7
Breck salvó la vida a Lavinia; pero no inmediatamente. El peligro fue muy grande durante varias horas, y el doctor no se separó de su lado desde las tres y media, hora de su llegada, hasta las últimas horas de la tarde, ya entrado el anochecer, en que la enferma cayó en un sueño intermitente que no era, a pesar de que lo pareciese en algunos momentos, el temido coma. Lavinia continuaba todavía gravemente enferma, pero parecía haber muchas esperanzas de que se restableciese.
Fue una gran suerte que la señora Hampton pudiera informarle de que su señora había comido setas aquella misma mañana, puesto que esto le permitió iniciar instantáneamente el tratamiento adecuado, lo que muy probablemente constituyó un factor muy importante para su curación.
Los sentimientos que experimentó Breck cuando se encontró ante Lavinia, que parecía hallarse moribunda, le provocaron una insoportable angustia que no puede ser descrita. Breck sufrió con ella, y cuando al fin pudo abrigar esperanzas de que su vida sería salvada, rezó para que nunca jamás se viera en el trance de tener que sufrir una tortura mental semejante.
De todos modos, experimentó alegría por el hecho de que fuese él y no otro doctor quien se encontrase a su cabecera durante los momentos de peligro. Aun cuando su responsabilidad había sido muy grande, prefirió ser él quien tuviera que hacerle frente, porque tenía la seguridad de que la pasión amorosa que hacia ella abrigaba le ayudó en su lucha contra la muerte. Habría estado al mismo tiempo celoso y temeroso si hubiera sido Waring quien se hubiera hallado junto a la enferma durante aquellas horas de ansiedad.
La llegada de Waring coincidió con el momento en que Breck, después de haberse despedido de la enfermera a quien había avisado, bajaba las escaleras. Waring se encontraba en el vestíbulo quitándose el abrigo, y levantó sorprendido la mirada hacia su joven compañero.
—¡Hola, Breck! —comenzó a decir; pero fue interrumpido.
—Waring —dijo serenamente Breck—, su esposa está gravemente enferma.
Waring se volvió instintivamente hacia la puerta delantera.
—¡Dios mío! ¡Debo correr a su lado!
—Todavía, no —le dijo Breck—. Está arriba, durmiendo. Creo que está mejorando. Venga a sentarse conmigo y le diré lo que ha pasado.
Entraron en el estudio de Waring, y Breck refirió a su compañero lo sucedido.
Waring se horrorizó y casi perdió la cabeza en su ansiedad por su esposa. Breck se sintió nuevamente satisfecho de que el tratamiento de Lavinia no hubiese dependido de los cuidados de su esposo. ¡Es pintoresco el modo de que la mayoría de los doctores resultan generalmente inadecuados para atender a sus propios parientes!
—Pero, ¿vivirá? —exclamó finalmente Waring—. ¡Por amor de Dios, Breck, júreme que vivirá!
—Hay muchas probabilidades, muchísimas. Se ha hecho todo lo que ha sido humanamente posible. He llamado a Mackie, que está completamente de acuerdo conmigo, y he traído una enfermera muy competente. Tranquilícese, Waring. Es posible que su esposa le necesite más tarde.
Waring estalló en una sarta de imprecaciones contra sí mismo por haber estado ausente en un momento tan crítico. Y Breck se disgustó ante la inutilidad de todos estos reproches y le interrumpió.
—La suerte ha sido que pudo regresar a casa antes de que el ataque comenzase —dijo—. Las criadas me han dicho que Lavinia estaba en la Casa Blanca y que no se esperaba que regresara hasta una hora mucho más avanzada de la tarde. Si se hubiera puesto enferma allí, cuando se encontraba sola, no habría tenido ninguna probabilidad de salvarse.
Waring hizo una referencia de lo que aquel día él y Lavinia habían acordado hacer.
—¡Setas! —dijo indignadamente—. ¡No puedo comprenderlo! ¡Yo también las comí! Y probablemente muchas más que ella. ¿Por qué no estoy yo enfermo, también?
—¿No ha sentido usted nada?
—¡Absolutamente nada! Me he encontrado perfectamente bien.
—¿Quién las recogió? —preguntó Breck.
—Las recogimos los dos, ayer por la tarde y las preparamos en una cacerola para la cena. Comimos muchísimas, porque a los dos nos entusiasman. Aparté unas cuantas para el desayuno y esta mañana las freímos con tocino.
—Es posible que hayan sido ésas las que originaron el daño, y eso explica la circunstancia de que usted se encuentre bien.
—¿Qué quiere usted decir?
—Pues… Naturalmente, lo he consultado en los libros: jamás he tenido un caso de esta misma naturaleza. No es posible que hubiera nada anormal en las que comieran ustedes anoche, puesto que en ese caso los dos habrían estado enfermos esta mañana. El ácido de alguna de las setas malas habría sido absorbido por todas las demás, ya que todas ellas fueron guisadas juntamente. Pero solamente una entre las que tomaron ustedes esta mañana era venenosa, y sucedió que fue Lavinia quien la tomó. Al freírlas, una a una, produce un efecto diferente al de guisarlas todas juntas en una cacerola.
—Pero, Breck, no comprendo cómo pudo haber una venenosa entre aquellas setas —protestó Waring—. Tuvimos mucho cuidado al escogerlas.
—Sin embargo, resulta evidente que había una, y de la peor variedad. De la peor… en cierto modo. Afortunadamente ha sucedido que, aun cuando Lavinia comió una seta de una clase venenosa, sus efectos se retrasaron hasta el punto de que le fue posible llegar a casa antes de que fuera demasiado tarde para que pudiera ponerse remedio a su intoxicación.
—Todavía no lo comprendo, Breck —insistió Waring—. No comprendo que ninguno de nosotros pudiera cometer un error al escoger las setas. Las recogimos juntamente, y luego las repasamos, las limpiamos, y así sucesivamente. En este caso, resulta absurdo que uno de nosotros no viera la seta venenosa.
Breck se encogió de hombros. No le parecía que tuviera mucha importancia el modo como se hubiera cometido el error. De todos modos Waring estaba intranquilo y continuó hablando sobre el mismo tema.
