TRABAJO SEXTO.

Pío Cid asiste á una enferma de frivolidad.

—¿Conque usted es amigo tan antiguo de Miralles?—preguntó distraídamente la Duquesa después que hubo leído la carta del Gobernador.

—Sí, señora—contestó Pío Cid,—le conocí hace ya muchos años en Inglaterra.

—¿Ha vivido usted en Inglaterra?

—Bastante tiempo.

—¿Qué puntos son los que conoce usted?

—Casi todas la ciudades importantes; pero de asiento he estado sólo en Liverpool y en Londres.

—Hermoso país aquél, ¿no es cierto?

—Los niños ingleses son bonitos; pero cuando crecen y se hacen hombres ó mujeres…

—No me refería á eso. Hablaba del país en general.

—El país es triste y demasiado prosaico. Es más agradable vivir bajo este cielo de España…

—Eso es verdad; pero el cielo es cosa de Dios y no de los hombres. A lo que yo me refería—insistió la Duquesa, que deseaba hacer confesar á Pío Cid que Inglaterra era mejor que España—era á la vida inglesa, á la prosperidad, á los adelantos, á las comodidades de aquella vida…

—Hay de tocio, como en todas partes—contestó Pío Cid, sin ceder al deseo de la Duquesa;—y casi estoy por decir que, por lo mismo que hay mayores bienes, hay también mayores males. Yo, puesto á elegir, elegiría España, sin que por esto piense que aquí estamos bien.

—Es usted muy patriota. Yo vivo la mayor parte del año en el Extranjero, y los meses que paso aquí me parecen tan largos…

—Habrá perdido usted el gusto por las cosas de España. Yo no encuentro esto tan despreciable.

—Vamos, no diga usted… Pues si hay para no acabar. Desde que llega usted, nota ya el cambio en los trenes. Aunque viniera usted en el mejor tren de Europa, no sé lo que pasa que, al cruzar el Pirineo, cambia la decoración. Parece que entra usted en un mundo diferente… y luego este estado de abandono de las ciudades…; En fin… creo que dijo muy bien quien dijo que la mayor prueba de amor que se puede dar á España es vivir en ella cuando se tiene para vivir en otra nación.

—Pues yo, para irme á otra parte, me iría á África…

—Mira, Jaime—interrumpió la Duquesa, dirigiéndose á un niño como de ocho años que entró corriendo en el despacho donde Pío Cid había sido recibido,—aquí no haces ninguna falta. Vete á jugar al jardín.

—Déjele usted que se acerque—dijo Pío Cid.—Tiene usted ya un hijo tan espigado…

—Es el primero y el único—contestó la Duquesa;—y crea usted que se basta y se sobra para no dejarme en paz. Es muy travieso y desaplicadillo.

—¿Qué estudia este mozo?—preguntó Pío Cid mirando á Jaime, que se había acercado á pesar de la orden de su mamá.

—Todavía no ha empezado á estudiar—contestó la Duquesa.—Hasta ahora ha estado entretenido con los idiomas.

—Es algo endeblito y no conviene apresurarlo. Tiene un gran parecido con su padre…—añadió Pío Cid, mirando un retrato que estaba en el testero principal de la habitación.

—Muchísimo—asintió la Duquesa, diciendo en voz más baja á su hijo que se retirara.—Pues sí, señor—prosiguió, sin acertar á recoger el hilo del diálogo interrumpido por la llegada de Jaime,—es necesario tener mucho patriotismo…, porque… Vea usted si no este ejemplo… Ahora estoy preocupada con los estudios de mi hijo… Me confesará usted que en España no hay medios de educar bien á un joven. En este punto, nuestro atraso es vergonzoso…

—Según los estudios que ustedes piensen darle.

—Cualesquiera que sean—replicó la Duquesa.—Por mi gusto sería ingeniero. Yo estoy con el espíritu de la época. El Duque desearía prepararle para la diplomacia…

—¿Y cree usted que de España no pueden salir grandes ingenieros?

—No sé qué le diga; pero no es sólo el estudio de las Academias. Se requieren otros estudios anteriores, dirigidos por un preceptor inteligente. Hasta ahora Jaime ha estado á cargo de una institutriz inglesa. Habría que traer un profesor extranjero también…

—Es cierto que en España es difícil hallar buenos preceptores—interrumpió Pío Cid;—esto ocurre porque los que hubiera no tendrían empleo, ni quizás serían tan bien considerados como los de otros países; pero precisamente está usted hablando con un preceptor, y, aunque peque de inmodesto, le aseguro que soy capaz de dirigir á un discípulo como el maestro más entendido.

—¿Es usted preceptor?

—No lo soy de oficio, pues nunca he tenido necesidad de enseñar; pero ahora las circunstancias me obligan á ello, y no tendría inconveniente en dar lecciones.

—¿A qué enseñanza se dedica usted?

—A todas las que usted quiera. Aunque en el caso de su hijo, antes de enseñarle hay que descubrirle las aptitudes para no perder el tiempo en balde. ¿A qué es á lo que muestra mayor afición?

—Hasta ahora á nada, porque es muy desaplicado.

—No crea usted, señora, que haya nadie desaplicado en el mundo. Cuando un maestro dice que un discípulo es desaplicado, debe de entenderse que el maestro es tonto y no sabe hablar al discípulo de cosas que le interesen. Fuera de los casos contados de idiotismo congénito, no hay niño que no muestre interés por algo, y en cuanto hay interés hay aplicación.

—Pero á veces no se logra descubrir la aptitud.

—No se logra porque el maestro sabe poco 6 de pocas materias, y cuando ha agotado su pobre repertorio, declara que el alumno carece de aptitudes definidas; si supiera hablar de todo, desde los trabajos manuales hasta la alta filosofía, iría cambiando de asuntos hasta que el discípulo se descubriera. Sin embargo, lo corriente es que no sean necesarias tan largas pruebas, y que pocas palabras bastan para conocer el espíritu de un niño. Yo me comprometería á darle á su hijo dos ó tres lecciones, y á decirle á usted á qué estudios deberían dedicarlo para que llegara á ser un hombre de mérito.

—Yo aceptaría con mucho gusto y agradeciéndole el interés que demuestra por mi Jaime; pero tampoco querría que usted se molestara… Como profesor podría usted darle algunas lecciones, eso sí. Usted conocerá idiomas; le hablará en francés y en inglés, para que no los olvide ahora que se queda sin institutriz, y luego, más adelante, veríamos. El Duque tiene cierto empeño en llevarle á Francia á un colegio de jesuítas, donde él se educó también.

—Yo me pongo á las órdenes de usted, y usted dispondrá de mí en la forma que más le plazca.

—Yo sólo deseo que usted no se incomode inútilmente. Puesto que usted, según dice, se dedica á la enseñanza, creo que nada se pierde por hacer un ligero ensayo… Siempre es útil conocer las aptitudes de los niños; á ver si usted descubre las de Jaime.

—Eso puede usted darlo por hecho á las primeras lecciones.

—Pues, cuando á usted le sea posible, venga por aquí; yo le encargaré á mi secretario que sé ponga de acuerdo con usted para lo relativo á honorarios… Y cuando le escriba usted á Miralles, dígale que estimo mucho su presente—dijo, para terminar, la Duquesa, haciendo un movimiento para levantarse.

—No lo olvidaré—asintió Pío Cid, levantándose y despidiéndose con un movimiento de cabeza ligeramente ceremonioso.

