12
Alexis Waring despidió a su alojada con entusiasmo, y así se lo dijo a Lavinia.
—No es que no aprecie a tu prima, querida —explicó—. La admiro de un modo extremado, pero prefiero tomarla en pequeñas dosis.
Lavinia rió. Y luego preguntó simulando indiferencia:
—¿No la encuentras un poco dominante?
—Sí, es una persona muy enérgica, ¿verdad? Pero, no; no es eso lo que me hace desear que se vaya: es que nunca puedo estar a solas contigo mientras ella se encuentra aquí. No me he casado con mi hermosísima esposa para compartirla con nadie. Cuando tenemos invitados o alojados en la casa, quienquiera que sean, echo mucho de menos nuestras tranquilas veladas. Me parece como si hubiera transcurrido una eternidad desde la última. ¿Podremos disfrutar libremente de una de estas veladas esta noche? Espero que sí.
—No tenemos hoy ningún compromiso —respondió Lavinia—, de modo que si no recibes ningún aviso profesional que te obligue a salir, podremos estar juntos y solos.
El primer impulso de Lavinia consistió en inventar alguna cita, algún compromiso, puesta que el pensar en las horas que habría de permanecer a solas con él entre la de la cena y la de acostarse, la llenaban de miedo, y principalmente después de lo que Alexis había dicho. ¿Significaría su ansiedad, su deseo de disfrutar de una velada tranquila que deseaba hacer algún intento contra ella aquella noche? ¿Habría estado esperando para hacerlo a que prima Henrietta se ausentase? ¿No sería preferible convenirse con alguien para que llegase a la casa fingiendo una visita incidental e interrumpiese el proyectado tête-à-tête?
No obstante, desechó inmediatamente este pensamiento. Sería una cobardía el hacerlo, y solamente serviría para prolongar su angustia. Si Alexis había de intentar algún ataque contra ella, cuanto más pronto lo hiciese tanto mejor. Lavinia había decidido firmemente conceder tanto a Alexis como a Austen una semana de prueba a partir del momento de la partida de su prima. En el caso de que nada sucediese durante este período, esto serviría para demostrar la inocencia de Alexis, puesto que si se le concedían todas las oportunidades para atentar contra su vida y permanecía inactivo… bien, desde su punto de vista todo ello demostraría que Austen se engañaba. Lavinia absolvería a su esposo de toda culpabilidad, excepto en lo que se relacionaba en el ataque cometido contra ella, ataque del que no podía dudarse y que no podía ser negado. Y luego la señora Waring examinaría la situación desde un punto de vista completamente diferente.
Aun cuando la tensión de la semana precedente le había exultado los nervios hasta un punto casi intolerable, la falta de incidentes peligrosos hasta aquel momento habían tranquilizado su imaginación en cierto modo, y aunque todavía continuaba creyendo en el desequilibrio mental de Waring, Lavinia se preguntó con seriedad si no sería aquello lo peor de todo cuanto había de producirse.
Sin embargo, como la señorita Shelton había observado, no podía abandonarse la posibilidad de que Austen tuviera razón, ni huir de la terrible e incesante sensación de peligro y amenaza que se cernía sobre ella en tal caso.
Lavinia determinó, en consecuencia, ofrecerse deliberadamente como víctima durante aquella misma noche. Y cuando la cena hubo concluido, una cena durante la cual Waring se condujo de la manera más normalmente grata, ella se instaló al lado de él, junto al fuego de su estudio y esperó los acontecimientos.
Y hasta hizo que las cosas presentaran un aspecto más fácil para él, en el caso de que abrigase designios siniestros, para que lo realizase; y despidió a las criadas muy temprano e indicó a Waring que lo había hecho.
—Han trabajado hasta muy tarde durante muchas noches —dijo—. Podemos dejarlas que tengan unas horas de descanso siempre que se presente la ocasión.
* * *
Y nada sucedió. Pasaron una noche tranquila, desprovista de acontecimientos, exactamente igual a muchas otras anteriores, sentados cada uno de ellos a un lado de la chimenea, ella haciendo punto él leyendo a veces, hablando en ocasiones, como una de las muchísimas parejas de casados que existen sobre la superficie del mundo. Y se acostaron temprano. Lavinia tenía un pequeño enfriamiento, producto de una racha de vientos orientales, según creía, y cuando alrededor de las once de la noche dijo que quería acostarse, Alexis mostró su conformidad. Alexis le pregunto qué había tomado para curarse el enfriamiento, y añadió que, en aquel punto, probablemente no habría nada mejor que el Quinnisan, investigó si tenía cantidad suficiente de este producto, y se despidió de ella a la puerta de su dormitorio. Y esto fue todo. Alexis había disfrutado de una oportunidad y no la había aprovechado.
* * *
Lavinia se despertó a la mañana siguiente con una vaga impresión de malestar. No sabía exactamente qué era lo que le sucedía, pero ciertamente le sucedía algo. Parecía haber mejorado del enfriamiento, pero había comenzado a toser un poco. No, podía definir exactamente cuál era su dolencia; solamente sabía que se sentía, según se dijo a sí misma, como si estuviera completamente «deshecha». Le dolía la cabeza un poco, padecía una intensa lasitud, y una dificultad para realizar esfuerzos; experimentaba aversión por la comida y se encontraba sesenta. Gripe, pensó repentinamente. «Ahora hay una epidemia de gripe. ¿Qué hacer?» La respuesta era: tomar más Quinnisan, un producto en el cual tenía mucha fe; y decidió tomarlo inmediatamente. Y entonces, repentinamente y horriblemente una sospecha la acometió. ¿Y si…? —¡Oh! ¡Era horrible, pero Austen le había advertido que sospechase de todo!—, ¿y si no fuese gripe lo que padecía? ¿Y si Alexis, sabiendo que padecía un enfriamiento hubiese hecho «fullerías» con el tubo del Quinnisan, presintiendo que sería el remedio al que ella recurriría? ¿Y si estuviera ya envenenada? Lavinia se asustó. Ordinariamente no habrían entrado en su imaginación ideas de este género, pero las semanas anteriores, llenas de angustia y de ansiedad, de duda y de tensión, habían producido un gran efecto sobre ella. Austen le había dicho que debía esperan algún ataque sutil. ¿Sería aquello?