—Me resulta muy molesto y muy doloroso tener que decirlo —concluyó Waring—, pero el error debió de ser de Lavinia. Juro que yo no podría haber incluido una seta venenosa entre las demás. Y, ya que hablamos de esto, ¿a qué variedad cree usted que pertenece?
—Hay solamente una variedad que podría ser la causante del daño, Waring: Amanita Phalloides. Esta es la única, que yo sepa, capaz de producir unos efectos retrasados. Incidentalmente, no tiene el aspecto de una verdadera seta.
Breck apenas podía continuar hablando de aquel tema, y muy especialmente porque había una duda que le estaba abrasando la imaginación: ¿Continuaría Waring el tratamiento de su esposa? Unos momentos más tarde derivó la cuestión hacia este punto y lo expuso directamente.
Waring respondió:
—¡No! Continúe usted atendiéndola, por amor de Dios. Yo no podría tener confianza en mí mismo: estoy muy afectado. Usted ha hecho maravillas, y confío en usted absolutamente. Me conformo continuando siendo el esposo de mi querida Lavinia, en tanto que usted sea su médico.
Breck experimentó cierta repugnancia, aun cuando no podría haber dicho exactamente por qué, y después de una conversación general acerca del tratamiento que debía seguirse, sugirió que acaso agradaría a Waring ver a su esposa en el caso de que fuera posible.
Después de esto, Breck subió al dormitorio de la enferma, y al cabo de pocos instantes llamó a Waring.
—Todavía está dormida —dijo—. La enfermera dice que parece estar más tranquila. No la inquiete usted.
Pero Waring parecía decidido a comportarse de una manera teatral a pesar de la advertencia que había recibido. Se aproximó con ostentoso cuidado al lecho de Lavinia, se arrodilló a su lado y la miró insistentemente al rostro.
Lavinia tenía aspecto de hallarse muy enferma, el rostro tan blanco como la cera, los ojos cerrados y hundidos, rodeados de unos profundos círculos oscuros, y los labios casi exangües.
Waring apretó los labios contra la blanca mano que se apoyaba en las ropas del lecho, murmuró algunas frases cariñosas en voz perfectamente audible, y Breck tuvo que volverse de espaldas y alejarse para dominar su nervosidad.
Finalmente Waring se puso en pie y salió de la habitación andando de puntillas y seguido por el otro doctor. Una vez que hubieron salido Waring se entregó a otro arrebato sentimental.
—Nunca podré agradecérselo suficientemente, Breck —murmuró con voz profunda—. ¡Y pensar que si no hubiera sido por usted mi pobre Lavinia reposaría ahora muerta…!
—No lo piense más —respondió Ian apresuradamente, y bajó las escaleras con tanta rapidez como le fue posible.
* * *
Lavinia se reponía con bastante rapidez. Tenía una excelente constitución y una vez que hubo eliminado los efectos del veneno, comenzó a convalecer físicamente; pero su razón pareció quedar afectada por los sufrimientos que había experimentado.
Fue evidente para la prima Henrietta, que permaneció en la casa y se hizo cargo de su dirección durante la enfermedad de Lavinia, que la actitud de la joven había variado considerablemente en lo que se relacionaba con su esposo. Parecía mostrarse temerosa a quedarse a solas con él, y más de una vez la señorita Shelton tuvo la seguridad de que la vio estremecerse cuando él la acariciaba, como Waring solía hacer siempre que se aproximaba a ella.
Tan pronto como Lavinia estuvo suficientemente restablecida, ambas mujeres hablaron acerca de setas.
—No se lo digas a Alexis —suplicó Lavinia a la señorita Shelton—; pero estoy completamente segura de que fue él quien cometió el error. Tengo el pleno convencimiento de que yo no habría dejado de ver alguna seta venenosa si hubiera pasado por mis manos. Fue él quien apartó una ración para el desayuno, y si no me engaño, él mismo las puso en la sartén. ¡Qué suerte fue para mí que no comiera mucho aquella mañana!
—¿No acabaste tu ración?
—No. No tenía mucha hambre, y solamente comí la mitad de lo que había en mi plato. También es una suerte que toda la parte venenosa me correspondiese, prima Henrietta. ¡Figúrate que Alexis y yo hubiéramos estado enfermos al mismo tiempo! Y todavía ha sido una suerte mucho mayor el hecho de que yo mezclase un huevo malo con otro bueno cuando intentaba prepararme un refrigerio. Esto es en realidad lo que me forzó a no esperar en la Casa Blanca hasta que el coche fuera a buscarme. Si me hubiera quedado allí hasta las cinco de la tarde, que parece ser la hora a que Alexis dijo a Barker que fuera a buscarme, habría muerto.
—Entonces, ¿no había nadie más en la casa? —preguntó la señorita Shelton.
—Nadie. El coche no habría llegado a tiempo, y me habría encontrado sola.
Y se estremeció al decirlo.
—¿No podrías haber telefoneado a alguien para pedir ayuda?
—No, no podría. Tenemos el teléfono cortado. Aquellas personas a quienes alquilamos la casa durante el verano, no lo necesitaban, y cuando se marcharon creímos que no valía la pena de restablecerlo, puesto que la casa estaba desocupada. No, prima Henrietta, habría muerto sin recibir socorro. No es un pensamiento muy grato, y preferiría no volver a hablar de esta cuestión. Me espanta el pensar la suerte que habría corrido si no hubiera podido llegar a esta casa oportunamente.
* * *
A medida que transcurrían los días, la señorita Shelton se encontró más y más insatisfecha del estado nervioso de Lavinia, hasta que cierto día sugirió la conveniencia de que se trasladase a un puerto de mar donde pudiera restablecerse.
Lavinia se entusiasmó con la idea, y tan pronto como se encontró en condiciones de hacerlo, ambas mujeres fueron a una playa donde habían de pasar una quincena. Cuando este tiempo hubo transcurrido, Lavinia parecía una persona completamente diferente, y la señorita Shelton, que estaba ansiosa por volver junto a sus caballos, creyó que ya no tenía motivos para preocuparse.
