Diciembre de 1998
Beth estaba sentada muy tranquila frente al enorme espejo de tres lunas en el dormitorio para huéspedes de la casa McVie, siendo peinada por Jules, el peluquero de Fiona. La otra dama de honor, Rowan, la prima de Fiona, esperaba su turno cubierta con un peinador de satén que parecía haber costado más que el salario de un mes. Diciembre era un momento ridículo para una boda. Efe se casaba con Fiona McVie esa tarde, menos de una semana antes de Navidad. La feliz pareja partía esa noche a una luna de miel de esquí y Beth no quería ni pensar en ello. En nada de lo que iba a suceder. Jules dijo:
—Vas a quedar perfecta, Beth, créeme. Pero tú también tienes que hacer tu parte. ¡Sonríe, mi amor, sonríe! En este momento tu cara parece más adecuada para un funeral.
Obediente, Beth movió los labios y confió en que Jules quedara conforme con ese intento suyo. Nunca había tenido menos ganas de sonreír. El maquillaje con que le habían cubierto la cara era más denso del que ella estaba acostumbrada a usar. El lápiz de labios que habían elegido era demasiado rosado. Le había preguntado a Fiona por qué era necesario que una artista del maquillaje (así llamaba Fiona a una jovencita llamada Mirabelle) les arreglara la cara. ¿Acaso no eran suficientemente grandes como para hacerlo ellas mismas? Fiona le había explicado pacientemente que era “para las fotografías”. El maquillaje debía ser más exagerado que el habitual si no quería parecer una muerta por siempre jamás en las páginas del álbum de la boda.
—Pero Alex sacará las fotos —intentó de nuevo Beth—. Y él nunca hace que la gente salga espantosa. Tú lo sabes. Es un fotógrafo talentoso.
—Sí, lo sé —había contestado Fiona—. Desde luego que es maravilloso, pero nunca es mala idea darle una mano a la madre Naturaleza, ¿no te parece?
La luz reflejada de última generación y un maquillaje aceitoso del color equivocado le pareció más bien a Beth mutilar la Naturaleza, pero no dijo nada. Después de todo, era el día de la boda de Fiona y sería necesario hacer todo a su gusto.
Como, por ejemplo, casarse en diciembre, cuando haría demasiado frío para los vestidos tontos que la novia había decretado. Mientras Jules le estiraba el pelo hacia atrás, bien lejos de la frente, y se lo sujetaba en la nuca formando un peinado tremendamente complicado, ella pensó en el vestido que pronto tendría que ponerse, de seda color rosa pálido, adornado con dos capas de volados de encaje alrededor del cuello, que no le sentaba nada. El color tampoco armonizaba con su piel, pero, bueno, qué remedio había. Todo el mundo tendría ojos sólo para la novia, y desde hacía seis meses Fiona se venía preparando para ese día.
Había decidido que la boda se realizaría en Londres en lugar de Willow Court. Lógico, pensó Beth, tomando en cuenta que sus padres soñaban con ese día prácticamente desde que Fiona nació. Y resultaba más conveniente por el aeropuerto. Además, la mayoría de los amigos de la pareja vivían en Londres. Todo tenía sentido, e incluso Leonora, que habría deseado que la ceremonia se realizara bajo su techo, ya estaba resignada a que no fuera así. Fiona había contratado los servicios de los mejores diseñadores, de los servicios de comida más elegantes y de moda y de personas como Jules y Mirabelle a fin de no dejar nada librado al azar. Iba a ser la boda de la temporada.
Jules clavó dos adornos en el nudo firme del pelo de Beth.
—¡Absolutamente precioso! ¡Esos cristales nevados son divinos! Forman un contraste reluciente con tu pelo oscuro. Estás deslumbrante. Realmente deslumbrante.
Beth dijo:
—Sí, está muy lindo, gracias —y se puso de pie. Ahora era el turno de Rowan y a Beth sólo le quedaba esperar el momento en que ese espantoso vestido se lo pusiera otra persona y que la pantomima comenzara. Las limusinas blancas estarían allí media hora después. Beth se sentó en la chaise-longue y se recostó con mucho cuidado contra el terciopelo azul, procurando que su cabeza no tocara el respaldo. Sería imperdonable arruinar el trabajo artístico de Jules. Beth frunció el entrecejo. Efe iba a casarse. La relación de ambos cambiaría. Era forzoso que sucediera. Ahora su primera lealtad sería hacia Fiona. No había sido siempre así. Hubo una época en que él estaba más cerca de ella que de cualquier otra persona.
* * *
Todo el mundo estaba ocupado en alguna otra parte y Beth estaba contenta porque hacía lo que le gustaba más que casi todo: cuidaba a Chloë. Las vacaciones de Pascua acababan de empezar, Efe estaba de regreso de su escuela y Rilla había enviado a Beth a pasar una semana con sus primos. Ella casi nunca iba a Willow Court desde la muerte de Markie, pero sabía cuánto lo disfrutaba Beth. Al principio, después de la muerte de Markie, tampoco Beth había querido regresar a Willow Court, pero a medida que fue pasando el tiempo comenzó a echar de menos a sus primos. Rilla lo advirtió enseguida y la persuadió de que fuera allá cada vez que pudiera. Le había dicho: “No veo por qué no deberías ir tú sola porque a mí me resulta difícil volver. Sé que te encanta estar allá y todos están deseando que lo hagas”.
Chloë tenía cinco años y era famosa en la familia por ser una criatura muy traviesa. Tenía opiniones firmes y un vocabulario amplio.
—¿De dónde saca esas cosas? —solía quejarse Gwen cuando su pequeña, con su aspecto de querubín, salía con alguna palabra tremenda que había recogido por la televisión o de los adultos que ella observaba con mucha atención.
—De nosotros, mamá —le dijo Efe—. De todos nosotros.
Chloë adoraba a Beth y se le colgaba cada vez que ella iba a Willow Court. Tomaba a Beth de la mano y la tiraba hacia aquí o hacia allá: hacia la huerta para ver cómo crecían las zanahorias; al enorme fresno que se recostaba contra la pared posterior del Jardín Silencioso, y a su dormitorio, que era un caos de juguetes, libros, crayones y ropa, a pesar del esfuerzo combinado de Nanny Mouse, Gwen y otra persona que en ese momento “ayudaba” a cuidarla. La obligaba a participar de juegos elaborados con Sissy, la peluda gata blanca, que se mostraba bastante complaciente y a veces permitía que la llevaran en un cochecito para muñecas. Una vez dejó que Chloë le atara un sombrero a la cabeza, hasta que Nanny Mouse puso punto final a ese comportamiento y le prohibió a la chiquilla volver a vestir a sus mascotas. Tom, el hermano blanco y negro de Sissy, nunca corrió peligro de ser objeto de esas atenciones. Tenía un talento particular para huir y desaparecer antes de que alguien pudiera agarrarlo.
Ese día, sin embargo, Beth había decidido que Chloë tuviera un premio especial. Le había pedido permiso a Leonora para jugar con la casa de muñecas en la nursery.
—Yo me ocuparé de todo, lo prometo —dijo—. Chloë no tocará nada sin pedirme antes permiso, y trataremos con mucho cuidado a los muñecos. ¿No es verdad, Chloë?
Chloë asintió muy seria. Leonora lo pensó un momento y luego dijo:
—Está bien, querida Beth, pero tú serás la responsable. Por favor, cuida muy bien todo. Sé que puedo confiar en ti.
—¡Sí, por supuesto que puedes! Nos portaremos muy bien. ¡Ven conmigo, Chloë!
Las chicas subieron deprisa hacia la nursery. La lluvia era ahora muy fuerte y golpeaba contra las ventanas y se deslizaba en diagonal por sus paneles de vidrio, opacando la poca luz que había. Beth se arrodilló junto a la casa de muñecas y de su boca brotó un suspiro de puro placer. Ése era —tenía que ser— el juguete más maravilloso del mundo, y aunque ella ya tenía doce años y se suponía que jugaba nada más que para entretener a Chloë, sintió que retrocedía a sus días de infancia y comenzó a creer en las muñecas y a crear vidas para ellas y a participar de esas vidas y compartir sus sueños y emociones.
—¿Puedo jugar? —Efe había abierto la puerta tan despacio que las chicas no lo habían oído.
—¿Con nosotras? —Efe siempre fingía ahora ser demasiado grande y demasiado varón para interesarse en juegos con muñecas, pero solía participar con ellas cuando todos eran mucho más chicos, y solía hacerse cargo de la voz del señor Delacourt y de Lucas, mientras Beth hacía las voces de la Reina Margarita y Lucinda.
—Sí, ¿por qué no? —Entró y se sentó cruzado de piernas en el piso junto a Beth. Ella podía percibir su olor. Efe tenía una fragancia particular de pasto y jabón y de su propia piel, y Beth la recordaba de la época en que compartían los baños. Se ruborizó ahora al pensar en eso. Él estaba de mal humor. Siempre se le notaba a Efe. Su cara se ponía tensa y ceñuda y él empezaba a hablar mal. Farfullaba algo cuando le hacían preguntas, pero sus ojos estaban tristes y siempre parecía estar a punto de golpear algo. Y, por cierto, se puso a patear el zócalo que tenía cerca del pie. Beth preguntó:
—¿Qué te pasa, Efe? —En realidad no esperaba una respuesta, pero sus palabras tuvieron el efecto que ella buscaba. Él dejó de patear la pared.
—Nada. Bueno, al menos nada diferente. Estoy harto, eso es todo. Quince días aquí y con ellos discutiendo y peleando todo el tiempo. Lo detesto. Mamá le rezonga a papá y entonces él se queda callado y después se va y tarda una eternidad en volver y entonces mamá empieza a regañarlo de nuevo. Tienes suerte de que tus padres se hayan separado, te lo aseguro. Es un espanto.
Beth, que habría dado cualquier cosa por vivir en Willow Court con su madre y su padre todavía juntos, sólo dijo:
—Entonces ven a jugar con nosotros a la familia. Chloë, mira, Efe va a jugar.
—¡Efe! —Chloë se arrojó encima de su hermano y empezó a hacerle cosquillas—. Efe puede ser papito. Yo seré la bebita. Lloraré, escuchen...
—No, Chloë, no seas una bebita llorona. ¡Por favor, sé una bebita dormida! —dijo Beth, pero fue demasiado tarde. Chloë disfrutaba de su nuevo papel y estaba acostada en brazos de Efe, gritando y chillando en una convincente imitación de lo que naturalmente hacía gran parte del tiempo.
—¡Basta! —le dijo Efe, y ella enseguida dejó de gritar. Siempre sorprendía a Beth ese don que él tenía para lograr que la gente hiciera lo que él quería—. Estamos jugando a los bebés buenos, Chloë, y si llegas a lanzar un solo grito te arrojaré al jardín por la ventana.
Chloë trató esta amenaza como la broma que se suponía que era y se echó a reír. Se acercó a la ventana para mirar hacia abajo y ver lo lejos que caería si Efe cumpliera con su amenaza.
—Yo nunca seré un papá —le dijo Efe a Beth—. Significa demasiados problemas. Mi papá nunca está aquí. El tuyo se fue con alguien de nombre ridículo. Todos son una mierda. Yo no voy a ser una mierda.
—Pero si te enamoras de alguien querrás casarte con esa persona —dijo Beth.
—No, no lo haré. Las chicas son tontas. Tú no, Beth, pero la mayoría de las chicas lo son. No juegan bien. Se mueren de risa.
Beth estaba encantada con el elogio de Efe. No era frecuente que él dijera cosas lindas, pero cuando lo hacía ella almacenaba esas palabras en su mente para tomarlas y pensarlas más tarde cuando estuviera sola.
—Espero —dijo— que cambies de idea cuando crezcas.
—No lo haré. No me casaré con nadie que no seas tú.
Ella nunca le había visto esa expresión. Parecía diferente. Triste. Triste y más viejo. La estaba mirando fijo casi como un adulto. Beth se estremeció. Él le puso una mano sobre el brazo.
—A ti no te importaría casarte conmigo, ¿no, Beth?
Ella sintió una cosa rara en el estómago, como que se le derretía, y por un momento se preguntó si estaría por vomitar. Cuando trató de hablar no le salió ninguna palabra.
Efe continuó:
—Tú eres la única chica que me ha gustado en la vida, así que creo que debería casarme contigo. Eres mi prima, pero no eres parienta directa mía, ¿verdad? No por sangre.
Beth sacudió la cabeza. De pronto, Efe se paró.
—Ya lo sé —dijo—. Convirtámonos en hermanos de sangre... bueno, hermano y hermana de sangre. O primos de sangre.
—Si lo hacemos, si nos convertimos en primos de sangre, entonces no podrás casarte conmigo.
—Sí, lo haré. —Efe siempre sonaba decisivo con respecto a todo—. No seremos realmente primos de sangre. Es sólo algo así como una promesa, eso es todo. La promesa de que seremos leales uno con el otro para siempre. Yo tengo que venir a rescatarte si te capturan. Esa clase de cosas.
—¿Yo también puedo rescatarte a ti?
—Yo no necesitaré que me rescaten, no te preocupes —dijo Efe. Paseó la vista por la habitación en busca de algo con que los dos pudieran pincharse un dedo. Beth dijo:
—La señora M. tiene un alfiler de sombrero, ¡mira!
—Yo nunca lo había visto. Es diminuto. ¿Cómo lo supiste?
—Tu mamá me lo dio la última vez que estuve aquí, cuando yo le dije que quería que la señora M. tuviera un sombrero. Leonora se lo hizo especialmente.
Ni Efe ni Beth se refirieron a Rilla. Sencillamente estaba sobreentendido que ella ya no iba a Willow Court, sólo lo había hecho una o dos veces desde la muerte de Mark, y en esas ocasiones sólo por uno o dos días. Todavía, incluso después de cuatro años, Rilla casi no podía mencionar a su hijo sin que los ojos se le llenaran de lágrimas, así que Beth trataba de no hablar de él. Lo recordaba todos los días y lo echaba de menos, y se preguntó ahora si podría hablar con Efe de lo que había ocurrido aquel día, que se había mezclado en su mente con las pesadillas que tenía todo el tiempo, pero era demasiado tarde. Él ya había sacado el alfiler del sombrero de la muñeca y lo sostenía hacia arriba para que el diminuto trozo de vidrio, que estaba pegado en la punta y simulaba ser un diamante, atrapara la luz y arrojara reflejos blancos.
—Aquí, dame tu pulgar.
—¿Me dolerá? —preguntó Beth y retrocedió un poco.
—Desde luego que no. En absoluto. En el colegio siempre hacemos esta clase de cosas. Realmente. No tengas miedo.
Beth cerró los ojos y extendió el brazo. Sintió que Efe le tomaba la mano y después un pinchazo, menos doloroso que una inyección.
—Está bien, abre los ojos. Ya pasó. Mira.
Chloë eligió ese momento para acercarse y ver lo que su hermano estaba haciendo.
