3
Waring salió de Woodhouse al día siguiente en el tren de la una y cuarto de la tarde, después de haber visitado a los más necesitados de sus pacientes. El resto del trabajo habitual fue puesto en manos de sus dos compañeros.
Comió en el tren, llegó a Londres muy poco antes de las tres, y se dedicó a resolver algunos de sus asuntos personales durante las tres horas siguientes.
Alrededor de las seis y media, volvió a su club, conversó con diversos amigos y conocidos, cenó y a las nueve y media de la noche estaba preparado para hacer la prometida visita a Wearne.
Se detuvo en las escaleras del club para esperar un taxi. Estaba hermoso, simpático, firme. Sus ropas, bien escogidas y bien cortadas, eran distinguidas y correctas; la oscuridad del tejido destacaba la piel clara y saludable del doctor, su cabello encendido y dorado. El mozo, al abrir la puerta del taxi, le miró extremadamente admirado. Era una hermosa figura de hombre, pensó, de caballero.
En el cruce de la carretera de la Posada de Gray con Holborn, Waring despidió el taxi, abrió el paraguas y se alejó entre la tristeza de la noche. El cielo estaba oscuro, lóbrego, y a través de las cortinas de la lluvia que caía continuamente, las luces de los faroles parecían opacas y desmayadas.
Siguiendo las instrucciones que había recibido, el doctor caminó y giró por las calles estrechas y barrosas, hasta que al fin llegó a Brown Street, un lugar antipático, mas al que un vago aspecto de mínima respetabilidad mantenía alejado de la completa suciedad.
Las pequeñas casitas habían sido antiguamente elegantes, y parecían recordarlo. La pintura, aunque vieja y gastada, había sido nueva en tiempos pretéritos, y las escaleras que conducían a las puertas de entrada habían sido blanqueadas hacía mucho tiempo.
La casa número veintitrés era un poco mejor que las restantes, menos sucia; los objetos de cobre habían sido limpiados no hacía mucho tiempo. Waring comprobó que, como se le había indicado, la puerta principal cedía al más levé empujón, y se introdujo en un pasillo mal alumbrado, dotado de linóleo no muy sucio y de un perchero; luego, comenzó a subir una escalera sorprendentemente fácil y agradable hasta llegar al primer piso.
El doctor se detuvo en el rellano, sobre el cual se abrían tres sucias puertas, y se preguntó cuál de ellas sería la de la vivienda de Wearne; pero un momento más tarde vio que una de ellas tenía una tarjeta de visita sujeta con chinches; llamó y entró.
La estancia estaba a un mismo tiempo fría y mal ventilada, y olía a whisky, tanto como una taberna. Estaba completamente atestada de grandísimos muebles de una espantosa fealdad: una especie de cómoda de imitación a caoba, una mesa redonda, un sofá de crin, varias sillas de alto respaldo y también de crin, y dos o tres sillones más. En uno de éstos, próximo a un fuego moribundo y sin calor, se hallaba sentado Wearne, quien levantó la cabeza de una manera vaga y vio a Waring.
—¡Oh! ¡Hola, viejo colega! —murmuró, y su voz reveló inmediatamente el estado en que se encontraba—. ¡Me alegro mucho de verle! Hace una noche horrorosa, ¿verdad? Creí que no vendría usted… Siéntese, y tome una copita.
Waring se sentó en el sillón situado frente al de Wearne y le dirigió una mirada. Era evidente que Wearne había bebido con exceso, y probablemente durante demasiado tiempo. Sobre la mesa, detrás de él, había una de esas bandejas victorianas que han conocido mejores épocas, sobre la cual había un vaso limpio y vacío, una botella de whisky del Caballo Blanco, solamente llena hasta una cuarta parte, y un sifón del que solamente faltaba una cuarta parte del contenido para que estuviera lleno. Ambos recipientes tenían aspecto de haber sido adquiridos recientemente. Al lado de Wearne, sobre lo que solía ser llamado suavemente un perdonium y que en realidad no es otra cosa que un cubo de carbón, se hallaba un vaso que apenas contenía como una cucharada de un líquido amarillento. Waring dedujo que sería whisky prácticamente puro.
—¿Quiere un traguito? —volvió a invitarle Wearne—. No queda mucho whisky, pero podré enviar por una nueva botella en el caso de que traiga usted el dinero. Quítese el gabán. Póngase a su comodidad.
Waring no aceptó la invitación, por lo que Wearne se sirvió la mayor parte del whisky que le quedaba.
—Bien —comenzó diciendo con voz espesa una vez que hubo bebido un nuevo trago—. ¿Qué le ha retrasado a usted durante tanto tiempo? Estoy esperándole desde hace varias horas.
—He estado ocupado —replicó Waring secamente—. Oiga, Wearne: he venido para hablar con usted; pero es evidente que sería inútil, puesto que está borracho.
Wearne rió de modo desabrido.
—¡No, no estoy lo suficientemente borracho para que hablemos de dinero! Eso es lo único que me interesa. Además, no estoy borracho. Tengo frío, mucho frío. Esta maldita habitación parece una heladora. No me sorprende que no quiera usted quitarse el gabán. Voy a intentar que este fuego se reavive.
Waring no extrañó que el fuego no calentase, puesto que se componía solamente de cenizas y rescoldos.
