112
Thomas estaba en la playa, acusando de repente la falta de sueño, que le hacía sentirse pesado y ligero al mismo tiempo, adormilado pero lleno de una energía nerviosa que le retorcía el estómago. No solo era cansancio. También era el surrealismo de la situación.
Kumi le había cogido la mano, pero sin ningún matiz romántico o prometedor. Jim, vendado, estaba sentado en la arena. Ben Parks, que tenía un ojo morado de algún encontronazo previo, estaba a su lado, haciendo todo lo que estaba en su mano por parecer hosco. El senador Devlin, con un traje de lino y aires de persona incapaz de parecer afectada, se colocó delante de ellos y les regaló su sonrisa de político (lograda a base de mucha práctica). El piloto del hidroavión estaba a su lado, protegiéndose los ojos con una mano, y con la solapa del arma que llevaba en el costado desabrochada. Rod Hayes se situaba inmóvil tras ellos cual mayordomo. De la muñeca le colgaba una especie de teléfono móvil. Todo parecía extrañamente civilizado, y Thomas tuvo que sobreponerse a la sensación de vergüenza que le embargaba, como si los últimos días hubiesen sido un sueño sacado de El señor de las moscas que se iba evaporando hasta tornarse irrelevante conforme la normalidad se hacía valer de nuevo. Excepto que, claro está, no había sido ningún sueño. La selva seguía llena de humo allí donde el helicóptero había caído abatido y la reunión de la playa era observada de cerca por soldados, espías y asesinos.
Brad (el tipo al que llamaban Guerra) estaba a su derecha y portaba distraídamente un subfusil en las manos. La mujer a la que había conocido como hermana Roberta, irreconocible con unos pantalones cortos y una camiseta de tirantes, estaba sentada junto a la choza en llamas, fumando, observándolos desde unas gafas de sol impenetrables. De una de sus manos, con una perfecta manicura, pendía una pistola automática. Los dos soldados supervivientes, un hombre de color ágil y de aspecto inteligente y otro tipo con gesto duro y cabeza rapada que parecía ser el líder del escuadrón, tenían las armas en ristre y daban la espalda al mar. Durante un buen rato, nadie habló.
El sol seguía poniéndose y el color se filtraba lentamente en el paisaje. El cielo ya estaba azul, la arena de un color blanco rosado y las palmeras de un vibrante verde, pero el mar que golpeaba el bote salvavidas todavía parecía turbio.
—Bien —dijo Devlin finalmente—. Es el momento de aclarar algunas cosas.
Parks escupió en la arena y Thomas vio que tenía sangre en la boca. Todos esperaron.
—Debo ser honesto —dijo el senador con la mirada fija en Thomas—. No tengo muy claro por qué estamos aquí. Quizá pueda explicármelo.
—Encontré lo que mi hermano estaba buscando —dijo Thomas—. La razón por la que lo mató, como hará ahora con nosotros.
Kumi lo miró fijamente y los dos soldados se intercambiaron miradas. Devlin se limitó a sonreír y a negar con la cabeza.
—Ed Knight era mi amigo —dijo—. No teníamos las mismas opiniones acerca de algunas cosas, pero lo respetaba. Yo no lo maté.
—Estoy seguro de que usted no apretó el gatillo ni lanzó la granada o lo que quiera que fuese —dijo Thomas—, pero usted lo mató. ¿Que no tenían la misma opinión? ¿No es eso un eufemismo?
—No lo creo —dijo Devlin.
—Pero usted no lo quería en la Junta de Educación, ¿verdad? —dijo Thomas—. Pensó que, tratándose de un sacerdote, sería de los suyos. Pero luego comenzó a descubrir lo que realmente pensaba…
—¿Todo eso de la evolución? —dijo Devlin—. Sí, he de admitir que me dejó sorprendido. Decepcionado incluso. Y sí, está en lo cierto, esa fue la razón por la que no lo incluí en la Junta de Educación. No era por el tema en sí. Ese asunto está acabado, al menos por ahora. Pero no quería que chocara conmigo en otros asuntos. Así que nos mostramos de acuerdo en nuestra disconformidad y yo retiré su candidatura.
Parks resopló.
