CAPÍTULO 6

 

 

 

No os creáis lo que os dicen sobre los dragones.

Son criaturas enormes, llenas de escamas, que escupen fuego, vuelan, acumulan tesoros y devoran carne, eso es cierto, pero también son criaturas sensibles.

Al menos algunos lo son.

Respecto a lo de que todos se fueron a la costa buscando climas más cálidos… pues eso, no os creáis todo lo que os dicen sobre los dragones.

—¡Vaya, vaya! De modo que aún te quedan ovejas con lana, Rosalía. ¡Eres una mentirosilla! Dámelas y ya no me verás hasta la próxima primavera, cuando tus ovejas vuelvan a tener su preciosa lana —dijo el dragón con resonante voz.

—¡No, alteeezaaa! Quiero decir, pastoraaaa… ¡no le dejéis que nos lleeeeveeee!

Rosalía resopló, agrandó los ojos, echando chispas por ellos y se colocó delante de sus ovejas, protegiendo su lana con su vida, sabiendo que no sería preciso.

—Olvídalo, dragón. Estas dos son las últimas, y no dejaré que les toques un pelo.

—Lo dices como si fuera a hacerles daño, querida. Yo solo quiero su lana…

Alfredo asistió a este duelo de voluntades sin poder creerse lo que veían sus ojos. ¿Un dragón humilde? ¿Una pastora con más carácter y voluntad que muchos guerreros que conocía? ¿Y todo por dos ovejas?

Suspiró profundamente y se colocó entre ambos alzando las manos con gesto conciliador.

El dragón resopló, chamuscándole el flequillo.

Alfredo entrecerró los ojos. Apretó los labios. Sinceramente, empezaba a pensar que esa pastora no se merecía tantos esfuerzos.

—Perdonadme, señor dragón. No me gusta ser indiscreto…

—Sí, claro —alcanzó a oírse desde algún lugar entre los árboles, donde se habían refugiado Eduardo y Caballo al ver al dragón.

¿Y ese era el mejor caballero del reino de Clavel? Si lo vieran sus adorables admiradoras ahora mismo, pensó Alfredo con una sonrisa minúscula.

Rosalía, al verla, se sorprendió por el cambio que se realizaba en su expresión, pues parecía mucho más joven y, como había pensado antes, también más guapo… si es que a ella le preocuparan esas cosas.

—Me gustaría saber para qué necesitáis la lana —continuó Alfredo, volviendo a su gesto adusto habitual.

El dragón se sentó sobre sus cuartos traseros haciendo que el suelo retumbara. En el lago se formaron incluso algunas olas que empaparon la orilla, llegando casi a los pies de Rosalía, que se apartó justo a tiempo.

—A pesar de lo que piensa la gente, yo no soy un mal bicho —dijo el dragón, lloriqueando, para sorpresa de todos.

Una enorme lágrima humeante chamuscó la hierba a los pies de Alfredo, que decidió recular un par de pasos, no fuera a ser que la siguiente le cayera encima.

—Me hice vegetariano porque no era capaz de cazar a nadie y comérmelo —continuó el dragón, sacando un enorme pañuelo de no se sabía dónde y sonándose estruendosamente—. Me dan tanta pena cuando empiezan a temblar y llorar…

—Un alma sensible —intervino Caballo que, sin embargo, no osaba acercase a tal ejemplo de sensibilidad, no fuera a ser que no le gustara la carne humana y sí la de equino parlanchín.

—En ese caso, ¿por qué cazas ovejas? —preguntó Alfredo.

—Verás, simpático joven —respondió el dragón, animado por el interés del príncipe—, como puedes comprobar, todo mi cuerpo está cubierto de escamas, excepto los pies, que sufren una barbaridad en este terreno tan montañoso. Tomo la lana de las ovejas y me la enrollo en los pies para que no me salgan ampollas.

Alfredo asintió pues la mirada del dragón, fija y atenta en él, exigía algún tipo de respuesta o gesto.

—Ya veo.

—Uso las ovejas de Rosalía porque ella en realidad no las necesita para vivir…

—Querido dragón —intervino ella, tomando súbitamente a Alfredo del brazo y arrastrándolo lejos del enorme reptil—, deja que nuestro nuevo amigo reflexione sobre lo que debemos hacer para salvar la lana de mis ovejas.

Una vez lejos del animal, ella le soltó tan pronto como le había cogido y volvió junto al reptil, donde se dedicó a cuchichear como si fueran viejos amigos. Hasta las ovejas parecían formar parte del secreto que se traían entre manos.