Lavinia miró el tubo de Quinnisan con ojos ávidos, extrajo su contenido sobre la mesita del tocador y examinó detenidamente cada una de las tabletas. Todas parecían iguales; pero esto podría no significar nada. Los temores incrementaron su sensación de enfermedad. La cabeza se le iba un poco y Lavinia creyó que experimentaba vértigos; pero también pensó que todo podría ser un producto de su imaginación y de que estaba esperando que se produjera de un momento a otro lo que tanto temía.
¡Si prima Henrietta hubiera estado en la casa…! ¡Si le fuera posible acudir en busca de consuelo y seguridad a cualquiera…!
Decidió no bajar a desayunar, envió aviso a Waring de que no lo haría, y volvió a acostarse. Casi inmediatamente comenzó a sentirse mejor y consiguió comer un poco.
Waring subió a su habitación, solícito y compasivo, y naturalmente, preguntó cómo se encontraba. Lavinia contestó rápidamente a sus preguntas, le aseguró que se hallaba muy mejorada y que no tenía fiebre. Por esta causa Waring se limitó a aconsejarla que no saliera de casa durante todo el día y que siguiera tomando tabletas de Quinnisan. Este consejo produjo nuevos temores a Lavinia, que habría encontrado preferible que Waring le hubiera recetado alguna otra cosa. Tan pronto como Alexis hubo salido, Lavinia llamó por teléfono a Ian Breck y tuvo la suerte de que estuviera en su casa todavía.
Ian Breck percibió prontamente la agitación que vibraba en la voz de Lavinia y le preguntó qué sucedía.
—No lo sé —confesó Lavinia—. Pero estoy asustada, Ian. Comienzo a sospechar que he sido envenenada.
Ian disparó rápidamente una serie de preguntas llenas de ansiedad, y cuando ella las hubo contestado se encontró un poco más tranquilo.
—No hay motivos para que se preocupe —dijo con firmeza—, y especialmente puesto que dice que comienza a encontrarse mejor, no peor. ¿Quiere usted que venga a verla?
Lavinia se apresuró a decirle que no, aun cuando estaba deseosa de recibir el consuelo que le producía su presencia.
—No sería prudente —dijo—. No venga sino en el caso de que sea absolutamente necesario. Si cree usted que estoy bien mi miedo desaparecerá.
Breck le hizo algunas indicaciones respecto al modo como debía tratarse, prometió telefonearla cada poco tiempo para adquirir la seguridad de que no se habían presentado nuevos síntomas, y añadió que de todos modos enviaría un mensajero para que recogiera el tubito de Quinnisan de que Lavinia sospechaba, pues él deseaba examinarlo.
Aquella misma mañana, más tarde, Ian llevó el tubito al hotel de Austen y le informó de lo que Lavinia le había manifestado.
—Lo que más la ha asustado —explicó— fue el consejo de Waring de que tomara este preparado. Generalmente Waring es enemigo de los específicos.
—Lo que teme es que Waring haya hecho manipulaciones con el tubo —dijo Austen—. Pero Lavinia se encuentra bien, ¿no es cierto?
—No está bien por completo, según dice, pero los síntomas de que se queja no dan indicación alguna de envenenamiento. Lo mismo pueden ser síntomas de gripe incipiente o efecto de un agotamiento nervioso.
—¡Hum! —murmuró Austen en tanto que volcaba el contenido del tubito sobre un trozo de papel y examinaba las tabletas una por una—. A mí me parece que no hay ninguna anormalidad en ellas. Examínelas usted mismo. No creo que nadie haya hecho manipulaciones con ellas. El nombre está claramente estampado en todas, y en el caso de que se les hubiera añadido algo, sería fácilmente apreciable por medio de un microscopio. Es muy improbable que la señora Waring haya podido tomar previamente las únicas dudosas que pudiera contener el tubo. De todos modos voy a enviárselas a nuestro analista y a pedirle que las examine inmediatamente. No dejemos nada al acaso. ¿Va usted a ver hoy a la señora Waring?
Ian negó.
—No, a menos de que suceda algo nuevo. Lavinia cree que es preferible que no vaya. La llamo frecuentemente por teléfono para preguntarle cómo está, pero naturalmente no puedo hacerlo mientras Waring esté en la casa.
—¡Claro que no! Y es una lástima si, como dice usted, está asustada. ¿Quiere usted que vaya yo a verla? Podría dejarme caer en la casa de una manera casual para tomar una copa antes de la comida, sin que Waring sospechase en el caso de que me encontrase allí. Waring se ha mostrado muy insistente en las repetidas invitaciones que me ha hecho.
—Me tranquilizará usted mucho si lo hace —dijo Ian cordialmente—, y creo que a ella también. Eso le producirá la impresión de que no está completamente abandonada, ¿no es cierto?
