5
G R A N N Y

RON GOULART


Se podía escuchar al viejo gritando por encima del sonido de la tormenta, emitiendo el agudo grito por una boca sin dientes.

Roy McAlbin, de estatura media y un ligero exceso de peso, sacó un cigarrillo del bolsillo de su impermeable y se apoyó sobre el borde de la balaustrada. La lluvia caía pesadamente, dejándole únicamente la espalda libre.

—¿Y qué es eso, doctor Caswell?

—No soy médico, míster McAlbin —dijo el delgado. Caswell, de edad media, que estaba de pie sobre el felpudo situado junto a la entrada del edificio de oficinas.

—Está bien, míster Caswell, ¿por qué ese viejo está gritando allá en su cabaña?

Caswell, restregó la palma de su mano izquierda sobre el pomo de cristal de la puerta de su oficina, y frunció el ceño, mirando por encima de la balaustrada de madera.

—Míster McAlbin, siento simpatía por el hecho de que como periodista, aun cuando sea un periodista libre sin compromiso con ninguna publicación, siente curiosidad. Pero no puedo empezar a contestar todas las preguntas que se le ocurran.

—Tampoco es usted un psicólogo, ¿verdad?

—No, yo no lo soy, aunque aquí en Paxville Woods disponemos tanto de doctores calificados como de personal psicológico acreditado.

—También ha conseguido a uno de los más conocidos pintores primitivistas de América —dijo McAlbin por entre el humo de su cigarrillo con filtro, restregándose después las húmedas y mofletudas mejillas con los dedos—. Hay una gran cantidad de gente interesada en Granny Goodwaller, míster Caswell.

—Sí, lo sabemos, míster McAlbin —contestó Calwell—. Pero sigue usted poniendo un terrible énfasis en la palabra conseguido.

—Bueno, le diré una cosa —dijo—, siento una gran curiosidad por saber por qué Granny Goodwaller abandonó su apartamento hace tres meses y se marchó a la colina, a su villa de Paxville. Me pregunto por qué está ahora aquí, en Paxville Woods, en una cabaña en la que nadie puede entrar. Me gustaría hacerle una entrevista.

—Sí, le comprendí desde la primera vez que se presentó y me planteó su caso —dijo Caswell, dejando de restregar el pomo de cristal y acercándose más a McAlbin—. Paxville es un lugar maravilloso para gente mayor. Allí, detrás del bosque, disponemos de casas y apartamentos donde nuestros ancianos, individualmente o por parejas, pueden vivir sus últimos años rodeados de una bien ordenada comodidad. Aquí, en el hospital y en la zona de cabañas disponemos evidentemente de mayores facilidades de tipo médico. Disponemos incluso de unos cuantos bungalows privados destinados a cuidados intensivos.

—¿Quiere decir eso que Granny está enferma?

—Granny tiene noventa años —dijo Calwell—. Como usted dice, es una de las grandes artistas norteamericanas. Nos sentimos muy honrados cuando ella decidió, hace ya cerca de cinco años, venir a vivir a nuestro complejo de Paxville, que por entonces acababa de iniciar sus actividades. Ella es una mujer muy anciana, míster McAlbin. Necesita muchos cuidados y no puede ser entrevistada.

—¿Pero sigue pintando aún?

—Sí, Granny conserva su fortaleza y sigue produciendo bastante. Si visita usted cualquiera de las exquisitas galerías de arte de Paxville Village, o bien la galería de Brimstone, podrá ver expuestas sus últimas obras. Puede que los óleos originales resulten un poco caros para alguien que se dedica al juego de escribir libremente, pero también podrá encontrar deliciosas tarjetas de saludo y algunos grabados.

—Ya he visto las pinturas en Paxville —dijo McAlbin.

El anciano que habitaba la cabaña individual de la colina había dejado de gritar. La lluvia, fría y dura, seguía cayendo. La tarde estaba empezando a oscurecerse.

—La exhibición de pinturas de Granny en la galería Marcus de Nueva York…, se trata de obras recientes, ¿verdad?

—Sí —contestó Calwell—. La Marcus Card Company ayudó a Granny a hacerse famosa, y ella insiste en que sean ellos los que consigan sus mejores obras. Bueno, en realidad, no puedo concederle mucho más tiempo, míster McAlbin. Gracias por su interés por Granny. Le voy a decir que ha venido usted y estoy seguro de que eso hará aparecer en su rostro una sonrisa triste y dulce.

