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A veces los recuerdos se adhieren al presente como la propia piel y nos acompañan en cada paso. Se columpian en los perfumes de los que comparten contigo almuerzo o un café en vaso de plástico en la puerta del restaurante. Bailan con el humo del apresurado cigarrillo que te ha permitido desconectar del trabajo. Se cobijan, como lo hacen tus sentimientos, bajo un paraguas rojo, de la lluvia de un otoño húmedo, vespertino y melancólico. Mientras las hojas de los árboles se dejan caer al suelo, tapizando de ocres las aceras. Se desploman despacio y, vapuleadas por el viento, acompañan tu caminar nostálgico entre el tumulto anónimo y ajeno de una ciudad que se come tu vida a bocados secos, firmes y violentos. Y el presente pasa de soslayo sobre ti, ignorándote o dándote la vida en un instante tan mágico como veloz. Porque el presente es como un amante esquivo y anárquico que se te escapa de entre los brazos dejándote siempre a medias, con ganas de más, de algo más que nunca termina de pasar.
Después de la muerte de mi madre los acontecimientos se precipitaron. Su marcha cambió nuestras vidas. Se hizo dueña de nuestro presente y distorsionó nuestro futuro. Primero fue el vacío que dejó su partida después del accidente. El silencio, un silencio sobrecogedor que nos lastimaba. Que parecía adherirse a las paredes de la casa, a los cuadros que colgaban de la buhardilla, donde pintaba en soledad; lejos de nuestro egoísmo, de nuestra apatía por su trabajo. La ausencia de sus pisadas, del ir y venir constante y regular en la mañana de habitación en habitación, de armario en armario. El olor del café recién hecho, el sonido de la lavadora al centrifugar. La voz del locutor de la emisora de radio que conectaba día tras día y que se convirtió en parte de nuestro despertar. Su figura serena en el sofá, leyendo junto a la chimenea. La silla vacía en la mesa de la cocina, ladeada. Siempre se sentaba de lado, como si en cualquier momento fuera a levantarse a toda prisa. Las mondas de las naranjas, de una pieza, tan perfectas que podían colocarse como si los gajos aún estuvieran dentro. La ausencia de flores en los jarrones. Sus plantas llenando de vida cualquier rincón. Esas pequeñas cosas a las que no solemos prestar atención porque se convierten en rutina, porque siempre están ahí, como lo estaba ella. Era un centinela, nuestro guardián. Pendiente de cada suspiro, de cada gesto, de cada necesidad. Durante muchos años se olvidó de sus penurias, de sus sueños, porque lo importante no era lo suyo, sino lo nuestro.
Sin que nos diésemos cuenta, sin que sintiéramos su hacer, en silencio, poco a poco, dejó posos de vida sobre nosotros. Nos cubrió con una tela invisible hecha de ese polvo de hadas que solo poseen los sentimientos de las madres y que nos hizo fuertes ante el desaliento. Nos enseñó a luchar por los sueños, por nuestra libertad, a no abandonar, a ser nosotros mismos frente a todo y a todos. Y, de repente, sin previo aviso, sin una mísera premonición que nos pusiera en alerta, cuando comenzábamos a entender porque viajó a Egipto sola, sin decirnos nada sobre su marcha imprevista, aquel hechizo mágico del que estaba hecho su cariño, nos abandonó.
Se marchó para siempre sin decir adiós, sin ser consciente de que partía. Olvidó su paraguas rojo y, llovía. El día que murió llovía, como no podía ser de otra forma, como lo había hecho todos los días importantes de su vida. Llovía con fuerza, con ira, como si el cielo fuera a romperse, como si quisiera partirse en dos.
Se había ido una mujer de agua; el cielo tenía que llorar.
Sus anhelos, sus planes, el deseo de emprender una nueva vida, de tomar un camino diferente, se quedaron trabados en aquel vuelo, dentro de aquel avión que se fragmentó en pedazos como la existencia y los sueños de todos sus pasajeros.
La vida es hermosa, sorprendente y agridulce. Es un regalo maravilloso. Pero su belleza y duración son, a veces, una impronta indebida.