10

—¡Qué mujer más encantadora! —observó Austen en tanto que aproximaba al fuego el sillón que ocupaba—. Siento mucha pena por la señora Waring. Se encuentra en una situación abominable, y se está comportando de una manera muy valerosa. Ahora, Breck, tengo que hablar con usted acerca de una o dos cosas que creí que no había necesidad de mencionar anteriormente. No quiero que la señora Waring conozca más de lo que me propongo que sepa.

—Es muy animosa —comentó Breck.

—Sí, lo es. Razón de más para que procuremos evitarle todos los sinsabores que podamos. Quiero hablarle de Waring, Breck. Necesito la opinión de un alienista sobre su estado.

—No comprendo cómo podremos obtenerla.

—Yo me encargaré de arreglar la cuestión —aseguró Austen—, con la ayuda de usted. Un alienista de primera categoría irá a Woodhouse a visitar a usted… Será preferible que sea un antiguo amigo suyo. Usted le acompañará a visitar el hospital, donde hará que se encuentre con Waring. O podrá citar a Waring a su propia casa, donde hará las presentaciones… o lo que le parezca a usted más conveniente. El caso es que los dos hombres se encuentren. Haga lo posible porque el alienista pueda conversar por espacio de media hora con el otro doctor.

»Recibirá usted noticias de él dentro de un par de días, y entonces podrán ponerse de acuerdo respecto a la táctica que han de emplear.

»Y una cosa más: mañana por la noche iré a Cornwall, y necesito una carta de presentación para algún doctor de la localidad. Supongo que podrá usted facilitármela. Deseo adquirir una amplia información de todas clases, y me agradaría no tener que pedirla oficialmente. ¿Podría usted ver si, conoce a alguien que pertenezca al hospital de Pendarvis, o facilitarme una presentación… o algo por el estilo? Sé muy bien lo que deseo, es natural, y haré todo lo preciso por obtenerlo cuando llegue allá, pero no quiero que la persona a quien haya de presentarme sepa quién soy.

—Veré lo que puedo hacer —respondió Ian dubitativamente.

—Bien; haga un esfuerzo. Sea un buen amigo.

—Lo intentaré. ¿Algo más?

—Necesito que me facilite usted algunos detalles.

Austen sacó nuevamente el cuaderno de notas, sometió a Ian a una serie de preguntas y anotó las respuestas que obtuvo.

—Y finalmente —añadió en tanto que se guardaba el cuaderno—, quisiera poder ver a Waring.

Breck pensó durante un momento.

—Pero supongo que no querrá que Waring le vea a usted, ¿verdad?

—Sería preferible que no me viera. Es posible que después surjan circunstancias en las que me sea conveniente que Waring no sepa cómo soy. No se sabe jamás lo que puede suceder.

—Bien. ¿No podría usted pasar la noche conmigo en Woodhouse? —sugirió Ian—. Si estuviera usted allá, sería posible que surgiera una ocasión en que se realizasen sus deseos.

—Perfectamente. Muchas gracias. Eso es todo, por ahora. Tengo que ausentarme. Me reuniré con usted a la hora que me indique, y volveremos juntos a Woodhouse. ¿Le parece bien?

—¿Quiere cenar conmigo a las ocho? —preguntó Ian—. Luego, regresaré a mi casa.

—Me agradará mucho. Pero le ruego que no hablemos de asuntos profesionales. Por lo menos, de este caso…

Ian rió.

—Me satisfará mucho el dejar de pensar en esa cuestión. Quiero decirle una cosa, Austen, antes de que vayamos más adelante: ¿Qué me dice respecto a los gastos que originen estos trabajos y a honorarios y lo demás?

Austen negó con un movimiento de cabeza.

—Estoy de descanso, querido amigo. Soy un ciudadano particular. No hablemos de eso.

Discutieron un poco acerca de está cuestión, llegaron finalmente a un acuerdo, abandonaron el Victoriano esplendor de la casa de lady Shelton, y convinieron reunirse más tarde.

* * *

El inspector jefe Austen se dirigió a la mañana siguiente a Cornwall, después de haber realizado una gran cantidad de trabajos útiles para el fin que se proponía. Había podido, también, ver a Waring, sin que Waring se diese cuenta de su presencia, y se había impresionado por el aspecto del hombre.

Breck le preguntó si creía que Waring presentaba el aspecto de un enfermo mental o el de un asesino, y Austen negó moviendo seguro y obstinadamente la cabeza.

—Pero generalmente no suelen parecerlo —explicó—. Me refiero a los criminales. Se sorprendería usted si viera cuán pocos de entre ellos se ajustan a un patrón definido, especialmente entre los delincuentes pertenecientes a las clases altas. Por eso es por lo que los criminales aficionados desconciertan tanto a la policía como al público. Suelen tener un aspecto tan inocente, se comportan de un modo tan normal, generalmente, que nadie sospecha de ellos ni en sueños. En el caso de la locura, claro es, la cuestión presenta un aspecto diferente; pero eso está más adentro de los conocimientos de usted que de los míos. He conocido a muchísimas personas de quienes se podía sospechar que habían enloquecido tan pronto como se las veía; pero su cordura se hacía evidente en cuanto se comenzaba a conversar con ellas. Y viceversa. En medio de todo, ¿no somos todos un poco raros, no estamos todos un poco trastornados, de un modo o de otro?

* * *

Austen permaneció durante un par de días en Cornwall, y luego volvió a Londres; pero al cabo de cuarenta y ocho horas se ponía nuevamente en viaje, en aquella ocasión hacia el Norte, donde terminó la semana.

Cuando regresó nuevamente a Woodhouse, llamó por teléfono a Breck.

—Creo que he obtenido todas las pruebas posibles —le dijo—. Me agradaría cambiar impresiones con usted. Me parece que ha llegado la ocasión de que se ponga a la señora Waring al corriente de todo, y sospecho que no le va a gustar mucho.

—¿Es un caso que requiere la intervención del juez? —preguntó vehemente Ian.

Austen dudó.

—En mi opinión, sí. Hablando legalmente, no. No puedo darle explicaciones por teléfono, Breck. ¿Podremos reunirnos en cualquier lugar? Estoy completamente a su disposición en lo que respecta al sitio y la hora, si puede usted ponerse previamente de acuerdo con la señora Waring.

