casarse en Escocia. Fue una tentación demasiado grande. Por un lado su dinero. Le había cogido el gusto a la buena vida. Las migajas que las esposas conseguían sisar a sus maridos no eran nada comparadas con la renta de la que disponía Charlene. Por otro lado, su padre, un burgués ascendido a caballero que había conseguido su fortuna empleando a niños en las fábricas de hilaturas, se había permitido insultarle, a él, que había arriesgado su vida en los campos de Flandes para que él y otros como él pudiesen seguir vendiendo sus mercancías en las colonias sin que la armada francesa acabase con sus barcos en el fondo del mar.
Así que se fugó con ella y se casaron en Escocia. Su familia tuvo que aceptar la situación. Les dieron la casa, la renta, le ofrecieron trabajo en las factorías… Pero Kenneth no tenía la menor intención de dirigir ninguna factoría, ni tan siquiera de dejar el ejército. Sin embargo Charlene empezó pronto a presionarle, quería que presentase la renuncia ahora que estaban en tiempo de paz y tenía ocasión de ello, se lamentaba de que aquella casa era demasiado modesta y de que si hubiese aceptado trabajar con su padre habrían podido cambiarla enseguida por otra más grande y dar fiestas y recepciones. Kenneth comprendía que echaba de menos su vida de antes y que para compensarlo solo le tenía a él, pero eso no hacía que la situación fuese más fácil. Charlene demandaba constantemente su atención y le obsequiaba con su afecto hasta un punto que no tardó en producirle empalago. Por eso y por otros motivos la esquivaba. Buscaba excusas para faltar a los compromisos de sociedad de Charlene y salía solo. Cuando regresaba ella le acosaba a preguntas sobre dónde había estado y con quién, preguntas que él no tenía ni el humor, ni la paciencia de soportar.
Conforme ella se volvía más exigente, más evitaba él su compañía. Comenzaron a hacerse la vida imposible. Kenneth maldecía la hora en la que se casó con ella y estaba ya harto de su dinero y de esa casa en la que se sentía atrapado. Entonces fue cuando ella se quedó embarazada, en uno más de los desesperados intentos de Charlene por conquistar un cariño que él cada vez se sentía más incapaz de proporcionarla. Y si antes estaba celosa ahora esos celos resultaban enfermizos. Discutían terriblemente, siempre por la noche, nunca delante de los criados. Charlene odiaba los escándalos, a él le daban exactamente igual los escándalos, pero le enfermaba tanta hipocresía. Le echaba en cara todo lo que había hecho por él. Él a duras penas conseguía tolerarla. Finalmente una noche le dijo que nunca la había amado, que sólo se había casado con ella por su dinero, que apenas la soportaba. Charlene le respondió que aun así era su marido y que lo sería siempre, a no ser que acabase con ella ya de una vez. Aquella noche se fue de esa casa y nunca más había regresado.
Hasta hoy.
Todo estaba a oscuras y en silencio. No era una forma muy amistosa de llegar y tampoco se sentía amistoso. Durante todo el camino había estado pensando en la mejor manera de convencerla de que no tenía sentido mantener algo que no existía, pero aquel lugar conseguía sacar lo peor de él. Trato de tranquilizarse. No tenía ninguna posibilidad de que la demanda prosperase si ella no accedía voluntariamente. Si tenía que suplicar, la suplicaría, y si le dijese que sí… Si le dijese que sí, se tragaría su orgullo y volvería para pedirle a Kate que se casase con él, y aunque ella le rechazaría con toda probabilidad, al menos habría hecho todo lo posible por no perderla.
Encendió una de las lámparas, subió a la planta de arriba y llamó despacio pero con firmeza a la puerta del que en tiempos había sido también su dormitorio. Esperó en tensión una respuesta y enseguida la puerta se abrió y una sobresaltada Charlene apareció tras ella.
—¡Kenneth!
—Hola, Charlene —dijo él oscuramente.
—¿Cómo…?
—Siento haber entrado así. No podía esperar…
Charlene estaba muy alterada. Llevaba solo un largo camisón de dormir y el cabello suelto, desordenado y revuelto. El resplandor amarillento de la lámpara acrecentaba su aire pálido y su aspecto un tanto desquiciado, pero fuesen cuales fuesen sus pensamientos consiguió serenarse con rapidez y recuperar un poco de su aplomo.
—¿Podríamos hablar? —le espetó a bocajarro Kenneth.
Sin atreverse a confiar demasiado en ello y aun reconociendo que no era de muy buen gusto, había alimentado la malsana esperanza de no encontrar a Charlene sola, eso habría facilitado mucho las cosas, pero la puerta entreabierta dejaba ver claramente su lecho vacío y solo uno de los dos lados estaba revuelto.
—¿De qué quieres hablar? —dijo Charlene tensa como la cuerda de un violín.
—¿Recibiste mi carta? —preguntó él con cautela.
—¿Y tú? ¿Recibiste las mías? Porque nunca las contestaste —replicó ella dolida.
—Charlene… —dijo Kenneth sacudiendo la cabeza y dejando escapar el aire de un golpe—. Lo sé. No tengo derecho a pedirte a nada, pero no tiene ningún sentido. Lo sabes igual que yo.
—No tendrá sentido para ti —se quejó amarga ella—. Tú fuiste el que se marchó, pero yo he seguido aquí. Todos estos años... Esperando que algún día comprendieses y regresarás.
—Charlene, eso no va a ocurrir —aseguró él—. Nunca ocurrirá.
—Ya ha ocurrido… —dijo ella lentamente buscando su mirada a la macilenta luz de la lámpara—. Aquí estás…
Su expresión le hizo comprender a Kenneth que nada había cambiado. No se habían visto en seis años, pero Charlene aún seguía esperando que él fuese quien jamás pudo ser.
—Sé que cometí muchos errores —reconoció Kenneth tratando de hacerla entrar en razón—, y que no fui justo contigo, pero no podíamos haber continuado así. Era un infierno para los dos. Tú sabes que fue lo mejor que pude hacer.
—¿Lo mejor que pudiste hacer fue desaparecer y no querer saber nada de tu hija? —exclamó incrédula Charlene.
—¡No la mezcles a ella en esto! —exclamó Kenneth comenzando a perder la calma —. ¡No tiene nada que ver con lo que pasó entre tú y yo!
—¡No tiene nada que ver! —replicó incrédula Charlene—. ¡¿De dónde crees que salió?!
—¡Tú sólo querías un marido! —gritó él—. ¡Nunca te dije que fuese a ser el padre de nadie!
Empezaba a írsele de las manos. Se había prometido que no se dejaría llevar por los reproches y allí estaban. Igual que hacía seis años…
—Por favor, Charlene —insisitió Kenneth haciendo un esfuerzo por aplacarse—. Sólo he venido para rogarte que accedas a la demanda. No puede significar tanto para ti. No habrá ninguna diferencia. La pediré accedas o no a ella, y sería mucho mejor para todos si fuese de común acuerdo.
—¿Crees que no significa tanto para mí? —dijo ella llena de tristeza—. ¿Y en cualquier caso la pedirás…? No te servirá de nada. No te lo concederán y además ella ya no querrá saber nada de ti.
Kenneth vio la mirada herida, pero convencida de lo que decía de Charlene y una terrible sospecha cruzó por su mente.
—¿Qué sabes tú de ella? —preguntó glacial.
—Fui a verla… —dijo Charlene alzando desafiante su mirada—. No sabía nada. Ni siquiera tuviste el valor de decírselo.
Kenneth sintió una mortal frialdad adueñándose de él a la vez que la cólera se agolpaba ciegamente en su cabeza.
—¿Tú fuiste a verla?
—Andrew me escribió. Me dijo que había vuelto a verte, después de todos estos años... Así que cuando recibí tu carta fui a hablar con él. Al principio me respondió que no estaba seguro, pero finalmente conseguí que me dijese su nombre.
Charlene le miraba satisfecha de sí misma. Después de tantos años de espera había tenido la oportunidad de devolverle el golpe, pero Kenneth sintió como se le nublaba la cabeza.
—No sabes lo que has hecho —musitó muy bajo.
—No he estado tan segura de nada en mi vida —afirmó ella.
—¿Sabes, Charlene? —dijo oscuramente Kenneth—. Hay otro modo de que pueda volver a casarme ya que no vas a concederme el divorcio.
Su amenaza fue tan hostil como su mirada y aunque las palabras de Charlene dijeron una cosa, su rostro mostró otra muy distinta.
—No me das miedo…
—Nadie sabe que estoy aquí… —aseguró Kenneth acercándose más a ella—. Podrías tener un accidente… Podrías caerte por estas escaleras y mañana todos llorarían tu pérdida, pero puedes estar bien segura de algo, Charlene. Yo no lloraría…
—No te atreverás —dijo ella retrocediendo asustada.
—¿Sabes a cuantos hombre he matado, Charlene? —le preguntó con una ira que crecía con cada palabra que pronunciaba—. Hombres que no conocía, que no me habían hecho nada y que me suplicaron por su vida antes de que acabase con ellos. Solo porque alguien en un salón lo decidió así. ¿Y después de lo que me has hecho crees que no tengo una buena razón para acabar contigo?
Veía el rostro asustado de Charlene y ni siquiera él sabía si hablaba o no en serio, pero sentía como una profunda y negra cólera lo dominaba cada vez más.
—¿Lo harías? —gimió Charlene asustada y arrinconada contra la pobre defensa que le ofrecía la pared que tenía a su espalda—. ¿Dejarías a tu hija sin madre como te criaste tú? ¡Al menos tú tuviste un padre! ¡Es más de lo que tiene Alice!
—¡¿Mi padre?! ¡¿Qué sabes tú de mi padre?! ¡¡¡Mi padre mató a golpes a mi madre delante de mí!!!
Charlene se quedó muda, espantada y con la boca abierta, y él sentía como si ya no pudiese soportar todo ese peso que siempre cargaba con él, pero que se volvió intolerable cuando se dio cuenta de que detestaba como ella le hacía sentir. Y por encima de todas las cosas temía ver el aborrecido reflejo de su padre en sí mismo, y por eso tuvo que marcharse y escapar de aquel fantasma, que a pesar de todo el tiempo transcurrido seguía esperándole exactamente en el mismo lugar.
—Nunca me hablaste de eso —susurró Charlene conmocionada.
El dolor se mezclaba ferozmente con la rabia en el rostro de Kenneth y Charlene levantó tímidamente su mano en un instintivo, aunque vano intento, de proporcionarle algún consuelo.
—Tú no sabes nada de mí —dijo Kenneth con brusquedad rechazando su vacilante intento de acercamiento—. Nunca lo supiste. Nunca quisiste verlo.
—No es cierto —se quejó ella ahuyentando las lágrimas que asomaban ya en sus ojos—. Yo quería comprender, pero tú siempre te cerrabas a mí. Pero aún no es tarde, Kennett —suplicó Charlene alentando una débil esperanza—. Podemos intentarlo de nuevo. Tú no eres así.
—¡Sí que soy así! —gritó él exasperado—. ¡¿Es que todavía no te has dado cuenta?!
Kenneth estaba otra vez fuera de sí y el temor regresó a Charlene.
—¿Tú también deseabas matarme?
Nunca quiso dañarla. ¿Cómo habría podido vivir con eso? Pero temía que si seguía con ella terminase deseándolo. Y ahora, a pesar de todo, de haber desaparecido de su vida, de haber renunciado al dinero, de intentar hacer como si no hubiese ocurrido, se encontraba finalmente amenazando con tirarla por unas escaleras. Sí, pensó Kenneth, las pesadillas podían terminar por convertirse en realidad.
—No —negó despacio Charlene sin dejar de mirarle—. No lo creo. Nunca lo habrías hecho. Y tampoco ahora serás capaz de hacerlo.
Ya no parecía asustada y él supo que tenía razón. Pero eso no cambiaba nada.
—Cuida de tu hija, Charlene. Y procura que jamás volvamos a vernos.
Kenneth comenzó a bajar a toda prisa las escaleras pero ella corrió tras él.
—¡Kenneth! ¿Es que ni siquiera vas a pasar a verla? ¡Nunca la has visto! ¡Se parece tanto a ti! ¡Por favor!
—¡Déjame en paz! —respondió él sin detenerse—. ¡Estará mucho mejor sin mí!
Y no era más que lo que verdaderamente pensaba…
—¡Kenneth! ¡No te vayas! ¡Te pesará en tu conciencia!
La oía, pero nada de lo que dijera iba a retenerle allí.
—¡Lo pagarás! ¡¿Me oyes?! ¡No podrás evitarlo! ¡Pagarás por ello!
Las palabras desesperadas de Charlene resonaban en su cabeza pero ya estaba fuera de la casa, y por la condenación de su alma que no pensaba jamás volver a entrar en ella. Pero podía haberle dicho a Charlene que sin duda tenía razón, que le pesaba, y que comprendía que debía pagar por ello, y que el precio estaba siendo tan alto como ella pudiese haber deseado… Y para su vergüenza no sólo lo estaba pagando él, sino que también había hecho que Kate lo sufriese, siendo como era inocente. Y aun así ella había aguantado sus insultos sin escupirle a la cara, y si alguien era el responsable de que Kate actuase como lo había hecho ese era él, y cuando Andrew y ella se casasen.
Además de la insoportable imagen de Kate en los brazos de Andrew, Kenneth comprendió que su antiguo amigo, y ahora más que odiado enemigo, sabría inevitablemente lo que había ocurrido.
Los remordimientos y la culpa se agolparon en su mente. Había dejado atrás su antigua casa y era tarde para reparar ya sus errores. Ahora tenía que escoger de nuevo un camino. Solo le quedaba tiempo ya para volver a Portsmouth, pero entonces no podría volver atrás, no le darían otro permiso, los barcos zarparían de un momento a otro. Tenía que decidirse.
Kenneth no tardó en resolverse. No había sido capaz de matar a Charlene, pero sin duda sí que podría matar a Andrew.
Salió de Londres arrastrado por la fuerza de la desesperación. Sin embargo, no se había alejado más que un par de millas cuando una patrulla le dio el alto. Un grupo de soldados que vestían su mismo uniforme se interpusieron en su camino y le hicieron bajar del caballo.
—¿Quién es y adónde va? —preguntó autoritario un oficial de ceño fruncido y grandes bigotes caídos.
—Soy el capitán Kenneth, del quinto regimiento de infantería, y estoy de permiso en viaje privado —le respondió impaciente.
—Todos los permisos se han suspendido —anunció el primer oficial—. Napoleón ha salido de París y va al frente de su ejército. Tenemos orden de dirigirnos de inmediato hacia Portsmouth y hacérselo saber a todo el que nos encontremos.
Eran cuatro hombres armados y él iba desarmado. No iba a ser fácil marcharse de allí
—Es un asunto de vida o muerte el que me ocupa. —Y en verdad no mentía, pues no pensaba salir de Inglaterra sin matar antes a Andrew—. Dejadme marchar y estaré en Portsmouth en cuanto lo haya resuelto. Mañana al atardecer a lo más tardar.
—No podemos hacer excepciones y justamente el quinto regimiento zarpa mañana al amanecer en cuanto regresen los oficiales de permiso. Si perteneces a él ya vas retrasado y en dirección contraria.
Él oficial le miraba con sospecha, y Kenneth supo que no le dejarían marchar por las buenas y difícilmente por las malas.
—¿No confías en un compañero?
—No confío en nadie y tampoco me fío de ti.
—Muy bien… —cedió él encogiéndose de hombros—. Entonces supongo que tendré que acompañaros.
La tensión se relajó y en cuando el oficial se dio la vuelta, Kenneth se acercó tras él con rapidez y tiró de su sable, pero no le atacó con el filo, sino que le golpeó en la cabeza con la empuñadura. El hombre cayó al suelo en el acto. Los otros soldados también sacaron sus sables y le atacaron todos a la vez. Se las había visto en otras peores que tres contra uno y no parecían demasiado peligrosos. Ya había conseguido desarmar a uno de ellos y mantenía a los otros dos a distancia cuando el oficial que había derribado primero se levantó tambaleándose del suelo y le apuntó con un arma a la cabeza.
—¿Quieres que acabemos con esto rápidamente o esperarás al pelotón de fusilamiento?
Kenneth miró el arma y al oficial y arrojó derrotado el sable a sus pies. También recordó las palabras de Charlene.
Pagarás por esto.
Después sintió un fuerte golpe en la cabeza y todo se fundió a negro.


