CAPÍTULO 4
El fin del camino real llegó bruscamente. Tan bruscamente que, de pronto se vieron rodeados por las frescas sombras del bosque del Este, abrumados por los sonidos de animales desconocidos, tales como los cucos, las urracas y las ardillas de cola gris.
Las monturas de ambos príncipes, animales de ciudad, recularon tratando de ganar nuevamente el calor y el apacible silencio del soleado camino, pero Alfredo refrenó con firmeza a la suya, y Caballo siguió a regañadientes a su silencioso congénere.
Casi sin darse cuenta, habían dejado atrás su reino y se habían adentrado ya en el reino de Rosal, antiguo aliado y posible futuro enemigo si no se tomaban bien que Alfredo se negara a casarse con su heredera.
—Nunca entenderé por qué los bosques tienen que ser tan oscuros… —murmuraba Caballo mientras mascaba su bocado, lanzando miradas de rencor a su noble jinete, que se aferraba a la empuñadura de su espada como si le fuera la vida en ello, como si esperara un ataque enemigo en cualquier momento—. Y pensar que yo podría estar ahora cuidado por el mejor mozo de cuadras y degustado una cebada de primera… pero no… teníamos que venir a conocer a la novia de Alfredo…
—Deja ya de mascullar por lo bajo lo que antes hemos tenido que oír en voz alta mil veces, por favor. La cabeza me va a estallar con tanto zumbido –replicó Alfredo secamente.
—¿Zumbido? ¿Y quién zumba? –escupió Caballo, indignado.
En efecto, hacía rato que se escuchaba, por encima de los cacareos y vuelos de las aves que se escondían entre las frondosas ramas de los árboles, un zumbido. Había comenzado tan paulatinamente, casi silencioso al principio y más y más fuerte a medida que avanzaban, que sólo ahora que parecía ensordecer sus propios pensamientos lo habían percibido.
—Suena como un enjambre… —comenzó Eduardo, sacando sin darse cuenta un palmo del acero de su espada.
—… de abejas –finalizó su hermano por él, como cuando eran niños y sus afinidades eran comunes a las de todos los niños.
—Tened cuidado, caballeros, mis abejas no son aficionadas a los desconocidos.
La voz salió desde un informe montón de tela que escondía, o eso supusieron los príncipes, a un hombre. Éste portaba, además de su extraño atuendo, una especie de tubo largo acoplado a una caja que colgaba de su espalda y del que emanaba un oloroso humo.
El hombre dirigió el tubo hacia las zumbonas criaturas y las ahumó, apagando su zumbido y sumiéndolas en una silenciosa calma.
Asombrados, los príncipes descendieron de sus monturas y se acercaron, de puntillas como si temieran despertar a las abejas, al hombre que, ahora despejado de sus telas protectoras, se desveló como un anciano de noble aspecto y más noble barriga, con un triple mentón sudoroso y manchurrones de hollín en la cara.
El hombre se volvió hacia ellos con una triste semisonrisa, soltando un quejido de preocupación.
—Normalmente estar con mis pequeñas amigas me ayuda a olvidar los problemas, pero en esta ocasión, incluso ellas han notado que no pensaba en ellas y se han rebelado –el anciano acompañó sus palabras con una sonrisa a la que no le faltó un guiño de ojos.
—Espero que no se trate de algo grave, como una enfermedad o pústulas… odio las pústulas –dijo Eduardo con voz amable, excepto la última parte, claro. Esto último lo dijo con un escalofrío de repugnancia.
El anciano sonrió sinceramente por primera vez. Eduardo obraba ese efecto en la gente.
—Nada de pústulas, gracias, señor caballero. Se trata más bien de un problema… digamos, administrativo.
Eduardo agitó la cabeza en señal de conformidad.