—¿Dónde trabaja ahora? ¿En esa cabaña suya? —preguntó McAlbin arrojando la colilla por encima de la balaustrada, hacia el césped cortado que había cerca del porche.

—Sí, a veces pinta en la cabaña —confirmó Caswell—. Además, dispone de un gran taller aquí, en nuestro edificio principal.

—¿Podría verlo?

—Se trata simplemente de una gran habitación, llena de lienzos extendidos, y que huele mucho a pintura y a trementina.

—El ver los lugares donde trabajan los artistas me ayuda mucho —dijo McAlbin—. Aún tengo la intención de escribir algo sobre Granny Goodwaller y su trabajo. Como usted no me va a permitir visitarla, lo menos que podría hacer es dejarme ver el lugar donde ella crea sus pinturas.

Después de un breve bufido, Caswell dijo:

—Está bien. Venga por aquí —comenzó a andar a lo largo del porche y volviéndose, frunció el ceño y dijo—: Y, por favor, no arroje más colillas sobre el césped.

McAlbin abandonó el lugar quince minutos después. Bajo su impermeable, envuelto en un paño lleno de pintura, llevaba una espátula y una taza de té que había cogido en el frío estudio, mientras Caswell le bajaba un álbum lleno de pruebas de tarjetas de saludo. Mientras avanzaba por el camino empedrado, dirigiéndose hacia la zona de aparcamiento, McAlbin metió las manos en los bolsillos de su impermeable. Unas dos docenas de cabañas se extendían por las cinco o seis hectáreas de terreno de Paxville. La hierba y los arbustos se veían limpios y cuidados; la mayor parte de las flores empezaban a descolorarse y a marchitarse. McAlbin había llegado hasta aquí, en Connecticut, impulsado por un presentimiento. «Estoy en lo cierto», se dijo a sí mismo. Subió a su coche y se dirigió hacia la ciudad.

Las hojas secas se inclinaban y caían, chocando contra las pequeñas ventanas emplomadas de la galería de arte de Brimstone. McAlbin se colocó un puño pálido en el bolsillo de su abrigo y produjo con su lengua un sonido que trataba de ser un débil eco del viento y de las hojas muertas. «No, no», murmuró. Estaba ahora de pie, apoyado contra una de las paredes de la gran sala de la galería, después de haber pasado cuidadosamente de un cuadro de Granny Goodwaller a otro. Ahora se había detenido ante una luminosa escena de niñas pequeñas que le estaban colocando una silla de montar a un poney, en medio de un campo veraniego: figuras pequeñas un poney de patas tiesas y color marrón. «No», repitió McAlbin.

—De ninguna manera —dijo una voz amable justo su lado.

McAlbin se volvió dándose cuenta de la presencia e una jovencita de pelo castaño, cuyo rostro aún estaba arrebolado a causa del viento mañanero que soplaba en el exterior.

—¿Perdón? —dijo él.

—Estabas mirando de un modo negativo y sólo quería asegurarte que las niñas también tienen poneys de ese color —las pecas configuraron dos débiles arcos bajo sus luminosos ojos—. Yo lo tuve, por ejemplo.

—Estás tranquilizándome —dijo McAlbin—. Cuando era chico nunca tuve un poney, aunque sí una bicicleta. Mi tío la pintó con el mismo color que ese feo caballo.

—No pareces sentir mucha simpatía por el trabajo de Granny.

—No. Si esta rama del arte dependiera de gente con la misma clase de gusto que yo, me temo que no tardaría en desmoronarse toda tu industria sobre Granny Goodwaller.

—No se trata exactamente de mi industria —dijo la chica—. Yo soy copropietaria de una tienda de regalos situada cerca de Paxville Village.

—A propósito, me llamo Roy McAlbin —le dijo—. Soy un periodista libre. ¿Quién eres tú?

—Nan Hendry —dijo la joven, sonriendo tranquilamente—. ¿Entonces no has venido a esta parte de Connecticut para ver nuestras famosas pinturas?

—Sí, aunque no exactamente para admirarlas.

Nan se llevó la mano izquierda a la mejilla, pasándosela por el arco que formaban las pecas.

—No te acabo de entender.

—Mira, Nan —preguntó—, ¿estarías interesada en que cenáramos juntos?