22

 


Andrew no le había dicho una sola palabra…
Le había dirigido solo una terrible mirada y Kate supo que en sus ojos asustados había leído toda la verdad.
Por un momento creyó que iba a golpearla, pero no lo había hecho. Había salido del dormitorio y poco después Kate había escuchado el estrépito de los cristales quebrándose y estallando en mil pedazos al golpear contra el suelo. Su ánimo se había encogido igual que si aquello hubiese ocurrido justo delante de ella. Quizá, pensaba, habría preferido que le hubiese gritado, o al menos que le hubiese dicho algo, pero no. Habían pasado los minutos y después las horas y no había vuelto a oír nada más; y ella había permanecido despierta, angustiada y culpable, incapaz de pensar en dormir en aquella cama que no era la suya, y demasiado abrumada por el peso de sus acciones incluso hasta para llorar por ellas.
Se habían casado esa misma mañana en la pequeña capilla de la residencia de Mr. Bryce, y los asistentes habían sido muy reducidos, la madre de Kate, Jane y sus padres, los Bryce por supuesto, pero no Margaret, que excusó su presencia alegando una terrible jaqueca que la tenía postrada, y la madre de Andrew, que había llegado la víspera para la ocasión. Fue cortés aunque reservada con Kate, y tampoco muy expansiva con su hijo, al que saludó con bastante frialdad.
En cuando terminó la ceremonia Kate y Andrew partieron rumbo a Southampton. Su madre se deshizo en sollozos y Jane también se abrazó a ella llorando, pero Kate no fue capaz de derramar ni una sola lágrima. La embargaba una extraña sensación de irrealidad que la había perseguido durante las últimas semanas.
Tras la marcha de Kenneth de su casa, después de que él la insultará y destrozará el escaso ánimo que había logrado reunir, había tenido más que ocasión de comprobar como el hecho de devolverle el mismo dolor que él le había causado no solo no calmaba el suyo, sino que aún le afligía más. Había preferido que la despreciase y que creyese que actuaba movida por el interés a que pensase que lo hacía por despecho, pero volver a enfrentarse a él había resultado aún peor de lo que había imaginado, y eso ya había sido bastante malo. Y aunque no se arrepentía, sí comenzaba a dudar sobre si realmente podía mantener su palabra acerca de que ningún otro sentimiento le impedía casarse con Andrew.
La idea de hablar con él y suspender la boda giraba constantemente en su cabeza, pero los días habían pasado veloces uno tras otro, y se había encontrado al pie del altar, a su lado, y pronunciando aquellas palabras que sellaban su futuro, como llevada por una fatalidad irremediable.
Anochecía cuando llegaron a su destino. De camino se habían detenido para ver el mar. Kate nunca lo había visto antes y el hacerlo le produjo una emoción especial. Era tan cautivador. Atrayente y avasallador, y despertó en ella el inmediato deseo de adentrarse en él y llegar hasta más allá de lo que pudiese haber tras tan inacabable extensión. Siempre había estado ahí y sin embargo ella nunca lo había conocido. Había tantas cosas que desconocía… Y aunque esta última idea le produjo una nueva tristeza, lo cierto era que la impresión de ver el mar fue lo más cercano a la felicidad que experimentó aquel día.
—¿Es tal y como te lo imaginabas? —preguntó amable Andrew.
No habían hablado mucho durante el viaje. Ella misma se daba cuenta de que se mostraba ausente, y había intentado contrarrestarlo haciendo comentarios de vez en cuando sobre los parajes que se iban encontrando por el camino. Andrew le había ido explicando por dónde pasaban y qué era lo que había allí más destacable. De todas formas prácticamente no se habían detenido para no tener que hacer noche en el camino.
—No, no habría podido imaginar algo así —le contestó algo abstraída ella.
Kate habría deseado quedarse más tiempo, contemplando los últimos reflejos que el atardecer arrancaba del agua, esperando a que la noche lo cubriese todo. Pero Andrew no pareció compartir su deseo.
—Continuemos si te parece. Estamos muy cerca ya.
No mucho después llegaron a la residencia. Greenthill era una gran mansión construida cerca de la costa, pero de espaldas al mar. Imponente y magnífica resplandecía aun a la débil luz del anochecer. Andrew le había contado que su familia había vivido allí durante generaciones, aunque en lo últimos años solo la habían habitado los criados. No tenía más hermanos y su madre se había mudado a Londres tras la muerte de su padre.
Andrew la tendió su mano para ayudarla a bajarse del coche y no la soltó mientras la acompañaba hasta la entrada. La mansión era tan hermosa como pudiera desearse y toda la servidumbre estaba esperando en el hall para recibirlos. Él la presentó a todos y hubo muchas caras sonrientes a su alrededor. Kate se sentía aturdida y fuera de lugar entre algo tan distinto a lo que había conocido, pero una señora de unos cincuenta años, un poco entrada en carnes y de aspecto bondadoso y de la cual Andrew había dicho que era el ama de llaves se dirigió en primer lugar a ella.
—No sabe lo felices que nos sentimos, señora. Soy Theresa Flynn y cualquier cosa que necesite no dude en pedírmela. Esta casa tan grande ha estado vacía durante demasiado tiempo y está un poco fría y desangelada, pero entre las dos la dejaremos como nueva.Yo pensaba que el señor se había olvidado de que vivía aquí, pero ahora comprendo que tenía una buena razón para no regresar —dijo cariñosamente la mujer.
—Es usted muy amable, Mrs. Flynn.
—Llámeme, Theresa —la corrigió la mujer—. No soy Mrs. Flynn y soy demasiado vieja ya para que Miss Flinn suene bien. ¿Han tenido un buen viaje? Estará agotada.
—Estoy cansada, sí —reconoció Kate—. Nunca había viajado tan lejos…
—Pobrecilla. Yo odió viajar. En cuanto me montó en uno de esos trastos todos los huesos de mi cuerpo se desencajan y ya no vuelve a colocarse durante…
—Theresa —dijo Andrew—. ¿Cree que sería posible que cenásemos?
—Por supuesto, señor… Todo está listo. No dude en interrumpirme si la aburro, señora, como hace el señor —señaló bienhumorada el ama de llaves—. Cuando empiezo a hablar no tengo fin. ¿Le gusta a usted el pescado?
—Sí, cualquier cosa estará bien —asintió Kate.
—Aquí tenemos un pescado fresquísimo. Otra cosa no, pero el pescado nos lo trae todos los días un muchacho del pueblo, recién sacado del mar…
Era cierto que la charla de Theresa no tenía fin, pero su cháchara al menos distraía a Kate de la tensión del momento que se iba cerniendo sobre ella, aunque conscientemente evitase pensar en ello.
Y así, llevada por la misma inercia que la había empujado esas últimas semanas se había encontrado en aquella enorme habitación esperando que Andrew entrase. Y aunque había sido atento y considerado, Kate no había podido evitar que la tensión le paralizase, no había podido evitar pensar en él mientras Andrew besaba delicadamente su cuerpo, no había podido olvidar. Y Andrew no había sido tan ciego como para no notarlo, no solo que no era su primera vez, sino que ni su cuerpo, ni su espíritu le pertenecían…
Y por eso ahora estaba allí, sola en aquel lugar absurdamente grande y extraño a ella, plenamente consciente ya de las consecuencias de las decisiones que había tomado y de lo inútil que resultaba ahora arrepentirse de ellas.
No sabía cuánto tiempo había pasado cuando le pareció oír ruido de pasos en el corredor. El corazón se le aceleró y se incorporó sobre la cama. No había ninguna luz en la habitación, aunque en el corredor algunas de las lámparas permanecían encendidas. Andrew apareció como una sombra en la puerta. Apenas distinguía su rostro, pero el olor a alcohol que le acompañaba señalaba con claridad lo que había estado haciendo. Cuando habló, su voz resultó dolorosamente hiriente.
—¿Puedo esperar —le preguntó con la voz tan empañada por el whisky como por el desprecio—, que mantengas el compromiso que hiciste esta mañana o vale tan poco como las palabras con las que aceptaste mi proposición?
—Yo…
Kate no se sentía con ánimo ni para defenderse. Sabía perfectamente hasta qué punto sus palabras sin llegar a mentir tampoco habían sido ciertas. Pero intentó recoger los pedazos rotos de su dignidad herida y declaró en alta voz con toda la convicción que le fue posible.
—La promesa que he hecho hoy la respetaré hasta el último día de mi vida.
Kate no podía ver su expresión pero la respuesta de Andrew sonó desengañada.
—Espero vivir para verlo.
La puerta se cerró de un fuerte golpe seco y volvió a quedarse sola, encogida en aquella cama fría y ajena, conteniendo unas lágrimas que sabía que no tenía derecho a derramar.
A su mente volaron las palabras que alguien le había dicho no hacía demasiado tiempo. Y supo con total seguridad, que al igual que el de esa persona, el suyo no sería un matrimonio feliz.


