23
Se tumbó desnuda sobre Gonzalo mientras él dormitaba. Apoyó su cabeza en el pecho de él, cerró los ojos y, mirando hacia la ventana abierta por donde se colaba el sonido y la brisa del mar, se dejó estar unos instantes como una muñeca de cera, sin más movimiento que el de su respiración. Sintió, llena del placer satisfecho, la respiración placentera de él en sus senos, aquel ir y venir suave de su pecho bajo ella. Fue y vino varias veces entre los recuerdos, la necesidad de sentir y el remordimiento que le producía aquella forma tan inusual que había tenido de perderse entre los brazos de Gonzalo. Entrelazó sus pies con los de él, como si estos fuesen las raíces de un árbol que por fin encuentra parte de la tierra prometida. Y suspiró al hacerlo. Le acarició la frente, pasó los dedos entre su pelo y besó sus párpados. Trascurridos unos minutos se incorporó en silencio y lo miró deleitándose en su calma. En aquel duermevela varonil impregnado de sexo y vida. Contempló su cuerpo desnudo, de piel morena, sobre las sábanas blancas de algodón y cerró los ojos con fuerza, como si pensase que aquello era un sueño y quisiera comprobar que al volver a abrirlos él aún seguiría allí. Se acercó de nuevo, de puntillas, silenciosa y olió su piel curtida como si quisiera bebérsela. Al hacerlo rememoró aquel escarceo que tanto le había dado. Miró el reloj y comprobó que era una hora tardía. Se había ausentado toda la noche y yo debía estar preocupada, pensó. Antes de recoger su ropa, extraviada en varios rincones del dormitorio, volvió a él como un barco a la deriva vuelve a la paya o al muelle buscando a su capitán, anhelando las viejas y sabias manos que lo recompongan para poder volver a navegar. Lo hizo como si aquella fuese la última vez, incluso tarareó un bolero, despacito y a media voz. Al hacerlo dos lágrimas tontas, románticas y pequeñas recorrieron sus mejillas como si ellas fueran el pañuelo blanco en una estación, como si le estuvieran diciendo un adiós indeseado pero inevitable. Besó sus labios sin esperar respuesta, estaba acostumbrada a aquella soledad después de hacer el amor, pero Gonzalo, aunque no abrió los ojos, respondió a la tenue caricia de los labios de Remedios. Fue un beso dormido, suave y anónimo. Un roce que volvió a erizarle el vello y la hizo sonreír tímidamente. Tal vez el mismo que ella había esperado durante diecinueve días y quinientas noches de su marido, pero su esposo, hacía años que solo decía hola y adiós. Un nudo seco y profundo apretó su pecho, entorpeció su respiración y estrechó su garganta. Encogida por dentro, atrapada por los sentimientos encontrados, se abrazó a Gonzalo que sin abrir los ojos la abrazó al tiempo que acariciaba su melena revuelta:
—Todo está bien, demasiado bien. Eso es lo único que puede asustarte —le dijo Gonzalo haciendo—. Por el momento intenta no pensar. Para ser feliz es necesario no pensar demasiado. Ve con Mena. Nos vemos en una hora para el desayuno…
Lloraba, no sé bien si de alegría, miedo o inseguridad, tal vez era un todo a la vez. Su llanto era constante y agudo. A medida que las lágrimas caían sus expresiones tomaban una belleza serena y extraña, como si con cada una de ellas se estuviera desprendiéndose de un peso lejano y antiguo que encorvaba su alma. Tardé varios minutos en lograr que se calmase y me contara lo que le sucedía, que me relatase la maravillosa noche de vino, velas y rosas que había pasado con Gonzalo. Aquel revuelo de sentimientos que le hacía llorar y reír al tiempo.
—Me he enamorado de él, Mena. Y no puede ser, no puedo permitírmelo, ¡no puedo! —exclamó hipando.
—Le has puesto los cuernos al infiel de tu marido —le respondí acercándome a ella y abrazándola—, y te ha gustado. Juraría que te ha gustado muchísimo. Es estupendo. No veo el motivo del disgusto que tienes —apunté.
—¿Tú crees?
