Agosto de 1935

Leonora vaciló un momento al entrar en la sala. Era la habitación más importante de la casa y por lo general ella sólo entraba allí si su madre o su padre la invitaban. Los cuadros de su padre colgaban de todas las paredes, y había alfombras sobre el piso de madera lustrado, decoradas con complicados diseños. Cuando ella era muy chiquita, solía sentarse y seguir las líneas de color con sus dedos.

Su madre no se volvió cuando ella entró, aunque debe haberla oído caminar. Estaba de pie junto a la ventana mirando hacia el jardín y, por la posición de su espalda, se notaba que estaba triste. Aunque con frecuencia Nanny Mouse decía que un problema compartido ya está medio solucionado, Leonora no sabía cómo penetrar en el silencio que rodeaba a su madre la mayor parte del tiempo. Hablaba muy poco y Leonora siempre se sentía insegura con respecto a qué decirle. Para alguien que estaba por cumplir pronto ocho años le parecía muy infantil no saber cómo hablarle a su propia madre, pero así era. No sabía hacerlo. Mamá solía hablarme más, pensó, cuando yo era muy, muy chiquita, pero quizá no lo recuerdo bien.

No era que no amara a su madre. Sí que la quería, con una pasión que no sabía cómo expresarle a nadie, salvo a veces, cuando por la noche la nursery estaba oscura y ella se lo decía en voz muy baja a su osito de peluche, el señor Worthing. Él conocía todos sus secretos. Sabía que Leonora a veces se preguntaba si sería realmente hija de Maude Walsh. A lo mejor la habían cambiado en cuanto nació. Esto sucedía en ocasiones en las historias, y Leonora estaba casi segura de que no ocurría en la vida real, pero igual lo habría creído si no fuera que se parecía tanto a su padre. Cuando se miraba en el espejo lo veía: el mismo pelo oscuro, los mismos ojos azules y exactamente las mismas orejas: eso sí que era cómico. A Leonora le parecía mágico que sus orejas dieran la impresión de haber sido copiadas de las de su padre, pero por mucho que mirara nunca encontraba en su rostro algún indicio de su madre.

—Eres hija de tu padre, de eso no cabe la menor duda —solía decirle Nanny Mouse.

—¡Eso ya lo sé! —saltaba Leonora con impaciencia—. Pero, ¿soy hija de mi madre?

—¡Qué tontita! Por supuesto que lo eres. Yo estaba en la habitación con ella cuando naciste. Sólo porque no te pareces mucho a ella no significa que no sea tu madre.

Maude... ése es el nombre de mi madre, pensó Leonora mirando la pequeña figura. Le cuadra. Es un nombre suave. Ella ni siquiera giró para ver quién entró en el cuarto. Si yo no estuviera buscándola, sería fácil no verla, porque está tan quieta y es tan menuda. Su ropa es sencilla y su pelo tiene casi el mismo color de las cortinas: una suerte de marrón dorado. Pero es bonita, pensó Leonora. Al menos yo lo pienso. Es como un gato, con el mentón en punta y los ojos verdosos y una boca pequeña con labios que a menudo tiemblan. Habla tan despacio que es preciso inclinarse hacia adelante para poder oír lo que dice. No como papá. Papá es alto y habla con voz fuerte y todo el mundo dice que es apuesto, pero yo no puedo decirlo porque sé que soy igual a él. Leonora cruzó la alfombra y avanzó hacia la ventana.

—¡Mamita! Tyler está haciendo una fogata en el jardín. ¿Puedo ir a mirar? —En la boca de Maude se dibujó una sonrisa.

—Sí, querida, supongo que sí. Yo también pensaba en la fogata. Desde la ventana alcanzo a ver a Tyler. Mira.

Leonora fue a pararse junto a su madre. Allí estaba el jardinero, formando una pila con madera y troncos. Cerca de él, en una carretilla, había un montón de papeles surtidos, pequeñas hojas como cartas y otras más grandes cubiertas con dibujos. Ésas tenían bocetos de papá. Su padre le había dicho que, cada tanto, había demasiado papel y era preciso quemarlo. Leonora estaba acostumbrada a que esto sucediera y le encantaban las fogatas; le fascinaba la pila y el dorado y el calor abrasador de las llamas y la forma en que el papel se encogía y se convertía en un gris enrulado y cómo a veces un fragmento resplandeciente se elevaba, arrastrado por el viento, como una mariposa en llamas hacia el aire azul. En ocasiones, también había pequeñas lluvias de chispas, como diminutos fuegos artificiales.

Quería preguntarle algo a su madre, pero debía pensar antes de hablar para estar segura de que su pregunta no fuera demasiado perturbadora. Sabía que eran muchas las cosas que trastornaban a su mamá. Nanny Mouse decía que se debía a que era una mujer muy sensible, lo cual significaba que sentía todo más que las demás personas. También significaba que con frecuencia estaba enferma y permanecía recluida en su cuarto. A veces Leonora no la veía durante días, porque aunque no estuviera enferma se pasaba horas acompañando a su papá en el estudio, un lugar en el que a Leonora no le estaba permitido entrar.

—¿Por qué no puedo entrar? —le preguntaba a Nanny Mouse—. ¿Por qué mamá puede subir allí y yo no? No lo molestaría. Me quedaría muy calladita.

Nanny Mouse sacudía la cabeza.

—No es por el ruido. Es sólo que a tu padre le gusta estar solo cuando pinta, con excepción de tu madre, que es algo así como una musa para él.

—¿Qué es eso? ¿Qué es una musa?

—Una musa es una persona que inspira a los artistas para que pinten bien. Algo parecido a un ángel guardián, que protege a un pintor o a un poeta y hace que sus trabajos sean excelentes.

—Yo podría hacer eso —dijo Leonora—. Podría ser una musa, ¿no lo crees?

—Supongo que sí, querida, pero tu papá ha elegido a tu mamá y no hay nada que hacer al respecto.

Leonora enfocó su atención de nuevo en lo que la rodeaba e inspiró profundamente.

—A ti no te gustan las fogatas, ¿no es así, mamá? —preguntó.

—No, no me gustan. Son tan...

—¿Tan qué?

—Tan definitivas. Una vez que algo se ha quemado no hay forma de volverlo a su estado original.

—Pero si estás segura de que no quieres las cosas que se van a quemar en la fogata, entonces no te importa, ¿verdad? No te importa recuperarlas, quiero decir.

Maude le sonrió a su hija y por un instante le tocó la cabeza y le acarició el pelo.

—Pero es que nunca lo sé, ¿entiendes? Nunca sé si realmente quiero o no algo. Suelo cambiar de idea. Uno puede creer que no quiere algo y después despertar en mitad de la noche y quererlo con desesperación. Desesperadamente.

A mamá le temblequea la voz, pensó Leonora y miró de reojo a su madre. Tenía lágrimas en los ojos y por un momento Leonora sintió una enorme impaciencia. La madre de su amiga Bunny era una mujer llena de energía que caminaba por el pueblo con su pollera-pantalón saludando con vehemencia a todo el mundo con su voz alegre y sin dejar de sonreír todo el tiempo. ¡Si ella tuviera una madre así!

Leonora se puso colorada por lo desleal de ese pensamiento y dijo:

—¿Está bien que vaya a mirar a Tyler? ¿A ver la fogata? Nanny Mouse me dijo que antes tenía que pedir permiso a ti o a papá.

Hasta que pronunció esas palabras no se le ocurrió preguntarse por qué Nanny la había mandado a pedir permiso. Por lo general ella era la que le decía a Leonora qué podía o no podía hacer.

—Sí, mi amor, por supuesto que está bien —respondió Maude.

—Podrías venir conmigo si quieres. Podríamos ver todo juntas.

—Es muy amable de tu parte, tesoro mío, pero creo que ahora tengo que ir a descansar. Esta tarde tengo dolor de cabeza. Supongo que es la tormenta que se siente en el aire. Ahora vete. Yo iré a recostarme.

Una vez que estuvo afuera, Leonora sintió la pesadez del aire, que parecía empujar hacia abajo en dirección a la tierra. El calor era tan denso que casi se lo podía ver y no había ni una gota de viento y todo daba la impresión de estar conteniendo la respiración. Cuando Leonora llegó a la huerta contigua a la cocina, ya Tyler había encendido la fogata. En ella había metido lo que era preciso quemar y las llamas lamían cada hoja de papel y la transformaban en una curva roja y dorada.

—Cómo está, señorita —dijo Tyler, un poco a los gritos. El ruido de las llamas siempre sorprendía a Leonora. Realmente crujían y escupían y rugían.

—¡Qué linda fogata! —exclamó la pequeña—. Es más grande que nunca.

—Son meses y meses de basura, eso fue lo que el señor Ethan dijo, pero a mí una parte no me pareció precisamente basura. En parte eran cosas preciosas.

Una hoja de papel salió volando de la fogata y ascendió hacia el cielo. Leonora la siguió con la mirada. Tenía una forma rara; no era una hoja entera de papel sino parte de algo que sin duda había sido arrancado. Un triángulo blanco, el rincón de algo, que de alguna manera había escapado y estaba siendo transportado por encima de los surcos de los vegetales de la huerta. Leonora corrió tras ella mientras el viento la llevaba al Jardín Silencioso, hasta donde un manzano crecía con forma de abanico contra los ladrillos rojizos de una pared alta.

La encontró donde había caído en tierra, cerca de unos delfinios y la recogió. La hoja de papel tenía algunos garabatos en lápiz que Leonora no logró ver qué eran, por mucho que mirara. Algunas eran palabras. Sólo alcanzó a descifrar las palabras “luz” y “ventana” y “ora”. Esta última tal vez era sólo un trozo de palabra, pero el resto había sido arrancado. Ella conocía muy bien la caligrafía ganchuda de su padre por haberla visto en cartas que él despachaba por correo, y también conocía la escritura diminuta e inclinada de su madre. Esas palabras, esos trozos de palabras, habían sido escritos por ella. ¿Por qué las había escrito en los bordes del papel de su padre? Su papá detestaba que le tocaran sus cosas. Seguro que no permitiría que mamá escribiera sobre algo que le pertenecía a él. Quizá se lo permitía porque ella era su musa, pero igual, era un misterio. Leonora se puso ese trozo de papel con algo escrito con lápiz en el bolsillo de su vestido de algodón. Más tarde lo sacaría y lo pondría con la colección de objetos secretos que guardaba en una lata de galletitas, en cuya tapa había una ilustración de un gato de jengibre que se parecía mucho a lo que debía de haber sido el señor Nibs cuando era joven. Leonora sabía que no debía decir nada acerca de ese trozo de papel, aunque no sabía exactamente por qué.

Pasó junto a la fogata camino a la casa. Casi todas las llamas se habían apagado un poco y lo único que quedaba eran cenizas grises. Leonora miró hacia la casa y su madre seguía allí, de pie junto a la ventana. No se había movido en absoluto. Su cara, que Leonora no llegaba a ver bien, le pareció borrosa y confusa por el calor sofocante y porque estaba semioculta por la cortina. Parecía triste. Pequeña, triste y pálida.

 

*  *  *

 

Leonora era buena lectora, pero le encantaban esas noches en que su padre entraba en la nursery para leerle en voz alta. Él se sentaba en la cama de Leonora y tomaba lo que ella había empezado a leer y desde allí proseguía durante varias páginas. Leonora sabía que esa noche él entraría seguro debido a la tormenta. No era que a ella la asustaran demasiado los truenos y los relámpagos que iluminaban todo con un estremecimiento blanco; ni que a ella le preocupara realmente que la lluvia fuera demasiado fuerte como para que el vidrio de las ventanas lo soportara, considerando que al mirarlo con atención era terriblemente finito. Lo cierto era que la tormenta y todo ese viento revoloteando por Willow Court la ponían un poco nerviosa y si su padre iba a verla y se sentaba en su cama con su voz fuerte y su presencia tranquilizadora y le demostraba que él no estaba nada preocupado, bueno, eso la hacía sentirse siempre mejor.

Leonora se recostó contra las almohadas, con el señor Worthing acurrucado en el hueco del brazo y escuchó mientras su padre le leía Mujercitas, que era su libro favorito. Habían llegado a la parte en que Beth estaba muy enferma, que era la que a Leonora le gustaba más. Su padre estaba sentado e inclinado hacia adelante. De pronto dejó de leer y apoyó el libro sobre el acolchado.

—¿Qué es esto, Leonora? ¿De dónde lo sacaste?

¡El trozo de papel! ¿Cómo pudo haberse olvidado de guardarlo cuando volvió del jardín? La tormenta había hecho que lo olvidara. Las nubes se habían juntado e hinchado, de color tan púrpura como los moretones a todo lo largo del cielo, y justo cuando ella entraba en la nursery el primer estallido de trueno sacudió la casa, y entonces ella dejó el trozo de papel (que había sacado de su bolsillo y en ese momento tenía en la mano, lista para ponerlo en la caja) sobre la mesa de luz y olvidó por completo su existencia. Ahora, allí estaba y su padre lo había visto. Parecía muy enojado, pero ¿por qué habría de estarlo? Ella dijo:

—Salió volando de la fogata esta tarde y yo lo recogí, eso es todo. ¿Puedo guardármelo, papá? No parece muy importante.

Se le cruzó por la mente preguntarse por qué quería tanto tener ese papel, pero no sabía bien la respuesta a esa pregunta, sólo que sí la sabía. Ethan Walsh se puso de pie con el trozo de papel todavía en la mano. Parecía más alto que nunca porque ella estaba acostada y la cabeza de él estaba justo frente a la luz que colgaba del cielo raso y la bloqueaba, haciendo que su cara fuera casi negra. Era imposible verle bien las facciones. Él dijo:

—No, me temo que no puedes conservarlo, Leonora. Estuvo mal que tomaras algo que no te pertenecía. Ahora debo irme, querida. Buenas noches. Salió del cuarto antes de que ella tuviera tiempo de decir nada en su defensa y la injusticia de lo sucedido hizo que los ojos se le llenaran de lágrimas. ¿Cómo pudo él? Ella no había hecho nada malo. De todos modos nadie quería esos papeles porque de lo contrario no los pondrían en una fogata para que se quemaran. Eran basura, eso era todo, y la basura no era de nadie. De hecho, si se lo pensaba bien, eso era la basura: cosas que ya nadie quería. Dos lagrimones se deslizaron por las mejillas de Leonora y ella se los apartó con furia. Casi nunca lloraba. Se jactaba de ser valiente y más “adulta” que ninguna de sus amigas, pero no podía evitarlo. A veces su padre era tan mandón. Obligaba a la gente a hacer lo que él quería. Siempre hacía que mamá hiciera lo que él quería. Por ejemplo, a ella nunca le gustaba servir el té para los Hombres Londinenses, pero él la obligaba a hacerlo. Decía que habría quedado mal que no lo hiciera, y Leonora la había visto sentada muy tiesa en uno de los sillones más chicos de la sala, la vista clavada en el piso. Los Hombres Londinenses era el nombre puesto por Leonora a los caballeros que cada tanto venían a Willow Court para tratar de persuadir a papá, que era tan buen pintor, de que debía exponer algunos de sus cuadros, pero él nunca aceptaba. Se lo explicó en una oportunidad.

—A la gente le gustan más las cosas cuando no puede tenerlas —le dijo un día mientras caminaban alrededor del lago. Mamá no se sentía muy bien, de modo que tuvo que quedarse adentro toda la tarde. A Leonora le encantaba el lago y a menudo iba a allí, con Nanny o con su padre, a ver los cisnes y a mirar los sauces que crecían en la orilla y se inclinaban con las ramas hundiéndose en el agua. Rodearlo por completo llevaba toda una hora.

—A todo el mundo le encanta hablar de los cuadros que no ven —le explicó su padre—. Se preguntan cómo serán, si realmente son tan buenos como todos dicen. Cada tanto vendo un par, para que el mundo del arte sepa qué le falta, pero la mayoría se quedará aquí. Y cuando yo muera, Leonora, serán tuyos y tú los exhibirás y todos vendrán en multitudes a Willow Court, precisamente porque durante tanto tiempo a nadie le estuvo permitido verlos, ¿entiendes?

