8
NINGÚN CABO SUELTO

MIRIAM ALLEN DEFORD


Los dos hombres penetraron silenciosamente en la gran mansión por la puerta de atrás, donde ningún vecino podía verles. No tenían llave de la puerta principal y nadie les habría abierto si hubieran llamado al timbre.

—Está bien —dijo Ferguson—. Nos detenemos un momento y tomamos una o dos copas. ¿Hay algo…?

Girdner le miró fríamente.

—Se trata de un asunto mío. Hazlo una vez más y el trato se habrá roto. Encontraré a alguna otra persona. Iros a vuestra habitación, los dos.

Ella podía llegar en cualquier momento.

Llegaba tarde, como siempre. Girdner hizo una mueca. Llegaba tarde a su propio funeral.

Y también al de su esposo.

Era casi la una de la mañana cuando escuchó su coche. Aquél era el momento más peligroso.

Era una noche oscura, sin luna; él había pensado en todo, como hacía siempre. No encendió la luz del porche, sino que se limitó a abrir la puerta suavemente para permitir que ella entrara. Después, él mismo condujo su coche hacia la parte lateral de la casa, donde los arbustos eran más espesos. Haberle indicado a ella dónde tenía que dejarlo, habría significado una discusión. No tardó en volver y cerró la puerta tras él.

Ella estaba de pie en el vestíbulo, esperando. Y él no le pidió que pasara a la sala de estar.

—¿Está todo preparado? —preguntó ella, con aquel arrogante tono suyo.

—¿Tiene usted todo listo? —devolvió él la pregunta.

Cuando se trataba de arrogancia, podía golpearla hasta arrojarla al suelo.

—¿Se refiere al dinero? —preguntó ella, sonriendo—. Lo he traído. La mitad ahora y la otra mitad… después.

Girdner se tragó su furia.

—No fue eso lo que acordamos, madame. Está usted comprando algo, y yo lo estoy vendiendo. Si no hubiera usted sabido que yo poseía lo que deseaba y que podía garantizar su entrega, no habría venido a verme. Tengo que pagar a mis hombres mañana por la mañana. Págueme lo que acordamos y habremos terminado.

Ella sacudió la cabeza en un gesto de terquedad. Girdner apretó los puños.

—¿De qué tiene miedo? —preguntó él—. ¿De un chantaje? Soy un comerciante. Una vez vendida mi mercancía ya no tengo nada más que ver con el cliente.

—Usted no…, pero los hombres que ha contratado…

—Esa es exactamente la palabra… los he contratado. Les he contratado ya con anterioridad y, sin duda alguna, les volveré a contratar, a ellos o a otros como ellos. Son técnicos… especialistas. No tienen otro interés que realizar su trabajo y que se les pague por ello.

—Debe recordar, además, que, tanto en mi caso como en el de ellos, cualquier futura insatisfacción hará que quede usted inevitablemente envuelta en ello. Ninguno de nosotros puede acusar al otro sin eso. Eso nos protege a ambos… o a todos nosotros, si así lo prefiere.

De mala gana, ella abrió su bolso de piel de cocodrilo. El contó cuidadosamente el dinero, inspeccionando los billetes para comprobar que no hubiera números seguidos, así como ninguna relación de denominaciones. Después, dejó el fajo descuidadamente sobre la mesa del vestíbulo y volvió a abrir la puerta.

—Buenas noches, madame, y adiós. No encienda las luces de su coche hasta que no llegue a la carretera —sonrió ligeramente y añadió—: Pasado mañana, sus sueños se habrán convertido en realidad. Felicidades.

Cerró y aseguró la puerta una vez ella hubo salido. Permaneció allí, escuchando, hasta que el coche se hubo marchado, recogió después el fajo de billetes, apagó la luz del vestíbulo y subió las escaleras.

Se metió directamente en la cama y durmió profundamente durante ocho horas.