—Son todos iguales —dijo—. Mentirosos y estúpidos.
Uno de los soldados se puso tenso y cambió el arma de postura, pero Devlin lo miró y él permaneció quieto.
—¿Cree que puede hacerme cambiar de opinión hablando? —dijo Thomas, realmente sorprendido—. ¿Después de todo esto?
Devlin se encogió de hombros.
—¿Qué más puedo hacer, Thomas?
Hayes dio un paso hacia delante y murmuró a Devlin algo al oído. Mientras lo hacía miró el reloj, pero Devlin negó con la cabeza y le indicó que se apartara. Hayes dio un paso hacia atrás y miró al suelo.
—Ya le dije antes —aclaró Devlin a Thomas— que no creía que su hermano fuera un terrorista y lo sigo creyendo. También sigo creyendo que usted no es ningún terrorista, pero este es un lugar extraño para un ciudadano estadounidense. Ha llegado hasta mí la información de que la CIA tiene una base aérea secreta a algo más de trescientos kilómetros de aquí y que se emplea para vigilancia antiterrorista. Un lugar extraño para encontrar a un profesor de instituto de Chicago, ¿no cree?
—No todos los terroristas son extranjeros —comentó Parks—. Tenemos una gran variedad de ellos en los Estados Unidos de América.
—¿Y dónde están esos terroristas? —dijo Devlin todavía con una sonrisa indulgente.
Thomas señaló con la cabeza a los soldados que lo flanqueaban.
—Ahí —dijo—. Los tiene al lado.
—Son agentes de la lucha contra el terrorismo —dijo Devlin—. ¿No es así?
—¡Sí, señor! —gritó el hombre de color.
—¿Y esos dos? —preguntó Thomas asintiendo hacia donde se encontraban Guerra y la mujer.
Devlin miró a Hayes.
—También son agentes antiterroristas —contestó Hayes—. Operaciones secretas.
—Eso solo son tonterías —proclamó Thomas, repentinamente irritado—. Son asesinos, simple y llanamente, y me han seguido por todo el maldito mundo. ¿Podemos dejar de fingir? Estoy cansado y no quiero seguir escuchando estupideces. Llévenos a nuestro barco o acabe con nosotros aquí.
Se produjo otra larga pausa y el rostro de Devlin se tensó, aunque Thomas no pudo deducir si se trataba de un gesto de decisión o de confusión. Le llevó un segundo percatarse de que estaba mirando más allá de Thomas, al océano, y cuando habló, lo hizo lentamente y con desconcierto.
—¿Por qué está el agua roja? —preguntó.
Thomas se volvió y vio que tenía razón. El mar, que había estado turbio durante la noche anterior hasta la salida del sol y con un color extraño hasta el amanecer, era en ese momento (ahora que el sol ya se había puesto) de un vibrante color rojo que calaba en la orilla y que se oscurecía hasta un color similar al de la sangre en las partes más profundas.
Parks se puso de pie.
—Van a acercarse a la orilla —dijo sin aliento.
—¿El qué? —preguntó Devlin.
De nuevo Hayes se acercó, susurrando y señalando el reloj con más apremio y una vez más Devlin no le hizo caso.
—El pez —respondió Thomas—. El que estaba buscando mi hermano. El pez con extremidades similares a patas como el fósil encontrado en Alaska. El eslabón perdido.
Devlin se lo quedó mirando.
—¿Lo encontró? —dijo.
—¡Sabe que lo encontró! —gritó Parks—. Por eso usted y sus matones de extrema derecha lo mataron. Por eso nos va a matar a nosotros.
Pero Devlin parecía muy confuso. Siguió mirando a los que tenía a su alrededor, tanto si estaban hablando como si no, y su mirada siguió desviándose a las aguas rojas que golpeaban contra la orilla.
—Señor —dijo Hayes—. Creo que tenemos que dejar este asunto a los de antiterrorismo. Necesitamos regresar.
—No —contestó Devlin—. Hay algo aquí que no encaja.
Thomas observó los ojos pensativos y angustiados del enorme senador y, al final, lo supo. Miró a Hayes, y de repente lo vio, las últimas piezas del mosaico encajaron de modo que la imagen cambió una última vez y supo la verdad.
