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En algunas ocasiones intuimos lo que va a suceder, pero lo negamos porque no nos gusta, nos lastima hacerlo y solemos empeñarnos en seguir un sendero equivocado. Aunque estemos seguros de que no es el indicado, continuamos cegados por las absurdas normas, los prejuicios o la cómoda y malsana seguridad que creemos tener. Nos da pavor cambiar el rumbo de nuestros pasos, porque la mayoría de las veces, ello, el cambio de ruta, supone romper con todo. Romper, que palabra más dura, da igual en qué momento o en qué situación, verbalizarla, convertirla en un hecho, siempre cuesta, siempre lacera. Pero en las heridas es dónde suele instalarse la vida con más fuerza.

Mi madre decía que debíamos tener cuidado con la historia, porque se repite demasiadas veces. Que los hechos, dentro de una familia, son como los de una civilización, tienden a redundarse con los años. Como si el tiempo girara hasta un punto determinado y, al llegar a él, diese la vuelta para retornar con la misma cadencia, con los mismos sucesos y pautas. Decía que para vencer ese ritmo manido solo hay que luchar. Pelear hasta perder el aliento, incluso la propia vida. Pero… ¡es tan difícil hacerlo!

Aún no sé bien cuándo, en qué preciso momento, me enamoré de él. Creo que aquellos sentimientos desordenados que provocaba en mí su presencia habitaban ahí, en ese rincón del alma, desde siempre, aunque yo me negase a aceptarlos.

Aquel día, cuando Remedios me llamó para comunicarme que habían detenido a Antonio, el asesino de Sheela, la amiga de mi madre, y vi a Jorge bajar las escaleras supe que cuando él se lo propusiese, a pesar de mis prejuicios, yo no tendría nada que hacer.

—¡Mena! —exclamó Remedios alterada a través el hilo telefónico—. Han detenido a Antonio. Ese malnacido lo ha vuelto a hacer. Y ella también era pelirroja, ¡será hijo de puta! Está saliendo en televisión. Pon el veinticuatro horas. Está en Francia, en un pueblecito de La campiña. Lo sabía, yo sabía que algo había sucedido, ¡te juro que lo sabía! Anoche soñé con Sheela. Me daba su paraguas rojo. Su gesto no podía significar otra cosa: necesito protección. Llevo toda la mañana dándole vueltas, asustada. No debimos pasar el diario de tu madre a la editorial, me veré metida en un lío del que no sé si sabré salir indemne. Si lo publican tal y como ella lo escribió estaré metida en un buen embrollo…

La vida de Remedios seguía igual de apacible. Enamorada hasta las trancas de su marido, que continuaba con sus escarceos amorosos y que a ella cada día, aparentemente, le hacían menos daño:

—Terminará perdiendo el atractivo, se cansarán de él y él de ellas. ¡Es ley de vida! Sé que pronto le tendré siempre en casa, aunque más arrugadito y menos juguetón —decía bromeando, mientras estiraba el chocolate líquido, caliente y humeante, en la bandeja que iría al frigorífico para después convertirse en las maravillosas lenguas de gato que, desde que murió mi madre, hacía todos los viernes para mí—. ¡Le quiero tanto!, Mena. Sé que es una tontuna por mi parte, tu madre siempre me lo decía, pero, en el fondo, el intentar conquistarle todos los días me obliga estar en plena forma —apostillaba intentando quitarle hierro al tema, contoneándose como una adolescente.

Reíamos, ella con menos alegría que yo, con un regusto amargo que asomaba en sus ojos y que poco a poco se fue asentando en su rostro como una seña de identidad que le robaba, más rápido de lo habitual, la juventud. Porque la mirada, los ojos, son lo primero que envejece.

No tuvo más hijos y Jorge, Atilita, como le apodaba mi madre, se convirtió en su único vástago. Se transformó en el vivo retrato de su abuelo materno. Alto, de complexión fuerte y brazos de camionero. Amante de las barbacoas, del chorizo y la butifarra. Acérrimo al futbol, los cubos de cerveza y los deportes de riesgo, pero ante todo feliz con lo que era, hacía y tenía; como su madre. Era la frustración de Eduardo, su padre, que siempre deseó que fuese un ejecutivo estirado y mujeriego con el que compartir andanzas. De nómina abultada e instintos bajos. Sin embargo él, Jorge, decidió dejar de lado la facultad y ser el merecido sucesor de su abuelo materno haciéndose cargo de la cadena de tiendas de embutidos. Con los años nuestra diferencia de edad desapareció. Una mañana, poco tiempo después de que muriese mi madre, tocó el timbre de mi puerta. Su visita me pilló despeinada, en pijama y sin haberme lavado los dientes.