—Sí, eso podría ser agradable. ¿Quieres decir, esta misma noche?

McAlbin volvió a llenar su copa y dejó la botella de vino sobre la mesa, cerca de su mano.

—Me agrada esta pequeña posada —le dijo a Nan— y este pequeño restaurante. Existe en todo el lugar una cierta sensación de europeísmo —los leños colocados en la cercana chimenea crepitaban y se movían, y él se detuvo un momento—. Aunque no deberían servir este vino de Nueva York. No, los únicos vinos buenos de tipo doméstico proceden de unos cuantos vinateros de California, muy poco conocidos.

—¿Has estado en muchos sitios? —preguntó la guapa chica—. ¿En Europa y en todos los Estados Unidos?

—Claro. Una de las grandes ventajas del trabajo libre es la de poder viajar. Sólo necesito llevarme la cámara fotográfica, un poco de ropa limpia y mi máquina de escribir portátil. En realidad, ni siquiera la necesito porque puedo tomar notas taquigráficas; en cuanto a la historia, la puedo escribir más tarde en alguna máquina alquilada, o simplemente la puedo telegrafiar. Todo depende de para quién esté trabajando.

—¿Y quién es en este caso?

—Por ahora, para nadie. No voy a decir nada sobre todo esto hasta que no consiga más material. Después, me dirigiré a alguna de las revistas semanales de noticias, o bien a una revista ilustrada. Les venderé toda la historia por unos honorarios adecuados, sin mayor compromiso.

—¿Qué estás investigando exactamente? No es que trate de fisgonear en tu método de trabajo. Sin embargo, siento curiosidad e interés.

McAlbin bebió un sorbo de vino.

—Eso está bien, Nan. Quiero decirte una cosa: o se encuentra con una gran cantidad de chicas, tanto aquí como en ultramar, que no se preocupan más mínimo por lo que hace un tipo como yo. Cualquier clase de conversación profesional las aburre. No es que se trate de chicas especialmente domésticas. Se trata simplemente de unas imbéciles, poco más. Cuando un hombre llega a los treinta años, y ésa es la edad que he cumplido hace apenas es semanas, la sociedad cree que debe haberse asentado en alguna parte. Sin embargo, yo no puedo ver ninguna razón por la que tenga que hacerlo, especialmente con una imbécil.

—Evidentemente, no estás casado.

—No. La mayor parte de las mujeres no se atreverían a seguir una vida errante como la mía —dijo—. Hace ya seis años que hago este trabajo, casi siete, prácticamente desde que terminé el servicio militar. Te voy a decir otra cosa porque pareces una clase chica excepcional, una chica capaz de comprender: siento un verdadero impulso por descubrir la verdad descubrir la verdad y sacarla a la luz. A veces, la verdad hace daño a la gente; en otras ocasiones incluso la destruye. Pero uno no puede dejar que eso preocupe demasiado. La verdad es como una especie antorcha, y uno tiene que mantenerla encendida.

—Sí, puedo comprender eso, Roy —Nan se tocó mejilla y sonrió—. Existe una gran cantidad de hombres que no tienen el mismo valor que tú. Eso me hace pensar en mi padre.

—¿De verdad? —preguntó McAlbin echándose a reír—. No es ése mi caso; al menos no lo puedo decir así. Mis padres nunca se atrevieron a hacer demasiadas cosas. Ahora, soy más o menos un huérfano.

—Lo siento.

—Se trata simplemente de la verdad. No hay nada por lo que preocuparse.

—Me siento realmente interesada por tu trabajo, Roy —dijo Nan—. Si quieres hablar sobre el proyecto que ahora llevas entre manos, me gustaría escuchar lo que digas. Supongo que, a veces, la clase de trabajo que haces puede llegar a ser muy solitario.

—Bien —dijo él—. No se trata de material relacionado con ningún escándalo matrimonial, ni con ningún crimen sindical. Ni siquiera se trata de una cuestión política. Sin embargo, creo que hay aquí una bonita y pequeña cosecha y voy a tratar de llegar al fondo de las cosas. Mira, hace un par de semanas me encontraba en San Francisco y vi una exhibición de nuevas pinturas hechas por tu Granny Goodwaller Pasé por San Francisco sin sentirme siquiera con ánimos para ver a los amigos que tengo allí. Ellos siguen creyendo que estoy en el Pacífico o en algún lugar parecido. En cualquier caso, Nan, tuve oportunidad de ver esas pinturas y algo me conmocionó. No sé cómo es que nadie se ha dado cuenta de ello hasta ahora. Probablemente es porque Granny Goodwaller ocupa un lugar bastante peculiar dentro del arte norteamericano; no se trata de una verdadera artista y, sin embargo, tampoco es una simple pintora comercial. Es una pintora primitivista, de acuerdo, pero que ha alcanzado un gran éxito. Y que es muy rica.