Alexis Waring se entusiasmó con el regreso de su esposa, y se mostró más atento y más amante de ella Que nunca.
Hasta le prodigaba caricias y ternuras en público, cosa que indignaba a Lavinia, aun cuando hacía todos los esfuerzos posibles por ocultarlo.
Waring insistía en hablar de ella a las personas ajenas a su casa, como de «mi preciosa esposa a quien he estado a punto de perder», entonaba alabanzas en favor de Ian Breck, unas veces oportunas y otras no, y hasta llegó a hacerse repugnante por su insistencia.
Lavinia dio gracias personalmente a Breck por haberle salvado la vida.
—Creo que jamás podré volver a ser la misma para usted, Ian —dijo sinceramente—. Nunca olvidaré el consuelo que me produjo verle junto a mí aquel día; estaba aterrorizada. Tenía la seguridad de que iba a morir y que nadie llegaría a tiempo para auxiliarme. Y entonces le vi a usted. Instantáneamente supe que el accidente habría de tener un desenlace feliz, y así ha sido. No puedo hacer otra cosa que decirle: «muchas gracias», pero lo que siento es algo más intenso. Siempre le deberé algo que jamás podré pagar. Siempre estará usted, en cierto modo, en el interior de mi vida.
—Y eso, ¿le inquieta a usted? —preguntó Ian.
Ella negó con un movimiento de cabeza.
—No. No hay nadie a quien podría inquietarme menos el deberle la vida… con todo lo que ello supone.
Breck se dominó, aun cuando tuvo que hacer un esfuerzo para conseguirlo.
—No hay nadie cuya vida pudiera haberme agradado más salvar… De modo que estamos en paz.
—No por completo. Si en alguna ocasión pudiera hacer algo por usted…
—Ya se lo pediré —dijo él con rapidez—, en el caso de que llegue una ocasión en que me sea posible.
Los dos sabían que el otro escondía algo bajo la cubierta de las palabras. Lavinia no se atrevió ni siquiera a intentar descubrir el significado que se ocultaba bajo las de Ian.
—Jamás lo olvidaré —dijo—. ¡Nunca!
Extendió la mano, y el doctor la retuvo entre las suyas durante un segundo.
—No hablemos más de esto, Lavinia. No hablemos. Es mejor que no hablemos. Los dos sabemos que…
Ella asintió.
—Muchas gracias.
Esto fue todo; pero desde aquel momento los dos tuvieron la seguridad de que entre ellos había un algo sobreentendido, que no se había dicho y que viviría eternamente.
* * *
Waring y Lavinia fueron a pasar los días de Navidad con la señorita Shelton, quien se disgustó al ver el aspecto de su joven prima. Todo el bien que produjo la temporada que pasaron juntas, parecía haber desaparecido. Lavinia, según ella creía, estaba nerviosa y enojadiza, pálida y con un aire de cansancio que era impropio de una mujer tan joven y tan saludable. La prima Henrietta, según costumbre, abordó inmediatamente la cuestión.
—¿Qué te sucede? —preguntó—. Pareces estar enferma.
Lavinia se encogió de hombros.
—Supongo que será el efecto del invierno. Ha sido un invierno muy húmedo, ¿verdad?
—Pero, ¡si acaba de comenzar, criatura! No acepto esa explicación. Tu esposo debía darte un buen tónico. Acaso sea eso lo que necesites.
Lavinia dudó durante un momento.
—Creo que lo que verdaderamente necesito es una ocupación, prima Henrietta. Es la ociosidad lo que me mata; no estoy acostumbrada a ella y no la encuentro agradable.
—Probablemente te sería más conveniente tener un par de mellizos —dijo la señorita Shelton rudamente—. No me gustan los matrimonios sin hijos. Una pareja de nenes te obligaría a tener siempre ocupada la imaginación, Lavinia.
—¡Dios no lo quiera! —Esto fue todo lo que Lavinia respondió; y la señorita Shelton no hizo más tentativas. Pero continuó preocupada, de todos modos, porque quería a la muchacha y le parecía que se hallaba muy lejos de encontrarse bien.
* * *
Alexis fue feliz durante su estancia en casa de la señorita Shelton. El ambiente de la casa era lo; que él llamaba «campesino», que le agradaba extraordinariamente. Cuando regresaron a Woodhouse, Lavinia se sorprendió al oírle referirse a la temporada que había pasado con «la prima de mi esposa, la honorable Henrietta Shelton».
Pero, pensó haciendo un esfuerzo por ser benigna, si eso le hace feliz, ¿qué importa?
Lavinia intentó de un modo premeditado y enérgico cumplir todos sus deberes de esposa para con él, y abrigó la esperanza de que él no conociese jamás de qué modo iba aumentando la desilusión en ella día a día, a medida que comprobaba la amplitud del error que había cometido.
Sin embargo, algunas veces se preguntaba si Alexis no cambiaba también. Le parecía apreciar que el afecto de Waring no era sincero, sino forzado, y que en el interior de su cerebro albergaba unos sentimientos con relación a ella muy diferentes a los que incansablemente manifestaba en público. Desde su enfermedad, el doctor pareció desear que ella no se hallase jamás fuera de su vista, pero Lavinia comenzó a preguntarse si la razón de esta actitud sería solamente el amor. Waring parecía estar siempre celoso, y siempre sin causa ni motivo.
Cada vez que llegaba a la casa, Waring le preguntaba dónde había estado, a quién había visto durante su ausencia. Preguntaba también acerca de lo que había hablado, como si los temas de su conversación fueran de una importancia vital para él, y siempre que se hallaba en compañía de otras personas le sorprendía escuchando, hasta donde era posible, lo que ella decía, Lavinia pensaba que este anhelo de su esposo por conocer los pensamientos de ella o por lo menos tal y como ella los expresaba en palabras, se estaba convirtiendo en una obsesión del doctor que no le era posible comprender.
Pero habría experimentado lástima por él si hubiera sabido cuánto sufría. Waring no podía confiar en ella. Nunca, en cualquier momento en que no la tuviera al alcance de su vista y de su oído, se encontraba tranquilo con relación a ella.