23

 


Tuvo que acomodarse a vivir de aquel modo, en aquella casa inmensa dónde no encontraba su lugar. La señora Flynn era extremadamente amable con ella, aunque ya a la mañana siguiente, cuando vio los tensos rostros de los dos en aquel desayuno en el que no se dirigieron ni la palabra ni la mirada, tampoco ella fue capaz de ocultar la desilusión que sintió. Pese a todo siguió actuando como si nada ocurriese y fue ella quien le enseñó la casa, y le pidió instrucciones acerca de las comidas, y la decoración, y las flores, y otras muchas cosas sobre las que Kate se sentía incapaz de decidir nada. Comprensiva, la señora Flynn le dijo que no se preocupase, que ella se encargaría de todo, y Kate quedó libre de su tiempo.
Los días fueron pasando poco a poco, y si al principio pensó que la vida vivida de esa forma resultaría insoportable, pronto se dio cuenta de que la fuerza de la rutina podía más que cualquier otra, y la ausencia casi continua de Andrew, y su frialdad cuando estaba presente, y la contenida tristeza que nunca se apartaba de ella, se terminaron por convertir en una costumbre. Y pudo entonces comprobar que su situación no era muy distinta de la de aquella en la que siempre había vivido, atrapada en un lugar en el que no podía ser ella misma y del que tampoco podía marcharse, y quizá por eso mismo Kate no tardó en encontrar el único espacio en el que sentía que podía realmente respirar sin notar que le faltaba el aire. Todos los días, tras desayunar y conversar brevemente con Theresa sobre el menú y las pequeñas incidencias de la casa, que en realidad dejaba enteramente en sus manos, salía de Greenthill por una de las puertas laterales y caminaba a buen paso hasta los acantilados.
Era un largo paseo pero merecía la pena el esfuerzo. Las olas se estrellaban contra las rocas y el aire arrastraba pequeñas gotas de agua que salpicaban su cara, el mar se revolvía salvaje y violento, el paisaje se extendía ilimitado ante sus ojos. Ella se quedaba muy cerca del borde para dejar que el viento la zarandease y permanecía allí inmóvil, a merced de los elementos. Hasta que no tenía más remedio que volver. Y mientras regresaba se consolaba diciéndose que si su vida no había cambiado, al menos sí lo había hecho el paisaje.
Pero hasta esa leve escapatoria se volvió pronto imposible. Un día mientras entraba en la casa se encontró con que Andrew la estaba esperando.
—¿De dónde vienes?
Hablaban poco pero cuando lo hacían él siempre se dirigía a ella en un frío tono distante. Sin embargo en esa ocasión su expresión consiguió hacer sentir a Kate culpable de algún tipo de delito que en realidad no había cometido.
—Solo he ido a pasear. Hasta los acantilados... No puedo quedarme en casa sin hacer nada, siempre he paseado.
—Pasea por dónde quieras pero no vuelvas a acercarte jamás a esos acantilados, ¿comprendes? —la ordenó furioso.
—¿Pero por qué? —protestó ella—. Solo voy a ver el mar. No creo que haga mal a…
—¡¡¡Te digo que puedes pasear por cualquier lugar menos por los acantilados!!! ¿Es también pedir más de lo que se puede esperar de ti?
Kate tuvo que hacer un enorme esfuerzo para evitar romper en llanto. Era lo único que le hacía sentir bien y le parecía gratuitamente cruel por su parte privarla de ello, única y exclusivamente por su propio capricho. Se marchó corriendo sin contestar a Andrew y subió a encerrarse a su cuarto. En realidad ninguna de aquellas habitaciones era suya y se sentía extraña en todas ellas, pero esa estancia era una de las pocas desde las que podía divisarse el mar.
Fue a reclinarse juntó a la ventana, y recordó una frase que pronunció una madrugada que ahora le parecía muy lejana en el tiempo.
“¿Qué haría yo en Portsmouth? ¿Contemplar el mar desde la ventana?”
Las lágrimas que había estado conteniendo brotaron irremediablemente ahora. Al menos en Portsmouth nadie le habría dicho por dónde podía y por dónde no podía pasear...
Unos golpes suaves sonaron en la puerta y le obligaron a serenarse y secarse rápidamente el rostro. Era la señora Flynn.
—Disculpe que la moleste, señora. Necesitaba consultarle algo. ¿Puedo pasar?
—Sí, pase Theresa. Dígame.
—Es el jardinero… Desea saber si prefiere usted margaritas o pensamientos en el parterre de la entrada.
—Que haga lo que acostumbre hacer —respondió procurando mantener la compostura que se esperaba de ella, pero sin poder evitar que sus palabras sonasen secas y duras—. O que pregunte a Mr. Wentworth cuáles son sus gustos.
Kate apenas dirigía la mirada a aquella mujer, pero la señora Flynn no parecía tener prisa por marcharse y la miraba apenada.
—Señora… Llevo en esta casa muchos años y espero que eso haga que perdone que le hable así. Conozco al señor desde que era un niño y sé que no tiene un carácter fácil pero es muy triste para mí verlos así.
Kate pensó que ya era demasiado soportar los reproches incluso del ama de llaves, pero guardó tenazmente silencio, y Theresa continuó hablando con suavidad.
—Hay una razón por la que no quiere que pasee por ese lugar, aunque él no se lo haya dicho… Es por Sarah, su primera esposa… A ella también le gustaba recorrer ese paraje…
Kate volteó los ojos y miró asombrada al ama de llaves.
—¿Y por eso no quiere que yo lo haga? ¿Por qué su primera esposa también lo hacía?
La señora Flynn parecía dudar sobre como continuar y se apretaba inquieta los nudillos…
—No es porque Sarah también paseará… Es por lo que ocurrió… En los últimos tiempos la señora iba cada vez allí con más frecuencia, y su expresión no era muy diferente de la suya... Allí arriba fue dónde Sarah murió. Ella… tuvo un accidente. Debió perder el equilibrio, supongo… Nunca lo sabremos. Estaba sola cuando sucedió. La echamos en falta y no la encontramos por ninguna parte. El señor, Andrew, se había marchado el día antes a Brighton. Estaba en plena campaña, sólo había venido de permiso… Fue su padre quien la encontró abajo en las rocas… Fueron días terribles, puede creerme, Andrew no se perdonó no haber estado aquí… Y él y su padre nunca se llevaron bien, precisamente habían discutido antes de marcharse… En fin… A pesar de todo el señor tuvo que volver al frente y su padre murió de una apoplejía poco después. El señor también dejó el ejército, pero ya no volvió a ser el mismo… Yo creía que las cosas irían mejor ahora, pero no me parece que vayan muy bien… Y le diré algo… —dijo más enérgica el ama de llaves—. A mí tampoco me hace gracia que pasee por esos acantilados, y ahora ya puede usted decirme que me meta en mis asuntos.
La mujer la miraba con un gesto preocupado pero cariñoso que Kate no podía menos que agradecer, así que la respondió intentando sonreír.
—No se preocupe, Theresa… No tendré ningún accidente… Y procuraré pasear por otra parte…
—Bueno… —respondió satisfecha Theresa—, quizá si sonriera un poco más a menudo todo iría mejor. Tiene una sonrisa realmente preciosa. Debería lucirla más.
—Es lo mismo que me decía mi madre —dijo Kate volviendo a sonreír.
—Seguro que es una mujer sensata.
—Usted también parece una mujer sensata, Theresa..
—Claro que sí, querida… Nosotras tenemos que tener los pies en el suelo… Los hombres… Bueno, seguro que ya sabe usted como son los hombres…
Kate no considero oportuno decirle a la señora Flynn que sabía exactamente a lo que se refería pero la mostró otra suave sonrisa.
—Eso es. Así me gusta mucho más. ¿Entonces qué hacemos con el jardín? ¿Pensamientos o margaritas?
—Me gustan más los pensamientos.
—Buena elección. Se lo diré al jardinero.
La señora Flynn se marchó y dejó a Kate reflexionando sobre todo lo que le acababa de contar, aunque solo le cabía hacer conjeturas. ¿Debía suponer que Sarah no se había caído sino que había saltado por esos acantilados? ¿Pero por qué razón habría hecho eso? ¿Y qué tenía que ver en todo aquello el padre de Andrew?
Se daba cuenta de que no sabía gran cosa de Andrew, y de que tampoco había hecho nada por conocerlo y después de todo era la vida que ella había elegido. Nadie le había obligado. Lo menos que le debía a Andrew era tratar de no amargarse más el uno al otro.
Salió de su habitación y fue a la biblioteca. Allí estaba Andrew. Era su espacio. Kate nunca iba allí, igual que él nunca iba a su cuarto, solo se veían a las horas de las comidas. Andrew se giró brevemente hacia ella cuando la oyó entrar pero enseguida volvió de nuevo su mirada hacía algún lugar más allá de la ventana. No era fácil, pero ya había llegado hasta allí…
—Andrew, yo… No sabía… La señora Flynn me ha contado lo que pasó. Siento haber reaccionado así pero no podía imaginar…
—La señora Flynn habla más de lo que la conviene —le interrumpió él rudamente y sin volverse hacia Kate.
—Y quizá nosotros lo hacemos mucho menos de lo que deberíamos —rogó ella intentando quebrar aquellos constantes silencios.
Su solicitud pareció causar efecto en Andrew. Se dio la vuelta y se enfrentó a ella. Kate pudo comprobar que también él estaba verdaderamente afectado.
—Nunca ha sido sencillo para mí expresar mis sentimientos, pero debes saber que jamás deseé hacerte infeliz.
Kate sintió un nudo en su garganta pero consiguió aflojarle y responder.
—Lo sé, tampoco yo deseaba que tú lo fueses.
La biblioteca tenía muchos ventanales pero solo aquel junto al que se encontraba Andrew tenía los cortinajes completamente corridos. El resto de la estancia quedaba en una cómoda penumbra, sin embargo la claridad manaba a raudales desde aquel ventanal. Prácticamente deslumbraba a Kate. Quizá habría sido más fácil resistir su mirada si no hubiese sido por esa cortina.
—Tal vez podríamos intentar olvidar y dejar lo pasado atrás —dijo vacilante Andrew.
—Estoy dispuesta a intentarlo —asintió ella.
Quizá si hubiese habido menos luz habría resultado menos evidente que ninguno de los dos parecía demasiado convencido de que aquello fuese posible, pero Kate era sincera sobre su voluntad y su propósito.
—Mañana pensaba ir a la ciudad. Tengo que arreglar unos asuntos pero después tendré el resto del día libre. No es Londres pero también es interesante… —comentó él neutral.
—Me gustaría mucho conocer Southampton —afirmó Kate sin vacilar.
—¿Y nada de acantilados? —preguntó Andrew más amable.
—Nada de acantilados —accedió ella.
Un atisbo de sonrisa iluminó el rostro de Andrew, los rasgos nobles y elegantes de su semblante resultaban más atractivos cuando sonreía, y también Kate luchó por sonreír. Y sin embargo aquella renuncia la dolía más de lo que habría sido razonable esperar, y precisamente por eso sabía que era necesario olvidarse de los largos paseos hasta el mar si de veras quería dejar el pasado atrás.
Porque de una forma que ni ella misma conseguía en ocasiones soportar, aquel turbulento mar revuelto, le recordaba dolorosa e inequívocamente a Kenneth…


24

 