—¿Qué es lo que notaste? —preguntó Nan, inclinándose hacia él.

—Las pinturas son falsas —dijo McAlbin.

Nan quedó fuertemente impresionada y frunció el ceño.

—¿Quieres decir que alguien está vendiendo pinturas falsificadas de Granny Goodwaller?

—Eso fue lo primero que pensé —dijo McAlbin—. Así es que con mucho cuidado y lo más sutilmente que pude, hice algunas preguntas a la gente de la galería de arte. Se trataba de una tranquila galería de arte situada en la Post Street, y conseguí descubrir que recibían las pinturas de Paxville, Connecticut, de la galería instalada en la ciudad residencial que ha estado manejando los ingresos de Granny desde hace varios años.

—Pero, Roy —dijo la chica—, ¿qué puede significar eso?

—Si estoy en lo cierto —contestó—, y tengo bastantes conocimientos de pintura como para estar bastante seguro, eso significa que en Paxville está sucediendo algo malo. Mira, Nan, ya he descubierto con anterioridad un par de casos de fraudes artísticos, aunque las falsificaciones se referían a pinturas de maestros antiguos. Estoy seguro de que la docena de pinturas que pude contemplar en San Francisco son falsificaciones. También sucede lo mismo con la mayor parte de las que están exhibidas en Paxville, con diez de las quince que se encuentran en la galería de Brimstone, donde nos encontramos esta mañana.

Nan respiró profundamente.

—¿Qué crees que está sucediendo exactamente, hoy?

—Puede suceder que Granny, que ya tiene noventa años, no pueda realizar todo ese trabajo con la rapidez con que solía hacerlo y disponga de un ayudante para asistirla en el cumplimiento de los pedidos —se reclinó en el asiento, poniéndose cómodo la luz del fuego de la chimenea se reflejó en su rostro rechoncho—. Sin embargo, Nan, he venido aquí porque se me ocurrió otra idea, que ahora estoy atando de comprobar.

—¿Cuál es tu teoría?

—Toda la instalación de Paxville se encuentra en un recinto privado —dijo McAlbin—. Lo he comprobado. También he descubierto que Granny Goodwaller no tiene parientes cercanos. Suponte que la anciana se haya dado un golpe y ya no pueda pintar más —se restregó la copa de vino contra su mejilla—. Suponte, que es lo que realmente me intriga, suponte que la anciana y la decana de los pintores primitivistas norteamericanos se puso enferma y murió. Puede que a la gente que está alrededor de Paxville le interese aparentar que está viva.

—Eso sería terrible —dijo la chica—. ¿Por qué razón va alguien a pretender que Granny esté viva si ha muerto realmente?

—Mientras las pinturas de Granny sigan saliendo de su estudio, seguirá llegando a Paxville una gran cantidad de dinero. Caswell y un par de sus hombres son socios en una empresa que comercia con la venta de las pinturas de Granny, comercializándolas. Como ya sabes, además, también utilizan sus pinturas para confeccionar tarjetas de saludo y calendarios.

—Sí, yo misma los vendo en mi tienda de regalos —Nan dejó descansar sus delgadas manos sobre la mesa, sacudiendo la cabeza—. Supongo que lo que tú sugieres es algo remotamente posible, Roy. Sin embargo, parece algo demasiado terrible para que alguien se atreva a hacerlo. ¿Qué dicen las otras personas con las que has discutido tu teoría?

—No soy de esa clase de tipos que se confían a todo el mundo —dijo McAlbin con suavidad—. Normalmente, no lo hago.

—Bueno, aprecio que hayas confiado en mí. Tu teoría es bastante inquietante.

—No se trata únicamente de una teoría —dijo él—. Cuando estuve en Paxville hace un par de días me llevé de allí una espátula y una taza de té, que se suponen pertenecen a Granny. Una vez que termine aquí voy a hacer que comprueben las huellas digitales en Washington…, y hay huellas digitales suficientes para realizar esa comprobación.