Así comenzaron las relaciones de Pío Cid con la duquesa Soledad de Almadura, las cuales no pasaron, por lo pronto, de este primer cambio de palabras superficiales. Pío Cid volvió á los pocos días y se encargó de dirigir los estudios de Jaime; pero la Duquesa, aunque tanto interés había mostrado por la educación de su hijo, no volvió á acordarse de este grave asunto. No le pareció mal que el niño tuviera un preceptor interino, hasta que se decidiera más adelante los estudios que había de seguir; pero seguramente estos estudios los seguiría en el Extranjero, porque era cuestión resuelta ya que en España no era posible que un joven ilustre recibiera una educación apropiada; y ni Pío Cid, ni un preceptor bajado del cielo, serían capaces de destruir la mala opinión que los Duques tenían de su país. Era éste, quizás, el único punto en que los Duques coincidían; en lo demás siempre estaban en desacuerdo ó lo habían estado, puesto que á la sazón rara vez se veían juntos, y más rara vez aún se dirigían la palabra. Sin embargo, no tardó la Duquesa en desear ver de nuevo á Pío Cid, porque recibió una carta de D. Estanislao Miralles en la que hablaba de él con extraordinario encomio, sin olvidar lo relativo á la elección, y asegurando que era para Jaime una fortuna haber caído en manos de tan buen maestro. La Duquesa tenía una fuerte dosis de vanidad, y su vanidad más saliente era la pretensión de conocer á las personas con sólo echarles la vista encima. Aunque no parezca bien aplicar á una tan bella señora una tan fea palabra, hay que decir que la Duquesa se creía á sí misma «psicóloga», y que su idea de la vida se reducía á la perspicacia psicológica y al arte de hablar espiritualmente y al desarrollo del sistema muscular por medio de los ejercicios elegantes. Así, pues, no pudo tolerar que Pío Cid se hubiese escapado á su observación; ella le tomó por un preceptor (y para la Duquesa un preceptor estaba á poca más altura que un ayuda de cámara), por un hombre vulgar y medianamente educado, y de los informes de Miralles se desprendía, al contrario, que era un ave rara en España. Quizás, dadas las ideas de Pío Cid, lo más pequeño que hizo en su vida fué renunciar el acta de diputado; y en cambio á la Duquesa le parecía incomprensible que quien podía ser padre de la patria se aviniera al obscuro oficio de preceptor; y de todos los elogios que escribía D. Estanislao para recomendar á su amigo, el único que produjo efecto fué éste, que demostraba que Pío Cid era persona de categoría y á la vez hombre desinteresado.

Un día, al terminar la lección, cuando Jaime, y Pío Cid tras él, salían del gabinete donde tenían sus coloquios, se asomó la Duquesa á la puerta del despacho, que estaba contiguo, y, como quien hace una pregunta sin importancia, dijo, tomando la cara á Jaime:

—¿Qué tal el discípulo? ¿Le da á usted mucho que hacer? ¿Es muy desaplicado?

—Es la aplicación misma—contestó Pío Cid deteniéndose.—Aprende la mitad ó más de lo que le enseño, que es cuanto se puede apetecer.

—¿Qué le enseña usted ahora?—volvió á preguntar la Duquesa.—Pero pase usted… Y tu, Jaime, vete á comer, que ya será hora. ¿Conque es tan aplicado? Así me gusta.

—Sí, señora—dijo Pío Cid, entrando en el despacho y sentándose en una silla que le señalaba la Duquesa,—adelanta mucho, y vamos á sacar de él una notabilidad.

—¡Una notabilidad!—exclamó la Duquesa con admiración un poco forzada.—¿Pero notabilidad en qué? ¿Qué le enseña usted ya?

—Le estoy enseñando en primer término á hablar—aseguró Pío Cid gravemente.—Jaime ha empezado muy pronto á estudiar idiomas, y el que menos conoce es el suyo propio; lo habla como un extranjero.

—Dicen que esta es la mejor edad para estudiarlos…

—Sí es la mejor, á condición de que al estudiar los idiomas extranjeros no se olvide el propio, y de que con las palabras extranjeras no entre también el espíritu extranjero.

—Usted es españolista rígido por lo que se ve.

—Soy español nada más, y no me asusto de que abramos las puertas de par en par á todas las ideas, vengan de donde vinieren. Lo que no me parece bien es que perdamos nuestra personalidad y seamos imitadores serviles. Jaime ha tenido una institutriz inglesa, y es casi por completo un inglesito, y yo no veo la razón de que esto sea así. Cada cual debe de ser por fuera lo que es por dentro; el que se retoca para no parecer lo que es da mala idea de sí mismo, puesto que él mismo empieza por despreciarse.

—Eso está muy bien; sin embargo, no crea usted que sea hoy por hoy ninguna gloria nacer en este rincón de España. En otros tiempos fuimos algo, pero ahora ya ve usted adónde hemos venido á parar.

—Usted, señora, cree sin duda mucho de lo que por ahí se dice en contra nuestra, y la mayor parte de lo que se dice, somos nosotros los que lo decimos. Para mí la primera nación es España…

—¿Primera en qué?—interrumpió vivamente la Duquesa.

—No es necesario ser primero en nada para serlo en todo. Hay naciones que tienen muchos barcos, un ejército poderoso ó grandes riquezas, y en esto son superiores á nosotros; pero tontos seríamos si aceptáramos como puntos de comparación esas exterioridades. Hay una Guía de España donde están los nombres de nuestras personalidades más distinguidas, con sus títulos, cargos y honores. Si busca usted allí mi nombre, no le encontrará; y ¿cree V. que valgo yo menos que todas esas personalidades? Si se quiere hacer la prueba, que se nos ponga en un sitio donde haya que desarrollar plenamente nuestras facultades; en un lugar apartado de la influencia de nuestra civilización; en el centro de Asia ó de África, donde no tuvieran valor ciertos prestigios convencionales que entre nosotros lo tienen. Casi estoy por decirle á usted que en nuestro tiempo los títulos y honores, conseguidos de ordinario por el camino de la adulación y de la bajeza, son indicio de pequeñez espiritual; de igual suerte que la supremacía de las naciones, fundada en el abuso de la fuerza material, revela una inferioridad palmaria. ¿Conoce usted el dicho popular de que «la gracia del barbero es sacar patilla donde no hay pelo?» Pues esta gracia es la gracia de España. Nosotros somos capaces de hacer más que nadie, con menos medios que nadie, sin duda porque la falta la suplimos con algo nuestro propio, con algo que está en nuestra sangre y que constituye nuestra fuerza y nuestra superioridad.

—Es usted un hábil polemista, amigo mío; pero si en otros tiempos hicimos algo grande porque teníamos fe, y ya se dice que la fe hace milagros, ahora no hacemos más que copiar, y copiar mal lo que otros inventan. Han cambiado los tiempos…

—¿Piensa usted, pues, que nosotros, que hemos sido capaces de crear cosas muy altas, no serviríamos para componer ciertos artefactos modernos? Todo sería que nos lo propusiéramos. Si usted quiere puede tener en casa un inventor; precisamente Jaime tiene aptitudes naturales para la Mecánica.

—¿De veras?

—Y tanto. La primera afición que ha descubierto es á la Agricultura. Esto debe de ser en parte por instinto, porque su constitución es bastante delicada y exige una vida enteramente rústica por lo menos hasta los veinticinco ó treinta años; más que seguir carrera, lo que al niño le convendría, como á la mayoría de los hijos de los aristócratas, sería vivir y estudiar en el campo é interesarse por los progresos de la Agricultura en general y por los de sus haciendas en particular. Usted me dijo que por su gusto el niño sería ingeniero; podía ser ingeniero agrónomo y tener su correspondiente título; aunque con el de Duque que heredará le sobra, y lo que más falta le hace es saber. Saber cosas bellas y útiles, y luego iniciarle en el secreto de las invenciones, para que ilustre su apellido con alguna hazaña moderna de esas que á usted tanto le seducen.

—Ahora que me habla usted, recuerdo que Jaime, cuando estuvo la última vez en el campo, construyó un molino (cosas de muchachos), y todos los que lo vieron decían que estaba muy bien y que revelaba mucho ingenio. Pero ¿cómo es posible aprender á ser inventor? Yo creía que los inventos eran obra del azar; es decir, hay también que estudiar, pero entre tantos como estudian, uno por casualidad tropieza con algo nuevo.

—El inventar—aseguró Pío Cid con aplomo—es cuestión de independencia y de audacia. Usted habrá notado que yo en materia de educación dejo mucho que desear. Soy mal educado, lo reconozco; y si usted me lo dice no me ofendo, porque, á mi juicio, la educación es una de tantas rutinas. Pues bien; en la ciencia hay sabios mal educados, y éstos son los inventores; no siguen las reglas usuales, sino que piensan ó manipulan á su antojo, y así revelan su originalidad, sacan á luz hechos ocultos, inventan. ¿No se le ha ocurrido á usted pensar que yo sea un inventor desconocido?