Kenneth llegó a Portsmouth con las manos atadas a la espalda. Los barcos ya estaban zarpando pero el coronel Turner y varias de las compañías todavía estaban en tierra. Intentó explicarse pero cuando el coronel vio de qué modo llegaba no quiso oír una sola palabra y ordenó con cajas destempladas que lo subieran a uno de los barcos y lo encerraran en las bodegas.
Pasó toda la travesía arrestado y solo Harding fue a verle. Quería que le contase su versión de lo que había ocurrido y que le aclarase qué demonios estaba haciendo en Londres cuando él lo había dejado a media mañana en el condado, pero Kenneth no se sentía ya con ánimo de aclarar nada y todo le daba exactamente igual. No escaparía de esta. No tras atacar a cuatro oficiales e intentar darse a la fuga. En cualquier caso además era ya demasiado tarde, incluso en el improbable caso de que salvase la vida, jamás llegaría a tiempo para evitar que Kate se casase con Andrew, y cualquier otra cosa había dejado de importarle.
Cuando desembarcaron le trasladaron bajo custodia a Quatre Bras, donde estaba acuartelado el ejército inglés, y estuvo encerrado en un lóbrego cuartucho hasta que le llevaron a la presencia de varios oficiales de alta graduación. Entre ellos estaba el coronel Turner, pero el que presidía la vista era otro superior al que no conocía. Aquel hombre permaneció unos minutos revisando unos documentos, hasta que los dejó a un lado y le examinó severamente.
—Capitán James Kenneth, se han presentado contra usted cargos de deserción, desobediencia grave y sedición. ¿Qué tiene que alegar?
No pensaba que fuese a ocurrir tan rápidamente pero dijese lo que dijese el resultado sería el mismo, y no iba a darles el placer de suplicar por su vida.
—No tenía intención de desertar, pero supongo que los otros dos cargos pueden ser ciertos.
Sentía una fría calma. Quizá esto solo era algo que tenía que acabar pasando irremediablemente. Había estado burlando un poco al destino, pero al final era el destino quien se burlaba de él.
—Si esa es su mejor defensa —dijo el coronel que actuaba como magistrado—, creo que podremos evitarnos el consejo de guerra.
—No necesito defensa. No tengo fe en la justicia —alegó cínico Kenneth.
—¿Debo entender que renuncia usted a su derecho y accede a someterse a juicio sumarísimo?
—¿Para qué hacernos perder un tiempo que es tan valioso para todos?
—Es un detalle digno de agradecer por su parte, capitán —dijo grave el magistrado —. En ese caso y ya que se reconoce culpable de todos los cargos presentados se le condena a la pena máxima.
—No de todos los cargos —negó Kenneth—. No me reconozco culpable del cargo de deserción.
—Es indiferente. Los otros dos cargos son suficientes para condenarle a muerte.
—A mí no me es indiferente —replicó resistiéndose a renunciar a su orgullo.
El coronel Turner le dedicó una mirada furiosa. Seguramente no aprobaba su actitud. Seguramente el tribunal esperaba de él que se mostrase hundido y arrepentido, pero a Kenneth no le preocupaba gran cosa Turner y menos aún los demás. Sin embargo Turner murmuró unas palabras al oído del otro coronel y este, tras reflexionar brevemente, se pronunció.
—Está bien. Retiramos el cargo de deserción. Capitán Kenneth, se le condena a muerte por desobediencia grave y sedición en tiempo de guerra. La sentencia se ejecutará mañana al amanecer. Llévenselo.
No le mandaron de vuelta al cuartucho infecto en el que le habían tenido preso. Le dejaron en uno, no mucho mejor, del mismo caserío que el alto mando estaba utilizando como centro de acuartelamiento y base de operaciones. No había otra salida que la puerta y estaba firmemente cerrada y tras ella se encontraba la guardia, y también le habían dejado las manos atadas… Kenneth nunca había sido de los que se rendían con facilidad. No habría sobrevivido primero a su infancia y luego a todas las malditas campañas si se hubiese dejado vencer a las primeras de cambio. Sin embargo esta vez no había mucho más que pudiera hacer aparte de esperar a que llegase su hora.
Resultaba irónico. La primera vez que estuvo bajo amenaza directa de ser ejecutado fue por causa de Andrew. Si Andrew no se hubiese empeñado en ganar aquella batalla él solo, aunque eso costase acabar con las vidas de todo el regimiento, él no se habría visto obligado a apoyar la sublevación de la tropa y no habría sido acusado de traición y rebeldía. Y ahora… Ahora había sido él quien se había propuesto matar a Andrew y a la vista tenía el resultado.
Y a pesar de todo no se arrepentía, sólo lamentaba no haberlo conseguido. Se decía también que hubiese sido mejor haberse olvidado simplemente de ella, pero en el fondo de su alma sabía que habría sido inútil intentarlo. Había estado con suficientes mujeres a lo largo de su vida como para saber que lo que sentía ahora era distinto a todo lo demás.
Kate…
Estaba allí en aquella celda esperando una muerte cierta y no era capaz de pensar en otra cosa que no fuese ella.
Jamás nadie le había hecho sentir así. Ocupar a todas horas sus pensamientos. Necesitar buscar su presencia para no sentirse vacío. Provocar que algo casi tan vital como el aliento le faltase ahora que sabía que la había perdido. En verdad Kenneth se decía que era una completa desgracia lo que le había ocurrido y que habría sido mucho mejor que no hubiese sucedido. Pero justamente, y eso decía más sobre lo que sentía por ella que cualquier otra cosa que pudiera expresar, no había habido nada en su vida que hubiese merecido tanto la pena, que le hubiese hecho sentir más vivo y más dichoso que estar junto a Kate. Y daba por bueno todo lo que le pudiese acontecer si había logrado sentirse así al menos por una vez en la vida. Y si algo le pesaba era haberlo echado todo a perder por no haber sido sincero con ella, si es que eso hubiese servido de algo, aun así no podía perdonárselo, y menos aún no haber tenido la oportunidad de pedirle perdón a ella. Sí, en aquellas que eran sus últimas horas eso era lo que más le atormentaba.
Si al menos hubiese podido escribirle una carta habría intentado hacer que comprendiese, si tuviese un papel y una pluma, y si le desatarán, claro. Demasiados requisitos.
Se oía mucha agitación alrededor pero nadie había vuelto a aparecer desde el mediodía y desde entonces habían pasado muchas horas. Tal vez con un poco de suerte si comenzaba el jaleo se olvidasen de él. No tenía medio de saberlo pero ya debía de ser noche avanzada y algo ocurría, porque las carreras arriba y abajo eran constantes y había escuchado voces nerviosas por los corredores.
Las voces subieron de pronto de volumen, la puerta se abrió de golpe y dejó paso al coronel Turner. Su asistente traía una lámpara consigo y su luz dejó ver a Kenneth la misma expresión de disgusto que ya había tenido la ocasión de apreciar esa misma mañana. Kenneth pensó que había llegado su hora y consideró la oportunidad de pedirle a Turner recado de escribir. Seguramente no se negaría. Seguramente.
Pero el coronel se adelantó antes de que tuviese tiempo de pedirle nada.
—Capitán Kenneth —pronunció rígida y marcialmente—, el ejército francés está a dos millas de aquí y se dispone a atacarnos de un momento a otro. ¿Está usted dispuesto a hacerse matar con honor al frente de su compañía o debo pensar que volverá usted a defraudar la confianza que deposito en usted y dejará abandonados a sus compañeros?
Su primera reacción fue de sorpresa, pero las últimas palabras del coronel volvieron a herir su orgullo.
—Nunca he dejado abandonados a mis compañeros.
—No es eso lo que le he preguntado —respondió irritado el coronel—. ¿Tengo su palabra de que puedo confiar en usted?
La sangre le hervía a Kenneth. No podía evitar sentirse insultado, sin embargo hizo un esfuerzo por dominarse, al fin y al cabo se suponía que debía estar agradecido por lo que le estaba ofreciendo el coronel.
—Tiene mi palabra —declaró Kenneth ante la mirada crítica de Turner.
—Está bien. Se la tomo. En ese caso la ejecución de su condena queda aplazada. ¡Spencer, desátele las manos! —ordenó el coronel a unos de sus asistentes.
El soldado cortó las ligaduras y Kenneth pudo por fin estirar sus músculos entumecidos.
—Incorpórese inmediatamente a su puesto. Saldrán en vanguardia para hacer frente a la caballería francesa interpuesta entre el ejército prusiano y nosotros. Su labor es frenar en todo lo posible el avance enemigo para dar tiempo a los aliados a reunirse con nosotros.
La expresión de Kenneth se endureció. No hacía falta tener mucha experiencia militar para comprender que se trataba de una misión suicida. Resistir los ataques conjuntos de la caballería y la artillería francesas solo para ganar tiempo, no dejaba muchas posibilidades de supervivencia. Sin duda él lo prefería a acabar fusilado frente al paredón, pero para los demás...
—¿Y eso no es lo mismo que enviar también a la muerte a toda la compañía? —dijo sibilante Kenneth.
—¿Ya está usted olvidando su palabra? —replicó Turner fuera de sí—. ¡El alto mando ha designado a nuestro regimiento como cabeza defensiva! ¡Ahora puede usted elegir entre ayudar e intentar morir con la cabeza alta o seguir dejándonos a todos en vergüenza!
Kenneth apretó los dientes y con un gran esfuerzo de voluntad se cuadró y saludó militarmente al coronel Turner.
—A sus órdenes, coronel.
Turner le devolvió el saludo e incluso se ablandó un poco antes de despedirse.
—Recoja sus armas y vaya con sus hombres. Y ya que tanto le preocupan procure que alguno acabe con vida.
Kenneth se apresuró a cumplir sus órdenes. Había dado su palabra. Así que no tendría más remedio que matar a unos cuantos franceses antes de rendir definitivamente cuentas.

 

 

 

25

 