—Yo sé muy bien a qué os referís. Mi padre suele cargarme con mucho trabajo de ese tipo cada vez que me pilla después de una de mis correrías, nada demasiado complicado, claro, eso lo deja para los consejeros real…
—… realmente, eso no tiene ninguna importancia ahora, querido hermano. Recuerda que nuestra labor es la de vender todas las mercancías que portamos en las alforjas… —la voz de Alfredo, oportuna como pocas, fue subiendo de tono e intención a medida que hablaba.
El anciano, alarmado ante su brusquedad, pareció volver a sumirse en su triste preocupación.
—Vuestras alforjas no son muy grandes para tratarse de mercaderes… —comentó, sin ningún interés en particular.
—En realidad llevamos sólo las muestras de lo que fabrica la empresa de mi padre… —comentó Alfredo vagamente, suavizando su tono e incluso ofreciéndole al anciano una de sus escasas sonrisas —. Decidme, buen hombre, ¿cuál es exactamente el problema que os aflige? Quizás podamos ayudaros en algo…
Al fin y al cabo, los problemas administrativos habían sido su especialidad mientras vivía en palacio…
—Creía que teníamos prisa por llegar a la capital de Rosal… —dijo Eduardo, con tono de impaciencia. Hacía rato que se aburría allí.
Alfredo le dedicó una fría sonrisa de advertencia.
—Ayudar a este gentil caballero no nos retrasará demasiado, querido hermano. Lo que nos espera en Rosal puede aún esperar mucho tiempo…
—Sí… hasta que envejezca… —murmuró una voz caballuna a sus espaldas.
Alfredo ignoró, como hacía habitualmente, a su poco discreto séquito y volvió a dirigirse hacia el honorable anciano, que asistía a su extraño diálogo con aire ausente.
—Contadme, señor mío. ¿Cuál es vuestro problema? –preguntó, suavizando incluso más su tono, rozando casi la ternura.
El problema en concreto era original.
O quizás debamos decir que estaba relacionado con la originalidad…
Mientras caminaban a paso tranquilo camino del pueblo con las monturas tomadas por las riendas, Horacio, que resultó ser el digno alcalde electo de dicha localidad, llamada Espina Uno, les contó sus quebraderos de cabeza.
—Original… —el alcalde repitió esta palabra por enésima vez, escupiéndola como un hueso de aceituna al que se le ha sacado todo el jugo, y volvió a repetirla con desolación—: originaaaaal – alargando mucho la “a” final, haciéndola aún mucho más ominosa.
—De modo que una fiesta original… —dijo Alfredo, casi para sí, mascando casi con fruición la última palabra, ganándose por ello una mirada aviesa de maese Horacio.
—Por el cumpleaños de su hija, la princesa Rosalía –dijo, a su vez el alcalde, como si le explicara las cosas al más tonto de sus hijos.
—Sí, sí, sí… lo sé. Pero no entiendo qué tiene eso de complicado… —las nuevas palabras de Alfredo lograron que el ceño de maese Horacio se hiciera aún más oscuro, e incluso que se volviera hacia Eduardo en busca de una posible ayuda, pero éste no les hacía ningún caso, pues iba charlando alegremente con su caballo.
—¿Cumpleaños, ha dicho? ¿Y cuántos años cumple la princesa, señor? –intervino el curioso cuadrúpedo.
Nadie hizo caso a la pregunta de Caballo. El alcalde se sumió nuevamente en su retahíla de lamentos y Alfredo tuvo que pararse frente a él, decidido a ayudarle aunque él no quisiera.
—Deseo ayudaros, maese alcalde –dijo, con voz casi amenazadora y los labios fruncidos—. Contadme más sobre vuestro problema… —ordenó.
Replegándose a su pesar a la autoridad del joven, maese Horacio, alcalde de Espina Uno, le contó, palabra por palabra cuál era su problema.
