27

—¿Sabe sobre qué estaba escribiendo Ed? —dijo Thomas.

El padre Giovanni se encogió de hombros y dio un brevísimo sorbo a su expreso. Había aceptado tener aquella breve charla a regañadientes, pero parecía albergar esperanzas de poder cambiar el concepto de Thomas acerca del monseñor. Thomas seguía pensando que era improbable, pero si eso era lo que el sacerdote necesitaba creer para que hablara con él, así sería.

—Símbolos de los primeros cristianos.

—¿Como por ejemplo?

—La cruz.

—¿Hay mucho que contar acerca de eso?

—Yo le hice la misma pregunta —aseguró Giovanni riendo.

—¿Y qué contestó?

—Dijo: «¿No le parece extraño que el símbolo universal del cristianismo sea la imagen de su fracaso: la humillación y ejecución de su líder?».

Thomas se quedó en silencio. Giovanni había dicho la frase literal, como si en su cabeza se hubiese repetido las palabras de su hermano cientos de veces desde entonces.

»Es decir —explicó el sacerdote con sus propias palabras—, si alguien iniciara ahora una religión, pero fueran perseguidos y ejecutados, ¿se imagina a los seguidores de esa persona llevando símbolos de la silla eléctrica o de la soga de un verdugo?

—Supongo que no —contestó Thomas de mala gana.

—Pero —dijo Giovanni mientras alzaba un dedo y sonreía— la cruz es el símbolo porque la vida de Cristo es sobre su muerte, sobre cómo cargó con los pecados del mundo para salvar a los demás.

—Entonces, Jesús era un suicida —concluyó Thomas.

Una vez más, no había pretendido decir eso. Se le había venido a la mente la imagen de un vaso de güisqui lleno de pastillas y las palabras se le habían escapado. Giovanni lo miró sorprendido, pero le respondió sin alterarse:

—El suicidio es engreimiento. El sacrificio de uno mismo es lo contrario.

—Vale —dijo Thomas—. Pero no entiendo por qué a Ed le importaba. Hasta donde sé era un sacerdote del presente. Justicia social, teología de la liberación: esas eran las cosas por las que vivía. ¿Qué tienen que ver con la teología de la crucifixión?

—Todo —dijo Giovanni—. No hay mayor acto de amor que el de ese hombre, que dio la vida por sus amigos. De eso trata la cruz. Y de eso trata la teología de la liberación: dar lo que tienes para que aquellos que no tienen nada puedan tener algo. Lo personal y lo espiritual es parte de lo social y lo político. Ese es el mensaje del Evangelio.

—Aquí termina la lección —soltó Thomas, conteniendo tan desdeñoso comentario demasiado tarde.

—Dígame una cosa —dijo el sacerdote—. ¿Usted es ateo por convicción o por principios?

Thomas sonrió ante el educado pero firme contraataque de Giovanni.

—¿Hay alguna diferencia?

—Por supuesto —dijo Giovanni—. El primero no cree en Dios, el segundo se niega a creer en él.

—¿Por principios?

—Por lo que él asocia con la religión, sí.

—Entonces soy ateo por convicción —respondió Thomas—. No veo motivo para creer en Dios. Y el hecho de que todo lo que se hace en nombre de la religión sea en gran medida ignorante, sentencioso y destructivo no hace sino reforzar mi convicción.

Giovanni le mantuvo la mirada, pero no dijo nada. Thomas bajó la vista y tomó otro sorbo de café. El sacerdote no le creía.

Quizá tenga razón al no hacerlo.

—No soy mi hermano —adujo. Al menos, eso era verdad.

—No —dijo Giovanni.

—¿Y eso significa?

—Nada —dijo Giovanni mientras seguía mirando sin parpadear a Thomas.

—¿Se consideraba amigo de Ed?

—Sí —dijo el sacerdote—. No mantuvimos correspondencia después de que se fuera de Italia, pero sí. Pensaba que lo vería de nuevo este año. Estaba planeando volver. Lo sentí mucho cuando me enteré de que había muerto.

—¿Le han dicho cómo o dónde murió?

—No —respondió Giovanni y, de repente, su rostro se ensombreció—. ¿Hay algo…? No conozco la palabra en inglés. ¿Hay algo extraño?

—¿Algo siniestro en las circunstancias de su muerte? No estoy seguro. Creo que sí.

—No sabía nada.

—¿Se le ocurre algo que Ed pudiera hacer o presenciar aquí que lo pusiera en peligro?

—¿En peligro?

—No sé. Algo. Alguien.

—No lo vi el día que se marchó —dijo Giovanni—. Estaba enfermo, en el hospital, cuando se fue. Ni siquiera supe adónde se había marchado. Me dejó una postal.

—¿Todavía la tiene?

El sacerdote sonrió y se metió la mano en la chaqueta.

—Pensé que quizá querría verla —dijo.