Austen llegó a casa de Waring hacia las doce de la mañana, y encontró a Lavinia en el piso bajo, arrebujada junto a la chimenea del saloncito, con un libro entre las manos y con expresión desolada.
Su rostro se iluminó por efecto del placer cuando Austen fue anunciado, y recibió a su amigo alegremente.
—Breck me ha dicho que teme usted algo —dijo Austen después de haberle estrechado la mano—. Por esta causa he venido a visitar a usted para saber cómo se encuentra.
Ella sonrió un poco tristemente.
—Sospecho que me he puesto un poco en ridículo, señor Austen —dijo—. Me he dejado arrastrar por la imaginación. No creo que me suceda nada excepto que me hallo bajo los efectos de una excitación nerviosa y de un enfriamiento. Tengo todavía una tos muy antipática, pero supongo que carece de importancia. ¡No creo que nadie me la haya podido producir intencionadamente y con perversos designios!
—No —reconoció Austen—. Y no tiene usted razones para preocuparse por las tabletas de Quinnisan, según creo. Las he examinado y me parece que no hay nada anormal en ellas. No obstante, he ordenado que sean analizadas, y comunicaré a usted el resultado del análisis tan pronto como me sea transmitido. Bien; ¿cómo marchan las cosas?
A medida que Lavinia fue hablando a Austen, el inspector pudo ver la terrible tensión de sus nervios, y comprendió que no podría soportarla durante mucho tiempo, sin que corriera el riesgo de sufrir una especie de colapso. La observó atentamente por espacio de varios segundos, y al fin tomó una resolución.
—¿Cree usted que deberemos abandonar esta cuestión, señora Waring? —preguntó—. La actual situación está perjudicando mucho a usted. Acaso sería preferible que no la prolongásemos más y que se ausentase usted.
Austen pudo ver la ansiedad con que Lavinia acogió su idea, y después el gradual desvanecimiento del consuelo que había experimentado instantáneamente; finalmente rechazó por completo y de manera decidida la proposición del inspector.
—No —dijo al mismo tiempo que movía negativamente la cabeza—. Dije que podría terminar de cumplir lo que se me encomendaba. Compréndalo, señor Austen, esta labor puede tener una doble finalidad. Podría servirme para demostrar que la cuestión ha sido examinada equivocadamente y que Alexis no es… culpable… como usted dice. Aparte de otras circunstancias, creo que le debo esta reparación, que debo… que debo hacer todo que pueda por aclarar la cuestión, en el caso de que pueda ser aclarada.
¿No estamos de acuerdo?
—Sí, si usted puede continuar soportándolo. Supuse que todo habría terminado antes de que transcurriese él plazo que ha transcurrido. Usted pensaba lo mismo, ¿no es cierto?
—Sinceramente, no lo sé. Me encuentro en la situación de un idiota que cambiase de modo de pensar a ceda hora que transcurre. De lo único que tengo seguridad es de que si puedo deshacer la sospecha de que Alexis sea un asesino, estoy obligada a hacerlo. Si está loco… esa es otra cuestión. Pero por el presente, debo continuar.
Austen dijo a Lavinia cuánto la admiraba por haber adoptado tal actitud, e intentó tranquilizarla y animarla por todos los procedimientos que tuvo a su alcance.
—Pero no puede usted continuar indefinidamente de este modo —dijo—. Debemos poner un límite al experimento. Si dentro de cuatro días no ha sucedido nada nuevo, entonces abandonaremos esta cuestión, al menos por lo que a usted se refiere.
—Y ¿qué sucedería en ese caso? —preguntó Lavinia.
—En ese caso, me decidiría a pedir a usted que se alejase de Woodhouse, y nos veríamos obligados a atacar la cuestión desde un nuevo punto de partida. He de pensarlo.
Lavinia permaneció sentada por espacio de algunos minutos, extendiendo las manos en dirección al resplandor del fuego y clavando la mirada en los ardientes carbones en tanto que meditaba. Por fin habló, y lo hizo de una manera firme y serena.
—De todos modos, señor Austen, usted no cree que aquel ataque de que me hizo objeto cuando me encontraba en el baño fuera un incidente aislado, ¿verdad? ¿Cree usted que está relacionado con el pasado?
—Así lo creo.
—Y ¿espera usted verdaderamente que se reproduzca, cree usted que no estoy segura cuando me encuentro a solas con Alexis?
—Temo que sea cierto.
Lavinia permaneció silenciosa de nuevo por espacio de varios segundos y finalmente dijo:
—Muchas gracias. Quería que todo eso fuese claramente expresado. Ahora hablemos de cualquier otra cosa. ¿Ha leído usted el nuevo libro de Francis Brett Young?
Estaban hablando de libros cuando llegó Waring, que se llenó de alegría al ver a Austen Alexis tenía una expresión atractiva, animada, cordial, aun cuando Austen pensó que era forzada. Hablaron por espacio de alrededor de diez minutos y luego el inspector jefe se puso en pie y se despidió. Waring le acompañó hasta la puerta y le suplicó con entusiasmo que volviese a su casa cuando lo tuviera por conveniente.
Con excepción de los minutos que duró la visita de Austen, Lavinia pasó un día muy solitario. Había decidido permanecer en el interior durante toda la jornada, pues aunque su sensación de malestar había desaparecido casi por completo, tosía con exceso y el tiempo era húmedo y crudo. Lavinia sabía que tenía los nervios en un estado desolador, e intentó calmarlos por medio de la lectura; pero el libro que escogió, que era de Ethel Lina White, con su atmósfera de tensión y de angustia, no pudo producir el efecto apetecido. Contrariamente, hizo que fuese para ella más real el hecho de que se encontraba viviendo exactamente en un ambiente del mismo género, siempre esperando, esperando… y sin saber cuándo podría descargar el golpe que la amenazaba.