Dunlap, el sordomudo a quien Girdner había rescatado años antes de los barrios bajos y que ahora le servía con una lealtad servil, preparó el desayuno para Coates y para Ferguson en la cocina. Girdner lo recibió en su habitación, servido en una bandeja. Una vez desayunado, bañado, afeitado y vestido, bajó a su estudio y llamó para que los dos hombres se reunieran con él.

Les observó a ambos con una mirada crítica: Coates, el más alto, estaba tranquilo y taciturno, como siempre, pero Ferguson parecía muy inquieto y preocupado. Girdner tomó nota mental para sustituirle en el próximo contrato. Sin embargo, hoy podría hacerlo; sólo estaba allí como ayudante de Coates y podía confiar en Coates para que siguiera las órdenes e hiciera las cosas de un modo competente, siempre y cuando su paga estuviera segura en su bolsillo.

Había mucho tiempo: James Wardle Blakeney nunca llegaba a su oficina antes de las 11.30 de la mañana.

—Ya sabéis lo que tenéis que hacer —dijo Girdner duramente—. ¿Alguna pregunta?

—Exactamente lo mismo que en el caso de Sánchez, ¿no es verdad? —preguntó nerviosamente Ferguson.

—Completamente diferente al caso de Sánchez —dijo Girdner con energía—. Aquello fue un golpe directo y el resultado fue accidental. En esta ocasión, se nos paga para que provoquemos un accidente.

Ferguson tuvo el mal gusto de reírse disimuladamente. Girdner decidió que, en efecto, tenía que prescindir de él y, desde luego, aquello significaba que tendría que ser eliminado. ¿Cómo se podía haber deteriorado tanto un hombre de su experiencia? Girdner se dio cuenta de que Coates mostraba una expresión ceñuda; probablemente estaba pensando en lo mismo.

—Además —añadió Girdner—, deberías tener mejor sentido y no mencionar asuntos pasados.

—¡Oh, claro, claro! —exclamó Ferguson con nerviosismo.

«Me pregunto —pensó Girdner— si esto le está ocurriendo porque se ha casado. El matrimonio arruina a un buen hombre que desarrolla su clase de trabajo.» Captó deliberadamente la mirada de Coates y, sin que Ferguson se diera cuenta, puso unos cuantos billetes más en uno de los montones que había colocado sobre la mesa. Coates asintió imperceptiblemente.

—Aquí está vuestro dinero —dijo Girdner—. Contadlo y marcharos. Conocéis el plan y tenéis vuestros billetes de avión. ¿Está todo correcto?

—¡Oh, claro, claro! —volvió a exclamar Ferguson, metiéndose su dinero en un bolsillo, sin contarlo.

Coates, por el contrario, los contó cuidadosamente, volvió a asentir con la cabeza y se puso el dinero en la cartera. «Adiós, Ferguson», pensó Girdner; se reuniría con James Wardle Blakeney antes de que hubiera terminado el día.

Los dos hombres abandonaron la casa por la puerta de atrás. Girdner escuchó hasta que oyó cerrarse la puerta y a Dunlap correr el cerrojo. Después, dejando a un lado sus preocupaciones, se reclinó en el sillón y encendió el primer puro del día. Otro buen negocio del que tenía que dejar de preocuparse. «Creo —reflexionó— que me voy a tomar un descanso…, quizá haga un viaje a alguna parte antes de aceptar otro trabajo. No vale la pena ser avaricioso.»

De haberle conocido, James Wardle Blakeney habría sabido que tenía varios rasgos comunes con Augustus Girdner: era reservado, orgulloso, independiente, tenaz y puntual. También tenía un buen número de rasgos totalmente diferentes a los de Girdner, pero ésos no tenían ninguna importancia por el momento.

Con objeto de mantenerse en forma —una cuestión de vanidad para un hombre de cuarenta y cuatro años casado con una mujer de veintiséis— había decidido andar el par de kilómetros que separaban su residencia del despacho, cada vez que estaba en la ciudad, e independientemente del tiempo que hiciera, como no fuera un huracán o una ventisca. Siempre seguía el mismo camino, andando con rapidez, sin prestar ninguna atención a todo lo que le rodeaba, dirigiendo su mente hacia los problemas que le esperaban en el despacho.