—Es usted, ¿verdad? —dijo—. Usted ha sido quien ha movido los hilos desde el principio. El fiduciario republicano con cierta tendencia a sentirse moralmente superior, dijo usted, senador. ¿Lo recuerda?
Devlin se había girado lentamente para mirar a Hayes, expectante, vacilante incluso.
—Señor —insistió Hayes, haciendo caso omiso de Thomas—. Tenemos que irnos.
—¿Por qué? —dijo Thomas desafiante y con una curiosidad verdadera, no exenta de cierto terror—. ¿Qué es lo que va a ocurrir?
La tensión del momento se vio rota por el sonido de un móvil. El piloto del hidroavión sacó lo que parecía un antiguo walkie-talkie y habló por él. La voz que respondió resonaba y se escuchaba entrecortada, demasiado ininteligible como para que Thomas entendiera ninguna palabra.
—¿Puede repetirlo? —pidió el piloto.
La voz resonó de nuevo y el rostro del piloto se mudó.
—¿Cuándo?… Joder. ¿Puede detenerse?
De nuevo una respuesta plagada de interferencias, apremiante, estridente.
—Manténgase a la escucha —dijo el piloto. Bajó el auricular y se volvió hacia el senador—. Señor, lo lamento, pero me están informando de un próximo ataque de la CIA en este lugar. Un avión provisto de misiles está en el aire. Tiene nuestras coordenadas actuales.
—Dígales que lo retiren —comunicó el senador. Su confusión pareció disiparse al tomar el control de la situación.
—Negativo, señor —dijo el piloto—. El avión no tiene piloto, es teledirigido. Ha sido programado para atacarnos aquí y el sistema ha sido pirateado, por lo que no pueden pararlo.
—¿Cuántos? —preguntó Hayes.
—Había cuatro —contestó el piloto—. Se suponía que eran aviones de reconocimiento, pero han sido programados para venir aquí. Uno fue destruido en tierra, otros dos derribados por un F-18, pero el primero había salido mucho antes. No pueden detenerlo.
—Déjeme hablar con ellos —le exigió, y extendió la mano para que le diera el auricular. Cuando el piloto se lo dio, este lo cogió y se alejó todo lo que pudo hacia las olas carmesíes.
—¿Qué demonios…? —exclamó el piloto.
Hayes miró momentáneamente su móvil, pulsó un botón y entonces, mientras todos los demás lo miraban, sacó una pistola de una funda que llevaba bajo la chaqueta. Disparó al piloto dos veces en el pecho y este cayó fulminado al suelo.
—¿Rod? —dijo Devlin con desconcierto, mientras miraba horrorizado a su secretario privado.
Thomas dio un paso adelante, pero Guerra y la mujer ya estaban moviéndose con sus armas en ristre. Los dos soldados de las fuerzas especiales parecían asustados, no sabían qué hacer.
—¿Señor? —dijo el líder del equipo, mirando a Devlin y luego a Guerra.
—Usted está conmigo —dijo Guerra avanzando a grandes zancadas hacia él mientras le apuntaba con el subfusil—. Peste, ven aquí.
¿Peste?, pensó Thomas.
—¿Qué es esto? —preguntó Devlin, que seguía mirando a Hayes—. ¿Qué ha hecho?
—Nada que le incumba, señor —respondió Hayes—. Haga lo que se le dice y podrá salir de esta.
—Rod —dijo Devlin—. ¿Qué está haciendo? ¿Tiene razón? —dijo mientras asentía con la cabeza hacia donde se encontraba Thomas—. ¿Es por el pez?
Durante un segundo, Hayes se limitó a contemplar el océano y a continuación habló en voz baja, con cierta tristeza.
—La fe es débil —declaró Hayes—. Tiene que ser protegida.
—¿De la verdad? —alegó Devlin.
Kumi miró a Thomas, y supo que ella se sentía igual que él, fuera de lugar, confusa.
—Solo confundiría a la gente —dijo Hayes—. Y en esa confusión innumerables almas se perderían.
—Pero ¿asesinar por una causa cristiana? —dijo Devlin con incredulidad—. ¿Cómo pudo pensar que eso era aceptable?