Era una postal con imágenes de Herculano y estaba escrita en inglés. Decía: «Padre G. Cuando reciba esto yo ya me habré ido. Lo lamento. El símbolo de la sabiduría iana, puede que haya encontrado el origen, pero este señala fuera de Italia y tengo que seguirlo. Le enviaré los detalles. ¡Mejórese! E.».

—Ese símbolo —dijo Thomas mientras observaba la —. Me resulta familiar pero…

—Quiere decir cristiano —dijo el sacerdote—. Está usando las letras griegas «chi» y «rho», que para la iglesia de los primeros cristianos significaba Cristo.

—¿Y a qué se refiere con «el origen»?

—No lo sé —dijo Giovanni—. Supuse que tendría que ver con la cruz, puesto que ese es el primer símbolo cristiano. Pero no sabría decirle.

—¿Y acababa de volver de Herculano?

—Estaba todo el tiempo visitando esos emplazamientos —dijo Giovanni—. Herculano, Pompeya, Paestum, el museo arqueológico de Nápoles. Cada día estaba en uno u otro lugar. Regresaba tarde, a menudo entusiasmado, cansado. Pero se guardaba la mayoría de las ideas para sí mismo. O —añadió— no me las contaba.

—¿Confiaba en alguien más?

Giovanni se encogió de hombros y no dijo nada. Thomas lo miró con dureza.

—¿Hablaba con Pietro? —preguntó.

—A veces —respondió el sacerdote de mala gana—. Monseñor y él hablaban. No sé acerca de qué.

—¿Estaban trabajando juntos?

El rostro de Giovanni se tornó en una sonrisa que desentonaba con su mirada.

—¡Oh, no! Creo que no congeniaban. Al menos en lo referente al trabajo de Eduardo.

—¿Discutían?

—Sí, a veces violentamente. La razón, la desconozco.

—¿Así que a Pietro le alegró que se fuera?

Giovanni pareció meditar largo y tendido la respuesta, y esta fue vacilante y teñida de algo que bien podía tratarse de tristeza.

—Creo que se sintió aliviado —dijo—. Pero le afectó mucho cuando se enteró de la muerte de su hermano. Ahora parece… diferente.

—¿Diferente cómo? —dijo Thomas.

—No lo sé. Enfadado. Triste. ¿Preocupado? Sí, así lo creo.

—¿Pero no sabe qué pudo haber hecho o dicho Ed para alterarlo así?

—El padre Pietro es viejo —dijo Giovanni, esforzándose por plasmar en palabras sus pensamientos—. Sus ideas, quiero decir.

—Es un católico defensor de las ideas previas al Concilio Vaticano II —dijo Thomas.

—No solo eso —dijo—. Algunas de sus ideas no son solo de la Iglesia católica antigua. Algunas nunca han sido ortodoxas, nunca han sido… ¿cuál sería la palabra adecuada? Convencionales. No habla conmigo acerca de sus creencias porque no coincidimos en ellas. Hay algunas de sus ideas que no comprendo.

Thomas estaba intrigado, tanto por cómo la voz del joven sacerdote se tornaba cada vez más inquieta y titubeante como por lo que le estaba contando.

—¿Por ejemplo? —dijo—. ¿En qué piensa Pietro que usted no cree?

—Cree firmemente en… la mediación de los muertos. De cualquier muerto.

—¿La intercesión?

—Sí. En la Iglesia católica antigua la gente rezaba a través de santos. Los clasificaban en términos de rango, clase…

—¿Jerarquía? —le ayudó Thomas.

—Sí, eso es. No hablaban directamente con Dios. Hablaban con la Virgen María, san Pablo u otros santos más modestos: gente que había muerto y que intercedería por ellos ante el Señor. Eso les proporcionaba un vínculo personal con Dios, un rostro que conocían. Todavía sigue siendo así, por supuesto, pero ya no es una cuestión tan central en la Iglesia. Hay quien piensa, como Lutero, que los santos se convierten…

—¿En un fin y no en un medio?

—Exacto. La gente reza al santo, no a través del santo.

—¿Y Pietro todavía está de acuerdo con eso?

—No es tan raro. Pero hará unos cien años, en Nápoles, una intercesión muy particular comenzó a tener lugar en un sitio muy particular.

—¿El Fontanelle? —preguntó Thomas, incapaz de reprimir el escalofrío que le recorrió la espalda como un hilo de agua helada.

—Sí —respondió Giovanni con un suspiro—. Pietro me llevó allí una vez, hará seis o siete años. Jamás he vuelto. No quiero volver a ese lugar.

—¿Qué es?

—Originariamente el lugar era una especie de… ¿cuál es la palabra? Donde se sacan piedras del terreno.

—¿Una cantera?

