Enero de 1947
El fuego del hogar de la sala no servía de mucho. Las llamas saltaban y ardían y luchaban por calentar más que el espacio inmediatamente cercano a la chimenea, pero hacía tanto frío que Leonora podía ver su propio aliento que se elevaba como cintas blancas y flotaba frente a su cara. El Señor Nibs, el gato, casi no se movía de la alfombra que estaba justo delante del fuego. Ya estaba viejo y pasaba la mayor parte del tiempo durmiendo.
Leonora estaba sentada junto a la ventana, observando el jardín cubierto de nieve. La parte interior de cada panel de vidrio estaba rodeada por un encaje de escarcha y ella tenía puestos dos cárdigans y medias de lana encima de sus otras medias, lo cual la hacía sentirse de nuevo una chiquilla. En las manos, los guantes tejidos que usaba para no helarse por completo tenían los dedos cortados, pero igual dibujar le resultaba bastante difícil. Sostenía la hoja de papel sobre la tapa dura de su atlas con una mano y dibujaba con la otra.
Los escalones de la terraza, las urnas de piedra y el parque escarchado en segundo plano parecían inadecuados en esa página y no eran lo que ella quería que fueran. Sombreado. Tal vez eso contribuiría a que las sombras aparecieran en los lugares adecuados y que todo pareciera más sólido. Comenzó entonces a rayar zonas del dibujo con líneas cruzadas.
Justo antes del almuerzo era la mejor hora del día para dibujar. Ese día, una luz leve y pálida brotaba de un sol que parecía carecer por completo de calor. Cada hoja del césped tenía una capa blanca, los árboles estaban inmóviles y sus ramas sin hojas aparecían negras contra el gris metálico del cielo. A la hora del té ya la oscuridad lo cubría todo y no había nada que hacer salvo acostarse temprano y temblar debajo de las cobijas, tratando de recordar cómo era la primavera y rogando que llegara pronto.
El padre de Leonora estaba sentado muy cerca del fuego, envuelto en una manta. Ella sentía su presencia a sus espaldas, aunque él no dijera nada. En el mejor de los casos, él no solía hablar mucho, y esa época no era por cierto la mejor. De hecho, no era nada buena. En los últimos tiempos su padre se había puesto más malhumorado y callado, y cada vez que Leonora trataba de levantarle el ánimo, fracasaba totalmente. A veces él la miraba como si no recordara quién era. Sus ojos eran más azules que nunca, pero ahora su pelo era blanco. ¿Cuándo había ocurrido esa transformación? Leonora no lo sabía con certeza. Todavía, cuando pensaba en su padre, lo imaginaba apuesto y con pelo oscuro, y el hecho de verlo ahora encorvado y con un andar mucho más lento, la afectaba y entristecía.
Debemos de ser las únicas personas en todo el país, pensó, que extrañan la guerra. Willow Court había sido un hogar para la convalecencia de oficiales y durante cinco años la sala se transformó en un dormitorio y los corredores estaban llenos de soldados que reían, gritaban y a veces gemían debido al dolor que les causaban sus heridas, pero que de todas maneras le conferían vida a la casa.
Leonora tenía catorce años en 1941, cuando llegaron, desarmadas, las camas de hierro. Los criados enrollaron y sacaron las alfombras y quitaron todos los cuadros de las paredes y los llevaron al estudio del piso superior. Nadie los había vuelto a colgar, y ahora la sala parecía extrañamente desnuda y fría, con los espacios donde solían estar los cuadros en cada pared, y ningún color en ninguna parte. Las alfombras estaban en su sitio y también algunas de las sillas y el sofá, pero entre una pieza de mobiliario y la otra se extendía un espacio parecido a un desierto. Leonora a menudo se refería a los cuadros y pedía que los colgaran de nuevo en las paredes, pero Ethan Walsh se negaba.
—Esos cuadros sólo sirven para acumular polvo —decía—. Están mucho mejor donde se encuentran ahora.
—Pero, papá, ¿no te sientes orgulloso de esos cuadros? ¿No quieres que todo el mundo los vea? ¿Que sean admirados?
Entonces él la miraba con expresión rara y decía:
—Estoy mucho mejor sin ellos. Y tú también.
A veces Leonora abría la boca para objetar esos conceptos, para decir ¿cómo puede alguien estar mejor sin nada que mirar en las paredes?, pero su coraje la abandonaba y no decía nada.
Hacía años y años que ella no subía al estudio. Desde que era pequeña. Ya casi había olvidado esos días, pero recordaba que Ethan la había pescado allá arriba y la había asustado tanto que ella trató de sacarse definitivamente de la cabeza todo lo referente a ese cuarto (y, con él, las telas de su padre). Pensando ahora en ello, con espanto cayó en la cuenta de que él no había pintado nada desde aquella época. ¿Era posible? Leonora se devanó los sesos para tratar de recordar algo, algún bosquejo o lienzo, cualquier cosa que indicara que su padre seguía trabajando. Pero no encontró nada.
Desde luego, la guerra había obligado a muchas personas a realizar cambios en su vida normal, pero ella tenía que recordar haber visto a su padre trabajar antes de la guerra. No, no recordaba nada. Estaba casi segura de que él ya no pintaba. Casi, porque, por supuesto, era posible que él se dirigiera furtivamente al estudio cuando ella dormía y trabajara allí durante toda la noche, aunque Leonora dudaba mucho de que lo hiciera. Uno de los criados habría dicho algo. No, la triste verdad era que la muerte de su esposa y el estallido de la guerra se habían combinado para poner punto final a la carrera de Ethan Walsh. Él nunca había necesitado pintar para ganarse la vida, porque el dinero que su padre le había dejado en valores y acciones le aseguraba contar siempre con una entrada. Cada tanto se jactaba de que sus cuadros valían una fortuna, pero como nunca había tratado de vender ninguno, Leonora sospechaba que era sólo otra de sus fantasías.
La guerra había estado en segundo plano durante todos los años del desarrollo de Leonora. Las luchas, las batallas, las bombas e incendios y edificios en ruinas estaban lejos, tan lejos que le habría costado a ella imaginarlos, aunque todas las noches había escuchado por la radio las noticias, junto a su padre y Nanny Mouse.
Al principio, cuando llegaron los soldados heridos, ella no soportaba ver algunas de sus lesiones. En particular la falta de piernas o brazos confería horror a sus sueños y siempre despertaba sudorosa, disgustada y avergonzada por ser tan cobarde cuando los soldados eran tan valientes. Ellos reían mucho y les gustaba conversar con ella cada vez que Leonora entraba en el pabellón. Así llamaban las enfermeras a la sala, y al lugar donde ponían primero a los hombres mientras necesitaban mayor atención. Después, cuando comenzaban a recuperarse, los trasladaban a algunos de los dormitorios más grandes.
En el comedor había una mesa de billar y, cuando el clima no era tan inclemente, la terraza se llenaba de sillas de ruedas y de muletas apoyadas contra la pared mientras sus dueños tomaban sol en los bancos y mejoraban.
A Leonora le encantaba ver la casa llena de soldados. Todos le tenían afecto y armaban un alboroto con ella.
—Les recuerdas a sus propios hijos —comentó Nanny Mouse.
—Algunos no son mucho mayores que yo —respondió Leonora.
—No empieces a tener ideas descabelladas, jovencita —dijo Nanny Mouse con el entrecejo fruncido—. La mayoría está lejos de su casa y padece la soledad. Ni se te ocurra aprovecharte de ese hecho. Es tan fácil aprovecharse de los jóvenes.
—No digas tonterías —dijo Leonora—. Ellos no me miran como si yo fuera una candidata a novia. El teniente Gawsworth me comentó que yo le recordaba a su hermanita.
En la cara de Nanny apareció una expresión despectiva y Leonora cambió de tema. Parte de lo que le gustaba de esos hombres era la admiración que percibía en su mirada. Leonora había asistido a un colegio para niñas donde no tenía amigas demasiado cercanas debido a su timidez —que sus compañeras confundían con una actitud distante y engreída—, pero sí tenía dos amigas especiales que vivían cerca: Bunny Forster y Grace Wendell. Las dos se quejaban siempre de su aspecto (tengo el pelo demasiado crespo, mis piernas son demasiado cortas, mira mi cutis...) y Leonora muy pronto comprendió que lo que se estilaba era simular no ser bonita aunque se lo fuera.
Y yo lo era, pensó. Un petirrojo había aparecido en la terraza y Leonora se apresuró a dibujarlo. Era linda y todavía lo soy. Tengo buena piel y los ojos azules de papá y mi pelo es oscuro y brillante como solía ser el suyo. Tal vez linda no era la palabra adecuada. Mejor preciosa. Era así como Peter la describía. Qué ridículo. Leonora parpadeó. No debo pensar en Peter, se dijo. Ya no. Él no volverá. Han pasado más de tres años desde la última carta suya y cinco años desde la última vez que lo vi. Es posible que haya decidido que no quiere tener nada que ver conmigo porque conoció a alguien más interesante. Alguien que él ame más de lo que me ama a mí.
Leonora se sentía terriblemente culpable, pero secretamente prefería la espantosa opción de que Peter hubiera muerto en acción, y cada vez que esa idea se le cruzaba por la mente, enseguida rezaba: Oh, Dios, no me escuches. No lo pensé en serio. Por favor, no permitas que haya muerto.
Guardó las cartas que él le había escrito, decenas, en una vieja lata de bizcochos, y todas las noches antes de dormir la abría y sacaba alguno de los mensajes cortos de Peter que leía antes de disponerse a dormir. Las cartas eran un secreto que, por supuesto, le ocultaba a su padre. Llegaban en sobres dirigidos a Nanny Mouse, quien simulaba desaprobar esa relación, pero Leonora sabía que la mujer consideraba romántica esa correspondencia. Tal vez a su padre no le habría importado que un soldado le escribiera a su hija, pero ella no se animó a correr el riesgo de despertar su enojo. ¿Y si le prohibía contestarle las cartas? Ella nunca habría podido desafiarlo.
Sonrió mientras leía. Peter no era precisamente un buen escritor, pero ella prefería recibir sus palabras más que las de nadie en todo el mundo.
No pasará mucho tiempo antes de que esté de vuelta junto a ti, mi querida Leonora... a veces cierro los ojos e imagino tu cara y eso me hace sentirme mejor... no sé decir estas cosas, pero tú sabes lo que yo quisiera escribir, ¿no es así?
Tres de las cartas eran diferentes de las otras. Leonora no tenía idea de cuál sería la razón, y pensaba que a veces Peter estaba borracho cuando las escribía, pero era como si algo se hubiera aflojado dentro de él. Leonora conocía de memoria estos mensajes y se preguntaba si lo sensato no sería romperlos o quemarlos, pero destruirlos equivaldría a cortarse su propia carne con una tijera. Había ocultado las cartas en la casa de muñecas, debajo de la alfombra que su padre había puesto en cada cuarto. A nadie se le ocurriría mirar allí. Hasta Leonora tuvo que esforzarse, con una lima para uñas, para poder sacar las tachuelas que sujetaban la pequeña alfombra a fin de lograr levantar una punta y extraer así ese papel fuertemente plegado.
Quiero besar toda tu piel blanca. Pienso en tocarte, en tocarte los pechos, el cuello y tu boca abierta bajo la mía. Pienso en todo esto hasta casi enloquecer por desearte tanto. Despertaremos juntos, Leonora, y no sabremos dónde termina el cuerpo de uno y dónde comienza el del otro... hay otras mujeres aquí, mi amor, y no puedo soportar mirarlas. Es por culpa tuya. Espérame, Leonora. Cuando vuelva, nos pasaremos todo el día haciendo el amor. El día redondo.
Basta, se dijo, estremecida. No pienses en eso ahora. Piensa en alguna otra cosa. Cerró los ojos y se permitió el lujo de escuchar la voz de Peter en su cabeza. La primera vez que él le habló fue cuando ella estaba sola en la antecocina, pelando unas papas que Tyler, el anciano jardinero, había logrado desenterrar de la huerta contigua a la cocina.
—Hola. Lo lamento, pero me parece que estoy perdido. Estoy buscando a la hermana Coleridge.
—Yo lo llevaré, ¿sí? —Leonora vio que el joven que estaba junto a la puerta luchaba con su bolso de soldado. Tenía el brazo izquierdo en cabestrillo y la cabeza, vendada—. También puedo llevarle el bolso, si a usted le cuesta hacerlo.
Él había sonreído y sus ojos, que eran de un color entre el azul y el verde, miraron a Leonora y ella sintió que algo se le movía en el pecho, una suerte de aleteo debajo de las costillas. Era pelirrojo. Leonora y Bunny y Grace habían hablado mucho del pelo color rojo y decidido que les sentaba mucho a las chicas pero quedaba un poco raro en los varones. Una mirada a ese soldado la había hecho cambiar de opinión para siempre. Era alto y delgado y, al menos para Leonora, tenía el aspecto de un precioso zorro que, por arte de un encantamiento, había sido transformado en un ser humano. Su sonrisa hacía que sus ojos de color extraño se encendieran y que sus dientes blanquísimos brillaran en contraste con su rostro bronceado. El pelo cobrizo le caía sobre la frente y él sacudió la cabeza para apartárselo, porque no tenía las manos libres para hacerlo.
—No, me arreglaré, gracias. No estoy tan mal como para que una muchacha hermosísima me lleve el bolso. ¿Cómo te llamas?
—Soy Leonora Walsh.
—Y yo soy Peter Simmonds. Encantado de conocerte. Walsh. ¿No es ése el apellido del dueño de esta casa? Qué bueno que haya decidido cedérsela al ejército. Muy amable de su parte, por cierto. No sé si a mí me haría gracia que los militares anduvieran corriendo y pisoteando hectáreas ancestrales.
—Los hombres son muy buenos y, de hecho, no corren en absoluto. Es cierto que hacen sonar el gramófono un poco demasiado fuerte, pero a mí me encanta la música. Y a veces hacen mucho barullo a la hora de las comidas, pero a mí no me importa. Ethan Walsh es mi padre.
—Entonces es un hombre afortunado —dijo Peter. Y le sonrió en el momento en que la hermana Coleridge salía de la sala y se dirigía hacia ellos.
—Espero que te cures muy pronto —dijo Leonora y fue a retomar su tarea de pelar papas.
—¡Hasta pronto! —dijo Peter—. Y gracias por tu ayuda.
A partir de ese momento, Leonora supo que lo amaba. En realidad no había sido exactamente amor a primera vista, porque le había llevado como dos minutos decidirlo. No se lo diré a nadie, pensó, ni siquiera a Bunny o a Grace, porque ellas no me creerán. Dirán que es sólo un enamoramiento pasajero o algo así. Todo el mundo cree que los chicos no saben lo que es el verdadero amor, pero sí que lo saben. Amor adolescente, amor pueril... Los grandes les ponían esos nombres tontos a ese sentimiento para que pareciera menos importante, menos interesante, menos verdadero. Deseó que Peter Simmonds se quedara en Willow Court durante meses y meses y enseguida se sintió culpable por desear algo tan espantoso. ¡Qué barbaridad, desear que alguien no mejore! ¡Qué egoísta que era!
No puedo evitarlo, decidió, y se preguntó qué debía hacer para que Peter Simmonds se enamorara de ella. Él le llevaba tantos años... Tal vez sería imposible, pero igual ella lo intentaría con todas sus fuerzas.
Trató de hacerse indispensable para él: le leía cuando estaba desanimado, jugaba a las cartas con él y sus compañeros Georgie, Freddy y Mike, lo escuchaba hablar largamente acerca de las cosas terribles que había visto. Caminaba horas y horas con él por el Jardín Silencioso, donde las rosas pálidas plantadas por su madre crecían contra una pared caldeada por el sol y los canteros estaban repletos de delfinios y altramuces rosados, morados y celestes, malvarrosas y conejitos, bordeados por alelíes blancos.
—Mi madre detestaba los colores fuertes —le dijo Leonora y ambos se sentaron en el banco construido alrededor de la magnolia y respiraron la paz que allí reinaba, mientras Peter le contaba detalles truculentos de todo lo que había visto pasar.
—Yo no debería hablarte de estas cosas, Leonora. No es justo. Eres apenas una chiquilla y no deberías saber lo que ocurre allá afuera, en el mundo.
