CAPÍTULO 7

 

 

 

 

Los tres días que transcurrieron hasta que Alfredo finalizó y entregó las botas a la dragona pasaron con más pena que gloria, sobre todo para él, que poco hizo aparte de trabajar.

Rosalía, Eduardo, Caballo y las ovejas lo pasaron algo mejor, ya que descubrieron que compartían algunas aficiones en común, como la música, charlar con animales y la charla intrascendente sobre los temas más absurdos.

—Pues yo sigo pensando que es mejor calentar los palacios con calefacción central que con chimeneas. Es más limpio y cuando te metes en la cama no hay color… —insistía Rosalía.

El único que era capaz de notar algo raro en ese comentario estaba en ese momento encolando  las suelas de las botas, de modo que el comentario solo se llevó un bufido de indignación por parte de Eduardo.

—Las chimeneas son mucho más románticas —replicó Eduardo.

—Sí, sobre todo cuando llueve y te llenan el salón de humo. Mi padre decidió poner calefacción hasta en las mazmorras tras cierto asuntillo con unos… eso no viene a cuento ahora —Rosalía enrojeció tanto de pronto, al darse cuenta de hasta dónde había llegado en su indiscreción, que sintió unas ganas inmensas de meter la cabeza en el lago. Afortunadamente, Eduardo era demasiado inocente como para notar nada, o solo se daba cuenta de cómo el rubor hacía que sus ojos se hicieran más brillantes—. ¿Qué tal si cenamos?

Eduardo le dedicó una de sus amplias sonrisas, de esas que hacían que los sensibles corazones de las damiselas del reino temblaran y cayeran como hojas secas a sus pies.

—Precisamente la hora de la cena es mi hora favorita del día.

—Creía que era la hora de comer… —dijo Caballo, entre bocado y bocado de deliciosa hierba.

—En todo caso, es cualquier hora que incluya algo de comer —intervino Alfredo, abandonada ya su tarea por hoy.

Se había quitado el mandil y su traje de trabajo. Se había aseado y vestido con una camisa blanca, vieja y remendada, pero limpia. A pesar del baño, olía a cuero y a cola, un olor no desagradable del todo. Se le veía cansado, pero contento. Incluso sonrió cuando ella le ofreció un plato de pescado asado entre cenizas.

—Gracias, Rosalía.

—De nada, Alfredo. Aún no me habéis dicho a dónde os dirigís…

Alfredo enarcó una ceja, sorprendido.

—¿Lleváis hablando tres días sin parar y Eduardo aún no te ha dicho adónde vamos? —preguntó quizás con más veneno del necesario.

Rosalía apretó los labios, decidida a que él no volviera a sacarla de quicio, pero no consiguió contenerse.

—¿Eres tan agrio que te molesta que haya gente amable a tu alrededor?

—Para nada —respondió él, dejando el plato de pescado a un lado y clavando en ella una mirada incluso regocijada que la puso más furiosa todavía, algo que se reflejó en el brillo de sus ojos y en su postura, tan erguida que parecía incluso dolorosa—. Es solo que me hubiera gustado que alguien se ofreciera a echarme una mano, quizá…

Rosalía, su furia, su rabia y su valor se desinflaron en una oleada de vergüenza. Era cierto que durante tres días, en ningún momento se les había ocurrido que Alfredo necesitara ayuda para nada.

—Yo… lo siento mucho, Alfredo —en un impulso, Rosalía se levantó y le dio un beso en la mejilla, cogiéndole completamente por sorpresa, incluso a ella misma.

Eduardo y Caballo siguieron comiendo como si nada raro pasara a su alrededor. Como si su hermano y Rosalía no hubieran hundido sus avergonzadas caras en sus platos de pescado y no fueran capaces de alzar la vista de ellos, y menos aún para mirarse el uno al otro.

 

—¿Era necesario que ella viniera con nosotros?

