12 de noviembre de 1863
Elise mía, mi único amor, mi amada:
No sé por qué escribo estas líneas. No es porque dude que puedas recibir cartas en el cielo. Me ha resultado imposible dejar de hablarte, a pesar de que ya no estés. He pasado tanto tiempo relatándote mis pensamientos, mis deseos y mis miedos, que algo tan insignificante como la muerte no se interpondrá en mi camino.
Catherine me mandó una carta explicándome lo sucedido, y ni siquiera pude acabarla de leer. Tan pronto como la abrí, supe que algo sucedía. Las manos me temblaban tanto que apenas acertaba a leer. Cuando vi las palabras «Elise ha muerto», el mundo se desvaneció ante mis ojos. Todo se fundió en negro.
Acto seguido, oí unos horribles y atormentados gritos que resonaban con tal fuerza que me dolían los oídos. Tardé unos instantes en percatarme de que los emitía mi propia garganta.
Las lágrimas me empañaron la vista. No veía nada. Me arrodillé en el suelo, agarrándome los costados, rabioso. No sé cuánto tiempo debí de pasar en aquella posición. Supongo que todavía seguiría así de no haber sido por Ezra.
—Peter, tranquilo —dijo Ezra mientras me abrazaba.
Peleé y lo rechacé, si bien no sé demasiado bien por qué. Le pegué una y otra vez, pero él no me soltó. Me apretó con fuerza contra él, sin mediar palabra, hasta que mis gemidos y golpes cesaron.
Finalmente, tras un largo rato, mi cuerpo se cansó. Me quedé apoyado contra él, incapaz de moverme, de pensar o de llorar. Un entumecimiento se había apoderado de mi cuerpo y de mi mente, por lo que me sentí agradecido, si bien deseé que también se hubiera apoderado de mi corazón.
Mi corazón estaba hecho añicos. Nada podía compararse al dolor que sentía, al dolor que todavía siento. Es una herida que no sana en el alma; una horrible tortura que me consume sin cesar.
Es extraño, pues ahora siento afecto por ese dolor constante. Es lo único que me queda de ti. Se diría que te llevo dentro de mí.
Hay momentos en los que creo que me encuentro bien. No como antes, por supuesto, pero si otra persona me viera, no dudaría de mi condición de vivo. Todavía puedo fingir que existo, aunque dentro de mí no haya nada.
Me sucede cuando estoy realizando alguna tarea mundana, como lavar la ropa o ayudar a Ezra con el papeleo: de repente me asalta el pensamiento de que ya no estás viva y jamás volveré a verte reír ni a tocar tu suave piel.
El agujero que tengo en mi interior se ha vuelto a abrir, y mis rodillas ceden ante el peso de mi cuerpo. Me caigo al suelo y lloro desconsoladamente. Y no hay nada que pueda evitarlo. El malestar me asalta a oleadas, sin previo aviso, y solo se desvanece cuando la debilidad logra tomarle el relevo.
De noche, me despierto con el rostro empapado en lágrimas y la garganta dolorida de tanto gritar. No recuerdo haber llorado, y supongo que es mejor así.
Ezra me vigila constantemente y apenas me deja solo. Teme que, en un arrebato, haga una locura y me quite la vida. Supongo que tiene motivos para estar preocupado. Lo cierto es que no anhelo otra cosa que estar contigo en el más allá o, por lo menos, poner fin a la soledad que siento en esta vida. ¿Cómo puedo seguir adelante si tú no estás conmigo?
Lo que me sigue atando a este mundo es la mirada de terror que veo en los ojos de Ezra cuando piensa en una vida en la que no esté yo. Sigo unido a él. La pequeña parte de mi ser que no te pertenecía sigue perteneciéndole a él. Es mi creador, mi amigo, mi hermano, y no puedo abandonarlo a pesar del dolor que siento estando aquí.
El primer mes sin ti viví sumido en la más profunda oscuridad. No hice nada: no podía. Me quedaba en la cama, no quería comer, moverme ni respirar. Ezra estaba a mi lado. Cuando pasaba demasiado tiempo sin alimentarme, vertía su propia sangre en una copa y me obligaba a beber.
