113
Thomas y Kumi se apiñaron junto a Jim mientras Hayes merodeaba por la orilla como un león cuando selecciona a una cría o a una gacela herida de toda la manada.
—¡Santo Dios! —susurró Jim.
Thomas pensó que sería una oración, pero la fuerza con la que Kumi le agarraba hizo que abriera los ojos. El agua, las aguas extrañamente rojas que Thomas había visto por primera vez en la pintura de la tumba de Paestum, estaban bullendo, pero no por las olas. Había unas criaturas en el agua, tras las olas, tras Hayes, y estaban acercándose a la orilla.
Es la marea roja. Vienen a alimentarse.
Por acto reflejo Thomas dio un paso hacia atrás y Kumi también. Jim logró ponerse de pie y también se apartó.
—¿Adonde creen que van? —dijo Hayes. Su frialdad parecía en ese momento recalcada por el placer que le proporcionaba su rectitud. Ladeó la ametralladora y los apuntó.
—Dijo que yo no creía en nada —dijo Thomas de repente mientras le mantenía la mirada a Hayes—. Pero no es cierto. Creo en la complejidad y en el intelecto, en la razón y en la tolerancia. Creo en el espíritu y en la materia, y creo que todas esas cosas son los regalos de un Dios que no quiere que la fe esté por encima del pensamiento ni el moralismo de la compasión. Creo, al igual que mi hermano, que la creación de Dios continúa, evoluciona, de acuerdo con las leyes de un universo que Él concibió.
Hayes se lo quedó mirando con el arma en ristre, fascinado por lo que acababa de oír. No parecía percatarse de que, conforme Thomas hablaba, se iban alejando más de él y de la orilla que tenía a sus espaldas. Entonces lo miró con desdén y su dedo comenzó a apretar el gatillo hasta que la expresión de sus rostros le hizo detenerse y darse la vuelta.
La primera criatura que salió de las aguas medía dos metros y medio de largo y una cuarta parte eran sus fauces. La segunda era más grande. Fue la tercera la que se encaminó hacia él.
Hayes notó el movimiento y giró el arma hacia su espalda, abriendo fuego, pero ya lo tenían rodeado, y mientras uno se le acercaba, otro ya había arremetido contra él con sus fauces de cocodrilo, y con la cola golpeó fuertemente el pecho de Hayes. Lo agarró y tiró al suelo. El segundo entonces le apresó el pie y mientras Hayes se retorcía, gritaba y pataleaba, lo arrastró hasta las aguas ensangrentadas. Un cuarto fue a por su garganta y, con un último grito ahogado, calló para siempre.
—¡El GPS! —gritó Kumi.
Thomas echó a correr y cogió el arma mientras los peces tetrápodos le fustigaban los tobillos con las colas.
Uno de los animales tenía agarrado el brazo izquierdo de Hayes. Con un bandazo de su cola, la bestia se metió en el agua y comenzó a darse la vuelta. El brazo de Hayes se le salió de la articulación. Entonces otro de los peces entró en la refriega y tiró del miembro herido. El primer atacante ajustó el agarre y tiró, arrancándole la mano y parte del antebrazo. Thomas llegó hasta la espuma escarlata, agarró el GPS y se alejó del agua a saltos, cuando una de las criaturas se volvió y lo golpeó con tanta fuerza que llegó a agarrarlo del hombro.
Thomas se cayó hacia atrás. Sin soltar el transmisor, se arrastró como un cangrejo hasta la playa.
—¿Y ahora qué? —preguntó.
—El avión impactará en el Nara —dijo Kumi—. Y no tenemos manera de avisarlos.
—Démelo —pidió Jim, mientras cogía el GPS con la unidad de monitorización del pulso—. ¿Cuánto tiempo creen que tiene que pasar desde que deje de registrar el pulso hasta que el avión recalcule su objetivo?
—Pensaba que sería inmediato —dijo Thomas mientras observaba la masa arremolinada de criaturas primitivas sobre el cadáver de Hayes.
—No —dijo Kumi—. El pulso es irregular. El sistema debe contemplar la irregularidad y la desconexión momentánea. ¿Por qué?
Jim alzó la vista y sonrió mientras agitaba una mano. Se había ajustado el monitor en su muñeca.
—Aunque eso funcionara —dijo Thomas—. ¿De qué serviría? Solo significa que somos el objetivo en vez del barco.
—Lo soy yo —puntualizó Jim—. Ustedes pueden irse. Cojan el bote salvavidas y vayan al Nara. Ahora.