—¡No soy una chiquilla! —saltó Leonora y casi se contradijo al echarse a llorar cuando supo que él la consideraba así. Como seguía considerándola después de todas esas semanas. Por lo menos cien veces ella quiso decirle lo que sentía por él, pero enseguida se acobardaba. En cambio, todas las noches permanecía tendida en su cama, demasiado acalorada debajo de las cobijas, y soñaba despierta con besarlo y lo que sería ese beso. Ella había besado a un chico la última Navidad en una fiesta: Nigel Drake, que era bastante agradable pero que no la hacía estremecerse ni ruborizarse cuando pensaba en él. El beso había estado bien, pero era obvio que Nigel no estaba acostumbrado a tratar con chicas y no había sabido qué hacer con las manos, así que las dejó colgando a los costados. Por las películas que había visto, Leonora sabía que se suponía que él debía abrazarla, pero estaba tan preocupada preguntándose qué sentía al tener esos labios húmedos y gomosos sujetos a los suyos, que no le pareció que debía mencionárselo.
Los besos de Peter serían diferentes, de eso estaba segura. Cuando no estaba junto a él, Leonora se pasaba horas jugando con su casa de muñecas. Había dejado de hacerlo hacía años, pero desde la llegada de él a Willow Court, era su manera de hacer realidad su fantasía más profunda y más anhelada.
Simulaba que la casa era la casa de ambos, de Peter y ella después de que se casaran, y movía las muñecas de aquí para allá en un sueño de lo que sería vivir con él. Un día, con gran osadía, puso junto al muñeco que representaba un hombre y a la muñeca que representaba una mujer debajo de las cobijas de la cama grande. Tan pronto lo hizo, cerró los ojos e imaginó que eran ella y Peter, desnudos debajo de las sábanas y, después, tocándose. Y experimentó una sensación extraña y estremecedora en alguna parte dentro de sí misma que nunca había sentido antes, algo que casi dolía, pero que no llegaba a hacerlo.
—Me parece que eres demasiado grande para estar jugando con eso —dijo Nanny Mouse al entrar inesperadamente en la habitación. Los ojos de Leonora se abrieron enseguida y se apresuró a sacar la muñeca de la cama y ponerla en otro cuarto antes de que Nanny la viera.
—En realidad no estoy jugando —dijo Leonora y se puso de pie—. Me estaba asegurando de que todo estuviera prolijo, eso era todo.
Nanny Mouse le lanzó una mirada escrutadora y cambió de tema.
—Tu padre te espera para almorzar —dijo—. Ya sabes que no le gusta que te demores.
Entonces cierto día, cuando estaban sentados en el jardín de invierno, Peter le dijo:
—Extrañaré estos momentos contigo, Leonora. Cuando me vaya. Tú me salvaste la vida.
Ella lo miró y habría querido decirle tantas cosas, pero las palabras se negaron a salir de su boca. No pudo hablar. Sintió que debería decir algo como qué buena noticia que estés lo bastante bien como para irte y lo único que pudo pensar fue no te vayas. Quédate conmigo. ¿Y si te mandan de nuevo a pelear en la guerra y te matan? ¿Qué será de mí entonces? Por favor, quédate... ¡por favor, por favor, quédate!
Por último logró decir:
—¿Cuándo? ¿Cuándo tendrás que irte?
—Esta tarde, supongo. Quizá mañana. Mi madre envía un auto a buscarme. En realidad debería ir a pasar mi convalecencia en casa. Soy lo único que le queda desde que papá murió, y ella no está demasiado bien. Yo... yo te extrañaré tanto, Leonora... —Calló como si no encontrara las palabras adecuadas. Estaban sentados uno junto al otro sobre el antiguo sofá que había sido trasladado desde la sala para dejar lugar a las camas. Peter la miró y Leonora advirtió que él vacilaba. El silencio llenó los espacios a su alrededor y el sol lanzaba sus rayos sobre los paneles de vidrio y formaba cuadrados dorados sobre el piso de baldosas. Leonora sabía que si alguien mirara desde afuera no podría verlos, porque las plantas se lo impedirían. Estaban a solas. Si ella no lo hacía en ese momento, si titubeaba aunque sólo fuera un minuto más, él se iría y ella no volvería a verlo nunca. Extendió las manos, le tomó la cara y la atrajo hacia la suya.
—Ojalá pudieras quedarte —dijo. Y, después—: Por favor, bésame, Peter. Por favor.
Los ojos de él se abrieron de par en par. Y su cara estaba tan cerca de la de Leonora que ella casi le podía contar las pestañas. Peter la besó y ella aspiró su aliento y saboreó su boca sobre la suya y sintió la firmeza de los brazos de él sobre su espalda, atrayéndola hacia el calor de su cuerpo. Más, quería más. No quería que ese beso terminara nunca. Pero terminó y ella descubrió que estaba llorando. De pronto Peter la apartó, se puso de pie de un salto y se dirigió a la puerta.
—Lo siento —dijo y se apartó el pelo de la frente—. Lo siento muchísimo. Tú no eres más que una criatura, Leonora. Yo no tenía derecho a hacer lo que hice. Por favor, perdóname. No sé qué me pasó. Me despediré de ti ahora. En serio, lo lamento.
Y desapareció antes de que ella pudiera contestarle, así que corrió tras él.
—¡Peter! Por favor, Peter, detente. ¿Adónde vas?
Estaban en el vestíbulo. En cualquier momento alguien —otro paciente, la hermana, incluso su padre— podía interrumpirlos. Leonora le tomó la mano.
—Ven —dijo—. Vayamos a la glorieta.
Prácticamente lo arrastró por la puerta del frente y juntos caminaron lentamente por el parque.
—Sabes bien que podemos ser vistos —dijo Peter, sin aliento.
—No me importa —le respondió Leonora—. Estás por irte y es posible que no te vuelva a ver. No puedo dejarte ir de esta manera. Ven, entra.
En cuanto estuvieron dentro de la glorieta, ella abrazó a Peter y estalló en llanto.
—Oh, Peter, no te vayas. ¿Qué voy a hacer si no estás? ¿No puedo irme contigo? Por favor, dime que no te irás. Por favor...
Ella sintió su respiración, sintió sus brazos que la rodeaban y los dos se quedaron así, apretados el uno contra el otro, hasta que el llanto de Leonora cedió un poco.
—Lo siento —susurró por último Leonora—. Supongo que pensarás que soy una niñita insoportable. Sé que tienes que regresar a tu regimiento. Para mí es terrible porque te amo muchísimo. Jamás amaré tanto a nadie, así que no podré vivir si no llegas a volver.
Ella dejó de hablar y centró su mirada en el piso.
—Supongo que no debería haber dicho eso. Me considerarás demasiado directa y atrevida.
—¡Oh, Leonora, si tan sólo supieras! —dijo él—. Si supieras cuánto te he amado yo. Lo difícil que ha sido no decírtelo en todo este tiempo.
—Deberías habérmelo dicho. ¿Por qué no lo hiciste? ¡Oh, Peter! —dijo, y estuvo a punto de echarse a llorar de nuevo.
—Pensé que si te lo decía sería como, bueno, como encender la mecha de una bomba. No sabía si habría podido controlarme. Eres tan joven, Leonora. Ni siquiera tienes quince años, y yo tengo siete años más. Tenía que portarme bien, ¿no lo entiendes? No eres más que una criatura.
—No lo soy. No soy una criatura y, aunque lo fuera, no lo seré siempre. Muy pronto creceré. Y te esperare, Peter. Y quiero escribirte. ¿Puedo escribirte?
—¿Lo harás? ¿En serio? ¿Y también me esperarás? Oh, mi amor. Te juro que vendré a pesar de todo lo que esta sangrienta guerra trate de impedírmelo. Te escribiré todos los días. Te escribiré desde casa y desde donde me manden cuando esté completamente curado. Oh, Leonora, bésame de nuevo.
Se quedaron en la glorieta hasta que llegó el momento en que Peter debía buscar su equipaje y esperar el auto. La boca de Leonora estaba hinchada de tantos besos y ella se dirigió directamente de la glorieta a su dormitorio. Cuando Nanny Mouse apareció para llamarla a cenar, Leonora le dijo que no se sentía bien y se quedó en la cama hasta estar segura de que Peter se había ido. Se levantaba de un salto de la cama cada vez que oía el motor de un auto, y lo vio partir. Sólo oyó a medias la canción que alguien tocaba en la planta baja, pero registró el hecho de que se trataba de Mood Indigo de Duke Ellington, y las lágrimas que había reprimido comenzaron a brotar finalmente. Sepultó la cara en la almohada y lloró y lloró. ¿Cómo haría en el futuro para escuchar ese sonido de nuevo sin recordar? Cuando finalmente se animó a bajar, Georgie le dio una carta que Peter había dejado para ella. Ésa fue la primera carta que se aprendió de memoria, y fue también la primera que escondió en la casa de muñecas. Nadie sabe qué ocurrirá, mi Leonora querida. Si sobrevivo a esta guerra, volveré y nos amaremos para siempre. Te lo prometo.
Leonora podía soportar el paso del tiempo. Podía enfrentar cada día gracias a las cartas. Entonces, tres años antes, dejaron de llegar. Leonora se negó a pensar en la razón que le habría impedido a Peter escribirle y siguió con su vida. Conoció a otros jóvenes, pero todos le resultaron aburridos y nada interesantes en comparación con él. Fue a bailes, a partidos de tenis en el verano, y se descubrió pensando en Peter incluso mientras hablaba con otras personas. Era inútil. Nunca habría otro hombre al que pudiera amar, y hasta se lo dijo en una ocasión a Bunny, en un momento de descuido. Pero Bunny se mostró totalmente en desacuerdo.
—Tonterías —le dijo a Leonora—. Alguien te interesará algún día. Hace muchísimo tiempo que no sabes nada de Peter y deberías enfrentar ese hecho. Tal vez no vuelva nunca. Supongo que tal vez te llevará más tiempo encontrar a tu hombre, porque eres más especial que el resto de nosotras, pero estoy segura de que finalmente lo hallarás.
Leonora no había dicho una palabra, pero sabía que Bunny estaba equivocada. Si Peter no regresara nunca, ella se convertiría en una solterona arrugada que no sabría lo que era hacer el amor con un hombre, tener hijos, compartir la vida con otra persona.
Estaba tan absorta en sus recuerdos que pegó un salto cuando oyó que Ethan le hablaba a sus espaldas.
—¿Qué haces? —preguntó él.
—Es demasiado difícil, papá —contestó ella—. Sencillamente trataba de que todo pareciera sólido y redondeado, pero no puedo conseguir que las cosas parezcan reales. Tal vez si tú me enseñaras...
Él dio media vuelta.
—Sería inútil, Leonora —dijo él y se encogió de hombros—. No tienes talento y ésa es la pura verdad. El mundo está lleno, en realidad inundado, de aficionados. No tiene sentido agregar uno más. Será mejor que aprendas a cocinar y a remendar medias. O, quizás, a escribirle a ese jovencito tuyo y pedirle que venga y que te quite de mis manos. Siempre y cuando él siga estando interesado en ti, desde luego.
—¿Cuál jovencito? —preguntó Leonora. No podía creer que se refiriera a Peter. Su padre nunca supo lo que ella sentía por él.
—Peter Simmonds. No te hagas la que no sabes de qué te hablo, Leonora. Yo le escribí. Le dije que le prohibía que tuviera tratos contigo hasta que fueras mayor de edad.
Leonora sintió que un fuego la consumía, a pesar del frío. Tenía que entender bien eso, esas palabras que había pronunciado su padre.
—¿Cuándo le escribiste, papá?
—Calculo que hace más de tres años.
—¿Por qué se te ocurrió hacer una cosa así?
—¿Por qué? Vamos, Leonora, no te hagas la inocente. Intercepté una de sus cartas. Nanny Mouse la había dejado por ahí. Y no era la clase de carta que un tipo debía escribirle a una jovencita que no era mayor de edad, así que le prohibí que volviera a comunicarse contigo. Cualquier buen padre habría hecho lo mismo.
—¡No me dijiste ni una palabra! —gritó Leonora—. ¡Cómo pudiste hacer algo tan cruel! Sí, eres un monstruo. Un tirano. ¿Cómo te atreviste? Si leíste una de sus cartas, sin duda sabías cuánto nos amábamos.
—Eres demasiado chica para conocer el amor —dijo Ethan y se encogió de hombros.
—¡Te odio! —le gritó Leonora—. Nunca te perdonaré. Nunca. Peter puede estar muerto. Es posible que haya muerto. ¿Cómo pudiste hacerle una cosa así a tu propia hija?
—No seas tonta, Leonora. Yo estaba cuidando tus intereses, tal como hago ahora al desalentarte de una vida dedicada al arte.
—No tienes derecho. Tú no puedes decirme qué puedo y qué no puedo hacer.
Leonora dio media vuelta y miró la hoja sobre la que había estado dibujando. Tal vez su padre tenía razón con respecto a eso. Era una tonta al programarse para ser una artista cuando su padre era Ethan Walsh, cuyas pinturas eran tan hermosas que todos los que las veían se quedaban embobados admirándolas y preguntándose cómo no habían vislumbrado que el mundo era así. Tomó la hoja y la rompió una y otra vez.
—Listo —dijo—. Espero que estés satisfecho. Ahora que me arruinaste la vida en todas las formas posibles, como un déspota victoriano. Está rota en pedazos.
El sonido del papel que se rompía le recorrió el cuerpo, sus ojos se llenaron de lágrimas y ella siguió rompiendo y rompiendo el papel hasta que su dibujo quedó reducido a papel picado. Tuvo ganas de triturar esas escamas blancas debajo de los pies, de pisotearlas y destruirlas por completo, pero esa clase de gestos no resultaban con su padre. Él es la única persona en Willow Court, pensó Leonora, a la que se le permite portarse como un chico malcriado. Se acercó al cesto de papeles y dejó caer allí los trozos de papel como si fueran pétalos de flores.
—Salgo. Tengo que estar a solas para pensar.
—¿Con este clima? Te congelarás. No hay nada que hacer allá afuera.
—Sí que hay. El lago está congelado. Pienso sacar del baúl los patines de mamá e irme a patinar.
Mentalmente agregó ¡y trata de impedírmelo y sabrás lo que es bueno! Casi estaba deseando que él lo intentara para poder gritarle de nuevo y decirle que casi era mayor de edad y que no era asunto suyo lo que ella hacía y que si no la trataba mejor se iría de Willow Court y él vería cómo se las arreglaría sin ella. Su padre no dijo nada. Leonora a veces pensaba que si ella desapareciera de la faz de la Tierra, él ni siquiera lo advertiría.
“Todavía no ha superado la muerte de tu madre”, solía decirle Nanny Mouse cada vez que ella necesitaba una excusa para su mal comportamiento, y entonces Leonora le contestaba: “Pues debería haberlo hecho. Eso sucedió hace años. Yo lo superé, y fue peor para mí. ¿No te parece que fue peor perder a mi madre?”
Cada vez que hacía esa pregunta sabía que en realidad para ella no podía ser peor, porque su madre casi no la había cuidado. Nanny Mouse era la que la había criado. Leonora prácticamente no recordaba a la persona llamada Maude Walsh. Habían jugado con la casa de muñecas y esos momentos juntas eran los únicos recuerdos que le quedaban. Durante toda su infancia no había hecho más que pedirle a Nanny Mouse que le recordara las cosas que su madre solía hacer o decir, y había llegado a la conclusión de que Maude Walsh había sido una persona distante y bastante callada. Sinceramente, Leonora no podía decir que la extrañaba. Su padre, a pesar de su carácter fuerte, llenaba todo el paisaje de su infancia y casi no dejaba lugar en la cabeza de Leonora para recuerdos de su madre. Cuando yo tenga hijos, pensó, los cuidaré yo misma y jugaremos y hablaremos todo el tiempo. Y yo los amaré más que a nadie. Nunca intervendré en sus vidas de la manera en que papá lo ha hecho en la mía. Lágrimas de furia brotaron de sus ojos una vez más mientras cruzaba el vestíbulo.
Se puso el abrigo, un par de botas de goma, un gorro tejido y una bufanda y, con los patines para hielo de su madre, se dirigió a la puerta del frente. El frío era como otro elemento, tan intenso que respirar le producía dolor en el pecho. Cada vez que pensaba en lo que Ethan había hecho, su furia crecía. Pero finalmente se calmó un poco y se preguntó dónde le sería posible ahora averiguar el paradero de Peter. Podía escribirle al coronel del regimiento y averiguar si estaba con vida. El pálido sol comenzaba a hundirse en el horizonte. Cada brizna de pasto debajo de sus pies mientras caminaba estaba blanca y congelada y el cielo por encima de las ramas negras de los árboles era como una tapa apretada sobre todo. Ahora alcanzaba a ver el lago, plateado con la poca luz que quedaba, con los cisnes arracimados en la margen más lejana. Los ayudantes del jardinero tenían que romper cada día el hielo cerca de su nido para que las aves tuvieran un poco de agua en la cual nadar. Yo debo de ser la única persona en el mundo a quien le gusta el lago de esta manera, cuando no se parece nada a sí mismo, reflexionó Leonora. Rara vez se llegaba allí para caminar por sus orillas durante el verano, y no tenía idea de cuál era la razón de ello. Pero ahora que el agua se había convertido en hielo, se había transformado en un paisaje que no resultaría extraño en la luna.
