CAPÍTULO 8

 

 

 

 

El viaje llegó a su fin apenas cuatro días después.

Extrañamente no se encontraron con más criaturas extrañas, si no contamos a un par de urracas ladronas de agujas de coser y una anguila eléctrica que estuvo a punto de electrocutar a Eduardo cuando éste intentó cogerla para cenársela asada.

Cuando llegaron a Capullo, magullados y más callados de lo habitual, al menos Eduardo y Caballo, era esa hora del día en que todo el mundo está deseando llegar a sus casas después del trabajo. Los mercaderes los esquivaban y hasta los ladrones los miraban por encima del hombro, pensando ya en la sopa calentita que les había preparado sus esposas.

—Bien, aquí estamos, en la mismísima capital del reino de Rosal —apuntó Alfredo en una de sus escasísimas frases de los últimos días.

Había estado más callado de lo que era habitual incluso para él. Excepto esas ocasiones en que su hermano y Caballo lo escuchaban mascullando para sí tonterías sin sentido.

—Si fuera la dichosa princesa, se le notaría cierto… algo —murmuraba mesándose los cabellos, tan revueltos como nidos de pájaros—. Aunque a mí no se me nota, maldita sea.

—No puede ser ella, seguro —decía a veces mirándose la punta de las botas—. Pastora, princesa pastora, absurdo.

Eduardo y Caballo procuraban evitarlo en esas ocasiones en que se abstraía en sí mismo, porque su humor se volvía explosivo y tan pronto les gritaba como reía a carcajadas, lo cual daba más miedo que lo primero.

Era evidente que era algo que tenía que ver con Rosalía, pero ambos pensaban que era con la princesa Rosalía, con su prometida, con la que tenía problemas. Era evidente que Alfredo no era un hombre de acción, como Eduardo. Él necesitaba estar metido en su taller, rodeado de zapatillas de baile y botas repujadas, como mucho de botines de terciopelo. El aire fresco le sentaba mal.

—Ahora que lo pienso, ¿no decía la carta algo sobre unas pruebas que debías pasar? —preguntó Caballo, trayéndolo al presente.

Alfredo alejó a Rosalía de sus pensamientos y bufó.

—Seguramente era otra de las locuras propias de este reino de locos. Que yo sepa, no he tenido que pasar ninguna pru…

—¿Te parece poco lo del dragón? —preguntó Eduardo, enarcando una ceja, en una imitación perfecta de un gesto de su hermano.

Ese gesto le ganó un guiño de una hermosa dama que pasaba cerca. Eduardo la siguió con la mirada, a punto de olvidar a qué habían ido hasta allí al compás de los andares de aquella joven.

—O el ogro —añadió Caballo, estremeciéndose teatralmente.

—El alcalde de Espina Uno sí que era una persona capaz de poner a prueba la paciencia de un buen hombre, hermano.

Alfredo cruzó los brazos, pensando.

—¿Creéis que todo eso estaba preparado? Para ser pruebas me parecen demasiado… no sé, cualquiera con un poco de ingenio hubiera podido resolverlas fácilmente. Solo había que ser conciliador y paciente para hablar con ellos.

Eduardo bufó.

—Yo no las habría resuelto ni en sueños. ¿Qué caballero se para a hablar con un dragón o un ogro en vez de ensartarlos con su espada?

—O correr a esconderse —murmuró Caballo para sí.

Eduardo disimuló mirando la hermosa arquitectura de la plaza.

—Además —dijo con un súbito ataque de inspiración—, por si no lo recordáis, una de las pruebas no la resolviste tú, Alfredo, sino Rosalía…

—Lo olvidaba, aguantarla era otra de vuestras “pruebas” —atacó Alfredo con una sonrisa.

Caballo relinchó, ofendido.

—No hables así de ella, Alfredo. Rosalía es encantadora —la defendió Eduardo.

—Para ti cualquier mujer o cosa vestida con faldas lo es, hermano.

—No le hagas caso, Eduardo. Aunque disimule, a él también le gusta.

Alfredo gruñó y les dio la espalda. Lo último que deseaba era discutir con su hermano y con un caballo sobre sus gustos en mujeres.

Lo único que deseaba era terminar con ese asunto del compromiso y volver a su taller para siempre y no volver a salir de allí jamás. Jamás de los jamases.

—Mirad, ahí está el palacio del rey Aniceto —señaló Caballo con una de sus pezuñas—. No está mal, enormes caballerizas… y seguro que hay un bonito taller de zapatero para su Alteza…

Alfredo frunció el ceño.

Un par de niños comenzaron a llorar al verlo.