—El whisky no le servirá de mucho —observó—. Un vaso o dos, le calentarán; pero sentirá más frío cuando beba tanto como ahora, y usted lo sabe tan bien como yo.
—Haré lo que me parezca más conveniente —dijo Wearne de modo violento—. No intente reformarme, Waring. ¿Dónde esta el dinero?
Waring se instaló tan cómodamente como el sillón le permitía.
—Voy a decirle lo que he preparado —dijo con tranquila decisión—. Hoy es martes. El jueves, saldrá usted de Inglaterra. La Agencia Cook tiene su billete. El jueves vendré a buscarle, y le acompañaré hasta dejarle en el Continental Express de la mañana. Le daré esta noche, antes de marcharme, cincuenta libras. Otras cincuenta libras, se las entregaré en el momento de la salida del tren. Cuando llegue usted a su destino y me escriba para decirme su dirección, le enviaré las últimas cincuenta libras. Y entonces, habremos concluido.
Mientras hablaba, estaba observando atentamente el efecto que producía a Wearne lo que le decía, y lo primero que vio fue que una expresión de disgusto cruzaba por el rostro del otro hombre, a la que sucedió una de regocijo burlón y de astucia. Waring supuso que Wearne estaba imaginando un nuevo modo de engañarle.
Sin embargo, pareció mostrar su conformidad.
—¿Está usted decidido a no volver a verme más? —preguntó haciendo gestos—. Acaso tenga usted razón. Bien: ¿Dónde está el primer plazo?
Waring sacó de un bolsillo una cartera muy abultada y comenzó a contar billetes de cinco libras ante los ojos interesados de Wearne, quien aunque se hallase mucho más ebrio que anteriormente, no lo estaba lo suficiente para que no le fuera posible observar lo que hacía su visitante.
Los dedos de Waring se movían con cierta torpeza.
—¡Dios mío! ¡Qué frío hace aquí! Creo que, en medio de todo, tendré que tomar un trago…
Y miró la botella que se hallaba sobre la mesa y que estaba prácticamente vacía.
—Beberé del mío —observó—. ¡No quiero privarle de lo suyo!
Abrió la cartera de mano que había llevado durante todo, el día y de entre los muchísimos papeles que contenía sacó una gran cantimplora anticuada, a la que Wearne miró con avidez.
—¿Qué tiene usted ahí? —preguntó con voz espesa.
—¿Esto? —Waring levantó la cantimplora—. Era de mi padre.
—No me importa. ¿Qué tiene dentro?
—Whisky.
—¿Del suyo? ¿Del que me dio usted el otro día en su casa?
Waring afirmó con un movimiento de cabeza.
Wearne se inclinó hacia delante y agarró el recipiente con inseguras manos.
—¡Cambiemos! —dijo con la torpeza propia de las personas ebrias—. Deme su botella, y llévese la mía. Usted es casi abstemio. Es una lástima que beba usted esas cosas buenas. Es como tirarla…
Waring rió.
—Haga usted lo que quiera.
Y vació la botella del Caballo Blanco en su vaso. No habría en ella más de tres cucharadas… Y puso el vaso sobre la mesa mientras terminaba de contar los billetes y los entregaba a Wearne, que negó con un movimiento de cabeza.
—Póngalos sobre la mesa —ordenó a su visitante—. No me interesan en este momento. Tengo otras cosas mucho más importantes qué hacer.
Con dedos y manos temblorosos e inseguros, derramó una gran cantidad de whisky de la cantimplora, en su vaso, y omitió por completo el agua de seltz.
—¡Hum! ¡He tenido buena suerte! —murmuró. Y se tragó el líquido de un solo trago. El vaso se le escapó de las manos cuando intentó volver a colocarlo sobre el cubo de carbón.
Waring se inclinó y lo recogió.
—Oiga, Wearne —dijo en tanto que se servía un poco de seltz en su vaso y lo bebía—: Coja los billetes y me iré.
Wearne no podía oírle. Se había hundido en el sillón y no parecía ver ni oír. ¡El último trago de un whisky fuerte había evidentemente sido demasiado para él!
Waring se puso en pie, colocó el sifón sobre los billetes, recogió su cantimplora, la guardó, cerró la cartera y la cogió.
Miró nuevamente a Wearne y le dijo algunas palabras; pero la única respuesta que obtuvo fue el sonido de una respiración ruidosa. Se encogió de hombros, tomó el sombrero de sobre la mesa, recogió el paraguas del rincón en que lo había dejado, se aproximó a la puerta y la abrió.
—Buenas noches, Wearne —dijo claramente y con voz fuerte, para que pudiera ser percibida por un borracho que se hallase en condiciones de oír algo—. Vendré a buscarle el jueves. Procure estar preparado. Entretanto, hágame el favor de seguir mi consejo: no beba mucho. Haga un esfuerzo. Termine con ese vicio. ¡Buenas noches!
Cerró la puerta tras de sí y bajó con paso vivo la escalera. Luego, se perdió entre la oscuridad nocturna.
* * *
El siguiente día estuvo lleno de trabajo para el doctor Waring. El continuo mal tiempo había producido su habitual cosecha de toses, enfriamientos y bronquitis entre las personas de edad avanzada, así como de gripe, lo que le mantuvo ocupado sin descanso durante toda la jornada. Hasta las primeras horas del anochecer no dispuso de unos minutos para sí mismo, y agradecido por poder salir del escalofriante frío de la calle, se sentó alrededor de las siete de la tarde para leer el periódico vespertino antes de cambiarse de ropa para cenar.