Leonora se sentó sobre el tocón de un árbol para ponerse los patines. Esa tarea le llevó mucho más tiempo de lo que debía porque ella no se animaba a sacarse los guantes. Pero finalmente logró sujetarse los cordones y comenzó a deslizarse por la superficie del lago. Miró hacia abajo y vio que el agua se había transformado en una masa de burbujas blanco-azuladas, impenetrable y suave. El único sonido en el mundo era el siseo de las cuchillas de acero sobre el hielo, y el canto ocasional de algún pájaro.
No pensaré en papá, se dijo, y el frío era tan intenso que resultaba fácil hacer desaparecer de la mente todos los demás pensamientos, todo excepto moverse. Era preciso lograr que la circulación de la sangre continuase. Si comenzaba a dar vueltas y más vueltas sobre el hielo durante el tiempo suficiente, su furia y su decepción se disolverían. Al menos, eso era lo que Leonora esperaba.
Pensó en su padre y opinó que, aunque el hecho de que le hubiera escrito a Peter era inexcusable, quizá lo había hecho con el propósito de protegerla. No me importa, pensó Leonora. Nunca se lo perdonaré, no importa cuáles fueron sus motivos. Y, además, arruinó todos mis sueños. Se preguntó si él habría llegado a comprender lo mucho que la lastimaría y si no obstante lo hizo. O si realmente ignoraba qué efectos tendría su actitud. ¿Y que se suponía que debía hacer ahora ella con su vida? En realidad, nunca había querido del todo ser pintora, pero ahora que sabía que estaba fuera de sus posibilidades, sentía una suerte de vacío que no lograba explicar.
Algo le llamó la atención, una figura que se acercaba por el parque a través del jardín silvestre. ¿Quién era? A primera vista no reconoció a la persona, pero quienquiera fuera estaba cubierto por un abrigo grueso, una bufanda y un sombrero. Era un hombre, de eso no cabía duda, pero nadie de la casa. Tal vez era su padre, que venía a disculparse. Pero enseguida descartó esa posibilidad. Nada lo haría cambiar de opinión. Por lo que ella sabía, él no había salido de la casa en semanas y tampoco lo había oído nunca decir que se arrepentía de algo.
—¡Leonora! —exclamaba la figura—. Leonora... ¡soy yo!
Ella se deslizó hacia el árbol más cercano y dejó de moverse. Hubo un momento entre el instante en que oyó esa voz y en que supo —sintió— a quién pertenecía. Parecía prolongarse durante tanto tiempo que tuvo la sensación de sumergirse en un lugar blanco y silencioso y vacío donde vivía un eco nacido muchos años antes. Un sonido que quizás había estado allí en el lago, atrapado entre las ramas de sauce, tratando de llegar a ella, le llegó de pronto volando por entre el frío y los recuerdos y llenándola de esperanza, amor y calidez: la voz de Peter. Ella miró con atención y reconoció el porte de los hombros, la forma de caminar de Peter, la manera en que mantenía siempre la cabeza bien alta. Era él. Ha vuelto, no está muerto, ha vuelto. Todos los demás pensamientos desaparecieron de su cabeza y Leonora patinó hacia donde él se encontraba ahora parado, junto a otro árbol casi en el borde mismo del hielo; sin duda era él y, al mismo tiempo, Leonora ni se atrevía a esperar que sí lo fuera.
—¿Peter? ¿Eres tú? ¿En serio? —Mientras lo decía, su propio aliento ascendió delante de su cara y ella movió las manos para disiparlo, para poder ver con más claridad. Sí era Peter, con más años, la tez más pálida ahora en invierno y las pecas más visibles, la nariz larga y recta encima de labios ahora un poco resquebrajados por el frío. Fuera de eso, estaba idéntico a como lo recordaba de aquellos años: esos ojos azul-verdosos, algo un poco salvaje en él.
—Te dije que vendría, ¿no es así?
Ahora que él estaba allí, frente a ella, Leonora no sabía qué hacer, qué decir, adónde ir, y de nuevo se lanzó a patinar sobre el hielo, cada vez a mayor velocidad para tener tiempo de pensar, de poner en orden sus sentimientos. La voz de Peter la siguió:
—¡Leonora! No te alejes. Vuelve a mí. Por favor, regresa. ¡Leonora! Ella siguió patinando y se frenó justo frente a él. Peter tuvo que sujetarla para impedir que se cayera.
—Eres tú. Realmente eres tú, Peter —susurró Leonora—. No puedo creerlo. Tantas veces soñé con tu regreso que supuse que también esto era un sueño. ¿De veras eres real?
Peter no dijo nada, pero le tendió su mano enguantada y Leonora se la tomó.
—Ven aquí —dijo él—. Podemos hablar más tarde. No puedo creer que después de todo estoy de nuevo contigo. Y eres tan hermosa, amor mío.
—Oh, Peter. —Leonora habría querido decir tantas cosas, pero lo único que consiguió fue pronunciar su nombre una y otra vez—: Peter... Peter... Pensé que habías muerto.
—No, no podría haber muerto sin verte de nuevo. He estado esperando, eso es todo. Esperando que casi seas mayor de edad. Tu padre me escribió y me advirtió que me mantuviera alejado de ti hasta entonces. Que ni siquiera te escribiera. Supongo que te lo dijo.
—No. Pero acabo de averiguarlo. Vine aquí porque estaba tan enojada que ni siquiera podía mirarlo. No podía soportar que él siguiera allí sentado y con una expresión tan presumida después de haber hecho una cosa así. Prohibirte que me escribieras. Y yo seguí escribiéndote y enviándote las cartas, o al menos eso creí durante meses. Supongo que él también las encontró y las destruyó. ¡Es algo demasiado horrible incluso para pensarlo! Tú debes de haber creído que yo había dejado de pensar en ti. Pero no fue así. No dejé de pensar en ti ni un momento.
—Pobre querida mía. Eso es terrible, demasiado espantoso para expresarlo con palabras.
—No importa. Nada importa ahora que estás aquí.
Él la abrazó.
—Bésame, Leonora. Bésame.
—Mi equilibrio no es demasiado bueno con patines.
—Yo te sostendré —dijo Peter y la rodeó con los brazos—. No permitiré que te caigas.
Se besaron durante un momento prolongado y después Peter se alejó un poco de ella.
—Ya no importa lo de las cartas. Tú me esperaste. Y ya eres mayor de edad, ¿no?
Leonora asintió.
—Sí, soy mayor de edad. Durante cinco años no hice otra cosa que soñar contigo. Soy tan feliz.
—Deberías quitarte los patines, Leonora. Y tendríamos que volver a la casa o moriremos congelados.
Él le dio la mano y, cuando Leonora se sentó sobre el tocón de un árbol, Peter la ayudó a desatarse los cordones y a ponerse de nuevo las botas. Estaba arrodillado frente a ella, de modo que lo único que Leonora podía ver era la parte superior de su sombrero.
Él levantó la cabeza, la miró y dijo:
—Ahora que eres grande, y puesto que yo estoy arrodillado a tus pies, puedo preguntarte lo que deseo hace tanto tiempo. ¿Te casarás conmigo, Leonora?
—¡Sí! —exclamó ella—. Por supuesto que sí. Lo antes posible. ¡Oh, Peter, te amo tanto! ¿Tú me amarás por siempre jamás?
—¡Por supuesto! —contestó él, se echó a reír y se puso de pie—. Por siempre jamás e incluso más. Viviremos felices por toda la eternidad como los protagonistas de los cuentos de hadas.
De pronto, a Leonora se le ocurrió algo.
—Papá no sabe que estás aquí, ¿verdad? ¿No pasaste antes por Willow Court?
—No, vine directamente al lago. Vi a alguien patinando mientras caminaba por el sendero de entrada y enseguida supe que eras tú. Ahora iremos a buscar a tu padre y yo le pediré formalmente tu mano. Supongo que es algo que a él le gustará.
—Sí —dijo Leonora—, supongo que sí. Pero todavía estoy furiosa con él y me casaré contigo nos bendiga él o no. Ya casi tengo veintiún años.
Echaron a andar juntos por el Jardín Silvestre hacia Willow Court. Los pies de ambos producían un crujido contra la nieve y dejaban huellas, una junto a la otra, en ese espacio blanco; las de ella, mucho más chicas, manteniéndose a la par de él, al lado de las suyas en todo el camino. Eran tantas las cosas que quería decirle a Peter... pero descubrió que no podía hablar. Todas las palabras que deseaba gritar se le quedaban atoradas en la garganta, en el pecho, hasta el punto de que le costaba respirar. Justo antes de llegar a la casa Peter se agachó y la besó de nuevo. Y ella sintió que comenzaba a derretirse, a sentir que los años y años de espera y de no perder las esperanzas se iban desvaneciendo. Yo no he estado respirando, pensó. Durante cinco años, ni siquiera he vivido. Al menos, no como es debido. Ahora seré feliz. Para siempre. Estaré calentita y feliz por siempre jamás.
* * *
Mientras bajaba a almorzar, Leonora trató de recordar exactamente en qué lugar de esa casa, cuyas paredes estaban cubiertas de cuadros, había guardado durante todos esos años la fotografía que recortó de las páginas de Illustrated London News. Está en el guardarropa de la planta baja, pensó, y se sintió satisfecha de lo rápido que había recordado el lugar exacto. Descubrió que corría, impaciente de pronto por verla de nuevo y confiando en que no hubiera cerca nadie a quien tuviera que darle explicaciones de lo que estaba haciendo. Por lo general, el guardarropa de la planta baja estaba reservado para las personas que visitaban la casa, y Leonora rara vez entraba allí.
Entró en ese cuarto pequeño y cerró la puerta con llave. Y allí estaba, en la parte de atrás de la puerta, una fotografía grande en sepia que mostraba a varios hombres jóvenes sonrientes, todos en sillas de ruedas o de pie y con muletas o con la cabeza vendada. Había cuatro enfermeras, dos en cada extremo de la fila, y un par de médicos que se inclinaban sobre sus pacientes. Ethan Walsh, muy serio, estaba de pie detrás de todos los demás. Los hombres, que Leonora sabía que eran todos soldados, parecían sorprendentemente alegres, que era la razón de esa fotografía. Había sido tomada alrededor de un banco de la terraza de Willow Court y en segundo plano se alcanzaban a ver las puertas-ventana que daban a la sala. Leonora acercó la cabeza a la foto para poder leer lo que decía en la parte inferior: “El pintor Ethan Walsh junto a algunos de los soldados que se restablecen en su casa de campo, Willow Court”.
Uno de esos hombres era Peter: el segundo de la izquierda, y aun después de todos esos años, Leonora sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Peter. Incluso en sepia se podía ver cómo iluminaba el lugar con su sola presencia. Recordó cómo hasta el mismo Ethan, veinte minutos después de que Peter le pidiera su autorización para casarse con ella, había parecido cambiar del hombre callado y cascarrabias que había dejado en la casa cuando se fue a patinar en el lago helado a alguien que casi se parecía al padre bondadoso de los primeros años de su infancia.
* * *
—Entiendo, señor —había dicho Peter, con una sonrisa tímida y apartándose el pelo de la frente—, que mis cartas a Leonora deben de haber sido, bueno, supongo que no exactamente la clase de carta que un padre se sentiría contento de leer, así que entendí que me prohibiera volver a escribirle. Pero le prometo que, durante las batallas, cuando no sabía si al día siguiente estaría vivo o muerto, sólo pensaba en lo mucho que amaba a Leonora. Tal vez un poco temerario de mi parte, pensará usted. No puedo disculparme por mis sentimientos, señor, aunque confieso que preferiría que usted no hubiera visto esas cartas.
—¿Dónde estaba usted durante su servicio? —preguntó Ethan, complacido al oír que lo llamaban “señor”. Parecía más animado de lo que había estado por años frente a esa mención casual de la vida, la muerte y la guerra y de todas las cosas que él había logrado apartar de su mente mientras paseaba su resentimiento por Willow Court. Peter se instaló en el sillón junto al fuego y comenzó a narrar historias del frente de batalla. Leonora escuchó y le pareció verlo todo: la oscuridad y el repentino resplandor de las armas de fuego. Oyó los gritos de los agonizantes y los heridos en el relato mesurado y sobrio de Peter.
—Y fue Leonora la que me permitió conservar la cordura —dijo—. El hecho de pensar en ella, en esta casa y en la bondad que nos mostraron a todos aquí, bueno, esos pensamientos fueron como estrellas por encima de mi cabeza que me aseguraron que yo volvería a casa.
Le sonrió a Ethan y continuó:
—Espero que me permita casarme con Leonora y considerar que Willow Court es mi casa.
—Desde luego que sí, muchacho —dijo Ethan—. Desde luego. No soñaría con ponerme en el camino de ninguno de los dos. Creo que la ocasión merece una botella de champaña elaborada antes de la guerra, ¿no lo cree?
Como es natural, una vez que la novedad se desvaneció, Ethan volvió a estar tan malhumorado y ceñudo como siempre, pero si alguien era capaz de hacer que en sus labios se dibujara una sonrisa, ese alguien era Peter.
* * *
Ella se besó los dedos y tocó el vidrio y enseguida la irritó su propia actitud sentimental. Eres una vieja tonta, se dijo ella al salir del guardarropa. Ha pasado mucho tiempo, un tiempo que se fue para siempre. En alguna parte, a lo lejos, alguien silbaba I Can’t Give You Anything but Love, que había sido la canción de Peter y ella. Leonora se estremeció. ¿A quién se le ocurriría silbarla ese día? Sacudió la cabeza para despejársela. Estoy pensando demasiado en aquellos días, se dijo. Nadie silba. Es sólo que esa melodía apareció en mi cabeza, así, de pronto. Probablemente porque he estado recordando a Peter. Las melodías a veces elegían el cerebro como residencia permanente. Deseó no haber pensado en buscar esa fotografía y se preguntó si no debería sacarla de allí y esconderla donde nadie pudiera verla. No, eso no serviría de nada. Su cara estaba siempre allí, cada vez que ella abría los ojos. Cada vez que se permitía recordar todo lo que había perdido.
* * *
Leonora observó a Efe cruzar el parque hacia ella. Sabía muy bien que había estado buscándola toda la mañana y que ella se había mostrado intencionalmente elusiva. Se había asegurado de tomar un almuerzo liviano antes de que los demás entraran y después fue a sentarse en su lugar favorito debajo de la magnolia, en el Jardín Silencioso, y clavó la vista en el libro que tenía sobre la falda, pero sin verlo. Efe sabría dónde encontrarla y, efectivamente, allí estaba. No había cambiado nada. Todavía tenía esa combinación de jactancia y timidez que tenía de chico y su sonrisa era la misma mezcla de aprensión con respecto a la manera en que ella iba a reaccionar y mucha confianza en su propio encanto, en su propia habilidad para salir indemne de los problemas.
—Sabía que estarías aquí, Leonora —dijo y se paró directamente frente a ella.
Leonora le devolvió la sonrisa.
—A ti también te gusta este rincón del jardín, ¿verdad? ¿No vas a sentarte junto a mí? Siempre lo hacías de chico, cuando estabas metido en algún lío.
—Pero ahora no estoy metido en ningún lío —dijo él—. En realidad he venido a tratar de convencerte. No debería haberte dado la noticia anoche frente a todos y de esa manera, y me disculpo. Supongo que es porque estoy ansioso. Pero creo que todavía no lo pensaste bien. Habría tantas ventajas para ti en este proyecto. Tú serías la que más se beneficiaría.
—Con respecto al dinero, me atrevo a decir que sí, pero eso no es lo único que debe tomarse en cuenta, ¿no es así? Willow Court es mi hogar. ¿Cómo puedes imaginar que a esta altura de la vida estaría dispuesta a ver esta casa sin todas las telas que, después de todo, no son para mí solamente los cuadros de Walsh sino lo mejor que tenía mi padre? Me lo recuerdan. ¿Te parece sentimental de mi parte que quiera mantenerlos aquí?
—Bueno, ya que me lo preguntas, me parece que lo es un poco. —Efe frunció el entrecejo—. El mundo del arte no ha estado exactamente golpeando a tu puerta, ¿verdad? Aunque siempre ha habido interés en los lienzos de Ethan Walsh, están en un lugar demasiado alejado, y tú permitiste que toda la operación se volviera demasiado cómoda y doméstica.
Leonora se tensó.