En el cuartel general reinaba el caos. Nadie esperaba que ataque francés se produjese tan repentinamente. Tan relajados estaban los ánimos que el mismísimo duque de Wellington, comandante en jefe del ejército aliado, se encontraba en Bruselas asistiendo a un baile celebrado en su honor. Había sido necesario envíar a toda prisa a un mensajero en su búsqueda.
Alrededor de Cuatre Bras los campamentos eran incontables. A Kenneth le costó gran trabajo encontrar su propio regimiento. Había veinticinco mil hombres sólo en el ejército inglés, pero se decía que en total eran casi setenta mil los que se habían movilizado entre holandeses y alemanes y estaban acampados en las inmediaciones. Por fin dio con su compañía cuando ya estaba amaneciendo.
—Vaya, vaya… Mirad quién ha venido… —dijo mordaz un sargento—. Si es el capitán… Nos habían dicho que te lo querías perder.
—¿Cómo me lo iba a perder si ahora viene lo mejor? —replicó Kenneth con suave acidez.
—Tiene que pintar muy mal la cosa cuando te han dejado salir —murmuró Bloom con cara de pocos amigos.
Le habían recibido con frialdad, y a él no le había importado, sin embargo Harding se acercó junto a él y le tendió la mano. Kenneth se la estrechó pero inesperadamente Harding transformó el saludo en un contenido, aunque sentido abrazo, al que él no supo cómo corresponder. En realidad Kenneth no sabía qué había hecho para tener el aprecio de Harding.
El joven teniente se apartó, un poco avergonzado por su demostración de afecto, y le interrogó sobre lo que a todos les interesaba.
—¿Sabes algo? ¿Te han dicho como nos van a desplegar?
Los rostros que hacía tan solo unos segundos le ignoraban se volvieron hacia él sin disimular su inquietud. Kenneth no traía buenas noticias, pero no serviría de nada retrasarlas.
—Vamos a salir en avanzada —dijo con firmeza y lo que esperaba sonase como tranquila seguridad—. Formaremos en cuadros para responder a la caballería.
Un lúgubre silencio se hizo tras sus palabras, pronto fue roto por una furiosa voz disconforme.
—¿Nosotros? ¿Y por qué nosotros? ¡Maldita sea!
No podía dejar que cundiese el desánimo. Si se daban por vencidos antes de empezar la batalla estarían muertos en el suelo sin tener tiempo siquiera de disparar el fúsil.
—Porque es tu día de suerte, Malloy y así no tendrás que aguantar más las quejas de tu mujer… —dijo burlándose del soldado—. Vamos… No me digáis que vais a empezar a quejaros ahora como damiselas… Las salvas de la artillería te pueden alcanzar igual adelante que atrás, así no nos aburriremos esperando. Además he oído que el duque viene de una fiesta y como se siente generoso va a repartir ginebra. La misma que él bebe, Malloy. No dirás que no vale la pena…
Se oyeron algunas débiles risas y fue también Malloy quién preguntó.
—¿Es seguro lo de la ginebra?
—Tan seguro como que el duque llegará borracho de Bruselas —respondió Kenneth.
Esta vez las risas fueron un poco más fuertes y las voces empezaron a animarse.
—¡Por todos los demonios! ¡Si me dan una botella no me importaría salir yo solo ahí enfrente! —dijo otro soldado.
—¡Te tendrás que conformar con tu taza! —le contestó otro riendo.
—¡Si solo me dan una taza le diré al duque que cargue él a la bayoneta!
—¡Sí, se lo podrás decir a su señoría cuando venga a estrechar tu mano!
Los hombres continuaron bromeando para así procurar espantar el miedo y un poco más tarde pasaron repartiendo la ginebra, lo que contribuyó definitivamente a levantar la moral.
Serían las diez de la mañana cuando los regimientos empezaron a movilizarse y a tomar posiciones. El quinto salió en vanguardia y se detuvo en un pequeño bosque. Siempre sería mejor hacer frente a la caballería a cubierto de los árboles que a campo abierto.
Ya se divisaba a los franceses al otro lado del claro. Kenneth vio todo ese ingente tropel justo enfrente de ellos. Estaban en primera línea de fuego. Nada se interponía entre ellos y el enemigo. Las otras compañías se estaban preparando ya para el ataque. Él se volvió y dispuso a sus hombres.
—¡Primera línea, rodilla a tierra a las bayonetas! ¡Segunda línea, apunten! ¡Los demás preparad los fusiles!
Él estaba al frente de la primera línea. Había dejado a Harding atrás y no llevaba fusil. Se perdía demasiado tiempo cargándolo y ya había bastantes fusiles a su alrededor. Sólo llevaba el sable, suficiente si alguien se te acercaba demasiado, contra las balas y los cañones de la artillería no se podía hacer nada. Era una bonita ocasión para hacerse matar al gusto del coronel, y al fin y al cabo ¿qué era lo que le había dicho Kate? Que deseaba que los franceses le libraran para siempre de su presencia. ¿Y no le había asegurado él que haría todo lo posible por conseguirlo? Sin duda era el día adecuado para ello.
La caballería francesa se puso en movimiento. Centenares de hombres montados a caballo se dirigían al galope en su dirección. A su alrededor comenzaron a oírse muchas voces y él también hizo oír la suya.
—¡¡¡Vamos a por ellos!!! ¡¡¡Acabad con esos malditos bastardos hijos de puta antes de que acaben con nosotros!!! ¡¡¡Abrid fuego!!!!
El estrépito se volvió ensordecedor y el olor a pólvora apenas dejaba respirar, pero era una sensación bien conocida por Kenneth y sabía que podía manejarla. Los caballos empezaron a caer al suelo heridos por las balas de los fúsiles, pero los que venían detrás saltaban por encima de ellos. Ya los tenían encima. Un jinete cargó justo hacia Kenneth apuntándole con la lanza. Él esperó a pie firme, sin mover un solo músculo, y cuando lo tenía prácticamente encima lo esquivó por poco y derribó al jinete de la montura clavándole el sable.
El lancero cayó muerto a sus pies mientras el caballo continuaba su loca carrera. Kenneth apenas echó un vistazo al hombre que acababa de matar y tiró de su sable para recuperarlo. Si tenía que morir ese día moriría, pero no sin luchar antes.
Las horas fueron pasando en esa especie de borrachera de sangre y fuego. Cuando los jinetes lograban romper el cuadro causaban estragos entre la infantería aliada. Los soldados salían en desbandada y era presa fácil para los lanceros. Varias compañías habían quedado diezmadas, y sin capitán, ni otros oficiales al mando había que reorganizar los cuadros con los hombres que corrían desperdigados para tratar de organizar la resistencia. La artillería no dejaba de disparar y las balas de cañón pasaban silbando por encima de su cabeza, pero la compañía de Kenneth había tenido suerte y se habían librado de su alcance. Las salvas habían hecho más daño entre las posiciones retrasadas.
Cerca de la media tarde cuando más desesperada era la situación llegaron por fin refuerzos. La ayuda dio nuevos ánimos a los hombres y desalentó a los franceses que decidieron replegarse a la posición de partida. Los regimientos recibieron órdenes de avanzar, pero fueron los franceses ahora quienes resistieron y hubo que luchar cuerpo a cuerpo... Solo alrededor de las nueve y media, cuando ya estaba anocheciendo, se dio la orden de retirada y el ejército inglés se dirigió hacia el norte, a la pequeña aldea de Waterloo.
Cuando llegaron, exhaustos, pero con la fuerza que da el haber sobrevivido cuando otros no han tenido tanta suerte, aun hubo que pasar revista a las tropas. Los ingleses habían perdido más de cuatro mil hombres y los prusianos también se habían tenido que batir en retirada, y por lo tanto las fuerzas aliadas no habían tenido oportunidad de reunirse. Napoleón había conseguido de nuevo sorprender a los aliados, y apuntarse un valioso tanto, pero la campaña aún no había terminado.
Después de dar su parte de bajas, Kenneth volvió con sus hombres y se sentó agotado en una de las hogueras. Harding también estaba junto al fuego. Se encontraba tan cubierto de sangre y barro como él, y su rostro, a pesar de estar iluminado por las llamas, era sombrío y lúgubre.
Kenneth no dijo nada, no sentía el menor deseo de conversar. Harding rompió el silencio.
—Voy a presentar la renuncia. En cuanto termine la campaña. No volveré a hacer esto más. Nunca.
Kenneth tardó en contestarle. También él sentía un extraño aprecio por Harding, aunque nunca se lo hubiese demostrado, y en más ocasiones de las que hubiese sido razonable Harding había tenido que aguantar sus cambios de humor y sus salidas de tono.
—Es lo que haría cualquier buen hombre —contestó.
El teniente levantó su mirada pérdida del suelo y miró a Kenneth.
—¿Cómo has podido tú aguantarlo año tras año?
Harding le miraba todavía aturdido por el horror que había vivido aquel día, pero Kenneth había convivido con el horror y la violencia desde más tiempo del que era capaz de recordar.
—Porque yo no soy un buen hombre, Harding. Nunca he hecho nada bueno en mi vida.
Los dos se quedaron en silencio. Kenneth fijó su mirada en el fuego y se encerró en sus pensamientos. Aquella vida y aquella carnicería brutal también le asqueaban y le hacían despreciarse a sí mismo. Lo que le había dicho a Harding era la pura verdad. Nunca había hecho nada realmente bueno ni de valor, pero al menos una vez en su vida había deseado hacerlo. La imagen de Kate dormida e iluminada por las llamas de la chimenea surgió vívida y atormentadora en su memoria, pero ni tan siquiera de eso había sido capaz.
Se tumbó en el suelo y cerró los ojos. Por ahora tenía un día más para seguir lamentándose de ello.


26

 