—Muy bien —respondió Ian—. Voy a llamarla por teléfono, y luego le comunicaré lo que ella me notifique.

—¿Están las dos mujeres todavía en Bath? —preguntó Austen.

—Sí, pero Waring está impaciente y nervioso por la ausencia de Lavinia. Quiere que regrese.

La reunión tuvo lugar aquella vez en un sitio curioso: el Gran Hotel Western, de la estación de Paddington. Ian pudo disponer del tiempo necesario para ir a buscarlas a Bath, y las dos mujeres se alegraron mucho de regresar a Londres.

Todos fueron acogidos por la vasta impersonalidad del Hotel, y se congregaron en un rincón lejano para conversar. Ian Breck, que llegó el primero y tuvo que esperar a los demás, especuló ociosamente sobre si las alfombras habrían sido compradas por millas y las sillas por gruesas, y se preguntó porqué todos los hoteles de las estaciones parecían haber sido instalados y decorados por la misma empresa.

—¡Ah! —exclamó la señorita Shelton al entrar—. Este es un lugar recogido y cómodo. No creo haber venido aquí desde hace muchos años. Ya se me había olvidado su extensión… ¡Ah! Ahí viene nuestro famoso detective.

En tanto que Henrietta saludaba a Austen, Lavinia y Breck cambiaron unas palabras, sin decir nada de particular importancia, acaso, pero sobreentendiendo mucho más de cuanto se habrían aventurado a expresar.

—Bueno —dijo Austen cuando todos se hubieron sentado—. ¿Se han divertido ustedes en Bath?

—¡En Bath! —exclamó la señorita Shelton con cierto rencor—. Jamás habría ido a ese pueblo si hubiera sabido el efecto que había de producir a Lavinia. Me gusta la literatura inglesa tanto como al que más, pero verdaderamente no quiero vivir con ella. Lavinia es una especie de espectro de Jane Austen, y hemos pasado las mañanas en la calle de Milson, las tardes en Laura Place, los atardeceres en el Salón Pump… ¡siempre citando pasajes de sus novelas! Lavinia las sabe de memoria.

—Para mí, Bath siempre ha significado: Anne Elliot —dijo Austen; y Lavinia sonrió.

—Y para mí también —respondió—. Aunque, claro es, no podemos olvidar a Lyme Regis.

—Sí; pero fue solamente un visitante; casi un viajero de paso. Ya hablaremos en otra ocasión de estas cuestiones, señora Waring. Es una de mis chifladuras favoritas. Ahora, creo que sería preferible que hablásemos del asunto que nos ocupa…

El rostro de Lavinia se cubrió de tristeza.

—Es cierto. Tiene usted razón. ¿Cuál es el veredicto, señor Austen?

—Es un veredicto mixto. Señora Waring, se hace preciso que sea usted valerosa y que haga frente a algunas cosas que no le llenarán de alegría. Voy a referir todo lo que he averiguado, y creo que lo haré con más facilidad si me mantengo en un terreno tan impersonal como me sea posible. Quiero que usted lo haga, también. Intente, hasta donde buenamente pueda, olvidar que es su esposo la persona de quien voy a hablar. Será mejor para todos nosotros que lo consiga usted. Ante todo, debo declarar que mi alienista dice que Waring definitivamente no está loco, desde el punto de vista legal.

Concedió tiempo a Lavinia para que grabara esta idea en su imaginación antes de comenzar a detallar sus averiguaciones; y cuando vio que la joven estaba debidamente preparada, comenzó a hablar lenta y concisamente, con su acostumbrada entonación clara y grata. La señorita Shelton pensó que había sido una gran suerte para todos el haber obtenido su ayuda. Todo habría resultado infinitamente más horrible si Austen no hubiera sido un hombre tan delicioso, tan comprensivo, tan amable.

Su primera visita a Pendarvis, dijo, podría ser resumida en pocas palabras. Había muy poco que hacer allí, aparte de la confirmación de lo que Lavinia había manifestado. El doctor solamente había realizado en aquel hospital una operación que tuviera un desenlace desafortunado, y había sido absuelto de toda culpabilidad por ello. El caso del doctor Wearne fue considerado como un error suyo en lo referente a la cantidad de anestésico que había administrado al paciente; el hecho de que estuviera ebrio al hacerse la operación no fue ni siquiera mencionado. Al ser apremiado por las preguntas de Austen, y después de haber sido informado de la muerte de Wearne, el fiscal manifestó que había abrigado algunas dudas cuando se celebró la información correspondiente. Wearne había descubierto que su habilidad para el desempeño de su profesión era nula, y comenzó entonces a beber con intensidad, sin duda para consolarse.

Aquello parecía ser todo lo que podría averiguarse en Pendarvis, con excepción de algunos informes referentes a la enfermera Slater. El inspector siguió este camino, que le resultó muy incómodo y requirió el empleo de cierto tiempo.

La enfermera Slater había salido de Pendarvis al mismo tiempo que la señorita Fiske, que había tenido otro empleo antes de desempeñar el de Woodhouse, y había trabajado como enfermera particular y marchado al extranjero, según se creía.

Austen pudo acertar, a costa de grandes dificultades, a seguir sus desplazamientos durante los años sucesivos; pero la Slater había obtenido un empleo a través de una agencia de colocación de enfermeras, y esto constituyó una gran ayuda para el inspector. Finalmente, averiguó que todos sus parientes residían en el norte de Inglaterra, y se dirigió allá.

—No quiero molestar a ustedes con los detalles de mi persecución —dijo—. No son interesantes, y carecen de importancia. Lo único que interesa es que al fin pude hallar a la enfermera Slater. Fue al extranjero, pero afortunadamente regresó. Finalmente, se casó con un enfermo rico, lo que fue una sorpresa tan grande para ella, según supongo, como para cualquiera otra persona que no fuera el paciente; porque esa mujer no es exactamente una hurí… Como quiera que sea, está en posición acomodada, es feliz y le agrada mucho hablar de los tiempos pasados.

—Y ¿conocía algo? —preguntó Lavinia con ansiedad.

—Sí. Aun cuando quizá no sea muy apropiada la palabra conocer. Casi todo son cosas y murmuraciones que ha oído. Y la mayoría de todo ello está principalmente relacionado con el doctor Wearne, de modo más o menos directo.