—Si vas a mostrarte grosero, Efe, entonces no tenemos nada que hablar. ¡Cómoda y doméstica! Sólo porque no empleo agresivas técnicas de comercialización que estoy segura de que tú recomendarías no significa que no me interesa lo mejor para la Colección. Olvidas que manejo Willow Court desde hace años. He estado en el directorio de varios museos y galerías de arte y sé de lo que hablo. En mi opinión, cualquiera a quien realmente le interese la obra de Ethan Walsh encuentra sin problemas el camino hacia aquí. Tu señor Stronsky sabe lo suficiente como para mostrarse interesado, ¿no? Y, después de todo, ¿quién decidió que se realizara un importante documental acerca de mi padre y su obra?
—Sí, tienes razón. Pero no me refiero a los que están muy interesados en Ethan Walsh. Hablo de todas las personas que lo descubrirían si tan sólo se les diera una oportunidad. Lo siento, Leonora. En serio, no fue mi intención ser grosero sino imaginar lo espléndido que sería un museo edificado especialmente para él. Ya sabes que en Willow Court no hay lugar para colgar todas sus pinturas, y algunos auténticos tesoros están guardados en el estudio y son sacados de allí sólo en ocasiones especiales. Incluso las telas que sí cuelgan de las paredes no están exhibidas de la mejor manera. Estoy seguro de que podrías conservar algunas y prestárselas al museo nuevo en una suerte de rotación o algo por el estilo. Organizaríamos todo de la manera en que te resulte más conveniente; eso ya lo sabes. Te aseguro que Reuben Stronsky es un hombre muy razonable.
Leonora miró a Efe y estalló en carcajadas.
—La que tienes ahora es la expresión que había en tu cara cuando, a los ocho años, querías que yo hiciera algo por ti. Entusiasta. Nerviosa. Mira, hasta te muerdes el labio de la misma manera. —Sacudió la cabeza—. Lo siento, Efe querido. Sé que esto significa mucho para ti, pero no puedo hacerlo. Mi padre me hizo prometerle que mantendría sus telas aquí, en Willow Court. Yo no reconocería mi propia casa si alguien me las sacara. Y estoy segura de que los cuadros mismos se sentirían raros y poco apreciados si alguien se los llevara. ¿Mi actitud te parece descabellada? Como bien sabes, Efe, no soy una persona sentimental, pero esas pinturas son para mí como cosas vivientes y no puedo imaginarlas allá lejos, en los Estados Unidos, o siquiera en alguna parte de Londres, donde yo no pueda verlas todos los días. Por favor dile a Reuben Stronsky que lamento decepcionarlo, pero que ya he tomado una decisión.
Efe tomó la mano de Leonora y se la oprimió.
—¿Esperarás? ¿No puedes por favor esperar y darme tu respuesta final después de la fiesta? Yo no quería... no quiero arruinártela. Es tu día especial y realmente quiero que sea un día que recuerdes siempre. Pero, ¿me harás ese único favor? ¿Esperar hasta después de la fiesta? ¿Por favor?
—No imagino que algo pudiera hacerme cambiar de idea en un plazo tan corto, pero bueno, si va a hacerte sentir mejor, volveré a hablarte el domingo por la noche. Y te aseguro que mi decisión será la misma.
—No lo sabes, Leonora. Puede pasar cualquier cosa.
—Cualquier cosa menos eso, realmente. Sencillamente no puedo imaginar qué haría que de pronto aceptara que las pinturas salieran al mundo. Se lo prometí a mi padre y si estás pensando algo como quizá podremos hacerlo cuando la vieja muera, entonces sácatelo de la cabeza. Los términos de mi testamento son muy claros con respecto a ese punto. Los cuadros permanecerán en Willow Court.
Leonora miró a Efe y notó que su estado de ánimo cambiaba. Efe era alguien que transportaba con él a todas partes su desdicha como una nube personal y conseguía afectar a todo el mundo con su estado de ánimo. Cuando era chico, ella a veces adoptaba con él una actitud firme y nada complaciente. Tal vez si lo intentara ahora tendría el mismo efecto. Dijo:
—Efe, no hay ningún motivo para que te enfurruñes. Olvida todo el asunto hasta después de la fiesta. Trata de pasarlo bien y divertirte. Sabes bien que siempre he hecho todo lo posible por ayudarte. Una vez, como supongo recordarás, te ayudé cuando quizá no debería haberlo hecho, y por culpa de eso he tenido más que algunas noches de insomnio, créeme, pero me perdoné porque, pasara lo que pasara, yo podría decir Efe estará bien. Lo hice por él.
Aquel día volvió a ella ahora. Casi podía sentirle el gusto al horror y la pena. Recordaba las lágrimas que había vertido y cómo secó las de Efe y le dijo una y otra vez que siempre lo cuidaría. Que todo estaría bien y que no debía preocuparse. Le prometió que nunca mencionaría lo que él había hecho. Que nunca hablaría de ese día con nadie, pero ahora acababa de romper esa promesa. Lo miró con algo parecido al miedo. Debería haberse mostrado más cuidadosa. Él no decía nada pero a ella le parecía ver ese muro de silencio que había construido alrededor de su persona; estaba furioso, herido, enojado con ella. Leonora también pensó que él estaba reviviendo su versión de la misma escena y que le resultaba muy penoso. Ella dijo:
—Lo siento, Efe. Sé que prometí no mencionarlo nunca y no debería haber dicho ni una palabra. No quise... bueno, recordarte aquel episodio.
Efe se puso de pie.
—Pues a la mierda si me lo recordaste, ¿verdad?
—¡Efe! Por favor no me hables de esa manera. Sabes que no me gusta. —La voz de Leonora era insólitamente temblorosa—. Sé... sé que tienes razón, querido mío, y que estás furioso conmigo...
Efe la interrumpió.
—No puedo quedarme ni un minuto más aquí. No sé cómo hablar de eso. Y tampoco quiero hacerlo. No quiero hacerlo jamás. Tú me prometiste que no me lo recordarías y has hecho exactamente eso, y no sé qué decir.
—Lo siento, Efe. De veras lo siento. —Leonora lo dijo con la mayor suavidad. Una vena pulsaba en la frente de Efe y él tenía los puños apretados. Leonora pensó que, si ella no fuera su abuela, lo más probable era que la golpeara.
—¿No te das cuenta de lo mucho que intento no pensar en eso? ¿No te das cuenta? La mayor parte de las veces lo consigo, pero desde luego que me cuesta mucho más olvidar ese episodio de mi infancia cuando estoy aquí, y ahora tú sí que me has ayudado. —Sacudió la cabeza como si de pronto hubiera ingresado a su mente una imagen de la que él necesitaba desesperadamente librarse. Se dejó caer en el banco junto a Leonora y se tomó la cabeza con las manos.
—Yo solía querer agradecértelo, ¿sabes? Solía estar acostado despierto en la cama y pensar en las cosas que podía hacer para agradecerte. —Se le notó en la voz que trataba de reprimir el llanto.
Leonora lo rodeó con un brazo y él giró hacia ella y sepultó la cabeza en uno de sus hombros, como cuando era un chiquillo. La buscaba cada vez que tenía pesadillas y ella recordaba haberlo visto llorar y llorar pidiéndole que no se lo dijera a nadie. Que no les dijera que estaba llorando.
Ahora, ella dijo:
—No necesitas hacer nada para agradecerme, Efe. Lo hice tanto por mí como por ti. No hablemos más del asunto, ¿sí? Mira, aquí viene tu madre y trae a Douggie con ella.
Tan pronto el pequeño vio a su padre, soltó la mano de Gwen y echó a correr por el césped hacia Efe.
—¡Dada! —gritó—. ¡Dada!
Efe se puso de pie, lo abarajó, lo alzó y le dio un gran beso en la mejilla. Douggie enseguida se instaló en brazos de Efe y empezó a hablar.
—Quiero ver casa de muñecas, Dada. Quiero casa muñecas. Dada lleve a Douggie. Ahora.
—Tenemos que pedirle permiso a Leonora, Douggie —dijo Efe—. Es su casa de muñecas.
Douggie empezó a retorcerse y Efe lo bajó al suelo. El chiquillo fue derecho a Leonora y se puso a tirar de su falda.
—¡Casa muñecas! ¡Por favor llévame a casa de muñecas! ¡Ahora!
—Tu hijo —le dijo Leonora a Efe— ha heredado tu actitud exigente. —Dirigiéndose a Douggie, dijo—: Ven, Douggie. Iremos a visitar la casa de muñecas, si eso te hace feliz.
—¡Feliz! —convino Douggie y puso su pequeña mano rosada en la de Leonora—. Vamos a casa muñecas. Ahora.
Leonora se paró y Douggie comenzó a tirar de ella hacia la casa. Ella dijo:
—Soy mucho mayor que tú, Douggie. Y caminaré más despacio que tú, así que debes esperarme. Y cuando lleguemos a la casa de muñecas, tienes que portarte bien y tocar todo con mucho cuidado. La casa de muñecas es algo muy especial y debemos cuidarla. —Douggie asintió con expresión solemne y caminó más despacio, al mismo ritmo que Leonora.
* * *
—¿Necesitas que te ayude en algo, mamá? —le preguntó Efe a Gwen cuando ella avanzaba con cuidado por los senderos del Jardín Silencioso—. No sé muy bien qué es lo que estás haciendo, pero tendré mucho gusto en ayudarte. En este momento no tengo nada que hacer.
—Estoy revisando mis flores para estar segura de que todas las que quiero para los arreglos de la casa estarán listas el domingo. Aunque no es mucho lo que puedo hacer si no lo están. —Gwen le sonrió a su hijo—. Esta dalia se llama Obispo de Llandaff. Estará perfecta y tiene un color tan maravilloso. Me encanta.
—¿Obispo de Llandaff? Un nombre nada atractivo, ¿no te parece?
—Supongo que no, pero rara vez los nombres lo son. No me prestes atención, querido. Sé que no eres la persona adecuada para que te consulte sobre este tema.
—Por Dios, no —dijo Efe y sonrió—. Para mí, una flor es igual a otra. Son muy bonitas y tienen un perfume agradable y todo eso, pero en realidad no les encuentro sentido. De pronto florecen y al minuto siguiente se les caen los pétalos o se amarillean o algo así. Y, está bien, en realidad no tengo ganas de hablar de arreglos florales. Lo que quiero es pedirte que hables con Leonora en mi favor. Me importa mucho, mamá.
—No puedes creer que yo estoy de tu parte en esto, Efe. En mi opinión, un museo lejos de Willow Court es una idea espantosa.
Furioso, Efe pateó la grava.
—No estás pensando bien, mamá. En serio. ¿Realmente quieres pasar el resto de tu vida como glorificada dueña de casa con un lote de cuadros? Imagina lo libre que te sentirías si no fueras la cuidadora y una mezcla de enfermera-acompañante de Leonora.
—¡Suficiente, Efe! —Gwen giró la cabeza para enfrentarlo. La satisfacción que había sentido un momento antes al ver que sus narcisos estaban por florecer en una masa de blanco y rosado en el momento preciso, de pronto se desvaneció con las palabras de su hijo—. Tú sólo piensas en ti mismo. No sé por qué este arreglo es tan importante para ti, pero eso no te da derecho a... —Buscó un momento la palabra adecuada—...a desvalorizar toda mi vida. Esto es lo que yo hago, Efe. Es lo que siempre hice: cuidar Willow Court, a mi madre y las pinturas, y te aseguro que es mucho trabajo y que nunca me quejo porque me encanta. Amo Willow Court y, aunque reconozco que Leonora es bastante difícil a veces, amo a mi madre. Nunca noté que quisieras que yo viajara y tuviera esa libertad cuando vivías aquí. Por aquella época estaba muy bien que yo me lo pasara atendiéndolos a ustedes.
—Pues a mí no me habría importado que tuvieras un trabajo fuera de casa. Tampoco me habría importado no vivir en Willow Court. —Efe no parecía muy seguro de lo que acababa de decir, y tan pronto salieron esas palabras de su boca, sacudió la cabeza—. No, mamá, no es verdad lo que dije. Lo siento. Por supuesto que me encantaba vivir aquí y probablemente habría sufrido muchísimo si no nos hubieras cuidado. Sé que fuimos muy afortunados, todos nosotros, de tener una infancia así, pero bueno, eso ya pasó y todos nos fuimos de casa y tú tienes muchos años por delante, en los que podrías hacer cosas maravillosas en lugar de...
—En lugar de cosas aburridas como ver qué flores armonizan con otras y cuántas hay y si esta combinación u otra quedará bien en la sala y si quedarán mejor en los floreros de cristal o en los de cerámica. ¿A eso te refieres? —Ahora Gwen estaba enojada y sintió que la sangre fluía hacia su cara—. ¿Asegurarme de que todas las comidas están organizadas para mi familia? ¿Jugar a la mancha con Douggie porque Fiona está agotada con su embarazo y tú sigues pegado al teléfono, a Internet o a tu trabajo aunque se supone que viniste al campo a descansar?
—Está bien, está bien. Lo siento, mamá, no quise que lo tomaras así. Tengo plena conciencia de todo lo que haces por nosotros y te lo agradezco, lo mismo que Fiona y Douggie. Tienes razón. Es sólo que este negocio es muy importante para mí.
Gwen reanudó su caminata por el sendero y trató de prestar atención al estado de las dalias y al recuento de cuántos de los rosales todavía tenían flores y pimpollos que merecían lucirse en uno de los floreros. Las peleas con sus hijos siempre la dejaban mal y debía pasar un buen rato antes de que su corazón volviera a latir con normalidad. Efe caminaba en silencio junto a ella. Gwen nunca había llegado a descubrir cuál era el trabajo exacto de su hijo. Él trabajaba para una firma de Relaciones Públicas, pero a ella no le resultaba nada claro qué papel cumplía él en la compañía. Su día de trabajo parecía incluir muchas comidas en restaurantes y muchas conversaciones en un teléfono celular. Dijo:
—Ya que estamos, pensaba preguntártelo. ¿Qué significa ese negocio para ti? ¿Por qué de pronto estás tan interesado en el destino de la Colección?
Efe frunció el entrecejo.
—Mi meta es ganar dinero, eso es todo. Y en este momento te aseguro que lo necesito. En la firma nos hemos metido en un berenjenal financiero, y el éxito de mi propuesta lograría sacarnos a flote. No me mires así, mamá. Es algo demasiado aburrido para que te lo explique, créeme, pero no es nada que deba preocuparte. No vas a ver mi cara en la primera plana de los diarios sensacionalistas ni nada parecido, pero un poco de efectivo me vendría más que bien. Para no hablar del hecho de que Reuben Stronsky probablemente nos contrataría para que hiciéramos la publicidad, siempre y cuando hubiera algo llamado Museo Ethan Walsh.
—Pues a mí me parece que es una esperanza inútil, querido —dijo Gwen—. En serio. Sabes lo obstinada que puede ser Leonora. Y en esta ocasión estoy de acuerdo con ella. Habrías tenido más suerte haciéndole la propuesta a tu padre. Por lo que me dijo anoche, que no fue mucho, a él le entusiasma bastante la idea. Creo que le resulta muy atractiva la posibilidad de viajar a menudo a los Estados Unidos en jet. Ya sabes cómo es él. Efe sonrió.
—Pero Leonora nunca escuchará a papá, ¿no te parece?
—Es verdad —dijo Gwen—. No lo escuchará. Y te aseguro que tampoco escuchará a nadie en este tema.
—Pues yo no pienso dejar de insistir —dijo Efe.
Gwen le dio el brazo mientras caminaban hacia la casa.
—Claro que no, querido —dijo—. Ni por un momento pensé que te darías por vencido.
* * *
Podrías perder la práctica, reflexionó Leonora, y olvidar cómo hablarles a los muy pequeños. Douggie no se acercaba a Willow Court con la frecuencia suficiente como para que estuviera bien familiarizado con ella, y Leonora tuvo que reconocer que estaba un poco desorientada en lo referente a cómo tratarlo. Douggie era un chico raro, con exigencias apasionadas. Efe había sido así, queriendo todo ahora, ya mismo, y armando un gran alboroto si no lo conseguía. Pero Efe era parlanchín y Douggie era todo lo contrario. Y no era fácil encontrar qué decirle a alguien que estaba casi todo el tiempo callado. Alex siempre había sido callado, pero pensativo, y fue el chico menos demandante del mundo. Y ahora, de pronto, ella se encontraba manteniendo una conversación casi constante para quebrar un poco el silencio, y le costaba un gran esfuerzo no usar el mismo tono que solía emplear cuando se dirigía a sus gatos.
—Aquí estamos, querido —dijo cuando llegaron a la puerta cerrada de la nursery—. Entremos.