—Es casi como estar en casa —dijo Eduardo tomando a Caballo por el bocado y siguiendo a su hermano mayor, que avanzaba ya a buen paso por la plaza, haciendo caso omiso a la gente que se abría ante él como si fuera una fuerza de la naturaleza.

Un atildado mensajero estuvo a punto de caer cuando Alfredo lo embistió.

—Un momentito, maestro. No se puede entrar en palacio sin pedir audiencia antes… aunque, esperad —murmuró mirando un pergamino que llevaba en un zurrón de bonito terciopelo verde. Lo leyó, lo releyó y volvió a leerlo, como si necesitara confirmación de lo que sus propios ojos le decían—. Por las pintas, diría que sois vosotros a los que estoy buscando.

Eduardo se cuadró para tratar de lucir mejor el modelito que se había puesto para la ocasión, jubón en raso rojo y blanco a juego con unos escarpines granate y una boina a cuadritos de los mismos colores que el jubón.

—¿Será posible que hasta los mensajeros nos ninguneen? ¡Qué aires se dan todos en este reino! ¡Yo le enseñaré a este mequetrefe a mostrarle el debido respeto a un príncipe de Clavel…

Estaba a punto de desenvainar su espada de ceremonia cuando Alfredo le puso una mano sobre la empuñadura para detenerlo.

—¿Has dicho que nos buscabas?

El mensajero puso los ojos en blanco, guardó el pergamino en su zurrón y lo miró como si dignarse a hablar con él fuera algo que lo sobrepasaba.

—Tengo un mensaje del rey Aniceto para vosotros, os espera en el palacio —dijo mientras caminaba hacia el puente levadizo —. ¡No tengo todo el día! —gritó por encima de su hombro al ver que no le seguían.

—¡Qué modales! —gimió Eduardo.

Caballo se limitó a agitar la cabeza. No había palabras para explicar el dolor que sentía su corazón. Si hasta a Eduardo aquello le parecía un escándalo, es que ese reino era un caso perdido. Con razón su princesa se había fugado de palacio para convertirse en pastora…

Atravesaron el hall del palacio y Caballo le relinchó en la cara al criado que intentó llevárselo a las caballerizas. ¡Si había llegado hasta allí, pensaba hasta el final, no faltaba más!

El salón del trono no se parecía al del reino de Clavel, que era todo orden, incluso cuando las princesitas andaban por allí.

Todo en aquel reino hablaba de la mano blanda de su rey. Y también el propio rey hablaba de su mano blanda consigo mismo.

El rey Aniceto de Rosal era gordo como un toro y lucía los colores de aquel al que le gusta comer y beber hasta hartarse… y volver a comenzar. A su alrededor había varias bandejas de golosinas a medio vaciar y un niño a sus pies estaba dando buena cuenta de lo que quedaba en una de ellas.

Rizos oscuros y ojos brillantes.

Alfredo sonrió. El parecido familiar era indudable.

El rey se levantó trabajosamente del trono y avanzó hacia ellos.

Se abalanzó sobre Eduardo y lo envolvió en un fragante abrazo. Cuando lo soltó, Eduardo se olisqueó para comprobar si se le había pegado el olor a flores, vino y grasa.

—¡Querido príncipe Alfredo! Es un placer conocerte después de tanto tiempo…

Alfredo carraspeó y Eduardo señaló hacia su hermano mayor.

—Eh… Alfredo soy yo…

Aniceto lo observó de arriba abajo avergonzado a la vez que sorprendido. Alfredo llevaba un traje que no era su habitual ropa de trabajo pero tampoco era lo que llevaría un príncipe a la hora de conocer a su prometida. Como mucho, era lo que llevaría un príncipe exiliado que lo ha perdido todo cuando realmente lo ha perdido todo… un pantalón negro de ante, una camisa de lino, un jubón acuchillado de cuero y sus mejores botas. Al menos había que reconocerle que, por ruego de Eduardo, había condescendido en peinarse la rebelde mata de pelo negro. Si no fuera por su oscuro ceño, parecería guapo y todo.

—¡Oh, lo siento, muchacho! Es que con ese aspecto tan… bueno, no os habría reconocido jamás…

Alfredo apretó las mandíbulas. Hubo algo en la mirada del rey Aniceto que le ofendió más que todas las burlas que había sufrido desde que había decidido convertirse en maestro zapatero. ¿Qué había de malo en la ropa que llevaba? ¿Qué demostraba de cómo era una persona su manera de vestir? ¿Acaso era Eduardo mejor príncipe que él porque vistiera como un… en fin, como un  príncipe?