La última edición del Evening Standard llegaba a Woodhouse hacia las seis de la tarde, y salía de Londres a las cinco, por lo cual daba cuenta ya de las más recientes noticias.
Waring, que comenzó, al fin, a encontrarse cómodo y caliente, volvió las hojas del diario en busca de algo de excepcional interés, cuando repentinamente cayó bajo su mirada una pequeña cabecera:
EXTRAÑA MUERTE DE UN DOCTOR SOLITARIO
Y comenzó a leer con un interés que aumentó rápidamente al ver que el solitario doctor ¡era el doctor Wearne!
La noticia no era muy completa, mas sí lo suficiente para que despertase la atención de Waring.
El reportero se dejaba arrastrar por lo que suponía que era una historia muy prometedora.
El doctor Wearne, según refería, era un médico retirado que se hallaba en las postrimerías de la media edad, y vivía solo y aparentemente con estrechez en el número veintitrés de Brown Street, en Bloomsbury.
Por lo que había podido averiguarse, no tenía amigos, y en opinión de su patrona, bebía excesivamente y ponía con ello en peligro su vida.
Esta mujer, que fue a llevarle el desayuno a las nueve de la mañana, lo encontró aparentemente dormido en su sillón, cerca de la chimenea, cuyo fuego se había apagado hacía mucho tiempo.
La luz continuaba encendida todavía, el doctor no se había acostado, y las cortinas estaban aún corridas sobre las ventanas. En la habitación hacía mucho frío y había un intenso olor a whisky. La mujer intentó despertar al doctor Wearne, pero viendo que no podía conseguirlo, se convenció de que estaba muerto. Entonces llamó a la policía, que confirmó su suposición.
Lo más curioso de todo el asunto era que en la noche precedente el doctor había recibido alguna visita, cosa que la patrona no pudo recordar que jamás hubiera ocurrido anteriormente. Sobre la mesa había una botella de whisky vacía, y junto a ella dos vasos que evidentemente habían sido usados. Además, la patrona oyó que un hombre daba las buenas noches de despedida al doctor Wearne hacia las diez y cuarto.
Y lo que era todavía más curioso, sobre la mesa, sostenidos por un sifón, estaban diez billetes nuevos de a cinco libras.
La policía deseaba ponerse en contacto con el misterioso visitante del doctor Wearne.
Con esto finalizaba el informe; Waring lo leyó por completo dos veces antes de abandonar el periódico y pasó cierto tiempo hundido, en profundas consideraciones. Finalmente, se aproximó al teléfono y preguntó por el Mayor Tilling, el jefe de policía de la ciudad, amigo suyo. Le respondieron, con gran satisfacción por su parte, que el Mayor se encontraba en Woodhouse y que podría encontrarlo en el puesto de policía.
Siguiendo estas instrucciones, el doctor hizo una nueva llamada al lugar que se le había indicado, y pudo hablar con el Mayor precisamente en el momento en que éste se disponía a salir del local.
—Necesito que me aconseje usted, Tilling —dijo el doctor—. Profesionalmente. ¿Puedo ir al puesto de policía para hablar con usted?
—Será mejor que vaya yo a su casa —contestó Tilling—; precisamente salía en este momento de aquí.
* * *
El jefe de policía llegó al cabo de diez minutos. Era un hombre simpático y comunicativo, un ejemplar típico de los oficiales del ejército, no muy brillante, pero sí muy competente; gozaba de grandes simpatías en toda la población.
Entró vivamente en la estancia y saludó a Waring de modo cordial.
—Bien, bien: ¿Qué es lo que sucede? —preguntó—. ¿Ha infringido usted los reglamentos sobre la velocidad de automóviles y ha intentado luego sobornar al guardia?
Waring negó con un gesto.
—Nada de eso. No. Tengo la conciencia muy limpia. No me he metido en ningún conflicto con la policía. Lo que sucede es que he tropezado con un problema que cae dentro de la jurisdicción de usted, y quiero que me diga la línea de conducta que debo seguir. Se lo explicaré en pocas palabras. ¿Quiere tomar un aperitivo antes? Se quedará a cenar conmigo, ¿verdad?
Tilling aceptó ambas invitaciones, y Waring, después de haberle entregado la bebida, le pasó el ejemplar del Evening Standard plegado de modo que quedara visible la información acerca de lo sucedido a Wearne.
—Lea esto —le dijo—. Entre tanto, diré a la cocinera que va usted a cenar conmigo.
Llamó y dio las órdenes oportunas. Luego, esperó silenciosamente. Tilling leyó la información que se le había señalado, abandonó el papel y miró interrogativamente al doctor.
—¿Qué? —preguntó—… ¿Qué significa esto?
—Estuve con ese hombre, con Wearne, anoche —respondió lentamente Waring—. Le dejé hacia las diez y media de la noche, y fui probablemente, si el informe es correcto, la última persona que lo vio vivo. He sufrido un sobresalto al leer que había muerto.
Tilling silbó tenuemente. Estaba sorprendido por completo.
—No es extraño, pero según el periódico, el muerto no tenía amigos.