Los celos, o cuando menos los celos tal como los comprenden la mayoría de los hombres, no eran la causa de esta actitud. Waring estaba completamente seguro del afecto de su mujer y de su propia capacidad para mantenerlo. Era su lengua lo que temía y, ¡oh!, lo que jamás había dejado de temer.
Le parecía que jamás podría descuidar su vigilancia, que jamás podría estar seguro de lo que ella pudiera haber dicho, de lo que no pudiera decir.
La traición, recibida de manos de ella, parecía acecharle detrás de cada esquina; debía estar perpetuamente en guardia para impedir su traición, para neutralizarla, si le era posible, en el caso de que fuera perpetrada.
Lavinia, naturalmente, tenía conciencia de que sucedía algo extraño, algo inexplicable, de que alguna fuerza que no le era posible sorprender ni descubrir se había entremezclado entre sus días; y se sentía perpetuamente inquieta.
Un tal estado de cosas no podía durar indefinidamente. Más pronto o más tarde, habría de sobrevenir el apogeo precedente a su desenlace.
Y llegó una noche de los últimos días de enero. Era un período en el que había muchas enfermedades, y Waring trabajaba muy duramente. Sus bonitos horarios, preparados tan cuidadosamente, eran completamente desobedecidos, y generalmente solía llegar tarde a las comidas. Uno de sus enfermos predilectos murió a pesar de todos los cuidados que puso en su atención, y una serie de circunstancias de este género, acumuladas sobre las restantes preocupaciones que le atosigaban, comenzó a afectar a su sistema nervioso. Y, naturalmente, también al de Lavinia.
Aquella noche de que hablamos, el doctor no llegó a su casa hasta cerca de las nueve, y aun cuando le esperaba una excelente cena, Lavinia no estaba en su hogar.
La joven llegó media hora más tarde, y el doctor le preguntó inmediatamente y de una manera bastante brusca dónde había estado.
Lavinia explicó que había cenado a una hora más temprana con el fin de poder asistir a la reunión de una junta benéfica de que formaba parte, y el doctor comenzó a preguntar quién había asistido a la reunión además de ella, y qué le habían dicho.
Era el cuestionario acostumbrado, el que él le sometía tan frecuentemente en aquellos días; y Lavinia se enojó moderadamente.
Sin embargo, contestó pacientemente hasta que él comenzó a hacer preguntas y más preguntas respecto al resto del día, casi hora por hora. «¿A qué hora fuiste de compras esta mañana? ¿A quién encontraste? ¿De qué hablasteis?»
Finalmente la indignación se apoderó de ella, que se negó a seguir contestando.
—Querido Alexis —le dijo arrebatadamente—, ¿qué te importa todo eso? Verdaderamente, no quiero aceptar esa especie de catecismo que me expones. Los lugares a que voy, las personas con quienes me reúno, y lo que digo, son cosas de mi exclusiva competencia, y me niego completamente a que me trates de este modo. Cualquiera que te oyese sospecharía que crees que tengo un amante o que voy a revelar tus secretos o algo por el estilo. Es más de lo que puedo soportar y no quiero tolerarlo.
Se puso en pie y arrojó el medio consumido cigarrillo al fuego con gran vehemencia.
—Me voy a la cama —anunció—. Buenas noches.
Subió a su habitación y comenzó a desnudarse enojada, tanto contra Waring como contra sí misma. Tenía un temperamento tan equilibrado generalmente, que su propio arrebato la llenó de cólera, una parte de la cual fue arrojada sobre el hombre que la había originado.
Le molestaba y le dolía aquel estado de resentimiento y de irritación en que había caído; pero creía que estaba justificado hasta un punto muy considerable.
Cuando llegó la ocasión de arreglarse el cabello, estaba mucho más calmada y la habitual dulzura de su estado de ánimo renacía. Las suaves pasadas del peine contribuyeron a tranquilizarla, y muy pronto estuvo dispuesta a perdonar a Alexis… ¡a condición de que no volviera a persistir en su actitud!
Un momento después, se disponía a tomar el baño y vestida con una bata entró en el cuarto de baño que separaba su dormitorio del cuarto de aseo de Alexis y que comunicaba ambas habitaciones.
Dejó que el baño se llenara, en tanto que ella se limpiaba los dientes y luego, después de arrojar un puñado de sales, se introdujo en el agua caliente y aromatizada, y se tumbó, dejando fuera del líquido solamente la cabeza y los hombros.
Apenas había comenzado a enjabonarse cuando se oyó una llamada en la puerta que conducía a la habitación de Waring, quien dijo:
—Lavinia, ¿puedo entrar para coger un frasco del armario de las medicinas?
—Sí —contestó ella—. Entra. Creo que no he cerrado la puerta con el pestillo.
Efectivamente, la puerta no estaba encerrojada, y Waring la abrió y entró en mangas de camisa en el cálido y vaporoso cuarto de baño.
Lavinia volvió a medias la cabeza mientras él abría el armario que estaba colgado detrás de la cabecera del baño. La joven oyó el choque de las botellas y después el ruido de los zapatos de Waring, que se acercó y se detuvo al lado de ella.
—Querida, ¿estamos reñidos? —preguntó ansiosamente.
Lavinia le dirigió una sonrisa.
—Todo ha terminado —dijo—. Lo he olvidado.
Waring se aproximó más al baño, se inclinó y sumergió los dedos en el agua.
—¡Lavinia! —exclamó con voz apasionada—. Verdaderamente, eres una niña muy alocada. El agua está hirviendo. No es bueno tomar un baño tan caliente.
—¡Oh, tonterías! —pensó Lavinia; pero decidió no iniciar una nueva discusión, no dijo nada a modo de protesta mientras Alexis abría el grifo del agua fría.
Waring se dirigió hacia el otro extremo del baño donde la cabeza de Lavinia descansaba sobre la blanca porcelana.
—¡Qué hermosa eres! —exclamó en tanto que bajaba la vista hacia ella—. Voy a besarte, querida, para tener la seguridad de que somos nuevamente amigos.