Las cortinas estaban corridas casi por completo en la ventana y el sol de la tarde no era más que un leve resplandor que caía sobre las capas de polvo que cubrían cada uno de los muebles y hacía que las sombras de los pliegues de las telas blancas de las fundas fueran mucho más oscuras. La casa de muñecas se destacaba contra una pared y, por un segundo, a Leonora le pareció ver a alguien de pie junto a ella, agachada sobre ella, tocando un lugar donde el techo quedaba oculto debajo de su funda protectora. Una mujer, que vestía algo largo y blanco como un camisón.
Leonora parpadeó y volvió a mirar y no había nadie allí. El corazón le latía a toda velocidad, ella cerró los ojos y respiró hondo en dos oportunidades para serenarse. Una sombra, eso es todo. Allí no hay nadie. Me estoy poniendo vieja y mi vista ya no es lo que era.
Douggie le tironeaba el vestido.
—¿Casa de muñecas? ¿Dónde está? ¿Dónde?
—Aquí. —A Leonora la sorprendió comprobar que le temblaba la voz—. Descorreremos las cortinas. Qué oscuro está aquí. Parece de noche. Después quitaremos las fundas y miraremos si los muñecos están en su casa.
Mientras hablaba abrió las cortinas y la luz se derramó por todos los rincones de la habitación. Entonces se acercó a la casa de muñecas, levantó la funda y la puso cuidadosamente sobre uno de los sillones cubiertos con fundas. Douggie se arrodilló en el piso y puso la cara cerca de esos cuartos en miniatura.
—Esta muñeca es la madre —dijo Leonora y se inclinó para mostrársela, preguntándose al mismo tiempo si se atrevería a ponerse de rodillas junto a él. Mejor que no, pensó. Lo único que me falta es lastimarme antes de la fiesta—. Y ése es el padre, y ésos son los hijos. Juega con ellos, pero con mucho cuidado.
Douggie prácticamente no jugó en absoluto con los muñecos, al menos no en la forma en que Gwen y Rilla lo habían hecho. Leonora recordaba cómo discutían las acciones y sentimientos de los muñecos y cómo siempre alguno se enfermaba y era atendido y cuidado hasta que recobraba la salud, y a otro se lo vestía para una fiesta. Rilla y Gwen se lo pasaban hablando y hablando de las actividades de los muñecos. Ni siquiera se habían puesto de acuerdo en cómo llamarlos. Efe y Alex y Chloë los habían secuestrado y los colgaron de los pies del techo y, en general, trataron a los muñecos con mucha más rudeza de lo que Leonora deseaba. Ella siempre tenía que vigilar un poco la casa para asegurarse de que nada se dañara. Beth era la única nieta que jugaba con los muñecos de la manera en que Leonora consideraba adecuada. Respetaba a los muñecos y su historia, y siempre le pedía a Leonora que le contara cómo su padre le había construido la casa y cómo su madre la decoró y confeccionó los primeros muñecos, esos que a ella no le estaba permitido tocar siquiera, pero que Leonora a veces sacaba a relucir para mostrárselos como un acontecimiento especial.
Douggie miraba. Cada tanto, su manita regordeta se metía en uno de los cuartos y movía una silla o acariciaba la cara de uno de los muñecos.
—Debemos irnos ya, Douggie —dijo Leonora con suavidad, preparándose para una discusión y preguntándose si para sacarlo de la nursery debería prometerle ir en busca de Bertie el gato—. Es casi la hora de tu cena.
Para su sorpresa, Douggie asintió y se paró. Se inclinó sobre el techo de la casa de muñecas y dijo: “Echo”.
—Muy bien, chiquito, tienes razón, ése es el techo.
Él deslizó la mano por el papel pintado simulando tejas.
—Echo de papel —dijo y le sonrió a Leonora. En ese instante, ella vio a Efe en él, en sus ojos y en su forma de mirarla. Tenía, además, la sonrisa seductora de Efe. Qué extraño era eso, la forma en que a lo largo de los años se van pasando trozos de uno mismo a otra persona. La sonrisa no era sólo la de Efe. Había sido también la de su padre y aquí estaba ahora, en la cara de esa criatura. Idéntica. Leonora tomó la funda y con ella volvió a cubrir la casa.
—La estoy tapando para que siempre esté linda y limpia —le explicó a Douggie, mientras el pequeño la observaba sin decir palabra.
—Buenas noches, casa —le oyó ella susurrar mientras la tela blanca caía sobre el techo—. Buenas noches.
* * *
Rilla despertó tarde el viernes por la mañana, después de una noche de sueños inquietantes y luego pasó media hora probándose un atuendo tras otro frente al espejo y arrojando los que descartaba sobre la cama con un disgusto parecido al de una adolescente que se prepara para su primera cita.
La blusa rosada era demasiado rosada y la hacía parecer una prostituta. La negra era innecesariamente fúnebre para una mañana calurosa de verano. ¿Debería usar falda o pantalones? Lo importante era estar espléndida pero, al mismo tiempo, dar la impresión de que no se había molestado demasiado en elegir la ropa, que ése era su aspecto habitual.
Rilla se miró y se sintió gorda y acalorada. ¿A quién quieres engañar?, se dijo. ¿Quién te dice que Sean te va a mirar siquiera? Lo más probable es que esté filmando algo en alguna parte, y las mujeres cuarentonas de cara roja sin duda son demasiado viejas para esa tontería de amor a primera vista que tu solías desear. Se supone que debes pensar y reflexionar, sopesar los pros y los contras y esa clase de cosas aburridas. De pronto se le ocurrió que quizás había bebido demasiado vino la noche anterior y lo que sintió en la terraza no fue más que una ilusión. Pero no lo era. El hecho de pensar en Sean, la perspectiva de verlo nuevamente, decididamente le producía toda clase de sentimientos de tipo amor a primera vista y la hacía dudar de cómo vestirse.
Además, cada vez sentía más hambre y si no se apuraba ya no quedaría nada para el desayuno. Finalmente, se vistió con lo primero que se había probado, una blusa suelta de crepé marrón y pantalones anchos de una tela estampada con un diseño abstracto de colores otoñales. Aros de ámbar. Pelo suelto. Rilla decidió que eso era lo que le quedaba mejor y bajó en busca de comida.
Después de saciar su apetito, descaradamente se puso a buscar a Sean. La idea era cruzarse con él como por accidente, y al principio Rilla pensó que no iba a funcionar, pero entonces oyó hablar a los técnicos en la sala. Salió de la casa por la puerta del frente y pegó la vuelta hacia la terraza. Una vez allí, vio a través de las puertas-ventana al camarógrafo y a Sean que revisaban la filmación de algunas de las telas de Ethan Walsh y simuló sorprenderse. No tuvo que fingir estar feliz porque el corazón le dio un vuelco cuando él le hizo señas de que entrara y presenciara la filmación.
—No llevará mucho tiempo —dijo cuando ella se instalaba en una silla que había sido sacada del camino.
—No me importa esperar —dijo Rilla y se preparó a disfrutar de ver a Sean dirigiendo las operaciones. La maravilló advertir que su propia actitud no era la de las jovencitas que de pronto desarrollan un interés apasionado por la actividad a la que se dedica su novio, sea cual fuere.
Miró los cuadros de Walsh que colgaban en la pared opuesta a su silla y de pronto se transformaron en las telas más interesantes que había visto jamás. Había vivido años y años en esa casa y sólo en ese momento comprendió que no los había apreciado antes adecuadamente, quizá porque en realidad nunca los había mirado bien. Trató de apartar la mirada de los cuadros que representaban el lago, pero ese cuarto estaba lleno de ellos.
Son sólo cuadros, se dijo, la vista fija en sus manos. No es el auténtico lago. Puedes mirar los cisnes. Levanta apenas la vista y observa a los cisnes. Rilla respiró hondo y se concentró en la tela que tenía directamente frente a ella. Dos cisnes, semiocultos por las hojas del sauce, y en primer plano el sendero que rodeaba las márgenes del agua y describía una “S” antes de desdibujarse en el extremo superior derecho del lienzo. Un verde trémulo, sombras, alas blancas y cuellos largos aparecían como detrás de una cortina de hojas. Es una hermosura, pensó Rilla, y lo detesto. No puedo mirarlo.
Recorrió la pared con la mirada en busca de alguna otra cosa en la que concentrarse. No voy a permitir que un cuadro me obligue a irme de aquí. Quiero quedarme. Se descubrió entonces mirando un pequeño cuadro en el que alguien —debía de ser Nanny Mouse—, de espaldas al pintor, zurcía algo a la luz de una lámpara. Había que sacarle el sombrero a Ethan Walsh, pensó. Nadie por ella conocido pintaba la luz de esa manera. Esa lámpara era tan dorada y ofrecía tanto consuelo, que daba la impresión de que prácticamente uno podía caldearse las manos junto a ella. Parecía brillar fuera el cuadro, pero las sombras del segundo plano estaban colmadas de una velada amenaza, como si la tranquilidad de la escena estuviera por ser quebrada en cualquier momento.
Estoy dejando que la imaginación me controle, se dijo. Eso me enseñará a tratar de ser seria. Centró sus pensamientos en Sean. Estaba muy bien que siguiera sentada allí, pero ¿cuánto tiempo podía ella esperar a que él terminara? Estaba pensando qué hacer, cuando él se acercó y se arrodilló junto a ella.
—Te agradezco que me esperes —dijo—. Quería preguntarte si vendrías conmigo esta tarde a la casa de Nanny Mouse. ¿Estás ocupada a esa hora?
—No, desde luego que no. Me encantaría. Hace años que no la veo y justo estaba pensando en ir.
—Fantástico. —Sean se puso de pie y se apartó el pelo de la frente en un gesto que lo hacía parecer mucho más joven. Le sonrió a Rilla—. Ahora tengo que hacer algunas tomas en exteriores, pero te veré en el almuerzo.
—Sí —dijo Rilla. Lo observó salir de la sala siguiendo a sus técnicos, y la habitación de pronto pareció llenarse de un enorme silencio. Se acercó a la ventana y vio que los hombres desaparecían en el jardín silvestre. Se dirigían al lago y Rilla se apartó enseguida de la ventana. De pronto sintió que estaba a punto de llorar y tuvo mucho más frío del que debería sentir considerando el calor que hacía. No pensaré en el lago. Tampoco pensaré en el pasado, se dijo. Me niego a hacerlo. Seré feliz. Entró en el vestíbulo y se preguntó cómo matar el tiempo hasta las doce y media.
* * *
Rilla decidió que los sillones de la casita de Nanny Mouse parecían pequeños aunque en realidad no lo eran. No le gustaba nada el tapizado de tela sintética que simulaba ser terciopelo ni los pufs que quedaban bonitos pero eran sumamente incómodos. El refresco que la señorita Lardner les ofreció a Sean y a ella era más adecuado para un té de muñecas o un picnic para ositos de felpa que para esa ocasión; masitas con fondant de colores pastel y un té Earl Grey nada cargado. Las tazas eran encantadoras, pero también ellas tenían en sí mismas algo de miniaturas, con sus asas delicadas y su diseño desteñido de rosas color rosa pálido.
No me importa, pensó Rilla mientras mordía un dulcísimo cuadrado de bizcochuelo glaseado. Se sentía feliz de estar allí sentada junto a Sean, feliz de que él le hubiera pedido que lo acompañara, feliz al pensar que lo que Chloë le había dicho en secreto a la hora del almuerzo (él realmente gusta de ti, Rilla, se le nota a la legua...) pudiera ser verdad. En ese momento se negaba un poco a reconocer, siquiera para sí misma, lo mucho que él la atraía, pero las pruebas estaban a la vista y eran flagrantes, así que no le quedó más remedio que admitirlo, mientras Sean conversaba en voz baja con Nanny Mouse.
Cuando él estaba de pie bien cerca de ella, a Rilla se le cortaba la respiración. Cuando Sean no estaba a la vista, ella lo buscaba. Cuando ella estaba a solas, se perdía en fantasías propias de chicas adolescentes. Cuando estaba con otras personas, sus pensamientos flotaban sin sentido. Cuando estaba cerca de él, sentía que partes suyas estaban a punto de derretirse, y cuando caminaba junto a él olvidaba por completo sus propios pies y podría haber caminado horas y horas y haberlo seguido adonde él quisiera llevarla.
Dios, pensó Rilla, qué fuerte que me ha dado. ¿Y si termina en la nada? ¿Podré tolerar el dolor? Ese pensamiento triste la hizo bajar la taza de té que tenía en la mano. Se sirvió otra masa con fondant, ésta de color malva, mientras barajaba mentalmente la posibilidad de que Chloë estuviera equivocada y de que las señales que ella había captado desde la noche anterior sólo fueran... nada. Que sólo indicaran que Sean se mostraba encantador y que eso no tenía nada que ver con que ella le gustara. ¿Y si él era así con todas las mujeres que trataba? Se dijo que lo cierto era que apenas lo conocía y que se estaba portando como una adolescente. Además, ¿qué pasaba con Ivan? Pensar en él, tratando de imaginarlo de vuelta en Londres, era como espiar algo muy lejano. En su actual estado de ánimo casi no recordaba qué había en Ivan que le gustara, y cada vez que él se le cruzaba por la cabeza, desaparecía enseguida como si careciera de importancia. Ya me ocuparé de eso, pensó, cuando tenga que hacerlo, y tal vez ese momento no llegue nunca.
Rilla paseó la vista por las fotografías que había en la casa de Nanny Mouse. Las ceremonias de bautismo estaban bien representadas en la repisa de la chimenea. Allí estoy yo, pensó Rilla, en brazos de Leonora, y ésa debe de ser la misma Leonora con Maude y Ethan Walsh. Una imagen, enmarcada y colgando de la pared, llamó su atención. Es papá, pensó, con Gwen en brazos el día del bautismo. La bebita estaba envuelta en encaje blanco. Su padre estaba muy elegante. Rilla no lo había conocido, pero por las fotos que vio durante toda su vida, le parecía que él tenía cierto encanto lleno de astucia. Era, desde luego, una fotografía en blanco y negro, así que no podía ver el color de su pelo, pero Rilla sabía que era pelirrojo porque el de ella también lo era, y desde chica todo el mundo le decía que se parecía a su padre. Siempre le había envidiado a Gwen lo poco complicado de su pelo color oscuro. La mayoría de las personas que conocía consideraban que ser pelirroja era algo así como una bendición, y aunque Rilla ya estaba acostumbrada a sus rulos cobrizos, el color de su pelo le había causado algunos problemas siendo joven. Todos daban por sentado que tenía un carácter fuerte.
Sean le sonrió desde el otro lado de la habitación y algo en Rilla se estremeció y brilló. Vamos, compórtate de acuerdo con tu edad, se dijo. Centró su atención en lo que estaba diciendo Nanny Mouse. La anciana se parecía a la persona que Rilla recordaba y, casi todo el tiempo, lograba mantenerse en el presente. Tal vez se debía a lo bien que Sean manejaba las entrevistas.
—Recuerdo el casamiento. No había familiares del lado de la novia. Los bancos de la iglesia estaban vacíos. A mí me permitieron ir. Yo era la única mucama por esa época, pero el señor Walsh dijo que yo podía ser la mucama de su señora. La de la señorita Maude. Yo la llamaba así antes de que se casara y me costaba perder ese hábito. Era muy bonita, pero callada. Yo soy tan callada como tú, me dijo en una ocasión. Es verdad, ella era muy callada. Rara vez abría la boca.
—Y Ethan Walsh la amaba muchísimo —dijo Sean y con su énfasis hizo que sus palabras fueran una afirmación en lugar de una pregunta. Él esperaba que su comentario cambiara el tema. Nanny Mouse estaba confundiendo las bodas. Ethan y Maude se habían fugado. Sin duda ella pensaba en el casamiento de Leonora con Peter, poco después de la muerte de Ethan.
—¡Vaya la manera que tenía de demostrárselo! —Nanny Mouse lo dijo con tanta firmeza que pareció cansarla. Dejó de hablar y se puso a mirar un punto fijo a media distancia y a tirar de la tela de su falda con una mano. Cuando volvió a hablar, su voz era muy diferente, temblorosa e incierta, y su memoria se deslizaba por los años de una boda a otra. Rilla la escuchó en busca de pistas. El señor Peter. Ése era su propio padre, así que ella debía de estar pensando en Leonora. Con suavidad, Sean la hizo volver a Maude y a sus primeros días en Willow Court.
—¿Maude? Sí, lo más probable es que la encuentre en el jardín. Está preparando un cantero. Pero no con flores amarillas, ella detesta las flores amarillas. Imagino que a usted le sorprende, porque por lo general a todos les gustan las flores amarillas, ¿no?
Rilla sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. ¡Pobre Nanny Mouse! Dios, ¡espero no vivir para llegar a esa edad tan confundida como ella! Ahora su conversación es cortés. Me pregunto si sabe quién es Sean.