Thomas se lo quedó mirando.
—¿Está de broma? —preguntó—. No pienso dejarlo.
—Probablemente tampoco lo lograría —dijo Jim mientras se miraba los vendajes—. De esta manera al menos moriré por un propósito.
Thomas siguió mirándolo. A su alrededor, el viento soplaba y agitaba los árboles que había tras la playa.
—De ningún modo —se reafirmó Thomas—. Kumi, dile algo… ¿Kumi?
Pero Kumi estaba llorando, agachada junto a Jim, abrazándolo, aferrándose a él.
—Esto es una locura —gritó Thomas.
—No —dijo Jim—. Es sacrificio. No es lo mismo. No hay mayor demostración de amor en un hombre que el de dar la vida por sus amigos, ¿recuerda?
—No —dijo Thomas, que se seguía mostrando desafiante—. Eso son solo tonterías. No voy a dejarle.
—¿Son mis amigos? —preguntó Jim.
Kumi sollozó y lo abrazó con más fuerza. Thomas se quedó inmóvil durante un segundo y luego asintió con la cabeza una vez.
—Bien, entonces —dijo Jim sonriendo—. Será mejor que se vaya. Y, ¿Thomas?
—¿Sí, Jim?
—¿Creía en lo que le ha dicho a Hayes hace un momento, en el espíritu y la materia y la compasión? ¿Cree en ello o solo era una manera de desviar su atención del mar?
Durante un momento Thomas no respondió, pues apenas si podía recordar lo que había ocurrido, lo que acababa de decir.
—Las dos cosas —dijo—. Creo.
Jim sonrió y asintió pensativamente.
—Me basta —respondió.
Thomas seguía inmóvil, incapaz de moverse.
—Yo… lo siento. Dudé de usted —confesó con la garganta atenazada.
—La duda es parte de la fe —dijo Jim—. Sin ella…
Se encogió de hombros y abrió las manos.
Nada.
—Pero… —Thomas prosiguió.
—Váyanse —dijo Jim con más apremio esta vez—. Váyanse o esto no habrá servido para nada.
Thomas posó una mano en el hombro de Kumi, pero esta se zafó de él y comenzó a sollozar más fuerte.
—Tranquila —le susurró Jim al oído—. Es mejor así.
Finalmente, ella le soltó. Thomas se la llevó, cegado por sus propias lágrimas mientras corrían por la playa hacia el bote salvavidas.
Jim observó cómo corrían hacia el bote y luego miró el GPS que tenía en la muñeca. Había una luz verde parpadeante que esperaba que significase que la unidad no había detectado el cambio. Estaba cansado y dolorido, pero no podía librarse de la tristeza de abandonar este mundo. Recordó a Cristo en Getsemaní, esperando a que se lo llevaran, rezando: «Padre mío, si esta copa no puede pasar sin… Hágase tu voluntad».
Contempló la playa, las palmeras y la suave y refrescante brisa de la mañana que portaba la voz de Dios a Elías.
Había lugares peores donde morir.
Sorprendentemente, el pez ikthus que Hayes había dibujado en la arena había sobrevivido al caos de la batalla final. Jim se acercó y, mientras observaba a las bestias en el mar, dibujó dos patas. Observó la imagen y, pensando en Ed, añadió una cruz a modo de ojo.
Jim observó como Thomas y Kumi se alejaban de la orilla en el bote de remos, sin que las extrañas criaturas de la playa los molestaran. Alzó la vista al horizonte. Casi fuera de su campo de visión un avión con morro bulboso y largas y frágiles alas estaba descendiendo. Se acercaba a gran velocidad, y observó su trayectoria, pensando en el Nara con la tripulación y el bote de remos con sus amigos. Contuvo la respiración, esperando un cambio de rumbo que no se produjo. Volaba con determinación, grácilmente, más como una paloma que como un halcón, descendiendo en picado.
Se puso de rodillas, estremeciéndose de dolor y rezó las palabras del De Profundis:
—De lo profundo te invoco, ¡oh Señor! ¡Oye, Señor, mi voz! ¡Estén atentos tus oídos a la voz de mi súplica!…
El avión pareció acelerar conforme se acercaba. Entonces se produjo una explosión de luz procedente de los pilones situados bajo las alas y una estela de humo salió de los misiles cuando estos avanzaron hacia él.
—… Mas el perdón se halla junto a ti, para que seas temido. —Dijo Jim con los ojos cerrados cuando los misiles empezaron a caer a su alrededor.