—Pienso que debes hacer lo que Gonzalo te ha dicho, no pensar demasiado. Ya sabes que pensar no es bueno —le dije guiñándole un ojo y limpiándole las mejillas aún húmedas con mi mano—. ¡Déjate llevar! Ya va siendo hora de que lo hagas…
La dejé bajo el agua de la ducha cantando La casita blanca, de Joan Manuel Serrat, con aquella voz maravillosa que arañaba el corazón y me marché al entierro de la tahonera.
Dejarse llevar, pensé, mientras recorría las calles empedradas camino del camposanto, recordando lo que le había dicho a Remedios para atenuar su angustia momentos antes. Tal vez era lo que yo debía hacer, dejarme llevar. Llamar a Jorge y decirle lo mucho que me gustaba su forma de mirarme, de hablarme… Las inmensas ganas que tenía de acostarme con él, de sentirle sobre mí. Recoger cuatro cosas, vender el herbolario y perderme en un pueblo como aquel sin dar santo y seña a nadie. Pero… dar consejos es fácil, la vida se ve más fácil desde la barrera, protegida por las tablas. Lejos del ruedo.
Cuando regresé del entierro, Remedios y Gonzalo me esperaban sentados en la terraza del bar. Ella reía en respuesta a los comentarios que Gonzalo le hacía al oído. Les miré y sonreí. Pensé que tal vez aquello, su historia, retrasaría nuestro regreso unos días más. Incluso sopesé la idea de que ella permaneciera más tiempo en el pueblo con Gonzalo y yo tuviese que regresar sola. No me importó. Remedios se merecía seguir sintiéndose de aquella forma: feliz y deseada. Daba igual si él sentía lo mismo, si aquello era una historia pasajera, lo importante era lo que ella sentía en aquel momento, lo que estaba viviendo.
—Le he comentado a Reme que deberíais quedaros más días. Al menos una semana más. Si es así yo podría acompañaros en el regreso —me comentó al tiempo que separaba una de las sillas para que yo tomase asiento junto a Remedios.
—No es decisión mía —le dije mirando a Remedios a la espera de su respuesta.
—Ya le he dicho que eso es imposible, tenemos una apertura pendiente —dijo ella mirándome como si yo fuese el cabo de la cuerda al que agarrarse para que el agua no la ahogase.
—Sí, es cierto. Tenemos que poner en marcha el herbolario. Retrasar la vuelta, sería también demorar su apertura.
El teléfono de Remedios sonó y ella se levantó para atender la llamada de Jorge. Gonzalo y yo nos quedamos a solas en la mesa mientras ella paseaba buscado un lugar dónde la cobertura fuese mejor.
—¡Mena! —exclamó Gonzalo.
—Una cerveza —dije instintivamente, ¿o no? No, no fue instintivo, fue una evasiva para impedir que él dijese lo que imaginaba que iba a decir.
—No pienso dejar que se me escape. Me gusta demasiado. Iré tras ella donde haga falta. Quiero que lo sepas. Me importa un carajo que esté casada.
Y calló porque Remedios ya estaba a su lado, cerrando el teléfono móvil:
—Era Jorge —dijo sentándose—. Me ha dicho que te mandó un WhatsApp anoche y que no le has respondido. Estaba preocupado. Ya le he dicho que la cobertura aquí es mala —apostilló haciendo un gesto de complicidad—. Escríbele algo, ¡anda!, que si no me va a estar dando la vara a mí todo el día.
»¿Qué vamos a pedir?, a mí me apetece mucho un pulpo y unas ostras —inquirió con la carta en las manos y poniéndose las gafas nos miró de reojo, como si hubiera estado escuchando las palabras de Gonzalo mientras ella hablaba con Jorge.
Abrí mi teléfono bajo la mirada de Gonzalo, que no me había pedido de vista y leí el WhatsApp de Jorge. Al hacerlo comprobé que, o Remedios me había mentido, o Jorge le había mentido a su madre porque terminaba de mandármelo:
«Dime, ¿qué demonios le pasa a mi madre? Está rarísima»
«Se ha enamorado», escribí adjuntando un icono de una carita feliz, pero no se lo mandé. Borré el texto y en su lugar puse.
«Está bien, no te preocupes. Te la devolveré en breve sana y salva. Un beso con sabor a mar…»