—No sé si sabe que Leonora estaba muy enferma —dijo Nanny Mouse en tono de confidencia, inclinándose hacia él y bajando la voz—. Se empapó y se enfrió muchísimo y por eso contrajo neumonía. Creo que eso fue lo que dijo el médico. Durante días y días tuvo fiebre tan alta que yo tuve que tratar de bajársela con paños húmedos. Y durante el funeral, yo no sabía con quién estar. Era tan difícil elegir con quién, pero elegí a mi bebé, porque todavía estaba viva. Me pareció lógico que los vivos tuvieran precedencia sobre los muertos. Dios mío, no me gustaba nada pensar en mi Maude encerrada en ese ataúd. —De los ojos de Nanny Mouse brotaron lágrimas y ella parpadeó.
Sean le pasó su pañuelo limpio y le susurró algo acerca de que no era su intención afligirla. Entonces cambió de tema.
—¿Qué hacía Maude mientras Ethan pintaba? ¿Lo ayudaba de alguna manera? ¿Le daba consejos? Ella también era pintora, ¿no? ¿Antes de que se casaran?
Nanny Mouse parecía asustada. Se encogió en su sillón, palideció y comenzó a farfullar algo en voz baja y a cubrirse la cara con las dos manos como si Sean estuviera por golpearla.
—No quiero angustiarla —se apresuró a decirle él. Apoyó las manos sobre las de ella y se las acarició—. Está bien. No hablaremos de eso si usted no lo desea. Puede contarme lo que quiera acerca de Maude. Usted será la que elija. Hábleme de nuevo del jardín.
Nanny Mouse miró a Sean como si no tuviera idea del tema al que él se refería. Apartó las manos de las suyas y se incorporó en el asiento.
—Él tiene que tenerla al lado. ¿No le parece raro? A mí me parece raro. ¿Qué marido necesita tener a su esposa al lado cada minuto mientras trabaja? La cocinera dice que lo oye arrojando cosas. Yo no soy una chismosa, como usted sabe. Nunca hablo mal de nadie sin una buena razón. Sólo que la forma en que él se sumerge en uno de esos prolongados silencios y ni siquiera pasa un momento con ella... bueno, con razón Maude está tan delgada y tan pálida. Ella casi no mira a su hija. Pues a mí me parece antinatural. Bueno, por supuesto que la mira, en cierta forma mira todo el tiempo. Se sienta allí con ese bendito libro suyo y escribe y escribe y yo sé qué está sucediendo. Pero no me animo a decirlo. Él me lo advirtió. Anoche me llevó a un lado en la antecocina y todavía tengo la marca de sus dedos en el brazo, mire... —Se subió la manga del vestido y le mostró a Sean un antebrazo arrugado, marcado solamente con pecas propias de la edad.
Este estallido cansó a Nanny Mouse, quien dejó caer la cabeza sobre el pecho.
—Estuvo usted muy bien, muchas gracias —dijo Sean—. No se preocupe, ahora la dejaré descansar. Mañana vendremos a verla y traeremos una cámara para que pueda salir por televisión.
Ni siquiera la palabra mágica “televisión” logró animar a Nanny Mouse. Tenía los ojos cerrados y la señorita Lardner, que había estado sentada y muy quieta en un rincón escuchando la conversación, se puso de pie y dijo:
—Me temo que ahora la señorita Mussington necesita descansar. Esto ha sido un poco excesivo para ella.
—Lo entiendo —dijo Sean. Y agregó—: No se preocupe, saldremos por nuestra cuenta.
Rilla dijo:
—Gracias por el té, señorita Lardner. Todo estaba delicioso. —Se acercó a Nanny Mouse y se inclinó para besarla.
—Adiós —dijo. Los ojos de la anciana se abrieron por un segundo y enseguida quedaron fuera de foco cuando trató de entender quién estaba agachado frente a ella. De pronto sonrió:
—¡Rilla! ¡Qué bueno verte, querida mía! Ya eres toda una señorita, ¿no? Ya no eres una chiquilla.
—No, ya no soy una chiquilla. Muy pronto vendré de nuevo a verte.
Nanny Mouse tironeó de la manga de Rilla.
—Ella nunca lo habría aceptado si no hubiera estado muerta de miedo. ¿Lo entiendes? Vivía muerta de miedo. Todo el tiempo. Miedo de él. Sí.
Una vez afuera de Lodge Cottage, Sean exhaló como si hubiera estado conteniendo la respiración durante mucho tiempo.
—Bueno... —dijo—. ¿A quién crees que se refería? ¿A Maude o a Leonora?
—A Maude. Tiene que ser. Leonora no le tiene miedo a nada. Y, además, mi padre murió muy joven y ella ha sido viuda la mayor parte de su vida. El que Nanny Mouse describía parecía ser un hombre realmente brutal.
—Estoy seguro de que estás en lo cierto. Ethan Walsh comienza a emerger como una especie de tirano doméstico. —Sean sacudió la cabeza—. Por supuesto que se puede aprender mucho del carácter de una persona por la forma de arte que produce.
Echaron a andar juntos por el camino hacia la casa, y las telas de Ethan Walsh y su relación con su esposa eran la última cosa que ella tenía en mente. Deseó que la avenida de robles color escarlata se extendiera por kilómetros y kilómetros. Se preguntó qué podía decir a continuación. Si este silencio continúa, pensó, se instalará como un auténtico silencio y no tan sólo dos personas que caminan juntas y calladas.
—Yo quisiera... —comenzó a decir Sean, justo en el momento en que ella decía:
—Creo que...
Ambos se echaron a reír y Rilla dijo:
—Empieza tú.
—De acuerdo. Quería agradecerte por haber estado allí esta mañana mientras yo filmaba. Comprendí demasiado tarde que los cuadros de la sala no debían de ser tus Walsh favoritos. Todos eran paisajes con el lago. Lamento si fue penoso para ti.
—No, en absoluto. Yo puedo mirar esos cuadros sin problemas. —Rilla tenía la vista fija en sus propios zapatos mientras caminaba por la grava, pendiente del sonido que las pisadas de ambos producían. Levantó la vista y miró a Sean—. Lo único que no puedo soportar es la realidad.
—Igual... —Sean calló y le tomó una mano. Rilla giró para mirarlo, de pronto consciente de que el corazón le latía a toda velocidad—. Esta noche no estaré para la cena —dijo—. Le prometí al equipo de filmación que comería en el pub con ellos. Ojalá no lo hubiera hecho.
—No, está muy bien. Lo entiendo. —Rilla sonrió—. Estoy segura de que en casa será otro circo familiar. No creo que te pierdas demasiado. La mayor parte del tiempo sólo hablamos de los arreglos necesarios para la fiesta o, de lo contrario, del proyecto de Efe y de lo que deberíamos hacer al respecto. —Comprendió que no paraba de hablar sólo para disimular lo tonta que se consideraba por sentirse tan decepcionada.
Sean dijo:
—Sin embargo, sospecho que necesitarás otro cigarrillo. ¿Me equivoco? ¿Como anoche? —Rilla sintió que la mano de él se apretaba contra la suya y le costó mantener el nivel de su voz al contestarle.
—Por supuesto que sí. Aunque esta vez fumaré mi cigarrillo en la glorieta. ¿Sabes dónde queda eso?
—Desde luego —contestó él y le sonrió—. Allí estaré. Digamos, a eso de la medianoche. ¿Podrás esperar hasta entonces? Sé que es terriblemente tarde.
Rilla se limitó a asentir porque no confiaba más en su voz. Apenas podía creer que se hubiera mostrado tan atrevida. ¿Cómo iba a hacer para controlar la excitación que sentía durante otras seis horas? ¿Dónde estaba Beth? Ella entendería lo fascinante que le resultaba esa cita. Sí, decidió Rilla, ése era el término antiguo más adecuado: una cita. Habían comenzado a caminar de nuevo hacia la casa, pero Sean no le había soltado la mano. Se la mantuvo tomada hasta que casi llegaron a los escalones del frente.
* * *
—¿Me estás escuchando, mamá? Y tú también, papá, pero sobre todo mamá.
Gwen levantó la vista del cuaderno de tapa dura que tenía abierto delante de ella sobre la mesa de la cocina y asintió hacia Chloë con aire ausente. James estaba sentado junto a ella, leyendo el periódico. ¿Dónde encontraba él tiempo para leer cuando había tanto que hacer? Ella estaba demasiado preocupada con la lista de tareas (revisando los arreglos necesarios para el estacionamiento el día de la fiesta y preguntándose si había avisado a todas las personas a las que era preciso avisar) como para registrar en detalle lo que su hija llevaba puesto, pero tuvo una impresión general de tela negra con metal y deseó que Chloë usara algo más similar a lo que tenía puesto Beth. Le pareció que era un poco injusto que la hija de Rilla tuviera un aspecto elegante incluso con vaqueros y camiseta, mientras que la suya habría quedado bien en medio de un maizal, como espantapájaros. Enseguida se avergonzó de ese pensamiento y trató de sonreírle a Chloë y de no parecer insatisfecha, al menos con ella.
—Estoy repasando mis listas —dijo—. Son tantas. Supongo que después de la fiesta llegará el momento en que todo esté tachado en cada una e ellas y entonces será demasiado tarde para remediar los desastres.
—No habrá ningún desastre, mamá, no te preocupes. —Chloë estiró los brazos por encima de la cabeza. Philip había entrado en la cocina con ella y ahora estaba recostado contra la pared. James apartó el periódico.
—¿Qué te hace falta, querida? Me doy cuenta de que quieres algo —dijo—. Me lo dice tu mirada. Te conozco bien. ¿Necesitas dinero?
—No tiene nada que ver con dinero, papá. Sólo quería saber qué tienes planeado para exhibir los regalos, eso es todo.
Gwen se pasó una mano por el pelo y suspiró.
—Si quieres que te diga la verdad, sólo la semana pasada se me ocurrió que sería necesario exhibirlos. Nosotros le daremos sus regalos, sólo la familia, el sábado después de la cena, pero en cuanto a los otros regalos, decidí que, a medida que lleguen los invitados, alguien puede ponerlos sobre la mesa del comedor o en alguna otra parte para que Leonora los abra después de la fiesta, cuando sólo estemos nosotros. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque —contestó Chloë, apoyada sobre la mesa hacia Gwen para darle más énfasis a sus palabras— se me ocurrió una idea brillante. Hoy llegaron algunos paquetes y habrá más mañana, y cada persona que venga traerá algo, así que serán demasiados para poner sobre la mesa del comedor, ¿no te parece?
—En realidad, no lo sé. No lo había pensado. —Una arruga apareció en la cara de Gwen.
—¿Qué te parece entonces esta idea? —dijo Chloë—. Philip y yo tomaremos algunas ramas de sauce, formaremos un árbol en el hall y dispondremos los regalos debajo de él, tal como hacemos con el árbol de Navidad. Yo prometo decorarlo de manera espectacular. Podemos poner los regalos que Leonora ya abrió más cerca del tronco y después, los demás, en una suerte de círculo alrededor. Será fantástico. Por favor, mamá, dime que podemos hacerlo.
Gwen lo pensó un momento.
—Supongo que sí —dijo por último, y Chloë se levantó de un salto de la silla y rodeó la mesa corriendo para abrazar a su madre.
—¡Fantástico! Prometo que no lo lamentarás —exclamó y, tomando a Philip de la mano, salió a toda velocidad de la cocina y estuvo a punto de tropezar con Rilla y Sean que entraban en ese momento.
—Chloë está en excelente estado físico —dijo Rilla—. Parecía estar camino de algo realmente urgente.
—Acaba de tener una de sus ideas brillantes —dijo James—. Pero creo que ésta no dañará a nadie. —Rilla se echó a reír. A lo largo de los años, las ideas de Chloë habían desembocado en catástrofes espectaculares. En una oportunidad había decidido tratar de hacer una fuente en medio del piso del jardín de invierno, después de lo cual fue preciso alfombrar todo el cuarto.
—Siéntate, Sean —dijo Gwen—. ¿Quieres una taza de té?
—No, gracias Gwen —respondió Sean—. Ya tomamos té hace un rato.
—¿Cuál fue la sugerencia de Chloë? —preguntó Rilla, y James se la contó—. ¡Me parece una idea estupenda! —dijo—. Quedará espléndido, Gwen.
—Eso espero. Y me alegra que quiera hacer algo especial para la fiesta. Será un proyecto de último momento, desde luego, pero eso es típico de los jóvenes, ¿no lo crees? Ojalá me hubiera preguntado hace semanas si había algo en que pudiera ayudarme, en lugar de salir con esta improvisación artística a último momento. Esa muchacha siempre hace lo que se le da la gana.
—Pero tiene mucho talento. Todo saldrá bien, Gwen, sabes que sí. —Rilla se puso de pie y fue a pararse junto a su hermana, al lado de la pileta de la cocina—. Estás cansada, eso es todo, y no es para menos. Nunca dejas de estar haciendo algo, ése es tu problema. Ven y siéntate un momento con nosotros y conversemos. Venimos de tomar el té con Nanny Mouse.
Gwen le lanzó a Rilla una mirada que ella no pudo interpretar. Se preguntó si no sería un poco de envidia. ¿O estará en tren de juntarnos a Sean y a mí? ¡Pobre Gwen! Ella se siente la Abeja Reina de Willow Court; la única persona a cargo de todos los arreglos, incluyendo la filmación, de modo que cuando otra persona quiere cooperar, aunque sólo sea de manera insignificante, como Chloë un momento antes, ella queda un poco desconcertada. Rilla sintió en ese momento una mezcla de irritación y de lástima hacia su hermana. Dijo:
—Nanny Mouse dio a entender que Ethan Walsh solía pegarle a su esposa.
—Esa mujer está confundida —dijo Gwen—. No es capaz de recordar siquiera qué comió en el desayuno, así que no creo que podamos confiar en que recuerde nada de eso. Tal vez piensa en algo que vio por televisión. —Miró a James—. Necesito darme un largo baño de inmersión bien caliente después del día que he tenido. Te veré arriba.
—Eso me suena a una orden —les dijo James a Sean y Rilla al salir de la cocina detrás de su esposa—. Le subiré una Pimms bien helada. En momentos como éstos, ¿qué haríamos sin alcohol? —Saludó con la mano hacia ellos y cerró la puerta a sus espaldas.
* * *
Todavía era bastante temprano, pero James ya se había cambiado para la cena y estaba tendido sobre la cama. Gwen estaba sentada frente al tocador terminando el contenido de su copa mientras se empolvaba la nariz. Dijo:
—No sé cómo Rilla tiene la paciencia suficiente de maquillarse todos los días. A mí me volvería loca.
—Tú no necesitas la ayuda de polvos y pinturas, mi amor.
Gwen giró la cabeza para mirarlo.
—¿Quieres algo? ¿Por qué tantos elogios?
James se echó a reír.
—¿Acaso un tipo no puede hacerle un cumplido a su esposa? Esta noche te encuentro particularmente atractiva.
—Gracias —dijo Gwen y tomó el cepillo para el pelo. Antes de que un silencio se instalara entre los dos, volvió a hablar. Los silencios que se prolongaban demasiado no eran convenientes porque le daban espacio para retrotraerse a la época en que no le era posible confiar en James. Eso había sido hacía mucho tiempo, y él le había jurado en aquella ocasión que la amaba, que la amaba apasionadamente y que nunca jamás... etcétera. Y ella había dejado bien en claro que una sola infidelidad más de su parte significaría que él no volvería a cruzar nunca más el umbral de Willow Court ni a intercambiar una palabra más con ella. Y eso fue el fin del asunto. Ninguno había vuelto a mencionarlo desde entonces, pero James sabía que Gwen lo vigilaba y monitoreaba sus idas y venidas discreta pero eficientemente. Ahora ella dijo—: Me parece que Rilla se propone conquistar a Sean. La noto muy entusiasmada con él.
—Él parece un buen tipo —dijo James—. Y los dos son adultos. No veo cuál es el problema.
—Supongo que tienes razón —dijo Gwen—, pero espero que Rilla no termine lastimada.
—¡Por Dios!, ¿por qué habría de suceder una cosa así? Te preocupas demasiado, mi amor.
—Supongo que sí —dijo Gwen—. No puedo evitarlo. Espero que todo salga bien.
* * *
Durante el verano, ésa era la mejor parte del día: una hora o dos antes del anochecer, cuando el sol estaba en el ocaso pero todavía no se hundía en el horizonte. Beth iba camino al lago y se preguntó por qué esa luz perlada y la calidez y el hecho de ver mariposas revoloteando sobre las amapolas en el jardín silvestre, que normalmente le levantaban el ánimo, en ese momento no tenían el efecto habitual en ella. Ese día no había sido como lo soñaba cuando estaba en Londres.