—En ocasiones el fin justifica…
—¿Está loco? —le cortó Devlin—. ¿Toda esta intriga y este derramamiento de sangre por si el pez de Jesús que lleva pegado en el parachoques tiene patas o no? Esto es una locura. Una blasfemia.
—¡La blasfemia es que a los científicos se les dé más credibilidad que a la palabra de Dios! —gritó Hayes, perdiendo rápidamente la compostura—. Al principio, Dios creó el cielo y la tierra —exclamó de repente, entonando las palabras como si de un profeta se tratara—. Dijo luego Dios: «Bullan de animales las aguas y vuelen sobre la tierra aves bajo el firmamento de los cielos». Y así fue. Y creó Dios los grandes monstruos del agua y todos los animales que bullen en ella, según su especie, y todas las aves aladas, según su especie. Y vio Dios ser bueno, y los bendijo, diciendo: «Procread y multiplicaos, y henchid las aguas del mar, y multiplíquense sobre la tierra las aves». Y hubo tarde y mañana, el quinto día.
El silencio se apoderó de la escena. Guerra tenía los ojos llenos de brillo, abiertos como platos. Peste sonrió. Parks los miró boquiabierto y con desdén. Todos los demás parecían vacilantes, nerviosos por la convicción de Hayes.
—Así es como fue y así será —concluyó Hayes—. Sin debates, sin análisis, sin críticas literarias, sin contextualización histórica, excepto la de los condenados. La Palabra de Dios es Verdad y no será cuestionada.
Sonrió por el silencio sepulcral de la escena y, con el pulgar de su mano, dibujó las dos ondas entrelazadas del símbolo del ikthus en la arena. Todo el mundo lo miró.
—Soy el Destructor del Sello —afirmó—. Y este es el único pez del que tenemos que hablar.
—No —dijo Devlin. Su confusión inicial había desaparecido casi por completo. Tenía clara la situación y había escogido el bando en el que estaba—. Puedo conseguirle cierta protección, pero todo esto tiene que acabar. Baje el arma, Rod. Esto termina aquí.
Se produjo un momento de calma, un momento de decisión.
—Muy bien —dijo Hayes. Hizo un gesto a Guerra, un gesto nimio, casi despreocupado.
El arma de Guerra se disparó dos veces y el senador cayó a la arena, agarrándose el pecho.
Durante un instante nadie supo qué hacer, y Kumi se cubrió el rostro con la mano, horrorizada y desolada. Hayes la vio y negó con la cabeza.
—En ocasiones, incluso los fieles hacen elecciones erróneas —remarcó.
Nadie llegó a escucharlo, porque el soldado de color había cogido su arma y había apuntado al rostro de Guerra.
—¡Señor! —gritó—. ¡Tire su arma! Tírela o dispararé.
Guerra, cuya arma humeante todavía apuntaba al senador, pareció vacilar.
—Soy su oficial al mando, Edwards —le recordó Guerra.
—No señor, no creo que lo sea —respondió el soldado—. Esto no es una operación antiterrorista. Creo que nos han engañado, señor.
—Su trabajo es cumplir con las órdenes, Edwards —dijo Hayes—, no cuestionarlas.
—No creo que sea parte legítima de la cadena de mando, señor —adujo Edwards, que seguía apuntando el cañón de su arma a Guerra. Sostenía el arma con tanta fuerza que los músculos se le tensaban y el sudor le surcaba el rostro—. Es un civil —le dijo a Hayes con la mirada fija en Guerra—, no tiene autoridad aquí.
—¿Edwards? —dijo Guerra con cautela—. Baje el arma.
—No, señor —respondió Edwards—. Esta no es una operación antiterrorista. —Entonces, bajando la voz y mirando al líder de su equipo, que había estado observándolos en tenso silencio, añadió—: ¿Lo sabía, señor? ¿Lo sabía?
El soldado vaciló. La expresión seria de su semblante y mirada no revelaba nada.
—Lo sabía —dijo Edwards—. Dijo que se trataba de una operación antiterrorista. Una operación encubierta. No lo era. Ni siquiera tenía que ver con Seguridad Nacional. Entonces, ¿de qué se trata?