Al fin llegó la noche, y aun cuando llegó consigo una sensación de tranquilidad originada por el final del largo día, aportó también la perspectiva de las horas pasadas a solas con Alexis en la oscuridad, horas llenas del temor de morir antes de que pudiera encontrar la ocasión de decirle buenas noches y de encerrarse en la tranquila seguridad de su habitación. Deseaba estar en ella y meditar acerca de su situación.
Lavinia había comenzado a temer en los últimos días que Waring no querría continuar tolerando que la puerta del dormitorio de su esposa se cerrase y le dejase en el exterior. El pretexto del insomnio aducido por Lavinia no podía resultar eficaz eternamente, y Alexis había anunciado ya que si el insomnio de su esposa no comenzaba a desaparecer pronto, se vería precisado a tomar medidas radicales para aplacarlo.
Waring entró en el saloncito en que Lavinia se encontraba antes de la cena, afable, encantador. Parecía muy contento y detalló los pequeños y pintorescos incidentes del día, examinó los últimos informes sobre la situación europea y se condujo de una manera absolutamente normal.
Se afligió al oír la tos de su esposa, le advirtió que no la descuidase, añadió que debía dejar de fumar y sugirió que haría una composición contra la tos.
Esto era, naturalmente, lo que más temía Lavinia y contra lo que más había sido puesta en guardia, pero encerraba una ocasión que acaso no debería ser desechada.
Se le había dicho que en el caso de que su esposo le ofreciese alguna medicina, por cualquier razón o en cualquier forma que fuese, no debería tomarla, sino conservarla para someterla a análisis. ¿Sería conveniente favorecer la realización de aquella proposición?
De todos modos, Waring no insistió en su ofrecimiento, y Lavinia pudo dejar sin respuesta el consejo y cambiar de conversación.
Por regla general, Lavinia solía tomar una copita de jerez antes de la cena. Le agradaba un tipo de vino seco, y Alexis siempre lo reservaba especialmente para ella. Lavinia se dio cuenta de que la garrafita, que a mediodía se hallaba solamente medio llena, estaba llena por completo, y supuso que la había llenado su esposo personalmente, quien era muy exigente en cuestión de vinos y no permitía a nadie que los trasvasase. Las sospechas brotaron de nuevo. Lavinia se hallaba en un estado tal, que el más insignificante incidente provocaba sus temores. ¿Por qué había sido llenada de nuevo una garrafita tanto tiempo antes de que estuviera vacía? ¿Por qué? ¿Habría sido añadido algo al vino? ¿Acaso sería algo con el fin de que lo consumiese ella sola, algo que pudiese producir un nuevo «accidente»?
Solamente fueron precisos unos segundos para que todos estos pensamientos relampagueasen en su fatigado cerebro, pero la reacción fue instantánea.
—Creo que no beberé jerez esta noche, Alexis —dijo Lavinia con voz tan natural como le fue posible fingir.
—Pero, querida, sabes que te gusta muchísimo. —Esta fue la amable respuesta de Alexis—. ¿No quieres ni siquiera medio vasito?
—No; de verdad. Me parece que no me agradará esta noche.
—¿Por qué, querida?
—¡Oh, no sé…! Cuando tengo un enfriamiento… —y dejó la frase sin terminar con la esperanza de que el tema fuese abandonado, pero no lo fue, y Alexis continuó intentando persuadirla.
—Entonces, ¿qué tomarás? —preguntó él con un temblor de impaciencia en la voz—. No pareces estar muy bien, y creo que un poco de vino te sentará magníficamente.
Lavinia paseó rápidamente la mirada por la bandeja para ver qué bebida se servía Alexis para él.
—Un poco de whisky con seltz, hazme el favor.
Alexis recobró su tono habitual al contestar amablemente:
—Pero eso no te ha gustado nunca antes de las comidas, queridísima.
Lavinia habría deseado que él no fuese tan pródigo con sus solicitudes. La irritaba aquella tarde más que nunca. Sin embargo, era el modo habitual de proceder de él, lo había sido siempre, y a ella no le habían molestado hasta últimamente, cuando todas sus reacciones ante los actos de él se hicieron tan diferentes a las primitivas.
Repentinamente, Alexis dirigió a su esposa una de sus acostumbradas y encantadoras sonrisas.
—¡Creo que ahora he acertado! ¡Espera unos momentos y veras la inspiración que he tenido!
Waring salió de la habitación. Inmediatamente, Lavinia se acercó a la bandeja con el fin de decidir respecto a si debería o no apoderarse de una pequeña cantidad de aquel jerez para que fuera analizado. ¡Pero la garrafita había desaparecido! Sin duda, Alexis la había llevado consigo, lo que, naturalmente, parecía confirmar los más graves temores de la mujer. ¡Había algo anormal en el jerez, y por eso se lo había llevado Waring!
Alexis regresó al cabo de poco tiempo con media botella de champaña en una mano y una cocktelera en la otra.
—¡Mira! —dijo tentadoramente—. ¡Un combinado de champaña! ¡Exactamente lo que necesitas para animarte!