Austen se detuvo.

—Oigan: creo que debemos pedir que nos sirvan un té, ¿no les parece? Es preciso que nuestra ocupación de esta sala de mármoles tenga una justificación.

Llamó a un camarero, pidió los tés, y continuó su relato. De todos los recuerdos de la enfermera Slater, el más interesante fue que Wearne envidiaba a Waring, pero que hasta el momento en que éste abandonó a Pendarvis, Wearne no había hecho sino murmurar de su despotismo, de su vanidad, y así sucesivamente. No obstante, después de la marcha de Waring, Wearne comenzó a manifestar indirectamente a la enfermera Slater que Waring no era tan inteligente y tan digno de confianza como se creía generalmente, y que podría decir más si quisiera hacerlo.

Durante el resto del año, le informó la enfermera, Wearne se dio a la bebida, y ella —considerándose como amiga suya, con más o menos intimidad— se decidió en cierta ocasión a hablarle acerca de su vicio.

Wearne replicó de un modo que la enfermera calificó de «sarcástico» que no era él el único que bebía, y que hacía falta mucho valor para abandonar el alcohol. Aquellas oscuras insinuaciones continuaron hasta que en cierta ocasión, hallándose Wearne en estado de clara embriaguez, dijo a la enfermera que podría haber arruinado a Waring si lo hubiera deseado.

La enfermera, siempre ávida de picoterías, le había presionado para que dijera algo más. Y por esto pudo saber que, en opinión de Wearne, Waring estaba ebrio cuando operó a la señora Maxton, cometió un error, y la señora murió.

—Wearne ofreció algunos detalles confirmativos —añadió Austen—, y yo escribí todo lo que la enfermera Slater me dijo y lo sometí al estudio de uno de los cirujanos de Scotland Yard. Más tarde leerá usted los informes, Breck; son excesivamente técnicos para darles lectura ahora. De todos modos, lo que la enfermera entendió fue que Waring era culpable de la muerte de la señora, pero que fue tan hábil para ocultar su error, que consiguió que no fuese descubierto. Wearne era la única persona que lo sabía. Cuando la enfermera preguntó a Wearne por qué no había informado a la dirección del hospital, Wearne contestó que él era la última persona que censuraría a un hombre por su afición a la bebida, y que «todos los perros tienen derecho a un mordisco».

»Esto fue todo lo que la enfermera Slater tenía que decirme; de modo que entonces comencé a seguir la pista de Wearne, lo que no resultó muy difícil. Wearne vendió el título que le autorizaba a ejercer la profesión en Pendarvis, vivió durante cierto tiempo de los productos de la venta, obtuvo un empleo, lo perdió y, de este modo, continuó descendiendo en el mundo hasta el día en que pidió por primera vez dinero a Waring.

Austen sacó de la cartera algunos recortes de periódicos y los entregó a sus oyentes.

—Estos son los reportes sobre la muerte de Wearne —dijo—. Y también los de la encuesta judicial que se celebró con motivo de su muerte, y en la cual declaró el doctor Waring. Si los leen ustedes, tendrán una idea general de aquella cuestión y del relato de Waring en relación con ella.

Se produjo un silencio que duró por espacio de varios minutos en tanto que los recortes eran distribuidos y leídos y, finalmente, depositados sobre la mesa, delante de Austen.

—De modo que, como ustedes ven, Waring refirió una historia respecto a que había ayudado a Wearne. Pero, ¿no pudo ser por efecto de un chantaje?

—¿A causa de aquella operación? —preguntó en voz baja Lavinia.

—Sí. Wearne no se preocupó de aquel asunto hasta el momento en que necesitó dinero. Y también es posible que en ello influyera su creciente envilecimiento moral a medida que bebía más y más. Waring decidió librarse de Wearne, y al fin lo hizo, pero lo hizo de una manera muy inteligente y cubrió sus huellas con gran habilidad… con una apariencia de verdad. Como han visto ustedes, no solamente reconoció su contacto con Wearne, sino que él mismo se ofreció para facilitar la información relativa a este contacto y a las razones que tuvo para visitarle. La muerte pareció haber sucedido de una manera perfectamente natural, si puede utilizarse esta palabra, y nadie tuvo motivos para sospechar lo contrario. La cuestión es esta: ¿fue realmente una muerte natural, o fue producida y aun ayudada por Waring?

—Pero, ¿cómo podría ser eso? —preguntó Ian—. Se hizo una autopsia, y el veredicto no ofreció dudas de ningún género.

—«He aquí el dilema» —dijo Austen—. Y cualesquiera que sean las teorías que se formulen sobre el problema, nada puede ser demostrado. He repasado el informe de la autopsia, y no se habla en él para nada acerca de envenenamiento o de algo que pudiera indicar o sugerir que se hubiese jugado con poca limpieza. Si Waring lo mató, lo hizo de una manera extremadamente hábil, y aseguro a ustedes que no hay probabilidades de que se encuentre ocasión de imputarle la comisión del crimen. Solamente pido a ustedes que recuerden mi sugestión de la posibilidad de que sea culpable de la muerte de Wearne.

Lavinia comenzó a protestar ante estas palabras, pero Austen la suplicó que esperase.

—Mi opinión acerca de todo lo sucedido no se apoya en ningún hecho concreto, señora Waring. Se basa sobre una serie de incidentes dotados de una característica común. Espere hasta que haya oído todo lo que tengo que decir, y luego, por favor, haga todo lo que pueda por destruir mis afirmaciones.

—Perdón —dijo ella—. Compréndalo usted: deseo de una manera tan ardiente que sea imposible que mi esposo haya realizado lo que todos ustedes suponen…

—Naturalmente. Bien, continuemos. Algunos meses después de que el doctor Wearne y su posible amenaza desaparecieran de la vida del doctor Waring, la señorita Fiske se presentó en Woodhouse. Por lo que sabemos de ella, resulta disparatado el suponer que pudiera hacerle objeto de un chatanje, pero es posible…

Lavinia no pudo contenerse y comenzó a hablar con indignación.