—Bueno —dijo el líder del equipo con una sonrisa torcida—. Todos tenemos que ganarnos la vida de algún modo.
Y entonces los disparos comenzaron.
Thomas se tiró a la arena, empujando a Kumi al suelo también. El líder del equipo cayó primero tras recibir dos impactos en la cabeza, pero cuando Edwards se volvió para disparar a Guerra, pareció combarse y su rostro envejeció repentinamente, quedándose inmóvil durante un instante antes de caer boca abajo en la arena. Tras él, Peste, la mujer que Thomas conocía como Roberta, estaba arrodilla y su arma aún humeante. Entonces Parks cogió el cuchillo de buceo del cinturón de Thomas y se abalanzó hacia ella gritando de furia.
Guerra apuntó a Parks y Thomas giró en redondo su pie, golpeándole las piernas y haciéndole perder el equilibrio. Guerra cayó mientras su subfusil disparaba al aire y Thomas saltó hacia él. Se agarró como un loco al candente metal del arma y comenzó a luchar con Guerra para hacerse con el control.
Durante los siguientes diez segundos, Thomas solo fue consciente de una furia desesperada y del convencimiento de que estaría muerto de un momento a otro. Rodó hasta ponerse boca arriba. Guerra estaba encima de él. Escuchó a Roberta gritar de dolor e ira. Escuchó más disparos, y entonces el hombre que se hacía llamar Guerra, el hombre que lo había seguido desde Nápoles y que lo había disparado en Bari, colocó su arma en la garganta de Thomas. Guerra empujó el arma con las dos manos y Thomas sintió que la respiración se le entrecortaba. Guerra y Peste. Lo absurdo de que un matón a sueldo se hiciera pasar por uno de los jinetes del apocalipsis, la total estupidez pomposa y carente de ironía de toda aquella situación hizo que una rabia súbita se apoderara de él, una rabia que comenzó a gestarse cuando le dijeron por primera vez que su hermano estaba muerto. Pataleó, golpeó y arañó con una furia animal, pero Guerra seguía teniendo el control.
Thomas no llegó a ver a Kumi acercarse, y Guerra se percató solo un instante antes de la patada. Se volvió y el pie de Kumi le partió la nariz, lo que permitió a Thomas zafarse de él y hacerse con el arma. Se puso en cuclillas y se dio un segundo para evaluar la situación.
Roberta yacía boca arriba en la playa con el cuchillo de Parks clavado en el pecho. Tenía los ojos abiertos, pero sin vida. Parks estaba desplomado a su lado, con dos disparos en la espalda. Guerra estaba en el suelo, sujetándose la nariz, Devlin y los dos soldados ya estaban muertos, Jim probablemente estaba agonizando. Solo Kumi y Hayes seguían de pie, y él la estaba apuntando con su revólver. Kumi ni siquiera le había visto…
—¡Pare! —gritó Thomas—. ¡Kumi!
Ella se volvió con una lentitud extrema y los ojos parecieron salírsele de las órbitas cuando vio el cañón del arma, pero Hayes no disparó.
—Tíreme el arma —dijo.
Thomas lo hizo. Hayes la cogió sin apartar la vista (ni la pistola) de Kumi. Durante un largo instante, nada ocurrió. Tras los disparos, los gritos, la fiereza de la pelea, el tiempo pareció detenerse.
—De acuerdo —dijo Hayes—. Ahora esperemos pacientemente.
—¿A qué? —dijo Thomas. Todavía respiraba con dificultad y, a pesar de la calma aparente, tenía los nervios a flor de piel a causa de la adrenalina.
—A la Cólera de Dios —dijo Hayes con una breve sonrisa—. Ese es el nombre del avión. La tecnología es algo maravilloso.
—Un segundo —dijo Guerra alzando la vista. Tenía el rostro cubierto de sangre—. ¿Esperamos? ¿Por qué no cogemos el avión y nos vamos? Déjelos aquí.
—Venga, Steve. —Hayes sonrió a Guerra—. Usted lo sabía. Esta no iba a ser una misión con billete de vuelta. Usted terminó por ratificarlo cuando fue incapaz de cogerlos antes de que abandonaran Japón. El momento en el que todos tuvimos que desplazarnos hasta aquí fue el momento en el que quedó claro que ninguno de nosotros se marcharía.