—Me ha parecido usted un tipo extravagante—contestó la Duquesa con sonrisa amistosa.—¿Cuál es el invento de usted, vamos á ver?

—Quizás se imagina usted que mi invento es como el de una señora que yo conocí, la cual andaba revolviendo oficinas para obtener patente de invención en todas las naciones, y luego supe con sorpresa que el invento consistía en una red emplomada para embalar y resguardar las seras de carbón ó los canastos de fruta… No es mi invento de esta clase, ni es un invento sólo, sino que son más de veinte, y con cualquiera de ellos, si yo quisiera darlo á conocer, podría hacerme millonario.

—Pues si no los ha sacado usted á luz por falta de medios—dijo la Duquesa en un tono entre burlón y benévolo,—yo le ofrezco mi protección. He aquí algo original que no me disgusta del todo. En vez de proteger artistas, ¡cuánto más me satisfaría que por mi mediación tuviera España la honra de contar entre sus hijos á algún inventor famoso!

—No es protección lo que necesito—contestó Pío Cid inclinándose en señal de gratitud,—pues algunos de mis inventos podrían proporcionarme dinero en abundancia sin exigir grandes desembolsos. La dificultad está en que yo creo que los inventos son perjudiciales al hombre, y en que los míos lo serían también, y el aliciente de la ganancia no basta á decidirme á echar sobre mí la gran responsabilidad de hacer un daño positivo á mis semejantes.

—Eso es según y conforme. Hay inventos utilísimos… Tantas máquinas para ayudar al hombre en sus trabajos…, el ferrocarril, el telégrafo…, centenares podrían citarse.

—A mí, al contrario, me parece que es tanto mejor la vida cuanto más sencilla y natural. Si continuamos por el camino que hoy seguimos, bien pronto será la existencia una carga tan pesada que no habrá quien la soporte. Los nervios, sacudidos por tantas y tan fuertes excitaciones, harán de nosotros autómatas despreciables, cuando no nos lleven á la locura. Hay inventos útiles, los pequeños inventos de la industria humana, que más que inventos son aplicaciones de las fuerzas naturales que están á la vista y al alcance del hombre; pero las invenciones verdaderas, las que versan sobré fenómenos ocultos y misteriosos, son perjudiciales porque sacan las cosas de quicio. Vea usted, por vía de ejemplo, una de mis invenciones. Usted no ha pensado nunca, ni quizás ningún ser humano pensó jamás, que en nosotros hay luz latente; más claro, que somos focos de luz espléndida y admirable que hasta el día ha permanecido invisible. Pues bien; yo he descubierto esa luz, á la que podríamos llamar «luz humana».

—¡Usted!—exclamó la Duquesa con curiosidad.

—Yo—afirmó Pío Cid con acento convincente.—Y no crea usted que le doy importancia á mi descubrimiento. Sé que las más altas concepciones de la idea pura, á la que yo profeso culto y amor, interesan ahora menos que una innovación insignificante en los velocípedos; figúrese usted qué revolución no armaría en el mundo mi invento de la luz humana. El aparato para producirla cuesta menos de dos pesetas y dura una infinidad de años; y la luz es eterna, puesto que dura tanto como la vida del hombre; el que se muere ya no luce más; pero nacen otros que empiezan á lucir, y la luz aumenta conforme crece la humanidad…

Y ahora que tanto se habla de negocios, ¡qué negocio éste si se piensa en la millonada que el mundo gasta en alumbrarse, y que se ahorraría por completo con la nueva luz, que no cuesta absolutamente nada!

—Pero eso parece un cuento fantástico.

—Es una realidad tan insignificante, que, una vez conocida, nos sorprende haya podido permanecer oculta. ¿Usted tiene corazón?

—¡Qué pregunta!…

—Me he explicado mal. Quiero decir que si usted se ha fijado alguna vez en su corazón. ¿No se ha puesto usted la mano sobre él y no le ha sentido latir?

—Naturalmente—dijo la Duquesa, llevándose la mano al corazón por movimiento maquinal.

—Pues bien; donde hay movimiento hay luz en germen. No sé si usted sabrá que los sabios ya no admiten varios agentes ó fuerzas; los reducen todos á un fenómeno único: la vibración de éter. Con el tiempo se llegará á ver claro que no hay tal éter ni tal vibración. Pero sin meternos en honduras, para que usted no se fatigue, le diré en dos palabras que mi invento consiste en un aparato sencillísimo, con el que saco del latido casi imperceptible, y hasta aquí no utilizado, del corazón un fluido transmisible, á semejanza de una corriente eléctrica, aunque nada tiene que ver lo uno con lo otro…

—¿Y de ese fluido sale la luz?

—Aun no. Ese fluido del corazón es la mitad de la nueva luz. Para que haya tormenta ha de haber dos electricidades que se atraigan y choquen, y del choque nacen relámpagos y rayos, que son como miradas é imprecaciones del universo. También la luz humana brota de un choque de dos corrientes, aunque brota más silenciosa y serena.

—¿Y de dónde sale el otro fluido?—preguntó la Duquesa con el mismo interés con que un niño pregunta el desenlace[3] de una historia.

—Sale del cerebro; está oculto en las sienes, como el otro estaba oculto en el corazón. Enlaza usted ambos fluidos por un conductor… Un cordoncillo tan fino como ése (dijo señalando el de que pendían los impertinentes de la Duquesa), y ya está creada la luz humana.

—¿Usted la ha visto? ¿Ha hecho la experiencia?

—La ha hecho una sola vez, y la vi en forma de arco sobre mi cabeza; vi un nimbo de luz roja como la sangre, con franjas amarillentas; y no obstante lo subido del color, aquella luz alumbraba como una estrella que fuera descendiendo y acercándose más y más á la tierra; porque el asombro agitaba todo mi sér, y conforme aumentaba el latir de mi corazón y la panzada de mis sienes, aumentaba la fuerza de la luz, hasta tal punto que creí arder y consumirme en mi propia llama, y asustado rompí el hilo que enlazaba las dos corrientes…

—Eso parece un invento infernal—dijo la Duquesa, mirando asustada á Pío Cid, quien al hacer la revelación había tomado involuntariamente un aire misterioso y diabólico.

—Yo me he jurado á mí mismo no descubrir jamás el secreto de mi invención; pero sin descubrirlo sería capaz de mostrarle á usted, en usted misma, esa luz maravillosa, brillando en su ensortijada cabellera como una diadema de fuego; fuego del cielo ó de los infiernos, ¿qué importa?—agregó Pío Cid, como burlándose del miedo infantil que en el rostro de la Duquesa se retrataba.

—Sólo de pensarlo me da miedo—dijo la Duquesa levantándose.—E s usted un hombre verdaderamente original… Usted no es lo que parece…, aunque dice que todos debemos parecer lo que somos.

—¿Qué cree usted, pues, que soy yo?—preguntó Pío Cid, levantándose también, como para retirarse.

—Usted vale demasiado para simple preceptor… Usted debía aspirar á cosas más altas; por más que ya sé que no es usted ambicioso y que no há mucho renunció usted á un cargo político brillante, por el que tantos otros se afanan… Lo sé por Miralles, quien me ha hablado de usted como usted se merece.

—Usted tiene quizás, señora, una idea demasiado alta de la política. Yo creo que enseñar vale más que gobernar, y que el verdadero hombre de Estado no es el que da leyes, que no sirven para nada, sino el que se esfuerza por levantar la condición del hombre. Quienquiera que haga de un tonto un discreto, de un haragán un trabajador, de un tunante un hombre de bien, ha hecho, él solo, más que diez generaciones de hombres políticos, de esos que se contentan con ver funcionar por fuera el mecanismo de las instituciones.

—Esa idea será todo lo noble que usted quiera; pero vengamos á la realidad, y dígame si los hombres de entendimiento superior no tienen su puesto marcado en la política, y si un preceptor, en el hecho de serlo, no se condena él mismo á ser un cero á la izquierda.