—Es completamente cierto, que yo sepa… —respondió Waring—. Y yo mismo no era amigo suyo, sino solamente un antiguo conocido. Trabajamos juntos hace mucho tiempo en una ciudad muy pequeña, en Cornwall, y cuando salí de aquel hospital no volví a verle hasta que llegó aquí, por accidente, el pasado otoño. Sucedió que vino a Woodhouse, que se enteró de que me hallaba trabajando aquí, y pensó que debía visitarme. Bien; sentí lástima del pobre diablo. Andaba andrajoso y enfermo, y me dijo que estaba atravesando tiempos muy malos. Una cadena de desgracias, el dinero perdido en una empresa fracasada, y para remate, una enfermedad: tuberculosis. Me dijo que el doctor le había ordenado que se marchase al extranjero, pero que no tenía el dinero preciso. Y por esta causa, le ayudé en lo que pude.
El jefe de policía inclinó la cabeza aprobatoriamente.
—Es una acción digna de elogio.
—Siempre es agradable hacer lo que se puede en beneficio de los demás —dijo modestamente Waring—. Bueno; el último lunes, anteayer, vino nuevamente a verme. No había ido al extranjero, y había gastado todo el dinero. Me dijo que había estado enfermo, y no sé qué más. Pretextos, pensé. Y observé que estaba bastante bebido. Esta vez me pidió claramente que lo auxiliase, pero, como es natural, no me agrada tirar el dinero por la ventana. De todos modos, nunca resulta grato el ver a un antiguo colega en ese estado, y por esta razón, después de haber reflexionado, le dije que haría por él lo que me fuera posible y que muy pronto le comunicaría mi decisión. Lo que yo deseaba era adquirir la seguridad de que en esta ocasión se marchaba al extranjero para reponerse.
»Estuve en Londres ayer, y anoche fui a visitar a Wearne. Lo encontré más que medio borracho; pero comprendió lo que le dije.
—¿Qué fue?
—Le entregué cierta cantidad para que pagase sus deudas más urgentes, y le dije que le había comprado un billete para el Continente… para Europa… y que iría a buscarle el jueves, es decir, mañana, para llevarle al tren que enlaza con el barco y entregarle el dinero necesario para sus gastos más elementales. Y añadí que cuando me informase de que hubiera tomado una residencia permanente, le ayudaría a pagar los gastos de su estancia en un lugar apropiado para su curación. Me había propuesto entrevistarme con varias autoridades médicas y obtener de ellas y dé algún organismo de beneficencia una ayuda para Wearne; pero preferí que se marchase en el acto, porque creía que no se hallaba en estado de soportar demoras. El permanecer en Londres, cavilando acerca de su salud, estoy seguro de que solamente podría servir para favorecer su inclinación a la bebida.
El Mayor Tilling le miró con aprecio y pronunció algunas frases elogiosas para la generosidad de Waring.
—Es de suponer que ese hombre padecería verdaderamente de tuberculosis, ¿no es cierto?
Waring se sorprendió.
—Jamás lo he dudado —respondió pensativamente—. Wearne me dijo el nombre del doctor a quien había consultado, me ofreció varios detalles convincentes, y me limité sencillamente a dar por cierto lo que me dijo. No lo reconocí personalmente, pero su aspecto era el de una persona verdaderamente enferma.
El jefe de policía, murmuró:
—Bueno; y ¿cuál es la dificultad, el apuro de usted?
—Quiero saber qué es lo que debo hacer en este caso. Wearne estaba perfectamente cuando lo abandoné anoche, pero si nadie más lo ha visto después que yo, debo de ser su último visitante, el que la policía anda buscando. ¿Cuál debe ser mi modo de proceder? ¿A quién debo dirigirme, y de qué modo?
—Yo me cuidaré de averiguarlo —dijo el Mayor Tilling— para evitar a usted molestias y pérdidas de tiempo. ¿Dónde tiene usted el teléfono?
* * *
La información judicial sobre la muerte del doctor Wearne fue celebrada a la mañana siguiente, y Alexis Waring acudió a ella, prestó declaración en lo referente a su visita a la casa de Wearne en la noche del martes y dijo que tenía la seguridad de que Harold Wearne estaba vivo cuando se separó de él. El fiscal lo elogió por su caridad y le dio las gracias por haberse presentado a facilitar aquellos datos tan útiles que había expuesto.
La prueba fue muy breve. La patrona de Wearne manifestó que el doctor vivía en su casa desde hacía un año, o acaso algo más, y que durante este tiempo había bebido siempre en cantidades crecientes. Según dijo la mujer, Wearne no tenía amigos ni recibía visitas, salía muy poco, y parecía ser un hombre amargado y malhumorado. Jamás había estado enfermo desde que ella lo conocía, pero como podía esperarse de un alcohólico crónico, jamás parecía hallarse en estado de salud. La mujer se había dado cuenta de que durante los últimos tiempos, y principalmente en el transcurso de las últimas semanas, distaba mucho de parecer encontrarse bien, pero jamás se había quejado de padecer alguna enfermedad.
No había observado la llegada del doctor Waring en la noche del martes, pero oyó que alguien se despedía de su inquilino alrededor de las diez y cuarto de la noche y le recomendaba que abandonase la bebida; y después, cuando el visitante hubo salido de la casa, la mujer se levantó para cerrar la puerta de entrada. Tenía la seguridad de que el doctor Wearne no podría haber recibido ninguna otra visita sin que ella lo hubiera advertido.