—¡Yo quiero! —dijo—. ¡Yo también quiero jugar!
—Esto no, Chloë. Es un juego para chicos grandes —le dijo Efe.
—¡Quiero! —El labio inferior de Chloë comenzaba a temblar. Efe empujó el alfiler en su propio pulgar.
—¿Ves, Chloë? Sangre. No es un juego lindo. Te dolería.
—¿Te duele, Beth? —preguntó la pequeña. Beth asintió porque Efe quería que ella contestara eso, pero en realidad no le dolía. O si le dolía, ella no le prestaba atención a ese dolor. Efe sostenía su pulgar sangrante sobre el de ella. La sangre de ambos se mezclaba. A ella le pareció sentir que la sangre de Efe entraba en su cuerpo. Él le sostuvo la mano y la miró a los ojos con una expresión que ella no pudo descifrar. Su cara era seria, grave. Estaba muy cerca de ella. Sentía su aliento sobre el pelo.
—¿Amigos para siempre, Beth?
—Amigos para toda la eternidad.
* * *
Habían llegado a la parte de “causa e impedimento justos” y por un instante fugaz Beth se preguntó qué pasaría si ella se ponía de pie de un salto y objetaba esa boda. El libro que más amaba en el mundo era Jane Eyre y le encantaba la parte en que el casamiento de Jane con el señor Rochester es interrumpido. ¿Qué dirían Leonora, Gwen, Rilla, el señor y la señora McVie, todos ellos, si ella corriera al altar y se arrojara en brazos de Efe, gritando que no, no, no debía casarse con Fiona? Que él le pertenecía. ¿Acaso no habían intercambiado su sangre? ¿Eso no significaba nada? Suspiró y dirigió su atención a la novia. Fiona estaba preciosa. Beth habría preferido pensar lo contrario, pero era demasiado honesta para negar que todo el trabajo puesto en la organización de esa boda había dado sus frutos. El vestido, de satén color crema, fluía como líquido sobre el cuerpo notable de Fiona; los cristales nevados enjoyados que pinchaban el cuero cabelludo de Beth cada vez que ella movía la cabeza eran sólo un eco de la cascada de formas igualmente relucientes que adornaban la totalidad de la cola del vestido de Fiona. Su ramo estaba formado por rosas blancas y rosadas y era similar a los que decoraban la iglesia. Esto era todo un logro en época de Navidad. Tenían que haber sido enviadas por avión desde el extranjero. ¡Qué manera de malgastar el dinero! Pero el dinero no era un problema que preocupara a Efe y a Fiona. El trabajo de Efe en algo vagamente financiero en una agencia de publicidad estaba muy bien pago y, además, con el tiempo él sería, desde luego, uno de los herederos del patrimonio de Ethan Walsh. Y los McVie eran también gente de fortuna.
La familia estaba en pleno. Habían acudido todos, ataviados con sus mejores galas. Sin duda Leonora se había asegurado de que todos los que ocupaban el lado de Efe de la iglesia estuvieran de punta en blanco. Ella misma estaba espléndida. Tenía más de setenta años y todavía lucía erguida y delgada con un traje color azul pavo real y un sombrero haciendo juego que le sentaba muy bien. Gwen vestía una suerte de vestido color amarillo pálido con una chaqueta sobre la parte superior y un sombrero marrón oscuro y amarillo. Rilla había decidido esforzarse al máximo y su tapado de brocado color borravino barría el piso cuando caminaba y relucía al recibir la luz. Cubría su cabeza con una suerte de turbante plateado que la hacía parecer uno de los tres reyes magos de la representación de Navidad, pero Beth no tuvo el coraje de decírselo. Chloë vestía de azul y, por una vez, tenía un aspecto normal. Fiona no iba a correr el riesgo de tenerla de dama de honor y Beth lo entendía. Su prima más joven tenía el desconcertante hábito de presentarse con el pelo color púrpura o con algo disparatado, como usar de pulsera un collar para perro adornado con clavos metálicos.
Los hombres, que no tenían las mismas oportunidades para ponerse elegantes, lucían todos bien, según pensó Beth, salvo el pobre Alex. Alex detestaba las corbatas y no se lo había visto con una desde sus épocas de colegio. Parecía sentirse muy incómodo y Beth le sonrió. Él le devolvió alegremente la sonrisa. Qué extraño lo diferente que era, pensó Beth, cuando se soltaba un poco. Realmente era bastante bien parecido cuando uno se tomaba el trabajo de notar su presencia. Por un instante Beth se preguntó si alguna vez sentiría celos de su hermano, extraordinariamente atractivo. ¿Los hombres pensaban en esas cosas? Se lo preguntaré algún día, pensó. Aunque Alex no era precisamente conversador, cuando se le preguntaba algo él siempre le dedicaba toda su atención a la pregunta y nunca la descartaba por considerarla tonta.
—Puede besar a la novia —dijo el vicario, y Beth vio a Efe inclinarse y levantar el velo que cubría la cara de Fiona. Por supuesto, la besó en la boca; nada de medias tintas para Efe, ni siquiera en la iglesia, y Beth cerró los ojos. Había deseado tanto no ver ese beso, pero Efe era demasiado rápido y allí estaba, quemándole la parte interior de los párpados como una pesadilla. La boca de Efe sobre la de Fiona. Para siempre. Efe y Fiona en la cama. No pienses en eso. Piensa en cualquier otra cosa, pero no en eso. Se descubrió pensando en el día en que por primera vez comprendió la seriedad de las intenciones de Efe hacia Fiona.
* * *
Efe había decidido ofrecer una cena.
—Quiero que todo sea perfecto —dijo—. No te importó que te lo pidiera, ¿verdad, Beth?
—En absoluto —contestó Beth, pensando en los floreros que había disponibles y cómo sería posible que contuvieran todas las flores que Efe quería que ella dispusiera en todo el departamento. Ella había visto a Fiona McVie un par de veces y no tenía demasiada buena opinión de ella. Era agradable y también muy bonita, pero de alguna manera le costaba imaginar a Efe locamente enamorado de alguien que era tan... no se le ocurrió la palabra adecuada para describir a Fiona. No era estúpida, no, de ninguna manera, pero carecía, o parecía carecer de sofisticación y estaba tan embobada con Efe que daba la impresión de que en cualquier momento la boca se le iba a abrir de pura adoración. De hecho, naturalmente era un poco boquiabierta, incluso cuando no miraba a Efe.
Beth colocó otro tulipán en un pequeño bosque de hojas verdes que jamás se daría en la naturaleza sino sólo en las florerías y se preguntó qué veía Efe en Fiona. Ella era rica. Lo adoraba. Sería dócil. Todo esto era cierto, pero ¿acaso el corazón de Efe cantaba cuando él la miraba? Tal vez sí. Efe nunca demostraba demasiado sus sentimientos y hacía varios meses que salía con Fiona, lo cual era todo un récord para él. Estoy siendo injusta, pensó Beth. Es sólo que él es mi primo, prácticamente mi hermano, y se merece alguien excepcional. Maravilloso. Fuera de lo común.
—Ya están aquí, Beth. ¿Estás lista?
—Sí, Efe. Todo está perfecto. Ve a abrir la puerta.
Ella se quedó parada en la sala y recibió a todos los que entraban en el departamento de Efe. Mírenme, pensó. La perfecta anfitriona. Fiona y los demás, cuyos nombres Beth captó brevemente para olvidarlos enseguida, tomaron asiento y Efe les sirvió las bebidas. Por último fueron a la mesa, y la comida vino y se fue y todos dijeron que estaba deliciosa, pero podía ser de cartón por lo poco que Beth la disfrutó. Estaba sentada frente a Fiona, al lado de Efe, y la conversación pasó frente a ella como humo: la voz aguda y algo lenta de Fiona; Efe, que sonaba insólitamente cortés; todos los demás, formando una suerte de tapiz sonoro alrededor de ella.
Algo le había sucedido. Lo sintió como una especie de terremoto; un profundo cambio en sus sentimientos, en ella, en su cuerpo, su sangre, cada trozo de su persona. Había interceptado una mirada que pasó entre Efe y Fiona y algo como una oleada de dolor se cernió sobre ella. En ese momento, durante los segundos que le llevó a Efe fruncir los labios en un beso silencioso por encima de la mesa en dirección a Fiona, Beth supo que lo deseaba. Primos, parientes consanguíneos, todo eso era una tontería. Beth lo deseaba para ella en todas las formas en que es posible desear a un hombre. Quería acostarse junto a él por las noches y despertar junto a él por las mañanas. Quería que él la besara. Que la tocara. La sola idea de él y Fiona juntos era tan horrenda que de pronto se sintió mal y comenzó a apartar la silla de la mesa y a desear desesperadamente encerrarse en el baño y echarse a llorar.
—¿Estás bien, Beth? —Ahora Efe la miraba. No se sentía nada bien, pero ¿cómo podía decirlo?
—Sí, estoy bien, sólo con un poco de calor, eso es todo. Justamente estaba por ir al...
—No, espera un minuto, por favor. Quiero hacer un anuncio a todos. Llenen las copas. Vamos. Voy a proponer un brindis.
Beth sonrió y extendió su copa para el champaña. ¿De dónde había salido eso? ¡Qué típico de Efe! Él quería hacer un brindis en ese mismo minuto, de modo que cualquier ida al baño debía ser postergada. No importa, ahora ella se sentía un poco mejor y se preguntó qué había que celebrar. Quizá lo habían ascendido en el trabajo. Efe se puso de pie y desplegó su sonrisa hacia todos los presentes.
—Muy bien, aquí va. El brindis de esta noche es para Fiona, que acaba de aceptar ser mi esposa. Nos casaremos en Navidad. Soy el hombre más feliz del mundo. ¡Por Fiona!
Sus palabras resonaron en la habitación. Todos se agruparon alrededor de la futura novia y Efe se acercó a ella para abrazarla. Beth sólo tuvo tiempo de pensar que nunca, nunca volvería a ser feliz y, por primera vez en su vida, se desmayó y la oscuridad se cerró sobre su cabeza.
* * *
Ahora todos estaban en “actuando una recepción”: reían, bebían, se descontrolaban. Todas las bodas eran iguales. Beth se sentía como una actriz que ha realizado una interpretación maravillosa y no ha recibido suficientes elogios. Se recostó contra la pared y cerró los ojos. Los otros invitados caminaban por el salón, bailaban, conversaban en pequeños grupos. Beth no tuvo ganas de unirse a ninguno.
—Bebe otra copa, Beth —dijo Alex al acercarse. Traía dos copas—. Por tu cara, te vendría bien una.
—Ya lo sé. Estoy horrorosa, ¿no? No puedo evitarlo. Este maldito casamiento ya ha durado bastante, ¿no te parece?
Ella se sintió enojada y cascarrabias y un poco más que borracha. Había esperado lograr con la bebida que su dolor fuera menor, pero no resultó. Lo único que el alcohol había hecho era hacerla sentirse llorosa. Ahora Alex iba a mostrarse agradable con ella y eso sería el fin. Decididamente estallaría en llanto a menos que pudiera cambiar de tema.
—¿Terminaste de tomar fotos? —preguntó.
—No, no todavía. Sí terminé con las fotos para el álbum. Ya sabes, la novia, el novio, la familia y esa clase de cosas. Ahora sacaré fotos de los invitados. Daré algunas vueltas para ver qué consigo.
—A mí no me saques. Parezco un cadáver.
Alex sacudió la cabeza.
—Nada de eso, Beth, en serio. Para mí siempre estás estupenda.
Ella se paró en puntas de pie y le estampó un beso en la nariz.
—Eres muy bueno conmigo, Alex. Pero no tienes por qué quedarte aquí. Puedes ir y ver si encuentras a alguien más divertido. Ve y fotografía a mi madre. Ella siempre está lista para posar para la cámara.
A Beth le complació ver que Rilla lo estaba pasando muy bien. Flirteaba con el padre de la novia. De la madre de la novia no había ni rastros. No, allí estaba, conversando con Leonora en un rincón oscuro del salón. La casa McVie se había considerado demasiado pequeña para la fiesta de la boda y estaban en el salón de baile de un hotel que cobraba una tarifa de tres cifras por una noche de alojamiento y desayuno. Pequeñas mesas y sillas doradas estaban agrupadas en un extremo del salón y una banda tocaba música bailable en el otro. Algunos invitados estaban sentados, otros bailaban, otros pasaban de un grupo al otro y Beth, observándolo todo desde su lugar junto a la ventana, semioculta por un cortinado de terciopelo, detestó todo lo referente a esa boda y deseó que terminara de una buena vez.
La novia había subido a ponerse ropa de viaje. Efe y Fiona tomarían un vuelo en cualquier momento y pasarían su noche de bodas en un chalé nevado de algún lugar de montaña. Beth giró la cabeza para observar la penumbra londinense. Alguien le tocó un hombro y ella se dio media vuelta. Era Efe. Beth se ruborizó y lo miró. Él apoyó un brazo en la pared por encima de su cabeza y ella tuvo conciencia del flash de la cámara de Alex que destellaba en algún lugar cerca de ellos.
—Una boda preciosa, Efe. Y si no te lo dije antes, les deseo a los dos que sean muy felices.
—Nosotros lo seremos, pero ¿y tú?
—¿Qué quieres decir? —Beth trató de sonar valiente, pero una bola le crecía en la garganta.
—¿Te sientes bien? ¿Eres feliz, Beth?
Ella se echó a reír.
—¿Qué clase de pregunta es ésa, Efe? ¿Qué bicho te picó?
—No lo sé. Es sólo que... bueno, me pareció que estabas un poco triste, eso es todo.
—No, estoy muy bien, de veras. Estaré bien. Te extrañaré.
—Estaré de vuelta en un par de semanas. Y entonces tienes que venir a cenar con nosotros. Fiona está haciendo maravillas con el comedor del departamento. Juro que te encantará.
—No me refería a eso, Efe. No hablaba de que te extrañaría mientras estás ausente. Lo que extrañaré es nuestra relación. Somos hermanos de sangre, ¿recuerdas?
—¡Desde luego que sí! Eso no va a cambiar, Beth. Ya sabes cuánto significas para mí, ¿verdad? Tienes que saberlo. Yo no suelo decir muy seguido cosas así y tampoco sabría hacerlo, pero no podría quererte más si fueras mi propia hermana. ¿Acaso no lo sabes?
Beth asintió sin decir nada. ¿Qué haría él si ella le dijera la verdad? Su vida entera, ordenada, cuidadosamente arreglada y recién decorada de pronto quedaría irreconocible. Beth juró para sus adentros no decirle jamás lo que ella sentía. Ella lo protegería; protegería su vida, su felicidad.
—¿Todavía sales con, cómo se llamaba, Robert? ¿Richard? —preguntó Efe.
—Robin.
—Correcto. Un nombre tonto para un hombre, me parece.
—Robin es muy agradable. Pero no estoy saliendo con él, no. En realidad, no salgo con nadie.