En realidad ella no lo entendía, pero se limitó a responder:

—Supongo que sí. Pero estoy segura de que a todos les encantaría venir ahora a Willow Court y verlos, ¿no te parece?

—Ya lo creo que sí —dijo su padre—. Pero eso sería perturbar a mi musa. —Probablemente se refería a su madre, y esto era incluso más extraño, porque por lo general él no pensaba en lo que a ella le gustaría.

Leonora, acostada en la cama, se preguntó si debería esperar a que Nanny Mouse viniera a acostarse para hablar con ella. Solía dormir en la nursery cuando Leonora era bebita, pero dos años antes se había mudado al pequeño dormitorio contiguo. Seguía estando pared por medio y nunca le importaba que Leonora la despertara si tenía una pesadilla o le costaba quedarse dormida. Cerró los ojos y abrazó fuerte al señor Worthing.

De pronto estaba una vez más completamente despierta y por un momento no supo si había o no dormido. Se levantó y abrió la puerta muy despacio. No veía ninguna luz procedente del cuarto de Nanny Mouse. Debía de ser terriblemente tarde, lo cual significaba que sí había dormido. La casa estaba en silencio, pero su padre seguía trabajando, porque un leve resplandor se filtraba al pasillo procedente del estudio. Sin duda no había cerrado del todo la puerta, lo cual era algo realmente extraño. Esa puerta era parecida a la del cuento de Barba Azul, se cerraba con tanta firmeza que se tenía la sensación de que del otro lado tenía que haber algo espantoso. Ella sabía que era una tontería pensar una cosa así, pero no podía evitarlo. Su papá siempre se enojaba tanto cuando la encontraba en el rellano de la escalera, como si lo que guardaba detrás de esa puerta fuera algo monstruoso que no debía verse, que era el opuesto total de la verdad. Sus cuadros estaban allí y debían ser vistos porque eran hermosos.

Leonora bajó en puntas de pie a la planta baja para mirar el imponente reloj de pie del hall. Eran casi las dos de la mañana, lo más tarde que ella había estado alguna vez levantada por la noche. La oscuridad no le daba miedo, sólo que todo lucía diferente con esa poca luz y todos los muebles le parecían a punto de moverse. Hasta los cuadros de las paredes, las pinturas de su padre, habían cambiado. Descubrió que por la noche no había colores; en cambio, cada marco contenía sombras y espacios relucientes llenos de blancos y de formas que parecían moverse cuando pasaba junto a ellos. No se sintió capaz de enfrentarlos, así que giró la cabeza mientras subía corriendo hacia la seguridad de la nursery y cerró bien la puerta. ¿Debía ir a despertar a Nanny Mouse?

Oyó un ruido. Se acercó a la puerta y la abrió. Algo pesado acababa de estrellarse en el piso. Por lo menos, así parecía por el ruido. Ella asomó la cabeza por el pasillo y oyó más golpes procedentes de arriba. ¿Qué hacía su padre allí? Escuchó, tratando de no moverse y quedó inmóvil de terror cuando oyó las voces. Su padre gritaba. Se notaba que trataba de hablar despacio, pero algunas de sus palabras llegaron a Leonora, quien se preguntó con quién podía estar tan enojado. Fuiste muy descuidada... lo que convinimos... no puedes hacer esto ahora. No te lo permitiré... Basta. Basta de lloriquear, sabes bien que no lo soporto... que no lo toleraré, Maude, y eso es todo... si te lastimo, desde luego, pero... sal de mi vista... mañana...

¿Era posible? ¿Le estaba gritando a su madre? Decididamente lo había oído pronunciar su nombre. A lo mejor le estaba hablando de otra persona, pero ¿de quién? ¿Quién podía estar en su estudio en mitad de la noche? Leonora oyó pasos y corrió de vuelta a la seguridad de la nursery. Allí se quedó de pie, temblando, junto a la parte de adentro de la puerta, que dejó apenas entreabierta. Alguien bajaba por las escaleras y ella vería quién era. ¿Quería averiguarlo? ¿Debería cerrar los ojos? Tal vez era un monstruo. Demasiado tarde. Ahora alcanzaba a ver con demasiada claridad. Allí estaba su madre, en camisón. Sollozaba. Hacía ruidos que estremecieron por completo a Leonora. Ruidos animales. Sabía que debería cerrar la puerta y no ver eso; no a su madre transformada en algo que ella no reconocía pero sus dedos no la obedecieron y la vio. Hubo apenas un instante fugaz en el que su madre estaba a nivel de su visión y fue en ese momento que lo vio con claridad: un tajo debajo del ojo de su madre, que sangraba tanto que dos líneas delgadas de sangre que parecía negra estaban garabateadas sobre su mejilla blanca. Debía de haberse caído. Sin duda por eso lloraba. De pronto ya no estaba allí; se había ido a su dormitorio.

Leonora se quedó allí parada un momento más, esperando que su padre bajara del estudio, pero no lo hizo. Quizás ella estaba teniendo una pesadilla, y si se pellizcaba despertaría en su propia cama, a salvo e ilesa. Se pellizcó con fuerza el brazo y casi gritó de dolor. No, decididamente no estaba soñando.

Fue en puntas de pie hacia la puerta del cuarto de Nanny Mouse y la abrió. Nanny Mouse siempre dormía en una posición muy prolija, de espaldas y con las manos entrelazadas sobre el pecho, y por un momento Leonora se preguntó si no debería esperar hasta la mañana, pero sucedían esa noche en la casa demasiadas cosas atemorizadoras. Se acercó a Nanny Mouse y le tocó un brazo.

—¿Nanny Mouse? Soy yo... despierta, Nanny. Estoy asustada. Por favor, despierta.

Nanny Mouse abrió enseguida los ojos.

—¿Qué pasa, mi amor? ¿Qué te sucede? ¿Tuviste una pesadilla?

Mientras hablaba apartó las sábanas y se levantó. Su pelo, normalmente cuidadosamente peinado en un rodete, le colgaba hacia atrás en una larga trenza y su camisón era azul con flores bordadas cerca del cuello. Apoyó un brazo tranquilizadoramente sobre los hombros de Leonora.

—Ven, te llevaré de vuelta a la cama, te arroparé y te llevaré una bebida caliente. Después me hablarás de tu sueño y te prometo que nada te parecerá tan terrible.

Se puso la bata y las pantuflas y llevó a Leonora de la mano. Juntas entraron en la nursery y Nanny Mouse, sin dejar de hablar en voz baja todo el tiempo, se aseguró de que la luz de la mesa de noche de Leonora estuviera encendida.

—Volveré en un santiamén —dijo—. Con un lindo jarro con leche caliente y un bizcocho como lujo especial. No le contaremos a nadie que hemos tenido un festín nocturno. Será nuestro secreto.

Mientras esperaba el regreso de Nanny Mouse, Leonora se preguntó una vez más si tal vez todo no había sido un sueño. Quizás había imaginado a su madre con sangre en la cara y esos horribles ruidos que estaba haciendo. Por un momento se adormiló, pero despertó de nuevo cuando Nanny Mouse regresó.

—Bueno, Leonora, me sentaré aquí y beberás esto y me contarás tu pesadilla.

Leonora se sintió un poco tonta y se preguntó si después de todo debía o no decir algo. Ahora todo le resultaba seguro y cómodo y le costaba recordar el terror que había experimentado más temprano. Dijo:

—Oí algo que se golpeaba. Me pareció que venía de arriba y salí al pasillo para escuchar mejor, y entonces vi a mamá. Estaba llorando. Bueno, no exactamente llorando sino más bien gimiendo y sollozando, y pasó corriendo junto a mí y tenía sangre en la cara. Sobre una mejilla. Me asusté tanto que no me animé a volver a mi cama en la oscuridad y por eso fui a buscarte.

—¡Mi pobrecita pichona! —Nanny Mouse le tomó el jarro a Leonora y lo puso en la mesa de luz—. Nunca debes preocuparte por las cosas que hacen los grandes, mi amor. Eso es algo exclusivamente entre ellos y no nos toca a nosotros preguntarnos qué sucede entre un hombre y su esposa. Por el momento será mejor olvidarlo. Lo que yo siempre digo es que lo que no sabemos no nos puede hacer daño. Esto no es nada con lo que debamos meternos, Leonora, y todo saldrá bien. Ya lo verás. Seguro que por la mañana ya lo habrás olvidado. Será nada más que otro mal sueño. Te lo prometo. Y mírate ahora, criatura. Se te cierran los ojos. Esperaré aquí hasta que estés bien dormida. Y no olvides lo que te dije. Lo más probable es que en realidad no hayas visto nada, y como no sabes nada, eso no podrá hacerte daño.

Leonora sintió que se sumía en la oscuridad y el silencio y, mientras lo hacía, alcanzaba a oír la voz de Nanny Mouse, que decía esas mismas palabras una y otra vez: lo que no sabes no puede hacerte daño hasta que se desvanecieron en el silencio.

Y entonces, de pronto, Leonora estaba completamente despierta y era de mañana y allí estaba Nanny Mouse descorriendo las cortinas.

—¡Despierta, dormilona! Es un día precioso y no hay ni miras de tormenta. Levántate y brilla. Ya casi es hora del desayuno. Hoy te preparé la falda amarilla, ya que más tarde irás a visitar a Bunny.

Leonora se sentó y se frotó los ojos.

—Anoche me quedé dormida enseguida, ¿no? Después que me trajiste la leche.

—Yo no te traje nada, querida. Has estado soñando de nuevo.

Leonora frunció el entrecejo.

—¡Pero lo hiciste, Nanny! Sé que lo hiciste. Vi a mamá, ¿no lo recuerdas? ¿Con sangre en la cara? Entonces fui a despertarte y tú me trajiste un jarro con leche tibia y después me quedé dormida.

Nanny Mouse se acercó, se sentó en la cama y tomó una mano de Leonora.

—Escúchame, Leonora. Ya sabes que tienes una gran imaginación, y eso provoca sueños muy vívidos, querida. Yo dormí como un tronco toda la noche. ¿Qué es todo esto acerca de tu mamita? En tu lugar, yo no le diría nada. Creo que no le gustaría enterarse de que aparece en tus pesadillas, y nada menos que con la cara ensangrentada. Ahora levántate y ve a lavarte los dientes. Ya es bastante tarde.

Nanny Mouse salió de la habitación con paso enérgico y Leonora se quedó mirándola, asombrada. No fue un sueño, pensó. Yo la vi. La oí. Hasta me pellizqué para estar segura de que no soñaba. No puede haber sido un sueño, pero Nanny Mouse nunca diría que no la desperté si lo hubiera hecho. ¿O no?

Leonora se vistió lentamente sin dejar de pensar. Recordaba cada cosa que había sucedido y cada palabra dicha por Nanny Mouse. Lo que no sabemos no nos puede hacer daño. Eso fue lo que ella le dijo, pero los sueños eran cosas extrañas y a veces eran tan reales que uno creía estar despierto cuando no lo estaba. No importa, pensó. Lo sabré cuando baje a desayunar. Entonces veré si mamá tiene o no la mejilla lastimada. La veré y lo sabré.

Entró corriendo en el comedor y, cuando vio que el lugar de su madre estaba vacío, los ojos se le llenaron de lágrimas de decepción. Parpadeó para reprimirlas antes de que su padre tuviera tiempo de levantar la vista del periódico y advertir su presencia. A su padre no le gustaba que la gente llorara. Se enojaba muchísimo si la pescaba llorando, y Leonora había aprendido a controlarse. Muchas chicas en su clase del colegio lloraban por la cosa más insignificante, pero no ella. Ahora esperó a que su padre levantara la vista y, cuando no lo hizo, Leonora dijo:

—Buenos días, papá —y se sentó en su lugar frente a la mesa y sacó una servilleta del servilletero de plata.

—¡Ah, Leonora! Buenos días —dijo su padre, pero apenas bajó el periódico durante un segundo, después de lo cual volvió a estar delante de su cara como un escudo.

—¿Dónde está mamá? —preguntó Leonora mientras vertía leche sobre sus copos de maíz—. ¿Todavía duerme?

El silencio que siguió a esa pregunta se prolongó tanto que Leonora pensó que tal vez su padre no la había oído. Se preguntó si debería o no repetirla y decidió esperar un momento más. Quizá lo que él estaba leyendo era muy importante. Se quedó mirando las letras negras de la última página con la cuchara a mitad de camino hacia su boca y en ese momento el periódico volvió a descender y su padre la miró fijo.

—Termina esa cucharada, Leonora, antes de que continuemos con nuestra conversación.

El crujido de los copos de maíz sonó con mucha fuerza en los oídos de Leonora. Dejó la cuchara en el plato cuando terminó y por encima de esa larga mesa miró a su padre. Esa mañana estaba muy pálido y tenía sombras moradas debajo de los ojos. Dijo:

—Me temo que tu madre no se siente muy bien esta mañana. Se quedará en cama durante el próximo par de días y debes procurar no molestarla.

—¿Pero no puedo ir a verla? ¿Por favor? Sólo por un segundo. Prometo no hacer ruido. Sólo quisiera verla, por favor.

Leonora observó que su padre apartaba su silla de la mesa. Se puso de pie y, cuando le habló, ella percibió frialdad y furia en su voz, ese tono que la asustaba cada vez que lo oía, que congelaba el aire alrededor de su cabeza cuando él lo empleaba. Él dijo:

—No entendiste lo que te dije, Leonora. Tu madre no se siente bien. Y eso significa que no desea ser molestada. Por nadie. Cuanto más tiempo le permitas recuperar la salud, más pronto la verás. No debes visitarla, ¿está claro, hija?

—Sí, papá —respondió Leonora—. Lo siento.

Pero no lo siento, pensó mientras comía una cucharada de copos después de otra. Sólo digo que lo lamento, porque es algo que es preciso decírselo a papá, y entonces su voz deja de ser tan helada y él vuelve a estar animado. A veces. Hoy, sin embargo, esas palabras mágicas no tuvieron efecto y él salió de la habitación tan enojado que hasta el Señor Nibs, que estaba dormido en el asiento junto a la ventana, levantó la cabeza cuando él pasó. Leonora tuvo la sensación de que tenía un caos en la cabeza y, además, los ojos le dolían y le picaban, como si hubiera estado llorando. Ahora tendría que esperar hasta que su madre estuviera mejor antes de poder comprobar si su mejilla estaba bien, y cada vez que pensaba en lo que había visto por la noche, cada vez lo veía con menor claridad.

Tomó una tostada de la fuente y la mordisqueó sin molestarse en untarla con manteca o mermelada. Esa tarde la iba a pasar en casa de Bunny y muy pronto sería su cumpleaños y tendría una fiesta con una torta especial para festejarlo. Fue a sentarse junto al Señor Nibs, que abrió sus ojos verdes por una fracción de segundo y luego volvió a dormirse con la cabeza apoyada en sus manos. Su madre no estaba bien. Se enfermaba muy a menudo, pero siempre mejoraba. Quizá todo fue sólo un sueño, pensó Leonora. El recuerdo de lo que había visto comenzaba a desvanecerse y la imagen de su madre dando alaridos de angustia se volvía más pálida cada vez que la pensaba. Lo que no sabemos no nos puede hacer daño, decía Nanny Mouse en el sueño. ¿Qué quería decir? ¿Y por qué esas palabras seguían resonando en su cabeza? Esas palabras no se habían desvanecido; seguía oyéndolas con fuerza y claridad. No parecía poder dejar de oírlas.