El gran problema de hoy era la fusión metropolitana. ¿Debía o no debía utilizar aquel chisme nuevo durante el inminente almuerzo-conferencia? ¿Era ético? Los resultados beneficiosos de su utilización, ¿superarían su dudosa propiedad? Pensó en Newnham; era un cliente muy astuto; sin duda alguna, lo habría utilizado de haber sido el primero en conseguirlo. Sí, decidió, lo haría. Se llevó la mano al bolsillo de su chaqueta. Resultaba divertido pensar en lo que podía hacer la tecnología en estos tiempos.

En aquel momento, y de un modo muy engorroso, fue abordado por un hombre que venía en dirección opuesta. Le fastidió sobre todo porque no reconoció a aquel hombre pequeño, pulcro y sonriente que se detuvo ante él, extendiéndole la mano en espera de que se la estrechara.

—¡Míster Blakeney! —dijo el hombre, mostrándole sus brillantes dientes—. ¡Qué agradable volverle a ver!

Blakeney se encontraba con mucha gente por cuestiones muy diferentes. No había memoria capaz de recordar todos sus rostros y todos sus nombres. Y, lo que era peor aún, últimamente notaba con disgusto cómo su memoria había ido perdiendo aquella elasticidad de hacía veinte años. Pero el sentido de la amabilidad le impulsó a estrechar la mano tendida hacia él.

—Me alegro de verle… —empezó a decir, confiando en no mostrarse tan abrupto como para ofender a alguien que podía sentir que tenía un cierto derecho a ser recordado.

Pero el hombre pequeño, en lugar de hablar, agarró la mano de Blakeney con una sorprendente fuerza y, para perplejidad y alarma del financiero, le arrastró, como si estuviera tirando de un pez capturado, hacia un coche que se había detenido junto a la acera. Antes de que Blakeney pudiera darse cuenta de lo que estaba sucediendo —su pensamiento había estado profundamente preocupado por lo que iba a hacer sobre la fusión metropolitana—, otro hombre, alto y fornido, le cogió del otro brazo. Entre los dos, le metieron en el vehículo y en menos de un minuto se encontró tumbado en el suelo del asiento trasero, amordazado, con los ojos vendados, una manta sobre su cuerpo y con los pies del hombre más alto firmemente plantados sobre su espalda. Blakeney se retorció y gorgoteó unos sonidos sin efectividad alguna mientras el coche avanzó tranquilamente por la calle.

Blakeney no tardó en dejar de retorcerse. No cabía la menor duda de que había sido raptado para obtener un rescate; creía que aquella clase de cosas habían dejado de suceder desde antes de la Segunda Guerra Mundial. Pero recordó muy bien las crónicas que había leído sobre sucesos similares, comprendiendo que sólo las víctimas que habían mantenido la cabeza fría y habían utilizado su inteligencia fueron las únicas no sólo en salir indemnes de la situación, sino incluso en poder conducir a la policía hacia los criminales lo que, en algunos casos, permitió hasta recuperar el dinero del rescate. Tenía todos los sentidos bloqueados, excepto sus oídos, así es que los podía utilizar.

Sabía la rutina del procedimiento por intuición. Sería llevado a un lugar apartado y oculto, donde le mantendrían incomunicado, mientras los secuestradores enviaban una nota pidiendo el rescate a su esposa, o la llamaban por teléfono, o bien se ponían en contacto con cualquiera de sus socios en los negocios. Probablemente, harían esto último, puesto que Iris no tenía la menor idea de dónde o cómo conseguir la considerable suma que, sin duda alguna, exigirían. Tanto ella como su socio serían advertidos para que no informaran a la policía; pero él temía que lo hicieran así, tratando de ocultarlo. Preferiría que no lo hicieran; a las personas raptadas les pueden suceder cosas muy desagradables si los intermediarios no obedecen las órdenes.