—Ya sabes como es mi madre —dijo dándome una caja de cartón rosa—. Son magdalenas. Se ha empeñado en que te despierte para que las desayunes. La verdad es que te hacen falta, estás demasiado delgada —dijo guiñándome un ojo, sonriendo de aquella manera que me desbarataba por dentro—. A ver si te animas y te apuntas algún día a una de mis barbacoas. No hay repostería, pero te garantizo que si vienes te harás asidua a ellas y cogerás peso.

Extendió la caja hacia mí. Yo, con aspecto de haber sido zarandeada, como si una tribu de salvajes me hubiese pasado por encima, restregándome los ojos e incómoda por mi aspecto de recién levantada, solo pude decirle un gracias entrecortado. Y aunque me moría de ganas por lanzarme a sus brazos, como si fuese la protagonista de una película americana, me contuve. Las películas tienen tan poco de realidad, pensé, frunciendo el ceño y volví a mirarle con cara de idiota recién levantada. Sus manos rozaron las mías al coger el paquete. Una sensación turbadora y agradable recorrió mi piel. Demasiado turbadora y demasiado agradable, pensé.

Aquello no estaba bien, no lo estaba, me repetí al cerrar la puerta mientras seguía sus pasos tras la mirilla. Casi le había amamantado. Le había limpiado la tierra del jardín que se metía en la boca cuando apenas caminaba. Era, aunque ya no lo pareciese, siete años más joven que yo. Y no solo eso, era el hijo de Remedios, de mi Remedios, casi mi hermano, porque ella se había convertido en mi segunda madre. También en mi amiga, y aquello, lo de la amistad eran palabras mayores. Desde aquel encuentro intenté evitarle, pero no lo conseguí. Aunque he de reconocer que no puse demasiado tesón en ello; no podía.

A pesar del nerviosismo de Remedios, de su angustia y de la preocupación que sentí al recibir la noticia de la captura de Antonio, del dolor, la rabia y la impotencia que me produjo lo sucedido, el asesinato que había cometido, mis pensamientos, aquel día, se habían quedado prendidos en la mirada, los labios y los enormes brazos de Jorge. Enganchados a sus pectorales y su sonrisa ancha y segura. No habíamos vuelto a coincidir desde el día de las magdalenas y pensé que estaría bien que me viese en condiciones normales: recién duchada.

El olor de las costillas braseadas al whisky salió por la puerta. Remedios llevaba el pelo recogido con un moño a la nuca. Calzaba unas manoletinas de lentejuelas azul mediterráneo. Bajo el mandil blanco y pegado al pecho las mallas negras y ajustadas marcaban sus piernas delgadas y perfectas. Gracias a los retoques estéticos que fue haciéndose y el ejercicio que practicaba todos los días aparentaba menos años de los que en realidad tenía.

—Han dicho que lo extraditarán a España cuando sea juzgado por el asesinato que ha cometido allí —me comentó, temblorosa, en un tono de voz bajito, con sus labios pegados a mi oreja y señalando con su dedo la puerta del salón—. Hay visita. Ven —dijo tomándome de la mano y conduciéndome hacia la estancia principal.

»Es el nuevo vecino. Ha alquilado el chalet frente al vuestro. Fíjate lo que son las cosas. Le estaba diciendo que ahí tu madre vivió una maravillosa historia de amor con un músico. Con Andreas. A qué no adivinas a qué se dedica él. —Se hizo un silencio incómodo. Los dos me miraban.

Remedios siempre había sido vital, fresca como la vida y tan imprevista, tan sorpresiva y sorprendente como ella. Algunas veces, como en aquella ocasión, embarazosa.

—¿Músico? —inquirí con cierta incomodidad, con una sonrisa a medias y forzada.

—Voy a encenderle la caldera, no consigue que arranque. ¿Nos acompañas? ¡Ay! Qué cabeza la mía, si no os he presentado como Dios manda…

Era domingo. Jorge bajó las escaleras de la planta superior equipado con el vestuario de escalada. Ancho, inmenso. Varonil. Comestible de los pies a la cabeza.

—Nos vemos al mediodía —dijo desde el pasillo, mirando hacia el salón—. Reme, si ves que me retraso, guárdame las costillas —apostilló dirigiéndose a su madre. Jamás la llamó mamá y a ella le encantaba que no lo hiciera—. Besos, mujer de agua —concluyó mirándome de soslayo. Levantó su mano a modo de despedida y se marchó.

Remedios tuvo que darme un pequeño empujón para que saliese de mi ensimismamiento y les acompañase. A pesar de salir tras ellos, mi mirada siguió el rastro de la moto de Jorge. Y desordenada por dentro, con los sentimientos desbaratados, aguanté la charla que Remedios, sin el más mínimo recato, le dio a Elías indicándole que aquella urbanización no era la más adecuada para un músico, para un intelectual de coleta larga y ropa de segunda mano.

—Aquí está todo a reventar de clasistas tontos y estúpidos. Deberías haber alquilado un ático en el pueblo, además te habría salido más barato…