—¡No lo es! ¡Es completamente imposible, señor Austen, y estoy segura de que no sucedió! Y lo que es más importante, no creo que la señorita Fiske conociera nada que pudiera servirle para hacer objeto de un chantaje a Waring. Le apreciaba y le admiraba, y no habría sido capaz de hacerlo si conociese algo tan indigno como lo que usted supone en contra de su integridad. La señorita Fiske consideraba al doctor Waring como un fetiche de absoluta perfección.

—Es probable que tenga usted razón —reconoció Austen—. En ese caso, la alternativa es que el doctor Waring creyese que la señorita Fiske iba a hacerle víctima de un chantaje. Como quiera que fuera, la mujer fue víctima de un infortunado accidente cuando se hallaba en compañía de él, un accidente que, en consecuencia, pudo muy bien no ser otra cosa que un asesinato ya premeditado.

Ian Breck inclinó la cabeza.

—Podría haberlo sido, naturalmente. Yo estuve en la información judicial, y recuerdo todos los detalles. Podría haberla empujado contra el parapeto.

Lavinia se estremeció, pero nada dijo.

—El resto ya lo conocen ustedes —añadió Austen reanudando su relato—. La creciente nervosidad del doctor Waring proviene del pasado verano; dos «accidentes» de la señora Waring, cada uno de los cuales surge a continuación de alguna referencia suya a lo que el doctor Waring pudo interpretar fácilmente como una alusión a la operación fatal que realizó en Pendarvis, operación que según dijo Wearne a la enfermera Slater, fue fatal porque Waring estaba ebrio cuando la realizó.

Se detuvo un momento y entregó su taza a la señorita Shelton, mientras pensaba que era una oyente muy buena.

—¿Puede usted servirme un poco más de té? —preguntó—. He estado hablando durante mucho tiempo. Y creo que casi he terminado.

Se detuvo nuevamente por espacio de unos segundos y continuó:

—Ahora bien; ¿han hecho ustedes ya un resumen de todo lo expuesto? Ya tengo, y pronto se la manifestaré, formulada mi respuesta: que existen presunciones muy fuertes de que Waring cometiera un error fatal en el hospital de Pendarvis hallándose embriagado, pero que creyó que el accidente estaba borrado y terminado. Pero surgió de nuevo, y Waring se sintió impulsado a amordazar de un modo o de otro a las personas que sabían o podían saber su secreto.

—Pero… —comenzó a decir Lavinia; y dudó.

—Diga, señora Waring.

—Pero… se casó conmigo.

—Lo hizo creyendo que con ello se aseguraba el silencio de usted. Después descubrió que no lo había conseguido, puesto que usted continúa hablando de aquel accidente, o él creyó que lo hacía.

Lavinia quedó en silencio y luego tembló; estaba llena de congoja y tribulación.

—Y ambos parecieron unos sencillos accidentes —dijo Breck lentamente.

—Sí —confirmó Austen—; y eso hace que las cosas sean todavía más sospechosas. Si la señorita Fiske, por ejemplo, hubiera muerto de pulmonía después de un período de verdadera enfermedad, o si la señora Waring hubiera comido aquellas setas venenosas en un restaurante, las inferencias habrían sido completamente diferentes. En tal caso, podría creerse que el doctor Waring hubiese sido víctima de una serie de desgraciadas coincidencias que le privaron, uno tras otro, de los compañeros que con él trabajaron en Pendarvis. Tal y como ha sucedido… —dijo, y se encogió de hombros.

—Pero, ¿por qué? —exclamó Lavinia—. ¿Por qué?

Ian contestó:

—Se trataba de su reputación Cuando se sugiere que un doctor bebe con exceso, está eternamente condenado, como usted sabe; y Waring es uno de los hombres más ambiciosos que he conocido en toda mi vida.

—Y ahora, ¿qué sucederá? —preguntó la señorita Shelton, que hablaba casi por primera vez.

—Absolutamente nada —dijo Austen—. No puede probarse nada contra el doctor Waring.

Se produjo un largo silencio, muy largo ciertamente, en tanto que todos ellos pensaban con intensidad; y al fin, la prima Henrietta volvió a hablar.

—Pero no es posible dejar las cosas en el estado actual —y se volvió hacia Lavinia—. Lo siento mucho, muchacha, pero es necesario decirlo. Si ese hombre es un asesino, ninguna mujer podrá continuar viviendo con él, porque nunca estará segura.

—No —reconoció Austen.

—Podría dejarle —dijo Lavinia—. Debo dejarle. No puedo vivir con él, puesto que es sospechoso de tales delitos.

—Ni siquiera entonces tendrías probabilidades de estar segura —dijo su prima.

Lavinia parecía hallarse desesperada.

—Le diré que sé qué es lo que teme, y juraré que jamás se lo diré a nadie.

—Eso podría ser una solución —comentó la señorita Shelton.

—No —dijo Austen serenamente—. No lo sería. Eso podría garantizar la seguridad de la señora Waring, pero ¿y el resto de nosotros? ¿No lo han pensado ustedes?

Ustedes, yo, todos tenemos un deber y una responsabilidad en relación con nuestros semejantes. Nadie tiene derecho a dejar a un criminal en libertad de acción, ¿no es cierto?

Lavinia gritó atribuladamente.

—¡Pero usted mismo dice que nada puede demostrarse! ¡En realidad, no sabemos que sea un asesino!

—¿No lo sabemos? ¿Qué me dice usted de su último intento para matarla a usted, señora Waring? ¿Va usted a negarlo?

—Pero en aquel momento no estaba en estado de cordura…

—Y ¿qué sucederá la próxima ocasión en que vuelva a no estarlo? ¿Qué sucederá si sufre un nuevo ataque de locura contra cualquiera otra persona? ¿Va usted a hacerse responsable de la probabilidad de que ocasione una nueva víctima?

—¿Por qué ha de haberla? —preguntó Lavinia—. Es posible que no vuelva a hacerlo jamás.