—¿Entonces qué haces escondiéndote detrás de un cortinado, cuando tendrías que estar allá, buscando una pareja?
—En este momento no estoy de humor para buscar pareja, Efe, realmente.
—¿Por qué? ¿Es por culpa de ese tal Robin? ¿Él te hizo daño? Si es así, tendrá que vérselas conmigo.
—¡No seas tan pomposo, Efe, por favor! Hablas como mi padre. Yo me puedo cuidar sola. Y no, él fue muy bueno conmigo. Yo fui la que rompió.
—Tengo que irme, Bethie —dijo Efe—. Fiona bajará en cualquier momento y yo no me despedí todavía de Leonora ni de mamá y papá. Dame un beso de despedida.
Beth cerró los ojos y permaneció inmóvil mientras Efe se inclinaba para besarla. Durante un momento prolongado y maravilloso, el cuerpo de él estuvo tan cerca del suyo que Beth sintió su calor a través de la ropa. Tenía en la cara el aliento de Efe y por un segundo los labios de él estuvieron entreabiertos sobre los suyos; el beso estuvo muy cerca de ser un beso como era debido. Si ella hubiera abierto la boca debajo de esa presión, si hubiera encontrado su lengua con la suya, le hubiera rodeado el cuello con sus brazos y hubiera oprimido todo su cuerpo contra el de él... ahora tenía que apartarse, antes de que algo pasara, antes de perder el control, pero estaba perdida, perdida en su olor y su sabor y entonces, como un sueño, el beso terminó y Efe se alejaba mirándola por encima del hombro y saludándola con la mano como si nada hubiera pasado. Eso es todo, pensó. Es todo lo que recibiré. Es todo lo que recibiré alguna vez. Apoyó la cabeza sobre el vidrio de la ventana y dejó que sus lágrimas brotaran, las que había reprimido durante horas, hasta que la calle afuera se desdibujó y se borroneó en una bruma adornada con puntos brillosos de luz.
* * *
Fiona consiguió poner a Douggie en la cuna con Brarey, su conejo rosado de peluche. Ella no había derramado ni una sola lágrima mientras le cantaba a su hijo para serenarlo. Él tenía el pulgar en la boca y los ojos cerrados. Pobrecito, pensó. Está agotado y yo pagaré por eso esta noche. Él nunca querrá acostarse a la hora apropiada si duerme ahora. Pero de pronto Fiona descubrió que no le importaba. Nada le importaba excepto Efe y tratar de que estuviera de nuevo de buen humor.
¿Qué lo había puesto así, abajo, en el vestíbulo? ¿Por qué se había portado de manera tan espantosa con ella? Cada vez le costaba más entenderlo e incluso más reconciliarse con él después de las peleas. En los primeros meses de su matrimonio, ella sólo tenía que oprimir su cuerpo contra el de Efe y él lanzaba entonces un gemido y los dos se arrojaban a la cama o al piso y una o dos veces hasta lo habían hecho de pie, en la cocina, contra la pileta.
Esa mañana habían hecho el amor mientras Gwen cuidaba a Douggie. Él la acostó sobre la cama, le levantó la falda por encima de la cintura, le bajó la bombacha y la penetró con urgencia y rapidez, jadeando mientras la besaba en el cuello. El cuerpo de Fiona todavía cantaba de placer, aunque Efe no le había dicho ni una palabra del principio al fin. Sin embargo, antes de eso, la última vez que habían hecho el amor (para ella ésa era la única forma de describirlo, y jamás se le ocurriría pronunciar las palabras que todo el mundo decía, prácticamente ante la menor oportunidad) fue tres semanas antes. Fiona no tenía idea de qué era normal para las personas que llevaban casi cuatro años de casadas.
A lo largo de todo ese tiempo ella no había logrado descubrir cómo sacar a Efe de su mal humor cuando hacer el amor estaba fuera de la cuestión. No sabía si él se enojaría si ella le hacía frente o si se disculpaba. Lo cierto era que jamás podía encontrar las palabras adecuadas. Tal vez soy sólo una cara bonita, pensó, y bastante estúpida, por cierto.
Efe entró en la habitación y Fiona no se animó a preguntarle dónde había estado. Él fue a pararse junto a la ventana mientras ella dudaba si dirigirse o no al tocador. Cuando estuvo sentada a salvo frente al espejo, simuló estar haciéndole algo a su pelo mientras al mismo tiempo vigilaba a Efe. Lo veía reflejado en el espejo. Estaba por decir algo neutral acerca de lo cansado que estaba Douggie cuando Efe le habló. Él no la miró sino que siguió mirando por la ventana.
—Vaya maldito santito que resultó ser Alex —dijo—. Qué descaro el suyo, entrometerse en mi matrimonio.
Fiona se había sentido llena de gratitud por la conducta bien varonil y poco frecuente de Alex, y todavía estaba dolida por las palabras crueles de su marido, pero no era prudente mostrarse en desacuerdo con Efe cuando él estaba de semejante mal humor, así que, en cambio, estuvo de acuerdo con él.
—Ya lo sé —dijo. Y después, con bastante culpa—: Creo que no lo hizo con mala intención.
Por un rato, Efe no contestó. Después, todavía sin mirarla, dijo:
—Lo siento, Fi. No sé qué me pasó. Yo no debería haberme portado tan mal. Es culpa de la incertidumbre. Con respecto a los cuadros, ya sabes. Seré yo mismo de nuevo cuando Leonora tome su decisión.
—Está bien —dijo Fiona, sorprendida por recibir una disculpa. Sabía que a Efe le resultaba casi imposible pronunciar la palabra “perdón”—. Sabía que no lo decías en serio.
—Por supuesto que no —dijo Efe, y Fiona supo que mentía, pero no le importó porque su tono era ligero y su humor estaba mejorando—. Ahora bajaré, Fiona. Me vendría bien un trago, te lo aseguro, después de todo eso. Nos vemos.
Y se fue tirándole un beso. Los ojos de Fiona se llenaron de lágrimas. Él jamás me incluye, pensó y se compadeció de sí misma. Podía perdonar su mal humor, sus rabietas, ser lastimada cuando él la tomaba con demasiada rudeza por estar enojado, incluso recibir un golpe, sólo si él la amaba y quería que ella estuviera todo el tiempo con él. La mayor parte del tiempo a él no le importa, pensó. Eso es lo que me duele. Yo podría estar en otro planeta y Efe ni se daría cuenta. Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas y ella las apartó enseguida. Me daré un buen baño fresco, pensó, y después me arreglaré para la cena. Me haré un peinado alto. Me pondré un paño fresco sobre los ojos y me recostaré en el agua y descansaré.
Iba camino al cuarto de baño cuando advirtió que Efe había dejado su teléfono celular sobre la mesa, al lado de la cama. No era propio de él olvidarlo, en especial no ese día en que ella sabía que esperaba un llamado de Reuben Stronsky. Se preguntó si habría sido sensato invitar a ese pobre hombre a viajar desde los Estados Unidos si lo más probable era que Leonora no cedería en lo referente a los cuadros, pero Efe le aseguró que el señor Stronsky era tan encantador que hasta podía hacer que Leonora cambiara de idea. Fiona lo dudaba, pero no pensaba armar una pelea por no estar de acuerdo con Efe.
Fiona tomó el teléfono y enseguida vio que en el visor había un mensaje para su marido. Titubeó un momento, la vista fija en ese rectángulo dorado que tenía en la mano. La habían educado para que nunca leyera las cartas de los demás, pero esto era un poco diferente. Podía tratarse de un mensaje urgente del señor Stronsky que era importante que Efe supiera de inmediato. Estaba lista para su baño y no le hacía gracia tener que recorrer Willow Court en quimono buscándolo, pero si realmente el llamado era importante, ella podía volver a vestirse, ir a buscarlo y bañarse después.
Fiona se sentó en la cama, oprimió ese diminuto botón plateado y vio que a Efe le preguntaban si había recibido algún llamado. Lo escucharé, pensó y sólo iré a buscarlo si es urgente. Resultó ser el llamado de alguien de la oficina de Efe que decía que tendría mucho gusto en esperar hasta el lunes. Antes de que ella tuviera tiempo de apagar el mensaje se inició la transmisión de un llamado anterior. Fiona debería haberlo apagado allí mismo, pero era de una voz de mujer y cuando oyó las primeras palabras tuvo que seguir escuchando.
Después de que la voz dejó de hablar, durante un momento ella no se movió. Ni un músculo, ni una pestaña. Si me muevo, pensó, caeré hecha pedazos. Tenía plena conciencia de que el cuerpo le temblaba. Tenía la boca seca y de pronto estaba helada a pesar de lo caluroso del día. Era un error. Tenía que serlo. Algo abominable y maligno había entrado en su cabeza. O quizás existía algo así como un virus telefónico, así como existen los virus en el correo electrónico, que se colaba en los teléfonos celulares y los ensuciaba. Los volvía repugnantes. No es verdad, se dijo Fiona. No puede serlo. Esto no está sucediendo. No a mí.
Se obligó a respirar. Inspirar, exhalar y serenarse. Sabía que, antes de hacer ninguna otra cosa, tenía que volver a escuchar ese terrible mensaje. Por un segundo insensato en su mente se filtró la esperanza de que el llamado hubiera sido a un número equivocado. ¿La persona había pronunciado el nombre de Efe? Tenía que saberlo. Oprimió de nuevo el botón y la voz, distorsionada por la distancia y engrosada por la lujuria, le habló de nuevo al oído.
Efe, mi amor. Allí estaban las palabras que más temía. Las palabras peores, las que habría dado cualquier cosa por no oír. Efe mi amor. Soy yo. ¿Adivinas lo que estoy haciendo? Ojalá lo estuvieras haciendo tú, querido, tal como lo hiciste la última vez, pero quizá no falte tanto para la próxima. No puedo soportar esta espera. Te deseo tanto. Mañana. ¿Habrá oportunidad de que vayamos a alguna parte un rato por la tarde? De lo contrario soy capaz de hacer un papelón... Por Dios, Efe, te deseo tanto. Te necesito. ¿Puedes oír cuánto te necesito?
Fiona siguió escuchando varios minutos de suspiros y gemidos. Oh, Dios, oh Dios, ¡qué nauseabundo y detestable! Arrojó el teléfono tan lejos, que se estrelló contra el piso. No me importa. No me importa si se rompió. No puedo respirar. Oh, Jesús, Dios. Cerró los ojos y cayó hacia atrás en la cama, demasiado dolida incluso para llorar. Volvió a incorporarse. El cuerpo le quemaba como si alguien lentamente la hubiera desollado. Su mente estaba llena de horribles imágenes de Efe acariciando a esa persona —¿quién era ella?—, tocándola hasta que ella jadeaba y gemía como lo había hecho por teléfono. Fiona se cubrió la boca con una mano, segura de que estaba por vomitar, pero no lo hizo, y la sensación pasó. Tenía la frente húmeda con el sudor frío que acompañaba las náuseas.
Aturdida, se acercó a la ventana. No tenía idea de dónde procedía el llamado, pero lo cierto era que Efe no lo había borrado. Lo había guardado, y había sólo una razón para que lo hiciera: lo excitaba escucharlo una y otra vez. Por un momento sintió tanta furia que si Efe hubiera estado allí, en el cuarto con ella, lo habría apuñalado con una lima para uñas o cualquier otra cosa y no sentiría ningún remordimiento.
Fiona miró el auto de su marido, estacionado allí abajo, en el sendero. Las llaves estaban todavía sobre la mesa de noche. Yo no tengo que quedarme aquí, pensó de pronto. No quiero verlo y no tengo por qué hacerlo. No tengo que volver a estar nunca cerca de él si no quiero. Puedo irme. Puedo poner mis cosas en una valija e irme. Su mente trabajaba a toda velocidad. Todos estarán ocupados en alguna parte, hablando y hablando y haciendo arreglos para la fiesta. Yo no quiero ir a la maldita fiesta. A la mierda con la fiesta.
Se acercó al ropero y sacó la más grande de las dos valijas que habían traído con ellos y comenzó a arrojar su ropa adentro. No escribiría ninguna nota. ¿Qué podía decir? Por un momento dudó si dejar o no un mensaje en el celular de Efe para que él lo oyera inmediatamente después del de esa mujer, quienquiera que fuera. No, al demonio con él. Si quería hablar con ella, que él le dejara un mensaje. No tenía ganas de decirle ni una sola palabra jamás, aunque lo más probable era que tuviera que hacerlo algún día, pero no ahora. Era una suerte que Douggie estuviera durmiendo una siesta. Ella no lo despertaría hasta estar lista para irse. ¿Qué diría Efe cuando descubriera que ella se había llevado el auto? Se volvería loco. Volvería a casa en tren, y se lo tenía merecido, sólo que ella no estaría allí. Iría a la casa de sus padres antes de que llegara el momento de que ellos abandonaran Willow Court. A su madre la enojaría perderse la fiesta. La había esperado con tanta ilusión. A Leonora le caería muy mal que dos personas que habían prometido asistir no estuvieran allí. Arruinaría el arreglo de las mesas. Bueno, al diablo con los planes para las mesas. El lunes por la mañana su padre haría una cita con su abogado. Su padre la cuidaría.
Los ojos de Fiona se llenaron de lágrimas al pensar en lo poco que Efe la echaría de menos. Extrañaría mucho a Douggie, ¿y qué sería del nuevo bebé? El solo hecho de pensar en ella —Fiona estaba segura de que sería una nena— fue la última gota que rebasó el vaso y Fiona se cubrió la cara con las manos y comenzó a llorar descontroladamente.
Algunos minutos más tarde, después de haber vertido más lágrimas de lo que creyó humanamente posible y con la respiración entrecortada, Fiona se sentó. Recogió el celular de donde lo había arrojado y borró el mensaje. Ahora Efe sabría que ella lo había escuchado. Lo sabría y, mejor aún no podría escucharlo por mucho que lo deseara.
* * *
—No estoy seguro de entender —dijo Alex. Estaba en el cuarto de Efe, sentado en la cama de Douggie. Efe miraba por la ventana y no decía mucho. Demasiado le pasaba a Alex por su cabeza. Todavía estaba aturdido por lo que había ocurrido en la cocina con Beth. Todavía no podía creerlo y la escena desfilaba una y otra vez como un sueño y lo reducía a ser de nuevo un adolescente que no podía concentrarse en nada que no fuera Beth. El solo hecho de pronunciar mentalmente su nombre le producía placer. En cuanto ella salió al jardín, él había empezado a preocuparse. Ella sólo se había mostrado bondadosa. Amaba a Efe y había estado así con él sólo porque estaba furiosa con su hermano mayor. Había recuperado la cordura y comprendido que no era cierto lo que había dicho. Ese beso. Pero él sabía que no era así. Lo había sentido en cada parte del cuerpo de Beth, oprimido contra el suyo. Sacudió la cabeza para alejar ese recuerdo, que amenazaba con desalojar de su mente todo otro pensamiento.