Lavinia intentó secundar su entusiasmo, y pudo hacerlo más espontáneamente cuando vio que la botella estaba precintada y que Alexis estaba cortando los alambres con aquellos movimientos ágiles y diestros que acaso habían hecho de él un buen cirujano. Pero su alegría se disipó al ver que él se volvía de espaldas a ella para maniobrar con la cocktelera y al comprender que aun cuando la botella estaba intacta, no le era posible saber lo que Alexis podría haber introducido en el mezclador antes de llevarlo a la estancia. Una vez más, las dudas volvieron a saltarla, y cuando Waring acercó con aire triunfante la cocktelera envuelta en una servilleta, y la puso sobre la mesita en unión de un vaso, Lavinia no pudo reprimir un estremecimiento de temor.
Alexis agitó por última vez el recipiente de un modo enérgico y llenó el vaso de Lavinia.
—Tómalo, querida —dijo—. Hay mucho más todavía, y seguramente te sentará muy bien.
Se inclinó sobre ella, esperando a que hiciera lo que le ordenaba, y ella no supo qué hacer. No se atrevía a obedecerle, y por otra parte, ¿cómo podría desobedecerle sin provocar su indignación?
Y realizó un esfuerzo para reunir fuerzas y obrar como se le indicaba, al mismo tiempo que se avergonzaba de sí misma y que fingía un afecto que no sentía.
—No voy a beber yo sola, Alexis —dijo mientras le obsequiaba con una sonrisa—. Sería un acto de egoísmo. Sé muy bien lo deliciosos que suelen ser tus combinados, pero no lo probaré si no lo disfrutas conmigo. Sírvete también una copa.
Alexis protestó un poco, dijo que deseaba que ella lo tomase todo; pero Lavinia se mostró muy firme y Waring terminó llenando otro vaso para sí, siempre ante los agradecidos ojos de su esposa.
Lavinia levantó su vaso, lo sostuvo en el aire y esperó a que él bebiese antes de hacer lo mismo. Waring vació el vaso casi de un solo trago, y lo depositó sobre la repisa de la chimenea.
—Estaba bueno —dijo aprobatoriamente—. Dame tu vaso, querida, y tomaremos la otra mitad.
Era cierto. Era bueno, y ambos compartieron el resto.
A continuación, naturalmente, Lavinia comenzó a hacerse reproches por sus sospechas. Y como el combinado hizo efecto y la animó físicamente, su valor despertó; y con él renacieron sus esperanzas de que todos sus temores y todas sus dudas hubiesen sido infundados. Lavinia era, según había dicho, como una veleta por el modo de que variaba casi cada hora, de incidente en incidente… lo que era un efecto casi inevitable de su tensión nerviosa.
La cena fue encantadora, y Lavinia, como si intentara hacerse perdonar por sus anteriores sospechas, se esforzó por hablar alegremente. Después ambos se sentaron ante el fuego en el estudio de Waring, y Lavinia, según había sido acordado, dio antes de sentarse la señal de que estaría en aquella habitación durante cierto tiempo, para lo que descorrió la cortina de la ventana durante un segundo, con el fin de que un rayo de luz brillase en la oscuridad exterior.
Se sentó después de haberlo hecho, recogió su labor de punto y comenzó a trabajar; Waring abrió un libro, y leyó. Lavinia intentó no pensar en nada para concentrarse mejor en lo que estaba haciendo, pero la imaginación persistía en su propósito de conducirla por sendas prohibidas. Todos, lo mismo Ian que Henrietta y Austen, la habían prevenido contra el peligro de las cavilaciones torturadoras, le habían aconsejado que leyese libros sugestivos, que hiciese todo lo que pudiese por olvidar aquellos temores en que no debía reincidir; pero sus consejos resultaron inútiles. Lavinia no podía poner fin a las indestructibles preguntas que se erguían ante ella continuamente.
Y comenzó a contar desesperadamente los puntos de su labor. Dos vueltas, un punto, un paso… dos vueltas, un punto… No pudo continuar. El trabajo se le escapaba de las manos, le caía abandonado sobre las rodillas, mientras los ojos y la imaginación no se apartaban de su esposo, que estaba sentado frente a ella: hermoso, imponente, semejaba por su aspecto exterior la deliciosa encarnación de un caballero inglés que disfrutase un bien ganado descanso junto a la chimenea de su casa junto a la amada esposa. ¿Qué desfilaría en aquellos momentos por la intimidad de su imaginación?, se preguntó Lavinia. No creía que estuviese prestando mucha atención al libro que tenía entre las manos; raramente volvía alguna hoja, aun cuando se trataba de una novela interesante y ligera, no de un libro técnico que requiriese la más profunda atención para el desentrañamiento de cada frase.
Waring levantó la mirada un momento, su mirada se cruzó con la de Lavinia; bajó inmediatamente los ojos y volvió a su libro. ¿Habría estado pensando en ella?, se preguntó Lavinia; y en tal caso, ¿cuáles habrían sido sus pensamientos? ¿Estaban ambas, las dos personas, tan hundidas como aparentaban en la paz doméstica, en la unidad, absortas en secretos e inconfesables pensamientos de cada una de ellas acerca de la otra? Era una idea terrible, y la cálida tranquilidad de la estancia y la absoluta vulgaridad y normalidad de la escena la hacían todavía más cruel. Hasta parecía imposible que pudiera ser real aquel… ¿Qué era aquello? ¿Una neutralidad armada? ¿O sería el sosiego que precede a la ruptura de las hostilidades? Y en la tranquilidad del momento comenzó a dudar de la firmeza de sus propios sentidos. ¿Sería ella, no Alexis, la persona desequilibrada? ¿Podría haber sido producto de su fantasía aquel acto en que Alexis la empujaba de los hombros, lenta e incesantemente, hacia el seno del agua? ¿Estaría cuerdo Alexis, y estaría ella loca… y lo sabría él? Sabía que pronto estaría loca si continuaba pensando de aquel modo, y con un verdadero esfuerzo consiguió poner la imaginación sobre otras cosas: la comida del día siguiente, su nuevo vestido…
La labor cayó al suelo, Lavinia se inclinó para recogerla. Esto la obligó a toser con un violento espasmo que no le fue posible detener, que hizo que Alexis abandonara el libro y la mirara con ansiedad.