La mujer manifestó también que el doctor Wearne siempre le había pagado regularmente, y que aun cuando nunca pareciera disponer de mucho dinero, jamás le faltaba lo necesario para comprar whisky.
El informe médico fue muy sencillo. El doctor Wearne se encontraba en un avanzado estado de alcoholismo crónico, pero no ofrecía signos de tuberculosis ni de alguna otra enfermedad orgánica que pudiera haber ocasionado su muerte. La autopsia demostró que no había comido casi nada desde el desayuno del lunes por la mañana y que durante el transcurso de las doce horas siguientes había absorbido una tremenda cantidad de alcohol sin diluir.
Animado por el fiscal, el testigo hizo una breve disertación sobre los efectos del alcohol en el organismo humano. Explicó que un alcohólico crónico puede soportar una cantidad muy grande de alcohol sin sufrir ninguna consecuencia grave inmediata, pero que si excedía de dicha cantidad, se producirían algunos síntomas casi inevitables, los cuales, si no recibieran un tratamiento médico adecuado, podrían producir la muerte.
Uno de estos síntomas era el coma alcohólico, que puede producirse con gran rapidez si la sobre ración de alcohol hubiera sido tomada sin diluir y con el estómago vacío.
Y esto según el testigo, era lo que había sucedido en el caso del doctor Wearne. El doctor Wearne había caído en un estado de estupor, probablemente unos momentos después de la salida del doctor Waring, y puesto que estaba solo sin nadie que pudiera ofrecerle algún tratamiento para remediar su estado, pasó desde él a la muerte.
Si hubiera sido encontrado vivo, en momentos anteriores, el cuidado de los médicos habría hecho posible que se salvase su vida; pero como no sucedió de este modo, murió de los efectos de la gran cantidad de alcohol puro que había tomado.
* * *
Todo ello parecía perfectamente natural y como consecuencia el veredicto fue: muerte por intoxicación alcohólica.
Todo sucedió así de sencillamente, y aun cuando a Waring le pareciese que la muerte de Wearne había sido una cosa de gran importancia, nadie pareció interesarse por ella ni nadie le concedió la menor importancia.
Waring dejó el tribunal del fiscal con una sensación de profunda mitigación. Todo había sido muy sencillo y muy natural. Pendarvis no había sido apenas mencionado, Wearne sería enterrado al día siguiente, y había desaparecido de su vida para siempre. Una vez más la conquista de la cumbre podría ser intentada sin la amenaza que constantemente había estado suspendida sobre él.
* * *
Esto es lo que Waring se dijo a sí mismo; y durante varios, días fue feliz alimentando estos pensamientos; pero muy pronto comenzaron a florecer las viejas dudas. ¿Era la muerte de Wearne, después de todo, tan importante como había parecido? ¿Había sido enterrado con Wearne todo lo que sabía?
Cuanto más lo pensaba, tanto más se angustiaba Waring. La primera presencia de Wearne en Woodhouse había representado una sorpresa para él, tanto más grande, puesto que fue completamente inesperada. Si hubiera habido aun cuando solamente hubiera sido la más ligera razón para suponer que pudiera ser oído en alguna ocasión un eco del pasado, Waring no habría estado desapercibido y se habría encontrado mejor preparado para reaccionar. Pero tal y como habían sucedido las cosas, su equilibrio nervioso había sido alterado, y no le era posible reafirmarle nuevamente. Comenzó a pensar que nunca más podría considerarse seguro. Wearne había muerto, era verdad, pero aun quedaban otras tres personas que habían estado presentes cuando se verificó la fatal operación. ¿Cómo podría adquirir seguridad de que ninguna de ellas le habría estado engañando, como Wearne había hecho, en el caso de que hubiera sabido que no estaba sereno aquel día? ¿No podría haber sucedido que alguna de ellas se hubiera reservado para sí misma el reconocimiento de esta circunstancia a través de los años transcurridos, con el propósito de hacerle traición cuando mejor le acomodase?
Tres mujeres —y las mujeres son notablemente murmuradoras—, la matrona, la enfermera y la meritoria, las tres de tipos morales completamente diferentes, lo sabían; y cualquiera de las tres se conduciría de una manera distinta a las otras dos.
La matrona, pensó el doctor, constituía el mayor peligro. Era una mujer inteligente desde el punto de vista profesional. Si hubiera visto el error que él había cometido, no tendría duda alguna respecto a que en realidad se trataba de un error. La matrona conocía su profesión. Podría haber tenido razones de diferentes clases para no hablar del accidente cuando se produjo, y entre ellas que apreciaba personalmente a Waring. Podría haber pensado que el hablar de lo sucedido era una cosa mala para el prestigio del hospital, del cual estaba orgullosa, y que serviría para arruinar a un doctor a quien admiraba. Sí, podía haberlo observado y haberse mantenido silenciosa durante todos aquellos años con el mejor de todos los motivos posibles. Jamás diría lo que sabía.
Luego había que tener en cuenta a la enfermera. En lo que a ella se refería Waring se sentía verdaderamente seguro. Si se hubiera dado cuenta de que sucedía algo erróneo, apenas habría podido abstenerse de murmurar inmediatamente. Era una mujer de este tipo: muy tonta aparte de lo que se refería a su trabajo, y muy charlatana.