—Estoy completamente mojada —protestó ella; pero él no se dio por enterado, se inclinó sobre ella y le puso las manos sobre los blancos y desnudos hombros.
Ella irguió la cabeza para recibir el beso, y al hacerlo percibió repentinamente la presión de las manos de Waring, duras y firmes, que la empujaban hacia abajo.
—¡Alexis! —gritó mientras intentaba agarrarse a los bordes de la bañera—. ¡Alexis! ¡Basta! ¡Pesas demasiado!
Pero él continuó empujándola. El corazón de Lavinia se llenó de terror. Volvió la cabeza durante un solo momento para dirigirle una mirada, y vio que en el rostro de él había un algo más horrible que todo lo que jamás había visto en ningún rostro humano hasta aquel momento.
Sintió que se hundía, se hundía. Intentó gritar, luchar. Pero continuó hundiéndose. El agua le cubrió la boca, los ojos, la nariz…
Y luego, en el momento en que su cabeza se sumergía la presión que se ejercía sobre sus hombros cesó, y Lavinia pudo surgir a la superficie.
A través del zumbido que le sonaba en los oídos, oyó la voz de Alexis que decía:
—Muy bien, Garstin. Iré inmediatamente. Dígale que haga el favor de esperar un momento.
Waring se volvió a continuación hacia Lavinia.
—¡Oh, querida! ¿Qué te he hecho? Se me han resbalado los pies en estas malditas baldosas, y te he empujado bajo el agua. ¿No te he hecho daño? ¡Pobrecita mía! Tienes la cabeza completamente mojada.
Lavinia se agarró a los costados del baño como si no tuviera intención de volver a soltarlos jamás.
—Estoy muy bien —murmuró sofocadamente—. Di a Garstin que haga el favor de venir.
Pero no se atrevió a confiar en él, y soltando una de las manos, presionó con ella sobre el botón del timbre que se encontraba al costado del baño, con una especie de desesperación, hasta que tuvo la seguridad de que había sido oída.
Waring estaba levantándose las mojadas mangas de la camisa.
—Tengo que irme, querida. Me esperan urgentemente en el teléfono. Volveré en seguida ¡Ah! ¡Ahí viene Garstin!
Se retiró por la puerta que conducía a su cuarto de aseo, al mismo tiempo que Garstin entraba por la de la habitación de Lavinia.
—¡Oh, señora! —exclamó al ver el rostro pálido de Lavinia y su cabello, de los cuales brotaba un espeso vapor de agua—. ¿Qué ha sucedido?
—Que… me… —comenzó a decir Lavinia; y entonces toda una vida de costumbres sociales acudió a socorrerla. No se suele decir a las criadas que el propio esposo ha intentado hacer que una se ahogue.
Consiguió decir que se había medio desmayado y deslizado bajo el agua, y no dijo más; Garstin la ayudó a salir del baño, la envolvió en toallas y la condujo a su lecho.
Alexis subió corriendo las escaleras, de dos en dos, entró en la habitación de su esposa, lleno de preguntas cariñosas y de ofertas de esto y de aquello; pero Lavinia conservó a su lado a Garstin durante todo el tiempo que el doctor estuvo presente.
Finalmente, el doctor dijo a Lavinia que tenía que salir para atender a un caso de urgencia, ella le dio las buenas noches y vio agradecida cómo salía y se cerraba tras él la puerta del cuarto de baño.
Cuando se hubo ausentado el doctor, cuando oyó el golpe que produjo la puerta principal al cerrarse y el ruido del coche al ponerse en marcha, Lavinia se tranquilizó; pero no antes de aquel momento. Ordenó a Garstin que le trajese un poco de leche caliente, se sentó en el lecho, la tomó e intentó no pensar en nada. Fuego, dijo a Garstin que se encontraba perfectamente, que quería dormir; y cuando la mujer hubo salido, se puso en pie y encerrojó las dos puertas que daban acceso a la habitación. Después volvió a acostarse. En aquel momento comenzó a sentirse segura.
Pero durmió muy poco. Permaneció tumbada en el lecho, rodeada de la oscuridad, pensando continuamente. Oyó que Waring llegaba a la casa, y que intentaba abrir suavemente su puerta. Luego le oyó dirigirse a su propia habitación. Era una cosa que hacía frecuentemente cuando regresaba tarde.
Cuando el alba difusa comenzó a brillar, Lavinia tomó dos resoluciones… Una de ellas era no permitir que Alexis supiera que sabía lo que él estaba pensando durante los momentos en que la empujaba hacia el interior del agua; la segunda, que aquello era mucho más de lo que ella podía soportar. Debería, en defensa de su propia seguridad, compartir su conocimiento con cualquiera otra persona.
Esta otra persona podría ser la prima Henrietta. El instinto le hizo pensar primeramente en Ian Breck, pero alejó este proyecto de la imaginación. No sería justo decírselo a Ian. Era compañero de Alexis, trabajaba continuamente a su lado… Y había por lo menos una docena más de razones. De todos modos, cualquiera que fuera la resolución que tomara a este respecto, debía informar primeramente a la prima Henrietta.
Durante la mitad de la noche había discutido consigo misma, y se había dicho repetidamente que su suposición era tan ridícula y tan absurda que no podía ser cierta. ¡Su esposo, intentando ahogarla! ¡Imposible! Y sin embargo, el rostro de Alexis… y otras cosas…
A medida que las horas transcurrieron, el resumen de lo sucedido y de lo que debería hacer fue formándose en su imaginación. La mañana y la claridad no aportaron ninguna razón para que su respuesta fuese modificada.
* * *
Waring tuvo que ser recibido en su habitación en las primeras horas de la mañana; pero Lavinia llamó a su doncella cuando le oyó acercarse, y tuvo que hacer un esfuerzo para soportar sus besos de saludo y su solicitud.
—Estoy perfectamente bien —protestó Lavinia cuando él intentó tratarla como a una enferma; y cuando Waring renovó sus excusas por «el accidente» de la noche precedente, le aseguró que no debería volver a pensar en ello—. Tengo que ir a Londres —continuó—. ¡Mírame el cabello! Y esta noche cenamos fuera de casa. Tengo que ir para hacer que me lo arreglen, o no estaré presentable.