Allá le había resultado fácil enhebrar fantasías sobre Efe y ella caminando juntos a través del pasto alto por el que muy pronto caminaría sola. Además, en sus sueños del fin de semana había olvidado incluir los enjambres de personas que llevaban mesas y sillas a la carpa y que iban y venían todo el tiempo por el parque rodeando la casa. Tampoco había incluido a los integrantes del equipo de filmación, que brotaban de pronto por cualquier parte cuando menos se los esperaba. Y, de alguna manera, también había eliminado al resto de la familia: Fiona, muy complacida con el nuevo bebé; Douggie corriendo por todas partes; Leonora, materializándose de manera silenciosa; Rilla, misteriosamente oculta en su dormitorio durante la mitad de la mañana y desapareciendo después con Sean Everard; Alex, sin ser visto la mayor parte del tiempo; y Efe, el foco principal de sus sentimientos y su atención, no precisamente de buen humor sino enojado y gruñón cada vez que ella lo veía.
Antes de la noche anterior ella no había tenido idea del proyecto de Reuben Stronsky y, ahora, deseó fervientemente que la llegada del millonario norteamericano y todas sus obras se postergara varios días. Efe no parecía ser el mismo de siempre. No, eso no era del todo cierto. Cuando no parecía un Júpiter tonante, su aspecto era el de un Efe formal, eficiente y superficialmente encantador y no el del amigo de su infancia. Beth detestaba tener que reconocerlo, pero era un hecho que el hombre que se había mostrado durante las últimas veinticuatro horas no era para nada una persona que le gustara.
Había estado visiblemente irritado con Fiona durante el almuerzo por algún detalle ridículo como no haberle pasado la tajada adecuada de fiambre, y a Beth la sorprendió el deseo de apoyar a esa pobre mujer. Si a mí me hubiera hablado así, pensó, habría tomado la maldita tajada de jamón y se la habría metido en la nariz. Fiona sólo se había ruborizado y dicho Sí, Efe con esa vocecita tonta suya y hecho exactamente lo que él quería: obedecerlo al pie de la letra.
Beth también notó (¿cómo no lo advirtió antes?, tal vez no los había visto juntos con suficiente frecuencia) que Efe ni siquiera había mirado a su esposa durante el almuerzo. Tampoco le dirigió la palabra, aunque sí desplegó su encanto hacia el resto de los comensales. Si se tratara de alguna otra persona que no fuera él, pensaría que era un hombre abominable, pero con Efe hago concesiones. Ella lo había mirado por encima de la mesa y él le sonrió, como si existiera entre ambos cierta complicidad. Sí, había sido una sonrisa cómplice y, puesto que por lo que ella sabía no compartían ningún secreto, sólo le quedaba llegar a la conclusión de que lo hacía para irritar a Fiona, quien interceptó la sonrisa, palideció y fijó la vista en su plato. De pronto Beth sintió vergüenza. Apartó la silla, se excusó y se levantó de la mesa.
Miró hacia la carpa y allí estaba él, conversando con su padre. James tenía a su cargo todos los arreglos en exteriores, pero en ese momento se había desligado de los difíciles problemas de controlar la llegada de los ingenieros en luces y de la instalación y la verificación de las luces porque Efe lo había apartado para hablar con él acerca de la Colección Ethan Walsh. Incluso desde esa distancia, Beth se dio cuenta de que James estaba deseando escapar de su hijo y volver a la tarea más sencilla de asegurarse que la carpa quedara bien alineada, fuera impermeable y estuviera lista para la llegada de mesas y sillas a la mañana siguiente. Ella se quedó allí parada un momento, preguntándose si tal vez Efe la vería y comprendería que iba camino al lago y correría para reunirse con ella. ¡Ni en sueños! Él ni siquiera advirtió que Beth estaba allí parada, mirándolo con intensidad para tratar de atraer su mirada.
Comenzó a bajar por el terraplén. Una vez que llegara al jardín silvestre, sabía que nadie que estuviera en la carpa podría verla. Estaría a salvo para expresar su rabia y su frustración avanzando por el pasto alto lo más rápido posible, casi corriendo, aplastando las flores debajo de sus pies y deseando quedar sin aliento para poder sacar de su mente todo pensamiento acerca de Efe.
—¡Mira por dónde caminas! —dijo una voz cerca de sus pies y Beth pegó un salto.
—¡Alex! ¿Qué demonios haces allí abajo?
Estaba acostado en el suelo con la cámara apretada contra la cara, y por un momento no dijo nada mientras tomaba una foto tras otra. Beth suspiró y se sentó junto a él.
—¿Así que tomando fotos desde abajo? ¿Tal vez de algunas briznas maravillosas de pasto?
—En realidad, sí —contestó Alex y giró hasta quedar de espaldas—. Tengo algunas buenas tomas del lago entre un marco de pasto y flores.
—Suena muy artístico —dijo Beth y arrancó una flor azul del suelo por el tallo.
—No te desquites conmigo —dijo Alex
—¿Qué quieres decir?
—Sabes muy bien lo que quiero decir. Que no estás nada complacida con la forma en que se está desarrollando este fin de semana y se te nota. No sé qué creías que iba a pasar.
—No pensaba que fuera a pasar nada del otro mundo —dijo Beth y se preguntó cuánto sabría Alex. Él nunca hablaba mucho, pero prestaba atención a todo y, aunque ella nunca le había confiado lo que sentía por Efe, estaba segura de que por momentos él percibía sus verdaderos sentimientos. Durante un instante de insensatez, Beth pensó en contárselo todo, pero después decidió que la vida sería más fácil, al menos por el momento, si cambiaba de tema.
—Me encanta el lago —dijo—. ¿No está precioso con esta luz? Deberías sacarle más fotos. Ven conmigo. Mira, los cisnes están de este lado.
Alex siguió contemplando el cielo.
—Ya saqué muchos rollos de ese maldito lugar —dijo él—. Porque Leonora sin duda espera que lo haga, pero... —Y dejó esas palabras colgando del aire.
Beth se estremeció. No hacía más que tratar de olvidar la tarde de la muerte de Mark, pero era inútil y a menudo aparecía en su mente, sobre todo por las noches. Había sido un día ventoso, con ráfagas heladas sobre el agua, y ella alcanzaba a ver, como si fuera ayer, a Efe inclinado sobre el lago negro para recoger el cuerpo de Markie, y cómo cada parte de su pequeño hermano estaba empapada y goteaba agua mientras lo llevaban a la orilla. Alex estaba allí, llorando en silencio mientras Efe seguía intentando volver a la vida el cuerpo de su hermanito, sacudiéndolo y poniéndolo de espaldas. No faltó mucho para que Beth recordara el miedo helado que sintió al comprender que Mark nunca volvería a respirar. En aquel momento ella había girado y corrido hacia la casa, incapaz de soportarlo, gritando y llorando a mares.
—Eso sucedió hace mucho, Alex —dijo ella en voz baja y sacudió la cabeza como para apartar esas imágenes de su mente—. Desde aquel día, mamá no ha vuelto a mirar el lago. ¿Lo sabías?
—No la culpo —murmuró Alex—. Beth...
—¿Sí?
—¿Puedo decirte algo? Nadie más sabe que lo sé. No estoy seguro de que debería decírtelo, pero...
Beth asintió. Sabía que Alex en un estado de ánimo confesional era como un pájaro posado en una rama. Un ruido fuerte, un movimiento apresurado, y echaría a volar.
—Ese día, el día en que Mark murió, jugábamos a una clase especial de juego. De cazadores de pieles. ¿Lo recuerdas?
Beth cerró los ojos. Se vio tal como era entonces, corriendo por el jardín silvestre hacia el borde del lago y siguiendo después por el sendero. Los varones ya estaban en el agua, aunque no se suponía que debían hacerlo. Mark estaba sentado debajo de un sauce.
—Tú estabas en el extremo más alejado de los árboles —continuó Alex—. Y Efe le gritaba algo a Markie.
¡Cállate, Markie! Estoy ocupado. Tengo que revisar mi trampa. Beth se estremeció. Cerró los ojos y oyó la voz de Efe que le gritaba a Markie, como si estuviera hablando ahora.
—¡Eh, ustedes dos! —Chloë estaba de pronto allí, frente a ella, los brazos llenos de ramas de sauce—. ¿Qué hacen tirados en el pasto, listos para hacer tropezar a la gente? A mí casi se me cayeron todas estas ramas.
Beth tuvo ganas de estrangular a Chloë. ¿Por qué tenía que emerger de entre el pasto justo en ese momento? Alex ya se estaba sentando, recogía su equipo fotográfico y lo metía en un bolso. Tenía el entrecejo fruncido. Beth extendió una mano y le tocó un hombro.
—No te vayas, Alex —dijo. Y luego, a Chloë—: Nosotros podríamos decir lo mismo de ti. ¿Qué haces?
—Voy a formar un árbol. Algo así como un árbol de Navidad, pero de ramas de sauce. Un árbol de cumpleaños. Lo decoraré y debajo de él exhibiré todos los regalos de Leonora. Buena idea, ¿no?
—¡Estupenda! —dijo Beth, tratando de sonar tan entusiasta como su prima—. Quedará fantástico.
—¿Vienen para la casa? —preguntó Chloë mientras subía ya la ladera hacia Willow Court.
—Dentro de un segundo —dijo Beth—. Iremos detrás de ti.
Una vez que Chloë estaba demasiado lejos para oírlos, Beth le dijo a Alex:
—Lo siento tanto, Alex. Continúa con lo que me estabas diciendo.
—No importa, en realidad no era nada —dijo él y se puso de pie. Beth también lo hizo y él insistió—: Olvídalo, ¿sí?
—¡De ninguna manera! No puedes hacer eso, Alex, es una crueldad de tu parte. Lo dejaste todo pendiente y sin aclarar. Detesto cuando la gente hace una cosa así.
—No fue nada —insistió él—. Sólo te estaba mortificando, ¿de acuerdo? Lo siento.
Beth lo miró y enseguida entendió dos cosas. Primero, estaba bastante segura de que Alex le iba a decir algo acerca de aquel día, algo importante. Pero incluso más urgente que contarle eso era su necesidad de retroceder, de simular que no lo decía en serio, que no tenía ningún secreto que compartir con ella. Además, parecía muy preocupado por el asunto. Y estaba prácticamente empapado en transpiración. Ella le dijo:
—Muy bien, dejémoslo así y vayamos a la casa.
—Te veré allí, Beth —dijo él—. Todavía quiero fotografiar otros lugares antes de que se termine la luz.
Ella comprendió lo aliviado que estaba Alex. Sus hombros se distendieron y todo su cuerpo se alteró visiblemente. Beth lo observó caminar por el pasto, alto y delgado, con su camisa de denim aleteando sobre sus pantalones y los últimos rayos de sol formando un halo alrededor de su cabeza. ¡Pobre Alex! Nunca conseguía articular muy bien sus pensamientos. Si él hubiera estado más cerca, si se hubiese quedado quieto un momento junto a ella, Beth lo habría abrazado. Lo habría abrazado y también habría tenido ganas de golpearlo por ser tan vulnerable y, al mismo tiempo, tan imposible. Él sabía algo acerca de ese día, del día en que Markie se ahogó, y Beth estaba dispuesta a esperar hasta que él decidiera contárselo. Se lo diría algún día, porque era una persona que no soportaba los secretos culpables.
* * *
La cabeza de Alex estaba llena de palabras que daban vueltas en círculo. Oh Dios, oh Dios, y boludo y maldición y doble maldición y a la mierda y tarado y oh Dios ¿por qué se le había ocurrido abrir la boca? Este pensamiento le ocupaba la mente como en una cinta sin fin que apartaba cualquier otra idea de su cabeza. Caminó lo más rápido que pudo, deseando quedar sin aliento, agotarse, desdecirse de todo lo que le había dicho a Beth. ¿Cómo demonios hice una cosa así? Debo de estar loco, pensó. ¿De qué serviría sacar a relucir todo ese antiguo asunto?
Se descubrió cerca de la casita de Nanny Mouse, junto a la verja. No quiero estar aquí, pensó. Quiero estar lejos de Willow Court y de sus terrenos y lejos de cada una de las personas que viven allí. Atravesó la verja y echó a andar por el camino hacia el pueblo y, por una vez, no tuvo conciencia del mundo que lo rodeaba. Lo único que veía era la cara de Beth cuando él había empezado a hablar acerca de aquel día. Nunca debería haberlo hecho. Ahora sería natural que ella quisiera saber exactamente qué había estado él a punto de decir.
El tumulto que reinaba en la cabeza de Alex se calmó un poco mientras caminaba. Tal vez Beth no volvería a preguntarle nada. Sin duda había notado lo angustiado que él estaba justo antes de la aparición de Chloë. ¡Gracias a Dios que apareció! No tenía idea de lo que habría hecho, de lo que habría dicho si ella no se hubiera presentado. Nunca, nunca podría decirle a Beth la verdad.
Alex no sabía si Efe le había contado a alguien lo que le sucedió a Mark. Estaba bastante seguro de una cosa: su hermano estaba convencido de que él no había visto nada. Esto lo sabía porque había mentido desde el primer momento. Incluso a los seis años, algún instinto le dijo a Alex que eso era lo que debía hacer.
No es mi culpa, Alex.
¿Lo fue?
Él no debería haber venido. No debería haber gritado. Yo no me di cuenta. Estaba allá.
¿Qué te sucede, Efe? ¿Qué le sucede a Markie?
Nada. Cállate. Tengo que pensar. ¿Dónde está Beth?
Fue a buscar a mamá.
Ésa fue la última vez que Alex recordaba haber visto llorar a su hermano, estaba sentado en el suelo junto a Markie, sosteniendo la cabeza del pequeño sobre sus rodillas y llorando como una nena. Llorando más que cualquier chica que Alex hubiera visto, antes o después de eso. Efe tenía la cara roja y mojada y los ojos hinchados y casi cerrados de tanto llorar.
Alex cerró sus propios ojos para borrar el cuadro de su hermano mayor, su héroe, la persona que amaba más que a nadie en el mundo, el muchachito valiente, más fuerte y más temerario que el hermano de cualquier otro chico, reducido a ese estropajo lloroso y moqueante. En aquel momento no había sabido qué hacer y, aun todos esos años más tarde, el hecho de pensar en lo inservible que había sido lo hizo sentirse avergonzado.
Yo no era mucho mayor de lo que Douggie es ahora, pero igual desearía haber sabido qué hacer, pensó Alex. Qué hacer para consolarlo. Nunca tuvimos la costumbre de abrazarnos, pero no cabe duda de que en un momento así yo bien podría haberlo intentado. Tal vez si lo hubiera hecho, quizá si le hubiera dicho entonces exactamente lo que vi y después lo hubiera abrazado igual y le hubiera dicho que no llorara, si lo hubiera ayudado o de alguna manera me hubiera compadecido de él, todo habría sido diferente. El mismo Efe podría haber sido una persona diferente. De pronto a Alex se le ocurrió que era posible que precisamente porque Efe había reprimido lo sucedido aquel día, se había convertido en la clase de persona que era, alguien que se sentía cómodo con la traición; alguien que no se permitía demostrar demasiado afecto, ni siquiera a sus seres queridos.
Mientras caminaba, Alex planeó lo que haría. Si Beth volvía a preguntarle qué había querido decir, él inventaría algo. Podía asegurar cualquier cosa, siempre y cuando no fuera la verdad. Existía también la posibilidad de que Beth no dijera nada, que nunca se lo preguntara. Si ella llegara a sospechar que el relato que él había estado a punto de hacerle hacía quedar mal a su adorado Efe, tal vez no querría saberlo.
Se frenó de golpe junto a un antiguo olmo. Eso es, pensó. Yo empecé a hablarle a Beth de aquel día porque quería que ella pensara mal de Efe. Quería que ella lo amara menos de lo que lo ama. Alex apoyó la frente sobre el tronco del olmo y cerró los ojos. Ella ama demasiado a Efe, se dijo. Ésa es la verdad. De hecho yo siempre lo supe, aunque tal vez no lo haya reconocido, ni siquiera para mí mismo.
Dio media vuelta y comenzó a caminar hacia Willow Court, sin certeza alguna de su preocupación por Beth. Tal vez porque sabía que nada bueno podría surgir de su amor por Efe, quien era capaz de lastimarla de tantas maneras diferentes que Alex se preguntó si no debería advertírselo o sólo actuar como siempre: quedarse callado. Buscó una palabra que describiera lo que sentía y la que mejor le pareció fue “incómodo”. O, quizá, “con desazón” se acercaba más. Lo más probable era que cualquier cosa que hiciera estaría mal. Maldición, pensó. Esto no va a ser nada fácil.