 

*  *  *

 

Ahora faltaba apenas una semana y media para su cumpleaños. Leonora esperaba ese día desde hacía una eternidad. El tiempo pasaba tan lentamente que cada día parecía durar más de lo que debía. El buen clima significaba largas caminatas con Nanny Mouse; ya había visitado a todas sus amigas y ellas vendrían a Willow Court, pero aun así todavía le quedaban por delante muchos días de espera. Su madre había estado confinada a su habitación desde hacía tres días, y Leonora pensó que sin duda ese día tendría que levantarse. El médico no había venido a verla y ahora su padre estaba en Londres hablando con algunos marchands importantes. Había partido esa mañana en el auto, con un cuadro bien embalado recostado contra el asiento de atrás. No regresaría hasta el día siguiente, así que ella podía ir a ver si su madre estaba mejor sin preocuparse de lo que él diría si la pescaba. Estoy segura de que no habrá problemas, pensó Leonora, si yo solamente entro y la saludo. Nanny Mouse estaba atareada en la cocina, conversando con la señora Page, la cocinera, y Leonora confiaba en que estuvieran hablando de su torta de cumpleaños y cuándo era preciso prepararla y qué aspecto tendría.

Entró en el dormitorio de su madre después de pasar junto a las puertas cerradas de todos los otros cuartos que daban al pasillo. En la otra ala de la casa había también más puertas. Ella nunca pensaba en lo que habría en esos cuartos, pero Bunny le había preguntado una vez, cuando estuvo allí para jugar, quién dormía en ellos.

—Nadie —contestó Leonora—. Están vacíos. Cuando vienen visitas duermen en esos cuartos, pero no solemos tener visitas muy seguido.

—¿Puedo mirar? —Bunny tenía la mano en uno de los picaportes y estaba a punto de accionarlo. Leonora quería impedírselo, pero no se le ocurría qué decir. Siguió a su amiga a un espacio en silencio y lleno de ecos, donde todos los muebles estaban cubiertos con lienzos blancos.

—¿Por qué está todo cubierto? —quiso saber Bunny.

—Bueno, Nanny Mouse las llama “sábanas antipolvo” —dijo Leonora—, así que supongo que es para impedir que los muebles se llenen de polvo.

Las chicas salieron de la habitación y cerraron la puerta. Bunny no volvió a querer espiar dentro de un cuarto cerrado, pero Leonora empezó a pensar bastante en esas habitaciones y se prometió que cuando fuera grande invitaría a mucha gente a Willow Court, quitaría todas esas fundas que cubrían los muebles y pondría floreros con ramos de distintas flores en todas partes.

Su madre no estaba en su dormitorio después de todo. Leonora sabía que debería haberse ido enseguida, pero en cambio cruzó la alfombra y miró por la ventana y entonces la vio, en la glorieta, que era uno de sus lugares favoritos. A ella también le encantaba, porque era toda de vidrio, incluyendo el techo, y cuando llovía podía estarse sentada allí viendo cómo millones y millones de gotas de lluvia caían por todos lados y ella nunca se mojaba. Leonora salió del cuarto y bajó corriendo la escalera. En ese momento Nanny Mouse salía de la cocina.

—¿Adonde vas, querida? —preguntó.

—A la glorieta a ver a mamá —contestó Leonora por encima del hombro y oyó que Nanny Mouse la llamaba y le decía que no molestara a su madre si ella prefería estar sola. Pero Leonora no le prestó atención y corrió por el parque hasta llegar a esa pequeña casa de vidrio y hierro forjado con ese lindo techo que terminaba en punta. Maude levantó la vista cuando ella entró y le tendió las manos.

—Hola, mi amor. ¿Viniste a hablar conmigo?

—¡Oh, sí, mamá! He estado deseando verte. ¿Te sientes mejor?

Maude no le contestó pero dijo:

—Ven a sentarte junto a mí y a contarme en qué has andado. Hace tanto calor, ¿no te parece?

Leonora se aseguró de sentarse a la derecha de su madre. Ése era el lado que le había visto sangrar. Comenzó a hablar, a contarle que había visto nuevos pequeños cisnes en el lago y había jugado al croquet con Bunny y sus hermanos, y todo el tiempo miraba la cara de su madre. Por fin pudo vérsela bien, aunque la tenía cubierta con mucha base y polvo. Sin duda su madre había tratado de ocultarlo, pero allí estaba, debajo: un pequeño moretón con una pequeña costra larga y delgada en el medio. Eso significaba que Nanny Mouse le había mentido, que sólo fingió que ella lo había soñado. Pensaría en eso más tarde; en qué significaba y por qué Nanny había hecho una cosa así.

—Te lastimaste la mejilla, mamá —dijo Leonora después de una pausa.

—Ah, sí, eso fue una tontería —respondió Maude—. Tropecé con el caballete de tu padre, arriba en el estudio. ¿Te imaginas lo torpe que me sentí?

—¿Fue por la noche? ¿En mitad de la noche? Oí algunos ruidos. Me despertaron.

—No, no —dijo Maude y sacudió la cabeza—. Por la mañana. Lo recuerdo bien. Sucedió el miércoles. Bastante temprano por la mañana.

Leonora levantó la vista y a través del vidrio vio el cielo azul con rayas blancas. Mentalmente retrocedió en el tiempo. Era viernes. El lunes por la noche fue la tormenta y cuando ella tuvo su sueño (pero no era un sueño. Allí estaba la cicatriz, en la mejilla de su madre), su madre todavía estaba en su dormitorio el miércoles. ¿Podía haber subido a ver a su padre? ¿Y tropezado con su caballete? Tal vez sí. O quizá tampoco ella le estaba diciendo la verdad. Leonora se sintió confundida —desconcertada— y también un poco asustada. ¿Debería preguntar? ¿Hablarle a su madre del sueño? ¿Debería decir que la había visto? Estaba por abrir la boca para contárselo, cuando Maude dijo:

—Estoy ocupada preparando una linda sorpresa para ti, a tiempo para tu cumpleaños.

—¡Dime qué es, mamá! Por favor, dímelo.

—No puedo, Leonora —dijo Maude y sonrió—. Si te lo dijera no sería una sorpresa, ¿verdad?

Parecía casi feliz; casi como las demás personas. Leonora no sabía bien lo que había en la voz de su madre, pero siempre se le notaba un dejo de tristeza y suspiros en todo lo que decía. Levantó la vista y vio lágrimas en los ojos de Maude.

—¡Estás triste, mamá! —saltó Leonora y rodeó con los brazos el cuerpo de Maude, que sintió muy delgado y tembloroso. Sepultó su cara en la falda de su madre—. No estés triste —dijo contra la tela del vestido de Maude—. Por favor, quiero que estés contenta. —No estaba segura si sus palabras podían ser oídas, pero siguió prendida de su madre, hasta que Maude suavemente se fue soltando de los brazos de Leonora, le levantó la cara y la besó.

—Mi chiquita querida —dijo—. Tienes que perdonarme. Lo siento tanto. Por favor, di que me perdonas, Leonora. Por favor, dilo.

Leonora se sintió invadida por el terror. No sabía qué significaban esas palabras. ¿Qué era lo que debía perdonar? ¿Acaso su madre había hecho algo malo? Sin duda que sí, porque de lo contrario por qué quería ser perdonada. ¿Tendría eso algo que ver con los gritos en mitad de la noche? ¿Debería hablarle de nuevo acerca de aquella noche? ¿O perdonar a su madre significaba no hablar más de ello? Vio la cara surcada por las lágrimas que la miraba y deseó más que nada irse de allí, estar a salvo con Nanny Mouse y lejos de una madre a la que no entendía y cuyo llanto la hacía sentir incómoda y torpe y nerviosa. Dijo:

—Te perdono, mamá. Por favor, deja de llorar. Por favor, sé feliz.

—Lo seré, lo seré, querida. —Maude había soltado a Leonora y se secaba los ojos con un pañuelo blanco de encaje que olía a lirios del valle—. Ya estoy bien, mi amor, de veras. Puedes irte a jugar si lo deseas. Te prometo que estaré bien.

—¿Sí? ¿En serio?

—Sí. Ahora iré a caminar un rato por el Jardín Silencioso. Quiero echarles una mirada a mis plantas y mis flores. No hay mucho que hacer en el jardín, pero igual me encanta. ¿No sientes el otoño en el aire? Yo siempre lo siento en agosto. Aunque el sol brille en todo su esplendor, igual sé que pronto vendrá el otoño. Vete ahora, Leonora.

Leonora echó a andar hacia la casa sintiéndose culpable. ¿Debería sentirse tan contenta por alejarse de su madre? ¿Tan aliviada? Me debe de pasar algo malo, pensó. Soy una mala hija, y por eso es que mamá está tan triste. Tal vez si yo la amara más, ella estaría feliz. Ése era un pensamiento tan espantoso que estuvo a punto de correr de vuelta adonde Maude estaba sentada, lista para abrazar a su madre y jurarle que la amaría más que a cualquier persona en todo el mundo, pero se frenó y miró primero hacia atrás para ver si Maude realmente había dejado de llorar. Estaba sentada en el mismo lugar en que Leonora la había dejado y hacía girar una y otra vez su pañuelo de encaje en las manos y tenía la vista fija hacia abajo, todo lo cual podía verse con claridad a través de los paneles de vidrio que formaban las paredes de la glorieta.

Nanny Mouse se acercó por el parque hacia Leonora justo en el momento en que ella giraba para correr de nuevo hacia su madre.

—Ven, querida —dijo Nanny Mouse—. Ya casi es la hora del almuerzo.

—Sí, Nanny —dijo Leonora. Más tarde me aseguraré de decirle a mamá cuánto la amo, pensó. Ya habrá tiempo. Entró en la casa sintiéndose feliz y aliviada por haberse sacado de encima ese enorme peso que la agobiaba.

 

*  *  *

 

—Anoche tuve un sueño tan divertido, Nanny —dijo Leonora a la mañana siguiente, mientras se vestía—. Yo estaba acostada en la cama, pero no del todo dormida. Tenía los ojos entreabiertos, creo, porque podía ver cosas, aunque no con demasiada claridad. De todos modos, lo que vi fue a una persona con un largo vestido blanco y pelo que le caía en la espalda entrar en la nursery. Se detuvo junto a la casa de muñecas y alcancé a percibir olor a adhesivo para empapelar y ella pegaba algo sobre el techo de la casa. Después ella se fue y no recuerdo nada más.

Nanny Mouse siguió trenzando el pelo de Leonora. Cuando terminó con una trenza la ató con una cinta azul y le hizo un lindo moño. Sabía hacer moños muy lindos; nada flojos y con los dos lazos exactamente del mismo largo. Dijo:

—Eso no fue un sueño, querida. Tu mamá vino anoche e hizo algo en la casa de muñecas. Eso es parte de tu regalo de cumpleaños. Me dijo que sería una sorpresa para ti, pero supongo que algo tiene que haber pasado para que cambiara de idea.

—¿Puedo ir a ver? ¡Por favor, Nanny! Déjame ir a ver.

—Primero quédate quieta para que pueda terminarte las trenzas, Leonora, y después puedes ir.

Leonora miró hacia la casa de muñecas, pero no notó nada diferente. Pensó en su sueño. En la figura que había visto poner pegamento en el techo. En cuanto las trenzas quedaron bien para el gusto de Nanny Mouse, Leonora fue corriendo a ver qué había hecho su madre.

—¡Oh, es el techo, Nanny! ¡Mira!

Donde antes había solamente un papel común y corriente de color rojizo, ahora todo el techo estaba cubierto con tejas de un gris claro amarillento; no tejas verdaderas sino pintadas. A su madre debía de haberle llevado muchísimo tiempo hacerlo. Había cubierto dos grandes hojas de papel con figuras en acuarela que representaban verdaderas tejas. Leonora las miró con atención. Cada una parecía diferente de la de al lado y de las de arriba y las de abajo.

—Parece un techo verdadero, ¿no te parece, Nanny? Tiene que haberle llevado horas y horas de trabajo, ¿no?

—Es hermoso —dijo Nanny Mouse—. No olvides agradecerle.

—Sí, lo haré —dijo Leonora. Nunca podía decir nada, desde luego, y sabía que su madre había trabajado mucho para pintar esas tejas para el techo, que eran exactamente iguales a las auténticas y muy hermosas, pero no pudo evitar sentirse un poco decepcionada. No era lo que ella llamaría una sorpresa de cumpleaños, en realidad no lo era. Una nueva muñeca para la casa o, quizá, nueva ropa para las muñecas que ya había podría haber sido un regalo mejor. Era imposible jugar con un techo. Lo único que se podía hacer era mirarlo, y ella prácticamente no le había dedicado ninguna atención al techo viejo, así que ¿por qué su madre creyó que a ella le gustaría uno nuevo?

Al bajar para el desayuno sintió que comenzaba a deprimirse y trató de animarse pensando que tal vez ésa no era toda la sorpresa sino tan sólo una parte. Sí, ésa podía ser la respuesta. Todavía faltaba algo, algo mucho, mucho mejor. Sin duda era eso. Después de todo, todavía no era siquiera su cumpleaños y, sin embargo, le habían permitido verlo. Cuando llegó al comedor ya casi se había convencido de que el nuevo papel del techo de la casa de muñecas no era en absoluto su regalo de cumpleaños. Pero, se dijo, si mamá está allá iré a agradecérselo y también le daré un beso.

Su madre y su padre estaban sentados en su lugar cuando Leonora entró en el comedor, pero por la forma en que estaban sentados y porque no sonreían ni se hablaban, se dio cuenta de que algo andaba mal. Ni siquiera las miraron a ella y a Nanny Mouse cuando entraron y ocuparon sus lugares frente al otro extremo de la mesa. El silencio descendió sobre todo, de modo que el ruido de las cucharas sobre los bols de cereal y el de las tazas que se apoyaban en los platos sonó con mucha fuerza. Al menos así le pareció a Leonora.

Miró a su madre y después a su padre. Su padre tenía el entrecejo fruncido y los labios apretados, como si quisiera gritar pero se estuviera conteniendo. Su madre tenía la vista fija en su plato, pero ni siquiera había probado su tostada, junto a la cual había un trozo de manteca y también un poco de mermelada, pero ella ni siquiera había intentado tomar el cuchillo.

—Nanny —dijo su padre, pero sin mirar a Nanny Mouse—. Le agradecería que hoy mantuviera a Leonora ocupada afuera, si no le importa. Es una mañana espléndida. La señora Walsh y yo tenemos asuntos que discutir y no quisiera ser interrumpido.

—Por supuesto, señor —respondió Nanny Mouse—. Iremos al pueblo y caminaremos por el campo que hay detrás de la iglesia. Y tal vez llevaremos lo necesario para un picnic. ¿Te gustaría eso, Leonora?

Leonora asintió. No confiaba en poder hablar. ¿Cómo podía su padre ser tan detestable? Ella jamás los interrumpía cuando estaban ocupados. Nunca subía al estudio porque sabía que no le estaba permitido hacerlo. No era una criatura para que la llevaran de picnic cuando los mayores querían hablar tranquilos. Tenía casi, casi, ocho años. Mordió su tostada y fulminó a su padre con la mirada, pero él estaba mirando por la ventana y no vio lo furiosa que estaba su hija. Le diré algo a mamá, pensó Leonora. Le agradeceré haber cambiado el techo de la casa de muñecas. Hizo una inspiración profunda y dijo:

—Mamá, me encanta el nuevo techo de la casa de muñecas. Gracias por hacerlo para mí.

Para su sorpresa, los ojos de su madre se llenaron de lágrimas y ella palideció tanto que Leonora pensó que iba a desmayarse. Se mordió el labio y miró a su hija por encima de la mesa con algo parecido al terror en su rostro. Además, temblaba. Leonora deseó fervientemente no haber mencionado el techo de papel, no haber abierto la boca. Pero antes de poder pensar qué diría a continuación, su padre habló.

—Maude, querida —dijo en una voz al mismo tiempo suave y glacial—, ¿qué papel es ése? ¿Me lo mostraste?

—No, querido —contestó su madre—. Pinté un papel para decorar el techo de la casa de muñecas. En realidad, no tiene ninguna importancia.