Basta de soñar despierto, se dijo. Se daba cuenta de que su hermano estaba muy mal. Alex podría haber jurado que Efe había estado llorando, pero era poco probable. Tal vez, al ayudar en la carpa, se le había metido algo en el ojo. Alex estaba a punto de ducharse antes de la cena cuando Efe salió de su cuarto y lo detuvo. La puerta del dormitorio se abrió tan de repente que daba la impresión de que Efe había estado esperando que Alex subiera.
Alex se había quitado los zapatos. Tenía la espalda apoyada en la pared y las piernas flexionadas, con las rodillas debajo de la barbilla. Efe fue a sentarse en el borde de la cama y apoyó la cabeza en las manos. Alex sabía que se suponía que debía consolar a Efe, pero le costaba entender qué había sucedido exactamente.
—Es muy simple —dijo Efe—. Fiona se mandó mudar y se llevó a Douggie. No contesta su celular. Apuesto a que va camino a lo de sus padres. ¿Qué demonios se supone que haga yo? Ella sabe perfectamente que algo como esto podría arruinar la fiesta de Leonora. Lo que Fiona hizo es una especie de sabotaje. ¿Qué demonios le pasó?
—¿Estás seguro que te disculpaste con ella?
—Por supuesto que sí. Ya te lo dije.
Alex no dijo nada. Efe con frecuencia se disculpaba tan mal que no se sabía bien si realmente estaba arrepentido.
—Ya sé que me lo dijiste. —Alex trató de no sonar impaciente. —Pero la cuestión es si Fiona lo tomó bien.
Efe asintió.
—Estaba perfectamente bien cuando me fui del cuarto. Juraría que sí. Nos veníamos llevando bien. No habíamos tenido una buena pelea en años.
Alex pensó que no era momento para referirse a lo ocurrido ese día y a varias otras cosas que Efe había hecho que habrían alejado a otra mujer mucho tiempo antes. Dijo:
—Entonces no sé qué decirte, Efe.
Efe se dejó caer hacia atrás en la cama. Era algo que solía hacer cuando eran chicos y, de hecho, una parte de Alex, esa parte que se mantenía fuera de la situación y la miraba desapasionadamente, pensaba exactamente eso: que podían haber tenido de nuevo ocho y diez años, preguntándose cómo salir de algún problema provocado por Efe. Solían sentarse exactamente así: Alex contra la pared y Efe en el borde de la cama. Era extraño cómo el propio cuerpo se programaba en patrones que resultaba difíciles de cambiar.
—Bueno, en realidad sí sé qué le pasó —dijo Efe. Ahora tenía el brazo sobre la cara y le ocultaba los ojos. Una señal segura, una vez más, de su infancia, que indicaba culpa.
—Ella abrió un mensaje de mi celular. Tal vez pensó que era urgente. Eso condujo a un llamado equivocado y supongo que después siguió escuchando y llegó a un mensaje anterior que yo no había borrado. Sé que lo oyó porque traté de escucharlo de nuevo y ha sido borrado. Supongo que lo hizo ella. Lo cierto es que ya no está y tampoco está Fiona, de modo que es cuestión de sumar dos más dos.
Alex dijo:
—El mensaje era de una mujer, ¿no?
—Correcto. Y no era la clase de mensaje que yo habría querido que ella escuchara.
Alex quedó callado. Imaginaba por qué Efe no había borrado esas palabras ofensivas. Dijo:
—¿Qué vas a hacer, entonces? ¿Quieres que ella vuelva? Si es así, creo que podrías persuadirla.
—No sé qué quiero, ésa es la verdad. Pero la partida de Fiona no va a contribuir precisamente al ambiente festivo de esta casa, ¿no te parece?
Alex pensó en la cena de esa noche.
—Creo que no deberías decírselo a nadie. Al menos no esta noche, y cuando llegue mañana, todo estará en pleno apogeo y a nadie le importará demasiado—. Miró a Efe.
—¿Dijiste que trataste de escuchar de nuevo ese mensaje? —Un pensamiento asaltó de pronto a Alex.
—Sí. ¿Por qué?
—Por nada en especial —respondió Alex. ¿Hasta qué punto se había sentido acongojado Efe si, al descubrir que su esposa lo había abandonado, quiso escuchar de nuevo lo que probablemente era un mensaje obsceno de su amante? No demasiado apenado sino sólo enojado porque eso era algo que él no había planeado y sobre lo cual no tenía ningún control.
—Muy bien, entonces. —Efe se incorporó de pronto y se levantó de la cama. Se pasó las manos por el pelo y dijo—: Quedamos en eso. Les diré que Fiona no se siente bien. Que tiene dolor de cabeza o algo así. Que está cansada. Y tú no digas ni una palabra, ¿de acuerdo?
Alex asintió. No decir nada era algo instintivo en él.
* * *
Rilla estaba sentada frente al espejo del tocador, pero aunque lo miraba no veía nada. El baño la había ayudado un poco, pero su mente seguía llena de imágenes del lago como debía de haber estado ese día, con su hijo pidiendo ayuda a un desatento Efe, que podía haber girado, podía haber mirado hacia atrás, en lugar de concentrarse aún más en su juego. Dejó escapar un aliento que ni siquiera sabía que estaba reprimiendo y pensó ¡pobre Efe! Qué terrible para un chico arrastrar para siempre esa historia. El hecho de saber eso acerca de Efe le permitía entender mucho más ciertas cosas de su sobrino. Él había sobrellevado la culpa volviéndose egoísta, haciendo lo que se le venía en gana sin pensar prácticamente en los demás. Rilla entendió ahora que su carácter fuerte y su impaciencia con los que consideraba más débiles que él debían de haber aumentado al reprimir la culpa.
Se preguntó si esta confesión que Leonora le había arrancado lo haría sentirse peor, y decidió que no. Tal vez contribuiría a que su vida fuera más fácil. Pero Leonora no lo había hecho por Efe sino para que ella, Rilla, se sintiera mejor. Sintió que se le formaba un nudo en la garganta. Basta, basta, se dijo. No empieces a llorar ahora. No hacía falta que se compadeciera de sí misma. Ella también se sentiría mejor, de eso no cabía ninguna duda. Siempre se sentía mejor después de una confesión. Sin embargo, era cierto que a lo largo de los últimos días su madre se había mostrado menos mordaz que de costumbre. ¿Podría ser que Leonora se hubiera suavizado con los años? Rilla trató de recordar comentarios críticos, brusquedades, murmuraciones o miradas exasperadas, y sólo le vinieron a su mente dos o tres. También es por mí, pensó. Yo estoy un poco en otro mundo gracias al amor.
Su celular comenzó a sonar con su ridícula melodía y Rilla gruñó. Tengo que cambiar esa señal de llamada, pensó. Me vuelve loca. Mientras tomaba el teléfono, el alma se le vino a los pies. Sólo podía tratarse de Ivan.
Después de todo, nunca había encontrado un momento para llamarlo. Era culpa de Sean. Tan pronto lo vio, el pobre Ivan desapareció de su vida. Entonces recordó la existencia de Ivan y supo que debía hablarle de Sean y que no lo había llamado por pura cobardía. Iba a tener que romper con él. Trataría de postergar esa conversación y arreglar un encuentro la semana próxima. Oprimió el botón y se llevó el teléfono al oído.
—¡Querido Ivan! Qué bueno oírte... sí, lo siento tanto. No te imaginas cómo está todo por aquí. Las campañas militares son un poroto en comparación con esto. Cuéntame qué has estado haciendo.
Escuchó a medias mientras Ivan hablaba de una fiesta a la que había asistido, y mentalmente se alejó de las palabras que oía y pasó a pensar en lo que se pondría esa noche. Cuando Ivan empezó a decir cuánto la extrañaba y lo mucho que deseaba tenerla entre sus brazos, ella respiró hondo.
—Ivan, ahora no puedo hablar, pero tenemos que reunirnos a principios de la semana próxima. ¿Podrías? Hay algunas cosas que tengo que hablar contigo.
—Me parece —dijo la voz en su oído— escuchar cierta vacilación en tus palabras, Rilla querida. ¿Acaso hay algo que me estás ocultando?
—¡No, Ivan, desde luego que no! —Rilla percibió la falsa jovialidad de su propia voz y confió en que no sonara tan mal en el otro extremo de la línea.
—Pareces contenta, pero en realidad no lo estás —dijo Ivan—. Mierda, pensó Rilla. ¿Y ahora, qué? Pensaba si no sería mejor decirle la verdad y ponerle a eso punto final, cuando él la interrumpió.
—Quieres que nos veamos para... ¿cómo dicen ustedes?... terminar conmigo. ¿Tengo razón? Quizá conociste a alguien. ¿Me equivoco?
Silencio, mientras Rilla pensaba frenéticamente qué decir.
—No me contestas porque ésa es la verdad —dijo Ivan con aire triunfal.
—Bueno, sí, hay alguien, pero yo no quería...
—Ya lo sé, ya lo sé. Querías hacer lo correcto. Verme. Decírmelo cara a cara. Te lo agradezco, pero te desligo de esa obligación. Eres libre como un pájaro, Rilla. Yo no te ataré.
Su voz estaba llena de emoción. Rilla no pudo evitar sonreír. ¡Cómo le gustaban las situaciones dramáticas! Ella dijo:
—Muy bondadoso de tu parte, Ivan. Yo no me lo merezco y te juro que no fue mi intención lastimarte, pero me enamoré. ¿No te suena ridículo?
—No —respondió Ivan—. Yo me enamoré de ti la primera vez que te vi. ¿Quién es ese hombre?
Rilla no pudo evitar sentir que ese supuesto “amor” no era tan intenso como él quería hacer creer. Ivan no parecía estar sufriendo. Ella no prestó atención a la primera parte de lo que Ivan había dicho y se concentró en responder a su pregunta.
—Es el director de un programa de televisión acerca de Ethan Walsh que se está filmando aquí. Su nombre es Sean Everard. Sea como fuere, Ivan, lo cierto es que ahora tengo que cortar. No te imaginas lo atareados que están todos aquí. Hablaremos como es debido cuando yo vuelva a Londres, ¿sí? Almorzaremos juntos lo antes posible.
Hubo algunos segundos más de Ivan en el rectángulo plateado del celular. Rilla pensó que no parecía exactamente acongojado, lo cual era bueno, aunque no muy halagador para ella. Pero sí la hacía sentirse mejor.
—Adiós, Ivan —dijo ella por fin—. Nos pondremos en contacto la semana próxima, te lo prometo. Cuídate.
Un leve clic e Ivan desapareció. Rilla puso el teléfono sobre la mesa de noche y de pronto se sintió mareada de felicidad. Todo iba a salir bien. El campo estaba despejado. Ivan le había dado a entender muy claramente que se recuperaría, incluso más rápido de lo que ella imaginaba. Se había mostrado mucho más comprensivo de lo que ella tenía derecho a esperar. Qué femme fatale eres, se dijo y se acercó al ropero para ver cuáles eran sus opciones para la noche. De nuevo pantalones de satén negro y, quizá, gracias a la luz benévola del comedor podría ponerse el top de seda rosada. El clima seguía sofocante y una chalina alrededor del cuello podría resultarle intolerablemente calurosa, pero le quedaba tan bien que Rilla igual se la pondría. Si le daba demasiado calor, siempre podría deslizaría sobre el respaldo de la silla.
Un suave llamado a la puerta la sorprendió en medio de esos pensamientos placenteros. Se preguntó quién podía ser y esperó que no fuera nadie que quisiera que ella hiciera algo. Dijo:
—Adelante. —Y Leonora contestó:
—Lamento molestarte, querida... —antes de que su voz se desvaneciera.
—¡Mamá! —Rilla no sabía si esa visita implicaría buenas o malas noticias. Estaba casi segura de que sólo significaba que Leonora quería saber si ella estaba bien después de las revelaciones de Efe. Dijo:
—Siéntate aquí, mamá. ¿Te sientes bien? Te noto algo cansada.
Era verdad. En el jardín de invierno, a la sombra de una enorme planta de grandes hojas, Leonora había parecido igual que siempre: aplomada, erguida y joven para su edad. Allí, con la luz baja del ocaso, la delgadez de la piel que rodeaba los ojos de su madre, las sombras que eran más oscuras que de costumbre, las venas azules que se destacaban en sus manos que de pronto parecían llenas de manchas y deformadas... para Rilla fue un gran impacto darse cuenta de que su madre era una mujer vieja. Nunca antes la había visto en esos términos. Ella es mi madre y siempre lo será, así que en realidad no la miro. Se supone que debe permanecer siempre igual, y por eso no la he visto cambiar. No tiene derecho a ser diferente de todos los recuerdos que guardo desde la infancia, pero desde luego que está diferente. ¿Cómo podría ser de otro modo?
—Estoy muy bien, querida —dijo Leonora con la voz fuerte y vibrante de siempre, lista para ofrecer opiniones y no escuchar estupideces de nadie. Rilla sonrió. Se lo tenía merecido por poner a su madre en la categoría de los enfermos y los viejos.
—Vine porque todavía había algo que quería decirte —prosiguió Leonora—. Pero primero tengo que hacerte una pregunta. ¿Te importa?
Responder “Sí, me importa”, ¿era una opción? Desde luego que no. Rilla contestó:
—En absoluto. Dime.
—¿Alguna vez piensas en Hugh Kenworthy? —Leonora giró la cabeza hacia la ventana al hablar, permitiendo así que Rilla reaccionara. ¿Qué clase de pregunta era ésa? ¡Imaginar a su madre recordando su nombre! Rilla habría apostado a que su madre había olvidado hacía mucho todo ese episodio. ¿Y cómo se suponía que debía contestar? Al final, dijo:
—Sí, por supuesto. Cada tanto.
No pienso, pensó Rilla, recordarte cuánto te odié por lo que hiciste y cómo sigo sintiendo un fuerte resentimiento por eso, incluso hasta hace un par de días. De ninguna manera diré nada de que nunca te lo perdonaré. Y, sobre todo, tampoco diré nada de que, ahora que conocí a Sean, todo eso no me importa nada. No diré nada de eso.
—Dudé si venir a verte, Rilla, pero lo pensé mejor y decidí que, en definitiva, era mejor que lo supieras todo.
—¿Acerca de Hugh?
—Acerca de por qué lo eché de aquí.
—Yo lo recuerdo perfectamente, mamá. Estaba casado. No era confiable en ningún sentido. No era apropiado para mí. Ya sé todo eso. Yo era muy joven entonces, y ahora entiendo que tuviste que hacer lo que hiciste. Supongo que yo habría hecho lo mismo si Beth hubiera estado en una situación semejante.
Leonora dijo:
—Sin embargo, hubo algo más que no te conté en aquel momento. Te habría dolido demasiado, y además yo estaba demasiado avergonzada de mí misma.
Se está poniendo colorada, pensó Rilla. ¡Qué increíble! ¿Qué es todo esto?