—Es preciso que hagas algo para curarte esa tos, querida —dijo cariñosamente—. Es una tos desagradable, y creo que más intensa que esta mañana. Voy a ir en busca de algo que pueda curarte.
Lavinia protestó, dijo que no necesitaba nada, que los medicamentos contra la tos le estropeaban el estómago, que preferiría no tomarlos… Pero él no quiso oírla.
—¡Qué criatura esta! —exclamó riendo—. ¡Le molestan las medicinas de mal sabor! No te preocupes. Procuraré que sea lo más dulce posible, y después te daré un bombón de chocolate para que se te pase el mal gusto.
Waring salió vivamente de la habitación. Lavinia quedó a solas, aterrorizada, preguntándose qué sucedería a continuación. ¿Debería dirigirse a la ventana y pedir la ayuda que necesitase? Apoyó una mano en la cortina durante un segundo, y la retiró. Aquel acto de pedir auxilio serviría para hacer ineficaz el esfuerzo que la obligaba a soportar todas aquellas amarguras. La ayuda debía ser solicitada solamente en un caso de urgencia desesperada, para hacer frente a algún ataque de Alexis del cual no pudiera defenderse por sí sola, y todavía no se había llegado a un caso de desesperación ni se había producido ataque alguno. Y sería posible que tampoco llegara a producirse; e intentó convencerse de que esto sería lo más probable. No; era solamente su imaginación lo que le hacía ver veneno en todos los vasos que Alexis llenaba para ella. Alexis regresó al cabo de unos momentos con una botella de medicina medio llena y un vaso graduado.
—Ya está aquí —dijo entrando, con aquella voz que ella solía llamar, cuando tenía gana de bromear, su «voz de cabecera»—. Toma una dosis ahora y otra al acostarte. La tos habrá desaparecido mañana por la mañana.
Midió la dosis de medicina y entregó el vaso a Lavinia.
—¡Arriba con ello! —ordenó—. Es muy agradable, no tiene mal sabor.
Hubo algo, no supo qué, que forzó Lavinia a coger el vaso de sus manos. Algo qué había en el fondo de su imaginación, le dijo que debía de ser inofensiva la medicina. Él, su propio esposo, el que la había amado tanto tan poco tiempo antes, no podría sentarse tranquilamente para ver cómo la esposa ingería la mezcla fatal que él hubiera preparado. Un ataque repentino era una cosa diferente. El planeamiento deliberado… no era posible. Lavinia demostraría…
Cuando elevaba el vaso a la altura de los labios, la esposa levantó la mirada y vio el rostro de su marido. Aquello fue suficiente. Ya había visto en otra ocasión una expresión igual a aquella.
Y colocó el vaso sobre la mesa que se hallaba a su lado.
—No, Alexis —dijo con fingida calma—. No la necesito, en realidad…
Alexis comenzó a apremiarla, a ordenarla.
—¡No seas loca, Lavinia! Insisto en que debes tomarla.
—¡Es inútil! —replicó ella—. ¡No lo haré!
—¿Por qué? —preguntó él—. ¿Qué diablos te hace conducirte de una manera tan absurda esta noche? ¿Qué te sucede? ¡Bébete eso!
—No —respondió Lavinia.
Lavinia no dejó de observarle durante todo el tiempo, y finalmente, cuando se produjo la negativa rotunda de ella, vio que había en el rostro del hombre una expresión más terrible que la que anteriormente había observado: enojo, rabia, decisión implacable… y algo más, algo aún más terrible, aún más horroroso. Lavinia pensó que el alma había abandonado los ojos de su esposo, y que éste se había convertido en algo que no era un ser humano. Alexis asió a su esposa de una muñeca.
—¿Por qué no quieres tomarla? —demandó con voz dura y fría—. No creerás que intento envenenarte, ¿verdad?
—Sí, Alexis —respondió con calma Lavinia—. Lo creo.
El rostro de Waring se cubrió de una expresión de intenso interés y de sorpresa.
—Querida niña, ¡qué cosa más absurda has dicho! ¿O ha sido una broma? Debe de serlo, creo. Pero es una broma mala y de muy mal gusto. Me has ofendido duramente. Una cosa como esa es imperdonable. ¡No es posible que lo creas! Toma la medicina con calma e intentaré perdonarte.
Ella respondió con tranquilidad:
—No la tomaré, Alexis.
Y vio que la expresión de su esposo cambiaba una vez más. «Sí, está loco», pensó, «pero quiero intentar salvarlo de sí mismo».
—Tómala tú —respondió Lavinia—; tómala, Alexis, y si lo haces, creeré que es cierto lo que dices y tomaré mi ración de lo que quede en la botella. Demuéstrame que me engaño, y que no intentas envenenarme.
Alexis rió suavemente.
—¡Te has vuelto loca, Lavinia! ¡Completamente loca, pobre criatura! ¿Por qué habría de intentar yo hacer una cosa de esa naturaleza? Yo, tu amante esposo… ¿Cómo has podido concebir una idea tan fantástica? ¿Por qué he de querer envenenar a mi preciosa esposa?