Él opuso algunos inconvenientes, pero finalmente mostró su conformidad a condición de que Lavinia tomase el desayuno en la cama, lo que ella ya se había propuesto hacer para evitar el tener que quedarse con él a solas.
Tan pronto como Waring hubo salido de la casa, Lavinia se acercó al teléfono y llamó a la señorita Shelton.
—¿Podrías ir a Londres inmediatamente para reunirte conmigo? preguntó—. Se trata de una cosa muy importante—. Necesito verte lo más pronto que sea posible.
La señorita Shelton no era una mujer capaz de no atender a una petición tan apremiante, a una súplica como la que percibía en la voz de su prima.
—Iré en seguida a Woodhouse —ofreció.
—¡No! ¡Eso no! —Lavinia parecía desesperada—. ¡Aquí no! Es preciso que estemos solos. Hablar en secreto.
—Muy bien. Estaré en Londres a las once y media. ¿Dónde quieres que nos encontremos?
—En casa de Garland —dijo Lavinia. Lo había pensado de antemano—. En aquel saloncito tan solitario que hay al fondo. Iré en el primer tren y te esperaré hasta que llegues. Y muchas gracias. No te habría molestado si no fuese por un motivo urgente.
—Por eso es por lo que iré —dijo la señorita Shelton—. Lo sabía —añadió; y se retiró del teléfono.
* * *
Cuando la señorita Shelton llegó al tranquilo saloncito de Garland, Lavinia estaba sentada, sola, cerca del fuego. Se puso en pie para saludar a su prima, que se asombró al ver la expresión de la muchacha. El cuidadoso maquillaje de Lavinia no fue suficiente para ocultar los profundos círculos morados que había en torno a sus ojos ni la expresión de dolor que reflejaba su rostro. Su voz tembló un poco cuando dijo:
—¡Oh, cuánto te agradezco que hayas venido! —Y la señorita Shelton la obligó a sentarse y llamó para que les sirvieran unas bebidas, puesto que suponía que en realidad ambas las necesitaban.
—Bien —dijo con voz ansiosa—. ¿Qué sucede?
—Alexis —dijo Lavinia sencillamente.
—Lo suponía. ¿Habéis reñido? —preguntó Henrietta en tanto que se despojaba del abrigo de pieles.
Lavinia negó con un movimiento de cabeza:
—Mucho peor que todo eso. Alexis está volviéndose loco.
Se produjo una larga pausa. La señorita Shelton esperó serenamente, porque vio que su prima estaba luchando por dominarse. Hay muchas ocasiones en que el sencillo acto de expresar con palabras un acto terrible resulta como la paja que quebranta el lomo del camello.
Entregó a la muchacha un cigarrillo y una copa, aproximó su silla a la de ella, y se quedó inmóvil.
—¿Qué? —preguntó al cabo de cierto tiempo.
—Es horrible —dijo Lavinia con voz baja y dura—. Estoy asustada. No es una cosa inesperada. Hace mucho tiempo que sospecho que hay algo que no marcha bien. Ahora, lo sé. Todo lo que ha sucedido desde que estuve enferma durante el verano, ha sido muy… extraño. Al principio, creí que sería solamente una cuestión de nervios. No sospeché nada más. No había nada preciso, nada concreto… No había nada definitivo. Solamente que Alexis se conducía… extrañamente. Ha sido tan amante, tan atento… tan excesivamente atento y amable… ¿comprendes? Y algunas veces, cuando levantaba la cabeza, veía que Alexis me estaba vigilando. No, no vigilando exactamente, sino observándome, como si quisiera penetrar con la mirada en mi interior, como si quisiera ver mis pensamientos.
»Luego, comenzó a seguirme. Al principio, creí que sería porque me había encontrado tan cerca de la muerte y él tenía miedo a que me alejase de su vista, puesto que yo era una cosa tan preciada para su vida. Esto era solamente una halagadora suposición mía. No, no, no era ésta la causa. Alexis sospechaba de mí. No sé qué es lo que sospechaba. Creí que tendría celos, pero tampoco era esto. Puedo decirlo con seguridad. Siempre que hablaba con otras personas, Alexis me estaba escuchando. Algunas veces, me obligaba después a repetirle lo que había dicho. No podía comprenderlo. Supuse que estaría agotado por el trabajo y sugerí que se tomara unas vacaciones. Había una Asamblea médica no recuerdo dónde, y le indiqué que concurriera a ella. Se enojó conmigo. Se enfadó, y me dijo que jamás iría a ningún sitio sin que yo le acompañase.
Lavinia arrojó al fuego la punta del cigarrillo y encendió otro. Luego continuó su relato por medio de frases intermitentes y cortas.
—Yo misma comencé a excitarme. La atmósfera era horrible. No podía menos de pensar continuamente que siempre se me vigilaba… que no se tenía confianza en mí… y no sabía por qué.
La señorita Shelton preguntó:
—¿No le preguntaste la causa?
—No es posible preguntar cosas de ese género a Alexis, prima Henrietta. Pude comprenderlo muy pronto después de habernos casado. Entonces fue cuando comencé a comprender que había cometido un error. No éramos iguales. No éramos compañeros. La culpa fue mía. Yo me había forzado a creer que Alexis era como yo quería que fuera. No le censuro. Pero estoy segura de que él jamás supo cuáles fueron mis sentimientos.
La señorita Shelton asintió por medio de una inclinación de cabeza.
—Suponía que sucedía algo de eso. Continúa.
—Luego, la situación empeoró. Todo lo que te he dicho continuó produciéndose: la vigilancia, la desconfianza… pero todo incrementado. Algunas veces, le sorprendí mirándome casi del modo que me habría mirado si me hubiera odiado. A continuación, solía mostrarse más cariñoso que nunca. Después, comenzaba a hacerme preguntas. Todos los días. ¿Dónde había estado? ¿Qué había hecho? ¿A quién había visto? ¿De qué habíamos hablado? Como si por cualquier razón que fuera, necesitase conocer todo lo que se relacionase conmigo, poseer una relación de mis actos por cada minuto que transcurría, por cada palabra que pronunciaba. No podía comprenderlo. Y todavía no puedo… al menos de un modo normal.