—Steve —dijo Thomas. Le gustó que su nombre fuera tan pequeño, tan común—. El jinete del caballo rosillo se llama Steve. Genial.
—Eso es todo lo que la gente como usted tiene que ofrecer, ¿verdad? —dijo Hayes—. Ironía. Relativismo. Un universo moral sin Dios ni principios.
—¿Cómo puede ser silenciar la verdad y matar a los que difieren de usted en un principio? —dijo Thomas. Kumi le lanzó una mirada de advertencia, pero le daba igual. Todos iban a morir de todas formas. No iba a hacerlo en silencio.
—Tiene que ser muy cómodo —continuó Thomas—, dar por sentado que usted es poseedor de la moral suprema. Hayes, usted es un terrorista, ¿lo sabía? Ni más ni menos. Y, al igual que ocurre con la mayoría de los terroristas, mi moralidad se impondrá a la suya algún día.
—La fe debe ser protegida —respondió Hayes—. La fe lo es todo.
—No —dijo Jim. Habló en voz baja, con grandes esfuerzos—. El amor lo es todo. Sin él solo se es…
—¿El sonido retumbante de un gong o el estrépito de unos platillos? —preguntó Hayes con aparente diversión. Apuntó con el arma al sacerdote—. La gente como ustedes no tiene nada que ofrecer. —Miró con dureza a Thomas—. No creen en nada, así que carecen de fortaleza y solidez para enfrentarse a los que sí creen.
—Señor —dijo Guerra con insistencia—. Todavía creo que podemos salir de aquí. Tengo una familia, un hijo…
Hayes le apuntó y disparó una vez. La bala le atravesó la cabeza justo por encima del ojo derecho. Guerra, o Brad o (quizá más patético todavía, Steve) murió antes de que su cuerpo cayera a la arena.
—Pensé que estaba conmigo —dijo Hayes al ya cadáver—. No hay espacio para los que actúan por propio interés.
—Se cree un cruzado —susurró Jim en voz baja.
—Eso es —dijo Hayes—. Lo soy.
—Parece pues indicado darle una pequeña lección de historia —propuso Jim con una sonrisa irónica—. Después de todo, las cruzadas eran ejercicios de barbarismo militar y sus objetivos nada tenían que ver con la religión.
—Más relativismo disfrazado de cristianismo —dijo Hayes con abyecto desdén—. Es igual que el padre Knight.
—Gracias —contestó Jim con cansancio—. Ed vivía y luchaba por la verdad y la justicia. Es un honor que me comparen con él. Bueno, ¿querría hablarnos de ese avión que nos va a llevar a todos a ese infierno reservado a los liberales y relativistas?
Hayes parpadeó, aparentemente confuso por la compostura de Jim. Al momento regresó su sonrisa.
—¿Ve esto? —dijo mientras levantaba la mano izquierda y mostraba el dispositivo similar a un móvil que le colgaba de la muñeca—. Es un sistema de navegación por GPS que el avión tiene como objetivo. Pero aquí viene lo mejor. Va unido a un monitor que detecta mis pulsaciones. Si el avión deja de recibir mis pulsaciones, la Cólera de Dios está programado para cambiar las coordenadas por las del barco que hay allí. ¿Cuántos miembros de la tripulación hay a bordo? ¿Veinte? ¿Más? Los habría matado a todos si los cuatro aviones hubiesen impactado, pero alguien se ha inmiscuido y ahora mi único avión caza tiene que hacer su elección. Es una pena, pero con un avión es más que suficiente.
Kumi bajó la mirada.
—Así que, si muero antes de que la Cólera de Dios llegue —continuó Hayes—, también morirá la tripulación del Nara. Todo es discutible, por supuesto, pero pensé que sería mejor mencionárselo por si acaso se guardaban otro as en la manga. He de decirle que han sido de lo más pesados, pero me alegra saber que morirán antes que yo. ¿Quién será el primero?
Y, una vez hubo terminado de hablar, se guardó la pistola y cogió la ametralladora para dispararlos.