—Eso piensa todo el mundo; pero yo pienso lo contrario, y sigo mi parecer. Supuesto que yo valiese algo, no valdría tanto como Aristóteles, por ejemplo; y Aristóteles fué preceptor, y nada perdió con serlo…

—Pero, amigo mío—interrumpió la Duquesa, dándose aires de bien enterada,—Aristóteles fué preceptor del hijo de un rey.

—Y yo soy preceptor del hijo de usted—replicó Pío Cid, dando intencionadamente á su galantería el tono de una réplica escolástica.

—Tiene usted salida para todo—asintió la Duquesa, esponjándose al oir el argumento, mientras Pío Cid aprovechaba la ocasión para despedirse, sin añadir una palabra más.

No era asunto fácil despertar interés en el espíritu superficial y voluble de la Duquesa, y no fué escaso mérito en Pío Cid acertar; la revelación del invento de la luz humana (que no era broma, como alguien podría suponer, sino invento real y verídico, como otros que por amor á la verdad, ya que no á la ciencia positiva, se declararán en el curso de estos trabajos) fué un medio muy eficaz, empleado muy hábilmente por el original preceptor para conseguir su objeto. La Duquesa pensó varias veces en la famosa ocurrencia de convertir á los seres humanos en farolas ambulantes, y aun deseaba saber si también todos los animales tendrían luz latente como el hombre. Este punto no lo había tratado Pío Cid; pero á la Duquesa con la primera lección le bastaba para comenzar á tener ideas personales. Dos ó tres veces estuvo para entrar de nuevo en el despacho y preguntar al maestro por los adelantos del discípulo, pero lo dejaba para otro día por no familiarizarse, ni menos mostrar curiosidad.

Hubo al fin un motivo natural para que la Duquesa hablase de nuevo con Pío Cid: el de despedirse para emprender la acostumbrada excursión veraniega, que casi siempre se prolongaba hasta fines de año, y recomendarle eficazmente que no dejase de la mano á Jaime, cuya aplicación y apego al maestro eran ya notorios.

Estaba la Duquesa en un gabinete contiguo al despacho, leyendo un libro muy lindo de poco volumen, y al ver entrar á Pío Cid y á Jaime, se asomó un momento para que su presencia fuera notada, y dijo:

—Den tranquilamente la lección. Cuando terminen, tengo que hacerle á usted algunas indicaciones; no es cosa de importancia…

Después se retiró con el libro abierto y continuó su lectura, aunque más atención que al libro prestaba á las explicaciones que dió aquel día Pío Cid, las cuales eran las últimas de una curiosa serie sobre el tema tan útil como poco estudiado de la elaboración del pan, comenzando desde que se siembra el trigo, hasta que sale la hogaza cocida del horno.

Había tomado pie el maestro para estas lecciones, de la noticia que le dió la Duquesa de que Jaime había construido un molino de juguete. Los Duques tenían en una de sus posesiones varios molinos, y el niño gustaba de ir á jugar con los hijos de los molineros, y se había aficionado á sus entretenimientos y habilidades. A las primeras palabras notó Pío Cid el interés del discípulo, y decidió explicarle á fondo estas artes útiles, cuyo conocimiento da al hombre una idea más grave, noble y humana de la vida; porque, le decía, hay hombres que viven sin saber los esfuerzos y sudores que cuesta el pedazo de pan de que diariamente se nutren, y estos hombres no pueden comprender la verdadera fraternidad, que consiste en considerarnos ligados á los otros hombres, altos y bajos, pobres y ricos, de tal suerte, que nuestra existencia sea imposible é infecunda sin la de los demás. Hay hombres presuntuosos que creen merecer que la humanidad se hinque ante ellos de rodillas porque han tenido alguna idea nueva que redunda en provecho común, y no piensan que esa idea no la hubieran tenido si la comunidad no les hubiera libertado de la esclavitud de otros trabajos más penosos y menos brillantes, que consumen las fuerzas de tantos como luchan, piensan y se sacrifican generosamente en silencio.

Después de aprender, una por una, en lecciones anteriores todas las faenas de la molinería y panadería, con ejemplos muy claros y dibujos explicativos, en que Pío Cid le trazaba los diversos aparatos y herramientas de ambas industrias^ quiso Jaime enterarse también de la producción del trigo, sobre la que tenía ideas muy equivocadas. El maestro le explicó un compendio de cosas agrícolas en términos tan expresivos, que Jaime oía todo aquello con mayor atención que si fuera un cuento de hadas. Y lo que más le sorprendió fué la noticia de la rotación de los cultivos; porque él creía que las tierras producían siempre lo mismo, y que la que criaba trigo, por ejemplo, no podía llevar maíz ó habichuelas. Pío Cid le hizo notar que á semejanza del hombre que ha de variar la alimentación y alterar los diversos estudios y esparcimientos para no fatigarse y para que su organismo se desarrolle armónicamente, la tierra exige períodos en descanso y variedad en los cultivos, para ir recuperando las fuerzas que gasta, á fin de no agotarse por completo. Porque todo cuanto existe—decía,—desde la última planta hasta el animal más perfecto, proviene de la tierra; todo es tierra en varias formas, y aunque las diferencias aparentes sean muy grandes, todo viene á ser lo mismo. El labrador que cuida de sus tierras y el cocinero que cuida de tu alimentación, y, yo mismo, que trabajo para enseñarte, somos tres personas distintas y un solo hombre verdadero. Y lo peor es, que se nota con facilidad, que el labriego abandona y pierde sus labores, y que el cocinero guisa mal y echa á perder los estómagos, y nadie se fija en lo que es más frecuente y más grave, en que el maestro estropee la cabeza de los discípulos y la convierta en un erial, que esto, y no otra cosa, es el cerebro de la mayor parte de los hombres.

Con estas sanas consideraciones terminó el coloquio de aquel día, y la Duquesa, que los había estado escuchando, casi se sintió pesarosa de no haber asistido á los anteriores y de no poder seguir, á causa de su viaje, aquellas utilísimas conferencias.

—Ahora comprendo—dijo á Pío Cid cuando éste entró á saludarla y á recibir sus instrucciones—la razón que usted tenía al decirme que la aplicación del discípulo depende del profesor. En este buen rato que yo he estado oyendo á usted—añadió cerrando el libro que tenía en la mano—he aprendido más que si hubiera leído diez tomos de agricultura. ¿Qué digo de agricultura? Si lo que usted enseña es filosofía de la labor, ó qué sé yo cómo explicar. No es lisonja, pero si mi viaje no estuviera decidido, ya tenía usted en mí un nuevo discípulo. Dicen que las mujeres somos frívolas, que no pensamos más que en cosas superficiales… Yo seré una excepción, pero le aseguro que me entusiasman los estudios…, esos estudios agradables é instructivos…

—¿Está usted, pues, de viaje?—interrumpió Pío Cid, sentándose con familiaridad.—Cuánto siento, señora…, que el viaje me prive de sus enseñanzas. Porque tiene usted un talento tan claro, que de emprender esos estudios sería yo el que aprendiera; por lo menos aprendería yo más, mucho más que usted.

—¡Qué error! Yo soy un pozo de ignorancia.

—Ignorancia en agricultura; pero esto, ¿qué interés tiene para una mujer ni para un hombre? Es bueno para los niños, para moldearles el cerebro y para infundirles el sentimiento de la naturaleza, de la realidad. A una mujer es otra ciencia la que le conviene, y en esta ciencia las mujeres son doctoras de nacimiento.

—¿Qué ciencia es esa?—preguntó la Duquesa saboreando anticipadamente algún atrevido concepto de Pío Cid.—Supongo que no tendrá nada que ver con la creación de la luz humana.

—¿Aun se acuerda usted de mi invento?

—Me acuerdo, y después de pensar en él, me interesa mucho más. Al principio me pareció un disparate, y después lo imagino como algo naturalísimo. Usted tiene el don de hacer comprender y de obligar á creer. Si hubiera leído escritas sus explicaciones, dudaría de usted, y oyéndole veo esa luz como si la tuviera delante de los ojos.