Por el ruido, se dio cuenta de cuándo penetraron en el túnel y de cuándo salieron, y poco después la calzada pavimentada se convirtió en un camino en mal estado y los otros coches que había estado escuchando hasta entonces fueron disminuyendo hasta que el ruido de sus motores desapareció por completo. Cerca de toda gran ciudad, y a una distancia fácilmente alcanzable, suelen existir enclaves de zonas no desarrolladas urbanísticamente o abandonadas, a las que nadie suele acudir. Estos hombres eran profesionales; habrían preparado ya algún lugar donde ocultarle. Tenía una idea bastante buena de la dirección de donde habían llegado, procedentes de la ciudad, y podía recordar algunos de los puntos por los que había pasado, en una u otra ocasión, con su propio coche. Se imaginaba que en alguno de aquellos lugares debía haber alguna casa abandonada.

Sin lugar a dudas, el vehículo se detuvo… Por lo que había podido apreciar, se trataba de un desvencijado cacharro, lo que volvía a demostrar la experiencia de aquellos criminales; sin duda alguna, lo habían adquirido a buen precio de un lote de vehículos de segunda mano, y todo lo que se le exigía al coche era que los llevara adonde habían llegado y que regresara después, sin él y sin uno de los secuestradores; después, sería abandonado en cualquier calle solitaria. De este modo, no había ninguna complicación con vehículos robados. Con su gran talento para las cuestiones administrativas, Blakeney casi aprobó las disposiciones: eran limpias y similares a cualquier negocio.

—Fuera —dijo el hombre alto del asiento de atrás, apartando los pies del cuerpo de Blakeney, cubierto hasta entonces por la manta.

Fue la primera palabra pronunciada por aquel hombre. Se levantó la manta y Blakeney se arrastró trabajosamente hacia la puerta abierta, poniéndose después en pie sobre el terreno accidentado.

Tenía la vaga impresión de que había árboles a su alrededor; estaba seguro de que había uno cerca, contra el que terminó por apoyarse hasta que sus brazos y piernas empezaron a dolerle a causa de las espinas. Ahora le llevarían al interior de la casa, que debía estar muy cerca; le introducirían en una habitación oscura, que sería la celda de su prisión hasta que fuera rescatado. Lo que no podía imaginar era que no había ninguna casa en más de un kilómetro a la redonda.

—Está bien —dijo Ferguson—. Muévete.

Se estaba dirigiendo a Coates, que dejó de apretar el brazo de Blakeney. Ferguson se metió entre dos pinos bajos en aquel camino abierto en el bosque y apuntó cuidadosamente hacia la nuca de Blakeney.

Blakeney cayó boca abajo, pesadamente, sin un sonido. Hubo una sacudida momentánea y después se quedó quieto.

—Bastante bien, ¿verdad? —preguntó Ferguson echándose a reír.

Era una risa que parecía un gimoteo.

—Tan limpio como un buen silbido —dijo Coates, mostrándose de acuerdo—. He oído decir que siempre lo eres.

Y, ahora, debía tener en cuenta los cambios en el plan original.

Ferguson estaba todo emocionado. Coates le miró con disgusto. Girdner tenía razón: Ferguson había sido un hombre muy útil en su época, pero su época ya había pasado. Ahora se había convertido en una persona de la que se podía prescindir.

—Bien —dijo Ferguson excitadamente—, ahora hazle rodar… es pesado. Le dejaremos la cartera… tienen que encontrar la tarjeta de identidad…, pero un tipo como éste debe llevar bastante dinero encima, y no hay razón alguna para no cogerlo. Será una especie de paga extra —dijo, riéndose disimuladamente.

Cambio de plan número uno: no se debe coger ningún dinero a Blakeney, o la policía sabría que habría habido una tercera persona involucrada. No había tiempo que perder.

Ferguson se colocó el arma en la pistolera y encendió un cigarrillo. Estuvo hablando y moviéndose todo el rato.

—En cuanto hagamos eso, nos metemos en el coche y nos marchamos, ¿eh? Llegamos a la ciudad, dejamos este cacharro donde dijiste y después podemos irnos al aeropuerto por separado. Tú sigues tu camino y yo el mío. ¿Has hecho algún otro trabajo anterior para Girdner?