A media noche comenzó a llover y ya no paró hasta primera hora de la mañana. Odiaba la lluvia, todo se convertía en un maldito barrizal en el que ni siquiera podías dar un paso sin que las botas se te hundieran casi hasta la rodilla, como en Walcheren.
El barro retrasó el posicionamiento de las tropas. Habían tenido que recomponer las compañías a causa de las bajas y ahora estaban desplegados esperando el avance del ejército prusiano. Sobre media mañana la artillería francesa empezó a disparar sin tregua, sin embargo precisamente a causa del barro su impacto era menos efectivo de lo que hubiesen deseado los franceses, además está vez los habían dejado al otro lado de la colina, resguardados del primer ataque. Pero esa relativa tranquilidad duró poco, ya que los holandeses que estaban combatiendo en primera línea se vieron pronto sobrepasados y los regimientos tuvieron que cruzar la cima para contener a la infantería francesa. La artillería inglesa comenzó también a disparar para darlos apoyo y el campo se convirtió en una debacle de fuegos cruzados.
El día pasó entre sucesivos avances y retrocesos. A primera hora de la tarde las descargas de los cañones enemigos eran constantes e hicieron la situación insostenible. Recibieron orden de retirarse de nuevo y se pusieron a cubierto. Kenneth ni siquiera sabía cuántos hombres le quedaban. Le pidió a Malloy que hiciese el recuento.
Cuando volvió Malloy puso cara de circunstancias.
—De los trescientos de esta mañana quedan ciento treinta.
No le sorprendió la cifra. Era más o menos lo que esperaba. Había sido una mañana infernal.
—¿Y Harding y los sargentos?
—Los sargentos están todos —dijo Malloy—, pero no encuentro al teniente.
Kenneth miró fijamente a Malloy.
—¿No lo encuentras o no está?
—No está —reconoció cabizbajo Malloy.
Kenneth se volvió hacia los demás.
—¿Quién ha visto al teniente Harding por última vez? —dijo a voz en grito para hacerse oír por encima del jaleo de la artillería.
Fue Bloom quien respondió.
—Estaba con nosotros hasta hace un rato, pero una salva explotó a nuestro lado y le perdí de vista.
A Bloom no le gustaba Kenneth, menos aún desde que lo había derribado del caballo aquella madrugada antes de partir y le había dejado en ridículo delante de todos, en cambio no tenía nada contra Harding. Lo que ocurría es que aquello era sálvese quien pueda.
—¿Y no sabes lo qué le pasó? —preguntó Kenneth tratando de contenerse.
—No, no lo sé —dijo harto Bloom—. Estaba demasiado ocupado intentando esquivar las balas.
Kenneth reprimió el deseo de matar allí mismo a Bloom. ¿No podía haber sido él y no Harding quien se hubiese quedado en el campo?
—¿Dónde fue eso? —preguntó Kenneth.
—¿Y qué más da dónde fuese? —replicó Bloom.
Kenneth le cogió de la guerrera y tiró de él como un pelele.
—¿Me lo vas a decir o vas a venir conmigo a enseñármelo? —amenazó.
Bloom le miró furioso.
—¡Estaré encantado de decírtelo!
Le señaló el lugar con la mano. Estaba a unas doscientas yardas colina abajo y desde donde estaban solo se divisaban muchos cuerpos tendidos en el suelo. Podía estar muerto, pero también podía estar vivo y herido.
No podía quedarse allí mirando sin saber lo que había ocurrido con certeza, si fuese cualquier otro, pero Harding… Ni siquiera sabía porque le importaba tanto Harding, pero no iba a dejarle allí tirado sin saber si estaba vivo o muerto. Por otra parte tampoco sería mucho peor que lo que habían estado haciendo durante el resto del día.
—Malloy, toma el relevo. Si no vuelvo buscad al capitán Parks y uniros a su compañía.
—¡Pero capitán —exclamó Malloy sin acabar de creerse lo que iba a hacer Kenneth —, es una locura, lo más seguro es que ya esté muerto!
—¿Quién te ha pedido tu opinión? —gritó Kenneth—. ¿Podréis cubrirme al menos?
Algunos de los hombres se apostaron con los fusiles desde la cima y él corrió colina abajo. Las balas pasaron silbando a su alrededor. Se tiró al suelo y continuó avanzando procurando ofrecer el menor blanco posible. Había muchos hombres tirados en el barro, franceses e ingleses, y no todos estaban muertos. Oía sus llamadas de auxilio al pasar por su lado pero intentaba ignorarlas. Ya estaba cerca de dónde le había indicado Bloom. Le pareció distinguirle en el suelo.
—¡Harding! ¡Harding!
Una voz apagada y doliente le respondió.
—¡Kenneth!
Fue hasta él arrastrándose.
—No puedo levantarme —se quejó—. Mi pierna…
Kenneth miró la pierna de Harding. Era una masa informe de sangre y metralla. Estaba claro que no iba a ir por sí mismo a ningún lado.
—¿Está mal, verdad? —preguntó Harding lívido.
—Está mal —gruñó entre dientes Kenneth—, pero las he visto peores. Vamos, te cargaré a la espalda.
—¡No! —negó Harding furioso, sacando fuerzas de algún lugar—. ¡Nos matarán a los dos! ¡No has debido venir! ¡Lárgate!
—No me lo agradezcas tanto —dijo socarrón Kenneth—. Te matarán a ti. Tú me cubrirás. Es lo menos que puedes hacer por mí.
Harding alzó la mano para detener a Kenneth. Estaba muy pálido y parecía aún más joven de lo que era.
—No servirá de nada. La he visto. Está destrozada.
Era una verdad que no se podía negar. Si conseguían salir de allí lo único que se podría hacer con ella era amputarla y esperar que la herida no gangrenase. No era muy esperanzador, pero fuese como fuese no pensaba dejarle allí tirado.
—¿Y eso qué? Es solo una pierna, aún tienes otra. ¿Y qué pasa con Jane?
Los ojos del teniente se vidriaron en cuanto Kenneth mencionó a Jane...
—¿Cómo voy a presentarme a Jane después de esto?
Kenneth comprendía bien a Harding. No era solo la pierna irrecuperable, era también obligar a Jane a compartir su vida con la de un lisiado. Pero más valía una vida difícil que ninguna vida.
—¡Es la mayor estupidez que he oído nunca, Will! —dijo Kenneth bruscamente sin querer oír más protestas—. Jane te querrá igual. ¡No, te querrá más cuando vuelvas! ¡Y te aseguro que lo que no podrá perdonarte jamás será que no regreses! Ahora deja de quejarte e intenta darte la vuelta para que pueda cogerte.
Harding aún dudó pero ante la perentoria mirada de Kenneth comenzó a girarse penosamente. Él le ayudó a darse la vuelta, le cogió por debajo de los brazos y le cargó sobre sus hombros. Harding gritó de dolor. Ahora tendría que subir cuesta arriba cargado y ofreciendo un blanco fácil. Kenneth comprendió que quizá no había sido una idea muy brillante, pero no era el momento de echarse atrás. Al menos era por una buena razón y no porque alguno de los generales lo hubiese decidido.
Subió la colina cargado a cuestas con Harding procurando no tropezar. Oía las descargas furiosas de los fusiles, pero ninguna bala les acertó. Tal vez estaba demasiado lejos para su alcance, o tal vez después de todo tenía ese tipo de suerte. Tantos días, tantas batallas y allí estaba aún.
Cuando faltaba poco para llegar algunos de los hombres se animaron a cruzar la cima de la colina y le ayudaron a transportarlo. Harding gritó a causa del dolor y perdió el conocimiento.
—¡Vosotros! —ordenó a dos de sus hombres—. ¡Llevadle con los heridos y aseguraos de que le atienda un cirujano! ¡No se os ocurra dejarle tirado en la enfermería! ¿Lo habéis entendido?
—A sus órdenes, capitán —asintieron los soldados apresurándose a marcharse, encantados de tener una excusa para alejarse por un rato del campo de batalla.
Kenneth los vio marchar y después se permitió tomar aliento un segundo para contemplar el desolador paisaje que le rodeaba. Estaba más que harto de todo, de la batalla, de la armada, de esa lucha sin el menor sentido más allá de que se trataba de tu vida o de la ellos. Cientos, miles de hombres tratando encarnizadamente de matarse unos a otros. Una masacre absurda y sin fin. Pero aquella era su vida, era lo que hacía bien, y seguía resistiéndose a dejarse matar.
Los redobles que anunciaban la llegada de una brigada de granaderos le sacaron de sus pensamientos. Era un refuerzo apreciado, solo que también las descargas de la artillería arreciaron justo en ese momento y todos tuvieron que lanzarse cuerpo a tierra para evitar la metralla.
Poco después el fuego cesó brusca y repentinamente. Ellos continuaron tendidos esperando órdenes cuando de detrás de la colina apareció inesperadamente la Guardia Imperial francesa, el cuerpo de élite de Napoleón. Los tenían prácticamente encima. Los hombres los miraron paralizados.
—¡¡¡Maldita sea!!! —gritó Kenneth reaccionando con rapidez—. ¡¡¡No os quedéis ahí quietos!!! ¡¡¡Disparad!!!
Cogió el fúsil que un soldado muerto tendido a su lado ya no necesitaba y comenzó a disparar a quemarropa. Los granaderos también abrieron fuego. La Guardia Imperial se vio sorprendida, no esperaban que tantos hombres resistiesen aún al otro lado de la ladera, estaban muy cerca y eran una diana fácil, sufrieron muchas bajas. El mayor de la brigada ordenó cargar contra ellos y entre la Guardia francesa cundió el caos, retrocedieron desordenadamente por dónde habían venido huyendo en desbandada, algo nunca visto en aquel selecto grupo de experimentados soldados.
Esa inesperada victoria dio una gran moral a todo el ejército aliado que vio desde los otros frentes abiertos como los mejores soldados de Napoleón huían colina abajo. Wellington comprendió que era su oportunidad y decidió salir él en persona al frente de las tropas para dar la orden de avance general, a lomos de su caballo cabalgó a lo largo de las líneas haciendo ondear su sombrero. Los hombres le siguieron animosos, contagiados por su alarde.
Casi a la vez los prusianos habían logrado hacer retroceder a los franceses que se vieron encerrados entre dos ejércitos. El plan de Napoleón de cortar como una cuña las fuerzas aliadas había fracasado…Y así, a las nueve de la noche del dieciocho de junio de mil ochocientos quince, Wellington entraba en el abandonado cuartel general de Napoleón. El ambicioso emperador francés había tenido que salir huyendo escoltado por unos pocos fieles. La Grand Armee había quedado desintegrada, y después de dieciséis años de continuas campañas, por fin los franceses habían perdido la guerra, solo que el coste había sido durísimo. Los que estaban con Wellington le oyeron pronunciar una frase que nada tenía de victoriosa. “Al margen de una batalla perdida, no hay nada más deprimente que una batalla ganada…”
Pero entre las fuerzas inglesas y aliadas, los que habían sobrevivido, encontraban en aquello motivos suficientes como para comenzar a celebrarlo. En todos los campamentos el alcohol hizo su aparición como salido de la nada y en todas las hogueras se cantaba y se reía.
Kenneth no tenía muchas ganas de reír y ni tan siquiera de beber. Ahora que aparentemente todo había terminado tenía que pensar con claridad. No tenía claro cuál era su situación. Suponía que la condena seguiría estando pendiente de ejecución. No había visto a Turner desde la víspera, con la confusión general las compañías se habían separado, y quizá no fuese buena idea ir a preguntarle. Tal vez lo mejor sería marcharse antes de que se pasasen las listas. Mucha gente había desaparecido ese día, uno más no llamaría demasiado la atención. No sería fácil regresar a Inglaterra por su cuenta, claro que si la condena se cumplía no regresaría nunca.
Se alejó discretamente de su compañía. Le habría gustado saber que había sido de Harding pero seguramente era mejor así. Era más que posible que hubiese muerto desangrado en un rincón sin que nadie se hubiese ocupado de él, muchos morían de ese modo, esperando una asistencia que llegaba demasiado tarde. En ese momento se cruzó con él. Siguió andando como si nada ocurriese, pero enseguida oyó la orden a sus espaldas.
—¡¡¡Guardias!!! ¡¡¡Detengan a ese hombre!!!
Se vio rodeado por media docena de soldados que le apuntaban con las bayonetas. El desánimo invadió a Kenneth. ¿En qué momento del día había llegado a pensar que la suerte le acompañaba?
—¿Cómo es que no ha sido usted fusilado? —preguntó con severidad el mismo coronel que había dictado su sentencia
—El coronel Turner pensó que sería de más utilidad en mi puesto —respondió Kenneth manteniendo a raya a duras penas la cólera que le producía el verse otra vez encañonado, ahora por sus propios compañeros—. Imagino que ya no es necesaria mi ayuda.
—Llévenselo detenido al cuartel general —ordenó implacable el coronel—, y que permanezca bajo arresto hasta nuevo aviso.
Volvieron a meterlo en una celda muy parecida a la de la otra vez y le dejaron allí mientras fuera los hombres festejaban y entonaban alegres canciones de borrachos. Kenneth no atinaba a pensar en nada más que en la lástima que era que la artillería francesa no hubiese arrasado el cuartel general con todos los generales y coroneles
dentro hasta que no hubiese quedado piedra sobre piedra en pie. Pero estaba demasiado cansado como para probar a hacer otra cosa que no fuese dormir.


27

 