—Pero no es posible garantizarlo, ¿verdad? Tengo que ser brutalmente sincero con usted, señora Waring. No creo que su esposo esté loco… o por lo menos, que esté más loco que cualquier asesino; pero eso es otra cuestión. He dicho que no es posible demostrar nada en contra suya, mas de todos modos, ¿podría creerse que es inocente? Yo no puedo creerlo. Soy perro viejo en mi profesión, como ustedes saben, y estoy acostumbrado a calibrar y a resumir las pruebas y las probabilidades y, en consecuencia, a desconfiar de las coincidencias. Es cierto, ocurren coincidencias y con más frecuencia de lo que se cree generalmente, pero la última aventura de usted hace que sea prácticamente imposible creer en una serie de ellas como la que tenemos ante nosotros. En mi opinión, lo más probable es que el esposo de usted haya planeado cuidadosamente y realizado con éxito dos asesinatos y formulado otros dos que casi estuvieron a punto de obtener el mismo resultado. Lo hizo inteligentemente, muy inteligentemente, y esto es lo que hace que la cuestión presente un aspecto mucho peor. Lo intentará nuevamente. Los asesinos que consiguen su propósito lo hacen casi siempre. Tienen que hacerlo, de una manera casi inevitable. Concedo que haya excepciones, pero son tan escasas, que no vale la pena de tenerlas en cuenta.

»Hágase cargo, señora Waring. Su esposo no está toco, en el sentido corriente de la palabra. Intentó premeditadamente arrebatarle a usted la vida. ¿Quién será su próxima víctima? ¿La enfermera Slater, por ejemplo?

Austen no dejó de mirar a Lavinia en tanto que hablaba, y observó que la joven ya no podría resistir más. Se había mostrado hasta aquel momento maravillosamente valerosa, e intentaba serlo todavía, pero se encontraba próxima al derrumbamiento, y no era sorprendente que así fuese. Austen sabía que Lavinia debía ser dejada a solas durante cierto tiempo para que recobrase su autodominio, y al mismo tiempo pudo comprender que la molestaba mucho el mostrar en público cuáles eran sus sentimientos.

—Por ahora ya hemos hablado bastante. Voy a hacer a ustedes una indicación que les ruego que atiendan. Son las seis de la tarde, o muy cerca, y quiero que todos ustedes cenen conmigo esta noche; pero entretanto desearía que la señora Waring se acostase por espacio de una hora en alguno de los dormitorios de este establecimiento. A las siete, vendré a recogerlos a ustedes, iremos a tomar un aperitivo y después cenaremos. Hasta después que Hayamos terminado la cena, no hablaremos ni una sola palabra de este asunto. Hay un tren que sale para Bath a una hora avanzada de la noche, y podremos terminar nuestra conversación antes de que ustedes lo tomen para regresar. Tengan la bondad de aceptar mi proposición. ¿Lo hará usted?

—Lo haré —respondió Ian—. Todos haremos lo que usted nos ha indicado. Tiene usted razón. Eso es lo que la señora Waring necesita: un poco de reposo.

Cuando las dos mujeres hubieron subido al piso alto del hotel, donde alquilaron una habitación, Austen y Breck volvieron a sentarse entre el recargado esplendor del salón. Había algo que estaba evidentemente inquietando a Ian, y al cabo de algunos minutos de pensar abstraídamente, se decidió a hablar de la idea que le preocupaba.

—Sus teorías son muy buenas, Austen —dijo—, pero confieso que en verdad no creo, o acaso debería decir que no puedo comprender, que tenga usted motivos suficientes para continuar sus investigaciones. Me parece que, por lo menos una vez, no está usted de acuerdo con los hechos.

—Continúe —dijo el inspector jefe—. Recoja tantos cabos sueltos como pueda.

—Creo que solamente hay uno. Está relacionado con la muerte de Wearne. He pensado detenidamente, una y otra vez, acerca de este asunto y no comprendo cómo puede usted atreverse a suponer que Waring pudiera haberle asesinado. Si no recuerdo mal, usted dijo que había tenido que ser muy inteligente para hacerlo.

—Sí, y ¿qué?

—Pues que «supernaturalmente» inteligente, habría sido una palabra más apropiada, si se juzga por el informe médico que me dio usted a leer.

Austen rió del modo amistoso que le era característico.

—Estaba esperando que recogiera usted ese cabo, pero me encuentro en condiciones de contestarle. Solamente muy inteligente, querido Breck, pero no supernaturalmente inteligente. Voy a exponerle mi suposición. Wearne era un borracho habitual: comencemos por establecer esta circunstancia. Waring lo sabía. Y aún más: Wearne tenía costumbre de tomar el whisky, que era su acostumbrada bebida, prácticamente solo. Waring también lo sabía, según él mismo ha confesado. Muy bien; como médico que era, Waring conocía los efectos del alcohol en un borracho habitual…, y usted también debe de conocerlos, supongo…, y decidió utilizar ese conocimiento para deshacerse de Wearne de un modo que hiciera que fuera casi completamente imposible descubrir lo que habría hecho, y que forzara a los peritos a llegar a la conclusión de que Wearne había muerto con la muerte del alcoholizado que mucha gente le había pronosticado. Por eso he dicho que Waring fue muy listo.

—Si es que lo hizo —añadió Ian.

—Naturalmente; y creo que es muy probable que lo haya hecho. He aquí lo que supongo que sucedió. Waring fue a ver a Wearne una noche, según reconoció en su declaración, y lo encontró bebiendo whisky puro, y casi completamente borracho. Waring llevó consigo cierta cantidad de alcohol sin diluir, el cual, como usted sabe, es mucho más fuerte que el whisky ordinario. Esperó hasta que Wearne se encontró en tal estado que no pudo apreciar lo que su visitante hacía, añadió el alcohol a la bebida de Wearne y dejó que muriera por efecto del exceso de alcohol. Es una cosa muy sencilla, pero es preciso pensarla mucho. Fue una prueba de inteligencia de Waring el utilizar la debilidad de su amigo como medio para ocasionarle la muerte. El resultado de este modo de obrar, y debemos suponer que así lo hizo, fue asegurar la tranquilidad de Waring para lo sucesivo, puesto que el doctor que practicó la autopsia encontró una cantidad muy glande de alcohol sin diluir en el estómago de un hombre que era un notorio bebedor, y, naturalmente, supuso que había muerto como consecuencia de un exceso de alcohol, y redactó su informe en este sentido. Todo esto era muy satisfactorio y muy limpio, ¿no lo cree usted? Después, para tener la seguridad de que no podría encontrarse en él el exceso de alcohol, añadió probablemente whisky y seltz al vaso del pobre diablo, o algo por el estilo, y lo hizo para tener seguridad de que no podría encontrarse en él, ninguna huella del alcohol puro. Luego, salió al pasillo, se despidió con voz sonora, fingiendo que Wearne se hallaba en condiciones de oírle (el hombre se encontraba probablemente en aquel momento en un estado de sopor), para apoyar su afirmación ulterior de que Wearne estaba vivo aunque muy borracho cuando él lo abandonó, y se dirigió a su propia casa, después de haber realizado su buena acción de aquel día.