¿La meritoria? El doctor sonrió un poco, involuntariamente. Verdaderamente no tenía motivos para abrigar temores en lo que a ella se refería, y esto por la mejor razón del mundo. Como quiera que fuera, lo que la muchacha hubiera visto aquel día —y el doctor no creía que hubiera visto nada—, no habría sabido cuál era su importancia. Era una muchacha ignorante y poco habituada a la cirugía. Podría haberle observado haciendo una docena de errores y no habría sabido que los había hecho. La muchacha no tenía verdadero interés por su trabajo.
El doctor recordó distraídamente una conversación que había sostenido con ella un poco antes de salir de Pendarvis.
—A usted verdaderamente no le agrada ser enfermera —había dicho él—. Entonces, ¿por qué permanece usted aquí?
La muchacha se había encogido de hombros y le contestó que de algún modo tenía que ganarse la vida.
—Pero para ser enfermera se necesita vocación —protestó él.
—Debería tenerla, doctor, pero también el trabajo y la habilidad pueden producir magníficos resultados.
—No son suficientes —dijo él—. Y en realidad a usted le disgusta este trabajo, ¿no es cierto?
—En cierto modo, sí. Pero siempre me agrada ver un trabajo bien realizado. Y cuando haya aprendido a dominar mi profesión espero que podré ser una buena enfermera.
—Pero ¿por qué terminarla cuando no le agrada? ¿Por qué no intentar ganarse la vida con otro trabajo?
La muchacha volvió a encogerse de hombros de una manera provocativa.
—¿Con qué otro trabajo doctor? Soy uno de los miembros más inútiles de la sociedad, excepto por lo que he aprendido durante mi permanencia en este hospital.
El doctor se sintió interesado. La muchacha le atraía, y el hablar con ella era un placer. Cualquier pretexto para una conversación podía ser válido y aquel era un pretexto legítimo.
—¿Por qué se dedicó usted a enfermera? —preguntó—. ¿Por qué lo hizo usted si esos son sus pensamientos respecto a esta profesión?
La joven rió suavemente.
—Las muchachas, doctor, cuando dejamos la escuela, somos unos seres tontos y llenos de ideas disparatadas. He ido mucho a ver películas y comedias: Hombres Vestidos de Blanco y Señoras Con Lámparas y otras muchas cosas de esa misma naturaleza. Entonces creí que tenía una vocación: la de ser una especie de ángel protector, compréndalo usted, que coincidía con mi deseo de ser independiente. Dije a mis padres que quería ser enfermera, y mis padres me dejaron que intentase cumplir mi voluntad.
—Y entonces ¿descubrió usted que no era el género de vida que había imaginado?
—Así fue verdaderamente; pero lo descubrí demasiado tarde. Pasé una temporada muy mala, llena de sufrimientos, pero no quise abandonar el hospital para demostrar que tenía valor y capacidad para sufrir los reveses. La matrona que estuvo aquí antes que la actual era una mala bestia. Decía que ella había sufrido mucho en sus tiempos de meritoria, y que estaba dispuesta a demostrarme cuáles habían sido sus calamidades. Y lo hizo; pero, como he dicho, era ya demasiado tarde. Entonces, llegué a la conclusión de que Florence Nightingale debió de tener una imaginación muy rara, y desde luego completamente diferente a la mía. Mi padre murió por aquella época y como consecuencia me vi obligada a tomar un poco en serio mi profesión.
»Bien, aquí estoy; he realizado una parte de mi aprendizaje; no he costado nada a mi madre; no conozco ningún otro trabajo ni creo tener aptitudes para desarrollarlo; y aquí estoy. Cada día me encuentro más disgustada.
Al doctor le agradó la manera como hablaba la muchacha, que no se quejaba de mala suerte ni pedía compasión; pero Waring sabía que no podría ser una enfermera competente aun cuando se lo propusiera.
Pero no tenía interés por el trabajo. Y esto era lo más importante de todo, sobre todo en lo que a él se refería. La muchacha no podía haber visto ni conocido el mortal error que él cometió aquel lejano día. No siendo en el caso de que alguien se lo hubiera manifestado posteriormente, Waring podía considerarse seguro en lo que a ella se refería.
Y aun en el caso de que se lo hubieran contado, ¿lo habría creído la muchacha? Lavinia le admiraba de una manera extraordinaria; de esto no podía dudarse. El doctor suspiró. Era fácil pensar en acontecimientos fatales, pero resultaba difícil no adherirse con exceso a ellos.
Y para evitar hacerlo, el doctor se abstrajo profundamente en su labor. El hospital de la localidad absorbió la mayor parte de su tiempo y de su interés. Al edificio principal fue añadida un ala con una nueva sala de operaciones que él mismo había proyectado y de la que estaba orgulloso. A continuación comenzó a inquietarse por la reparación del viejo edificio, sugirió que se nombrara una nueva Junta directiva y llegó pronto a un acuerdo con el Comité de administración. Esto incrementó la estimación que se profesaba a sí mismo, y hacia mediados del verano, cuando las reformas hubieron concluido, se sintió extremadamente satisfecho, y Pendarvis comenzó una vez más a perderse en el fondo de su memoria.
Y entonces, lo mismo que antes, cuando las cosas marchaban tan bien que apenas podrían ser mejoradas, el golpe cayó de nuevo.