—Hugh intentó seducirme —dijo Leonora—. Arriba, en el estudio, cierta tarde mientras yo le estaba mostrando Willow Court. Yo estaba sentada en la chaise-longue y habíamos estado conversando. Él era tan buen conversador que confieso que permití que la charla fuera más cordial de lo que habría debido. Era un hombre tremendamente encantador y muy bien parecido, ¿no es cierto?
Rilla asintió. No había nada que decir. Leonora proseguía con su confesión como si tuviera que llegar al final o perdería coraje.
—Él vino a sentarse junto a mí. No sé cuándo me di cuenta de que tenía el brazo sobre mis hombros, pero allí estaba y entonces giré la cabeza y él comenzó a besarme y a tocarme y transcurrieron minutos... varios minutos... antes de que yo recuperara la cordura, lo apartara y le dijera que debía irse. —Leonora tenía la vista fija en sus manos y su voz era tan insignificante que Rilla tuvo que inclinarse hacia ella para oír lo que decía—. Lo peor fue que yo lo deseaba, Rilla. Mi amor por tu padre no fue como otras clases de amor. Yo jamás amé a otro hombre y nunca me habría casado de nuevo tal como nunca habría intentado ir a la luna y, sin embargo, Hugh consiguió metérseme debajo de la piel. Lo confieso.
Sacudió la cabeza.
—No es algo que una hija quiera oír de su madre, ¿verdad? Lamento habértelo dicho, pero pensé que debías saberlo. Todo el odio que sentiste hacia mí fue... ¿cómo decirlo?, un poco justificado. Sí, eso es. Un poco justificado. Yo tenía celos de ti, Rilla. De lo que tú y Hugh tenían. Es terrible que una madre sienta eso. Lo lamento tanto, tanto, querida. ¿Puedes perdonarme?
Lo primero que se le ocurrió a Rilla era que ésa era la primera vez en toda su vida que había oído a Leonora aludir a sus propios recuerdos sexuales. Tenía razón. Esa parte de la vida de su madre no era algo en lo cual Rilla pensara alguna vez. De hecho, sucedía todo lo contrario. La sola idea de Leonora en la cama con cualquiera en cualquier momento de su vida hizo que Rilla se sintiera incómoda. Recordó vívidamente lo hermosa que era todavía su madre cuando ella tenía diecisiete años. Cuando yo salía con Hugh Leonora era más joven de lo que yo soy ahora. Eso era algo que la hacía reflexionar, pues ¿en qué pensaba Rilla, de manera casi excluyente, desde que conoció a Sean, sino en el sexo? Dios, qué complicadas eran las personas. Qué imposible era conocer a alguien, sobre todo a los padres. Dijo:
—Mamá, no tengo nada que perdonarte. Hugh era muy buen mozo y encantador. Sólo un tronco podría haber sido inmune a eso. Sabes bien que eras una mujer muy hermosa. Y eras más joven de lo que yo soy ahora.
Leonora sonrió.
—Gracias, Rilla querida. Yo no podría haber actuado de manera diferente, pero sí lamento que mi actitud te haya lastimado. Y también lamento no haber hablado antes contigo. Eso sí que lo siento, y mucho. —Suspiró—. No creo que nunca te haya hablado como debía. Nunca antes se me ocurrió y me avergüenza tener que reconocerlo, pero creo que el hecho de que tu padre haya muerto mientras yo estaba embarazada de ti tiñó todo. Es algo muy vergonzoso de confesar, e incluso después de todos estos años me ruborizo cuando pienso en lo terriblemente injusto que fue. Pero yo estaba desesperada de dolor. Medio loca, en realidad. Más que eso. Y te culpaba a ti, mi pobre chiquita. Te culpaba de su muerte, aunque por supuesto tú eras inocente de todo.
Los ojos de Leonora se llenaron de lágrimas.
—Nunca le dije a nadie nada de esto, pero yo estaba demasiado enamorada de Peter. Y eso hizo que fuera siempre injusta contigo. Pero sí sabes que te amo, Rilla, ¿no es así?
—Sí, mamá, desde luego que lo sé. —Creyó percibir señales físicas de alivio en Leonora: sus hombros se enderezaron, su cabeza estaba más levantada, sus ojos lucían mejor.
—Me alegro. Eres muy generosa, querida. Es un alivio muy grande, porque últimamente has estado pesando mucho en mi conciencia y ya sabes cuánto me cuesta disculparme.
Sonrió para demostrar que este último comentario no lo decía muy en serio. Rilla también le sonrió.
—Pero —prosiguió— estoy arrepentida. Lo siento realmente, mi amor. Eso es lo principal que quería decirte. Espero que puedas perdonarme.
Rilla se mordió el labio para no llorar. Inesperadamente, su madre le había mostrado una herida y, absurdamente, ella quería al mismo tiempo consolar a Leonora como si fuera una criatura y también gritar y decir, basta, eres mi madre. No se supone que seas tú la dolida. Se supone que tú me cuides a mí. Así que contestó con voz algo temblorosa:
—Por supuesto, mamá querida. Pero, en serio, no tengo nada que perdonarte. Debe de haber sido tan terrible perder a un marido al que amabas tanto. No puedo ni imaginármelo. Por favor, no te sigas sintiendo mal por todo esto. ¿Me lo prometes?
—Eres muy buena conmigo, querida, y te lo agradezco tanto... No es fácil cuidarme a mí, ¿verdad? Pero ya me siento mejor. Me iré y te dejaré vestirte para la cena. Pero antes quería advertirte una cosa. No pensarás que soy una entrometida, ¿no?
Rilla se echó a reír. Era un alivio oír a la Leonora de siempre; un alivio asumir de nuevo un papel al que tanto se había acostumbrado: el de la peor de sus hijas.
—Adelante, mamá —dijo—. ¿Ahora qué hice de malo?
—Nada. Nada en absoluto, Rilla. Es sólo que no pude dejar de notar que tú y Sean... cómo te lo digo... estaban intimando demasiado. ¿No crees que te estás apurando mucho? Después de todo, apenas lo conoces.
No es momento, pensó Rilla, para decirle rudamente que se ocupe de sus propios asuntos.
—Mira, mamá —dijo con el tono más suave que pudo—, ¿qué me dijiste siempre acerca de que conociste a papá y pocos segundos después supiste que era el hombre que amarías toda la vida? Amor a primera vista, ¿recuerdas? Y eras sólo una criatura. Yo casi tengo cincuenta años. Sé lo que pienso y, de hecho, estoy de acuerdo contigo. Es rápido y al principio eso me preocupó pero ahora decidí que no me importa. No quiero perder más tiempo. Ésa es la verdad, mamá, y espero que no te moleste que te hable con tanta franqueza.
Leonora rió.
—Tienes mucha razón. Por supuesto que sí, y nada de esto es asunto mío. Pero no quiero que nadie te lastime, querida.
—Estoy segura de que eso no sucederá —dijo Rilla—. Pero me temo que, no importa lo que hagas, no podrías impedirlo.
—Lo sé. Ya lo sé, Rilla, pero hoy he aprendido algunas cosas acerca de mi propia madre que me han hecho replantearme todo. —Sonrió—. Sé que estoy siendo enigmática y te lo contaré durante la cena, pero sólo quería decírtelo. Me preocupo por ti, y no siempre he sido la mejor de las madres.
Leonora se acercó al tocador y, antes de que tuviera tiempo de decir nada, Rilla sintió las manos de su madre sobre sus hombros y un beso en la cabeza. No me ha besado así, pensó, desde que yo tenía apenas cinco años.
—Soy una vieja tonta —murmuró Leonora—. Que Dios te bendiga, querida mía.
Rilla parpadeó para no llorar.
—También a ti, mamita —logró decir antes de que Leonora se diera media vuelta y se dirigiera a la puerta. Tan pronto su madre se fue, Rilla pensó: yo la llamé “mamita”. Hace años y años que no lo hacía. ¿Lo habrá notado ella? Rilla se miró en el espejo y evaluó los arreglos que tenía que hacerle a su cara. Sonrió: tanta emoción dejaba sus rastros sobre la piel.
* * *
Sean dejó que el agua fresca de la ducha le cayera sobre la cabeza y se preguntó cómo andaría Leonora. La visita a Nanny Mouse había sido extraordinaria. Él había filmado todo lo que se dijo, pero era dudoso que lo utilizara en esa forma. Le habría encantado intercambiar ideas con Rilla, pero una promesa era una promesa y Leonora había sido bien clara en el sentido de que no quería que nadie supiera lo que se había hablado esa tarde. Pensó entonces en lo que vio desde su ventana la primera vez que subió al primer piso.
Un automóvil se alejaba por el sendero y le pareció ver a una mujer al volante; un reflejo de pelo rubio. Quienquiera que fuese, avanzaba a demasiada velocidad. No eran Rilla ni Gwen, quienes tenían pelo oscuro, y tampoco Chloë ni Leonora, a quienes había visto acercarse a la casa desde la glorieta. Se preguntó quién más estaba en la casa y entonces comprendió. Fiona era rubia, y aunque Sean casi no la había registrado en su radar, sí notó que casi todo el tiempo tenía mala cara. Lo más probable, pensó, es que haya tenido una pelea con Efe y se haya marchado, furiosa. Confió en que se calmaría un poco antes de llegar al camino principal y después la olvidó por completo cuando sus pensamientos se centraron en Rilla. Dondequiera que estuviera, pronto sería la hora de la cena y ella estaría allí. Esa noche él procuraría que estuvieran sentados uno al lado del otro. Y, tal vez, finalmente alguien explicaría lo que estaba sucediendo.
Salió de la ducha y tarareó mientras sacaba una camisa limpia de la valija. El hecho de ver su regalo de cumpleaños para Leonora lo hizo sonreír. Todos los integrantes de la familia iban a darle sus regalos después de la cena de esa noche y le habían permitido agregar su paquete al de ellos. Su regalo era un pequeño televisor y grabador de video de color blanco, en el que ella podría ver su película cuando estuviera lista. Sean estaba deseando ver la cara de Leonora cuando abriera la caja que ahora estaba en el rincón, con aspecto un poco tonto y con un moño rosado pegado como un aditamento de último momento.
A Sean no le parecía adecuado envolverlo, pero reconoció que el cartón marrón no era lo más apropiado para transmitir un sentimiento de afectividad.
* * *
Sean paseó la vista por la mesa. La noche anterior se había salteado la cena, pero le pareció que ahora la atmósfera era bien diferente de la de su primera comida en Willow Court. Por toda la casa flotaba un entusiasmo que él generalmente asociaba con la Navidad; una sensación de que los paquetes se hacían en secreto, de que todos preparaban su ropa y que de la cocina brotaban aromas deliciosos. Diversos miembros de la familia habían estado secreteando mientras bebían algo en la terraza y cada tanto alguien desaparecía y emergía después con aspecto bastante incómodo. Efe parecía preocupado y tenía la piel roja alrededor de los ojos. Si se hubiera tratado de otra persona, Sean habría jurado que había estado llorando, pero en ese caso lo más probable era que se debiera a alguna alergia, al calor o al polen.
El clima había sido espectacular los últimos días, como si Leonora hubiera ordenado que un perfecto verano inglés rodeara la casa, especialmente para su cumpleaños. A veces Sean sentía que Willow Court estaba separado del mundo real; que la totalidad de la casa y sus habitantes formaban parte de un arreglo bellísimo debajo de una gigantesca cúpula de vidrio. Sonrió. Demasiado excelente Chardonnay, ése era el problema. Eso y el hecho de estar enamorado, que lo convertía en un tonto capaz de tener esa clase de pensamientos.
También esta vez, el plan para la ubicación de las personas en la mesa era distinto. Él estaba junto a Rilla, quien estaba preciosa y olía a algo tan delicioso que él tuvo que contenerse para no sepultar la cara en su cuello. Fiona estaba indispuesta. Efe les había dicho que pensaba dormirse bien temprano para estar lista para el día siguiente. Según su marido, ella lamentaba tener que perderse el momento en que Leonora abriera sus regalos. Gwen, incluso con una sentadora falda de seda color azul hielo, parecía agobiada, con la expresión de ¿habré cubierto todas las contingencias posibles? que él reconocía en cada director de escena que había conocido. Sin embargo, James, que era obvio había bebido mucho vino, le hablaba a ella animadamente y Gwen comenzaba a distenderse. Beth casi no comía. Sean la vio desplazando por todo el plato el salmón en croûte de Mary, y se preguntó qué la estaría preocupando. Miraba todo el tiempo hacia Efe, pero no con la expresión embobada y de admiración que él había notado la primera vez que los vio juntos. Estaba sentada junto a Alex y asentía mientras él le hablaba. Había también otro cambio. Alex estaba prolijamente vestido con una camisa blanca impecable y pantalones oscuros de lino. Chloë y Philip estaban muy ocupados comiendo. Supuso que lo que ella tenía puesto era una suerte de vestido de noche, pero el efecto de una tiara de perlas y brillantes de evidente mala calidad incrustada entre su pelo rubio y coronando una blusa de encaje beige y una falda negra era más cómico que seductor y sofisticado.
Leonora había elegido vestir de negro. Su aspecto era pálido y más bien frágil, y las perlas de su collar brillaban contra la cascada de chifón que formaban las solapas de su blusa. Había estado más callada que de costumbre, aunque él trató varias veces de iniciar una conversación con ella. Comió muy poco de la palta y casi nada del salmón. Sean había visto a muchos oradores de sobremesa y algunos de los más nerviosos se portaban exactamente como lo hacía Leonora ahora. Se preguntó si la excitación de la fiesta del día siguiente tendría ese efecto, y lo dudó mucho. Tenía que haber algo más. Estaba a punto de preguntarle —con tacto desde luego— si le preocupaba algo, cuando ella dio unos golpecitos en un costado de su copa de vino con el tenedor. Todos callaron.
—Muchas gracias a todos —dijo ella—. Tengo algo que decirles ahora, algo un poco difícil y también extremadamente importante, y me pareció que éste sería el mejor momento para hacerlo, antes de que se sirva el postre. Va a ser muy difícil para mí, de modo que confío en que me tendrán paciencia y me permitirán terminar lo que tengo que decir antes de hacerme preguntas.
Sean paseó la vista por los comensales, que asentían y miraban a Leonora. Ella abrió su bolso con lentejuelas y extrajo una hoja de papel que desplegó cuidadosamente y apoyó sobre el mantel. Después, muy lentamente, abrió el estuche de sus anteojos y se calzó los que le servían para leer. Lo hizo en silencio, pero hubo cierta teatralidad en la forma en que a continuación fue mirando a todos antes de hablar.
—Esto —dijo y tocó la hoja de papel con un dedo— es una nota de suicidio escrita por mi madre.