Alfredo frunció el ceño.

No le gustaban los secretos.

Se sentó en el tronco donde había estado sentado la pastora la primera vez que la había visto. Era cómodo. Era evidente que pasaba allí mucho tiempo. Era como su viejo banco de trabajo, cómodo y gastado por el uso, como el cuero viejo.

Una idea se formó en su cabeza, así como la manera de elaborarla, aunque sería difícil dar con el material. Pero a la vez era un reto, y él nunca había sido capaz de rechazar un reto…

—¡He tenido una idea! —exclamó, levantándose del tronco y avanzando hacia Rosalía, el dragón y las ovejas, a tiempo de captar las últimas palabras que ésta le decía.

—Prométeme que no le dirás nada.

El dragón no tuvo tiempo de responder porque vio la interesada mirada de Alfredo a apenas unos metros de ellos.

Si algo había aprendido Alfredo como regente del reino de Clavel era a disimular. De modo que disimuló como en sus mejores tiempos. Incluso supo simular una sonrisa, aunque le reconcomía saber que le ocultaban algo.

—He tenido una idea —repitió, aunque su entusiasmo era varios grados menor—. Verás, dragón. Yo soy maestro zapatero en el reino de Clavel y podría hacerte unos zapatos cómodos y resistentes, y así no tendrías que pelar a las ovejas de Rosalía… —casi la pudo ver dar un respingo cuando la oyó pronunciar su nombre. ¿O quizás fue cuando le oyó decir que era maestro zapatero?

El dragón se removió incómodo, destrozando varios arbustos con su generoso trasero.

—No sé, tengo unos pies muy grandes.

—¡Y yo, y mira qué botas me ha hecho! —gritó una voz en algún lugar a la izquierda. Una pierna elegantemente calzada en cuero marrón se agitó en el aire durante unos segundos.

—Son muy bonitas —suspiró el dragón, con ojos llenos de deseo—. ¿Podrías hacerme unas pero con lacitos?

—¿Has dicho lacitos?—preguntó Rosalía, sin saber sin reír o llorar.

—Querida, creía que sabías que soy una dragona… —la voz del reptil sonó realmente ofendida.

Alfredo ahogó una risa al ver la cara de la pastora. Era indudable que no la pillaba por sorpresa a menudo.

—Tendrán todos los lacitos que tú quieras, hermosa dragona —dijo con una sonrisa tan amplia en su cara, que su rostro se veía realmente desconocido—. Pero con una condición.

Casi pudo oírse como se hacía el silencio en el claro. Los pájaros dejaron de cantar, las ranas de croar, las ovejas de cuchichear, Eduardo de temblar y Rosalía de bufar.

—Tú dirás —respondió la dragona, clavando en él una sonrisa y, juraría, hasta un pestañeo coquetuelo.

—Que no vuelvas a molestar a Rosalía ni a sus ovejas.

Alfredo no estaba preparado para la que se montó a continuación.

—¿Quién diablos te crees que eres para decidir con quién puedo o no pudo verme? ¿Acabas de llegar y ya te crees con derecho a decidir por mí? Vete y no vuelvas, maestro zapatero. Mis ovejas y yo estábamos maravillosamente bien hasta que apareciste con tu caballero cobarde y su caballo parlanchín. Pero no, te aburrías y tenías que meterte donde no te llamaban. ¿Te crees que puedes mirarme con tus ojos oscuros y voy a rendirme a tus pies? ¿Crees que tiemblo de miedo al ver ese ceño tormentoso? Que sepas que en mi reino hay alguien que tiene al menos tan mal carácter como tú, y que no me asustas… ¡Para nada!

Alfredo hizo caso omiso de las palabras furiosas de Rosalía, de su dedo apuntándole y de la extraña sensación que sentía en algún lugar entre el pecho y las tripas.

Se volvió hacia la dragona y le habló como si Rosalía no siguiera gritándole en plena cara.

—Si me dejas tomarte las medidas, estarán listas en unos tres días, a esta hora. Y tendrás unas nuevas cada seis meses.

La dragona apartó la mirada de Rosalía, con algo parecido a la vergüenza ajena y la clavó en el joven.

—¡Oh, eres muy generoso, muchacho! Por cierto —dijo, mientras él giraba a su alrededor con la cinta de medir y apuntando en su libreta de trabajo las medidas para las botas—, tu cara me suena—. Si un dragón puede fruncir el ceño, digamos que ésta lo hacía en ese momento—. Me recuerdas bastante al príncipe Alf…

Alfredo le clavó la aguja de coser que estaba usando para sujetar la cinta y puso cara de inocente cuando la dragona bufó, expulsando humo por la nariz.