—Dejémonos de ceremonias y tonterías, Majestad. He venido para deciros que no voy a casarme con vuestra hija.

Aniceto soltó una carcajada que hizo bailar sus tres barbillas. También rieron el niño y todos los sirvientes y soldados que había desperdigados por la sala.

—Me alegro de que digáis eso, Alfredo, porque ella tampoco quiere casarse con vos —respondió el rey anadeando hasta el trono, como si con esa simple frase todo hubiera concluido.

Despidiéndolos, en definitiva.

Alfredo carraspeó.

—¿Podría saber por qué?

—No pidas explicaciones. ¿No era eso lo que deseabas desde el principio? —le susurró—relinchó Caballo al oído.

Alfredo lo apartó de un manotazo y se acercó hasta el trono.

—Después de hacerme venir hasta aquí, supongo que podréis tener ese detalle conmigo —el rey se encogió de hombros—. ¿Os ha dicho vuestra hija por qué no desea casarse conmigo?

—Al fin y al cabo es un príncipe joven… —intervino Eduardo.

—Guapo e ingenioso… —continuó Caballo.

—Y resolvió todas vuestras pruebas.

—Yo diría que tiene un talento especial para resolver asuntos peliagudos.

—Y, ¿habéis visto qué botas? Hace unos zapatos preciosos…

Alfredo bufó y se volvió hacia sus acompañantes.

—No hace falta que me ayudéis, ¿vale? —dijo, entre dientes.

Aniceto atrapó un dulce de una de las bandejas y lo estudió como si fuera a hacerle un retrato. Tras unos segundos se lo metió en la boca y lo paladeó con deleite con los ojos entrecerrados. Mirándolo. Alfredo se removió en su sitio, inquieto como no se había ni ante el dragón ni ante el ogro.

—No os entiendo, Alfredo —dijo Aniceto al fin—. Habéis venido hasta aquí para decirme que no queríais casaros con mi hija, y ahora parecéis furioso porque ella tampoco quiere casarse con vos… Me confundís… ¡Aclaraos, por favor!

Alfredo suspiró profundamente. Aclararse, como si eso fuera tan sencillo.

—Insisto en conocer los motivos de vuestra hija, Majestad.

El rey apartó la vista de él para clavarla en otra de las bandejas, como pensando que era mucho más interesante que él. Cuando habló, no lo miraba, sino que miraba con ardor una delicia de limón.

—Lamento deciros que no se llevó una buena impresión de vos cuando os conoció, allá en el bosque…

—¿En el bosque? Pero en el bosque solo estaba… —musitó Eduardo.

—La pastora, lo sabía —continuó Caballo.

—Rosalía —susurró Alfredo.

—Lamento que tuvierais que conocerla en esas circunstancias, joven. No sabéis lo que me avergüenzan esas aficiones campesinas… juraría que solo lo hace para enfurecerme…

—Entonces hace buena pareja con mi hermano. Deberíais escuchar las peleas que tiene con mi padre —le respondió Eduardo, repuesto ya de la sorpresa y aceptando un dulce de miel de una nueva bandeja que había traído otro de los criados.

Alfredo escuchó perorar al rey y a Eduardo sin hacerles demasiado caso.

Bien, Rosalía era la pastora del bosque. Lo había sabido casi desde el principio. ¿Y qué más daba? Él ya había tomado la decisión de no casarse con la princesa de Rosal, fuera quien fuese, qué cambiaba si la princesa era Rosalía…

¿Sería verdad que ella se había hecho pastora para escapar de ese palacio de locos? Viendo a su padre, lo creía muy posible. ¿Acaso no se había refugiado él mismo en su taller de zapatero?

Pero, un momento… el rey había dicho que no le había caído bien cuando le había conocido en el bosque…

¿Sabía ella que era Alfredo de Clavel?

Bien, él no quería casarse con ella ni ella tampoco con él. Era la primera vez que estaban de acuerdo en algo.

Pero…

—Pero yo creía que le caía bien… —murmuró para sí.

Hasta que no escuchó la voz de Eduardo no se dio cuenta de que había hablado en voz alta.

—Cuando no le gritabas o insultabas, parecías casi amable, hermanito.

Alfredo alzó la cabeza con decisión.

—Quiero hablar con ella, si es que está aquí.

Aniceto bufó y los salpicó de migas de galletas y pastel.

—Pues te deseo suerte, muchacho. Porque ha heredado el carácter de su madre y la he visto muy pocas veces tan enfadada como hoy. Ve a buscar a tu hermana, Felipe.

El niño cogió un par de pastelitos y corrió por el salón.