—Una pérdida de tiempo, diría yo. Podrías haber usado algunos recortes de los viejos rollos de papel para empapelar, ¿no te parece?

—Sí, pero esto era un regalo especial para el cumpleaños de Leonora. Disfruté pintando las tejas.

—De veras son preciosas, papá —exclamó Leonora con la esperanza de desviar de su madre el intenso desagrado de su padre—. Me encantan. La casa de muñecas es ahora mucho más linda. ¡Gracias, mamá!

Se levantó y corrió alrededor de la mesa hacia la silla de su madre. Le tiró los brazos al cuello y la abrazó. El cuerpo de mamá —pensó— está al mismo tiempo tenso y tembloroso.

—Nanny, por favor llévese ahora a Leonora —dijo su padre y se puso de pie—. Esta escena se ha prolongado demasiado.

Y salió de la habitación, y Leonora oyó el ruido de sus pasos sobre el piso de mármol del vestíbulo y, después, por la escalera.

—¡Te quiero mucho, mamá! —exclamó Leonora, no muy segura de lo que estaba sucediendo y sin saber qué había hecho alguien de malo ni por qué esa mañana todo parecía tan horrible.

—Y yo también te quiero a ti, chiquita mía —dijo Maude y estalló en llanto. Leonora no supo qué hacer ni qué decir.

—Ve a tu cuarto, Leonora —dijo Nanny Mouse—. Y aguárdame allí. Tu mamá estará bien. Yo la cuidaré. No te preocupes, querida.

 

*  *  *

 

Leonora se dirigió lentamente a la nursery, con ganas de gritar de rabia y de llorar de angustia, todo al mismo tiempo. Estúpida, estúpida Nanny Mouse, pensó, mientras con la punta del zapato golpeaba contra cada peldaño de la escalera. ¿Cómo puede decirme que no me preocupe? Mi madre está triste y no sé por qué. Ellos no quieren decírmelo. Después de entrar en la nursery dio un portazo y se arrojó en la cama para esperar a Nanny Mouse. ¿Por qué, se preguntó, papá quería que me sacara de la casa? ¿Qué se proponía hacer?

 

*  *  *

 

Leonora entró en la casa y se quedó parada en el vestíbulo. Nanny Mouse se había detenido en el sendero para hablar con la señora Page, quien iba camino al pueblo, y le había dicho a Leonora que se adelantara. Su padre y su madre estaban en plena pelea. Alcanzaba a oír gritos y voces airadas y se quedó muy quieta para escuchar, aunque sabía que no debería hacerlo. Su madre gritaba. Por lo general hablaba en voz baja, y oír que era capaz de dar esos alaridos hacía que Leonora se sintiera asqueada y asustada. Enseguida supo que su padre y su madre no querrían que ella oyera lo que estaban diciendo, así que se aplastó contra la pared, pero no se alejó corriendo. A pesar de sí misma, un anhelo de saber, un deseo de entender por primera vez exactamente lo que atribulaba a su madre, fue lo que la mantuvo allí de pie, temblando, con la boca entreabierta y los ojos abiertos de par en par. Ellos estaban en la sala y ella pudo oír casi cada palabra.

—Basta. Me niego. Y si vuelves a ponerme un dedo encima, juro que te delataré. Y entonces, ¿qué pensarán tus elegantes amigos de Londres del maravilloso Ethan Walsh? ¿Seguirán viniendo aquí, bebiendo tu gin y admirando tus pinturas...?

Entonces Maude lanzó una carcajada que le heló la sangre a Leonora: estridente, horrible, en realidad no una risa sino un sonido que le produjo escalofríos y la hizo pegar un respingo:

—...bueno, ya tuve suficiente, eso es todo. El gusano se está rebelando, y eso es lo que soy. Un gusano, y he estado en la oscuridad suficiente tiempo y ahora todo cambiará. Te lo advierto, Ethan. Estoy cansada de ser tu trapo de piso, de que te ensañes siempre conmigo. Estoy harta.

La voz de su madre se convirtió en un susurro y Leonora no oyó los siguientes comentarios en voz baja. Oía también la voz de su padre, pero no lo que él decía. ¿Podía ser que estuviera calmando a su madre? ¿Haciéndola sentirse mejor? Leonora comenzaba a sentirse mejor cuando oyó que su padre decía:

—No quiero volver a oír nada de esto, ¿me has entendido? Si llego a descubrir que se lo has dicho a alguien, a quien sea, juro que lo lamentarás. Lo lamentarás mucho. Y, recuerda, yo también puedo hablar. Puedo hacer que el doctor Mannering esté aquí en veinte minutos y decirle que mi pobre y querida esposa se ha vuelto loca. Es bien sabido en todos los alrededores que tienes una salud “delicada”. En menos de una hora estarías en el hospicio. Y no vacilaré. ¿Entendiste? No es propio de mí vacilar. ¿Estamos de acuerdo?

De los ojos de Leonora brotaron lágrimas y lo más sigilosamente que pudo caminó en puntas de pie para esconderse detrás de la cortina, cerca de la ventana del vestíbulo, antes de que sus padres salieran de la sala y la vieran. ¡Demasiado tarde! Allí estaba su padre, avanzando a zancadas por el piso de mármol, y la había visto. Ella sabía que sí. Cerró los ojos, segura de que algo terrible le iba a suceder. No entendía todo lo que acababa de oír, pero sí sabía una cosa: su padre golpeaba a su madre y la hacía llorar y se proponía llamar al médico y simular que estaba loca si no hacía exactamente lo que él decía. Eso era cruel y terrible. No podía creer que su padre que a veces era bondadoso, divertido y cordial, fuera capaz de portarse como el monstruo de un cuento de hadas. Seguro que no lo haría.

—Ven aquí enseguida, Leonora —le dijo. Ella se le acercó y él la aferró de los brazos—. ¿Qué haces? ¿Cuánto hace que estás en el vestíbulo?

—En realidad, acabo de entrar. Estuvimos en el pueblo y después fuimos a caminar... —Leonora sabía que tenía que seguir hablando, como si realmente acabara de llegar y no hubiera oído nada. Si él creyera que ella los había oído discutir a él y a su madre, se enojaría muchísimo. Leonora siguió farfullando cosas, las palabras siguieron brotando de su boca y, poco a poco, su padre le fue soltando los brazos.

—Ve a la nursery, Leonora. Ahora tengo trabajo que hacer.

Él subió por las escaleras de a dos peldaños por vez. Leonora escuchó con atención y oyó que la puerta del estudio se cerraba con un golpe. Entonces ella lanzó un suspiro que tenía la sensación de haber estado reprimiendo por años. Ahora que él se había ido, quería correr hacia donde estaba su madre y asegurarse de que estuviera bien, pero Nanny Mouse entró en el vestíbulo justo entonces y no pudo hacerlo. Nanny Mouse dijo:

—¿Qué te pasa, criatura? Por tu cara, acabas de ver un fantasma.

—Mamá y papá estuvieron peleando. Fue horrible. Él le dijo cosas terribles. Dijo que...

Nanny Mouse la interrumpió.

—No digas una palabra, querida. ¿Acaso no recuerdas lo que te dije? Lo que no sabemos no puede hacernos daño. Todas estas discusiones de las personas grandes no son asunto tuyo.

—¿Cuándo fue eso? ¿Cuando me dijiste que lo que no sabemos no puede hacernos daño?

En ese momento subían por la escalera. Nanny Mouse le contestó:

—Te lo dije la noche que viniste y me despertaste diciendo que habías visto a tu pobre madre con sangre en la cara.

—¡Pero tú me dijiste que era un sueño! Eso me dijiste.

Nanny Mouse suspiró, se sacó el sombrero y lo hizo girar en su mano. Tenía la vista fija en la alfombra que había frente a la puerta de la nursery y tenía las mejillas encendidas.

—Sí, lo siento tanto, mi amor. Sé que lo dije y estuve muy mal al decirlo, pero fue sólo para tratar de que no estuvieras tan asustada, eso es todo. Sé que no debería haberlo hecho, pero es difícil saber qué es lo mejor en algunas ocasiones. En esta casa hay tantos secretos. Es muy difícil. No importa, por ahora te quedarás en la nursery hasta la hora de dormir. Esta noche te subiré la cena. Por el momento, lo que debes hacer es mantenerte fuera del camino. Ya verás, todo se arreglará.

Nanny Mouse volvió a bajar. Leonora escuchó un rato y sólo hubo un silencio total en todo Willow Court. Fue a la nursery y durante un buen rato se quedó parada junto a la ventana sin moverse. Sí, pensó. Es verdad. La casa está llena de secretos, pero lo que no sé no puede hacerme daño. Todavía no es hora de irme a la cama. Todos están ocupados haciendo algo en otra parte. Bueno, sí sé algunas cosas, pero debo fingir que las ignoro. Debo fingir que mi padre es un buen padre que ama a mi madre y no alguien que le grita y la hace llorar y hace que le sangre la mejilla y le dice que está loca. Debo fingir que lo que vi fue sólo un sueño, pero sé que no lo era. Quisiera estar lejos, del otro lado de la puerta del frente y lejos de Willow Court, donde viven todos esos secretos que yo no quiero saber. El lago. Iré al lago.

Leonora miró por la ventana. Las sombras de los árboles eran negras sobre el parque y cada rosa tenía un borde dorado. Lo que no sé no puede hacerme daño. Lo dijo una y otra vez, como si fuera un encantamiento mágico que la mantendría a salvo. Lo que no sé no puede hacerme daño.

 

*  *  *

 

El té de Gwen se había enfriado y ella no tenía la energía suficiente para levantarse y prepararse otro. Rilla estaba ocupada batiendo crema para la tarta de frutillas. Mary no volvería a la cocina hasta dentro de un par de horas y había reaccionado bastante mejor de lo que Gwen esperaba a la noticia de que Rilla quería estar a cargo del postre de la cena de esa noche. El plan había sido ensalada de frutas frescas con crema, pero cuando Rilla dijo “eso te evitará tener que cortar y picar toda la fruta, ¿no lo crees?”, a Mary no le quedó más remedio que aceptar.

Gwen les había quitado el cabo a las frutillas y las había cortado con más prolijidad de lo que Rilla lo habría hecho. Era, en opinión de Gwen, una cocinera inspirada más que una cocinera cuidadosa, y probaba demasiado lo que estaba preparando, pero igual, Gwen sintió que se distendía más que hacía mucho tiempo en la cocina, calentita por el sol que entraba por la ventana. La puerta de atrás estaba abierta; podía oír a Douggie y a Fiona en la huerta y confiaba, con un poco de egoísmo, que se quedarían allí un rato y la dejarían disfrutar de esos minutos, que la llevaron de vuelta a cuando ella y Rilla eran chiquitas y se les permitía ayudar a hacer tortas como un regalo especial.

Dijo:

—El árbol que Chloë armó salió mejor de lo que yo esperaba. Confieso que me preocupaba que fuera algo espantosamente moderno y que no quedara bien en el vestíbulo, pero será precioso, ¿no lo crees?

Rilla asintió con aire ausente. En realidad no la escuchaba porque estaba absorta en la tarea de untar las capas de la torta con crema y en disponer trozos de frutilla en círculos concéntricos sobre ese blanco brillante y en admirar su propia obra. Dijo:

—Mmmm. Una maravilla.

—Estás a kilómetros de aquí. Honestamente, no sé cómo lo haces.

—¿Cómo hago qué?

—No sé. Estar tan relajada con respecto a todo. Veo que ni siquiera te preocupa lo que Philip y Chloë pueden estar descubriendo en la nursery.

—Eso no es verdad. Lo pensé, pero decidí que probablemente no es nada. Una lista de compras o algo así —dijo Rilla.

—No se parecía ni remotamente a una lista que yo hubiera visto jamás. Por lo que veo, no estás nada preocupada.

—He dejado de preocuparme porque no sé con exactitud qué es lo que debería preocuparme. Tu problema, Gwen, es que andas en busca de dificultades en lugar de esperar a que sucedan. —Ahora comía las frutillas sobrantes.

—Bueno, una de nosotras tiene que estar preparada —dijo Gwen—. Y tú pareces estar en tu nube privada.

En el rostro de Rilla apareció una sonrisa enigmática.

—En tu lugar, yo lo olvidaría por completo hasta que sea preciso enfrentarlo. Y, de todos modos, tendría que ser algo muy importante para arruinar la fiesta, ¿no?

Gwen frunció el entrecejo.

—Me rindo, realmente. Ni siquiera reconoces la posibilidad de una catástrofe.

Rilla miró a su hermana.

—Mi idea de lo que constituye una catástrofe es un poco diferente de la tuya. La cancelación de una fiesta ni siquiera se le aproxima, te lo prometo.

—¡Oh, Dios, Rilla, lo siento! —Gwen estaba al borde de las lágrimas—. Ya ni sé lo que digo. Por supuesto que no quise decir eso. No pienses que yo...

—Está bien, Gwen. Por favor, no llores. Es lo único que nos faltaba.

—Lo siento. Realmente lo lamento. Y sé que nada podrá igualar tus sentimientos, pero tampoco hemos olvidado la muerte de Mark. Uno nunca se sobrepone a algo así, ¿verdad? Además, me siento culpable por no haber hablado contigo lo suficiente del tema. Sé que en ese momento dijiste que no querías hablar de eso, pero yo debería haber insistido, ¿no te parece? Cuando dijiste que no era culpa nuestra, mía y de mamá, no podía creerte. Después de todo, habías dejado a Mark a nuestro cuidado. Si yo hubiera estado en tu lugar, nunca hubiera vuelto a hablar con nosotros.

—Yo no creí que fuera su culpa, Gwen. Y sigo sin creerlo. Yo no debería haberlo dejado. Fue absolutamente culpa mía. ¿Y cómo podía no haberte hablado más? Tú y mamá y Beth eran todo lo que yo tenía en el mundo. No podría haber salido adelante sin ustedes.

Gwen estaba callada y recordaba el funeral. Un día gris de marzo y con el viento soplando como un cuchillo y ella y Leonora sosteniendo a Rilla, una a cada lado, con sus brazos entrelazados con los de ella, mientras el diminuto ataúd blanco era bajado a tierra y Rilla, pálida y sin aliento por el dolor, aturdida y llena de píldoras. Cualquiera que estuviera suficientemente cerca de ella, y Gwen lo estaba, sentiría cómo temblaba su cuerpo. Los árboles comenzaban a llenarse de hojas y, sin embargo, ese día Gwen sintió que la primavera, la auténtica primavera con su calidez, los rayos del sol y las nuevas flores, era una total imposibilidad. Se secó una lágrima mientras Rilla ponía los platos en la despensa.

—¿Te fijaste —preguntó Rilla al volver a la cocina— lo fantástico que quedó el árbol de Chloë? ¿Sabes?, esa muchacha tiene mucho talento.

—Eso era lo que te estaba diciendo hace un momento —dijo Gwen y se echó a reír—. Lo que te decía precisamente mientras tú estabas ocupada con las frutillas, sólo que no me escuchabas. Pensé que sería un desastre, pero me equivocaba.

—Deberías decírselo. Le encantará que te guste.

—¿Lo crees? Me resulta tan difícil hablar con ella, Rilla. No tienes idea de cuánto envidio la forma en que se llevan Beth y tú, ya sabes, cómo conversan como verdaderas amigas. Chloë me detesta.

—¡Qué disparate! No deberías pensar eso, Gwen, en serio. Ella es joven, eso es todo. Deberías tratar de pensar que no es tu hija sino una desconocida que por casualidad cayó en tu casa. Una invitada.

—¿Eso servirá de algo? Supongo que vale la pena intentarlo. Aunque Chloë es tan quisquillosa, tan difícil. Y muchas de las cosas que hace me irritan, como por ejemplo su forma de vestir. No sabes lo afortunada que eres. Beth es tan elegante y tan centrada. Mi hija es todo lo contrario.