* * *
Beth miró hacia el jardín de invierno camino al piso superior para cambiarse para la cena y se vio recompensada al ver a Efe escribiendo algo en la computadora de Gwen. Ella había vacilado un poco en el vestíbulo, preguntándose si debería o no entrar y hablar con él, y finalmente decidió que no. Efe detestaba ser interrumpido. Más de una vez, cuando eran chicos, él le había gritado por entrometerse —así lo llamaba él— cuando estaba pensando en otra cosa. Y, además —pensó Beth al dirigirse de mala gana a su dormitorio—, en realidad no quiero que él me vea con esta facha. El viento la había despeinado; después de todo un día de calor tenía la sensación de que la remera estaba sucia, y además no llevaba maquillaje.
Me siento sucia por fuera y por dentro, pensó. El hecho de que Alex hubiera hablado de Mark de esa manera desencadenó en ella una serie de sentimientos que siempre había mantenido bien sepultados. Hubo noches en que seguía soñando con aquel momento, pero en general lograba tapar los pensamientos de esos días con otros recuerdos más agradables. Se dijo que todo era tan lejano; hacía tanto, tanto tiempo... Aprendió a no mencionar ciertas cosas para no herir a Rilla, y llegó al punto de no atreverse ni a pensarlas.
Alcanzaba a oír ruidos de agua desde el cuarto de baño, ubicado al fondo del pasillo de su propio cuarto. Era la hora del baño de Douggie y en la casa retumbaban sus gritos. Beth sabía que normalmente ella no habría hecho la comparación, pero esa tarde recordó la hora del baño de Mark y de ella misma, y cómo Rilla les cantaba la canción del Patito Feo mientras ellos se peleaban por el patito amarillo de juguete y a quién le correspondía jugar con él. Beth descubrió que tenía los ojos llenos de lágrimas. Qué tonta, pensó. Sin duda podían haber tenido un pato de juguete cada uno. O, tal vez, yo ya era demasiado grande para tener un juguete en la bañera... O pensaba que lo era.
Al acercarse al baño percibió otro ruido completamente distinto. Alguien lloraba. Es Fiona, pensó. Sin duda trataba de que nadie la oyera, pero la puerta del baño estaba abierta y Beth oía sollozos reprimidos a medias por encima de las salpicaduras y los balbuceos de Douggie. Por un instante fugaz pensó en pasar en silencio y cerrar la puerta de su dormitorio, simulando no haber oído nada, pero la curiosidad mezclada con una suerte de impulso a mostrarse bondadosa la llevó a entrar.
Fiona estaba sentada en un banco junto a la bañera y se secaba los ojos y la nariz con pañuelos de papel. A través de olas imaginarias, Douggie movía un pequeño bote rojo de juguete, con chimenea azul y una cara sonriente pintada en la proa. Fiona estaba pálida y tenía manchones encarnados en la cara, y sus ojos estaban enrojecidos y llenos de lágrimas.
—Fiona... lo siento. Es sólo que oí un ruido y pensé que lo mejor era venir a ver... —La voz de Beth se fue perdiendo. Tosió y dijo con más firmeza—: ¿Quieres que yo seque a Douggie?
Fiona asintió.
—¿Lo harías? Yo me siento tan mal. Creo que será mejor que me lave la cara. Aquí tienes la toalla de Douggie. Muchísimas gracias, Beth. No sé qué me pasa. Supongo que es el embarazo, aunque la otra vez no me ocurrió nada parecido.
—Ven, querido —le dijo Beth a Douggie—. Es hora de que te seque y de que te pongas el piyama.
El chiquillo puso cara de estar a punto de objetar, pero después pareció cambiar de idea.
—Beth seque —dijo, se paró en la bañera y daba la impresión de estar feliz por ese cambio en su rutina—. Quiero Beth.
Beth alzó a Douggie y, mientras el pequeño goteaba sobre la alfombra del baño, ella lo envolvió en una toalla y lo apretó contra su cuerpo.
—Sí —dijo—. Te secaré. Y te llevaré y te aprontaré para la cama. —Por encima de ese cuerpito movedizo observó a Fiona, quien ya estaba más serena y se esforzaba por sonreír.
—Gracias, Beth —dijo—. No me prestes atención. De pronto todo fue demasiado para mí. Vayamos a mi habitación.
Fiona caminó adelante por el pasillo y sostuvo la puerta abierta.
—Me temo que está bastante desordenada —dijo—. Yo no he estado con ánimo de arreglarla y Efe se enoja tanto...
—Cuando termine de vestir a Douggie —dijo Beth—, te daré una mano y todo quedará bien prolijo.
Impidió que Fiona dijera nada más hablándole a Douggie sin cesar con tono infantil. Era tan parecido a Efe y también tan parecido a Markie que Beth sintió que alguien metía una gran cuchara de madera en sus sentimientos y los mezclaba con fuerza. Ella nunca se había permitido querer realmente a esa criatura porque se negaba a aceptar esa prueba física de la relación que existía entre Efe y Fiona, pero ahora sepultó la nariz en la piel suave y tierna de Douggie y deseó que ese instante no terminara nunca.
Beth comprendió que ya no sabía qué pensaba con respecto a nada. Le costaba no sentir lástima por Fiona, pero igual no podía tolerar imaginarla con Efe, allí, sobre la cama de dos plazas, sin sentir una oleada de celos y de aversión. Cuanto más trataba de pensar en otras cosas, más vívidas se volvían las imágenes. Piensa en otra cosa, se dijo. Habla con Fiona.
—¿Quieres hablar? Me refiero a lo que te sucede. —Beth le puso el pantalón del piyama a Douggie. No estoy diciendo lo apropiado, pensó. Ojalá supiera cómo hacer esto. Soy una inútil. Ella estaría mucho mejor hablando casi con cualquier otra persona.
—No sé qué decir, en especial no sé qué decirte a ti —respondió Fiona—. Quiero decir, tú y Efe son tan amigos. Confieso que a veces, cuando los veo conversando, siento un poco de celos.
Beth quedó tan azorada frente a esta revelación que Fiona sonrió.
—No lo sabías, ¿verdad? Lo lamento. No es culpa tuya; yo soy una tonta rematada con todo lo que tiene que ver con Efe. Supongo que a él le gustaría que yo fuera una persona diferente, pero eso es imposible.
—Estoy segura de que no es así —dijo Beth—. Él te adora, me consta.
—¿Te lo ha dicho? —preguntó Fiona, y Beth percibió desesperación en su voz. De pronto se descubrió mintiendo sin vacilar siquiera.
—Sí, claro —dijo y enseguida se apartó de esa mentira y pasó a algo que la hacía sentirse más veraz—. Vi la forma en que te mira. —Soy un desastre, pensó. En realidad no le estoy diciendo de qué manera Efe suele mirarla, como si fuera una verdadera tonta.
Fiona pareció animarse al oír esas palabras.
—Me esfuerzo mucho, ¿sabes? Trato de hacer lo que él quiere que haga. Lo intento todo el tiempo.
—Tal vez no deberías hacerlo —dijo Beth. Sentó a Douggie en sus rodillas y lo acarició mientras hablaba—. Quizá deberías imponerte más, hacer valer tus ideas.
Los ojos de Fiona se abrieron de par en par.
—No me atrevo —dijo—. Él se enoja muchísimo si alguien disiente con él. Mira.
Se subió una manga por encima del codo y le mostró a Beth el brazo para que se lo examinara. Sobre la piel blanca había moretones, marcas azules de dedos que se habían hundido en la carne. Los dedos de Efe en la piel de su esposa. Efe, furioso y demostrándolo. Un Efe del que ella no quería saber nada. Beth quedó horrorizada y asqueada pero sorprendentemente no del todo asombrada por esa prueba de brutalidad. ¿Acaso no debería haber quedado pasmada?
Tragó saliva y le dijo a Fiona:
—Deberías contárselo a alguien. No se le debería permitir a Efe hacerte esto.
—Perdió los estribos. Pero enseguida se disculpó. Estaba terriblemente arrepentido. En serio. Si te muestro esto es porque me sugeriste que debía hacerle frente. Sucede que es más fácil estar de acuerdo con él.
Beth acarició el pelo de Douggie.
—¿Alguna otra vez te lastimó? Dímelo, Fiona. Juro que no se lo diré a nadie.
Fiona asintió.
—Una o dos veces. Pero siempre es culpa mía. Y él siempre se arrepiente. No significa que no me ame. Eso es lo que me dice, una y otra vez. Que no significa eso.
—No, desde luego que no —dijo Beth y sintió náuseas. Se puso de pie. ¿Qué podía decir? ¿Que nunca, nunca, debía tolerarlo? ¿Que debía separarse de Efe? De pronto sintió la intensa necesidad de estar sola en su cuarto, de pensar. Yo debo de ser tan estúpida como Fiona, se dijo, si el hecho de saber que Efe es capaz de semejante conducta no modifica la opinión que tengo de él.
—Bueno, Fiona, debo ir a prepararme para la cena —dijo—. ¿Estarás bien?
—Sí, por supuesto que sí, Beth. Muchísimas gracias por darme una mano con Douggie. Ya sabes cómo es, de pronto todo se precipita y es demasiado para uno.
—Desde luego que lo sé —dijo Beth. Se acercó a Fiona y la besó en la mejilla—. Cuídate.
Miró hacia el tocador al decirlo. Lo que le llamó la atención fue una fotografía con marco de cuero que Fiona debía de haber llevado y ubicado junto a su tocador. La mostraba con Efe y Douggie en una imagen de familia. El chiquillo estaba sobre los hombros de su padre y le tiraba del pelo. Fiona los miraba a los dos con el pelo volando sobre su cara. Estaba radiante. Caminaban por una playa y en segundo plano no había más que un cielo azul.
* * *
La luz de las últimas horas de la tarde dibujaba formas doradas de diamante sobre la alfombra color frambuesa. El dormitorio de Leonora estaba en silencio fuera del ronroneo del gato Bertie. Él había seguido a su dueña al piso superior y ahora estaba acurrucado junto a ella sobre la cama, con una pata apoyada sobre su muslo con actitud de propietario. Leonora estaba recostada con los ojos cerrados y hacía inventarios. Así era como lo llamaba para sí misma, y el hecho de conferirle un nombre de tipo comercial hacía que ella no pareciera tanto una señora de edad descansando antes de la cena y sí más un magnate que evalúa los acontecimientos del día en el centro mismo de un enorme imperio comercial. A Willow Court no podía considerárselo eso, desde luego, pero ella se sentía cada vez más un malabarista que debía controlar varias pelotas de colores que flotaban por el aire y asegurarse de que ninguna de ellas cayera al suelo.
A menudo pensaba que su éxito como malabarista residía en no prestar atención a cuestiones que no la atañían, cosas como el sonido de alguien llorando que había oído un rato antes de recostarse. Conocía bien la acústica de la casa y quienquiera que estuviera llorando se encontraba en el cuarto de baño, y porque al mismo tiempo se oía el balbuceo de una criatura, dedujo que debía de tratarse de Fiona en pleno llanto. Bueno, era algo que cabía esperarse. Estaba embarazada y Leonora recordaba con mucha claridad lo llorona que se había puesto ella cuando esperaba a Rilla. Su primer embarazo había sido una maravilla de principio a fin, pero comprendió que lo más probable era que eso fuera algo inusual. Y Fiona tenía que soportar a Efe. Manejar a Efe requeriría una mujer con una inteligencia mucho mayor de la que Fiona había exhibido hasta el momento. Lo más probable era que Efe fuera como un oso con dolor de cabeza debido a la firmeza que ella había demostrado con respecto a la Colección. Desde luego, él lo llamaría “obstinación”, pero, bueno, eso mostraba a Efe de cuerpo entero. Él no toleraba no salirse con la suya, y en eso se parecía al padre de Leonora. Hacía falta ser muy inteligente para manejar a hombres así. Yo sabía cómo hacerlo, pero Fiona no, y en eso consiste todo, pensó Leonora. Pero el matrimonio de Efe no era asunto suyo, así que centró su atención en otros asuntos.
Comenzó por tildar una lista mental de cosas que todavía faltaba hacer con relación a la fiesta del domingo y cuáles ya estaban hechas. Se felicitó por el éxito con que se había levantado la carpa sin demasiado alboroto. Ya tenía un aspecto espléndido, con las luces en su lugar y el revestimiento interior color verde claro que caía con suavidad desde el punto central, igual que la carpa de un circo, sólo que más chica. Con creciente satisfacción y placer comprobó que habían empezado a colocar las decoraciones y vio un ejército de personas jóvenes que trepaban hasta el techo de la carpa con escaleras. Al día siguiente llegarían las sillas y las mesas y se añadirían los toques finales: flores y manteles color verde claro para hacer juego con el revestimiento de la carpa. Leonora sospechó que tal vez cuando se tenían setenta y cinco años no se debería sentir tanto entusiasmo frente a la idea de una fiesta, pero ella no podía evitarlo.
Es porque mis fiestas de cumpleaños cuando era chica no significaban nada que valiera la pena comentar, pensó. Ethan y Maude no tenían el talento necesario para prepararlas. Siempre había una atmósfera represiva en esas ocasiones cuando ella era muy chica, la noción de que había que mantener todo bajo control para no molestar a su padre de ninguna manera. Nanny Mouse y las otras criadas por lo general se ocupaban de todo, y eso hizo que Leonora se sintiera resentida retrospectivamente. Sin duda su madre, al menos, podría haber hecho el esfuerzo de aparecer por la nursery. Por tímida que fuera, por mucho que detestara aparecer en público, era un deber de la madre estar allí para el cumpleaños de su hija.
Las fiestas de cumpleaños parecieron cesar después de la muerte de Maude, aunque Leonora recordaba ese verano en particular porque se había enfermado y eso hizo que se salteara por completo su cumpleaños. Y cuando Gwen y Rilla eran chicas, ella procuró organizarles fiestas que recordarían siempre. También Efe, Alex y Chloë tenían buenos recuerdos en ese sentido.
Malabares. Había otras cosas que tomar en cuenta. Rilla parecía ser cada vez más amiga de Sean Everard. Quizás estaba estableciendo la relación con demasiada rapidez. Sin duda a su edad debería mostrarse un poco más mesurada. Leonora resolvió conversar con ella más tarde. La sorprendió descubrir que estaba menos irritada con su hija menor de lo que a veces estaba, tal vez porque Rilla trataba de impresionar a Sean. Por cierto que parecía más serena y más femenina que de costumbre, y no mostraba demasiado de lo que Leonora consideraba su parte bohemia. Sin embargo, pensó, debo agradecer pequeñas atenciones, y también es posible que esté esforzándose por complacerme.
Leonora estaba segura de que Chloë planeaba algo. Alex estaba ausente gran parte del tiempo, pero eso no era nada fuera de lo común. Gwen y James estaban atareadísimos con los arreglos domésticos y Efe, bueno, ella misma le había arruinado el fin de semana. Pero no podía evitarlo. No debió haber mencionado la ayuda que le dio en el pasado. Fue un error quebrar su promesa; no era propio de ella. No obstante, en ese momento estaba convencida de haber hablado para bien, pero ya no estaba tan segura.
Por un instante, mientras seguía recostada en la cama y dejaba que los eventos del día desfilaran por su mente, se preguntó por qué estaba tan en contra del proyecto de Efe. ¿No sería sensato aprovechar esa oportunidad para contribuir a que Ethan Walsh fuera más conocido? Él lo merecía, eso lo sabía, pero existía la voluntad de su padre y su propia promesa de que las telas nunca saldrían de Willow Court. A otras personas quizá les resultaba fácil romper una promesa, pero no a mí, pensó Leonora. Yo mantengo mi palabra, se dijo, y entonces, al recordar la conversación con Efe, se ruborizó. Bueno, mantengo mis promesas la mayor parte del tiempo; el noventa y nueve por ciento del tiempo; por cierto más que la mayoría de las personas. Sin embargo, había una parte de ella (una parte diminuta, por supuesto, pero parte al fin) que lamentaba no ser fotografiada en la inauguración de un sorprendente y nuevo museo que llevara el nombre de Ethan Walsh.
Bertie se movió para conseguir una postura más cómoda y aprovechó la oportunidad para lamerse las patas de atrás antes de instalarse. Leonora le acarició la cabeza mientras se acomodaba nuevamente sobre la colcha de duvet y pensó en todos los invitados que llegarían a Willow Court el domingo. Uno de ellos era el hijo de Jeremy Bland, el hombre que, después de la muerte de Ethan, la había ayudado tanto con las pinturas y a decidir qué hacer con ellas. Con pesar pensó que la única persona que no estaría allí era su amado Peter. De pronto se sintió inundada de furia frente a esa injusticia y cerró los ojos. Peter. Trataba de no pensar a menudo en él, pero ahora se permitió recordarlo todo.