»Algunas veces, salíamos juntos a pasear en el coche o veníamos a Londres para pasar el día; y entonces todo era diferente, todo sucedía como en los primeros días de nuestro matrimonio. Parecía como si solamente pudiéramos estar contentos y tranquilos cuando nos hallábamos juntos y a solas. Todas las sospechas desaparecían entonces, y creo que Alexis era feliz.
»Me pregunté si sería preferible que yo no saliera a ninguna parte, que no visitase jamás a nadie, pero Alexis no quiso acceder a esta petición. Me dijo que era dañino para la práctica de su profesión, y que la gente creería que yo tenía algo que esconder. ¿Qué podía hacer yo? Y todavía continuó vigilándome y sometiéndome a sus interminables interrogatorios, hasta que llegué a hallarme en un estado de excitación tan intenso como el de él. Y cuando se me olvidaba algo, cuando no recordaba decirle todas y cada una de las personas a quienes había visto, si él lo descubría después se conducía de una manera aún más desconcertante. Yo tenía la impresión de que me odiaba, de que desconfiaba de mí, y sin embargo siempre estaba haciéndome regalos, diciéndome frases cariñosas, siempre se mostraba afectuoso. Todo el mundo cree que está locamente enamorado de mí, pero no es cierto. Lo estaba, pero el amor se ha convertido en otra cosa diferente, que no sé qué es. Pensé que acaso fuera mía la culpa, que Alexis acaso hubiera podido sospechar que no le quiero sinceramente… pero tampoco es eso, estoy segura.
—No —dijo la señorita Shelton inclinando la cabeza pensativamente—. No podía ser eso: Alexis no podría jamás sospechar que hubiera una mujer que no estuviera perdidamente enamorada de él. Y tú fingías admirablemente. Te he observado en algunas ocasiones y lo he comprobado. La culpa no era tuya —y se detuvo—. Y ¿después?
—Después —dijo Lavinia lentamente—, anoche mismo, intentó matarme.
La prima Henrietta exhaló un grito ahogado, lo cortó, y encendió un cigarrillo.
—¿No exageras? —preguntó con serenidad.
—No. En el primer momento, creí que sería una exageración mía, pero ahora sé que no lo es. No tengo dudas. Pero será mejor que juzgues por ti misma. Escucha.
Contó lentamente lo que había sucedido la noche anterior. Y lo hizo tan prolija y tan desapasionadamente como le fue posible: intentó apartarse del incidente, verlo desde el exterior, tal como lo podría haber visto un espectador desinteresado.
Pero al final de su historia el desapasionamiento la abandonó. El horror del recuerdo tomó parte principal en el relato, y las palabras se atropellaron unas a otras.
—¡Oh! ¡Si hubieras podido ver su rostro!… Jamás lo olvidaré, jamás. Me odió en aquel momento y se propuso matarme. Estaba absolutamente decidido a hacerlo. Quería que yo muriera, lo sé bien. No fue un accidente. Sé muy bien que no lo fue.
»Más tarde, cuando fue interrumpido, descubrí después lo que había sucedido; hubo una llamada urgente por teléfono, y Garstin fue a avisarle… ¡Gracias a Dios! ¡Si no hubiera sido por ella, a estas horas estaría muerta…! Vi nuevamente su rostro y estaba contrariado… loco… enojado por haber sido interrumpido, porque no le fue posible terminar de hacer lo que había iniciado.
—¿Qué explicación te dio? —preguntó la señorita Shelton, con vehemencia.
—Me dijo que había resbalado. Sé que no es cierto. Lo hizo de una manera completamente preconcebida. Percibí de un modo completo el modo de que sus manos me empujaban hacia abajo, no como si hubiera sido un accidente, sino de un modo intencionado. Implacablemente, empujándome, empujándome…, y entonces comprendí que estaba loco.
La señorita Shelton silbó ligeramente antes de contestar.
—Sí —dijo pausadamente—. Es posible que fuera como dices. ¿Cuándo comenzó la cuestión, Lavinia? ¿Lo recuerdas? ¿Cuándo te diste cuenta por primera vez de que había algo anormal entre vosotros?
La joven meditó durante unos momentos.
—Es difícil decirlo. Recuerdo haber pensado una o dos veces durante el verano pasado que Alexis estaba cambiando. Solía ser tan perfectamente equilibrado, estar siempre tan seguro de sí mismo… y repentinamente, en un solo día, pareció… Bien, como si pretendiera excusarse de algo. Se hizo tímido. Pero solamente para conmigo. Es posible que todo aquello no tuviera importancia y que fuera solamente un producto de mi imaginación. Compréndelo: me quiere mucho y siempre está deseoso de complacerme. No; no fue hasta después de mi enfermedad cuando adquirí la certeza de la anormalidad de su conducta. Entonces fue cuando comenzó a rondarme y a hacerme preguntas. Al principio creí que esto obedecía a la circunstancia de que yo había estado a punto de morir, pero más tarde tuve la seguridad de que no podía ser ésta la causa. Como ya te he dicho, me miraba muchas veces de una manera muy extraña y sostenida. Esto continuó sucediendo y la situación empeoró.
—¿Y no reñisteis? ¿No tuvisteis ninguna querella que pudiera justificar su actitud? ¿No le has amenazado en alguna ocasión con abandonarle o algo por el estilo?
Lavinia negó enérgicamente con la cabeza.
—No. Estamos en las más cordiales relaciones —y se detuvo—. Bien; anoche reñimos, pero fue una riña trivial y sin importancia.
—¿Acerca de qué? —preguntó la señorita Shelton.
—Sospecho que perdí la cabeza; puse reparos a sus inquisitivas preguntas y me negué a contestar a ninguna más. Le dije lo que pensaba y me marché. Pero, prima Henrietta —añadió con voz plañidera—, no hay ningún hombre que sea capaz de intentar ahogar a su esposa por un motivo tan insignificante como ése.
