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Era medianoche. Kumi había llamado a Jim para decirle que Watanabe la había dejado junto a una carretera de montaña, a unos dieciséis kilómetros de donde acababa la ciudad. No le había hecho daño, pero estaba furiosa como solo la humillación podía hacer enfurecer a alguien. En ese momento, y por razones que Jim no alcanzaba a comprender, parecía echarle la culpa a Thomas.
Jim cogió el coche de alquiler y fue tras su busca, observando con aprensión las señales de la carretera, cuyos caracteres no entendía. Al doblar una curva muy cerrada, la vio. Pisó el freno y los neumáticos frenaron en seco y Kumi, que estaba descalza (los tacones danzando despreocupados en una de sus manos), se apartó del camino. Se preparó mentalmente para lo que cualquier bicho raro pudiera proponerle esa vez y su mirada gélida no se suavizó ni un ápice cuando vio que era Jim.
—¿Dónde demonios está Thomas? —preguntó.
—Está en el laboratorio con Matsuhashi —le contestó Jim.
—¿Bebiendo cerveza y echando una partida de póquer?
—Lo dudo mucho —respondió Jim.
—Solo estrechando lazos con el tipo que me llevó hasta ese asqueroso.
Jim estuvo a punto de puntualizar que Matsuhashi había sido quien la había sacado del apuro y que había sido ella quien había insistido en intentar conseguir una cita con Watanabe en contra de los deseos de Thomas, pero no era asunto suyo. Supuso que esa solo era la punta del iceberg de una discusión que se remontaba años atrás, arraigada en su relación cual árbol de Josué.
—¿Listo? —preguntó Thomas.
A modo de respuesta, Matsuhashi marcó las teclas de su teléfono y esperó a que Watanabe lo cogiera. Tan pronto como la conversación comenzó, le dio la espalda a Thomas, pues no quería que viera su rostro ni siquiera en la oscuridad del lugar.
El japonés de Thomas no era lo suficientemente bueno como para captar los matices técnicos de la conversación, pero Matsuhashi había preparado lo que iba a decir y Thomas pudo captar lo esencial.
—Hay un problema con los huesos del hallazgo —dijo Matsuhashi.
—¿Qué tipo de problemas? —preguntó Watanabe. Arrastraba las palabras, bien porque estaba cansado o porque estaba bebido, quizás ambas cosas.
—El equipo ha estado preparando las muestras para la datación radiocarbónica —explicó Matsuhashi—, y han estudiado todo lo que se ha desprendido de los huesos en el proceso.
—¿Y?
—Hay polen.
—¿Me despierta después de haberme jodido la noche para decirme que hay polen? —dijo Watanabe—. Por supuesto que hay polen. ¿Y qué?
—No es el polen que debería haber. Es de Olea. De olivos.
Watanabe se quedó callado un instante y cuando volvió a hablar su voz sonó extraña.
—Hay olivos en Japón —dijo.
—Sí, pero son cultivos nuevos. Los olivos no llegaron a Japón hasta el periodo Bunkyu, allá por 1860.
—¿Qué está diciendo?
—El descubrimiento está contaminado —respondió Matsuhashi—. Los huesos no fueron enterrados aquí. Fueron enterrados en otro lugar, donde crecían olivos. Fueron trasladados después. Los huesos puede que sean europeos, pero el enterramiento no.
Se produjo un largo silencio.
—No se lo diga a nadie —dijo Watanabe—. Selle los restos hasta que llegue allí. No deje que nadie los vea ni tenga acceso a los resultados. Luego váyase a casa. ¿Entendido?
—Entendido. ¿Vendrá directamente al laboratorio?
Pareció vacilar durante un instante.
—Iré a primera hora de la mañana —precisó—. Necesito dormir algo.
Matsuhashi colgó y, por un instante, no fue capaz de hacer nada más, salvo contemplar el montículo negro del túmulo.
—¿Y bien? —preguntó Thomas.
—Viene de camino.