Por un momento, Leonora pensó que iba a desmayarse. Las caras de todos los que rodeaban la mesa parecieron desdibujarse y transformarse en círculos blancos contra las paredes oscuras del comedor. Algo atrapó la luz y brilló con intensidad: la ridícula tiara que Chloë usaba, que le recordó a Leonora la clase de cosas que a Rilla y a Gwen les encantaba sacar del alhajero de la nursery cuando eran chicas. Sintió que el silencio crecía y supo que debía hablar de nuevo. Le había exigido hacer acopio de toda su fuerza mantener en secreto el contenido de esa carta desde que Chloë se la entregó hasta ese momento.
Al principio, su reacción había sido entrar en pánico. Mientras ella y Chloë todavía estaban en la glorieta, había llorado y sollozado de manera indecorosa y su pobre nieta no había sabido qué hacer para consolarla. Leonora había aceptado las caricias, las expresiones de afecto y el cabal consuelo que la joven le ofreció, pero no podía explicarle a su nieta que sus lágrimas eran tanto de furia como de pesar. Ethan, su padre. Si lo hubiera tenido a él delante en ese momento, lo habría atacado con sus manos desnudas. ¿Cómo pudo él hacer una cosa así? fue el pensamiento que explotó en todos los rincones de su mente. ¿Cómo pudo robarle a su esposa lo que ella más valoraba? ¿Cómo pudo engañar a su única hija y seguir aceptando el amor de una criatura inocente cuando él se había portado de manera tan abominable? Leonora se estremeció de furia ante tanta injusticia. Después de un rato ya no le quedaron lágrimas y le dijo a Chloë que se había recuperado y que deseaba volver a la casa. Su nieta la condujo con tanta suavidad por el parque que por un momento Leonora se sintió la anciana que realmente era.
Había besado a Chloë y se había dirigido directamente a su cuarto, donde estuvo sentada e inmóvil durante quince minutos antes de que todas las piezas separadas de lo que había sabido se unieran y cobraran sentido. Tuvo la sensación de que un gigante se había apoderado de su vida y que la había sacudido y apoyado de nuevo en el suelo, con todo su mundo ordenado de manera diferente; todos sus recuerdos, todo su pasado, absolutamente todo. Pero, al final, se recobró y pudo volver a ser la de siempre cuando habló con Rilla. Estoy acostumbrada a esto, se dijo. Estoy acostumbrada a poner buena cara frente a las adversidades. Así me educaron.
Ahora observó a todos los integrantes de su familia, que la miraban en un silencio total. ¿Debería explicarles los antecedentes antes de empezar? ¿O sería mejor hacerlo después de que hubieran escuchado esas palabras que habían permanecido ocultas tanto tiempo? No, entraría en materia enseguida y dejaría que la voz de su madre se oyera finalmente. Tosió y comenzó a leer, concentrándose en las marcas del papel; tratando de no pensar en su audiencia ni en la persona que había escrito esa carta, sino sólo en las palabras mismas.
Subí al estudio donde tu voz no me llegaba y pinté durante todas las horas del día. Solaz. Alivio. Consuelo, en aquellos días. No me importó que las telas fueran firmadas por otra persona. No me importó nada. Carecía de importancia. Lo importante era pintar. Lo que cobraba vida bajo mis dedos, eso era lo importante. La luz entraba por la ventana, iluminando un lado de una tetera y durante horas y horas lo único que me importaba era captar esa luz a la perfección. No como era en realidad sino como más de lo que era; el objeto (o sujeto) debía ser lo que era y también ser todas las posibilidades, sueños, recuerdos de lo que era. Todo esto es muy difícil de explicar, pero cuando una tela quedaba terminada, yo quería que fuera una fuente de luz para quienquiera que la contemplara. Quería que todo brillara y fulgurara y se proyectara del marco. Quería hacer cosas hermosas, y sabía cómo hacerlo y esas cosas no lloraban ni se quebraban ni se lesionaban bajo mis manos.
Yo, Maude, era la que pintaba mejor, así eran las cosas. Ethan lo comprendió. Incluso cuando los dos estudiábamos bellas artes, mis pinturas eran más elogiadas que las suyas. Además, él también comprendió que representaban una fortuna y una reputación. Inteligente. Eso es, sumamente inteligente. Yo no sabía cómo frenarlo. Durante años no cuestioné sus palabras. Él dijo que no importaba si la tela llevaba la firma de otra persona. Dijo que lo que permanece es el trabajo. Que la pintura nunca miente. Dijo que yo debería sentirme satisfecha con poder hacer esas cosas y no pedir, además, fama y gloria. Me dijo que yo era vulnerable, que era frágil, que me quebraría si recibía tanta atención. Juró que mantendría al mundo lejos de mi puerta, y lo logró y ahora yo lo lamento muchísimo. Muchísimo. He intentado decírselo, pero es demasiado tarde y él no quiere escucharme. Casi ni me mira. Él dice que el engaño es demasiado grande y ha ido demasiado lejos por demasiados años como para cambiar ahora. Si llegas a revelar la verdad (me dice esto todo el tiempo, muchas veces), yo les diré que estás loca de remate y señalaré mi firma. Diré que estás despistada, me susurra al oído. Ellos seguramente le creerán. Es un hombre muy creíble. Nadie duda de él.
Hay una salida y yo la tomaré. Muy pronto. No soy más valiente de lo que solía ser, pero estoy cansada de todo, harta hasta los huesos de tanto dolor. Ya nada me satisface. Quiero castigarlo y lastimarlo, pero no tengo la valentía suficiente para contar lo que él me ha obligado a hacer, porque él me destruiría si lo hiciera. Sé que lo haría. Es un hombre cruel, por mucho que seduzca a la gente con su sonrisa y su conversación inteligente. He perdido la cuenta de las veces que me golpeó, pero durante días y días estuve confinada en mi cuarto para que el mundo no viera los moretones en mi cuerpo y mis ojos rojos de tanto llorar. Ahora siempre tengo los ojos rojos, pero pronto esto terminará. No más cuadros —nunca más— de mi mano, y eso le dolerá a él más que ninguna otra cosa. Eso tal vez lo hará llorar. No el hecho de perderme sino de perder las pinturas que casi se ha convencido de que son suyas. Él me devoró a mí para que todo lo mío formara parte de él. Mi debilidad y mi cobardía. Soy tan cobarde. No puedo perdonarme por eso, por mantenerme apartada de mi querida bebita cuando ella era tan chiquita. Por no hablar. Por no meter mis cosas en una valija y alejarme por el sendero. Pero, ¿cómo hacerlo? ¿Cómo dejar a mi hija y mi jardín y la casa que tanto amo? Soy una cobarde, una espantosa pusilánime y me odio a mí misma más que a cualquier otra cosa en el mundo. No puedo mirarme al espejo sin sentir asco y horror. Pero pondré punto final a todo esto. Le preparé una sorpresa a Leonora para su cumpleaños... será muy pronto y trataré de esperar a que pase antes de dejar de pintar para siempre. Hay una cosa que él no sabe. Nadie lo sabe. He firmado mis propias telas. Ya está, ya lo dije. Mis propias telas. En alguna parte de cada una he dibujado una serie de líneas o colores con forma de león. Un león muy chiquitito para Leonora, que es valiente y temeraria como su padre, y hermosa, y para quien sólo deseo que enfrente siempre la luz y nunca se esconda para llorar en la oscuridad, como yo lo hago, como yo. Querida hija, perdóname. Perdóname. Te amé desde el momento en que naciste y he pensado en ti en cada momento de cada día. Tu madre, Maude Walsh.
Leonora levantó la vista. Las caras familiares que rodeaban la mesa se habían transformado en seres de una pesadilla. Beth estaba boquiabierta, y con los ojos de par en par. Gwen se cubría la boca con una mano y Rilla lloraba sin disimulo. Alex tenía las dos manos sobre la cara, que le tapaban los ojos. Chloë y Philip estaban sentados muy tiesos y James extendía el brazo en busca de la botella de vino. La oscuridad se había congregado en los rincones del comedor mientras ella hablaba. Leonora quebró el silencio.
—Me temo que es una carta un poco larga, pero sentí que debía leerla en su totalidad para que ustedes entendieran. Fue escrita en el dorso del papel utilizado para cubrir el techo de la casa de muñecas, y agradezco mucho a Philip y a Chloë el haber desprendido ese papel con tanto cuidado para que no se perdiera ni una sola palabra, y que además me transcribieran a máquina la copia que acabo de leerles. La letra del original está muy desvaída y cuesta mucho entenderla. Muchísimas gracias a los dos.
Todavía, nadie habló. Ella continuó:
—Espero que no les haya costado demasiado seguir el estilo un poco desarticulado de mi madre. Lo que esta carta no aclara —¿cómo podría hacerlo?— es que yo la encontré. Yo la encontré muerta, flotando en el lago, justo antes de mi octavo cumpleaños. La impresión me llevó a enfermarme y cuando me curé, bueno, ellos habían decidido —supongo que fue decisión de mi padre, y Nanny Mouse lo secundó en su plan— que yo no debía conocer la verdad. Imagino que pensaban que me trastornaría demasiado recordar una cosa tan espantosa.
Gwen y Rilla exclamaron, casi al unísono:
—Oh, mamá, mamá, qué... qué... —y las dos empezaron a ponerse de pie. Leonora extendió una mano para frenarlas, y ambas volvieron a sentarse. Gwen estaba blanca como el mantel que tenía delante y las lágrimas de Rilla le surcaban libremente las mejillas. Vio que Sean titubeaba y que después se inclinaba hacia ella y le tocaba un brazo para consolarla.
—Lo siento —dijo ella, mirándolo y secándose las mejillas con una servilleta—. Es un sacudón tan grande y tan terrible. Casi no puedo creerlo.
Sean le susurró algo y le pasó un brazo por los hombros.
—Ojalá hubiera podido ocultarles esto —dijo Leonora—. Por lo menos hasta después de la fiesta, pero sé que yo me sentiré más aliviada si todos conocen la verdad. Cuando lo digo así, en voz alta, me sigue costando creerlo, pero es verdad. Maude Walsh, mi madre, es la autora de los cuadros que cuelgan de todas las paredes de esta casa. Él, mi padre, se apoderó de su obra y la hizo pasar como suya. Es, realmente, algo monstruoso. Monstruoso.
—Pero no entiendo de qué manera lo hizo —dijo Efe—. Sin duda debe de haber empezado pintando algo él. Quiero decir, él era pintor, ¿no? ¿Cuándo decidió concretar ese engaño? ¿Y cómo es posible que no lo descubrieran durante la vida de Maude?
Leonora dijo:
—Supongo que nunca conoceremos las respuestas a esas preguntas. La única persona que podría habernos ilustrado es Nanny Mouse, y ella está cada vez más confundida. Pero creo que tan pronto se casaron tal vez él comprendió que las pinturas de Maude eran muy superiores a las suyas, y no pudo soportarlo. Quizás un marchand le ofreció una suma importante por una de las telas de Maude y eso le dio la idea. No lo sé. Pero lo cierto es que él se adjudicó el crédito por el arte de mamá mientras ella vivió, y cuando murió se aseguró de que su obra fuera enterrada viva en la medida de lo posible. Creo que eso y nada más explica por qué él no quería que las pinturas de mamá abandonaran Willow Court.
—Y no olvides, Leonora —dijo James—, que había en el mercado algunas de las primeras pinturas de él, porque las había vendido antes de casarse con tu madre. Si alguien hubiera empezado a comparar los primeros Walsh con los últimos, lo más probable es que su plan no hubiera tenido éxito. Aun así, él corrió un gran riesgo.
—Podía haber dicho que su estilo había cambiado —sugirió Chloë—. Los pintores siempre hacen eso. Si alguien le hubiera preguntado por qué sus cuadros eran tan diferentes.
—Es verdad —dijo Efe—. ¡Pero qué plan maquiavélico!
—Lo dices como si lo admiraras, Efe —dijo Beth, furiosa—. Es una de las cosas más crueles que he oído jamás. Peor que su crueldad física.
Leonora vio que Efe se ponía colorado y que Beth lo fulminaba con la mirada. ¿Habrían estado peleándose? Si era sí, ella no tenía el tiempo ni la energía suficientes como para preocuparse. Ya tenía bastante en qué pensar sin tener que afligirse por las peleas de sus nietos. Se quitó los anteojos de lectura y se inclinó hacia adelante.
—Es algo espantoso, por supuesto. Nadie puede negarlo, pero enterarse de esta manera, tantos años después, es quizá peor, porque ahora tengo que repasar retrospectivamente toda mi vida, sabiendo que estaba regida por una mentira. Y mi padre actuó de una manera que me parece imperdonable. Atroz. Terrible. No sólo destrozó a mi madre con su crueldad física y su rudeza sino que también le robó lo único, lo mejor que ella tenía y se lo apropió. Y lo realmente peor de todo es...
Leonora calló. Sintió que le temblaba el labio inferior y que los ojos se le llenaban de lágrimas. Parpadeó con fuerza para impedir que rodaran e hizo dos inspiraciones profundas antes de continuar.
—Esto es muy terrible para mí. Lo peor de todo es que yo lo ayudé. Pasé la mayor parte de mi vida adulta procurando que su obra, su arte, se exhibiera para mejor beneficio de él. He sido la guardiana de sus telas y he impedido que llegaran al mundo, tal como él quería. Y lo amé, lo amé mucho a él y a su recuerdo durante toda la vida y ahora no puedo seguir haciéndolo. La persona que yo creí amar no existía. Casi todo lo que él realmente era estaba oculto y tapado por un disfraz. Se vistió con el talento de mi madre y se sirvió de los honores que debían de pertenecerle a ella. Y de todo mi afecto. A mí no me quedó nada para ella. Yo la marginé, no sólo desde que murió sino también mientras estaba con vida. Ethan Walsh se chupó toda la atención, la atención de todo el mundo, durante todo el tiempo.
El sonido que brotó de su boca parecía risa, lo cual la sorprendió un poco, porque le había parecido un grito.
—Siempre fue un poco excéntrico, ¿verdad? No querer que sus cuadros abandonaran las paredes de su casa. Tanto hablar y hablar de que la gente no los apreciaría adecuadamente, y cómo eran una parte integral de la casa... era todo mentira, nada más que mentiras repugnantes, y yo las creí y lo ayudé. Lo asistí y lo apoyé en su engaño y en su crueldad para con mi pobre madre, para que él pudiera seguir lastimándola aunque estuviera muerta. Lamento estar llorando ahora, pero no puedo evitarlo.
Gwen y Rilla se pusieron de pie y fueron a consolar a Leonora.
—Por favor, por favor no te disculpes —murmuró Gwen y abrazó a su madre.
—Llora si tienes ganas —agregó Rilla—. Tanto como quieras.