—Está bien —dijo Nan—. ¿Y cuánto tiempo te quedarás aquí?

—Aún quiero dar un vistazo a la cabaña de Granny en los terrenos de Paxville —dijo McAlbin—. Y como quiero mantener mi mente muy abierta, hasta intentaré ver personalmente a la propia Granny.

—Quizá pueda ayudarte.

—¿De verdad?

Ella volvió a fruncir el ceño.

—Pensaré sobre este asunto y ya te diré algo —dijo ella.

—De todos modos, he estado hablando demasiado de mí mismo —observó McAlbin—. Cambiemos de tema, Nan. Habla de ti misma.

La joven miró sus manos, bajando la mirada y mordiéndose el labio. Después, sonrió, mirándole a él.

—Está bien, Roy…

El día siguiente amaneció seco y claro. A las diez de la mañana, Nan le llamó. McAlbin había estado sentado sobre el borde de la cama, en su habitación de la posada Brimstone, tomando notas en uno de los cuadernos de colegial que le gustaba utilizar.

—Creo que puedo ayudarte —dijo la joven.

McAlbin garabateó su nombre en el margen del cuaderno.

—¿De qué modo, Nan? No quiero que te mezcles en este asunto de Paxville.

—Lo que me contaste anoche resultó algo muy inquietante para mí. No me gusta que se haga una cosa así precisamente aquí —dijo ella—. Está bien, dices que no estás absolutamente seguro. Creo que deberías estarlo. Y creo que puedo ser capaz de ayudarte a encontrar algo más.

—Lo aprecio mucho, Nan. Sin embargo, hay riesgos…

—No dejes que te eche abajo tus planes, Roy. Pero, en cualquier caso, tengo una idea.

—Adelante, dímela.

—Conozco a uno de los celadores de Paxville Woods. Independientemente de lo que pienses que está sucediendo allí, te puedo asegurar que Ben es un hombre honrado.

—Ben, está bien, ¿y…?

—Me dijiste que querías penetrar en el interior del recinto para echar un vistazo a la cabaña donde vive Granny.

—Así es. ¿Quieres decir que ese amigo tuyo, el honrado Ben, puede introducirme en el recinto?

—Se lo puedo preguntar. Pero primero quería estar segura de que tú estabas de acuerdo.

McAlbin asintió con un movimiento instintivo de cabeza hacia el receptor.

—No parece mal.

—Me pondré en contacto con Ben y trataré de organizar algo para esta noche, o para cualquier noche no muy lejana —dijo la joven con su voz suave y amable—. Si no te importa, me gustaría llevarte allí en mi coche.

—No estoy convencido de que eso sea muy seguro para ti.

—Roy, quiero ayudarte, por favor.

—Está bien, Nan —admitió, asintiendo de nuevo.

—Te llamaré pronto, en cuanto sepa algo.

—Gracias, Nan. Te lo agradezco.

Poco menos de dos horas después, ella le volvió a llamar.

Aquella tarde, McAlbin se encontraba envuelto en el pesado crepúsculo, escuchando. Todo a su alrededor estaba rodeado por una estremecedora tranquilidad. Extendió la mano y tocó la puerta de hierro en la enorme verja que rodeaba todo el recinto. Después, muy lentamente, hizo girar la manija. La puerta se abrió y no sonó ninguna alarma. Dio un suspiro. El amigo de Nan había cumplido lo prometido. McAlbin atravesó la puerta y la volvió a cerrar tras él. Se encontraba en el bosque, lleno de árboles rectos, cuyas hojas caídas crujían al ser pisadas. Avanzó lentamente hacia la colina, moviéndose lo más silenciosamente que pudo.

Tras haber descendido unos minutos, vio las luces de las cabañas que deseaba encontrar. En aquel sector, tres de las seis cabañas tenían luces encendidas. McAlbin se detuvo, aún en el bosque, y sacó de un bolsillo un croquis hecho a lápiz. La cabaña de Granny era la tercera de la izquierda. Levantó la mirada del dibujo, dirigiéndola hacia las cabañas. En la de ella había ventanas iluminadas. Plegó el papel y sacó su cámara fotográfica en miniatura.