—No hables de mí como si no estuviera presente, zapatero. Me importa un bledo lo que pienses. Me habéis hecho un favor e iré con vosotros hasta que haya pagado mi deuda…

Hacía un par de horas que habían dejado atrás el claro del lago.

La entrega de las botas había sido un éxito y Alfredo había tratado de asegurarle a la dragona que no quería pago alguno, aparte de lo que le había pedido anteriormente, que dejara en paz a Rosalía y a las ovejas.

—Pero soy rica, puedo pagarte bien…

—Dinero es lo último que necesito, créeme. No hago este trabajo por oro.

Rosalía le dio un codazo a Eduardo para llamar su atención.

—¿Está loco tu hermano? Esa dragona es una de las más ricas de su clan. Puede cubrirle de oro si quiere.

Eduardo se encogió de hombros.

—Nuestro padre le ofreció más que oro y él lo rechazó. Esa dragona no tiene nada que hacer.

—¿Más que oro? —murmuró Rosalía para sí.

—No nos has dicho lo que has hecho con tus simpáticas ovejas —dijo Caballo, volviendo a atraer a Rosalía al presente.

—Se las he dejado a un amigo.

—¿Qué amigo? En el lago no había nadie más aparte de nosotros y la dragona…

Rosalía bufó con impaciencia. Empezaba a comprender que Alfredo tuviera tan poca paciencia con esos dos.

—Eres tan desconfiado como nuestro querido remendón. Les dije que fueran a buscar a Horacio.

—¿Horacio, el alcalde de Espina Uno? ¿Y él acogerá las ovejas de una simple pastora? Lo que no ocurra en este reino de locos… —dijo Alfredo entre suspiros de autocompasión. ¡Cómo echaba de menos su taller, su herramientas e incluso a sus perezosos aprendices!

Rosalía se colocó ante él y le clavó un dedo acusador en el pecho. Sus ojos volvían a refulgir de furia y Alfredo estaba ya harto, sinceramente harto, de oír tanta bronca por parte de aquella loca.

—¿Qué tienes tú en contra de mi reino? Si mi padre te oyera, te mandaría encarcelar en la mazmorra más oscura del palacio…

—¿Ha dicho palacio? —le susurró Caballo a Eduardo.

—Mira, Rosalía, no sabes hasta qué punto estoy cansado de tus arrebatos. Hemos empezado con mal pie, pero…

La cara de Rosalía se desencajó. Y no fue porque Alfredo le había tomado la mano que le apuntaba al pecho como una espada afilada y la había apretado entre las suyas, acunándola como a un pajarillo herido.

—¡Oh, Dios mío! ¿Qué es eso? —gritó.

Alfredo sonrió, con una sonrisa que incluso podríamos calificar de seductora.

Rosalía la hubiera apreciado, pero estaba demasiado ocupada tratando de que soltara su mano para… ¿escapar?

—Buen truco, muchacha, pero no podrás… —sin embargo, el sonido de algo quebrándose a sus espaldas, algo grande, le convenció de que quizás sí que había algo detrás de él. Cuando se volvió, tuvo que parpadear un par de veces para convencerse de que realmente estaba viendo lo que estaba viendo—. Por Clavel… es… un… ¿ogro?

—Al menos no se puede decir que este sea un sitio aburrido —se pudo oír que decía Caballo mientras corría a esconderse con Eduardo sobre su grupa.

—¡Dejadme pasar, insectos! Debo ver a ese maldito alcalde cuanto antes.

Alfredo se colocó delante de Rosalía, que parecía que iba a hablar y carraspeó para aclararse la garganta. Solo consiguió hablar a la segunda.

—¿Te refieres por casualidad a Horacio, el alcalde de Espina Uno? —preguntó, con voz más meliflua de lo habitual. Al hablar, pudo sentir que Rosalía le clavaba las uñas en los brazos, no supo si por miedo o por hablar antes que ella.