En el paladar se me mezclaba el sabor de su amor y el del terror que sentía al ver en lo que me había convertido. Fue eso lo que me sacó de la cama.
Yo morí cuando tú moriste, Elise. Es lo que siento en mi corazón. Incluso sé en qué momento abandonaste este mundo. Fue cuando yo caminaba por la calle y el corazón se me partió en dos, y tuve que vomitar sobre los adoquines. Ese fue el momento de tu muerte. Y ahora lo sé.
Desde entonces, he vivido, he existido. Hago lo que otras criaturas vivas hacen: hablo, respiro, me ocupo de las rutinas del día a día. Los demás me ven y creen que estoy vivo. Pero es una ilusión, un truco de magia. No estoy aquí.
Cuando empecé a funcionar de nuevo, por lo menos en el plano físico, supe que debía regresar a Irlanda. Tenía que verte. Por muy terrible que fuera, y por mucho que yo supiera que ya no estabas con nosotros, tenía que comprobarlo con mis propios ojos. De lo contrario, siempre sentiría que se trataba solo de una pesadilla.
Eso era lo que yo quería: que todo fuera una pesadilla, que estuvieras vagando por el mundo, y que fuera solo cuestión de tiempo que volviéramos a encontrarnos. A veces me resultaba más fácil pensar que estabas en Irlanda, esperando para reunirte conmigo.
Pero tenía que saber que ya no estabas. La posibilidad de que estuvieras viva me torturaría más que la certeza de tu muerte.
Ezra se ocupó de dejar todo lo relacionado con nuestros negocios a buen recaudo para partir en barco tan pronto como nos fuera posible. Las semanas que pasé en alta mar fueron una pesadilla. Recordaba el último viaje, solo unos meses antes: te había escrito infinidad de cartas para liberarme de mis mareos. En esta ocasión no he tenido tal consuelo.
Nací en América y he vivido allí gran parte de mi vida. Pero al llegar a Irlanda me sentí de nuevo en casa. Este es mi hogar, Elise, y siempre lo será. El olor a los verdes y húmedos pastos me embriagó: cuánto había echado de menos estar aquí. Estar contigo.
Cuando llegué a nuestro hogar, justo después del ocaso, esperé verte salir por la puerta para recibirme. Hamlet brincaría contento a tus pies. Pero solo vi a Catherine. Y Hamlet la seguía despacio, moviendo la cola.
Catherine me mostró el lugar en el que te enterró mientras se disculpaba por lo sucedido, aunque yo no oía nada de lo que decía. Su voz se difuminaba y se volvía simple ruido. Como el de un riachuelo que sigue su curso.
Me dejé caer sobre el pedazo de tierra en el que te había enterrado Catherine, bajo un matojo de flores silvestres. Es posible que ella intentara detenerme, pero una vez que mis dedos entraron en contacto con la tierra, ya no pude dejar de excavar.
Cuando logré llegar hasta ti, te saqué de la tierra. Sostenerte en mis brazos fue mucho peor. Había visto cuerpos inertes antes, y había comprobado qué terribles efectos produce en ellos la muerte, de modo que no estaba preparado para ver lo que te había hecho a ti: nada.
Tu piel continuaba siendo una delicada porcelana, tiznada de tierra. Tu cuerpo seguía suave, y la piel, incorrupta, si bien fría. La herida del pecho te había dejado el vestido cubierto de sangre seca pero, de otro modo, habría parecido que dormías. Los insectos y las criaturas que habitan en la tierra ni siquiera te habían rozado.
Te quité la tierra del pelo y te contemplé bajo la luz de la luna. Estabas tan preciosa como siempre. Me quede así, sentado, largo rato, acunándote. Y en aquella posición me habría quedado si Ezra no me hubiera apartado de ti.