—Hablando como alguien tan dispersa como ella, eso no tiene ninguna importancia, Gwen. Hay tantas cosas más importantes, y si dejas que eso te deprima nunca serás feliz. Nunca. Ahora ven, suficiente de esto. Vayamos a encontrar a James y veamos cómo anda la carpa. Va a ser una fiesta maravillosa, no importa qué descubran en la nursery.

Gwen siguió a Rilla por la puerta de atrás y la cerró cuidadosamente a sus espaldas. Ojalá, pensó, yo compartiera su optimismo. Había demasiados imponderables en la situación como para que Gwen se sintiera tranquila.

 

*  *  *

 

—Hubo una época —dijo Leonora dirigiéndose al perfil de Sean mientras él conducía el auto—, y de eso no hace mucho tiempo, en que yo me habría burlado de la idea de ir a Lodge Cottage en auto. De chica yo solía ir y volver corriendo por este camino como algo natural, y creo que sólo el último par de años me he vuelto perezosa.

—Yo, en cambio, nací perezoso —dijo Sean—, así que uso el auto incluso para distancias cortas. El equipo técnico sin duda ya se encuentra allá, así que deberíamos estar listos para filmar en cuanto lleguemos.

—La señorita Lardner querrá ofrecernos una taza de té —dijo Leonora. Confió en que su voz fuera normal. Tenía la sensación de que un terremoto se había desatado dentro de ella y la sorprendió que Sean no lo viera. Se sentía confundida, perpleja e insegura de sus recuerdos. Algo —no estaba segura de qué— revoloteaba por el borde de su memoria, fuera de su alcance. Para la filmación había elegido un vestido de seda de un rosado frambuesa particularmente intenso que favorecía su piel, con aros y collar de perlas. Cada vez le resultaba más difícil disimular cosas con el maquillaje y esperaba que sus ojos no traicionaran el hecho de que más temprano había llorado.

—¿Se siente usted bien, Leonora? —preguntó Sean—. ¿Sucedió algo?

—No... nada en absoluto. Gracias por preguntármelo. Pero me siento un poco cansada, eso es todo.

Por un momento insensato pensó en contarle todo a Sean. Él era tan buen interlocutor. Pero entonces allí estaban, en Lodge Cottage, y el sonidista se encontraba afuera, junto a la puerta abierta, haciéndoles señas, y el momento pasó. Mejor así, se dijo Leonora al apearse del auto.

—¡Nanny Mouse, qué linda está! —dijo Sean, se acercó a la anciana como si fuera su propia abuela y la besó con vehemencia en la mejilla. Nanny Mouse sonrió y a Leonora le pareció que se ruborizaba. Por cierto, su aspecto era mejor de lo que había sido en mucho tiempo, y ese día parecía tener la mente firme al saludarlos a todos y decirles que tomaran asiento.

—Leonora —le dijo Sean—, si usted pudiera sentarse allí... sí, perfecto, junto a la ventana. Después, si no le importa servir el té, nosotros podemos hablar naturalmente. Yo estaré fuera del cuadro, pero, desde luego y como sabe, todo el material se editará. Iniciaré el rodaje haciendo una pregunta, y después veremos adónde vamos a partir de allí. ¿De acuerdo?

Leonora asintió. Tomó la tetera con diseño de rosas y dijo:

—Para usted sin azúcar, Sean, ¿verdad?

—Sí, muchas gracias. Ahora bien, Nanny Mouse, ¿comenzamos? ¿Recuerda si alguna vez Ethan Walsh entró en la nursery cuando Leonora era chiquita?

Nanny Mouse permaneció un momento callada y Leonora se preguntó si tal vez no sería necesario inducirla a responder, pero entonces, como una botella que de pronto se descorcha, ella empezó a hablar.

—Al Maestro le encantaba la nursery. Eso fue lo que él me dijo. Nada de tonterías aquí adentro, Nanny Mouse, me decía y se echaba a reír con ganas. Y le gustaba leerle a la señorita Leonora a la hora de dormir. Mujercitas era el libro preferido de ella. Eso lo recuerdo. Por supuesto que ella podía leerlo perfectamente, pero no es lo mismo, ¿verdad? No es lo mismo que leído por el papá.

—¿Y su madre? —preguntó Sean—. ¿Qué me puede decir de Maude?

—Oh, no, ella nunca le leía. En realidad no era esa clase de madre. La señorita Maude siempre fue muy tímida. Yo siempre le decía que le faltaba una capa de piel. Que era de piel delgada. No era una mujer muy fuerte, como ustedes saben, y se lastimaba con mucha facilidad. Por supuesto, yo sabía de los moretones, aunque ella creía que yo no se los veía. Pero yo sí se los veía. Yo veía todo. En realidad ése era mi trabajo, ver cosas. Yo debía pensar en la señorita Leonora y el Maestro de ninguna manera quería que ella lo supiera.

—¿Qué cosa? —preguntó Leonora y oyó que su corazón le latía con fuerza—. ¿Qué era lo que papá no quería que yo supiera?

—Oh, querida, él no quería que supieras nada —dijo Nanny Mouse, tan alegremente como si estuvieran hablando de algo tan poco importante o interesante como la lista de compras del día. Ella fue tildando los temas uno por uno con los dedos—. No de los moretones. Por cierto no de la forma en que la señorita Maude murió, pero desde luego tú no recuerdas nada de eso, ¿no? El Maestro me dijo que era imposible que lo recordaras. Me aseguró que no lo recordabas y tú nunca me dijiste nada de eso, así que supongo que él tiene razón, aunque debo decir que siempre me pareció raro que hubieras descartado una cosa así de tu mente. Sin embargo, es una bendición, porque ¿quién querría recordar una cosa así?

En esa pequeña habitación el aire enseguida pareció volverse más denso y oscurecerse alrededor de la cabeza de Leonora. Respiró hondo. ¿Qué estaba diciendo Nanny Mouse? Cerró los ojos y vio una imagen en el interior de sus párpados, tan clara como cualquier fotografía: el lago y algo adentro, flotando debajo de los sauces. Algo oscuro que se expandía sobre la superficie del agua. Una falda, eso era. Leonora abrió los ojos y le habló a Nanny Mouse con una voz que, a sus oídos, no parecía la suya sino la de una criatura pequeña, que casi no se animaba a producir un sonido.

—Mamá murió ahogada en el lago, ¿no es así, Nanny? Ella estaba en el agua, ¿verdad?

—Leonora la encontró —dijo Nanny Mouse con tono de confidencia como si se dirigiera a una perfecta desconocida. Había pasado de reconocer a Leonora a no tener la menor idea de quién era—. Pobre criatura. Ella había corrido al lago porque todo en la casa era un desastre, todo estaba mal. Era una atmósfera terrible para una chiquilla, y ellos nunca le prestaron atención. Peleaban alrededor de ella y mucho peor. Sí, mucho peor. Yo no estoy de acuerdo con que los chicos vean todo eso. Mis chicos nunca ven esas cosas si puedo evitarlo. Se lo dije a ella. Le dije: lo que no sabes no puede hacerte daño, y estoy convencida de que es así.

En alguna parte, muy cerca de uno de sus hombros pero también tan distante que podría suceder en otro universo completamente distinto, Leonora tenía conciencia de que la cámara seguía filmando, pero sentía que las lágrimas comenzaban a acumularse en alguna parte de su cabeza. Oía a Sean decir algo, que le preguntaba algo. Ella dirigió su atención adonde él estaba sentado y trató de oír lo que le decía.

—Leonora, he dejado de filmar. ¿Se siente bien?

Ella asintió, sin importarle y queriendo decir “Haga lo que quiera”, pero sin encontrar las palabras adecuadas. Todas las palabras que conocía parecían haberla abandonado y por un segundo se preguntó si no estaría sufriendo un ataque cerebral. Mañana cumpliré setenta y cinco años, se dijo. Soy vieja. Tal vez esto es un ataque cerebral. O un infarto. Se obligó a respirar con lentitud, a inspirar y exhalar por la nariz y, al mismo tiempo, contar de uno a diez. Sí, así estaba mejor.

—Ya estoy perfectamente bien, gracias —dijo por fin y levantó su taza para beber un sorbo de Earl Grey, ahora tibio pero todavía un consuelo—. Por favor, siga filmando.

—Hábleme de las rutinas de la casa —le decía Sean a Nanny Mouse—. ¿Ethan tenía alguna hora en especial en la que le gustaba pintar?

Leonora sólo escuchó a medias la respuesta. Estaba en otra parte. Estaba junto al lago y hacía calor y allí estaba su madre, flotando en el agua, con la cara muy blanca y la mirada fija. La encontré, pensó. La encontré y ella estaba empapada y muerta y yo corrí de vuelta a la casa a buscar a todos para que la salvaran y ellos no pudieron y entonces me desmayé y estaba mojada y congelada y, después, me acosté en la cama donde tuve fiebre y más fiebre y pesadillas todo el tiempo y dolor en el pecho, y cuando desperté me dijeron una mentira. Me dijeron que mi madre había estado muy enferma y que había muerto por su enfermedad y yo les creí. Nanny me lo dijo y papá me lo dijo y yo les creí porque quería creerlo. Porque no quería no quería no quería saber que yo había encontrado a mi propia madre con la boca llena de agua y arrastrando la falda y con su piel macerada y blanca y horrible. Yo no quería saber eso, así que lo olvidé. Simulé que nunca lo había sabido. Simulé que ella había muerto prolijamente en su cama y que yo nunca la había visto flotando en el lago con hojas de sauce atrapadas entre sus dedos. Pero ahora lo recuerdo.

 

*  *  *

 

—Lo siento, Sean —dijo Leonora y puso su vaso sobre el plato que tenía junto a ella—. Creo que ya estoy recuperada.

Estaban en el jardín de invierno, donde las hojas de plantas y las ramas de pequeños árboles formaban un baldaquín verde oscuro sobre sus cabezas. Sean había buscado una bebida para Leonora y ahora estaban sentados frente a frente en los dos sillones de caña. Uno de los gatos —tenía que ser Gus— estaba acostado junto a los enormes macetones chinos del rincón, dormitando al calor del sol. Sean vio que a Leonora todavía le temblaban las manos y que, aunque estaba haciendo todo lo posible por parecer controlada, era obvio que seguía intentando aceptar lo que Nanny Mouse había dicho. Él dijo:

—Creo que se ha portado con mucha valentía. No hace falta ninguna disculpa. Un descubrimiento de esa clase es capaz de voltear a cualquiera.

—Siempre he tratado de no dejar que las cosas me venzan. —Leonora intentó una sonrisa pero no tuvo éxito—. Con cada cosa que me ha pasado, la muerte de mi padre, la muerte de mi marido, otras cosas, siempre he tenido la sensación de que, si podía conservar la cordura, todo estaría bien.

—Usted no menciona la muerte de su madre —señaló Sean—. Eso debe de haber sido lo más traumático de todo para una chiquilla.

Los ojos de Leonora se llenaron de lágrimas.

—Pero no lo fue. Por eso me siento tan mal ahora. Yo no tenía una relación cercana con mi madre. Nada cercana. La quería mucho, por supuesto, pero siempre sentí que nunca podría llegar a ella. Nanny Mouse fue para mí más una madre que ella, y durante años y años, lo que más recuerdo de esos días es haber estado enferma y saltearme el cumpleaños. El hecho de que mi madre ya no estuviera cuando yo recuperé el conocimiento fue triste, desde luego que sí, y me atribuló, pero no de una manera que yo pudiera comprender. Y después de un tiempo parecí recuperarme. Pero, ¿no es extraño? Durante los últimos meses he tenido la sensación —no sé bien cómo expresarlo— de que existe cierta oscuridad en mi cabeza, y de que si tan sólo pudiera ver dentro de ella, o por encima de ella o más allá de ella, entendería toda clase de cosas que nunca antes entendí.

—¿Como por qué razón —dijo Sean— usted pareció sufrir tan poco esa tragedia espantosa?

—Exactamente. Sí, es eso justamente. Es como si toda la vida hubiera estado reprimiendo algo. Tapándolo. Y ahora es como si hubiera abierto una puerta que da a algún lugar oscuro de mi corazón o de mi mente. No estoy segura de cuál, pero es como si hubiera caminado hacia esa oscuridad con una vela. Siento como si la sostuviera delante de mí y distintas cosas recibieran esa luz.

Antes de que llegaran a Willow Court después de abandonar Lodge Cottage, Leonora lo había hecho dirigirse al pueblo (“A cualquier lado, por favor, con tal de no tener que enfrentar a nadie ahora. Volveré a ser yo misma en un momento, se lo prometo”) mientras sollozaba como una criatura, con el pañuelo apretado contra la cara, cubriéndose los ojos. Durante varios minutos su llanto fue el único sonido en el auto. Sean no se había concentrado en absoluto hacia donde se dirigía sino que miraba fijo el camino que tenía delante con toda su atención centrada en la anciana que tenía al lado, en su angustia. Al final, el llanto cesó y ella giró hacia él y le dijo:

—Ahora podemos volver, Sean. Lamento cargarlo con todo esto. Creo que, para cuando lleguemos a casa, mi aspecto será más o menos normal.

Cuando se acercaban a la puerta principal, ella lo miró y dijo:

—En realidad, me alegro de que haya sido usted el que me vio así y no ninguna de mis hijas o de mis nietos. ¿Le importa que le diga eso?

—De ninguna manera —respondió él, sinceramente—. Lo entiendo perfectamente. A veces es más fácil revelarle estas cosas a un desconocido.

—De hecho yo no lo considero así. —Dijo ella y le sonrió, en plena posesión de su encanto, de su coquetería y de su estilo. Paradójicamente, fue sólo cuando la vio llorar que Sean entendió lo valiente que era y cuánto admiraba su coraje.

—¿Qué ve usted ahora? —le preguntó él con afecto—. A la luz de esa vela que lleva a ese lugar oscuro.

—Casi lo peor de todo es lo que he sabido de mi padre. La persona que yo creí que era sólo la imagen que tenía de él. Resultó ser una ilusión infantil. Era un matón, Sean. En los últimos días pensé mucho en él y me doy cuenta de que mi amor por él —y yo lo amaba mucho— me cegó a todas las cosas que de hecho él dijo e hizo, que en el mejor de los casos carecían de afecto y, en el peor, eran crueles. En aquella época, cuando yo era chica, nos mantenían todo lo posible lejos de los adultos, y mi padre me decepcionó. Eso es lo que me parece ahora, luego de todo este tiempo. Y, sin embargo, es a él a quien lloro tanto como a mi pobre madre. Incluso más. Siento que he perdido más en lo que a él concierne. ¿No es un espanto? Eso me hace sentirme culpable y también me siento culpable por algo que descubrí con respecto a mi propia conducta. Espero no haber sido severa, pero creo que mantuve cosas tapadas toda mi vida. Protegiendo a gente, incluyéndome a mí misma. Siempre pensé que era para mejor, pero no es así. No en realidad. Uno tiene que saber la verdad de las cosas, aunque a veces sean dolorosas y difíciles de entender. Y espero poder pedirle que no hable de esto con nadie.

—No diré una palabra. Pero, ya todo le ha vuelto, ¿verdad, Leonora? ¿Ahora lo recuerda todo?

—Eso creo. Recuerdo haber corrido hacia el lago. Veo con toda claridad algo oscuro flotando en el agua. Lo que sigue es todavía muy borroso. Recuerdo haber visto la cara de mi madre, pero después de eso nada es claro. ¿Tiré yo de su falda para mirarla a la cara? ¿O corrí enseguida hacia la casa para llamar a papá y a Nanny Mouse? No consigo recordarlo con claridad, pero no importa. Nanny no podrá darme detalles como ése. Y, en realidad, no quiero saber, Sean. Sí puedo imaginar. Por la vez que el pequeño Mark se ahogó. A él sí lo vi. No necesito que nadie me lo recuerde.

De nuevo se puso una mano sobre los ojos y Sean le habló al silencio que se instaló entre ellos.