»Al día siguiente, leyó la noticia de la muerte de Wearne en un periódico y ofreció espontánea y noblemente la evidencia de la visita que ya había hecho la noche precedente a su pobre amigo, y así sucesivamente. Esto le proporcionó la ocasión de situarse ante los ojos de todo el mundo incluidos los del fiscal, como un filántropo y un hombre generoso que cumplía honradamente sus deberes. Y fue también un modo de explicar con un aspecto de sencillez y de sinceridad la razón que su presencia en las habitaciones de Wearne en el caso de que alguien le hubiera visto entrar o salir. Hasta este punto todo presenta un aspecto completo de verosimilitud, y se convierte en una historia cuya verdad no puede ser comprobada y de la que nadie puede sospechar, aun en el caso de que previamente hubiera habido algunas sospechas, cosa que no sucedió en este caso. Todo fue manifiestamente claro, aparentemente, y Waring fue felicitado por su nobleza de carácter, y pudo imaginarse que su pasado estaba definitivamente enterrado. ¿Le convence mi sencillo relato, señor Breck?

Ian afirmó.

—Expuesta de ese modo, la cosa presenta un aspecto indudable de verosimilitud.

—De tanta verosimilitud, mi querido amigo, que una vez que lo he pensado y después de haber formulado mi teoría, no puedo hacer otra cosa que lo que estoy haciendo. Puedo aprobarlo o desaprobarlo, pero he de poner la posibilidad del caso junto a todo lo demás que conocemos, y encadenar la relación de todo ello, más el probable motivo con la serie de acontecimientos que parecen estar enlazados mutuamente.

—Es cierto —admitió Ian—. Lo comprendo. Y, ¿cree usted que Waring empujó a la señorita Fiske para que cayera del tejado?

—Es otra cuestión que tampoco puede demostrarse; pero pudo hacerlo. Piense en la declaración que hizo en el informe judicial. Waring había estado por la mañana en aquel mismo tejado para ver la disposición del terreno. Hizo que la matrona subiese, le indicó algo, por ejemplo, que hiciese preciso que la señorita Fiske se aproximase al borde del parapeto, le dio el fatal empujón que, combinado con las hojas resbaladizas y con los zapatos de goma de la mujer, produjeron el efecto deseado. Waring corrió un riesgo muy grande, claro es. En el caso de que ella no hubiera caído, o en el caso de que hubiera caído, pero no hubiera muerto, podría haber declarado que había sido empujada; pero Waring estaba probablemente preparado para tal eventualidad, y habría podido indicar que él también había resbalado y que la empujó accidentalmente.

—¡Cómo dijo acerca de la noche en que atacó a Lavinia en el baño!

—Exactamente. Relacione esas dos cosas, Breck. «El resbalón» parece ser uno de los gambitos predilectos.

—Pero, ¿y las huellas de pisadas que debía haber en el tejado?

—Waring también se cuidó inteligentemente de esa cuestión. Había estado en el tejado aquella misma mañana, antes de subir con la matrona; él mismo lo confesó. Y tuvo cuidado, estoy seguro de arrastrar los pies por diversos lugares en ambas visitas. Todo fue tenido cuidadosamente en cuenta. Si estos hechos fueron, como creo, obra suya, demuestran que es un hombre ingenioso y que no deja nada al azar.

—¡Dios mío! —exclamó Breck—. ¡Y pensar en los peligros que ha corrido Lavinia…!

—Sí. Y por eso… Bien; usted conoce el resto. Vamos a tomar una copa. He hablado demasiado.

* * *

Lavinia apenas habló durante la hora en que estuvo descansando. La señorita Shelton se sentó a su lado y fumó tranquilamente un cigarrillo tras otro, en tanto que la joven permanecía tumbada en el lecho del hotel y con los ojos cerrados. Los abrió una vez y exclamó apasionadamente:

—¡No es posible que sea cierto! ¡No es posible!

Después de esto, se produjo un largo silencio, y su prima comenzó a creer que Lavinia se había dormido; pero no era así. Estaba forzando a su imaginación a que se serenase tranquila y dolorosamente, a que aceptase lo que estaba obligada a creer y la amarga verdad que le había sido revelada. Finalmente, volvió a hablar:

—¡Gracias a Dios, no tengo ningún hijo! —esto fue todo lo que dijo en voz baja. Y la señorita Shelton comprendió que lo peor de la lucha había terminado ya y que su prima comenzaba a recobrar el valor.

Al cabo de un momento, Lavinia se incorporó, consultó su reloj y saltó del lecho.

—Las siete menos diez —dijo a su prima con voz firme—. Ya es hora de que nos arreglemos y nos preparemos para reunirnos con Ian y el inspector.

Se lavó, se puso el vestido que se había quitado para acostarse, se sentó delante del espejo y comenzó a peinarse.

La señorita Shelton pensó al observarla: «¡Cuánto valor tiene!», y procedió a su propio arreglo.

Lavinia se retocó el rostro con cuidado e inteligencia y se puso el sombrero.

—Tienes un sombrero muy pintoresco —observó la señorita Shelton, que estaba determinada a alegrar el ambiente—. Te sienta muy bien. Y lo mismo sucede con el vestido. Verdaderamente, teniendo el cabello tan oscuro, no deberías llevar ropas negras, pero consigues que hagan buen efecto.

Hablaron de vestidos mientras bajaban a la puerta del vestíbulo para reunirse con los hombres, que ya las estaban esperando. Ian Breck miró a Lavinia y se sintió muy confortado por lo que vio. Lavinia tenía una expresión de valor, y nadie podría haber sospechado el terrible golpe que había soportado unos minutos antes. Austen también se llenó de admiración por ella, e hizo todo lo posible por demostrarlo, puesto que sabía bien cuánto un poco de reconocimiento de los esfuerzos que se realizan ayuda a mantenerlos.

Un «Vauxhall» grande y señorial estaba esperándolos en el exterior de la estación. Austen los condujo hasta el vehículo.