Tuvo que tirar de mí con fuerza para conseguirlo. Peleé. Quise escarbar la tierra y yacer junto a ti hasta que la muerte también me llevara. Lloraba, pero apenas me daba cuenta. Lo único que veía era a Catherine depositándote de nuevo en aquel hoyo; tal visión me resultaba insoportable.
—¡Ezra, no! —le grité para que me soltara—. ¡Tengo que estar con ella! ¡Deja que me quede con Elise!
—Peter. —La voz de Ezra resonó tranquila, pero firme también. Sus brazos eran puro mármol. Era imposible liberarse—. Peter, se ha ido. Deja que descanse en paz.
—No lo entiendes —añadí sin dejar de pelear—. No puedo vivir sin ella. No soy nada… Deja que descanse junto a ella. ¡Déjame morir!
Ezra me agarró la cabeza con las manos y me obligó a mirarlo. Me cogía con tal fuerza que pensé que se me iba a romper el cráneo. Sus oscuros ojos atravesaban mi desánimo. Puse las manos sobre las suyas: no tenía intención de apartarlas, sino de agarrarme con fuerza a ellas, al último reducto de cordura que él me ofrecía.
—Lo siento, Peter, pero no puedo —dijo Ezra—. No puedo dejarte morir. Elise no querría que te rindieras y murieras. Haciendo eso, no honras su memoria ni el tiempo que pasasteis juntos. Debes seguir adelante por ella.
»Y si eso no te basta, te lo suplico: no te rindas. Hazlo por mí —añadió—. Sé que es un acto egoísta, pero eres lo único que me ata a este mundo. No sé si lograría sobrevivir sin ti.
Ezra lograba llegar a mí a través de la devoción y no de la lógica. Compartíamos un vínculo que llevábamos en la sangre. Sin ti, solo nos tenemos el uno al otro.
De modo que, por él, decidí seguir viviendo. Permití que Catherine te enterrara y yo me arrastré hasta el lecho que un día compartimos. Las sábanas seguían oliendo a ti; a nosotros. Me agarré a ellas y me las apreté contra la boca para no gritar de dolor.
Dormí y soñé que te hacía el amor mientras el sol despuntaba a través de las ventanas. Nos calentaba la piel, pero no nos importaba. Ni nos dábamos cuenta. Estábamos demasiado perdidos el uno en el otro: tus brazos me rodeaban, mis labios te besaban…
Te recuerdo con perfecta claridad: tu olor, tu sabor y tu tacto. Tus risas y tu sonrisa torcida. Tus mejillas encendidas cuando te confesaba lo hermosa que eras. Las cosquillas que me hacían tus cabellos en el rostro cuando te rodeaba con mis brazos mientras dormíamos.
Catherine me llevó a la aldea en la que la muerte te encontró. Dimos con algunos vampiros, pero no con los que te mataron. Nos quedamos allí unos días, deseando encontrarlos; Ezra me impidió que iniciara peleas que no llevarían a ninguna parte. Cuando me fui, me sentí perdido e impotente. No podía salvarte, ni tampoco vengarte.
Me resultaba imposible estar en la casa que compartíamos, de modo que nos fuimos nada más regresar. Me llevé a Hamlet conmigo. Ya no es la alegre mascota que fue una vez. No le importará vivir en una ciudad. Ya no necesita espacio para correr.
Catherine se quedará en nuestra casa.
—¿Qué pasará con la gente del pueblo? —inquirí antes de partir.
—Que hablen. —Catherine le restó importancia con un ademán—. Que piensen que soy una bruja o un demonio maléfico. No me importa. No voy a abandonar estas tierras en las que descansa Elise.
—Cuidarás de ella, ¿verdad? —le pregunté.
—Como siempre lo he hecho.
Dejé a Catherine a tu cuidado una vez más. Quizá debería haberme quedado con ella. Pero creo que me resultaría imposible sobrevivir en aquella casa, rodeado de tantos recuerdos. Tenía que abandonarlo todo si quería quedarme con Ezra.
Todavía no sé qué haré sin ti. Pero seguiré adelante.
Siempre te quiere y te querrá,
Peter