—¿Qué le pasa a tu hermano? ¿Por qué no puede estarse calladito para variar? —rezongaba Caballo en algún lugar desde detrás de los arbustos. Eduardo le chistaba para que se callara, no fuera a llamar la atención del ogro.

—El mismo —respondió el ogro a Alfredo, tras echar una miradita de interés a los arbustos parlanchines—. Y te advierto que no puedes hacer nada que me impida ir a verlo.

Supongo que habréis oído cosas terribles sobre los ogros… Bien, pues todas son ciertas, empezando por el olor hasta por su pésimo estilo a la hora de vestir. La verdad es que si hay algo peor que un ogro, no sé qué puede ser.

—¿En serio? —preguntó Alfredo, envalentonado por el tono del ogro, o quizás por sus éxitos anteriores—. ¿Cuál es exactamente el problema que tienes con él?

—Alfredo —dijo Rosalía, tratando de llamar su atención, pero él hizo caso omiso de ella.

—Déjame, Rosalía.

Ella bufó, en su peculiar y estiloso estilo y lo dejó solo frente al ogro. Se sentó en una roca y dispuso sus faldas a su alrededor, de modo que parecía una princesa esperando a su príncipe azul.

—Sois un grupo curioso… un petimetre y un caballo parlanchín, un zapatero y la prin…

—Soy una pastora —dijo Rosalía, señalando su cayado con intención—. Seguramente me has visto alguna vez con mis ovejas.

El ogro sonrió, mostrando una dentadura horrorosa, llena de colmillos y aristas de muelas.

—Volviendo a tu problema con Horacio, señor ogro…

El ogro clavó en Alfredo una mirada furiosa que lo hizo estremecer, a su pesar.

—Puedes llamarme Feliciano, joven. Busco a Horacio porque ese maldito hombre ha olvidado “por accidente” enviarme una invitación para el festival de talentos que ha organizado para el viejo Aniceto.

—¡Eh, que mi pa…, quiero decir, el rey, no es viejo! —exclamó Rosalía, golpeando el suelo con el cayado, afortunadamente, nadie le hacía caso, por lo que nadie notó su nuevo desliz.

—¿Y qué interés puede tener alguien como tú, sin pretender ofenderte, Feliciano, en un aburrido festival de talentos? —preguntó Alfredo tratando de controlar la ironía en su voz. Lo cierto es que sentía curiosidad de si lo que deseaba era castigar y comerse a los que lo hacían mal.

El ogro suspiró y se rascó la cabeza en la simulación perfecta de la vergüenza. Si los ogros se sonrojan, pues se puede decir que éste lo hizo.

—Horacio sabe que me encanta la música y la danza. Espero sinceramente que se le haya olvidado invitarme por accidente, porque si no…

—¿Te lo comerás? —preguntó la voz de Caballo desde los arbustos.

Feliciano hizo una mueca de asco.

—¿A un humano? ¿Te comerías tú a uno?

Alfredo alzó las manos y se las pasó por el pelo, tratando de pensar. Nuevamente, las cosas raras que pasaban en ese reino hicieron que deseara volver a su casita para no volver a salir de allí.

—Estoy seguro de que Horacio no ha pretendido ofenderte —dijo al fin. “Espero de veras que sea así, o se las verá conmigo”, pensó para sí—. Tal vez pensó que tu presencia asustaría a los participantes. Ya sabes, el estrés, el pánico escénico…

Feliciano bufó, no demasiado convencido, aunque era evidente que estaba deseando creer que el olvido de Horacio no había sido premeditado.

—Igual tienes razón, zapatero… pero podría habérmelo dicho —añadió, buscándole con la mirada, como buscando su aquiescencia. Alfredo asintió, dándole la razón y contentándole con ese solo gesto—. Esta es una ocasión única en este reino, yo podría haberme escondido, nadie se habría dado cuenta de mi presencia.

Alfredo aspiró el almizclado olor del ogro y admiró sus cuatro metros de altura y dudó mucho de esa última observación.