—Como verdad, lo es, yo se lo aseguro; pero como importancia, yo no creo que tenga ninguna. Le puse ese ejemplo como pude ponerle otro, porque me entristecía ver que una inteligencia privilegiada como la de usted, estuviera sugestionada por el atractivo de ciertas novedades. Estas invenciones dan dinero y poder, dominio material; pero esto, ¿qué vale? ¿Qué importa que salga luz del corazón y del cerebro, si para ver lo que vemos sería preferible vivir á obscuras? Si yo supiera crear fuego en todos los corazones é ideas nobles y generosas en todos los cerebros, ¡ésta sí que sería una invención maravillosa! Los inventos materiales desprécielos usted; todo eso, después de aturdimos y molestarnos, pasa y muere sin dejar más que silencio y polvo.

—Y esa invención maravillosa, ¿tiene algo que ver con la ciencia de que usted hablaba antes y que yo no conozco, aunque usted crea que las mujeres la poseemos infusa?

—No puede usted conocerla porque no está en los libros; la posee usted porque está en la naturaleza. La ciencia que está escrita en el papel, envejece con el papel; pero esa otra ciencia, que más debe llamarse sabiduría, es eterna; es quizás lo único eterno.

—¿Pero cómo se llama esa ciencia?—le preguntó la Duquesa, mirando la cubierta del libro elegante que aún tenía cerrado en la mano.

—No tiene nombre ni debe de tenerlo. Es un saber raro…

—¿De qué trata al menos?—insistió la Duquesa sin apartar los ojos del libro.

—Es difícil de explicar. ¿Qué pensaría usted si le dijera que trata del aprisionamiento del espíritu?

—Tiene usted la especialidad de los pensamientos extravagantes—dijo la Duquesa, y variando repentinamente de idea, añadió:—Hay muchos que se llaman poetas y piensan en prosa, y usted es un hombre que se dedica á oficios prosaicos, y quizás sea un poeta de verdad. ¿No se le ha ocurrido á usted nunca componer novelas ó escribir versos? Ya que tiene en tan poca estima los inventos materiales, podía inventar poesías, leyendas bonitas.

—Algo de eso he compuesto, pero lo rompo después. Casi me gusta más destruirlo que inventarlo.

—¿No queda usted satisfecho de su obra?

—Sólo los tontos quedan satisfechos de sus obras y se encariñan con ellas.

—¿Y usted, como no es tonto, no se encariña?

—Yo pienso que todo muere. ¿No sabe usted que la Divinidad tiene dos principales atributos: el de crear y el de destruir? Un hombre que creara una gran obra y luego la destruyese antes que ella sola pereciera, sería un hijo predilecto de Dios. Esto no será del agrado de usted, porque la mujer es refractaria á la destrucción (y á la creación también).

—Entonces, ¿para qué servimos?—preguntó la Duquesa sonriendo.

—Ustedes son las encargadas de la conservación.

—¡Bello modo de decirnos viejas! Yo le aseguro que no soy conservadora. ¡Quite usted allá! Soy de ideas avanzadas, y no me asusta la república, ni aunque sea la federal… Vea usted. ¿Dónde cree usted que voy yo á pasar la mayor parte del verano?… Pues voy á Suiza, á los Lagos. Conozco aquéllo muy bien, y le digo que me alegraría de que nuestro país fuera una república como aquélla…, aunque tuviera usted que llamarme ciudadana Soledad.

—En tal caso yo la llamaría á secas Soledad… Pero no llegaremos nunca á tan dichoso régimen.

—¿Por qué no?—dijo la Duquesa con aire malicioso.

—Porque en Suiza la mayor parte de los ciudadanos se dedica á fabricar relojes, y así han adquirido hábitos de regularidad y de orden, que nosotros no tenemos, y sin los cuales no hay república posible.

—Es usted, lo repito, un polemista formidable. En verdad que tiene usted unas salidas…

—Son hechos vulgares, y como ése hay mil. Por ejemplo: yo he estado en Suiza tres días; fui con un conocido á las fiestas del Tiro federal. ¿Qué le parece á usted de un país cuya mayor distracción consiste en afinar la puntería, en apuntar precisamente para no matar? Ese es un país pacífico, donde se puede vivir sin gobierno. Pero nosotros que apuntamos siempre á dar donde más daño podemos hacernos, necesitamos para andar derechos un dictador y una batería en cada bocacalle.

—Entonces nos quedamos sin república. Pero, ¿qué estaba yo diciendo?—agregó la Duquesa como si quisiera recordar.—;Ah!, sí; decía que usted debía ser autor, pero no para romper sus obras. Si usted escribiera un libro que se hiciera famoso… Vea usted algo que no muere tan fácilmente. No es menester que fuera un libro grande. A mí, las obras largas me horripilan. Un libro como éste que yo leo ahora y que es uno de mis favoritos. ¡Cuántos siglos hace que le escribieron, y se lee siempre con el mismo encanto!…—dijo, tendiendo á Pío Cid el precioso volumen, que era una edición francesa ilustrada de la Pastoral de Longo.—¿Conocerá usted el Dafnis y Cloe, sin duda?

—Lo leí hace muchos años—contestó Pío Cid, cogiendo el libro.—Aunque á usted le desagrade cirio, le diré que no es santo de mi devoción. Es demasiado femenino ó afeminado; es una obra de decadencia.

—¡No diga usted eso, por Dios! Es un idilio delicado y con un perfume silvestre que encanta.

—A mí me parece una, imitación sensual y profana de la historia de Adán y Eva. Sólo que la serpiente engañó á la mujer para que ésta engañase al hombre, y Liconia (creo que se llama Liconia la mala mujer que interrumpe el idilio) engaña al hombre para que éste engañe á la mujer.

—No había oído jamás esa comparación, y no deja de ser curiosa.

—Si quiere usted se la escribiré en unos versillos que se me ocurren ahora mismo. Usted cree que yo debo de ser poeta…

La Duquesa hizo un leve signo de asentimiento, y Pío Cid la miró rápidamente, como para cerciorarse de algún detalle de su rostro: un rostro ovalado, de facciones suaves, encerrado en el marco que formaban los obscuros bucles cayendo flotantes en estudiado desorden, con cuya sombra contrastaba la luz azul intensa de las pupilas. Era más bien rubia, y á ratos parecía morena, cuando le daba la sombra; producía la impresión de mujer graciosa, porque su estatura era mediana y sus movimientos veleidosos, y á ratos tomaba aires de majestad, irguiéndose con adusta rigidez. Parecía muy joven, aunque á veces, al reir con cierto dejo de presunción, se le marcaba desde la nariz á la comisura de la boca una arruga honda, que le descubría los años. Este era quizás el único defecto de su rostro, y la Duquesa debía conocerlo muy bien, y por esto se violentaba para mantenerse seria y grave. Pío Cid miró, pues, y tomando una pluma la apoyó sobre la primera hoja blanca del libro con la misma sana intención con que el cirujano empuña la lanceta, y escribió unas cuantas líneas, que dió luego á leer á la Duquesa, la cual, después de examinar atentamente aquellas palabras, que más parecían palotes muy finos puestos en hilera, leyó lo que decían:

«Cloe es la flor ideal que va á nacer

En Dafnis, tallo tierno y floreciente;

Liconia es la fatídica serpiente

(Primera arruga en rostro de mujer)

Que arrastra con sigilo su impureza

Y se oculta en lo obscuro cautelosa,

Como eterno traidor, que, generosa,

Abriga entre sus pliegues la belleza.»

Después de la lectura volvió á mirar lo escrito, y ahora vió como una contradanza de patas de mosca, en la que sólo se distinguía el verso puesto entre paréntesis. ¡Pérfido paréntesis, que, en vez de quitar importancia á las palabras metidas en él, las sacaba de su sitio y las lanzaba al rostro de la lectora! Esta se quedó sorprendida ante aquella inesperada ofensa, que á ella le pareció acción grosera y villana, propia de un miserable plebeyo; pero se rehizo al instante para no descomponerse, y dijo con frialdad:

—Está bien. Ya proseguiremos nuestras críticas.

Pío Cid se levantó, é inclinándose ante la Duquesa, dijo:

—Yo le deseo un feliz viaje, y aunque valgo tan poco, me ofrezco para todo cuanto me ordene. A muchos tendrá á quien ordenar; pero nadie obedecerá con la eficacia que yo. Aunque sea un imposible, pídamelo, y lo haré.

