30

Mi madre hubiera disfrutado viéndola a mi lado, conociéndola de nuevo, porque Remedios ya no era la misma mujer con la que ella compartió una parte muy importante de su corta existencia en este mundo. Estoy segura que entró en su vida como lo hizo en la mía, paso a paso, deslizándose sin hacer ruido, sin la prisa que lo enturbia todo, invisible y paciente. Casi anónima. Humilde como lo son las personas importantes. Como aquellos duendes de los que mi madre me hablaba cuando era niña, aquellos seres diminutos que nadie conseguía ver. Esos que con sus pasos de seda dejan la huella de su magia en nuestra vida. Esa magia que se siente y presiente, que se adivina y de la que no se debe hablar porque las palabras, muchas veces, rompen los buenos hechizos. Conjuros que Remedios debía conocer, igual que Amanda, porque sus silencios, muchas veces, estaban demasiado medidos como para ser un simple asentimiento a mis palabras; a mi dolor o a mi impotencia. Eran balsámicos, como lo es contemplar a una bailarina descalza, resoluta y bella, sobre una tarima recién pulida dejándose llevar, convirtiendo su cuerpo en el mismo aire, sintiendo como se funde con él en cada paso. Y así, ellas dos, me contemplaban en silencio, dejándome hacer y decir hasta que olvidaba aquel baile desacompasado de sentimientos que me atenazaban. Hasta que mis pasos se convertían en un aleteo que me permitía volver a volar a su alrededor; junto a la copa de licor, al compás de las risas, o conjeturando sobre lo que aún nos quedaba por conseguir.

Remedios me ayudó, junto a Amanda, a poner en orden los armarios y la habitación de mis padres, desocupada de recuerdos, del olor de sus perfumes, del sonido de sus pasos, del vaho sobre el espejo del baño después de la ducha o el sonido de la puerta del vestidor que siempre se encajaba dejando correr un rumor semejante al maullido de un gato arrabalero. Recogí el bote del perfume que mi madre había dejado esperándola en uno de los estantes del baño. Ni mi padre, ni mi hermano, ni yo, tuvimos valor suficiente para retirarlo de aquel lugar. La casa volvió a ser despojada de vida, a vaciarse progresivamente, por etapas. Siguió los pasos de cada uno de nosotros, de ellos, porque los míos seguían recorriendo sus rincones, volviendo a pisar las mismas baldosas, dándole vida al pasado.

Fue ella, Remedios, quién deslizó el trapo del polvo sobre los estantes vacíos. Quién desvistió la cama y dobló las sábanas que se llevó para lavar. Quién hizo acopio de sonrisas y aspirador en mano, pelo recogido y mallas todo terreno; limpió cristales, enceró el parquet y finalmente, ya atardecido, después de cerrar la puerta de la habitación de mis padres y la de mi hermano, me llamó para cenar. Yo estaba en la buhardilla. Se suponía que pintando, pero en realidad no di ni una sola pincelada. Pasé aquellas horas preguntándome si debía esperar, seguir luchando, o hacer un hatillo con mis cosas y marcharme aquel mismo día de allí.

—Te espero en casa en media hora —dijo quitándose los guantes de limpieza—. Amanda está terminando de ducharse. Deja de darle vueltas a la paleta —apuntó mirando mi mano y me la quitó—. No sé si llevármela para pasarle el estropajo de aluminio. ¿Aún te quedan botes de óleos que no hayas pringado encima de la madera? Esto, en vez de una paleta parece una cordillera de colores ¡Anda, quítate esa camiseta costrosa y métete en la ducha! Nos vamos a cenar fuera, que estoy destrozada. Como decís vosotras, tengo cuerpo escombro. Necesito aire nuevo. A ser posible que no huela a abrillantador —concluyó oliendo sus manos y haciendo un gesto de asco.

—Y algún que otro Richard Gere que nos alegre la noche —gritó Amanda desde el baño—. Que tú, Reme, ya has tenido tu Pretty Woman, pero nosotras estamos estancadas en: ¡qué habré hecho yo para merecer esta sequía!

Sí, habían entrado de puntillas en mi vida, las dos. Como lo hizo Sheela y Remedios en la vida de mi madre. Se habían ido haciendo un sitio en ella imprescindible y único. Se instalaron en ese rincón del alma con el que mi madre dio tituló a su diario, a las cartas que le fue enviando a mi abuela.

—Voy a firmar con la editorial. Pero no pienso rectificar ni una coma de lo que ella escribió. Si aceptan la historia tal y como está, se la venderé —dije señalando los folios que había estado leyendo, que había vuelto a leer una vez más para revivir su presencia.

Me miró y fue soltando las horquillas del moño que recogían su melena rubia a la nuca y se sentó sobre el baúl donde yo guardaba los recuerdos de mi madre.

—Tu madre estaría muy orgullosa de ti, Mena. Eres tan parecida a ella. Una luchadora incansable. Tan de verdad que a veces me das miedo. —Hizo una pausa y me miró con una expresión dubitativa en su rostro.