Una especie de fatalidad cayó sobre ella entonces, una desesperación que no le permitió pensar en sí misma ni en su seguridad. Y había también en ella una suerte de consuelo, el consuelo de que el mal, lo temido durante tanto tiempo, hubiera sucedido al final. El consuelo de ponerse al descubierto después de tantos días de furtivas amenazas.
—Sé que quieres matarme, Alexis —dijo Lavinia lentamente, sin miedo ya—. Sé que lo intentaste una vez anteriormente, si no fueron dos. Crees que no puedes permitirme que viva, porque sé algo que no quieres que sea conocido. ¿Qué sucedió verdaderamente en Pendarvis, Alexis, que pudo hacerte tanto mal? ¿No serán exageraciones tuyas? ¿No te habrás llevado tú mismo al borde del asesinato y de la locura por una cosa que sea absolutamente trivial? ¿No podrás tener la calma y la tranquilidad suficiente para que hablemos de una manera amistosa? Quizá me fuera posible, en ese caso, demostrarte que nada tienes que temer.
Waring rió y continuó sujetándola de las muñecas, pero aquella risa no era igual a la que antes había oído Lavinia.
—Sé que nada tengo que temer —afirmó él—. Ya lo he previsto. ¿Por qué crees que me desembaracé de Wearne y de la Fiske? Para no tener nada que temer de ellos. ¿Por qué crees que voy a desembarazarme de ti? Para que enmudezca para siempre tu lengua estúpida y chismorrera.
Ella le interrumpió.
—Pero yo soy tu esposa…
—Y ¿qué, si lo eres? ¿Qué importa? ¿Qué significa una esposa en comparación con mi carrera? ¿Crees que me he esclavizado por ella, que he trabajado, que me he llenado de preocupaciones solamente para que cualquiera pueda destrozarlo a su capricho? ¿No sabes cómo comencé mi vida? Fui aprendiz en una droguería. ¿No lo sabías, verdad? Jamás se lo he dicho a nadie y no te lo diría tampoco si creyera que habrías de vivir para poder repetirlo. He seguido mi camino paso a paso, siempre subiendo, siempre avanzando, y ahora me encuentro próximo a la cumbre. ¡Qué tonto sería si permitiera que te interpusieras en mi camino! Podrías vivir si no hubieras sido una mujer parlanchina, una mujer tan estúpidamente murmuradora. Pero eres peligrosa. Sabes demasiado y nunca tendrás quieta la lengua en tanto que vivas.
Lavinia no supo cómo pudo acertar a dominarse, pero lo hizo. Y hasta le observó y vio su rostro, blanco, deformado, distendido. Y se preguntó qué sucedería a continuación, qué debería hacer ella.
—Ahora —añadió Alexis— vas a tomar la medicina —y rió—. Es muy agradable, te lo aseguro. Hasta ahora te has quejado de padecer insomnio. Cuando hayas tomado esto, dormirás durante mucho tiempo. ¡Bébela! —dijo—. ¡Tómala toda!
Y señaló el vaso.
Lavinia negó por medio de un gesto.
—No —acertó a decir—. No, Alexis. ¿No comprendes lo loco que estás? Si me envenenases tu crimen no quedaría impune. Todo se sabría, y ¿qué sería de ti entonces?
—¡No soy tan tonto! Nadie sabe nada de los otros, ¿verdad? Tu muerte sería explicada atribuyéndola a que hubieras tomado un exceso de tu medicina contra la tos. Todo está previsto. ¿Te parece que estoy loco? Toma la medicina y morirás pacíficamente. Si no la tomas, te forzaré a que lo hagas.
—¡No podrás!
Lavinia creyó que conocía el momento en que la última chispa de cordura se extinguió en él. Y entonces supo que ningún argumento, ninguna razón podría alcanzarle. Cuando Alexis la miró, en sus ojos ya no se reflejaba la inteligencia.
Y se estremeció porque reconoció que había llegado algo que no podría dominar, algo para combatir lo cual carecía de fuerzas.
—¡Imbécil, más que imbécil! —gritó él, y por primera vez levantó la voz.
Ella supo entonces que ya no había esperanza. Hasta aquel momento ambos habían hablado en voz baja y tersa, ambos habían guardado una extraña calma exterior; pero con las últimas palabras, Alexis había llevado a la estancia la violencia. Y a Lavinia le parecía que hasta podía oír el zumbido de la razón al abandonarle.
Waring se aproximó más a su esposa, que, sentada en su silla baja y profunda, tenía plena conciencia de su desamparo ante la amenaza física. Él volvió a cogerle las dos muñecas con una de sus manos, le apoyó la rodilla en el pecho y la empujó hacia el fondo de la silla. Luego, con la mano libre cogió el vaso de la medicina, lo aproximó a ella, hizo presión con él sobre su boca y derramó un líquido viscoso sobre su rostro.
Fue entonces cuando Lavinia gritó. Él se libertó en aquel momento de todos los frenos de la razón. El vaso cayó al suelo. Lavinia notó que la mano de su esposo le cubría la boca. Comenzaba a ahogarse.
Se produjo una rápida agitación detrás de ella, no supo dónde, y una corriente de aire frío. Unas manos sujetaron los puños de Alexis, que se vio arrastrado lejos de ella. Lavinia oyó una voz que decía:
—Alexis Waring, le detengo…
En aquel momento sonaron más voces y ruidos de pisadas. Una silla fue derribada, un cenicero cayó al suelo con estrépito. Lavinia comenzó a reír, a reír suavemente al principio, después con más y más fuerza, a medida que la serenidad la abandonaba. Hubo algo que la obligó a dominarse, a recobrarse antes de que la histeria tomase completamente posesión de ella. Una voz que, aun en el abismo de su terror, pudo reconocer como la de William Austen, dijo imperativamente:
—Tenga calma, señora Waring, todo ha concluido. Lavinia dejó de reír y se desmayó.