—Estoy bien, queridas mías, de verdad. Vayan a sentarse de nuevo. Algunas de estas lágrimas son sólo de rabia. Me siento... me siento asesina cuando pienso en él. Lo cierto es esto: él quería que las telas permanecieran en Willow Court no sólo para que no lo descubrieran sino también para asegurarse de que mi madre nunca fuera reconocida como la autora. Él procuró que ella jamás recibiera el reconocimiento que merecía. Al menos eso es claro para mí. Quería las telas aquí para siempre, a salvo en Willow Court. Me hizo prometerle que cumpliría sus instrucciones, tal como las escribió en su testamento, y yo le dije que lo haría. Se lo prometí. Ahora veo que esa promesa me fue extraída injustamente al desconocer la verdad. Como todos saben, también en mi testamento hay instrucciones, pero el lunes por la mañana las haré modificar.
Bebió un sorbo de vino. Tengo que recuperar la compostura, pensó y se secó los ojos con un pañuelo con borde de encaje.
—Hay una oración que yo solía rezar cuando era chica, y que decía: Si muero antes de despertar. No tengo intenciones de morir antes de despertar y perderme la fiesta de cumpleaños, pero por si acaso sucediera... —Sonrió—. Me gustaría decir, frente a todos ustedes, y ustedes son mis testigos, que me propongo propagar la historia de las pinturas de Maude Walsh por todo el mundo del arte y, Efe querido...
—¿Sí, Leonora?
—Por favor, ponte en contacto con el señor Stronsky y dile que nada me daría más placer que una galería construida con el fin de exhibir la obra de mi madre.
Estas palabras quebraron el conjuro y todos comenzaron a aplaudir. Sean dijo:
—Yo tendré que agregar algunas cosas a mi película, Leonora. No será necesario modificar nada de lo que ya tengo filmado, salvo sus dos entrevistas. Desde luego, volveré a escribir los comentarios del principio al fin, pero disfrutaré haciéndolo. Es una historia tan espectacular. ¿Podremos reunirnos la semana próxima?
—Tendré el mayor gusto en recibirlo aquí nuevamente cuando usted pueda, Sean —dijo Leonora—. Lamento confesarle que no había pensado en el programa. Y también quiero advertirles que les diré la verdad a mis invitados a la fiesta de mañana. Quiero que todos la sepan. Basta de engaños.
—Ella se hará famosa, Leonora. —Chloë estaba exultante—. Mucho más famosa de lo que lo fue Ethan Walsh, porque no sólo tendrá una galería construida sólo para ella sino que esta historia formará parte de esa galería. Cómo se la descubrió tantos años después de su muerte. Cómo su marido le robó sus obras. Será un icono feminista. Miles de mujeres querrán venir a Willow Court para ver dónde vivió.
Leonora se estremeció.
—Creo que eso no me haría mucha gracia, querida.
Efe dijo:
—Tengo que comunicarme enseguida con varias personas. ¿Te parece que deberíamos informar a la prensa? Ellos podrían llegar aquí mañana.
—Efe, por favor, compórtate —le dijo Leonora con severidad—. Tal vez no has pensado que mañana es la fiesta por mi cumpleaños número setenta y cinco y me gustaría disfrutarla con mi familia y mis amistades. La historia de mi madre ha permanecido oculta desde 1935. Se lo informaré a mis invitados, pero creo que el mundo puede esperar. Otro par de días no hará una diferencia apreciable en su reputación futura. Estoy segura de que estarás de acuerdo conmigo.
Efe tuvo el buen tino de ponerse colorado.
—Lo siento, Leonora. Por supuesto que no quiero arruinarte el día, pero sólo pensé que... no lo sé. Tú y tu cumpleaños son parte de la historia. Después de todo, tú la encontraste. Es algo muy dramático. El suicidio y todo lo demás le confiere un ángulo humano muy interesante.
—Será igualmente interesante la semana próxima —dijo Leonora en un tono que logró que la discusión acerca de las posibilidades de incluir a la prensa llegara a un punto final. Notó que Rilla miraba hacia la puerta y preguntó:
—¿Qué sucede, Rilla? ¿Qué estás esperando?
—Es una sorpresa —contestó Rilla—. ¿Estás lista para pedir el postre?
—Rilla querida, tú siempre lograrás traer la conversación de vuelta a la tierra, ¿no es así? Pero tienes razón. Debemos continuar con la comida porque de lo contrario estaremos años aquí y hoy particularmente deberíamos todos acostarnos temprano.
Sean se inclinó un poco más hacia Rilla mientras todos los que estaban en torno a la mesa comenzaron a hablar de la fiesta. Él le susurró al oído:
—No nosotros, por favor, Rilla. Saldremos a dar una caminata, ¿verdad? En la oscuridad. Los dos solos, ¿sí?
Rilla asintió y apoyó la mano sobre la rodilla de Sean debajo del mantel. Él le acarició suavemente la palma.
—Por supuesto que sí —dijo ella.
Mary entró en el comedor y puso la torta de frutillas delante de Leonora.
—¿Qué es esto, Mary? Creí que esta noche tendríamos ensalada de frutas.
—Rilla tuvo otra idea —respondió Mary con una sonrisa.
—Yo la hice, mamá —dijo Rilla—. Anoche, cuando todos dormían. Es una sorpresa para ti.
—Tiene un aspecto maravilloso —dijo Leonora—. Gracias, querida. Espero poder cortarla prolijamente. Está demasiado linda para arruinarla, ¿no?
—Nada de eso —dijo James—. Es demasiado linda para dejarla en la fuente, eso es lo que yo digo. —Sostuvo su plato en el aire y sonrió—. ¡Apúrate con el cuchillo, Leonora! No puedo esperar.
* * *
Alex deseó haber llevado su cámara a la cena. Las caras alrededor de la mesa mientras Leonora leía las palabras de su madre deberían haber quedado registradas en película. Gwen y Rilla con lágrimas en los ojos; Efe, al principio con la cara de alguien que acaba de recibir un puñetazo que lo dejó fuera de combate y, luego, pensando lentamente cómo revertir la situación en su propio beneficio. Casi no pudo quedarse sentado y quieto mientras Leonora distribuía la torta de frutillas. Era típico de Rilla hacer algo completamente delicioso pero que se convertía en un revoltijo de masa, crema y frutas en cuanto se lo cortaba. Alex deseó haber tomado una foto de ella, con los labios brillantes, preparándose para engullir el primer gran bocado, y Sean mirándola como si deseara que, en cambio, ella mordiera un pedazo de él. Y como fondo Leonora, cuyo entrecejo fruncido expresaba desaprobación frente a tanta gula.
Alex estaba solo en la terraza en esa suave penumbra aguardando la llegada de Beth, quien ayudaba a Leonora a transportar al dormitorio todos los regalos que había abierto, pero le avisó que no tardaría demasiado. Beth estuvo muy callada durante toda la cena. Él logró sentarse junto a ella y, en determinado momento, le preguntó qué le pasaba, pero ella se limitó a sacudir la cabeza y a susurrarle: “Te lo diré más tarde”.
—¿Alex? —La voz de ella irrumpió en sus pensamientos.
Él se puso de pie y dijo:
—Aquí estoy, Beth. En la glorieta.
Ella se sentó junto a él y se recostó contra la pared.
—Estoy agotada —dijo—. Demasiadas cosas pasaron hoy. Y me cuesta digerirlas a todas.
—En realidad, más de lo que sabes —dijo Alex—. ¿Hablaste con Efe?
Beth soltó una risotada.
—No me hables de Efe, en serio. Si prácticamente se podía ver en sus ojos el signo dólar brillando cuando oyó la carta de Maude. Cuando Chloë dijo eso acerca de que se transformaría en un icono feminista, él casi se puso a saltar de alegría. Me alegra que Leonora haya puesto punto final a la pretensión de Efe de llenar mañana el lugar con periodistas. Es tan codicioso y egoísta.
—¿Eso no lo supiste siempre?
Beth pensó un momento.
—Sí, supongo que sí. Sólo que nunca antes me importó porque nunca vi el efecto que su conducta tenía en la gente. ¡Pero mira a la pobre Fiona! No es mi persona favorita, pero ella no merece ser golpeada. Ni intimidada. Nadie se lo merece.
—Ella lo abandonó —dijo Alex.
—¿Qué? ¿Fiona abandonó a Efe? ¡No puedo creerlo! Ella nunca se atrevería a hacer una cosa así. Tendría miedo de lo que él le haría cuando volviera a encontrarla.
—Tal vez ni siquiera la busque. Al menos ésa fue la impresión que me dio. Pero, por favor, no digas ni una palabra, Beth. No se suponía que yo se lo dijera a nadie. Él no quiere arruinar la fiesta.
—Algo muy drástico tiene que haber sucedido. Vamos, Alex, dímelo. Continúa, por favor. Yo no diré nada. La pobre Fiona toleró demasiado. ¿Y qué puede haber hecho él para que ella decidiera marcharse y perderse la fiesta?
—Accidentalmente ella escuchó un mensaje que había en el celular de Efe.
Beth quedó callada un momento. Después, dijo:
—Supongo que de una mujer. Tal vez de Melanie.
—Peor que eso. Por lo que pude pescar, algo de sexo telefónico.
Beth volvió a quedarse callada.
—A Efe le están pasando hoy muchas cosas —dijo—. Casi le tengo lástima.
—Pues a mí me parece que está bien —dijo Alex, sintiendo una puñalada de intensos celos.
—Leonora habló esta tarde con Efe y con Rilla en el jardín de invierno. ¿Me prometes, Alex, que no le dirás nada a nadie de esto? Obligó a Efe a contarle a Rilla la forma en que Mark murió. ¿Eso era lo que tratabas de decirme ayer? ¿Que Efe no hizo nada por salvarlo? ¿Que estaba demasiado interesado en el juego como para prestarle atención?
Alex asintió.
—Supongo que debería haber dicho algo, sólo que Efe me aseguró que fue un accidente. Que Leonora lo dijo y que no debíamos decirle nada a nadie. Y no lo hice. Yo también me he sentido mal a veces, Beth, preguntándome si no podría haber intentado algo. Por ejemplo, decirle a Efe que mirara hacia atrás. Algo.
—Tú no eras mucho mayor que Markie, Alex. Y nadie puede pedirle a Efe que haga algo, ¿no te parece? No debes culparte. Fue un accidente. Tal vez podría haberse prevenido, pero eso es lo que fue. Creo que deberíamos tratar de olvidarlo.
Alex escuchó los sonidos de la noche, que los rodeaban. El delicioso aroma de la tarde llenó el aire y él cerró los ojos. Ésa era la oportunidad buscada. Intuyó que si no hablaba, Beth muy pronto se pondría de pie y se iría a acostar. Era tarde, ella estaba cansada y tenía mucho en qué pensar. Él lo sabía. Dijo:
—¿Beth?
—¿Mmmm?
Alex la miró. Beth tenía los ojos cerrados. No había hecho mención de lo sucedido antes, en la cocina. ¿Significaba eso que ella lo lamentaba? ¿Sería posible que él hubiera imaginado la reacción de ella frente a su beso? ¿Debería decir algo? La blusa de satén de color blanco perlado de Beth resplandecía. Si decidiera hablar, ¿qué debería decirle? Te amo quedaba descartado. De ninguna manera esas palabras, dichas así como así, en forma intempestiva. Tampoco podía preguntarle lo que él realmente necesitaba saber: ¿Qué hay de Efe? ¿Sigues amándolo? ¿Yo soy algo así como el segundo en tu lista? Tal vez no debería hablar en absoluto sino tan solo besarla. Se inclinó sobre ella y le rozó los labios con los suyos con la mayor delicadeza posible, por si acaso.
—Nada —dijo él—. No sé qué decir.
Beth abrió los ojos.
—¿Te estás preguntando acerca de lo que pasó esta tarde? ¿Si realmente lo dije en serio? Pues la respuesta es sí. No sé por qué tardé tanto en comprenderlo.
Y antes de que él supiera qué estaba sucediendo, Beth lo abrazó y su boca estaba sobre la de él, abierta, ansiosa, dulce. Alex cerró los ojos y le devolvió el beso. Los dos quedaron abrazados un buen rato y después se separaron, sorprendidos y sin aliento.
—No importa —dijo Alex, casi sin voz—. Siempre y cuando tú lo sientas ahora...
—Hablas demasiado —dijo Beth—. Cállate y bésame de nuevo.
* * *
—Todo esto comienza a parecerme —dijo Rilla— una producción bastante espectacular de Sueño de una noche de verano. Parejas que deambulan en la oscuridad de un bosque misterioso.
Caminaban juntos por el jardín silvestre y se dirigían al lago. Los dos lo sabían, pero ni Sean ni Rilla mencionaron el hecho.
—No se me ocurre qué quieres decir —dijo Sean—. Gwen y James y Fiona y Efe y Chloë y Philip están todos probablemente bien arropados en cama, los muy afortunados. Tampoco veo los bosques. Aparte de eso...
—Estás atrasado de noticias, Sean. Yo sé algo que tú ignoras, y no se supone que te lo diga.
—Continúa. Prometo no decir nada.
—La puerta del dormitorio de Efe y Fiona estaba entreabierta cuando subí en busca de mi chal. Miré hacia adentro, para ver si ella se sentía mejor y... ¿a que no adivinas qué?
—Soy un desastre para las adivinanzas. Dímelo tú.
—Ella se fue. Fiona se marchó. Al parecer, lo abandonó.
—Estoy atónito. Nunca pensé que ella tendría el coraje suficiente para hacer una cosa así. Sin duda volverá a él.
Rilla suspiró.
—Pienso que Fiona tal vez lo intente, pero no estoy tan segura de que él lo desee. Efe es un muchacho muy raro. Bueno, ya no es un muchacho, pero yo siempre pienso en él de esa manera. Ya te conté lo que pasó esta tarde. Cuando lo vi llorando así, bueno, sentí mucha lástima por él. Efe tuvo que vivir todos estos años con ese recuerdo. Debe de haber sido algo terrible de soportar.
Sean permaneció en silencio. No quiso decepcionar a Rilla con respecto a la sensibilidad de su sobrino, pero habría jurado que las noches de insomnio que Efe había experimentado a lo largo de los años a causa de su conciencia culpable ni siquiera tendrían dos dígitos.
Siguieron caminando hacia el lago. Rilla se detuvo cuando salieron del jardín silvestre.
—Vamos hacia allá, ¿no? Al lago.
—Si te crees en condiciones de hacerlo —dijo Sean—. No quiero obligarte, pero me pareció que si íbamos juntos podríamos exorcizar algunos de los malos recuerdos.
Rilla asintió. Sean le sostenía una mano y la sintió tensarse un poco. Ella dijo:
—Estará bien si te tengo al lado. No me sentiré tan asustada.
Había esperanza en su voz, una inflexión más optimista.
—Aquí estamos —dijo con suavidad Sean—. Ya llegamos.
El lago relucía allí donde el claro de luna lo rozaba. Las ramas de sauce estaban negras contra el cielo y sólo los pequeños ruidos del agua que lamía las orillas quebraban ese silencio.
—Debe de haber sucedido aquí— murmuró Rilla—. Lo lamento, no debería llorar. Lo siento tanto.