—Veréis, señor. Hace unos días hemos recibido una extraña carta del palacio real de Rosal. En ella, el rey en persona, nos informaba de que, ya que se avecina el cumpleaños de su única hija, la princesa Rosalía, debíamos encargarnos de preparar una fiesta original para celebrar tan magno evento. Y la palabra “original” estaba escrita en letras rojas y subrayada al menos en diez ocasiones…
—Entiendo… —dijo Alfredo, aunque no entendía nada en absoluto. Por ahora, lo único que había sacado en claro de aquella conversación era que se acercaba el cumpleaños de su “prometida”, ya cumpliera ésta 10 o 90 años…
—… y ahora tenemos 5 días para organizar la dichosa fiesta, a la que, por supuesto, nuestra querida Rosalía ni siquiera tendrá noticia…
—Ha dicho “querida Rosalía” en un tono rarito… —dijo Caballo a sus espaldas.
Maese Horacio enrojeció, y trató de disimular su sonrojo con un ataque de tos fingido.
Alfredo enarcó una ceja. Él también había notado el disciplente tono del alcalde.
—Contadme algo sobre las fiestas que soléis organizar en vuestro bonito pueblo. ¿Qué tipo de festejos soléis celebrar?
El rostro de maese Horacio se iluminó con una sonrisa de placer.
—Veréis, señores. Las fiestas de Espina Uno son conocidas por la abundancia de comida y bebida –como atestiguaban su vientre y su papada, pensó Alfredo para sí—. En primavera tenemos la fiesta de la Plantación: hay concurso de verduras, concurso de cerveza y baile, por supuesto…
—Interesante –comentó Alfredo, por decir algo.
—Luego está la fiesta del Verano: hay concurso de frutas de temporada, concurso de tartas y baile… —su voz se fue apagando a medida que hablaba—. Y la fiesta del Otoño: con su concurso de calabazas, su concurso de vinos y licores… y baile…
—Y, no me digáis más, la fiesta del Invierno –comenzó Eduardo—. Con su concurso de pinos navideños….
—… su concurso de ponche… —continuó Caballo.
—… ¡y baile! –terminaron los dos al unísono, coreando con risas las ocurrencias del otro.
Incluso Alfredo rió… un poco.
Maese Horacio, herido en su orgullo, adquirió una tonalidad púrpura más propia de las berenjenas para gritarles:
—Os aseguro que en Espina Uno no somos “tan” aburridos… señores, por favor, un poco de respeto…
Tras unos incómodos instantes, Alfredo fue capaz de mirar cara a cara a maese Horacio sin que se le escapara ninguna risita traicionera.
—Ahora comprendo vuestro problema, señor alcalde. Sólo nos resta encontrar una solución. Se aceptan sugerencias… —dijo por encima de su hombro.
Su hermano y Caballo recogieron el testigo y se lanzaron a una competencia de absurdas propuestas.
—Una fiesta de la cerveza…
—¡Oh, sí! ¿A quién no le gusta emborracharse?
—Pero al día siguiente…
—No, tienes razón.
—¡Una fiesta de disfraces!
—¡Genial!
—El problema de las fiestas de disfraces es que nunca sabes con quién estás hablando realmente, ni a quién le estás contando tus más íntimos secretos…
—Me estoy acordando de aquella fiesta donde vimos a aquellos acróbatas… esa sí fue realmente divertida…
—Ahí fue donde aprendí a partir nueces con el trasero…
—No me lo recuerdes, preferiría no volver a verlo nunca…
—Pero es un truco realmente ingenioso…
“Ingenioso”.
Esa palabra se introdujo en los pensamientos de Alfredo como el aguijón de una de las abejas del buen alcalde de Espina Uno.
Algo ingenioso.
Eduardo y Caballo seguían con su absurdo diálogo tras él, mientras Alfredo trataba de no imaginarse a su hermano rompiendo nueces con el trasero ni a Caballo disfrazado de doncella.
Algo ingenioso…
Alfredo comenzó a hablar casi sin darse cuenta.
—¿Hay alguien en vuestro pueblo que posea algún talento que lo diferencie del resto?