—Además —continuó el ogro—, se rumorea que la mismísima Rosalía iba a actuar para su padre. Dicen que es una auténtica maravilla oírla cantar, y que baila como los ángeles.

—Exageran un poquito, pero, en fin… —dijo Rosalía, orgullosa, pero se calló cuando se dieron cuenta de que todos la miraban—. Quiero decir, eso dicen sobre ELLA.

—Ya —dijo Feliciano con una de sus terribles sonrisas—. Dicen que la princesa Rosalía es encantadora.

—¿En serio? —preguntó Alfredo, pensando que quizás era la oportunidad de sonsacarles algo sobre su prometida—. ¿Y qué más se dice de ella?

Rosalía frunció el ceño.

—¿Qué interés puedes tener tú en alguien como la princesa Rosalía? Ella está fuera de tu alcance, zapatero.

Alfredo entrecerró los ojos.

—Quizás te sorprendería saber que soy mucho más de lo que se ve a primera vista.

—¿En serio? —rió ella—. ¿Aparte de metomentodo?

—Yo al menos no presumo de ser una víbora…

—¿Víbora yo? Mira quién fue hablar, tú tienes un carácter de los mil diablos…

—Quizás, pero yo no le grito a todo el mundo y al menos trato de ayudar…

—Lamento interrumpir una pelea de enamorados… —intervino Feliciano—, pero tengo una cita con Horacio…

—¿ENAMORADOS? ¿Tú estás loco o qué? ¡Es imposible enamorarse de alguien tan picajoso! —gritaron ambos al unísono, las respiraciones alteradas, las miradas al par, las mejillas encendidas, los ojos brillantes, los brazos cruzados, la viva imagen del enfado.

Feliciano reculó un par de pasos ante tanta energía negativa.

—Bueno… yo… —comenzó a decir mientras se iba.

—Espera, ogro —dijo ella de pronto—. Yo cantaré para ti.

—¿Tú cantas? —preguntó Alfredo con incredulidad.

—¿Es necesario que lo digas en ese tono?

Alfredo suspiró, tratando de controlarse.

—Dejémoslo —dijo ella, por una vez la primera en firmar la paz—. Soy capaz de cantar, maestro zapatero, a pesar de mi ácido carácter, como vos diríais. Con mi canción, calmaré a este buen ogro y conseguiré que me pidas perdón por tu desconsiderada actitud.

Alfredo le dedicó una sonrisa torcida.

—Tienes que ser muy buena para eso, pastora.

Ella alzó la barbilla y cuadró los hombros, se colocó las faldas y apretó su cayado, quizás pensando si se rompería o no si le daba con él en la cabeza al zapatero.

—Pues, para que lo sepas —dijo, toda dulzura— no tengo nada que envidiarle a la princesa Rosalía, con la que, casualmente, comparto nombre y… algunas cosas más.

—¿Conoces a la princesa Rosalía? —preguntó Eduardo, que había dejado su escondite, viendo que el ogro no iba a comérselo en un futuro inmediato.

—Ejem, un poco.

—¿Es lista? —preguntó Caballo.

—Mejor aún, ¿es guapa? —añadió Eduardo.

—Hacéis muchas preguntas sobre ella, ya os lo he dicho antes. ¿Qué os traéis con ella?

Feliciano les salvó de contestar al carraspear de impaciencia. Y el carraspeo de un ogro es de los que espanta a los pájaros a dos kilómetros de distancia.

Rosalía cantó.

Los pájaros volvieron, pero enmudecieron para oírla cantar, las ardillas dejaron de roer, los conejos dejaron de correr y las rapaces de cazar. Incluso las aves nocturnas despertaron durante unos minutos para escucharla, para luego volver a dormir cuando ella calló.

Feliciano lloró.

Eduardo y Caballo lloraron.