No había sirvientes cerca de la cabaña. Permaneció a la sombra de los árboles y se aseguró de ello. Después, mientras la noche comenzaba a caer lentamente a su alrededor, McAlbin avanzó por el campo. Se inclinó bastante al llegar cerca de la vivienda de Granny y se aproximó paralelamente al seto que la rodeaba. Después, se fue elevando, mirando muy cuidadosamente hacia la ventana iluminada.

Una radio estaba tocando música antigua en su interior. Escuchó el sonido producido por el balanceo de una mecedora. McAlbin ajustó su cámara y se aproximó a la ventana. Se levantó por completo y pudo mirar hacia su interior. Había un caballete en la habitación construida con troncos de pino. Sobre el caballete vio una pintura, semiacabada, de gente menuda en un trineo. McAlbin vio una cabeza gris y una espalda cubierta por un chal de lana. Una mano estaba extendiendo débilmente una turbia pintura marrón sobre los flancos de un diminuto caballo. Hizo una fotografía.

La mano dejó entonces la espátula a un lado, se quitó la peluca gris. Caswell se levantó, se quitó el chal de la espalda y apuntó una pistola directamente hacia la ventana.

McAlbin saltó, corrió… en una nueva dirección, tratando de no seguir el mismo camino por donde había venido.

Las últimas luces del día habían desaparecido y una suave oscuridad azulada llenaba todo el bosque. Los árboles terminaron por convertirse en sombras negras. Sin embargo, se sentía rodeado por una tranquila y ominosa claridad. McAlbin se apretó los fuertes dedos de sus manos contra su blando pecho, aspirando la mayor cantidad de aire que pudo. Trató de respirar en silencio, pero no podía evitar un ligero silbido mientras subía lentamente por la colina, atravesando el bosque.

Se detuvo un momento, escuchando para ver si alguien le perseguía, pero no oyó nada. Una tenue y fría neblina se estaba extendiendo por entre los desnudos troncos de los árboles. Continuó su camino hacia arriba. Las hojas crujían a cada paso que daba, por mucho cuidado que llevara, señalando así el camino que seguía. McAlbin se detuvo de nuevo, escuchando con atención. No escuchó ningún sonido, a excepción de los que él mismo producía. Sus costillas empezaban a dolerle, apretándole los pulmones. Suspiró y reanudó su ascenso.

McAlbin no podía seguir una marcha rápida entre los árboles. Tuvo la impresión de que estaban cambiando de posición. Deteniéndose, echó un vistazo hacia la fría oscuridad. Inhaló aire con rapidez, sobrecogido. En la cresta de la colina había alguien, de pie, en silencio y esperando. Alguien estaba esperando pacientemente, oscuro y recto, como uno de los árboles muertos. Estaba seguro de que allá arriba había alguien, un hombre, justo a su izquierda; probablemente, se trataba de uno de los mozos, un hombre grande y ancho que se le había anticipado. McAlbin se agachó, dejándose caer sobre sus manos y rodillas y empezó a avanzar lentamente, apartándose de la figura que le esperaba. Se mantuvo agachado, arrastrando sus delicadas palmas y rodillas sobre las espinas y los trozos astillados de ramas caídas. Algunos minutos después, se levantó, explorando los contornos, volviendo a dejarse caer con rapidez. Había alguien más, recortado sobre el horizonte, esperándole; otro hombre, de pie, con los brazos cruzados y las piernas separadas; se trataba de una figura imprecisa, borrosa a causa de la creciente neblina, pero, sin duda alguna, estaba allí.

Empezó a arrastrarse en una nueva dirección, ahora con mayor lentitud. Trató de no hacer ningún ruido, de moverse y respirar sin atraer ninguna atención. La neblina se espesó, aumentando el frío de la noche a medida que ésta avanzaba. McAlbin miró su reloj. Se dio cuenta entonces de que sólo hacía trece minutos que estaba en el bosque. Suspiró de nuevo y siguió avanzando.

Mucho tiempo después, aunque en realidad sólo habían pasado unos once minutos, llegó a una esquina del bosque y vio ante él el pequeño claro del camino donde Nan había aparcado su coche. Ella seguía allí; el vehículo se dibujaba borrosamente entre las sombras, bajo las ramas bajas de un árbol de hoja perenne. Sin preocuparse entonces por las alarmas, McAlbin corrió hacia la cerca de hierro, buscó un hueco adecuado y saltó sobre ella. No sonó ninguna alarma.