—Dos veces —contestó Coates—. ¿Y tú?

—Algunas más. Pero nunca nada como esto…, sólo trabajos ordinarios —se echó a reír—. Con éste no hemos perdido el tiempo, ¿verdad? Ese tipo de Girdner… ¡qué cerebro!

—Cierra el pico —dijo Coates.

Una conversación tonta era una de las cosas que más le disgustaban.

Ferguson volvió a reír, y siguió hablando:

—¿Quién va a escuchar, excepto tú y nuestro difunto amigo? ¡Vaya! ¿Sabías que existiera una organización como ésta? ¡Eso sí que es convertirse en una viuda rica de un golpe! Me pregunto cómo pudo ponerse en contacto con Girdner.

—De la misma forma que lo hicimos nosotros —dijo Coates—. Conexiones del sindicato. Ella no es como nosotros, pero, desde luego, tampoco es un ángel. Probablemente, lo tuvo todo planeado desde el principio. Y ahora, si quieres…

—Está bien, está bien. Déjame que recupere la respiración. No hay prisa. ¡Vaya! Supongo que es eso… ¡ella es la mitad de joven que él y dos veces más hermosa! —Ferguson se echó a reír sofocadamente—. Probablemente, él se la encontró en un bar y después ella le atrapó. En el fondo, la admiro. Naturalmente, Girdner tuvo que haber elaborado los detalles con ella; pero todo el asunto… escribir la nota de rescate ella misma… tal y como dictara Girdner. Supongo que fue así. Y él se habrá ocupado de que ella tuviera una máquina de escribir segura, de la que poder desembarazarse luego… Y después, dársela a la bofia, tras haber hecho como si pagara el rescate… y te apuesto a que ha sido una buena suma… Nosotros hemos cobrado bien, pero eso sólo era una pequeña parte del total…

Coates ya había escuchado bastante.

—¡Eh! —gritó duramente—. ¡Mira aquí!

Alarmado, Ferguson se volvió. Instantáneamente, Coates, que tenía el doble de peso y de fuerza, se abalanzó sobre él, al mismo tiempo que Ferguson sacaba el arma de la pistolera —las dos balas debían proceder de la misma arma—, y antes de que el pequeño hombre se hubiera dado cuenta de lo que ocurría, Coates le disparó en la sien, situando el arma lo bastante cerca como para dejar en ella señales de pólvora.

Ferguson se derrumbó de golpe. Hábilmente, Coates soltó la mano del muerto, que empuñaba el arma con fuerza.

No necesitaba limpiar sus huellas…, ni siquiera en el coche; no había tocado nada que pudiera mostrar sus huellas y en cuanto a Ferguson, ya no importaba.

Cambio de plan número dos: no podía llevarse el coche. Sería otra forma de demostrar que una tercera persona había estado involucrada. Bueno, todavía era temprano y no le separaban más de seis o siete kilómetros hasta la próxima parada de autobús en una pequeña ciudad. ¿Le quedaba alguna cosa por hacer?

Sí, la parte del dinero de Ferguson. En realidad, se lo había ganado él, Coates y, por otra parte, resultaría sospechoso dejar allí a Ferguson con tanto dinero.

Lo cogió todo, excepto la suma razonable que se supondría podría llevar una persona como Ferguson. Unió los billetes a los suyos, colocándolos todos en el cinturón preparado para llevar dinero, que había traído para que no le abultara demasiado en los bolsillos. ¿El billete de avión de Ferguson? No, sería mejor dejarlo. Eso les permitiría saber quién fue, antes de identificar incluso sus huellas. Coates se ató los pantalones sobre el cinturón y echó un vistazo a su alrededor para asegurarse de que no se había olvidado de nada.