La señorita Shelton no dijo nada. Entró un camarero en el salón y Henrietta le encargó la comida después de haberla escogido cuidadosamente y de hacer varias preguntas relacionadas con los vinos. Hasta que el camarero hubo salido de la habitación, Henrietta no se volvió nuevamente hacia Lavinia.
—¿Y qué? —preguntó—. Dime exactamente qué es lo que quieres de mí.
Su voz era brusca, pero no estaba exenta de amabilidad, y la muchacha se alegró de su fría precisión. La compasión o las dudas la habrían atribulado. Parecía tener mejor aspecto que en el momento de su llegada, pero su excitación era muy grande, y su prima, que lo sabía, la trataba de la manera más adecuada.
—Quiero… —comenzó diciendo Lavinia—. Creo que lo que necesito es que me digas que no soy yo quien está loca al pensar tales cosas. Necesito que me digas que estoy cuerda y normal, y que no estoy imaginando que sucede lo que no es cierto. Y si crees que Alexis está loco, quiero saber lo que debo hacer, porque esto… esto es demasiado para mí. Después de esto, no puedo volver a casa y vivir con él, siempre sola, siempre temerosa, siempre preguntándome qué sucederá a continuación. Antes preferiría haber muerto rápidamente. Habría sido preferible morir anoche a tener que soportar una situación como la que representaría mi vuelta a la casa.
—Perfectamente, criatura —dijo la otra mujer sin acerarse—. No harás frente a la situación tú sola —se detuvo un momento, y luego continuó—: Quiero verlo por mí misma. Creo que es cierto todo lo que me dices y tengo seguridad de que nada de eso son figuraciones tuyas ni producto de un estado mórbido o histérico. Yo mismo comprendí que había un algo extraño en tu esposo la última vez que estuve con vosotros. Pero debo verlo personalmente: iré contigo y me quedaré a vivir a tu lado. Mañana iré.
—Pero, ¡esta noche!… —exclamó Lavinia—. No me atrevo a…
—Oye, Lavinia —la señorita Shelton hablaba nuevamente de un modo brusco—. Lo que necesitas, es comer. Tranquilízate, come y trazaremos un proyecto. No vamos a discutir más sobre esta cuestión. ¿Me has dicho todo lo que tenías que decirme?
La joven hizo un signo afirmativo.
—Entonces, no hablemos más. Déjame meditar detenidamente. Ahora, acércate a la mesa y toma tu comida.
* * *
La comida hizo que Lavinia reaccionase. Necesitaba tomar alimentos, y después de haberlos tomado se encontró mucho más animada que anteriormente. Por otra parte, la promesa de la señorita Shelton le infundió confianza y le produjo la impresión de que no tendría que enfrentarse a solas con sus terrores.
—Dime —dijo la prima Henrietta hacia la mitad de la comida—: ¿Qué piensas hacer durante el resto del día?
—Tengo que ir a arreglarme el cabello —respondió Lavinia—. Ese es el pretexto que he presentado para venir a Londres. Y después tengo que tomar el tren de las cinco de la tarde para Woodhouse, porque esta noche no cenamos en casa.
—Eso es muy fácil de realizar. Hazlo exactamente cómo me has indicado. Vuelve a tu casa y compórtate del mismo modo que siempre. Llama a una de las criadas para que te ayude a vestir, y acuéstate en el mismo instante en que regreséis de la cena. Será conveniente que tengas un dolor de cabeza, y que cierres con llave la puerta de tu habitación. De este modo, no tendrás necesidad de estar a solas con tu esposo ni un solo minuto, y te será fácil conservar la serenidad durante el corto espacio de tiempo que os halléis juntos. Mañana por la mañana te telefonearé temprano para preguntarte si podré permanecer en tu casa durante algunos días. Mi cocinera se habrá despedido de mí, o se habrá estropeado mi cocina, o habrá sucedido cualquier otra cosa que me parezca conveniente en aquel momento. Tú deberás consultar a tu esposo acerca de mi petición… O simularás hacerlo. Así, las cosas presentarán un aspecto de mayor verosimilitud, y podré hallarme a tu lado hacia las once de la mañana.
Esperó durante un par de segundos, y luego preguntó:
—Lavinia, ¿quieres ponerte en mis manos?
—Absolutamente.
—Esta es una situación muy grave. En el caso de que Alexis esté loco, es preciso que adquiramos la completa seguridad de que es cierto. Tendré que ir a consultar con un alienista. ¿Lo comprendes?
—Sí —respondió Lavinia; y añadió—: ¡Oh, qué terrible es todo esto!
—No insistas en esa apreciación —la prima de Lavinia se mostraba imperativa—. Una de dos: tu suposición es cierta o no lo es, y hemos de hacer todo lo que sea preciso para descubrirlo. ¿Estás de acuerdo?
—Sí —respondió Lavinia nuevamente.
—¿Y crees que puedes volver a tu casa y soportar la soledad por una sola noche? Creo que por el momento puedes considerarte completamente segura. No tomes ninguna medicina que te dé tu esposo, y sírvete tú misma lo que hayas de beber.
Lavinia se estremeció.
—No querrás decir que…
—Es necesario contar con esa posibilidad, querida. Cualesquiera que fueren sus motivos para proceder del modo que procedió anoche, no podrá permitir que vivas más que en el caso de que tenga la completa seguridad de que crees que fue un accidente. Esto es indiscutible para mí. De modo que debes intentar convencerle. ¿Podrás hacerlo?
—Debo hacerlo. Lo intentaré. Pero… ¿No podrías inventar algún pretexto para ir esta misma noche, prima Henrietta? Yo…
—Muy bien —dijo la señorita Shelton—. Creo que sería preferible —pensó durante un momento—. Iré, y que Dios me perdone las mentiras que tendré que inventar. Llegaré a tu casa muy poco tiempo después que tú. Ahora, vete a la peluquería, y no temas nada. No tengas ese aspecto de estar asustada, ni estés asustada. Luego nos veremos.