Kate había salido a media mañana en coche hacia Southampton, Andrew se había marchado él solo a caballo más temprano, tenía unos compromisos que resolver y habían quedado en reunirse en su club para ir después a la residencia de unos conocidos suyos a comer, los Willshire. Él era un hombre vanidoso y engolado que solo sabía hablar de política y se expresaba siempre como si estuviera en posesión de la verdad más absoluta, ella era una mujer molesta y entrometida, pero ya los habían recibido en varias ocasiones en Greenthill y aunque a Andrew tampoco le gustaban no habría sido correcto rechazar por más tiempo su invitación.
La mañana era soleada y agradable. Estaban en pleno verano y la brisa traía el olor yodado y saludable del mar. Kate había salido antes de tiempo y caminaba sola y decidida por las calles bulliciosas y concurridas sin que nadie encontrase en ello motivo alguno de extrañeza. Solo por eso ya habría adorado Southampton, pero no era solo eso. Estaban también los elegantes edificios georgianos, el animado paseo marítimo, el puerto desde dónde zarpaban los barcos que se dirigían a América, a la India y a cualquier otro lugar del mundo... Sí, le gustaba mucho Southampton.
La ciudad estaba tomada por los soldados que habían ido regresando poco a poco de la campaña. Había sido corta y exitosa, como había pronosticado Andrew, sin embargo la campaña no era un tema de conversación bienvenido en la casa. Cuando tenían visita era inevitable que todo el mundo comentase el éxito de la estrategia de Wellington y se felicitase por la definitiva derrota de Napoleón. Andrew asentía a esos comentarios sin mucho entusiasmo y Kate miraba hacia otro lado. De cualquier modo, y aunque ese era un asunto del que se hablaba mucho menos, era bien conocido que la campaña había tenido un coste altísimo en cuanto a vidas en los dos bandos.
Caminaba cerca del puerto admirando los buques y los grandes veleros, no se había fijado en el soldado mutilado que se le había quedado mirando al pasar, pero él se detuvo y la llamó por su nombre.
—¿Miss Bentley?
Kate se giró extrañada y al principio no le reconoció. Una corta barba oscura daba otro aspecto a su rostro y además se apoyaba en una muleta. La luz se hizo en ella cuando le miró a los ojos, desolada Kate vio también cómo su pierna izquierda a partir de la mitad del muslo había desaparecido.
—Teniente Harding…
—Discúlpeme —corrigió él—. Ahora recuerdo que Jane me dijo que iba usted a casarse, Mrs…
—Con Kate es suficiente, teniente —dijo Kate afectuosamente acercándose a él—. ¿Cuándo ha regresado?
—Hoy, acabó de desembarcar, iba hacía el mercado. Un porteador se ha ofrecido a llevarnos a mí y algunos otros hasta Newbury y desde ahí buscaré algún otro modo… Pensé que tal vez encontraría aquí a alguien esperando pero… —Harding se detuvo, era visible que le costaba seguir hablando—. Por casualidad no habrá usted visto usted a Jane últimamente, ¿verdad?
Kate se sintió mal ante el patente dolor de Harding. Siempre le había parecido tan alegre y confiado.
—No, no la he visto desde que… Bueno, hace ya más de tres meses que no la veo —Exactamente los mismos que llevaba casada—, pero he recibido muchas cartas suyas —se apresuró a señalar Kate—. Estaba muy preocupada por la falta de noticias. Se sentirá muy feliz cuando regrese. Tiene usted que volver cuanto antes.
—¿Entonces ella no sabe…? La escribí desde el hospital pero no recibí ninguna contestación, claro que el correo desde Bélgica…
Harding pareció aun más decaído. A Kate le partía el corazón verle así. No sabía bien cómo animarle. Estaba claro que para Jane sería un duro golpe verle de ese modo, lo había sido incluso para ella, pero en cualquier caso era mucho mejor noticia que pensar que había muerto, y Kate estaba segura de que Jane lo encajaría bien. Era fuerte y le amaba. Y eso era lo que importaba ¿no…? Pero antes de que Kate pudiera explicarle todo eso a Harding, él continuó hablando sin levantar la vista del suelo.
—El capitán tenía razón —murmuró—. No debí haberla pedido en matrimonio hasta que hubiese vuelto de la campaña. Fue muy egoísta por mi parte…
Kate sintió un dolor casi físico cuando Harding mencionó al capitán, pero consiguió serenarse y buscó los ojos del teniente para contestarle.
—El capitán no es quien para juzgar sobre actos egoístas —dijo Kate conmocionada—. Fue usted sincero con ella, y Jane sabía perfectamente lo que podía ocurrir, y estoy segura de que no se arrepiente de nada y de que se sentirá la mujer más feliz del mundo cuando usted aparezca... No le haga esperar —le suplicó—. No hay tortura peor que la incertidumbre.
Harding asintió agradecido por sus palabras.
—Tiene usted razón, Miss…, perdón, Kate, debo hablar con Jane…
A pesar de su aire desolado Harding aún era capaz de sonrojarse por esa pequeña incorrección. Kate sentía verdadero aprecio por él. El teniente traslucía la nobleza de su carácter en todos sus actos. Era una verdadera desgracia que alguien tan joven como él hubiese tenido que sufrir así.
Los dos se quedaron en silencio, y Kate comprendió que ya no tardaría en marcharse. Sentía la pregunta quemando en sus labios, pero no se decidía a hacerla.
—Creo que será mejor que me vaya… Ha sido un placer saludarla.
—Abrace a Jane de mi parte.
—Lo haré.
Harding comenzó a girarse penosamente. Se notaba que aún no estaba acostumbrado a las muletas. Kate sintió como la oportunidad se escapaba. No debía hacerlo. Se lo había prometido a sí misma, además de lo que le debía a Andrew. Sin embargo recordó sus propias palabras. No había nada peor que la incertidumbre, y lo último que ella le había dicho era que deseaba que muriese en la campaña. No había pasado un solo día en que no hubiese lamentado esas palabras.
—¡Teniente!
Él volvió la cabeza. A Kate le costaba poner voz a sus pensamientos. Las palabras parecían querer negarse a salir de su boca.
—Quería preguntarle… quizá conozca usted… es decir… ¿Sabe si el capitán terminó la campaña felizmente?
Harding la miró con un brillo de comprensión en sus ojos, nada habría podido ocultar la ansiedad que latía en la pregunta de Kate. Se acercó de nuevo a ella cojeando.
—El capitán se encontraba bien de salud la última vez que le vi, pero el caso es que… —Harding se detuvo preocupado, y Kate no se atrevió a seguir preguntando—. Kenneth está detenido en Ostende y va a ser sometido a un consejo de guerra.
La respuesta de Harding sonó como un mazazo en sus oídos, en realidad solo escuchó las palabras consejo de guerra
—El mismo día que los dos regresamos al condado, antes de embarcar, el capitán fue detenido en Londres, nunca me quiso contar que hacía allí, pero en lugar de volver hacía Porsmouth, viajaba en dirección contraria, hacia Ingram. Se enfrentó a una patrulla y lo acusaron de deserción y… de otros cargos. Lo dejaron libre durante la campaña, pero cuando la batalla terminó volvieron a detenerlo y ahora está a la espera de juicio.
Kate se sintió mareada. Si estaba acusado de deserción y estaba probado, el resultado del juicio solo podía ser uno.
—Le aseguró algo Miss…, Kate, el capitán será muchas cosas, pero desde luego no es un cobarde. Y si no iba hacía el puerto ese día debió ser por una buena razón. Yo quería haberme quedado en Ostende para testificar en el juicio, pero ni siquiera se sabía cuándo se iba a celebrar y yo tenía que… en fin… no llegaba ninguna carta de Jane y hablé con el coronel Turner y me dijo que él se encargaría de hacer llegar mi testimonio, así que declaré por escrito. Él me salvó la vida. Si no hubiese sido por él habría muerto tirado en el barro. Regresó en mi ayuda y cargó conmigo mientras los franceses nos disparaban.
El desánimo de Harding había desaparecido mientras hablaba del capitán, pero Kate en cambio sentía que era a ella a quien apenas le sostenían las piernas. Él la miró grave y vio su turbación, y con su discreción habitual debió decidir que era mejor no comentar nada y esta vez se despidió definitivamente de ella.
—Creo que será mejor que me marche. No quiero retrasar a los demás. Me alegró de veras de haber podido hablar con usted. Adiós, Kate.
—Adiós, teniente.
Harding se alejó al lento paso que le permitía su muleta y ella se sintió incapaz de moverse de allí. Había un banco cerca y fue a sentarse en él tratando de serenarse. Intentaba decirse que aquello era algo que no tenía nada que ver con ella y que las acciones del capitán eran de su exclusiva responsabilidad. Pero algo más que una sospecha le decía que su viaje a Londres y su marcha en dirección opuesta a la debida tenían relación con su carta y con la discusión que habían sostenido los dos antes de partir, con aquella mujer que la visitó, con su esposa de la pretendía divorciarse.
Sabía que no debía haber preguntado. Ella solo quería saber que se encontraba bien en alguna parte del mundo para poder así dejarlo atrás, o al menos eso era lo que se había dicho a sí misma. Pero esto, enterarse de que estaba a la espera de condena y que era más que probable que ella formase parte de lo que había originado esa condena.
No sabía cuánto tiempo había pasado allí sentada cuando se acordó de su almuerzo con Andrew, pero seguro que demasiado. Salió corriendo en dirección al club. Preguntó por él y le dijeron que se había marchado hacía tiempo. Eran más de las dos. La comida era a la una, sería absurdo presentarse allí sola a esas horas, y si conocía lo suficientemente bien a Andrew, y ahora ya le conocía bastante mejor que cuando se casaron, tampoco él se encontraría allí. Kate hizo que llamasen al cochero y le pidió que la llevase de vuelta a Greenthill.
No fue un regreso tranquilo. Kate sentía la conciencia demasiado culpable para estar serena y tendría que explicar a Andrew la causa de su retraso. Cuando llegó fue directa a la biblioteca. Estaba allí, de espaldas a la puerta, y había una botella de whisky abierta junto a él. Kate perdió el poco ánimo que ya tenía.
—¿Ya estás de vuelta?
No se movió pero el tono de su voz no auguraba nada bueno.
—Sí, lo siento —se disculpó Kate—. Salí a dar un paseo y perdí la noción del tiempo. Cuando fui a buscarte al club me dijeron que ya te habías marchado…
—¿Y qué fue lo que te entretuvo tanto? —preguntó volviéndose hacia ella.
Vio su ira apenas contenida y supo que sabía la verdad, quizá la había visto en el paseo… Kate trató débilmente de justificarse.
—Me encontré con el marido de Jane, el teniente Harding… Acaba de volver de la campaña. Ha perdido una pierna… Está muy afectado… Estuvimos hablando... Solo intenté darle ánimos.
—¿Y qué te ha contado? —preguntó fríamente Andrew llenando de nuevo su vaso.
—Me ha explicado cómo le habían herido.
Kate le suplicó con la mirada que no continuase pero Andrew no estaba dispuesto a dejarlo estar.
—¿Y nada más?
—No hagas esto, Andrew, por favor... —rogó apenada, pero él estaba cada vez más fuera de sí.
—¡¿Me vas a decir que no habéis hablado de él?! ¡Cuéntamelo! —exclamó—- ¡Yo también estoy interesado.
Su repuesta hirió a Kate. Si a él no le importaba hacerla daño no sería ella quién callase.
—Está a la espera de juicio —respondió sin bajar la mirada, sus ojos oscuros ardiendo detrás de las lágrimas—. Lo han acusado de deserción.
Era lo que estaba buscando, pero Kate vio en la mirada de Andrew la decepción porque reconociese que era de Kenneth de quién había estado hablando con Harding. Por un momento Andrew acusó el golpe y guardó silencio cabizbajo pero enseguida se rehízo.
—Vaya, eso sí que es una novedad… Kenneth desertando del frente… Aunque no sé por qué me sorprendo, es lo único que le faltaba por hacer, sin embargo es lo que mejor se le da —añadió implacable.
—¡Basta, Andrew! —pidió ella mientras sentía como a pesar de sus esfuerzos sus lágrimas comenzaban a derramarse.
—¡¿Basta?! —gritó él—. ¡¿No eras tú la que decías que hablábamos poco?! ¡¡¡Hablemos ahora!!! ¡Supongo que es algo que no puede evitar! ¡No solo ha desertado en esta ocasión! ¡Lleva desertando toda su vida! ¡Primero de su mujer y de su hija, y después de la amistad y de la confianza que yo le tenía para poner a todos en mi contra y dejarme en evidencia frente a todo el estado mayor! ¡Y aún fui tan estúpido que retiré los cargos para salvar su vida y tú misma viste lo agradecido que me está por ello! ¡Pero estoy seguro de que no te faltan los motivos para juzgar por ti misma!
Kate no podía ya contener el llanto. Sabía que Andrew tenía razón, pero dolía demasiado oírlo. Lo había intentado y sabía que Andrew también, pero era más de lo que los dos podían soportar.
—No puedes hacer esto, Andrew —dijo con la voz deformada por el dolor.
—¿No puedo? ¿Y qué debo hacer, Kate? ¿Seguir esperando que por fin un día comprendas? ¡Soy yo quién está aquí y él…!
Andrew calló y bajó el rostro, su brusca explosión apagada tan repentinamente como había empezado. Kate quería ser sincera y leal, pero a la vez sentía que apenas podía aguantar ya más tiempo esa trampa en la que ella sola se había metido. Sin embargo había adquirido un compromiso y había prometido respetarlo. Cogió aire y se tragó sus lágrimas.
—Yo también estoy aquí.
Andrew levantó la cabeza y la miró dolido.
—No estabas mientras yo te esperaba… Estabas sentada en un banco del paseo.
Ella leyó el reproche en sus ojos y comprendió que había herido sus sentimientos, pero ni sus reproches ni sus heridas importaban demasiado a Kate en ese momento.
—¡Por favor, Andrew! ¡Lo sabes tan bien como yo! —dijo alzando más de lo necesario la voz—. ¡Le condenarán a muerte!
El silencio se hizo tras sus palabras. Andrew la miró duramente y la contestó con una frialdad que congeló el aire que mediaba entre los dos.
—Sí… Supongo que eso lo arreglará todo... ¿No crees?
Kate no respondió. Salió de la biblioteca y fue a encerrarse a su cuarto. Era su marido y se suponía que debía respetarle, pero aquel día no podía evitar detestar con toda su alma a Andrew.


28

 