—Sí —dijo el sacerdote, sonriendo al escuchar la palabra—. Una cantera. Bajo la ciudad hay numerosas cuevas y túneles para la extracción de piedra para edificar. Nápoles es una ciudad muy vieja y su tamaño está muy restringido. Aquí —dijo mientras extendía una mano sobre la mesa—, está la ciudad. A este lado se encuentran las montañas y a ese, el mar. Con el paso del tiempo, y estamos hablando de miles de años, una nueva ciudad fue construida encima de la ciudad antigua. El terreno se usó de nuevo. No es como Roma, que se extendió dejando intactos todos sus monumentos en el centro histórico. Nápoles fue construida sobre la ciudad antigua, de modo que todos esos lugares están bajo tierra. Dado que el terreno es un bien tan valioso en la ciudad, los lugares para los enterramientos también fueron reutilizados con el tiempo.

»Hace mucho tiempo —prosiguió Giovanni—, hubo una grave enfermedad que se propagó por Italia, matando a casi todo el mundo.

—La peste bubónica —dijo Thomas—. «La muerte negra».

—Exacto. Había demasiados cuerpos a los que dar sepultura. Y no había sitio donde enterrarlos. La mayoría de ellos era gente pobre que no podía permitirse abandonar la ciudad y cuando murieron, sus cuerpos fueron amontonados sin nombre alguno. Cientos de miles de muertos. Finalmente, los llevaron al Fontanelle.

—¿Cómo los enterraron si el Fontanelle era una cantera?

Giovanni sonrió sombríamente, como si Thomas hubiera dado en el clavo.

—No los enterraron. Los apilaron. Huesos. Montañas de huesos, llenaron aquel lugar.

Thomas tragó saliva e intentó no parecer incómodo, pero lo cierto es que ni en sus peores pesadillas se hubiera podido imaginar esos corredores oscuros llenos de gente muerta.

—Con el tiempo, la gente comenzó a tratar a los huesos como santos —prosiguió Giovanni—. Limpiaban y sacaban brillo a los huesos. Les llevaban flores y velas. Los adoptaban. Les rezaban.

Giovanni se encogió de hombros y sonrió ante la simplicidad de todo aquello, pero estaba claramente inquieto.

—Ese lugar atrae a gente extraña. Hay quien dice que la mafia se reúne allí. También existen otros tipos de leyenda.

—¿Como por ejemplo?

—Historias que cuenta la gente —dijo Giovanni—. Hay una acerca de un capitán, pero no la conozco del todo.

Thomas asintió para alentarle a que continuara.

—Son solo tonterías —dijo Giovanni.

—Continúe —dijo Thomas con una sonrisa.

El sacerdote se recostó y miró a la nada durante un instante. A continuación dio otro sorbo al café y dijo:

—De acuerdo. Una joven quería casarse. Intentó encontrar marido por los métodos tradicionales, sin éxito. Así que fue al Fontanelle y escogió una cabeza.

—¿Un cráneo?

—Sí, un cráneo. Lo limpió y le sacó brillo hasta dejarlo tan brillante y suave que no quedara ni una pizca de polvo o suciedad, y le pidió ayuda. Una semana después, conoció a un hombre y en pocos meses se casaron. En la boda había un hombre entre los invitados al que no conocía: un hombre alto y apuesto, vestido como un capitán del ejército. Comenzó a susurrar a la novia al oído. Su marido, al verlo, se puso celoso. Golpeó con dureza en el rostro al desconocido. De repente, el apuesto capitán se esfumó y el marido se murió del susto. Cuando la joven regresó al Fontanelle, ¡descubrió que el cráneo tenía un ojo morado!

Thomas sonrió.

—Hay muchas historias así —dijo Giovanni haciendo un gesto desdeñoso—. Algunas son divertidas. Otras dan miedo. Algunas tienen que ver con ciertos huesos en particular, como la que le acabo de referir. Había un esqueleto de un bebé que a la gente de la ciudad le gustaba especialmente. Cuando fueron a comenzar las obras para la reconstrucción del Fontanelle, dijeron que atacarían a los trabajadores si no encontraban ese esqueleto.

—¿Lo encontraron?

—Eso dicen —dijo Giovanni encogiéndose de hombros como si no entendiera nada—. Pero ¿ve lo que le quiero decir? El lugar atrae a los supersticiosos. Está repleto de historias sombrías, sentimientos extraños. Desearía que ese lugar no existiera.

—¿Y Pietro?

—El Fontanelle estaba relacionado con cierta iglesia. Cuando Pietro fue ordenado sacerdote, se convirtió en el sacerdote de esa iglesia. Pero entonces, hará como treinta años, los obispos dijeron que no se podía seguir así, que aquello eran supersticiones. Cerraron el Fontanelle, lo desvincularon de la Iglesia, y ahora nadie puede ir allí.

—¿Nadie?

Giovanni volvió a encogerse de hombros y a sonreír incómodo, dejando clara una cosa: Pietro seguía yendo allí, por razones que no acertaba siquiera a comprender.