El inspector llevó a sus acompañantes a un tranquilo restaurante próximo a Piccadilly, un lugar muy conocido de las personas que saben apreciar las buenas comidas, pero ignorado de aquellos que prefieren instalarse en sitios atestados de gente y de ruido.

Les obsequió con combinados en el saloncito cálido y seductor, y todos se sintieron inmediatamente un poco más animados.

La señorita Shelton había otorgado su aprobación a Austen desde el primer momento en que lo vio, pero su aprecio por él aumentó aquella tarde. Austen se mostró como un perfecto caballero y un admirable conversador. La señorita Shelton observó que se estaba tomando muchas molestias por conseguir que Lavinia estuviese divertida e interesada. Habló con ingenio y con prudencia, la arrastró a discusiones y conversaciones sin que ella se diese cuenta, y mantuvo a todos en un estado de alegría y de risa continua.

La cena fue admirablemente escogida, y en el restaurante imperaba la discreta quietud que, sin que sea silencio, estimula la conversación. El tiempo voló y transcurrió demasiado pronto el placentero interludio que ponía fin a las diversiones y daba paso a la dureza y a la verdad de la situación.

Fue Austen quien dio la señal. Consultó su reloj cuando el camarero hubo traído el café y los licores y dijo:

—Creo que ha llegado la hora de que volvamos a ocuparnos de nuestro problema.

Luego, se detuvo para dar tiempo a que Lavinia se preparase a lo que había de sobrevenir. Con gran sorpresa por su parte, fue ella quien tomó la iniciativa.

—Estoy completamente decidida, señor Austen —dijo con calma—. Tengo que olvidar que Alexis es mi esposo, y he de intentar juzgarle imparcialmente. Estoy segura de que si fuera un desconocido mío, yo opinaría que debería emprenderse alguna acción contra él y que no debería ser dejado en completa libertad. Deseo ponerme en manos de usted y hacer exactamente lo que usted me diga, cualesquiera que sean las consecuencias. Hágame el favor de no pedir mi opinión acerca de nada; limítese a decirme lo que ha de suceder, y no intente evitarme dolores. Estoy dispuesta a aceptar las consecuencias de la situación.

No podría dudarse respecto a la admiración y al respeto con que las otras tres personas la miraron. La señorita Shelton murmuró: «¡Buena chica!»; Ian no dijo nada, pero lo que quiso decir se hizo visible en sus ojos. Y Austen dijo:

—Tiene usted un espíritu magnífico, señora Waring. Sé bien lo difícil que debe de ser para usted el verse obligada a encararse con esta situación.

»Voy a ser tan breve y tan imparcial como me sea posible. Waring tiene que ser cercado; la cuestión es esta: ¿cómo? No tenemos nada contra él que pueda ser demostrado, como anteriormente he dicho, y es preciso que poseamos pruebas antes de emprender ninguna acción.

Lavinia dijo lentamente:

—¿No podría demostrarse que está loco y… recluirle en una casa de salud? Eso sería una cosa horrible, pero muy preferible al descubrimiento de que fuese un… asesino.

Tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para pronunciar la última palabra.

—Creo que es imposible. Nadie se atrevería a certificar su locura. Es preciso que lo reconozca usted, señora Waring. Su esposo no está loco, desde el punto de vista legal de la palabra. Es posible que la esté desde un punto de vista psicológico; su ambición por prosperar profesionalmente puede haberse convertido en una fuerza tan dominante, tan irresistible, que le haya conducido a un estado maníaco; pero no puede encerrarse a un hombre por esto, sino por los resultados demostrados de tal estado.

—«Una ambición desenfrenada que huye de su poseedor para caer sobre los demás» —murmuró Ian; y Austen asintió:

—Exactamente. Pero no es posible perseguir ni certificar hasta el momento en que se posean pruebas y motivos.

—Pero, ¿qué puede hacerse? —preguntó Lavinia.

—Solamente una cosa… Una cosa horrible verdaderamente: tenderle una trampa.

—¡Oh, no! —exclamó Lavinia.

—Es el único medio. Usted ha reconocido que no puede permitírsele, en beneficio de los demás, que continúe como hasta ahora, y para detenerle será preciso adoptar los medios que sean más efectivos: el único medio, en mi opinión. Usted reconoce que Waring intentó asesinarla en cierta Ocasión, pero no tiene testigos ni pruebas. Por lo tanto, debe tentarle para que lo intente nuevamente, de un modo que provea a usted de testigos y pruebas.

—¡Dios mío! ¡Eso es monstruoso! —exclamó Ian—. ¡Lavinia no puede hacer eso! ¡No es posible sacrificarla!

—¿Queda otra posibilidad? —preguntó Austen.

—Sí. Dejar que las cosas se desenvuelvan por sí mismas. ¡Todo, antes que exponer a Lavinia a lo que usted sugiere! —dijo Ian apasionadamente.

Austen hizo girar la copa de coñac que tenía entre las palmas de las manos, y contestó:

—Breck, usted es doctor. ¿Está dispuesto a dejar a un hombre como Waring suelto en el mundo para que ataque a los demás, o a sus propios pacientes? ¿Es ese el concepto que tiene usted de sus deberes para con su profesión?

Ian permaneció silencioso durante varios segundos, y al fin dijo:

—No. Naturalmente, no. Pero Lavinia debe ser alejada de todo esto.

—Por su propia seguridad. ¿Es esto lo que quiere usted decir? Créame: ya lo he pensado. Y tal como veo la cuestión, estará mucho más segura si hace lo que he indicado que de cualquier otro modo. ¿Qué otra solución tenemos? ¿Que Lavinia abandone a su esposo? ¿Cree usted que entonces estaría más segura? En el caso de que sean ciertas nuestras suposiciones acerca de los motivos de Waring, ¿no cree usted que en tal caso el doctor se decidiría más enérgicamente a buscarla y a eliminarla de este mundo? Podría inquietarse y desesperarse, y entonces no nos sería posible suponer dónde ni cómo descargaría su golpe. Nunca se podría tener la seguridad de que estuviera suficientemente protegida de él.

—Pero el procedimiento que usted ha indicado es de imposible realización.