—Supongo que sabe que Rilla se siente responsable —dijo él finalmente—. Porque no estaba allí cuando Mark se ahogó.

—¿Ah, sí? De ninguna manera. Yo no tenía idea. Qué terrible. Eso sí que es terrible. ¿Ella se sigue sintiendo culpable? ¡Dios mío! —A Leonora se le quebró la voz. Se quitó la mano de la cara y Sean vio lo pálida que estaba, lo intensas que eran las sombras debajo de sus ojos—. Yo sabía que se sentía así al principio, pero después de todos estos años... Qué terrible e imperdonable de mi parte. Nunca lo supe. ¿Soy estúpida? No me lo diga, Sean. Sé que lo soy. Soy egoísta y estúpida al no percibir el dolor de mi propia hija. Tal vez debido al que yo sentía. No puede imaginar qué días terribles fueron. No hay nada en el mundo peor que la muerte de un hijo. Yo me culpé por ella. Y pensé que también Rilla me culpaba, porque después de todo me había dejado a cargo de su hijo. Nos había dejado a mí y a su hermana a cargo, y cualquiera diría que nos resultaría fácil hacerlo. Que una abuela y una tía serían lo suficientemente responsables como para cuidar a un chico pequeño. Nunca me lo perdoné, de veras, pero Rilla siempre dijo, desde el primer momento, que no nos culpaba. Y yo no comprendí que eso se debía a que ella seguía sintiéndose responsable. Qué estúpida que fui, qué estúpida. Ciega y estúpida.

—Quizá Rilla le ocultó a usted su dolor.

Leonora asintió.

—Sí. Sí, ha habido mucho ocultamiento, de las dos partes. —Inclinó la cabeza y suspiró—. Tendré que hacer algo al respecto, si no es demasiado tarde. Yo debería haber hablado más francamente con Rilla. Acerca de muchas cosas. Siempre me permití criticarla, cuando estoy en desacuerdo con las cosas que ella hace, pero en realidad no hablamos. Su estilo de vida me resulta tan extraño, pero no debería dejar que eso nos separara. Hablaré con ella. No sé dónde encontraré las palabras adecuadas, pero lo intentaré. —Se recostó contra el respaldo de la silla y cerró los ojos. Por un momento se quedó allí sentada y Sean percibió que estaba haciendo acopio de todas sus fuerzas. Absurdamente, sintió que casi podía ver la lucha que se estaba librando en la mente de Leonora a través de las reacciones de su cuerpo: el crispamiento de los músculos que le rodeaban la boca, la forma en que todo el tiempo hacía girar sus anillos en el dedo, y un temblor que cada tanto la estremecía, como si un recuerdo muy doloroso se cerniera sobre su cuerpo como una ola.

 

*  *  *

 

—¿Rilla? ¡Rilla, despierta! —Beth tocó el hombro que asomaba desde debajo de las sábanas que cubrían ese cuerpo dormido sobre la cama. Rilla giró, abrió un ojo y lanzó un suave gruñido.

—Por Dios, Beth, ¿es preciso? Estaba durmiendo una siesta maravillosa. ¿Qué sucede? —La voz de Rilla era confusa y adormilada y Beth sonrió.

—Si te levantaste justo antes del almuerzo. ¡Realmente, Rilla...! Esto es lo que sucede cuando se enciende la vela por los dos extremos. Es evidente que estás muy cansada, y todos sabemos la razón, ¿no es así?

Rilla bajó los pies al piso y se pasó los dedos por el pelo.

—Percibo el sarcasmo —dijo—. Entonces supongo que también sabes que bien valía la pena perderme una noche de sueño. Vaya si valió la pena.

—¡Por favor, guárdate los malditos detalles, por favor! —dijo Beth—. Y ve a lavarte la cara. Te han llamado. Leonora pregunta si te importaría ir al jardín de invierno.

Vio a Rilla lavarse la cara, cepillarse rápido el pelo y vestirse.

—¿Tengo tiempo de maquillarme de nuevo?

—No, no lo tienes. Y estás espléndida.

—Yo diría, en cambio —dijo Rilla— que parezco un fantasma algo rollizo. Y, de todos modos, ¿para qué necesita verme justo ahora? ¿Tienes alguna idea?

Beth negó con la cabeza.

—No, ni la menor idea. Sólo me dijo que quería vernos a ti a Efe y a mí para lo que llamó “una charla tranquila”.

—De acuerdo, entonces terminemos con eso de una buena vez. Lo que sea.

Bajaron a la planta baja y se dirigieron al jardín de invierno, cuya puerta estaba abierta.

—¿Eres tú, Rilla? —dijo Leonora en voz alta—. Entra, querida.

Rilla lo hizo, seguida por Beth. Pequeños trozos de sol se abrían camino a la habitación a través de la densa red de plantas entrelazadas que se extendía por las paredes y el techo. Gus estaba acostado en un rincón sombreado y Efe también estaba allí, ocupando casi todo el sofá. Beth vaciló. Leonora dijo:

—Beth, entra. Y después cierra la puerta, por favor. Puedes sentarte allí, junto a la ventana. Rilla, ¿por qué no tomas el otro sillón de caña?

Beth lo hizo. Esto es muy extraño, pensó. ¿Por qué demonios quiere hablar con nosotros? ¿Y por qué es preciso cerrar la puerta? Miró a Efe, quien tenía la vista fija en sus zapatos. Ni siquiera la había levantado cuando ellas entraron, pero la fuerza de la mirada de Beth lo hizo tener conciencia de su presencia y por un instante la miró a los ojos, pero sin sonreír. Bueno, a la mierda también contigo, pensó ella. Si vas a estar tieso y nada cordial, puedes irte a la mierda. Antes de que ella tuviera tiempo de hacerse más preguntas, Leonora habló.

—Deben de estar preguntándose por qué les he pedido que vengan aquí. Esto parece muy misterioso, pero no es mi intención que lo sea. Sucede que la casa está patas para arriba con el personal de limpieza y los del equipo de filmación, y yo quería tener una conversación tranquila con ustedes.

Rilla, como buena actriz que era, tomó la posta y preguntó:

—¿Ha sucedido algo? ¿Hay algún problema?

—Supongo —dijo Leonora en voz baja— que algo sí ha sucedido. Y también hay un problema, pero trataré de solucionarlo. Sí, eso es. —Sonrió, casi con expresión triunfal—. Voy a solucionarlo. Desde hace un tiempo tengo la sensación de que a ustedes dos, Rilla y Efe, les debo una disculpa.

Rilla parecía ansiosa y Beth sabía que le habría encantado encender un cigarrillo. Leonora hacía girar los anillos en sus dedos y las manos le temblaban un poco.

Dijo:

—Cuando yo era chica, había algo que Nanny Mouse solía decirme. De hecho, fue algo así como una premisa en mi infancia. Lo que no sabes no puede hacerte daño. Era —como ustedes lo llaman en la actualidad— una suerte de mantra. Y yo lo creí a pie juntillas. Realmente. Ahora comprendo que lo que uno no sabe sí puede lastimarte casi más que cualquier otra cosa.

Beth percibió que Efe comenzaba a aburrirse. Casi lo podía oír pensar: vamos, al grano. ¿Qué les sucedía a los hombres, que siempre necesitaban la versión abreviada de cualquier historia? Beth advirtió que él trataba de que no fuera obvio que preferiría hacer cualquier otra cosa a estar allí sentado con tres mujeres, escuchando lo que él llamaría historia antigua.

Era obvio que también Leonora percibió esa incomodidad de Efe. Lo miró a los ojos y dijo:

—Efe querido, la razón por la que quería verte es porque hemos mantenido algo oculto, tú y yo, durante muchos años. Ahora llegó el momento de revelarlo, Efe. ¿No opinas lo mismo?

Efe palideció de pronto y apretó los puños.

—No puedo creerlo —saltó—. ¿De veras me estás diciendo que me trajiste aquí para eso? ¿Después de todo este tiempo? ¿Vas a obligarme que se lo diga a Rilla?

—¿Que le digas a Rilla qué? —preguntó Rilla—. ¿Qué es lo que quieres decirme, Efe?

—Yo no quiero decirte nada. Absolutamente nada.

—Si no lo haces —dijo Leonora—, se lo diré yo. Quiero que sepas algo acerca de la muerte de Mark, Rilla. Quiero que Efe te diga exactamente qué sucedió aquel día.

—Ya sé lo que sucedió. Tú me lo dijiste, mamá. No creo que debamos... —A Rilla le temblaba la voz. Beth la miró y se preguntó cuánto tardaría en echarse a llorar o en salir corriendo de la habitación.

—Pues a mí me parece que debemos hacerlo, querida mía. Ya he tenido suficientes secretos y evasiones para toda una vida. Sé que todo esto es mi culpa, pero quiero que comprendan que estoy tratando de reparar las cosas. Porque te estaba protegiendo a ti, Efe, lastimé a mi propia hija, y nunca me lo perdonaré. Pero lo hice porque eras tan jovencito, Efe. Pensé: es una criatura y esto podría arruinarle toda la vida, pero miren lo que hice. Mira a Rilla, Efe. ¿No ves cuánto ha sufrido? ¿Cómo sigue culpándose?

Beth sintió que el corazón le golpeaba en el pecho. Rilla estaba sentada inmóvil, muy erguida, con los labios apretados. Leonora seguía hablando.

—Y no es sólo Rilla, Efe. Eres también tú. Creo que el hecho de vivir con esta cosa, con este peso en tu conciencia, te alteró. Yo debería haberte alentado a que dijeras la verdad desde el principio, en lugar de ayudarte a enterrarla.

Durante todo el tiempo en que Leonora hablaba, Efe tuvo la cabeza sepultada entre las manos. Cuando levantó la cara, todo su aspecto había cambiado. De alguna manera parecía más joven. Más vulnerable. Diferente.

—Lo intenté —dijo Efe y su voz había perdido confianza. Beth nunca lo había oído hablar en forma tan tentativa—. Lo intenté aquella noche. Fui al cuarto de Rilla con la intención de decírselo. De veras, pero ella estaba... bueno, estaba trastornada y el médico debía de haberle dado algo porque estaba entre dormida y despierta y no supe qué hacer, así que vine a verte a ti, Leonora, y tú me dijiste que estaría bien. Y te creí. Me dijiste que nadie necesitaba saberlo y que había sido un accidente lamentable. No culpa mía.

Efe volvió a cubrirse la cara. Rilla tosió, rompiendo el silencio.

—Dime qué sucedió, Efe. Prometo no culparte de nada —dijo en voz baja y bondadosa. La clase de voz, pensó Beth, que se emplea para hablarle a una criatura.

—Estábamos jugando allá, junto al lago. —Efe no quería mirar a ninguna de ellas. Dirigía sus palabras directamente al piso, así que Beth tuvo que inclinarse hacia adelante para oír lo que decía—. Alex y Beth y yo. Jugábamos a los cazadores de pieles. Yo no quería que Mark viniera con nosotros, pero él igual lo hizo, y pensé que no importaba. Era un chiquito genial, y no nos importó que viniera con nosotros. No daba ningún trabajo.

Efe levantó la vista de pronto y Beth vio que estaba llorando. Supuso que había bajado la cabeza porque no quería que lo vieran llorando. Tenía las mejillas húmedas. Dijo:

—Rilla, yo podría haberlo salvado. Eso era lo que fui a decirte. Podría haberlo salvado. No le presté atención cuando me llamó una y otra vez. Pensé que nos estropearía el juego. Alex estaba a punto de encontrar la trampa secreta y yo tenía que impedírselo. Para mí, lo más importante del mundo era que mi trampa, que ni siquiera existía, no fuera descubierta.

Sepultó la cara entre las manos y empezó a llorar de nuevo en silencio.

—Ni siquiera era una trampa verdadera. A mí me importó más un juego inventado que un chiquillo verdadero que, en algún lugar a mis espaldas, gritaba algo que yo ni me molesté en escuchar. Ni siquiera me pregunté qué hacía él en el agua. Alex estaba en el agua y yo también, así que no le presté atención. El lago no era demasiado profundo. Mark debe de haber perdido pie o algo así. Alex estaba junto a los sauces y Beth, incluso más lejos. Ella interpretaba el papel de la esposa del cazador de pieles y tenía a su cargo preparar la comida. —Efe rió sin alegría—. Obligamos a Beth a hacer todas esas cosas femeninas. A ella no le importó. ¿Te importó, Beth? Siempre hacías lo que yo decía, ¿no?

Beth asintió. No habló porque no confiaba en su voz. Ese día, el día que durante muchos años había tratado de empujar hacia el fondo de su mente, estaba ahora allí, frente a ella, y Efe quería hacerle recordar cómo se sentía.

—Yo oí los gritos —susurró ella—. No sabía quién gritaba, y cuando volví a reunirme con Efe y Alex, allí estaba Markie, empapado y tendido a un costado del lago. Fui a buscar a alguien. Efe me envió. Yo no podía ver bien por lo mucho que lloraba. Pero me di cuenta de que Markie estaba muerto. Nunca pregunté qué había sucedido. Creo que no quería saberlo.

—Yo me di media vuelta y lo vi —dijo Efe—. Vi que sacudía los brazos y no fui a ayudarlo y entonces dejé de oírlo y Alex gritaba y no fue sino cuando oí a Alex que fui a buscar a Markie. Pero era demasiado tarde. No fui cuando debería haberlo hecho, y ésa es la verdad. Yo lo maté. Pensé que lo había matado hasta que tú me dijiste que no era así, Leonora. Me dijiste que era un accidente y que jamás debía decirle nada a nadie. Y nunca lo hice Rilla, lo siento. Sé que es patético decirlo y no sé si volverás a hablarme, pero lo siento. No debería haberte escuchado, Leonora. Cuando yo era chico era lógico que lo hiciera, pero últimamente, bueno, sabía que tú te culpabas, Rilla, y ni siquiera entonces me animé a decirte nada. Ojalá pudiera volver atrás y tener una conducta diferente. No sé qué más decir.

Efe se acercó a Rilla y se arrodilló. Dijo:

—¿Volverás a dirigirme la palabra? Rilla, háblame.

—Oh, Efe —dijo Rilla—. ¿Qué puedo decirte? —Lo rodeó con los brazos y lo atrajo hacia ella. La cabeza de Efe estaba sobre su hombro—. Yo me sigo culpando. Siempre me culparé, porque me tocaba a mí cuidar de Markie; no era responsabilidad tuya ni de mamá ni de Gwen ni de nadie. Pero me alegra que ahora no te sigas sintiendo tan mal, Efe, porque hablaste del tema. Supongo que todos deberíamos haber hablado en ese momento y habernos consolado mutuamente, pero no lo hicimos, y confieso que yo no podía haberlo hecho entonces y el silencio se agranda, ¿no es verdad? Cuando uno empieza a no decir cosas es tan fácil continuar. Fue muy valiente de tu parte hablar ahora, Efe, y desde luego te perdono. Eras apenas un chiquillo. Yo nunca te habría culpado.

Efe se incorporó y tomó un pañuelo del bolsillo del pantalón. Dijo:

—Será mejor que vaya a lavarme la cara, ¿no? No quiero que nadie me vea así. Leonora, ¿me disculpas?

—Sí, Efe. Te veré para la cena. —Cuando Efe se fue, ella se dirigió a Rilla—. Rilla querida, te debo una disculpa. Dijiste que perdonabas a Efe, pero quiero saber si me perdonas a mí. Yo debería habértelo dicho. Lo comprendo ahora. Pero pensé que actuaba en bien de todos, y ahora veo que protegí a Efe a expensas de tu felicidad. Creo que sentí que eras más capaz que él de enfrentar la tragedia. Lo siento tanto, Rilla. Estoy tremendamente arrepentida.

Beth advirtió que Leonora deseaba tocar a su hija, sostenerla en brazos y no sabía cómo. Esa lucha era visible en su cara, en la forma en que se estrujaba las manos sobre la falda. Oh, Dios, pensó, por favor permite que Rilla lo haga. Haz que Rilla toque a su madre. Por favor.