Cayó en el terreno exterior del recinto y corrió hacia el coche. Abrió la puerta del asiento situado junto al del conductor y se introdujo en el coche.

—Larguémonos de aquí —dijo y, de pronto, se detuvo, quedando inmovilizado por la sorpresa.

Caswell estaba sentado ante el volante y tenía en la mano derecha el mismo pequeño revólver con el que le había apuntado antes. Utilizando su mano izquierda, la extendió y pulsó el conmutador de la radio del vehículo.

—Tratando de conseguir un informe meteorológico. Parece como si mañana pudiéramos tener nieve. Todo parece indicarlo así, ¿no le parece?

McAlbin recuperó su respiración, dando una boqueada y preguntó:

—¿Dónde está Nan?

—Uno de mis empleados la llevó a casa.

—No puede seguir con todo esto, Caswell; no me puede seguir la pista como si se tratara de cazar a un animal salvaje, y tampoco puede raptar a Nan Hendry. Estamos en una zona suburbana de Connecticut, y no en un antiguo reino feudal.

—Ella no ha sido raptada; se encuentra perfectamente —dijo Caswell—. Sucede sencillamente que Jan parece estar de nuestra parte, como muchas tras personas. Usted mismo, míster McAlbin, indicó gran cantidad de residentes de nuestra zona que dependen de Granny para vivir. Entre unas cosas y tras, la anciana representa aproximadamente un millón y medio anual para todos nosotros. Cuando murió esta primavera pasada, decidimos ignorar el hecho. Su estilo, terriblemente simplista, resulta muy fácil de imitar. Un joven artista, amigo de Nan, pinta para nosotros los nuevos cuadros de Granny. Nadie, excepto usted, ha descubierto nuestra pequeña operación.

—Cometí un error al confiarme a Nan, ¿verdad?

—Nunca se confíe a nadie si no tiene necesidad de hacerlo —replicó Caswell—. Desearía que un par de docenas de personas, tanto dentro como fuera de Paxville, no tuvieran por qué estar enteradas del asunto de Granny. Sin embargo, un plan tan complejo como éste requiere a menudo contar con un gran número de participantes.

—Se supone que Granny Goodwaller ya tiene noventa años. ¿Durante cuánto tiempo cree que la va poder mantener con vida?

—Por lo menos durante otros cinco años —dijo Caswell—. Eso nos reportará más de cinco millones e dólares; quizá más si conseguimos realizar un par de proyectos mercantiles en los que estamos trabajando ahora. Después, podremos permitirnos el lujo de hacerla morir. La codicia se apoderaría de todos si tratáramos de mantener el asunto de un modo indefinido; además, podrían surgir sospechas. Afortunadamente, Granny, al igual que usted, no tenía familiares inmediatos, nadie que nos pudiera causar problemas. Ella también era una persona que sólo dependía de sí misma y de su trabajo.

—Yo no dejo de tener ciertas conexiones. ¿Qué está usted pensando hacer?

—Sé que posee usted un tenaz y a menudo cruel espíritu de dedicación a la verdad —dijo Caswell—. ¿Dejarle marchar? No, eso no funcionaría para nosotros. No se le puede sobornar, ni se puede confiar en usted para que mantenga la boca cerrada. Por otra parte, me preocupa esa taza de té que cogió. Puede que mis huellas estén en ella, y también están en los archivos de ciertos lugares. No, durante todo ese tiempo no le podremos dejar marchar.

—¿Qué forma tan arrogante de hablar es ésa? ¿Cree usted que me puede asesinar simplemente porque he descubierto su juego?

—No vamos a asesinarle, míster McAlbin —replicó Caswell—. Sólo vamos a mantenerle aquí y a evitar que nos cause problemas.

—¿Cómo cree que va a poder mantenerme aquí, en una vieja cabaña y entre unos viejos?

—Eso es algo bastante simple —dijo Caswell.

La puerta situada detrás de McAlbin se abrió y alguien puso una mano sobre su boca, estiró de su cuerpo y le sacó del coche.

Al cabo de una semana le habían arrancado todos los dientes, teñido el cabello de blanco, arrugado la piel y le habían alojado en un bungalow de cuidados intensivos donde le administraron drogas. Le dijeron que era un anciano muy enfermo… y, durante un largo período de tiempo, él creyó lo que le dijeron.