—¿Aunque sea un imposible?—articuló la Duquesa maquinalmente, midiéndole de arriba á abajo.

—Aunque sea un imposible—repitió Pío Cid retirándose.

Con razón sobrada decía Martina que su marido sería un hombre perfecto si no se tratara con nadie. Aquel verano fué Pío Cid un modelo de esposos, y Martina, que, bien que sin motivos fundados, estaba siempre inquieta con sus salidas y entradas, y más desde que supo que andaba la Duquesa por medio, vivía ahora sin temores. Porque lo más curioso era que Martina hablaba de Pío Cid casi con desprecio, considerándole como hombre incapaz de enamorar á nadie, ni siquiera digno de que una mujer pusiera en él los ojos, y, sin embargo, los celos se la comían y los dedos le parecían huéspedes.

—Mirando las cosas con calma—pensaba ella,—Pío es un hombre sin gracia y sin agarradero, y hasta parece soso y bobalicón en materia de amoríos; pero alguna virtud secreta debe de tener cuando á mí me pasó lo que me pasó y cuando á todo el mundo lo baraja como quiere. Quizás será que hoy los hombres son muy malos y muy inútiles, y Pío al menos es generoso y formal… Como bueno, no es bueno; porque si lo fuera, no me daría tantos disgustos ni tendría empeño en mortificarme llevándome siempre la contraria; pero es que todos los hombres son unos tiranos, y las mujeres somos débiles y no tenemos tesón para sostener una cabezada. Primero chillamos mucho, y después nos conformamos y obedecemos como unas cabritas.

Supo, pues, con extraordinaria satisfacción que la Duquesa se iba al Extranjero y que Jaime, que había quedado á cargo de una vieja aya y de un criado de confianza, suspendía las lecciones algunos días después para ir á tomar baños de mar al Mediterráneo, cuyas aguas, por ser más templadas, las había recomendado el médico en vista de la endeble constitución del Duquesito, aunque es posible que la templanza de las aguas fuese un pretexto de la Duquesa para no llevar consigo á su hijo á los balnearios del Norte, y evitarse así cuidados y molestias. También se fué Benito á pasar las vacaciones á Fuentesaúco, y, por último, Gandaria, aunque no quería moverse de Madrid, hubo de acompañar á sus papás á San Vicente de la Barquera por complacer á su mamá, inconsolable desde el día que Consuelo tomara la resolución de entrar en el convento. Así, durante los tranquilos meses de aquel verano yo solo iba á casa de Pío Cid, de quien por este tiempo era, además de amigo, vecino y casi como de la familia.

El mismo día de la boda de Paca, quejándose D.aCandelaria de los abusos de los caseros de la corte y de que le exigieran un mes de alquiler por el piso que había apalabrado para trasladarse á él con sus hijas cuando Pío Cid volviera de Granada, tuve yo la idea repentina (por algo se dice que de una boda sale otra y que un casamiento hace ciento) de dar cuerpo á los vagos planes de vida nueva que desde tiempo atrás acariciaba, y le propuse á la suegra de Pablo del Valle quedarme yo con el piso para ahorrarle á ella el pago del alquiler y ahorrarme yo el trabajo de buscar casa, sin contar con que ésta tenía el aliciente de estar en buen sitio y á dos pasos de la de Pío Cid, cuya amistad quería yo estrechar. Celebrado felizmente el traspaso á la hora de los postres, al día siguiente me instalé en mi nueva casa, y para que el cambio fuera más radical, me traje conmigo á Anita y á su madre y hermano. Anita no debía coser más chalecos, sino estudiar y afinarse, para lo que me lancé á alquilarle un piano y á darle yo mismo algunas lecciones; D.aGracia era la directora de la casa, y á Joaquinito, cuya vista era cada vez más endeble, lo quité de la imprenta del periódico y lo matriculé en una Academia preparatoria de carreras especiales, con ánimo de que fuera estudiando para ingresar en el Cuerpo de Aduanas.

Como comprenderá el lector prudente, yo procedía como un verdadero mono de imitación y copiaba con mis escasas luces lo que veía en casa de mi amigo, sin comprender que lo importante no era la exterioridad, sino algo íntimo que él sabía infundir en sus obras, sin lo cual todo se vendría prontamente abajo, como se vino mi edificio. Mas, de todas suertes, algo bueno hay siempre en las cosas humanas, y aunque no recomiende á nadie que se meta en tales enredijos, debo consignar que el nuevo régimen familiar fué muy ventajoso para mi salud, y que mis amigos y compañeros de Redacción, aunque me criticaban, reconocían que estaba más grueso y de mejor color que nunca, gracias á los cuidados y atenciones de D.aGracia. Pero no se escribe este libro para sacar á luz mis pequeños y obscuros trabajos, sino los grandes y memorables de Pío Cid, y téngase en cuenta este paréntesis sólo para explicar cómo fuí yo á vivir en la vecindad de mi amigo y por dónde llegué á tratarle íntimamente á él y á todos los suyos, circunstancias todas que refuerzan la veracidad de mi relación.

No era Pío Cid hombre que se rigiera por pautas establecidas; y aunque la costumbre es tomarse vacaciones en el estío y descansar de las faenas del año, él no descansó, sino que, al contrario, se aplicó con más ganas á sus Comentarios del Código para rematarlos cuanto antes y ganar lo convenido con el editor. Aparte los gastos de la casa, tenía que enviar 50 duros mensuales á D.aCandelaria para que cubriesen ella y su hija los gastos más apremiantes, puesto que Candelita, aunque, según escribía su madre, estaba satisfecha y orgullosa de la acogida que el público barcelonés la había dispensado, ganaba poco, y lo poco y cobrado con retraso se lo tenía que gastar en trajes para no confundirse con las coristas; á esto había que agregar lo que se le iba á Martina de las manos comprando cintas y moños para el hatillo del esperado fruto de bendición, tarea previsora á la que consagraba sus días y sus noches la futura madre, auxiliada eficazmente por todo el enjambre, en particular por Mercedes y Valentina.

Todas las jóvenes que se hallan en estado interesante tienen sus manías y antojos, y Martina, por no ser menos, tenía los suyos; los principales, la costura y el amor á la vida del campo. Las conversaciones durante las largas horas de labor versaban siempre sobre este bello tema, que Martina dominaba á fondo; antes de marcharse Candelita ó Francesca, como ya comenzaban á llamarla, á la ciudad condal, el deseo de Martina era dejar Madrid, donde decía estar muy á disgusto, é irse á vivir él Barcelona, á una torrecita por San Gervasio; pero ahora había cambiado de rumbo, y sus ojos se fijaban en Aldamar y ponía allí su nido de amor, apartado del mundo y de las miradas de los hombres.

—Si tú quisieras darme gusto—decía á su marido,—ya que eres tan amante de las cosas naturales, acabarías ese trabajo, y con él y un poco más, haciendo economías, tendríamos para comprar en tu pueblo una casita con su huerto, y allí viviríamos felices. Ya sabes que yo me contento con poco. ¡Lo que me gustaría tener una buena bandada de gallinas, una vaca y una cabra! ¡Qué gusto ir al corral y recoger los huevos frescos, acabaditos de poner, y no que aquí casi no los pruebo porque me repugnan! ¡Y luego la leche! Aquí lo que venden es agua, que no alimenta ni tiene gusto á nada. A mí sólo me satisface la leche que veo ordeñar, y bebérmela calentica y con espuma, que se quede pegada á los labios…

—¡Calla, hija—interrumpía D.aJusta,—que se le ponen á una los dientes largos de oirte!

—Tienes un gran talento descriptivo, que le llega á uno á lo hondo del estómago—agregaba Pío Cid.—Parece que te has propuesto mortificarnos.

—Eso porque quieres—replicaba Martina.—En tu mano está todo eso y mucho más. Sólo que tú hablas mucho contra la vida falsa de las ciudades, y luego todo se queda en conversación.