* * *
Cierto tiempo después, oyó ella vagamente que sonaban unas voces: la de Ian y la de prima Henrietta. Parecían llegar hasta ella como a través de unas espesas nubes, oscuramente, y Lavinia experimentó el deseo de aproximarse a ellas. Luchó por erguirse entre la niebla que la rodeaba, sintió la frescura del aire en el rostro, oyó las voces más claramente y abrió los ojos.
Se hallaba en su propio lecho, en su propia habitación; Ian Breck y prima Henrietta se encontraban a su lado.
Lavinia suspiró y las otras dos personas la miraron.
Ian dijo:
—Ya ha concluido todo, Lavinia. Está usted a salvo.
¿A salvo?, pensó. A salvo, ¿de qué? ¡Qué cosa más extraña! Y ¿por qué lo decía? ¿Por qué estaba Ian a su lado? Sin duda debía de haber sucedido algo. ¿Qué podría ser?
Y entonces el recuerdo volvió a ella.
—¿Alexis? —preguntó.
—También está a salvo, criatura. Ya no hay nada que temer.
«Es la prima Henrietta», pensó Lavinia. ¿Por qué estaría allí?
Ian dijo:
—¿No podría usted intentar olvidarlo todo ahora y dormir? Cuando haya descansado se lo contaremos todo. Beba esto y cierre los ojos…
Estas palabras y la visión del vaso de medicina que Breck sostenía ante ella despertaron sus recuerdos. Luchó por sentarse en el lecho y retiró el vaso.
—¡No! —gritó agudamente—. Es necesario que me lo digan antes. ¿Por qué dijo usted que Alexis está a salvo? ¿Qué quiere usted decir? Acláremelo antes de que comience a tener miedo nuevamente.
Su prima dijo con firmeza, dirigiéndose al doctor Breck:
—Es inútil retrasar las cosas, Ian. ¿No comprende usted que no podrá descansar hasta que sepa lo que ha sucedido? Yo se lo diré.
Y acercó una silla al lado de Lavinia.
—Túmbate —dijo—. Intenta descansar y te diré todo lo que ha pasado.
»El señor Austen había colocado a un hombre para que escuchase al pie de la ventana del estudio. Este hombre oyó lo que tú y Alexis os decíais; pensó que las cosas tomaban un aspecto peligroso y avisó al señor Austen, que llegó exactamente en el momento en que tú gritaste. Los dos entraron por la ventana en la habitación y apartaron a Alexis de ti. Alexis luchó con ellos, pero los dos hombres al fin lo consiguieron.
—Consiguieron ¿qué? —preguntó Lavinia con voz dolorida.
—Llevárselo, chiquilla. No lo volverás a ver.
—¡Oh! —exclamó Lavinia—. Entonces, ¿ha muerto? —preguntó.
—No, querida —replicó dulcemente la señorita Shelton—. Pero está completamente loco.
Lavinia se quedó tan silenciosa que las otras dos personas se preguntaron si se habría dormido. Pero inmediatamente volvió a abrir los ojos.
—Entonces todo ha terminado. ¡Pobre Alexis! —dijo.
* * *
Más tarde, Lavinia preguntó:
—Así, ¿iba realmente a envenenarme Alexis? ¿Qué había en el vaso?
—No lo sabemos todavía con certeza —contestó Ian—. Pero tenemos la seguridad de que una de las cosas que contenía era una gran cantidad de láudano. Austen cree que se proponía aletargarte con ello y obligarte a tragar el resto cuando te hallases en estado de inconsciencia. Supongo que proyectaba producir la impresión de que hubiera sido un accidente, pero su cerebro desvariaba. Jamás habría podido obtener ese resultado.
—¡Pobre Alexis! —volvió a decir Lavinia.
—Duérmete —dijo con firmeza la prima Henrietta—. No hables más.
Lavinia no le hizo caso.
—Pero ¿qué le sucederá ahora? —preguntó—. ¿Qué le sucederá a Alexis?
—No lo sabemos todavía. ¿Qué es lo que tanto te preocupa, querida?
—¿No será… ahorcado? —dijo con un débil susurro.
—No. Eso es seguro. Está loco, y por otra parte nada puede ser demostrado, con excepción del ataque de que te ha hecho objeto esta noche. No sufras por él. Él no sufre. Lo ha olvidado todo.
—Reconoció que mató a la señorita Fiske y al doctor Wearne —dijo Lavinia.
—Eso ya no importa nada, criatura, porque le encerrarán donde no pueda dañar a nadie más. Olvídalo. Todo ha concluido.
Ian hizo una señal a la señorita Shelton, que salió con calma de la habitación. Breck se acercó al lecho, se detuvo junto a Lavinia y tomó una de sus manos entre las de él.
—Recuérdalo —dijo—. Es cierto. Toda la desgracia ha concluido, ha concluido por completo. Todo ha pasado ya y tenemos ante nosotros el porvenir. Tendremos que esperar, pero la esperanza nos ayudará. Y algún día llegará la felicidad para nosotros.
»Ahora ¡duerme! —añadió.
Se inclinó y la besó por primera vez.
Lavinia levantó hacia él la mirada y sonrió.
FIN
V.1 enero 2017