—Solo soy un simple zapatero.

La dragona entrecerró los ojos y finalmente sonrió, si es que los dragones sonríen.

—Claro.

Rosalía, al ver que nadie le hacía caso, volvió a su tronco y les observó con el ceño fruncido y los brazos cruzados sobre el pecho, enfurruñada.

—Puedes volver aquí dentro de tres días a por tus botas.

—Aquí estaré. Adiós, maestro zapatero. Rosalía.

Ella alzó la mano como con desgana y la miró marchar.

Estaba enfadada. Y era absurdo, porque, al fin y al cabo, él había salvado a sus ovejas a cambio de nada.

¿De nada?

Eso era lo raro.

Ese hombre lo había hecho simplemente por ayudarla… y ni siquiera se había inmutado cuando lo había insultado.

Y no sabía qué le molestaba más, que no le pidiera nada a cambio, que le pareciera tan normal ayudar a la gente, o que ni siquiera se defendiera. Porque era evidente que carácter tenía. No había más que mirar ese ceño y esos ojos nublados como una noche oscura. Él tenía un carácter al menos tan fuerte como el suyo… y ella se aburría tanto…

Rosalía enrojeció súbitamente al notar el derrotero de sus pensamientos. No era posible que él le gustara. ¡Si ni siquiera le conocía!

Era agradecimiento. Nada más que eso.

Le daría las gracias. Él se marcharía y punto. Volvería a quedarse sola. Con sus ovejas. Que solo hablaban de cosas de ovejas.

—Gracias —dijo, por encima del hombro.

—Graaaaaciaaaas —repitieron, a su modo, las ovejas.

Alfredo se volvió hacia ella con una ceja enarcada. No parecía enfadado. Ni siquiera molesto.

Había sacado de su zurrón una enorme pieza de cuero y la estaba midiendo, calculando si le llegaría para el trabajo que se traía entre manos o si tendría que comprar más por el camino.

—No hay de qué —al hablar ni siquiera la estaba mirando, sino que seguía midiendo y calculando, como si lo que había hecho fuera la cosa más normal del mundo.

Nuevamente molesta, Rosalía se levantó y se acercó a él, decidida a que él aceptara su agradecimiento fuera como fuera.

—No sé qué puedo hacer para agradeceros vuestra ayuda, caballeros —dijo, dulcificando su voz hasta el extremo.

Alfredo la miró. Ahora sí que ya no sabía qué pensar de ella.

¿Quién era esa pastora? ¿Una loca de carácter abominable o una dulce y encantadora muchacha? Si debía ser sincero, la prefería como al principio, al menos sabía cómo manejarla.

—Ahora que lo pienso, ni siquiera me he presentado —siguió ella, esbozando una sonrisa forzada—. Soy la prin… pastora Rosalía.

Sin saber de dónde había salido, y ahora que era evidente que el peligro había pasado, Eduardo apareció de la nada, luciendo su mejor sonrisa y un guiño desenfadado y encantador.

—Yo soy Eduardo de Clavel. Ese hermoso animal es Caballo, y ése —añadió, señalando a Alfredo, que seguía atento a su cuero y sus sedas—, es mi hermano, Alfredo. Es zapatero —susurró al oído de Rosalía.

Rosalía sonrió y asintió.

—Un tipo raro, tu hermano —dijo, mientras lo miraba trabajar, ajeno a lo que había sucedido apenas unos minutos antes.

—Bueno, es listo y trabajador, pero demasiado serio para mi gusto —respondió Eduardo—. Aunque el guapo de la familia soy yo, es evidente —añadió con una sonrisa descarada.

Rosalía no pudo evitar la risa. Eduardo provocaba ese efecto en la gente. Pronto olvidaban sus defectos, como que los habían dejado solos frente a un dragón.

Alfredo frunció el ceño y se pinchó el dedo sin querer al mirarles de reojo.

—¿No podéis hablar más bajo? Algunos trabajamos… —refunfuñó molesto… y molesto porque le molestara.

Rosalía se sentó con Eduardo en su tronco y se dedicó a sonsacarle todo lo que pudo.

—¿Siempre es así? —preguntó en voz baja, mirando de reojo el elegante perfil del maestro zapatero recortado contra el fondo del lago.

Eduardo puso los ojos en blanco.

—Si yo te contara…