—¿Crees tú—decía Pío Cid—que lo natural está sólo en el campo? En el centro de la corte de España estamos viviendo nosotros más naturalmente que muchos que viven en el campo, donde también hay mentiras y artificios, peores quizás, por ser más pequeños. Reconozco que este piso es un jaulón más propio para aves que para personas; pero nos queda el recurso de irnos á pasear por las afueras, que, aunque no son ninguna maravilla, algo tienen que ver.

—No faltaba más sino que defendieras las vistas de Madrid—interrumpía Martina.

—No las defiendo, y, además, te diré que yo también estuve decidido, cuando fui el año pasado á Aldamar, á quedarme allí para siempre; pero luego me daba lástima de D.aPaulita, y pensé que lo mismo se vivía en una parte que en otra, y volví, y si no hubiera vuelto no te hubiera conocido.

—¡Ojalá hubiera sido así! No estoy tan contenta de mi suerte; pero, de todos modos, aquello pasó, y ya no tienes necesidad de conocer á nadie más.

—Yo creo que sería una cobardía volver las espaldas. Ya tengo aquí ciertas obligaciones. Ni es posible tampoco que todo el mundo viva en el campo, ni que los hombres se consagren á comer y á beber; alguien ha de pensar y ha de luchar para que la humanidad no se embrutezca por completo.

—Señores—decía Martina dirigiéndose á la reunión,—sepan ustedes que este caballero está encargado de arreglar el mundo. ¡Valiente imbé…!

—Para ti sólo tiene importancia la vida vegetativa; te aplaudo el parecer y sigo con el mío.

—Yo creo, Martina—intervenía Pablo,—que exagera usted. El hombre que escribe un libro de esos que forman época y que cambian el ser de la sociedad, es digno de que se le admire. Si todas las mujeres pensaran como usted y los hombres siguieran sus consejos, ¿adónde iríamos á parar?

—Usted, Pablito—le contestaba Martina,—dice eso porque tiene la manía de los papeles; pero como usted no hay cuatro; y todos esos librotes, hoy unos y mañana otros, todos servirán para envolver. Y usted que se calienta la cabeza, y yo que me río de esas necedades, nos quedaremos lo mismo.

—También se queda lo mismo la mujer que se casa y la que no se casa—argüía Pablo,—y, sin embargo, todas están deseando de casarse.

—Para tener un tonto que las mantenga—replicaba Martina haciendo una mueca burlona, mientras la asamblea se reía de ésta y otras mil picardigüelas que la inteligente criatura iba aprendiendo en el trato íntimo de su esposo.

Estas escenas públicas tenían casi siempre una coletilla, y cuando Pío Cid se quedaba á solas con su díscola mitad, el tema de la vida campesina remataba por una discusión que á Martina le llegaba más á lo vivo: la de saber cuándo iba á quedarse sola en su casa, según era su deseo.

—Cuando yo salga de mi cuidado—le decía,—habrá que tomar una niñera, y no se cabrá en la casa. Esto te lo aviso con tiempo. Por Pablo y Paca no hay que preocuparse, porque ellos están decididos á tomar cuarto muy pronto, y se llevarán á Valentina. Mercedes es la gran dificultad… Es muy buena y callada, y me da lástima de que tuviera que irse; pero tampoco vamos á seguir siempre así. Ayer decía la vecina del tercero á mamá que cómo era que la teníamos en casa no siendo de la familia… A todo el mundo le extraña, como es natural, y dicen también que una mujer casada no debe tolerar esas cosas, porque á veces por hacer una obra de caridad se basca una su perdición. Una mujer… así como Mercedes, es un peligro en una casa. Por algo se dice que «de fuera vendrá quien de casa te echará».

—De suerte—decía Pío Cid con calma—que aquí quien gobierna es la vecina del tercero. No hables más de esa vecina, porque te me haces fea y antipática.

—El feo y antipático serás tú, y el desaborido y el… ¡más vale callar!

—Pues callemos.

—¿Cómo voy á callar viendo que pasa un mes y otro, y que estamos condenados á huésped perpetuo? Siquiera, si trabajara en algo.

—¿No te ayuda á hacer el hatillo? Criada no puede ser; aunque ella quisiera yo no lo permitiría.

—No; lo que tú querrías es que le sirviéramos de criados los demás.

—Lo que yo quiero es que seas juiciosa alguna vez y comprendas que esa criatura, que está aquí sin ocuparse en nada al parecer, está haciendo algo que vale muchísimo. Acuérdate de cómo era cuando llegó y cómo es hoy.

—Claro está que ha cambiado mucho.

—Pues bien, eso es lo que está haciendo; cambiarse. No todos los trabajos tienen nombre, y aunque Mercedes no hiciera absolutamente nada más que estar aquí, haría algo que, aunque no se viera, no por eso valdría menos. Mercedes, á pesar de su planta, es una niña, y no tiene noción de la dignidad personal, porque la han considerado hasta aquí como un mueble, un accesorio; es un edificio sin cimiento, que se caerá con solo que le soplen; mientras no tenga ese cimiento no es posible dedicarla á nada, porque, en saliendo de nuestras manos, á los pocos pasos volverá á caer.

—Pues ese cambio, amiguito, me parece que se me debe á mí.

—Razón de más para que no hables de arrojarla de tu lado. Teniéndola junto á ti no te echas, ciertamente, ningunos cinco duros en el bolsillo; pero ganas la gloria, para contigo misma, de haber contribuido con tu ejemplo á dignificar á una mujer.

—Yo reconozco que á veces llevas razón; pero las gentes son tan mal pensadas…

Mas no porque Martina se doblegase de palabra, seguía menos decidida á soltar la carga de Mercedes; no por maldad de corazón, pues con el alma y la vida liaría por ella cuanto pudiese, desde lejos, sino porque era incapaz de comprender una situación sin nombre, fuera de los usos corrientes de la sociedad. Mercedes no era de la familia, ni de la servidumbre, ni una niña huérfana adoptada por caridad; era una mujer que por donde quiera que iba llamaba la atención, y faltaba averiguar si Pío Cid la había traído á la casa por los motivos que decía ó por otros que no quería decir.

Martina tenía confianza á ratos; mas á ratos pensaba que había allí algún misterio, y aun le parecía adivinar en su marido algo que no salía á la superficie.

Pío Cid tenía, en verdad, una idea secreta, que era la de proteger á Mercedes, no por pura filantropía, sino también por luchar contra la fatalidad, bajo la cual él creía que la pobre hija del ciego había venido al mundo.

El fin de Mercedes, como el de sus padres, debía de ser trágico, y él se determinó á combatir por ella contra el destino, para ver si lograba vencerlo; de aquí su temor á, impulsarla en esta ó aquella dirección, por donde siempre iría á fondo, y su firme resolución de guardarla junto á sí y de servirle de escudo contra la adversidad.

Mas estas razones se las reservaba, porque Martina no las querría comprender aunque las oyera, y Martina las sentía instintivamente y las interpretaba como inclinación oculta, que algo participaba del amor, de Pío Cid por la pobre huérfana; así no cejaba en un pensamiento que se le había ocurrido, y que, á su juicio serviría, para matar dos pájaros de un cañazo.

Mercedes, con lo que ya le había pasado, no podría casarse con un hombre de bien; y en vez de ir á dar, esto sería lo más probable, con un pillo que la maltratara y la acabara de echar á perder, casi sería para ella una fortuna hallar una persona de posición que la recogiera y la considerara, y esta persona muy bien podría ser el moscón de Gandaria, al que sería fácil decidirlo con sólo hacerle algunas insinuaciones. En cuanto á Mercedes, más fácil sería aún, porque no tenía voluntad propia.

Cuando á fines de verano regresó á Madrid Gandaria y se presentó en la calle de Villanueva, empezaron los manejos de Martina.

Por estos días había también Jaime reanudado sus lecciones, y el tiempo que Pío Cid estaba fuera de casa no lo desaprovechaba el joven diplomático. Antes la treta no le valía, y lograba sólo hablar con Valle; pero ahora Martina se deja ver algunos momentos con sus primas y Mercedes. Gandaria no volvió á cometer ninguna imprudencia con Martina, sea porque se convenciera de que perdía el tiempo, sea porque se le calmaran los ímpetus viéndola tan áspera y, á la sazón, hecha un tonel, próxima á ser madre de familia; en cambio no tardó en poner los ojos en Mercedes, cuya belleza y méritos le ponderaba Martina.