—No hace falta, mamá —dijo Rilla y rodeó a su madre con los brazos. Leonora dejó escapar un sonido que estaba a mitad de camino entre un gruñido y un suspiro y Beth se tapó los ojos con las manos. Gracias a Dios, pensó. Todo será más fácil ahora.

—Beth querida —dijo Leonora, ya más controlada—. Procura que tu madre descanse un poco antes de la cena. Por eso te pedí que vinieras con ella. Para que la cuidaras. Ahora me iré a mi cuarto.

Salió del jardín de invierno y Beth oyó sus pasos lentos en el vestíbulo.

—¿Estás bien, Rilla? ¿Quieres beber algo?

—No lo sé. No sé qué quiero. Oh, Beth, es tan duro olvidar cosas, ¿no? Yo me he especializado toda la vida en alejar de mí las cosas malas, y ahora Leonora me lo trae todo de vuelta. ¿Estoy lista para esto?

—Por supuesto que sí, Rilla. —Beth se arrodilló junto a ella y le tomó una mano—. Eres tan valiente. Siempre admiré ese rasgo tuyo. Siempre me ayudas cuando me siento mal. No puedo soportar verte ahora sintiéndote mal y sin que yo pueda hacer nada para ayudarte. Por favor, di algo. Por favor, sonríe. Oh, Rilla, detesto verte triste.

—No estoy triste, mi amor. Honestamente. Sólo un poco sacudida por todo esto, eso es todo. Y el calor no ayuda. —Rilla sonrió como si ensayara algo nuevo, algo que no hacía desde mucho tiempo antes. Fue un poco tentativo al principio, pero según Beth muy pronto adquirió fuerza y fue más amplio y más normal.

—¿Alguna vez viste —preguntó Rilla— una racha de días tan calurosos como éstos? Tengo la sensación de que me voy a derretir. Pienso tomarme un baño frío y prolongado. Y es la primera vez que oigo a Leonora llamarme tu madre. —A Beth la alegró verla ahora mucho más contenta—. Estaré bien. Consígueme un gin-tonic y llévamelo al cuarto de baño.

Beth fue a la cocina sintiéndose aliviada, como si se hubiera evitado una crisis.

 

*  *  *

 

Philip estaba de pie a un lado de la casa de muñecas, que había movido con mucho cuidado para alejarla de la pared. Una toalla del ropero de la ropa blanca estaba extendida debajo de la ventana para que el papel de empapelar se secara luego de sacarlo del techo.

—Muy bien —le dijo a Chloë—. Tenemos que humedecerlo lo suficiente para despegarlo de la estructura, sin desgarrarlo y arruinar lo que está escrito del otro lado. Algo riesgoso, pero creo que lograremos hacerlo. Yo me ocuparé de humedecerlo.

Pasó una esponja húmeda sobre el papel. Había sido idea de Beth conseguir esponjas del bolso de maquillajes de Rilla. Ella se apresuró a explicar que siempre había un par adicional por si algo les sucedía a las que tenía en uso. Beth se alegró de que Philip se hiciera cargo de emplearlas en el intento de descubrir lo que Maude Walsh había escrito. Chloë había llevado un cuchillo de la cocina y estaba atareada insertando esa hoja larga y delgada debajo del papel humedecido de su lado. Dijo:

—Mira, se está desprendiendo. Creo.

—Muy bien. Si estás segura, adelante —dijo Philip con tono ansioso.

—Por supuesto que lo haré. No hace falta que me lo digas. —Chloë hizo una mueca—. Por si no lo sabes, sé hacer las cosas tan bien como tú.

Chloë empujó el cuchillo un poquito más debajo de un borde del papel.

—Esto está saliendo muy bien, mira —dijo y levantó una punta. El papel se desprendió limpiamente en una tira larga, paralela a la que Douggie había arrancado.

—Fantástico —dijo Philip—. Ahora creo que podría hacer lo mismo con un trozo de este lado. De paso, éste es un trabajo realmente precioso. Pertenece a Ethan Walsh, ¿verdad?

—Él hizo la casa, pero su esposa pintó el papel, creo. Mi bisabuela, es decir, la madre de Leonora.

—Entonces ella también era artista.

—No lo creo. En realidad, no. —Chloë de nuevo se ocupaba de introducir el cuchillo—. Creo que estudió bellas artes pero no hizo gran cosa después de casarse.

—Qué lástima —dijo Philip—. Es una hermosura. Si conseguimos secarlo adecuadamente, yo podría colocarlo de vuelta en su lugar. Quedaría casi como nuevo.

—Eres una joya y un tesoro —dijo Chloë—. ¿Pero y si Leonora quiere conservar lo que tiene escrito al dorso?

—Sin duda podría hacer una copia...

—No lo sé. —Chloë parecía no estar prestando atención a lo que él decía. Colocó la segunda tira que había conseguido desprender junto con la primera, que estaba con el lado pintado boca abajo sobre la toalla. Se arrodilló y espió lo que estaba escrito.

—Es difícil descifrar esta letra —dijo—. Pero creo que...

El único sonido que se oía en la nursery era el ruido leve de la esponja empleada por Philip, que barría sobre lo que quedaba de papel para empapelar. Ahora Chloë estaba directamente en el piso, extendida para poder observar mejor la escritura.

—Estás muy callada —dijo Philip—. ¿Pasa algo?

—¡Dios mío! No puedo creerlo —dijo en voz baja. Y, luego—: Philip, ven aquí. Si esto significa lo que creo que significa, es increíble. No puede ser, pero creo haber leído bien. Ven y dime qué piensas.

Philip se acercó y se puso en cuclillas junto a Chloë para leer. Al cabo de uno o dos minutos, se pasó la mano por el pelo e hizo una mueca.

—Increíble —dijo y sacudió la cabeza. Y después repitió—: Increíble, Chloë. Será mejor que se lo digamos a Leonora.

—Yo se lo diré, Philip. Fue a visitar a Nanny Mouse, creo, pero ya debe estar de vuelta. Iré a buscarla. Pero no le digas una palabra a nadie, Philip. ¿Me lo prometes? Absolutamente a nadie.

—Está bien —dijo Philip y asintió—. No diré nada.

Chloë se sentó en el piso, junto a la casa de muñecas, y leyó de nuevo lo que estaba escrito al dorso de las tejas dibujadas.

 

*  *  *

 

Leonora y Alex estaban sentados sobre el banco que rodeaba las paredes internas de la glorieta y miraban el álbum de fotografías que se encontraba abierto sobre las rodillas de Alex. Durante su conversación con Sean en el jardín de invierno, Leonora pensó que en todo Willow Court no había ni una sola fotografía de Maude. Tuvo que devanarse el cerebro durante varios minutos antes de que se le ocurriera que existía un viejo álbum en el cajón inferior de su cómoda. Alex entraba por la puerta del frente cuando ella subía al primer piso a buscarlo, y entonces lo envió a él a buscarlo, en sus palabras, “para ahorrarles trabajo a sus viejas piernas”.

Alex dijo:

—¿Seguro que te sientes bien, Leonora? Pareces un poco cansada. ¿No crees que deberías recostarte un rato antes de la cena?

Leonora sacudió la cabeza.

—No, querido. Estoy muy bien, en serio. Nada cansada. De todos modos, uno se da cuenta de que es vieja cuando su nieto empieza a aconsejarle que se recueste un rato. No, sencillamente tuve ganas de mirar fotografías de mi madre y se me ocurrió que a ti también podría interesarte verlas. Es difícil que los demás lo entiendan, pero yo casi no la conocía, ¿sabes? Por eso te pedí que buscaras ese álbum. Quiero mirar algunas fotografías de ella. Estoy segura de que tiene que haber alguna, aunque no recuerdo ninguna.

—A mí siempre me gusta ver fotografías antiguas —dijo Alex—. Aunque en tus álbumes hay algunas cosas que no me gustaría volver a ver.

Leonora se preguntó si Alex se estaría refiriendo, indirectamente, a Mark. De pronto comprendió que, cuando Mark se ahogó, el pobre Efe tenía exactamente la misma edad que la de ella cuando Maude murió. Le dijo a Alex:

—Creo que mi madre debe de haber sido terriblemente tímida frente a una cámara. Hemos revisado todo este álbum ¿y qué encontramos? No mucho, ¿no?

—Dos fotos bastante buenas de ella en el Jardín Silencioso —contestó Alex—. Y ésa en que está junto al piano.

Leonora observó la página que Alex sostenía abierta. Allí estaba su madre lejos, pero si ella no hubiera sabido cuál era su aspecto, nada en la fotografía se lo habría indicado. La figura diminuta de una mujer delgada a lo lejos en un sendero del jardín. En primer plano, un cantero de flores blancas. Una serie de arbustos contra la pared del jardín ocupaban todo el lado derecho de la fotografía. Gran parte del cielo estaba cubierto de nubes. Ésa era la primera fotografía. La segunda mostraba a Maude junto a un árbol frutal con tutor y lleno de flores. Era evidente que ella había querido lucir esos pimpollos, extendidos sobre la pared como un abanico, y tenía la cara apartada de la cámara. Las dos fotografías eran, desde luego, en blanco y negro y muy pequeñas.

—La del piano es mejor. Y, además, más grande. Seguro que la tomó un fotógrafo —dijo Alex—. Me pregunto quién tomó las del jardín. Supongo que Ethan Walsh.

Leonora reflexionó sobre lo que sabía de su padre y negó con la cabeza. Le resultaba imposible imaginar, por mucho que se esforzara, a sus padres tomando fotografías familiares en el jardín.

—Creo que debe de haber sido Nanny Mouse —le dijo ella a Alex—. O Tyler, el jardinero. Déjame ver la del piano.

Alex le pasó el álbum y ella lo tomó y se lo acercó a la cara para ver mejor. Respiró hondo y soltó el aire.

—¿Estás bien, Leonora? —preguntó él.

—Tampoco aquí se le puede ver la cara como es debido, ¿verdad? Es bonita, ¿no? De una forma serena y algo marchita. Me recuerda a un animal asustado. Un ciervo, por ejemplo, o un pájaro, quizá.

—Sí, es muy bonita. Pero, por lo que veo, no se parece nada a ti, Leonora. Aunque no es una imagen muy nítida. Tú te pareces más a Ethan, ¿verdad?

—Supongo que sí —dijo Leonora y sonrió—. Me parezco a él y también Gwen se parece un poco. Efe es idéntico, pero tú no. Tal vez eres tú, Alex, el que más se parece a mi madre. Tienes la misma nariz larga y finita, ¡mira!

—Bueno, yo no me puedo ver la mía —dijo Alex y en ese momento la puerta de la glorieta se abrió y Chloë entró sosteniendo una hoja de papel en la mano.

—Lamento interrumpir tu conversación con Alex, Leonora, pero me gustaría hablar contigo, si te parece bien.

—Por supuesto, querida. Alex y yo sólo mirábamos un viejo álbum. Ven a sentarte junto a mí.

—¿Te importaría que habláramos a solas, Leonora? Lo siento, Alex.

Alex pareció desconcertado.

—Ningún problema —dijo. Cerró el álbum y se puso de pie—. Me llevaré esto a la casa.

—Sería muy bondadoso de tu parte —dijo Leonora—. Estoy segura de que no tardaremos, y entonces también nosotras iremos para allá.

—Gracias, Alex —dijo Chloë. Cerró la puerta cuando él salió y fue a sentarse junto a su abuela—. Lamento echar a Alex así, pero dentro de un minuto comprenderás por qué. Escribí a máquina el mensaje que encontramos en el techo de la casa de muñecas. Aquí está. Me pareció que sólo debíamos estar tú y yo. Ya verás la razón.

Leonora oprimió la mano de Chloë.

—Eres una buena chica, ¿verdad que sí? Me alegro que hayas sido tú la que lo descifraste.

—Yo y Philip. Él fue el que despegó todo el techo sin dañarlo. Es brillante.

—¿Qué dice ese papel? Será mejor que me entere de todo—. Leonora suspiró y extendió una mano hacia el papel.

—Toma —dijo Chloë y se lo dio a su abuela. Entonces ella se instaló con un brazo extendido a lo largo del respaldo del banco para rodear los hombros de Leonora. Estaba segura de que su abuela necesitaría ese consuelo y quería estar preparada para dárselo cuando lo necesitara. Descubrió que contenía la respiración cuando Leonora desplegó la hoja de papel y comenzó a leer.

 

*  *  *

 

Beth había pasado gran parte de la tarde ocupándose de los regalos de Leonora. Cuando Gwen le pidió que estuviera a cargo de los que llegaban por correo, ella aceptó enseguida. Sería bueno estar ocupada en algo. Todos los regalos, aparte de los de la familia, se exhibirían debajo del árbol de Chloë. Beth también estaba encargada de conseguir que Leonora bajara al vestíbulo a la hora adecuada, después de la fiesta, para abrir los paquetes que no había visto antes y para anotar quién se los había mandado, a fin de poder escribir las cartas de agradecimiento sin demasiado problema. Pensó que esos últimos días no estaban resultando los momentos idílicos que ella había soñado en las semanas anteriores a la fiesta de Leonora. Las cosas rara vez satisfacían las expectativas creadas y ella debería haberlo aprendido a esta altura. Igual, la brecha entre su ilusión de caminar por el jardín con Efe o sentarse en la terraza con él hablando extensamente y lo que estaba haciendo en realidad, era tan inmensa que casi la hizo reír.

No podía haberse negado a cumplir con esa tarea. Gwen lo había sugerido y dijo que su intención había sido que Alex la ayudara, pero que en ese momento no podía encontrarlo. Beth no objetó. Ahora todo estaba lleno de mujeres jóvenes con plumeros y cera para los pisos que limpiaban la casa antes de la fiesta, aunque a ella le parecía que estaba perfecta. Cada una corría de aquí para allá y el hecho de que ella hubiera aceptado esa tarea al menos le daba la oportunidad de vagar un poco mientras hacía sus anotaciones.

Nunca pensó que Leonora tenía tantos amigos y conocidos. Casi setenta personas asistirían a la fiesta al día siguiente y, además, estaban los regalos de quienes por una u otra razón no podían asistir. Las tarjetas decían cosas como “A la querida Leonora, deseándole muchos cumpleaños más” o “Con gran afecto”, y valía la pena exhibir algunos de los presentes. Había, por ejemplo, una antigua bombonera, lujosos jabones y talcos, chocolates caseros y un popurrí sumamente costoso. Algunos habían enviado también pantuflas forradas en piel, y Leonora seguro fingiría que no le gustaban y protestaría que eran para viejos, pero Beth sabía que las usaría todas las noches. Otra persona había enviado una bandeja especial montada sobre un almohadón, que se podía apoyar sobre las rodillas mientras se miraba televisión, pero era obvio que quienquiera la había mandado no conocía en absoluto a Leonora. Ella jamás había comido frente al televisor en toda su vida y no soñaría con caer en semejante holgazanería sólo porque tenía setenta y cinco años. Beth sonrió y se puso de pie para llevar al vestíbulo la primera remesa de regalos.

El árbol que Chloë había creado allí parecía salido de un cuento de hadas. Beth encontró a Douggie y a Fiona contemplándolo, maravillados. Cuando se acercaba a ellos, la puerta del frente se abrió y Gwen entró del jardín. Traía un balde lleno de flores para los floreros que las aguardaban en la antecocina.

—Te van a entrar moscas en la boca, Douggie querido —le dijo— si sigues abriéndola tanto.

El chiquillo no le prestó atención y Fiona se echó a reír.

—No puedes culparlo —dijo—. Es el árbol más hermoso que vi jamás.

—Sí, es precioso, ¿no? —dijo Gwen—. Estoy tan contenta de que a Chloë se le haya ocurrido. Estoy segura de que será el comentario de todos.