Alfredo no lloró, pero sintió un nudo tan apretado en la garganta y el pecho, que estuvo lo más cerca de llorar que había estado desde que dejó el palacio para instalarse en su taller. A pesar de lo que se decía a sí mismo, había sido la decisión más dura de su vida.

Cuando calló, durante dos minutos eternos no se oyó nada aparte de los sollozos del ogro y de Eduardo y los relinchos de Caballo.

Alfredo callaba y miraba a Rosalía como si la viera por primera vez.

Y de pronto…

—¡Bravo, bravísimo! —exclamó el ogro.

—Eres un ángel —dijo Caballo dándole un golpecito con la cabeza en el hombro.

Eduardo lloraba con tanto sentimiento que no era capaz de hablar. Se había sentado en una roca y hablaba para sí.

Rosalía lo miró unos segundos antes de volverse hacia Alfredo.

—¿Y tú no tienes nada que decir?

Alfredo emitió una sonrisa triste.

—Me has dejado sin palabras.

Rosalía se sonrojó de satisfacción. No había mayor cumplido que ese.

—Querida muchacha, te llevaría a vivir conmigo a mi mansión si no supiera que vives en un sitio mejor… —dijo el ogro, emocionado aún.

—Calla, querido ogro —dijo Rosalía con una risa nerviosa, evitando la mirada curiosa de Alfredo—. Todo el mundo en el reino sabe que no cambio mi claro en el lago por nada.

Feliciano asintió con la cabeza y saludó con la mano.

—Ha sido un placer, querida, caballeros. Saludarás a tu padre de mi parte, ¿verdad, Rosalía?

—Claro, seguramente estará en la reunión del conse…jo… de pastores —improvisó cuando notó que hasta Eduardo la miraba con mirada inquisidora.

Se giró y fingió que buscaba algo a su alrededor.

—¿Buscas algo? —preguntó Alfredo enarcando una ceja.

Sinceramente había algo en esa pastora que no le cuadraba y estaba decidido a averiguar qué era.

—Mi cayado.

—Lo tienes en la mano —le señaló Eduardo.

—Ya, claro.

—Pareces nerviosa, princesa —dijo Caballo, de pronto.

—¿Yo? ¿Nerviosa? Lo cierto es que acabo de acordarme de que tengo algo que hacer en…

—Dijiste que te quedarías… —rezongó Caballo—. Alteza, dile que se quede…

Alfredo clavó una mirada recriminatoria en Caballo y miró a Rosalía con una sonrisa triste.

—Si Rosalía debe irse no podemos hacer nada para impedírselo, Caballo. Despedíos de ella, recordad que nosotros también tenemos algo que hacer en Capullo.

Rosalía agrandó sus ojos. Paseó su mirada por todos ellos, como haciendo cuentas, repasando hechos y volvió a mirar a Alfredo.

—Debo irme, adiós Caballo, Eduardo —dijo palmeando el cuello del corcel parlanchín y besando el apuesto rostro del segundo al trono de Clavel.

—Adiós, querida. Nunca pensé que conocer a alguien del vulgo fuera tan entretenido. Además, creo que jamás olvidaré esa canción.

Rosalía sonrió con tristeza.

—Yo tampoco la olvidaré.

—Bueno, Rosalía…

Ella puso un dedo en los labios de Alfredo para que no dijera nada más.

—Calla, no quiero discutir más.

—¿Por qué íbamos a discutir? —preguntó él, frunciendo el ceño.

Ella rió y al poco rato él también.

—De acuerdo, tienes razón.

—¿Adiós, entonces?

Alfredo asintió. Nunca había sido muy bueno con las palabras, y solo Dios sabía cómo hubiera deseado serlo en ese momento, porque ella provocado algo en él que no había hecho nadie más.

—¿Lo dejamos en un hasta luego? —preguntó él en un susurro.

Pero ya era demasiado tarde, porque ella ya se había ido.

Y encima no le había dado un beso de despedida, cosa que sí había hecho con Eduardo.