—¿Talento? –el alcalde pronunció la palabra casi en el mismo tono que usaba para decir “original”.
—Si, alguien que cante…
—O alguien que toque algún instrumento –sugirió Eduardo útil por una vez—. La zampoña, por ejemplo…
—¡Oh, no, que alguien lo detenga! –Gritó Caballo, a sus espaldas—. Alte… quiero decir, Alfredo, no dejéis que toque de nuevo ese horrible instrumento…
La mirada del alcalde se iluminó por segunda vez en aquel sombrío bosque.
—Bueno,… Benedicto canta muy bien, no tan bien como la princesa Rosalía, por supuesto, pero si le pidiera que… —en la mente del alcalde de Espina Uno se iba fraguando un plan, e incluso comenzó a convencerse a sí mismo de que la idea original era suya…— y luego está Fernanda, que cuenta unas historias muy graciosas cuando no está borracha… si alejamos de ella las jarras de vino y los licores… y Manuela, que baila como los ángeles, aunque no tan bien como Rosalía…
Alfredo oía murmurar al alcalde, sumido en un súbito éxtasis de creatividad planificadora. Ya planeaba bailes, coros e incluso obras de teatro.
—¿Lo has oído? No estaría nada mal, una reina que canta…
—Y no olvides que también baila…
—Doblemente interesante…
—Quién tuviera sólo dos patas y la mitad de cerebro…
—Sois peor que un coro de cotorras –los interrumpió Alfredo —, así no conseguiréis jamás que me interese por ella.
—¿Y quién quiere que tú te intereses por ella? Si es a mí a quien le empieza a gustar… —comentó Eduardo con su vieja sonrisa rapaz.
—Te la regalo.
—Señores, señores, no comprendo nada de lo que decís… —intervino maese Horacio, curado ya de sus ansias innovadoras—.¿De quién habláis?
—De una mula que he dejado en el establo de casa –dijo Alfredo diciendo lo primero que se le vino a la cabeza, aunque de haberlo sabido, el hecho de comparar a la princesa Rosalía con una mula le hubiera hecho mucha gracia al alcalde de Espina Uno.
Al fin llegaron al pueblo, cansados y hambrientos.
Maese Horacio les ofreció una cena sencilla pero sabrosa en su casa abarrotada de niños y tarros de miel.
—Os quedaréis a la fiesta, por supuesto. ¡Seréis los invitados de honor!
Eduardo casi brincó en su asiento. Le encantaban las fiestas en las que él era el invitado de honor.
—Lo siento, maese alcalde, pero hay un asunto urgente que nos espera en Capullo… —se evadió Alfredo, o al menos lo intentó ya que un coro de protestas le hizo callarse.
—¿Ahora es urgente, y antes no?
—No podéis ser tan descorteses de negaros… después de haber sido de tanta ayuda con nuestro… problema… —dijo maese Horacio con ojos suplicantes, mientras le servía otro cazo de guiso en su plato ya rebosante.
—Por favor, Alfredo… ¿por qué tienes que ser siempre tan aguafiestas? –le acusó Eduardo, mientras la luz de las velas formaba un halo espectacular alrededor de su dorada cabellera. De haber estado allí, sus numerosas admiradoras habrían suspirado al unísono… y habrían lapidado a Alfredo hasta la muerte por hacerle pasar un mal rato.
—Yo me niego a irme, me gusta este pueblo… —relinchó Caballo desde su establo, con la boca llena de delicioso heno aromatizado con miel.
Alfredo, sabiendo que era absurdo tratar de imponerse en ese diálogo de bestias, siguió comiendo tranquilamente hasta que, hartos de gritarse entre ellos, se callaron y siguieron su ejemplo.
Finalmente, teniendo en cuenta que se hallaban en medio de un inhóspito bosque y no tenían ni idea de cómo montar un campamento, Alfredo accedió a pasar la noche en la agradable casa del alcalde, envueltos en mantas con el dulce aroma de la cera y la miel de abejas.