»Deberías suavizar el capítulo en el que tu madre habla sobre Antonio. El final. Sé que me entiendes, que sabes a lo que me refiero… —dijo pasándose la mano por la frente como si algo le molestase, haciendo una pausa e inspirando—. Es un poco comprometido, tal vez pueda resultar incómodo, sobre todo para mí, incluso a ti puede afectarte en un momento dado.

—Estoy cansada de la doble moral, del miedo, del cuidado que nos obligan a tener a las víctimas y la defensa que se le da al verdugo. Muy cansada —dije sin tener en cuenta su posición en aquella historia, el lugar que ocupó.

—Solo te pido que recapacites sobre ello. No seré yo quién te obligue a nada, tampoco quién coarte tus derechos o tus sentimientos. Eso sería lo último que hiciese, pero te pido que me entiendas —dijo en un tono quejumbroso—. Eso sí, si decides saltar al precipicio, lo haremos de la mano, igual que, en su momento, salté con tu madre.

—¡Gracias! —exclamé llorosa y yéndome hacía ella la abracé—. Sí, vaya si hueles a abrillantador —le dije riendo, llevada por un ataque tonto de pena y alegría al tiempo.

—Te lo dije, huelo a pasillo de limpieza de supermercado. Es horrible. Este olor no me deja ni pensar con claridad.

—Eres estupenda, Remedios. Mi madre no habría sido la misma sin tu amistad. ¡Gracias! —le dije, y me abracé a ella y al olor del abrillantador de madera.

—Esto no es eterno cielo, nada lo es. Se te pasará. Volvemos a ser tres, como cuando tu madre, Sheela y yo nos conocimos. Somos las brujas de Eastwick, por algo nos pusieron ese apodo en el pueblo —rio maliciosa—. Sé que nuestra unión no forma parte de la casualidad.

—¿Quién se atreve a hablar de casualidad? —cuestionó Amanda desde el quicio de la puerta, secándose el pelo con la toalla—. ¡Nada lo es! Dejaos ya de tanto abrazo y lloriqueo y…, ¡arreando! Necesitáis una de chapa y pintura como el comer. —Hizo una pausa y movió su nariz como la protagonista de la serie Embrujadas. Nos miró y dijo—. ¿A qué huele aquí?

—A abrillantador de madera —respondimos Remedios y yo al unísono, riendo.

La terraza tenía luz de candilejas. La música de jazz que sonaba en directo dentro del local se escapaba hasta las mesas donde nos habíamos sentado. Era una noche cualquiera, de un día cualquiera, de cualquier mes. Lo habría sido si él no la hubiese encontrado de casualidad, o tal vez no, porque, como decía Amanda, la casualidad no existe.

—¡Te encontré! —exclamó poniendo sus manos sobre los hombros desnudos de Amanda, encima de los tirantes de la camiseta. Abrió su boca y la pegó a la oreja de ella como si fuese a darle un bocado, como un lobo hambriento, incluso vocalizó la onomatopeya del gruñido.

Amanda no se movió. No giró la cabeza, no gesticuló ni dijo una sola palabra. Había reconocido su voz, el roce de la yema de sus dedos en la piel, la fuerza que sus manos ejercían sobre sus hombros desnudos. Minutos antes le pareció oler su perfume y sentir el ruido que los tacones cuadrados de sus botas solían hacer al caminar. Y tembló por dentro. Sus manos siguieron a la tiritona que le encogió el corazón con un tembleque repentino y acompasado que no puedo controlar. El vino que había en el vaso se le derramó sobre los vaqueros cortos resbalando por sus piernas, tiñendo del color de la sangre la piel de sus muslos; como un mal presagio. El vaso cayó al suelo y los pedazos del cristal roto se esparcieron por el piso. Algunos llegaron a nuestros pies.

»¿Qué pasa? Es que no te alegras de verme —dijo agachándose, y levantando su barbilla la miró desafiante a los ojos.

—¡Vete! Ya, ahora mismo —grité desafiante frente a él.

—Eso tendrá que decirlo ella, no tú —me respondió en tono despectivo pegando su cara a la mía.

—Imagino que estás con la condicional —dijo Remedios alzando el tono de voz. Él se encogió de hombros, en un gesto que indicó indiferencia—. Sí, claro que lo estás. ¡Desaparece! —le imperó.

—¿Hay algún problema? —preguntó uno de los camareros parándose frente a él desafiante y mirándolo.

Se dio la vuelta sin responder y se sentó en una de las mesas del local aledaño sin quitarnos la vista de encima.

—La historia no se va a repetir —dije recordando a Sheela, su muerte a manos de Antonio. Abracé a Amanda que seguía con la cabeza gacha y temblando—. ¡No lo vamos a permitir! —le dije y miré a Remedios para que confirmara mi afirmación pero ella estaba de pie. Parecía no escuchar.

Le miraba sin mover un solo músculo, erguida y desafiante. Llena de rabia.