El Comité había nombrado una nueva matrona, a quien Waring no había visto. Waring los había oído hablar de una tal señorita Fiske, pero este nombre no le dijo nada. Y después la vio.
La mujer estaba en el hermoso vestíbulo del hospital, todo resplandeciente, con sus brillantes baldosas y sus maravillosos adornos nuevos, erguida y severa con su gran gorro de anchas alas almidonadas, su vestido duro de matrona; y el doctor la vio.
Después de la primera conmoción, que le produjo la misma impresión que si el corazón se le hubiese subido a la garganta, el doctor vio que la mujer no había cambiado absolutamente nada. Estaba seguro de que la habría reconocido en cualquier otro sitio, y la presencia de su virginal eficiencia habría despertado en él el recuerdo de Pendarvis dondequiera que la hubiera encontrado.
Durante una horrible fracción de segundo, la escena completa se desarrolló en su imaginación. Aquel limpio y blanco salón dedicado a sala de operaciones, brillante y claro; el olor de los desinfectantes, de los anestésicos; Wearne vestido de blanco, a la cabecera de la paciente; las enfermeras con sus vestidos almidonados, las bandejas llenas de instrumentos brillantes, todo rodeándole; y luego…
Con un esfuerzo frenético y consciente arrancó su imaginación del pasado para llevarla al presente; se dio a entender a sí mismo quién era, dónde estaba y lo que se esperaba de él.
Y desplegó todos sus encantos.
—¡Cómo, matrona! —exclamó—. ¡Qué sorpresa más deliciosa! ¡Me habían dicho que debería esperar conocer a una persona verdaderamente espléndida, pero no había esperado encontrar además a una antigua amistad!
El doctor vio que la mujer resplandecía, halagada, en tanto que se estrechaban las manos.
—Yo sabía que iba a encontrarle a usted, doctor Waring. Y esta fue una de las causas de que esperara con tanta impaciencia mi llegada a Woodhouse.
Cuando salió del hospital, el doctor se repitió mentalmente, en diversas ocasiones, estas palabras de la matrona.
¿Tendrían algún significado oculto? ¿Tenía la mujer algún motivo diferente para ir allí?
No podía alejarse esta escena de la imaginación. Sería demasiado pedir de una coincidencia el suponer que solamente hubiera sido el acaso lo que la hubiera llevado a aquella población, y precisamente en aquellos momentos. Primero, Wearne; después, la matrona. ¿Era éste el modo como sucedían las cosas? ¿No habría un designio detrás de todo ello?
* * *
En los días siguientes, el doctor se convenció más y más de que no había sido el ciego azar lo que había llevado a la señorita Fiske a Woodhouse.
Según supo el doctor, la matrona había recibido una oferta de otra colocación tan buena como aquélla, y había escogido ésta; ¿por qué?
Waring adoptó premeditadamente una actitud amistosa con ella, lo que no fue muy difícil, puesto qué la mujer siempre había sentido por él una gran admiración que el tiempo no había disminuido. Cierto día le preguntó por qué había preferido ir a Woodhouse y la respuesta de la mujer, según reconoció el doctor, fue completamente plausible.
—Bien, doctor: tenía que elegir entre este hospital y el de Berryholm, y el sueldo de allí era un poco más grande que éste; lo pensé cuidadosamente, pero al fin decidí venir aquí. Ya sabe usted, doctor, que no me agrada residir durante mucho tiempo en un lugar muy pequeño, lo mismo que le sucede a usted, y perdóneme que lo diga. Me propongo progresar, y tenía que decidir cuál podría ser el mejor punto de partida. Berryholm es un pueblecito muy lindo y tiene un buen hospital, según he oído decir, pero también he sabido que es una ciudad llena de fábricas. Hay mucho dinero, pero no hay clase. ¿Comprende usted lo que quiero decir? Ahora bien; Woodhouse es diferente; las personas del Comité pertenecen a esa clase cuya palabra tiene mucha importancia, y eso es lo decisivo cuando se busca un trabajo desde el cual pueda progresarse, como usted sabe. Además —y al decirlo le miró de manera insistente—, había oído que usted estaba aquí, doctor, y no puedo negar que es muy importante para mí. «Hemos trabajado juntos anteriormente», me dije, «y podremos trabajar de nuevo en perfecta armonía»; si me permite usted decirlo, he tenido muy buena opinión del trabajo de usted en el hospital de Pendarvis; una opinión muy alta verdaderamente. Y todavía hay otra cosa más: tengo parientes cerca de Woodhouse, y esto me atraía. Me agrada tener a las personas de mi familia cerca de mí cuando me es posible. Es muy importante disponer de un sitio al que se pueda ir cuando se está de descanso.
—¡Naturalmente! —dijo el doctor—. Bueno, matrona: espero y deseo que sea usted muy feliz aquí y que no tenga motivos para lamentar su decisión. Como es lógico, me alegro mucho de que esté usted a mi lado. Como dice usted, hemos trabajado juntos de un modo completamente satisfactorio antes de ahora, y tengo la seguridad de que lo haremos nuevamente. Sé bien que puedo tener completa confianza en usted.
La matrona se recostó en el respaldo de la silla y se esponjó satisfecha. Estaban sentados en el despacho de la matrona, en el nuevo pabellón del edificio, una habitación muy agradable con el suelo cubierto de linóleo, paredes abovedadas, sillas de acero y modernidad. La mujer no pensaba que la estancia fuera muy confortable, pero estaba satisfecha de su novedad.