Le habían trasladado a Ostende y recluido en una cárcel militar, llevaba cuatro meses allí, Harding había ido a verle antes de marcharse, no estaba en su mejor momento y él tampoco, así que habían hablado poco. Le había contado que Turner iba a testificar en el juicio, no sabía si eso sería bueno o malo, siempre había respetado a Turner, para lo que se veía por ahí no era un mal coronel, pero su relación distaba mucho de ser cordial. Sin embargo una mañana como cualquier otra, el propio Turner se presentó en su celda.
—Capitán Kenneth … Tranquilo —objetó reprobador al ver a Kenneth aún tendido en un desastrado camastro—. No se moleste en levantarse.
—No tenía intención de hacerlo —aseguró Kenneth con aire cansado, incorporándose en el jergón, pero eludiendo explícitamente ofrecer a Turner el saludo reglamentario.
—Ya lo imaginaba —replicó el coronel mientras echaba un vistazo valorativo a su alrededor, apreciando sin duda, cuanta mugre y humedad podían acumularse en un espacio tan reducido y deprimente—. ¿También piensa impresionar al tribunal con esa actitud?
—¿Importa mucho mi actitud? —masculló Kenneth despectivo—. Pensaba que ya estaba todo decidido.
—No sea cínico, capitán. No le conviene —le avisó con sentido práctico Turner—. He venido a comunicarle que mañana a las diez se celebrara el consejo de guerra que juzgara su caso. ¿Tiene usted interés en salir con vida de estas cuatro paredes o va a seguir fingiendo que no le importa lo que ocurra?
Kenneth observó más atentamente el curtido rostro del coronel. Tenía casi sesenta años y casi todos ellos los había pasado prestando servicio en la milicia, y no pertenecía a ninguna gran familia que le hubiese conseguido el puesto, Turner había hecho su carrera desde abajo y con gran esfuerzo, formaba parte de la vieja escuela y sabía juzgar a un hombre por lo que valía. Sí, Turner contaba con el respeto de Kenneth, aunque no se le diese muy bien demostrarlo.
—No pasa un solo momento del día en el que no piense en salir de aquí.
—Lo comprendo —asintió más cordial Turner—. Si está usted de acuerdo yo ejerceré su defensa.
—¿Usted? —preguntó Kenneth sorprendido.
—Sí, yo… ¿o había pensado en algún otro?
—No había pensado en nada… —negó Kenneth aún desconcertado—. Creía que me asignarían a alguien.
—Y así habría sido, pero me he tomado la libertad de presentarme, y me gustaría saber que va usted a colaborar para así no hacerme perder el tiempo.
—¿En serio? ¿Y qué me recomienda?
—Para empezar habría que procurar que no parezca un criminal proscrito, no estaría de más que se afeitará y se lavará esas greñas…
—No he encontrado el momento para ir al barbero —gruñó Kenneth.
A decir verdad su aspecto tenía poco de la arrogante apostura que deslumbrase a las damas. Una espesa barba asilvestrada ensombrecía su rostro, y sus cabellos, que nunca llegó a llevar perfectamente cortados, pero si lo suficiente como para que su descuido informal resultase elegante y sobre todo atractivo, lucían ahora sucios y enmarañados.
—Procuraré que le dejen una navaja, pero no se olvide de devolverla —apuntó suspicaz Turner, que sabía que la maltrecha apariencia decaída de Kenneth era solo superficial—. ¿Qué dirá cuando le pregunten por qué atacó a la patrulla de oficiales?
Kenneth estudió la impenetrable expresión de Turner, por primera vez en mucho tiempo comenzaba a pensar que quizá era realmente posible salir con bien de todo aquello.
—¿Qué podría decir? —preguntó cauteloso.
—El oficial que presentó la denuncia no podrá declarar, lamentablemente murió el primer día de la batalla. He leído su declaración, es confusa y está mal redactada. Los otros testigos no han podido ser localizados y no se les tomó declaración. ¿Es posible que el oficial entendiese mal sus intenciones y le atacase primero y usted solo se limitase a defenderse?
—Es muy posible... —afirmó Kenneth sin vacilar.
—Bien… Bastará entonces con que diga eso. No quedaron actas de la vista de Quatre Bras. Yo debía conservarlas pero se han perdido con el traslado. El teniente Harding también ha prestado declaración por escrito en referencia a su heroico rescate y yo testificaré sobre su incuestionable valor y arrojo en la campaña, incluyendo su participación en el decisivo ataque a la Guardia Imperial. Con eso debería bastar, sobre todo si olvida usted su aire de perdonar la vida a todo el tribunal.
—Procuraré mostrarme todo lo humilde que sea necesario ante tan grandes oficiales.
Kenneth no consiguió evitar que el sarcasmo empañase sus palabras. El coronel le observó un instante, apreciando su aspecto agotado y consumido por los meses de encierro y espera, y se dirigió al él en tono grave, no exento de simpatía.

—No será necesario que se humille, capitán. Bastará con que actúe con dignidad pero sin arrogancia. Estoy seguro de que si lo intenta podrá conseguirlo. Bien, le dejo, piense sobre ello. Y capitán —dijo Turner deteniéndose en la puerta—. No he tenido ocasión de hablar con usted desde la batalla de Waterloo…
—Espantar a las ratas ha ocupado todo mi tiempo… —dijo amargo Kenneth, durante las últimas semanas había tenido mucho tiempo de pensar en aquella batalla infernal. No es que hubiese esperado una recompensa, pero realmente pensaba que merecía algo mejor que aquel inacabable encierro esperando que se cumpliese una sentencia que nunca acababa de llegar.
El veterano coronel le miró con simpatía.
—Me hubiese gustado darle la enhorabuena por su esfuerzo, por su entrega y por su servicio a nuestro país durante la contienda…
A pesar de todo Kenneth agradeció aquellas palabras, pero Turner le había hablado con sinceridad y pensó que no le debía menos. Apartó la mirada aunque la alzó de nuevo para contestarle.
—Solo luché por salvar mi vida y la de los que estaban conmigo.
Turner consideró en silencio sus palabras y él pensó que tal vez habría sido mejor guardar silencio, sin embargo antes de marcharse el coronel le respondió con sencilla franqueza.
—No hay otro modo de hacerlo, capitán... Le veré mañana en la audiencia.
Por la tarde le trajeron un uniforme limpio y la navaja, y también jabón, un lujo desconocido en aquel lugar, lo debía haber mandado el mismo Turner. Incluso a él le hizo efecto verse presentable, cuatro meses allí metido acababan con la moral de cualquiera y la suya había flaqueado en muchas ocasiones, pero la visita del coronel le había hecho cambiar de idea, y ahora estaba dispuesto a mostrarse todo lo convincente que fuese preciso para persuadir al tribunal de su inocencia.
Al día siguiente se celebró la vista y todo fue como Turner había predicho. Se leyó la declaración que le acusaba y Kenneth se defendió diciendo que él estaba de permiso y que se dirigía hacia Portsmouth, cuando el oficial le había detenido, y había dudado de su palabra, y le había atacado sin ningún motivo. Y que él no deseaba manchar la memoria del malogrado oficial, pero en su modesta opinión todos ellos habían bebido en exceso y no discernían con claridad.
Después se leyó la declaración de Harding, que había sido honrado con la medalla al valor, y por fin habló el coronel que se extendió en la descripción de la valerosa y valiosísima contribución del capitán, y en especial de su presencia en la primera línea en el ataque que inclinó la balanza de la victoria definitiva, y terminó destacando que no había más que decir sobre la tranquilidad de la conciencia del capitán en cuanto a la justicia de sus actos, que considerar que había permanecido en su puesto pese a conocer las acusaciones que existían sobre él, ya que él mismo lo había enviado a presentar un informe al alto mando cuando se produjo el lamentable malentendido que tan injustamente le había llevado a esta situación.
El tribunal deliberó brevemente. El regimiento del coronel había sido uno de los más castigados en Waterloo y su actuación había hecho posible la derrota francesa. Su palabra no se ponía en duda y ellos tenían muchos más casos de pobres soldados que habían cometido el terrible error de querer volver a sus casas y por los que nadie movía un dedo de los que ocuparse.
—El caso queda sobreseído —declaró el presidente del consejo—. Declaramos al capitán James Kenneth inocente, queda en libertad y restituido a su puesto y a su regimiento.
El coronel se volvió hacia Kenneth y le tendió su mano para felicitarle. Kenneth se la estrechó con fuerza agradecido.
—Tómese el resto del día libre, capitán —dijo dándole unas pocas cortas y afectuosas palmadas en la espalda—, pero preséntese en el acuartelamiento mañana a las ocho.
Kenneth salió solo a la calle. El frío viento que barría Ostende aquella mañana de finales de octubre le azotó sin piedad en el rostro, pero a él le pareció el mismísimo soplo de la vida. Estaba tan convencido de que jamás volvería a ser libre que no había hecho planes sobre lo que haría si tal cosa llegaba a ocurrir, sin embargo supo instantáneamente lo que quería hacer, regresar a dónde quiera que ella estuviese, y por desgracia imaginaba bien dónde estaría, y volver a verla al menos una vez más. Después ya no le importaba lo que ocurriese, pero necesitaba tenerla de nuevo frente a sí y que ella supiese. Era algo más que un deseo, era una necesidad física.
Habría marchado hacía el puerto en ese mismo momento, pero no tenía ni un chelín en el bolsillo. El coronel no había tenido en cuenta ese detalle o debió parecerle excesivo, y al fin y al cabo se sentía en deuda con él y que menos que tratar de hacer las cosas bien, tendría que esperar a mañana. Bajó con rapidez los escalones de la audiencia sintiendo como la energía volvía con renovada fuerza a su cuerpo, y se dirigió hacía el cuartel general. Empezaría por intentar cobrar su sueldo.
A la mañana siguiente estaba antes de la hora fijada en el despacho del coronel. Necesitaba que le concediesen la licencia. Estaba decidido a pedir la renuncia, pero sabía que no sería sencillo conseguirla, con la licencia por ahora bastaría. El coronel llegó justo cuando las ocho sonaban en el reloj.
—Buenos días, capitán —saludó tras acomodarse en su despacho—. Tiene usted buen aspecto.
—Me encuentro mucho mejor, coronel.
—Me alegro, además tengo buenas noticias para usted. Tome asiento.
Turner buscó entre los muchos papeles que con cierto desorden se amontonaban en su mesa y tomó uno de ellos.
—El quinto regimiento va a disolverse —anunció—. Sufrimos tantas bajas que el alto mando ha considerado que es lo mejor. Todos los soldados y los oficiales van a ser asignados a otros cuerpos. Yo pasaré a la reserva activa y usted también ha recibido nuevo destino. Deberá incorporarse al Real Cuerpo de la Guardia Bengalí con cargo de mayor. Enhorabuena por su ascenso.
El coronel le tendía la hoja con su nombramiento. Kenneth no ocultó su estupor. Turner esperaba paciente con la mano tendida, pero él se resistía a coger la orden, no solo por la sorpresa. Ante la mirada interrogante del coronel reaccionó y la tomó. Leyó su contenido, en la orden se le nombraba mayor y se le ordenaba que se presentase en el plazo de dos días a bordo del velero de la armada Conquest, a fin de ser trasladado a Calcuta.
Kenneth estudió atentamente aquel documento y negó despacio con la cabeza.
—No es lo que había pensado.
Lo cierto es que si aquello sorprendió a Turner no lo demostró. El coronel no perdió su seriedad y se dirigió a él gravemente.
—Escúcheme, Kenneth. Piense con cuidado lo que va a hacer. No sé qué es lo que se trae entre manos ni me importa, pero ya ha visto a dónde ha estado a punto de conducirle… Es una buena oportunidad la que se le presenta. Las cosas están relativamente tranquilas en Bengala, y ahora que la guerra ha terminado se producirá allí una gran expansión. Tendrá la ocasión para hacer fortuna y podrá dejar atrás el pasado.
El coronel le miraba severo pero amable, solo que a Kenneth no le importaba lo más mínimo hacer fortuna y no quería dejar atrás el pasado, no aún al menos. Y además ya había tenido bastante del ejército como para lo que le quedaba de vida.
—Había pensado en presentar la renuncia —dijo Kenneth persistente.
Turner comenzó a perder su paciencia.
—Olvida usted que a estas horas podría estar tendido en el patio de la cárcel con cinco balas en el pecho —replicó de mal humor—. Y en cualquier caso no soy yo quién decide sobre las renuncias. Preséntese en su puesto y solicítela, si es eso lo que desea, y tal vez dentro de un par de años se la concedan. Pero piénselo bien antes de hacerlo —le advirtió Turner—. Es usted un soldado, un buen soldado… Cuando salga por esa puerta podrá ir a dónde le plazca y no seré yo quien se lo impida, pero sea lo que sea lo que está buscando, no se equivoque. No es para usted.
Kenneth se dolió de esas palabras que tanto se parecían a sus pensamientos, sin embargo…
—Lo tendré en cuenta —respondió con frialdad.
—Eso espero…
Kenneth se levantó, el coronel hizo lo propio y ambos se saludaron marcialmente.
—Suerte, mayor —dijo Turner despidiéndose.
Kenneth se volvió para contestar desde la puerta.
—Aún no he aceptado…
El coronel se limitó a observarle, Kenneth le dio la espalda y salió del cuartel.
Un ascenso y un nuevo destino. Nunca lo habría creído. Era cierto que se trataba de una gran oportunidad, la India y sus brillantes promesas, fama, posición y riqueza para quien tuviese el arrojo de labrarse un nombre. Ya de por sí el puesto de mayor le garantizaba el alojamiento a cargo del ejército, un asistente personal, un status y un sueldo considerablemente más altos, y por encima de todo una carrera abierta de nuevo. Por otro lado, si se negaba, ¿qué podía esperar? Otra vez sería un fugitivo, volverían a acusarle de abandono del cumplimiento del deber, y algo le decía que llegaría un día en que su fortuna se acabaría y no acabaría tan bien librado. ¿Y todo para qué? Solo para que Kate pudiese mostrarle nuevamente su desprecio.
Las palabras del coronel pesaban en su ánimo, aquello no era para él. Pero algo había cambiado en Kenneth, y eso debería contar…
Había conseguido cobrar su sueldo, sería más que suficiente, rompió en dos aquel pedazo de papel y tomó la calle que bajaba hacia el puerto. Buscaría un barco con destino a Southampton.