Beth de pronto descubrió que el tronco del árbol de regalos de cumpleaños era el viejo perchero que años antes había sido arrojado al cobertizo por orden de Leonora con el argumento de que ya casi nadie usaba sombreros y, aunque así fuera, la mayoría de las personas no tenían altura suficiente para llegar a los ganchos de un mueble que parecía haber sido diseñado para gigantes. A Efe solía gustarle usarlo en toda clase de juegos cuando era chico: como barrera o alguna clase de cañón o incluso como árbol. En una oportunidad la había atado a ella al perchero cuando llovía y no los dejaban salir al jardín.

Observó con atención para descubrir cómo había conseguido Chloë cada parte. Había moños de papel plateado hechos a mano y atados entre las hojas de sauce, que se alternaban con doradas cintas delgadas que colgaban como pequeñas borlas. Realmente —pensó Beth— es algo salido de un sueño. Las decoraciones metálicas captaban toda la luz existente, brillaban y refulgían y producían pequeños campanilleos al moverse en el aire. Beth estaba convencida de que Leonora quedaría maravillada y que a los invitados les encantaría. Y seguro que Sean querría incluirlo en la película.

—Me voy a preparar los arreglos de flores para la casa —dijo Gwen y después vio la bandeja que Beth colocaba en ese momento sobre el piso—. Ya veo que todos están ocupados con los regalos.

—¿Qué haremos con nuestros regalos, Gwen? ¿Los pondremos también debajo del árbol?

—No, no me parece. Desde luego, mamá los abrirá esta noche, separadamente de los otros. Creo que ya tienes bastantes que poner debajo del árbol como para preocuparte también de los de la familia.

—Está bien —dijo Beth. Comenzó a llevar los regalos uno por uno de la bandeja y por el rabillo del ojo vio que Douggie la miraba fijo.

—¿Te gustaría ayudarme, Douggie? ¿Darme una mano para poner los regalos debajo del árbol?

Douggie asintió con expresión solemne y Fiona dijo:

—Será divertido, ¿no te parece, Douggie? Pero tendrás que tener muchísimo cuidado, ¿verdad que sí? Yo te ayudaré a dárselos a Beth y ella los pondrá en los lugares adecuados.

—Va a quedar precioso —dijo Gwen—. Será mejor que vaya a ocuparme de mis arreglos florales.

Beth se preguntó dónde estaría Efe y de qué manera lo habían afectado las revelaciones de Leonora. ¿Dónde estaba ahora? Tal vez Fiona lo sabía. Le preguntó:

—¿Dónde están todos? ¿Tienes alguna idea?

—Cuidado, Douggie —dijo Fiona con la voz tonta que a menudo usaba para hablarle a su hijo—. Dáselos a Beth y que ella los ubique. Sería terrible que algo se rompiera. Sí, así. —Miró a Beth—. No tengo la menor idea de adónde se han ido todos. Alex fue al jardín. Chloë y Philip estaban en la nursery, pero ignoro dónde están ahora, y Rilla está en su habitación, creo.

Ninguna mención de Efe. Beth no dijo nada y se dedicó a ubicar los regalos de cumpleaños de Leonora de la manera en que a veces se veía en las vidrieras durante Navidad, cuando los paquetes se disponían artísticamente debajo de ramas decoradas. Dijo:

—Habrá muchísimos regalos, ¿no? No creo que nadie se presente aquí con las manos vacías.

—¡Hola, señoras! —dijo una voz y Efe atravesó el vestíbulo. Alzó a Douggie y lo besó—. ¿Qué están haciendo? ¿Necesitan ayuda?

—Por supuesto, querido —dijo Fiona—. Nos encantaría que trabajaras con nosotras, ¿no es verdad, Beth?

Beth asintió. Efe, sorprendentemente —considerando el estado en que se encontraba en el jardín de invierno— tenía un aspecto indiferente y a ella la maravilló su habilidad para ocultar sus verdaderos sentimientos. ¿Podría ser que no hubiera quedado completamente afectado? Usaba camiseta y pantalones color caqui con más bolsillos de los estrictamente necesarios.

—Estuve ayudando a papá en la carpa. Está fantástica. Realmente fantástica. ¿Tú la has visto, Beth?

—No, no todavía. Douggie, tráeme ese frasco que tienes en la mano, por favor. Necesito ponerlo en esta pequeña pila.

Douggie trotó obedientemente hacia ella y Beth le tomó el frasco y lo apoyó en el piso antes de que le pudiera pasar nada.

—Ya veo que eres tan útil como una tetera de chocolate, querida —dijo Efe mirando directamente a su esposa por primera vez desde que entró, algo que espantó a Beth. Sonreía mientras lo decía y Beth de pronto se sintió furiosa con él. Por atribulado que se sintiera, no tenía ninguna excusa para mostrarse tan cruel. Además, era astuto. Si Fiona objetaba, él diría enseguida que lo había dicho en broma. Ese tono superficial le permitía insultarla y no había nada que ella pudiera hacer al respecto. Beth se preguntaba si debería decir algo y, en ese caso, exactamente qué, cuando Efe volviera a hablar. Esta vez, él dirigió sus comentarios a Beth.

—Mi esposa es muy tonta, Beth. Me casé con una tarada. Parece el título de una película, ¿no?

Fiona tenía lágrimas en los ojos. Beth miró a Efe y abrió la boca para decir algo, pero en ese momento vio que Alex entraba y se quedaba parado y en silencio junto a la puerta. Dijo:

—Discúlpate, Efe. Eso es un insulto a tu esposa y, si no fueras mi hermano, te pegaría un puñetazo. Aunque es posible que igual lo haga. Discúlpate. Ya.

Efe sonrió.

—Sí, claro. Por lo visto te has convertido en un caballero andante, ¿verdad, Alex? Me parece un poco tarde para pasar de ser el Pelele Número Uno a transformarte en Bruce Willis. Después de haber mantenido la boca cerrada durante toda tu vida, ¿no crees que esto no es asunto tuyo?

—Es asunto mío. Lo que pasa es que estás convencido de que puedes salirte siempre con la tuya. Ése es tu problema.

—Vete al diablo, Alex. Me aburres.

Fiona dijo:

—Douggie, ven aquí. Iremos a buscar el gatito. —Alzó a su hijo y abandonó la habitación casi corriendo, desesperada por salir de allí lo antes posible. Beth la siguió, deseando ver qué haría Alex a continuación, pero sabiendo que debía cuidar a Fiona. Sin embargo, cuando salió del vestíbulo no había rastros de ella, y Beth suspiró. Se puso entonces en una parte del pasillo donde sabía que no sería visible para Efe y Alex, aunque ella sí podía verlos perfectamente bien.

—Eres un maldito hijo de puta arrogante —gritó Alex y, antes de que Beth supiera lo que estaba sucediendo, él se abalanzó sobre su hermano y le asestó un puñetazo en la cara. Lo tomó por sorpresa, así que Efe trastabilló un momento hacia atrás contra el pasamanos, pero se recuperó enseguida y le devolvió el golpe a Alex y su puño conectó con una esquina de la boca de su hermano. Efe estaba pálido de furia.

—Mierda, ¿qué mosca te picó? —gritó—. Basta, hombre.

—Discúlpate, entonces. Vamos. Ve a buscar a Fiona y dile que lo lamentas.

Efe saltó:

—Lo que yo le digo a mi esposa no es asunto tuyo.

—No me importa. Di que te vas a disculpar o te pego otro puñetazo. Sólo que esta vez más fuerte.

—Oh, mira cómo tiemblo —dijo Efe con la voz que siempre usaba cuando eran chicos, en especial para burlarse de Alex—. Está bien, está bien, me disculparé. ¿De acuerdo? Lo haré. Cuando la vea.

Se alejó hacia la escalera y subió de a dos peldaños por vez. Cuando Beth vio que él ya estaba arriba, salió de su escondite y se acercó a Alex, que se encontraba recostado contra el marco de la puerta y se tocaba el labio inferior, que ya estaba hinchado.

—No viste eso, ¿no? Podía haber sido peor —le dijo a Beth—. Uno de nosotros podría haber aterrizado sobre todos esos lindos regalos y destrozado cada pieza de vidrio o de porcelana. Veamos el lado positivo.

—Déjame ver la gravedad de tus heridas —dijo Beth.

—No tengo heridas.

—Sí que las tienes. Vas a tener un labio bien grueso y moretones.

—Valió la pena —dijo Alex y sonrió—. Hace años que no me peleo con Efe. De hecho, no recuerdo cuándo fue la última vez. De chico siempre lo evitaba. Supongo que tenía miedo de que me dejara tendido en el piso.

—Ésa no era la única razón —dijo Beth—. Siempre estuviste de acuerdo casi con cada cosa que Efe decía.

—Supongo que sí. Y tú también. Vamos, confiésalo.

—Lo confieso. Ven a la cocina y te curaré.

—¿Necesito que me curen? —preguntó Alex, pero la siguió de buena gana y se sentó frente a la mesa de la cocina.

—Sí lo necesitas. Tienes un buen corte. No te sangra demasiado pero de todos modos, será mejor que te seque la sangre. Nunca hice esto antes, pero sé que debes tomar té con azúcar por el shock.

—Detesto el té azucarado. Prefiero una Coca. Eso está lleno de azúcar. Sácala de la heladera.

—Las cosas han cambiado —dijo Beth—. En los viejos tiempos Leonora nunca habría tenido esa clase de bebidas gaseosas en la casa.

—Creo que papá le ha estado haciendo un trabajito fino. Ahora parece que a ella le encanta una mezcla de ron y Coca los días calurosos.

—Los milagros nunca cesan. —Beth apoyó el vaso sobre la mesa y fue a buscar un repasador limpio. Abrió la canilla de agua fría y mojó una punta y después la retorció lo más fuerte que pudo.

—Bueno, no te muevas —dijo y se inclinó sobre Alex, quien giró la cara hacia ella. Tenía los ojos cerrados y, de pronto, pareció ridículamente vulnerable. Porque él era un poquito más joven que ella, Beth siempre tuvo la sensación de que precisaba que lo cuidaran, pero ahora, por primera vez, lo vio como un igual. Como un hombre. Notó las venas azules en sus párpados. Olió su pelo y su piel. El labio golpeado estaba hinchado y cortado y un lado de la parte inferior de la cara de Alex comenzaba a exhibir moretones. Algo le pasaba a Beth en el estómago, un aleteo, como lo que tal vez se siente antes de salir a escena. Una suerte de nerviosidad excitante que nunca antes había sentido en compañía de Alex. ¿Qué le estaba pasando? Todo lo que estaba acostumbrada a sentir, todos sus preconceptos, obedecían ahora a algo parecido a un terremoto. ¿Acaso no estaba enamorada de Efe? ¿Por qué, entonces, la cercanía de Alex tenía ese efecto sobre ella? Sintió frío y calor al mismo tiempo y cerró los ojos porque pensó que si no lo hacía se desmayaría. Pero sobre todo, sabía que lo que estaba sintiendo en ese momento era verdad. No tenía nada que ver con una fantasía o imaginación o sueño. Beth sintió la necesidad imperiosa de besar a Alex, de consolarlo pasándole los brazos por los hombros, pero vaciló pensando que tal vez lo que le dijo no había sido en serio.

—¿Beth? —susurró él.

—Mmmm —dijo ella. No podía pronunciar su nombre por si la voz le fallaba o de alguna manera revelaba lo que estaba sintiendo. Todo lo que había sentido antes, todo en lo que había creído durante tanto tiempo, todas sus emociones y deseos, eran como los trozos translúcidos y de colores vivos de un caleidoscopio, y sentir a Alex tan cerca de ella era como sacudirlos y reagruparlos en extrañas formas que ella no reconocía. Perdió todo sentido de quién era ella, de dónde estaba. No había en todo su mundo más que esa boca, que estuvo sobre la suya antes de que pudiera encontrar una palabra para impedirlo, y sus propios labios se abrieron y ella cerró los ojos contra la luz y el calor que le corría por las venas.

—Alex —murmuró ella—. Oh, Alex...

—No digas nada —susurró Alex—. Bésame de nuevo.

Entonces él se puso de pie y la abrazó. Beth sintió que todo cambiaba. Nada sería ya igual. Esa persona que la besaba no era la que ella siempre había conocido.

—Alex —dijo—. ¿Qué pasó? ¿Qué nos sucedió?

—Soy yo —respondió Alex—. No sé, algo me sucedió. He sido estúpido y lerdo y nunca lo reconocí.

—¿Qué? ¿Qué es lo que no reconociste?

—Que te amo. Creo que te amé siempre, sólo que allí estaba Efe y yo veía lo que sentías por él, y no quise... no pude... oh, Beth ya sabes lo que estoy diciendo. No creí que tú nunca, ya sabes, podrías sentir lo que yo quería que sintieras.

—Yo tampoco lo creí —dijo Beth y sonrió—. Pero eso se debía a que Efe me deslumbraba. Yo no veía ni sentía nada de la manera adecuada.

Alex le acarició el pelo y se lo apartó de la frente.

—Y tenías razón, yo estaba celoso. Lo notaste, ¿recuerdas? Camino a la casa de Nanny Mouse. Cuando pensaba en ustedes dos juntos, tú y Efe, me transformaba en un ser asesino, suicida, patético. Pero supongo que era porque estaba celoso.

—Ya no necesitas seguir estándolo, Alex, te lo prometo. —Se paró en puntas de pie para besarlo y después se alejó un poco de él, sin aliento por la intensidad de lo que había comenzado a sentir.

—Alex, no podemos —dijo—. No aquí. Cualquiera podría entrar.

Él volvió a sentarse en la silla de la cocina y le sonrió, y en ese momento se abrió la puerta de la cocina y allí estaba Rilla.

—¿Qué está pasando por aquí, queridos míos? —preguntó mientras entraba y se sentaba junto a Alex—. Acabo de ver a Efe con el aspecto de una nube de tormenta. ¿Ustedes dos se estuvieron peleando? ¿Por qué motivo? Cuéntenmelo. Alex, mi amor, ¿qué le ha pasado a tu labio?

—No fue nada, Rilla, en serio —dijo Alex sin demasiada convicción.

—Tonterías, por supuesto que fue algo. —Rilla miró a Beth y le sonrió—. ¿Puedo pedirte que me traigas una Coca, Beth? Gracias, preciosa. La de Alex parece deliciosa. Y tampoco rechazaría un bizcocho, si llegas a pasar por la lata que está en el aparador. Creo que no aguantaré hasta la cena.

Beth salió en busca de la bebida para Rilla y le puso la lata de los bizcochos delante.

—Se los dejo a ustedes dos —dijo—. Yo saldré a tomar aire fresco.

Al salir a la huerta supo que Alex habría dado cualquier cosa por acompañarla, por que lo rescataran del interrogatorio de Rilla, pero ella tenía ganas de estar un rato sola.

Necesitaba pensar. Necesitaba pensar en Efe, porque todo lo que pensaba de él antes de ese fin de semana había cambiado. Y ahora, por culpa de Alex y de lo que acababa de pasar, hasta el más fuerte de sus sentimientos, la atracción física que con frecuencia la dejaba sin aliento e incoherente, había cambiado. Era como si, al besarla de esa manera, Alex la hubiera despertado, la hubiera hecho consciente de su existencia por primera vez.

Durante treinta segundos Beth se preguntó si eso no sería lo que se conoce como “rebote”. Si tal vez ella no se estaba conformando con Alex porque no podía tener a Efe, e incluso mientras lo pensaba supo que no era verdad. Este nuevo sentimiento, esta revelación, no tenía absolutamente nada que ver con Efe y con lo que ella había sentido antes por él.

Oh, Dios, cuánto tiempo perdido, pensó Beth. Yo podría haberme evitado tanta angustia, tanta desdicha. Podría haberme salvado por completo de amar a Efe si hubiera tenido sentido común. Nunca tuve antes conciencia de Alex porque estaba deslumbrada. Se sentó en el banco que había cerca del cobertizo, que estaba fuera de la vista de la casa, y dejó que los últimos rayos del sol cayeran sobre su cara.