—¿Cree usted que lo es? Piénselo detenidamente. En el caso de que haya alguna locura en Waring, es la locura del egocéntrico, del hombre tan importante para sí mismo, que está dispuesto a sacrificarlo todo y a todos a su egoísmo. Tiene la mortal decisión del egoísta, su implacabilidad. Es ambicioso, y su seguridad es lo más importante en todo el mundo. Si tiene que matar para conseguir lo que desea, lo hace inteligentemente, sin arriesgar la piel. La historia de sus delitos, si es cierto lo que creemos, lo demuestra. Todos ellos han sido astutamente preparados, de modo que parezcan accidentes. ¿Está usted de acuerdo?

Ian movió la cabeza afirmativamente.

—Sí.

—Por lo tanto, es muy probable que cualquier otro intento que realice sea del mismo género que los anteriores. Y sabiéndolo, nos resulta mucho más fácil adoptar las medidas de protección contra sus atentados.

—¿Cómo? ¿Por qué? No lo comprendo.

Austen explicó:

—Cuando se sabe que va a producirse un ataque, o que es probable que se produzca, y el modo como ha de suceder, se puede estar preparado para obstaculizarlo. En tales circunstancias, es verosímil que el ataque fracase y que su autor sea descubierto. Lo peligroso es la sorpresa. Por lo tanto, sugiero que la señora Waring provoque deliberadamente un ataque de su esposo contra sí misma. Sospechamos qué fue lo que anteriormente incitó a Waring, y Lavinia podría repetir la misma provocación. Entonces, estaremos preparados para hacer frente a la situación. Podremos esperar que el ataque se produzca, demostrar después que efectivamente se ha producido, pero… evitando sus fatales consecuencias.

—¡Es demasiado peligroso! —exclamó Ian.

—Es preciso correr un riesgo, lo reconozco; pero ¿de qué otro modo…?

La señorita Shelton dijo con calma:

—¿No podría yo substituir a mi prima, señor Austen? Si ofreciese a Alexis motivos para que sospechase de que sé lo mismo que Lavinia sabe, ¿no me atacaría a mí, en lugar de ella?

Austen negó con un movimiento de cabeza.

—En lugar de… No, señorita Shelton: además de… probablemente. Entonces serían dos las personas a quienes tendríamos que vigilar y proteger.

—Dé todos modos, yo no lo permitiría —dijo Lavinia—. No discuta; mi resolución es definitiva. Se trata de mi esposo y de mi responsabilidad. Si no hay otro remedio, haré lo que el señor Austen ha indicado, puesto que reconozco que es preciso hacer algo. Pero…

Lavinia se detuvo un momento y luego prosiguió:

—Pero no puedo volver a su lado y vivir junto a él como esposa suya. Sería una cosa demasiado horrible. En realidad, creería que le estaba haciendo traición. Es mi esposo y le he querido mucho. Sería una cosa… indecorosa. Si no estuvieran todos ustedes convencidos de que ha asesinado a otras dos personas, no podría convenir con ustedes en intentar entramparle. Creo que antes sería capaz de permitirle que me asesinara. Acaso fuera mejor. Si yo no fuera testigo de todo esto, si estuviera muerta… acaso se tranquilizaría Alexis y viviría de una manera ejemplar y cuerda. ¡Oh! ¡No lo sé! ¡Me parece todo tan horrible…!

—Es muy natural —dijo Austen—; pero es preciso que deseche usted esa última idea, señora Waring. Los asesinos triunfantes suelen repetir su hazaña; parecen carecer de fuerza para resistir a su tentación. Usted no sería la última, probablemente. Alguien, más seguiría su camino, y Waring volvería a repetir su delito. Todos suelen hacerlo. En cuanto al resto… lo comprendo perfectamente. Es necesario que encontremos el medio de ayudar a usted a vencer esa dificultad.

Ian le interrumpió con vehemencia.

—¡No estoy de acuerdo con ese proyecto de convertir a Lavinia en un espejuelo!

—Tenga calma, Ian —le ordenó Lavinia serenamente—. No importa que esté usted de acuerdo o no. Esta es una cuestión mía, y he tomado una resolución firme. Tengo que ponerla en práctica.

Austen dijo:

—Muchas gracias. Admiro su resolución. Ahora tiene usted que regresar a Bath e intentar olvidar todo esto por espacio de varios días. Conserve su valor y su fortaleza y haga todo lo posible por pensar en otras cosas. Iré a Bath dentro de poco tiempo, me entrevistaré con usted y le explicaré el proyecto que haya fraguado. Recuerde que esta horrible tarea que se halla ante usted no es para usted sola. Es un deber público que debe cumplirse, y por muy detestable y aborrecible que sea, es también justo. Consuélese usted con la seguridad de que el desenlace habrá de ser necesariamente beneficioso para usted.

* * *

Cuando estaban esperando en la estación de Paddington la llegada del tren de Bath, la señorita Shelton apartó a Ian Breck hasta unos pasos detrás de las otras dos personas.

—Usted es la única persona que puede consolarla —le dijo con severidad—. ¿Por qué demonios no lo hace usted?

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Ian.

—¡Idiota! —exclamó Henrietta con energía—. Usted la quiere, ¿no es cierto? Dígaselo. La vida de Lavinia ha quedado completamente destrozada; Lavinia cree que tiene el corazón deshecho, aun cuando sigue tan valerosa como siempre. Dele a entender que todo no ha concluido todavía. Que todavía hay algo que esperar y que anhelar.

—Pero… No me atrevería… Todavía está casada…

—Entonces, es usted un tonto. Ofrézcale lo que necesita: un pecho en que apoyarse para sollozar, una mano a que agarrarse cuando la senda sea dura… ¡Oh! ¡Qué idiotas y qué ciegos son los hombres, que siempre piensan en convencionalismos cuando no deberían hacerlo y que los olvidan cuando deberían respetarlos! Mi joven amigo, ¿cree usted que a una mujer le agrada ser adorada con lejana reverencia? No hay nada más insatisfactorio. Reverencie, si lo desea; pero no con exceso, ni a distancia. Dígale que la adora y vea lo que sucede, y no repita ninguna tontería. Muy pronto descubrirá usted que es lo más apropiado al caso. Lo sé. No he vivido en este mundo por espacio de sesenta años con los ojos cerrados. La naturaleza humana no cambia jamás. Buena suerte, y ¡que Dios le bendiga!