Esta habitación se acomodaba bien a su eficiente personalidad profesional; y las sillas, aun cuando parecieran, pensaba la matrona, las de un bar, resultaban sorprendentemente cómodas.
Un búcaro cilíndrico de rosas, muy mal arregladas, sobre la superficie brillante de la mesa, parecía estar completamente desplazado, y la matrona decidió ponerlo en su dormitorio. Después de todo, aquél era el lugar en que su natural instinto podría conmoverse, puesto que en él tenía colocadas sus fotografías familiares.
—Claro que sí, doctor, claro que sí —respondió a la última observación de Waring—; y sé perfectamente que habremos de llevarnos muy bien. Siempre he dicho que lo mejor de todo es trabajar junto a personas a las que se conoce por completo. Entonces, se está preparado para hacer frente a los puntos débiles del otro, si comprende usted lo que quiero decir, y dispuesta para guardarse de ellos. ¡Y no es que con esto sugiera que usted tenga alguno —continuó mientras reía—, pero si lo tuviera, estaría preparada para defenderme!
¿Contendría aquella observación un significado oculto? Esto es lo que se preguntó el doctor y lo que intentó recordar para examinarlo más tarde.
—¿Ha tenido usted noticias acerca de nuestros compañeros de Pendarvis? —preguntó él.
La mujer negó con la cabeza.
—Solamente de uno de ellos. El doctor Wearne ha muerto, según he oído decir, y las dos enfermeras más jóvenes se han marchado. La enfermera Slater se ha dedicado a trabajar particularmente y ha marchado no sé adónde. De la única que tengo noticias es de la meritoria. ¿La recuerda usted, doctor? Era una muchacha muy linda. Se llama Shelton. Una muchacha muy linda y, además, una perfecta señora.
Alexis Waring acertó a ocultar su verdadero interés.
—Sí, creo recordarla. ¿No era una muchachita morena y muy joven?
—¡Esa misma! —dijo la matrona—. Creo que nadie no podría olvidarla del todo. Era ella bien diferente a las demás enfermeras, o así me lo pareció siempre. De todos modos, no era una muchacha apropiada para un hospital; después he descubierto por qué. Era una muchacha que había descendido en la escala social, por decirlo así, y siempre me ha parecido que detrás de ella debía de haber algo de esta especie. Era muy modesta, sin embargo, y jamás me habló de esta cuestión; pero cierto día fue a verla una tía suya, una tal lady Shelton, una verdadera señora en toda la extensión de la palabra. Iba en un automóvil muy grande, con chofer, y pidió serme presentada y me habló con mucha simpatía acerca de su sobrina.
—Me alegro mucho de que tuviera alguien que se tomara interés por ella —comentó el doctor—. Lo mismo que usted, creo que no era una joven adecuada para la vida de un hospital.
—Así se lo dije a su tía —convino la matrona—; poco antes de que yo me marchara de Pendarvis, la señorita Shelton encontró su ocasión, y fue a pedirme consejo. Su tía había sufrido un ligero ataque al corazón y pidió a la joven que fuera a vivir con ella; dijo que ya no podía continuar viviendo sola. Yo le dije que se fuera; pero, añadí, preocúpese de llegar a un acuerdo económico con ella en primer lugar, puesto que tiene usted que resolver el modo de ganarse la vida. Y la muchacha se fue y todo resultó de la mejor manera posible. La señora murió hace unos dieciocho meses y legó a su sobrina una casita muy linda y una renta suficiente para mantenerse. Y esto le sorprenderá, doctor, pero nos sirve para comprobar que a pesar de su aparente grandeza, el mundo en que vivimos es una cosa muy pequeña, puesto que la casa está situada en Upper Magna, a menos de veinticinco millas de distancia de aquí.
—Y la señorita Shelton, ¿vive allí?
—No; en estos momentos, no. Le escribí y le dije que iría a visitarla… Ya sabe usted que siempre ha sido una muchacha muy agradable, muy simpática, si comprende usted lo que quiero decir, y me escribe regularmente, y siempre en una época como la presente, es decir, por Navidad; y solamente hace tres días, me invitó a que vaya a visitarla, y me dice que si en alguna ocasión tengo algún fin de semana libre no deje de ir a pasarlo a su lado. Esto demuestra lo muy simpática que es, ¿no es cierto?
El doctor Waring dijo que era cierto, aun cuando no estaba muy seguro de qué era lo que debía ser cierto. Tenía muchos motivos para reflexionar, y pensó que ya no quería oír más charlatanerías de la matrona durante aquel día. De modo que se puso en pie y dio por terminada la conversación.
—Bien, matrona; tengo que marcharme aun cuando me gustaría mucho quedarme un rato más charlando con usted. Será preciso que hablemos en otra ocasión acerca de los tiempos pasados, ¿no le parece?
La mujer se sintió satisfecha, y lo demostró por medio de su expresión.
—Yo siempre digo que se puede trabajar más fácilmente con personas capaces de sostener una conversación amistosa conmigo. Algunos doctores son demasiado orgullosos, y no dicen ni una sola palabra cuando el trabajo ha concluido; pero usted es diferente de ellos, doctor. Siempre he tenido un interés especial por usted después de haberle visto trabajar en Pendarvis.