Sean extrajo un pañuelo del bolsillo y secó las lágrimas de Rilla.
—Tómalo —dijo—. Llora todo lo que quieras.
—No, no, estoy bien. En serio. Es mejor que estemos aquí, en el lugar donde realmente sucedió. Quizá debería haber venido mucho antes, sólo que no me animaba. Pero puedo estar aquí contigo.
Las sombras se movieron sobre la superficie del agua. Rilla dijo:
—¿No es extraño que, por negro que sea algo, siempre hay algo un poco más oscuro listo para formar sombras sobre él? Si miro con suficiente intensidad, veo, o creo ver, movimientos en el agua, y no puedo sacarme de la cabeza a mi madre, una criatura, que con horror descubre a su propia madre flotando en el lago, sabe lo que es, no quiere saberlo y grita mientras corre hacia la casa. Es debido a ese retrato de ella, más o menos cuando tendría esa edad. Sabemos no sólo cómo era su aspecto sino también qué clase de criatura era. Gracias al retrato. Imagino cada momento de lo que sucedió. Leonora corriendo al jardín y hacia aquí, hacia el lago, para alejarse de la casa, y después encontrando el cuerpo de su madre. Y eso se mezcla un poco con Mark y con lo que le sucedió a él. Caminemos a la otra orilla. Tal vez allí me sentiré más cómoda.
—Desde allí se puede ver muy bien la casa.
Caminaron sin hablar hasta quedar del lado opuesto a Willow Court. El edificio era una forma oscura en lo alto de una ladera. Había luz en algunas de las ventanas; en la de Chloë y Philip y, más sorprendentemente, en la de Leonora.
—De noche no se ve mucho —dijo Sean—. Es mejor durante el día, cuando el jardín luce magnífico.
—Eres un farsante —rió Rilla—. Me prometes una vista maravillosa y lo único que consigo son algunas luces contra un fondo negro.
—Yo no te traje aquí para mostrarte la vista.
—Eso ya lo sé —dijo Rilla—. Y, si quieres saber la verdad, la vista no me importa nada.
—Bien —dijo Sean. La atrajo hacia sí y ella cerró los ojos al entrar en el círculo de sus brazos.
* * *
Leonora estaba sentada en el sillón de su dormitorio con los ojos cerrados. No eran siquiera las once de la noche y estaba decidida a acostarse temprano. Había bastantes posibilidades de que estuviera dormida antes de la medianoche, y eso era importante para ella. Quería despertarse bien fresca a la mañana siguiente, en su cumpleaños, y no mostrarse ese día sin haber descansado, después de las horas más agotadoras que había pasado en muchos años.
Los regalos de su familia estaban en todos los rincones del cuarto. Los más pequeños estaban desplegados sobre la cama, del mismo modo en que ella solía disponer los regalos cuando era muy chica, para que Maude y Ethan entraran y vieran todo y crearan una escena que dijera: somos una familia feliz que lo hace todo en conjunto.
Esa noche había estado en peligro, durante la cena, de quebrarse y de ponerse a llorar de nuevo, después de todas las lágrimas que había vertido por la tarde. Leonora se jactaba de no ser sentimental. Nunca había llorado en el cine y estaba convencida de que cierto control sobre los sentimientos nunca hacía mal a nadie, pero le había costado mantener ese control mientras leía las palabras de Maude.
No soy la misma persona que era cuando desperté, pensó. Siento como si se hubiera producido un terremoto en lo más profundo de mi ser. Un inmenso cataclismo que me lastimó y sacudió cada milímetro de mi persona. Hubo otros días en su vida en los que también se sintió alterada. El día de su boda. Los días en que dio a luz a Gwen y a Rilla. El día que Mark murió. Cada muerte era triste, pero algunas superaban el orden natural de las cosas, y uno nunca volvía a ser el mismo después.
Pensó en la muerte de su madre y trató de imaginar el peso de sufrimiento y desesperación que pudo llevarla a ese fin. Leonora siempre había sostenido que el suicidio era un acto de supremo egoísmo para la madre de una criatura pequeña. Porque —pensaba— yo nunca podría hacerlo, por eso. Y Maude no debe de haberse sentido mi madre. Debe de haber tenido la sensación de que Nanny Mouse era más que una madre para mí. ¿Creía acaso que yo amaba más a Nanny Mouse? Este temor trajo más lágrimas a los ojos de Leonora. Quizá yo aumenté su sufrimiento por no amarla lo suficiente. Por no impedir su suicidio con mi amor. Oh, lo siento, mamá. Lo siento tanto.
Leonora respiró hondo y decidió dedicar toda su energía y tiempo a promocionar el genio de Maude y a contar su historia. Era lo menos que podía hacer. Miró el cuadro que colgaba sobre la cabeza. Cisnes blancos sobre el lago, siempre a punto de moverse. Plumas que parecían encresparse con la brisa.
Sus ojos no estaban en condiciones de buscar la firma oculta, el pequeño león, entre las pinceladas verdes, blancas y de azul oscuro. Le pareció sorprendente que nadie la hubiera notado en todos esos años, pero Maude se había esforzado mucho en ocultarla, y nadie tenía razones para buscarla. Al día siguiente... no, no al día siguiente, porque sería un día muy ajetreado..., el lunes ella le pediría a Alex que se la buscara. De pronto por su mente cruzó un pensamiento y se preguntó si el pequeño Douggie habría encontrado algunos de los leones ocultos de Maude sobre el empapelado de la casa de muñecas y que por eso tironeó de él y lo desprendió del techo. Eso quizás explicaría por qué un chiquillo tan tranquilo y nada destructivo sintió la tentación de hacerlo. Ella se fijaría después de la fiesta.
Enfocó su atención en los regalos. ¡Qué afortunada era! El pequeño aparador de Chloë, con sus cajones diminutos llenos de cosas que la llevaban de vuelta al pasado era una preciosura. Había un pequeño relicario con un retrato del Señor Nibs, su primer gato. Chloë debe de haberlo recordado de la época en que se sentaba en la falda de Leonora y juntas miraban los viejos álbumes. Había también una alianza matrimonial y una rosa seca de color rosado para representar su boda, y escarpines para Gwen y Rilla. Había un trozo del primer boletín escolar de Efe; una copia de un marcador de libros que Chloë había hecho cuando tenía doce años, una de las fotos más tempranas de Alex... Toda clase de cosas que le trajeron buenos recuerdos. ¡La inteligente y talentosa Chloë!
Efe y Fiona le habían regalado un hermosísimo camafeo de oro con aros haciendo juego. Le quedarían perfectos con el vestido que se pondría al día siguiente, lo cual era una suerte. Leonora confió en que Fiona se sentiría mejor para ese entonces. No querría que se perdiera la oportunidad de vestirse de gala. Douggie había dormido particularmente bien la noche anterior. No podía recordar cuándo había sido la última vez que lo vio, lo cual la intrigó un poco. Por lo general Efe se lo llevaba para darle las buenas noches antes de que lo acostaran, pero ese día era tan insólito que todas las rutinas de Willow Court estaban confundidas.
El regalo de Gwen y James estaba en un sobre: eran dos pasajes para un fin de semana largo en un espléndido hotel de Venecia, en octubre. Con todos los gastos pagos. ¿A quién se llevaría con ella? Habría tiempo de sobra para decidirlo después de la fiesta, pero qué cosa tan maravillosa sería para planear con entusiasmo.
El televisor blanco de Sean estaba sobre la mesa pequeña en el extremo de su cama. Sonrió. Durante tanto tiempo ella se había mostrado contraria a tener un televisor en el dormitorio que sería como reconocer una derrota confesar lo mucho que deseaba en las noches de invierno estar acostada debajo de una manta suave y ver a solas el programa que quisiera, sin tener que considerar lo que desearan ver los demás. No importaba, estaba dispuesta a reconocer su error. Sería maravilloso. Sean también le había prometido un casete del programa Ethan Walsh —no, el programa Maude Walsh—, y ella podría ponerlo en la videograbadora y pasarlo cada vez que lo deseara. Pensó que era un regalo muy considerado de parte de Sean.
Beth le había comprado un antiguo espejo móvil de cuerpo entero, que había colocado cerca de la ventana. Ahora podré sacar el viejo espejo, también de cuerpo entero, que hay en el interior de la puerta del ropero. Sonrió. A Beth nunca le gustó y siempre fruncía la nariz cuando lo veía, diciendo que no era mejor que los espejos comunes y corrientes de los probadores de las tiendas y que no era nada favorecedor.
—Es suficientemente bueno para mí —fue la respuesta de Leonora—. Ya no me interesa tanto mi aspecto como antes.
Sonrió al leer lo que Beth había escrito en la tarjeta que venía con el espejo. Para alguien hermosa que se merece un reflejo apropiado. La sorprendió lo mucho que la habían emocionado la bondad y el afecto de Beth.
Se inclinó hacia adelante para tocar el regalo de Rilla. Cuando el paquete se abrió, ella no estaba demasiado segura de que lo que veía fuera algo apropiado para ella. Había pensado (y ahora se arrepentía de pensarlo): qué típico de Rilla comprarme algo que a ella le gustaría usar. Ni siquiera sabía cómo llamarlo. “Salto de cama” no lo describiría. De todas las palabras del idioma, ésas daban la sensación de algo acogedor, cómodo, lanudo, velludo. Peinador no servía. La hacía pensar en algo sutil y probablemente transparente. Esa prenda era probablemente una bata, con todas sus asociaciones de grandeza y esplendor. Leonora la levantó de la cama y se la puso sobre la ropa, y cayó al suelo en un resplandor de brocado, hilo dorado con un diseño rosado sobre un fondo más oscuro de oro.
Se miró en el espejo de cuerpo entero y sonrió. Estoy estupenda, pensó. Parezco una emperatriz. La sorprendió lo bien que sentía esa tela sobre su cuerpo. La bata se abrió para revelar su belleza secreta: desde los hombros hasta el dobladillo estaba forrada con terciopelo rosado, sedoso, opulento, exactamente la clase de rosado que ella adoraba, que no era demasiado fuerte ni demasiado pálido, sino el que ella siempre pensaba como “polvoriento”. Era un matiz que tenía en él algo de gris, como una rosa que había comenzado a marchitarse. Observó su reflejo en el espejo y pensó: me encanta. Me encanta cómo me queda. Ni siquiera quiero sacármela. ¡La inteligente Rilla! Tengo que acordarme de decirle mañana lo hermoso que es su regalo y cuánto lo aprecio.
Todavía con la bata puesta, se sentó frente al tocador para mirar el regalo de Alex. El álbum que él había prometido llenar con imágenes de Willow Court y de su cumpleaños estaba casi vacío, pero había un par de fotografías ya en su lugar. Una era una copia exacta de la tela que mostraba la vista del camino de entrada, con los robles de hojas color escarlata y la casa gris y pequeña al fondo de la avenida. Alex debió tomarla el octubre pasado y haberla guardado como principio del álbum. En la página siguiente había un retrato de ella, y por mucho que lo mirara, Leonora no recordaba cuándo había estado exactamente en esa pose. Ella estaba en la nursery, sentada junto a la casa de muñecas, con una mano sobre el techo y la otra sobre la falda.
Parezco estar hablando con alguien, pensó. Sin duda hablando con Alex, porque él tomó la fotografía. Examinó la foto con más atención. ¿Por qué nunca se le ocurrió fotografiar antes la casa de muñecas? Lucía magnífica, perfecta en cada detalle, con todas las muñecas visibles y dando la impresión de que en cualquier momento se moverían. El verde de su blusa era idéntico al de las ramas de sauce del empapelado. Parpadeó para alejar las lágrimas. Mamá eligió ese papel, pensó y cerró el álbum. Todavía había una cosa que tenía que hacer.
Abrió el cajón donde guardaba las bufandas y sacó la cartera bordada a mano por Rilla. Las muñecas que había guardado adentro durante casi el último medio siglo estaban exactamente igual que cuando Leonora había dejado de jugar con ellas. Las puso una junto a la otra sobre el tocador. Allí estamos, pensó. Ése era el aspecto que teníamos por aquel entonces. El vestido lila de la muñeca más pequeña no se había desteñido; su cara era rosada y la sonrisa bordada no había cambiado nada. Los muñecos que representaban a la madre y al padre le recordaron a Ethan y Maude, a pesar de no parecerse nada a las personas reales. Los muñecos hacían lo que uno quería que hicieran, eran actores en los dramas que los chicos creaban. Se le ocurrió que debería haber permitido a los niños que jugaran con ellos. Y haber permitido a los juguetes algo de vida, en lugar de sepultarlos en lo más profundo de la casa de muñecas. No era demasiado tarde.
Leonora fue a la puerta del dormitorio y la abrió. No había nadie en el pasillo y se dirigió a la nursery. Las bombillas de luz, pensó mientras accionaba el interruptor, podrían ser más intensas. Las tiras del empapelado del techo estaban guardadas en su escritorio hasta que tuviera tiempo de pensar qué hacer con ellas.
Sacó la funda que cubría la casa de muñecas y la plegó. Pensó que la casa no debería estar oculta. A partir de ahora la mantendré abierta para los que quieran verla. Debería ser visible. Quizás hay tiempo de que Sean la incluya en la película. Acarició el techo. ¿Qué haría ella ahora, qué pensaría si Douggie no hubiera empezado a arrancar el papel? ¿Si la puerta de la nursery hubiera estado cerrada con llave o si el pequeño hubiera encontrado alguna otra cosa en Willow Court que le interesara? La tristeza de Maude, el secreto de Ethan, todavía estaría allí sin ser descubiertos. Ella le habría dicho a Efe que los cuadros quedarían para siempre en la casa. El recuerdo de esa forma negra en el agua, los mechones del pelo de su madre flotando sobre la superficie del lago, todo lo que había recordado ese día, igual quedarían sepultados en alguna parte de su corazón. Todas nuestras vidas, pensó, dependen del más pequeño de los eventos. Si esta muñeca que representa a la hija, se dijo, entra demasiado pronto del jardín, tal vez alcance a ver al muñeco Papá pegándole a la muñeca Mamá en la cabeza.
No, pensó. Les daré algún consuelo. Sacó a todos los Delacourt... ¿no era así como Rilla y Gwen los llamaban? ...de la casa y los puso en el antepecho de la ventana. Le diré a Gwen lo que hice, se dijo, y después de la fiesta ella y Rilla pueden decidir qué harán con ellos.
Se puso cuidadosamente de rodillas y colocó sus preciosos muñecos alrededor de la mesa del comedor en miniatura y puso un diminuto pollo asado frente a ellos. Después agregó una gelatina roja hecha de papier mâché. Va a ser un almuerzo fantástico, decidió. Todos lo pasarán muy bien. No habrá peleas. Nunca más. Van a vivir felices por siempre jamás. Leonora tomó los bordes de su bata rosada y dorada y salió de la nursery, cerrando muy despacio la puerta detrás de sí.