Todo estaba bien. Ferguson había comprado el coche; Coates nunca le había visto hasta que se encontraron la noche anterior en la casa de Girdner; así pues, no había nada que pudiera relacionarles a ambos. Sólo una cuestión más: ¿debía acelerar el descubrimiento mediante una llamada telefónica anónima? Girdner había dejado bien claro que el cuerpo de Blakeney debía ser encontrado con rapidez; se tenía que poder disponer de un esposo muerto antes de dar lectura al testamento. Este lugar estaba aislado. ¿Habría por allí cazadores, chicos o excursionistas que pudieran encontrarse con los cuerpos al día siguiente o así? Quizá no.

Bueno, antes de coger el autobús telefonearía a la comisaría central de policía de la ciudad para darles el soplo, y después colgaría. Por su parte, ella llamaría a la policía en cuanto recibiera la nota donde se pedía el rescate, que ella se había dirigido a sí misma; para entonces, todo habría aparecido ya en los periódicos y en la televisión.

Dando un último vistazo a la satisfactoria escena, Coates comenzó a caminar confiadamente por el camino que llevaba hacia la carretera, manteniéndose alerta para ocultarse en cuanto viera pasar a alguien. Pero ningún ser viviente se cruzó con él, excepto un solitario conejo. Si seguía teniendo aquella misma suerte, se encontraría con pocos vehículos en la carretera a aquella hora del día, y si veía venir a alguno empezaría a correr como si estuviera realizando ejercicios gimnásticos. No iba vestido tan elegantemente como Girdner, pero iba vestido lo bastante bien como para ser considerado como un nuevo devoto de la nueva manía del ejercicio de correr al aire libre. En cualquier caso, nadie le confundiría con un secuestrador, ni se pararía para detenerle.

Siguió andando a paso largo, sonriendo al recordar el repentino terror que se reflejó en el rostro de Ferguson un segundo antes de morir. Que la policía tratara ahora de desentrañar el rompecabezas de por qué el secuestrador había matado a su víctima y después, repentinamente, por alguna razón inexplicable, se había suicidado con la misma arma.

Coates se sintió satisfecho de aquel buen trabajo, tan bien hecho. Había sido un trabajo verdaderamente profesional en el que no había quedado ningún cabo suelto.

Todo funcionó con exactitud. Iris Blakeney ni siquiera estaba nerviosa. No se puede estar nervioso, al menos cuando todo está a cargo de un empresario como Girdner. Todo lo que tenía que hacer era seguir con exactitud sus instrucciones, y así lo hizo. Al parecer, uno de sus hombres hasta había llamado por teléfono para asegurarse de que el cuerpo del pobre James fuera descubierto con rapidez, y así sucedió, en efecto, antes de que oscureciera aquella misma noche.

Ensayó de nuevo la conmoción y la pena que debía sentir en cuanto supiera las noticias. El teléfono no tardaría en empezar a sonar, y después sería acosada por los periodistas y por los amigos de James y por sus parientes y socios de negocios. Gracias al cielo ella no tenía ninguno. Sólo tendría que pasar una semana o dos de conmoción y fastidio, y después comenzaría su nueva, su maravillosa nueva vida. Sí, ya sonaba el timbre en la puerta principal; se puso en tensión para enfrentarse al primer encuentro, mientras escuchaba a la criada acudir a abrir la puerta.

Dos hombres entraron en la casa. Iban vestidos con ropas civiles, pero, desde luego, ella se dio cuenta de que se trataba de policías.

—¿Tienen ustedes…, tienen ustedes alguna noticia? —preguntó con voz temblorosa, como si no hubiera escuchado las noticias en la televisión.

Escuchó, casi medio desmayada, cómo uno de ellos comenzó a recitar la letanía que precede a todo arresto desde la ley Miranda.

—¡Pero qué diablos…! —empezó a decir, pasando rápidamente de la conmoción a la expresión de rabia.

—Vamos, hermana —dijo fatigadamente uno de los policías—. ¿Sabe lo que encontramos en el bolsillo superior de la chaqueta de su esposo? Uno de esos hermosos y pequeños magnetófonos. Al parecer, cuando cayó al suelo lo activó de algún modo. ¡Y vaya si hay cosas interesantes en esa cinta!