—Es lástima—pensaba Gandaria de Mercedes—que esta mujer tenga esos desplantes. En cuanto uno se acerca y cruza cuatro palabras, se pierde la ilusión; pero el trapío es soberbio, y á distancia, vista en el palco de un teatro, por ejemplo, produce un efecto monumental. La verdad es que tampoco ha estado bien dirigida, y que aquí empieza á ganar mucho. Si yo la cogiera por mi cuenta, en un vuelo la convertía en estrella de primera magnitud.

Pío Cid notaba estos trabajos de zapa, pero no quería poner á Mercedes sobre aviso, porque le conocía el flaco y pensaba que era mejor callar que abultar las cosas con prevenciones inútiles. A Martina sí le decía algunas veces:

—Hay que tener cuidado con el tonto de Gandaria, no vaya a tomarla ahora con esa criatura. Sería lo último que podía ocurrirle á Mercedes, dar con un hombre vano, que es incapaz de quererla porque la ve pobre y poco instruida, y que pensaría utilizarla como hembra de lujo. Yo sé que te estorba Mercedes, y te advierto que si le ocurre algo, á ti te haré responsable.

Pero no se atrevía tampoco á hablar recio por no sofocar á Martina, la cual ya estaba fuera de cuenta, y en cuanto no se hacía su gusto ó se le decía algo que no le sonaba bien, lloraba y pronosticaba que entre unos y otros la harían abortar, y aun le quitarían la vida; pues, como decía su madre, se pintaba sola para meter la peste en un canuto. Mas no eran casi nunca ciertos sus augurios, y menos esta vez.

El alumbramiento fué felicísimo y sorprendente por varias circunstancias. Acaeció el día de los Finados, al amanecer, á los nueve meses justos de la famosa fiesta de la Candelaria, y nacieron dos gemelos: una niña y un niño, ambos de extremada belleza. Estaba decidido que si era hembra se le pondría Natalia, y si varón Natalio, en recuerdo de la madre de Pío Cid; mas siendo dos, no era cosa de repetir el nombre, y Pío Cid quiso que la niña, que había nacido la primera, se llamase Natalia, y el niño Ángel, como yo; pues además de ser el amigo íntimo de la casa, me empeñé en hacer todo el gasto de la gran fiesta que hubo para celebrar el fausto acontecimiento.

Martina no cabía en sí de gozo, y se consideraba casi una celebridad europea por haber dado á luz dos niños de sexo diferente, que se propuso criar ella misma para coronar con este esfuerzo su fecunda obra.

Pío Cid hablaba poco y se mostraba preocupado, pensando, quizás previsoramente, en el porvenir de aquella su tardía descendencia.

Algunas semanas después del parto fué Pío Cid por la tarde, como tenía por costumbre, á dar la lección á Jaime, y se halló con la novedad de que la Duquesa, de regreso de su larga excursión, le hizo subir á sus habitaciones para darle las gracias, muy amablemente por el interés con que había tomado la educación del niño, cuyo viaje al Extranjero estaba dispuesto para el siguiente día, por haberlo ordenado así el Duque.

—Siento mucho esta determinación—dijo la Duquesa,—porque veía con gusto los visibles progresos de Jaime. Aunque los niños tengan poco fundamento, no está de más escuchar su opinión, y Jaime se halla tan contento con usted… Pero el papá tiene empeño en que el niño se eduque en Francia, donde él se educó…

—Yo lo siento por el niño—dijo Pío Cid, sin ocultar su disgusto,—y si estuviera aquí el señor Duque le hablaría para convencerle de que está mal aconsejado. Es un dolor que los padres se atribuyan esta autoridad sobre sus hijos, sin tomarse la molestia de hablar con ellos ni conocerles, ni saber lo que les sería más provechoso. Igual disparate sería llamar á un médico para que nos asistiera en una enfermedad, y luego romper las recetas y tomar lo primero que se nos antojara.

—Sin embargo, le advierto á usted que el colegio á que va Jaime tiene fama…

—No digo que no, pero la educación de colegio es siempre una educación de cuartel, que da pobres resultados. La formación del espíritu de un niño es una obra de arte, y en el arte, la creación verdadera es la que ejecuta uno solo. Figúrese usted, señora, la cara que pondría un escultor á quien le quitaran una escultura á medio hacer, para que se la terminasen en una cantería… En fin, quien manda, manda, y dispénseme usted el desahogo.

—Al contrario de dispensarle, le repito que le agradezco su interés. Y ahora le voy á rogar que deje sus señas á mi secretario, para en caso de que más adelante… En casa se tienen siempre muy en cuenta los servicios prestados, y más cuando son de la importancia y de la significación de los de usted… Yo no sé si á usted podrán agradarle cargos de otra índole…

—De cualquier índole los aceptaría por complacerla á usted; pero por mí no se preocupe. En estos últimos días ha sido para mí una dificultad grave tener que acudir á las lecciones de Jaime, y las seguía sólo por amor al arte, como suele decirse. Tengo obligaciones á que atender, es verdad, y no se sabe lo que nos reserva el porvenir; pero yo tengo fe en el trabajo, y como la tengo, el trabajo cae sobre mí y me da para salir á flote.

—Pero un hombre como usted no debe contentarse con ir cubriendo sus atenciones penosamente. Eso es triste. ¿Son muchas las obligaciones que tiene usted á su cargo?

—Más bien son muchas que pocas. Y no me pesa, porque á mí me gustan las familias grandes…

—Según eso, tiene usted mucha familia. Yo no sé por qué me había figurado que era usted un hombre solo. No se ría usted—añadió con malicia,—pero los solterones suelen ser, con el transcurso de los años de soledad, los tipos más estrambóticos.

—Pues aquí ha quebrado la regla; si soy estrambótico, no será por falta de familia.

—¿Tiene usted mujer, hijos, y quizás padres ó hermanos?…

—Por mi casa soy yo solo; pero tengo mujer y dos hijos, suegra (que es buenísima), dos primas de mi mujer, una de ellas casada, una muchacha huérfana algo pariente y, por último, la niñera.

—¿Nada más?—preguntó la Duquesa sonriendo.—Me gusta la frescura con que lo dice usted. Y la niñera será, naturalmente, porque tiene usted algún niño pequeño.

—Tengo dos, los dos que le he dicho; nacieron no hace un mes, el día de los Difuntos.

—Entonces son gemelos. ¿Son niños ó niñas?

—Una niña y un niño, para que haya de todo.

—¡Es usted un hombre admirable!—exclamó la Duquesa mirándole fijamente.—Piensa usted cosas que no piensa nadie, y le ocurren cosas que no le ocurren á nadie.

—Si hay en esto algún mérito, será de mi mujer más que mío. Ella sí es una mujer admirable. Para empezar ha tenido dos mellizos, y además los cría ella sola. ¿Qué le parece?

—Será más joven que usted.

—Es casi una niña; pero es muy mujerona.

—Aunque sea cosa fea la curiosidad, le confieso á usted que la tengo, y grande, por conocer á su esposa, sólo por eso que acaba de decirme de ella. Y en parte también por ver el gusto de usted, porque es usted tan raro que debe de haber elegido una mujer que no se parezca á las demás.

—Diga usted más bien que soy hombre afortunado, y que he tenido la fortuna de dar con una mujer de las que hoy ya no se estilan. Aquí, en esta cartera, tengo un retrato suyo, y lo va á ver usted; aunque le advierto que lo mejor de Martina no es la cara, sino algo que no hay fotógrafo que lo saque mientras no se invente un sistema nuevo para retratar los corazones.

La Duquesa tomó el retrato que Pío Cid le mostraba, y, levantándose, se fué á sentar en el otro extremo del sofá que estaba más próximo al balcón para examinar mejor la fotografía; la cogió entre ambas manos como para formarle un marco de sombra, y después de mirarla despacio, disimulando su impresión, comenzó á pasarle por encima la yema del dedo meñique como para quitarle alguna pelusa, y arañó suavemente con la sonrosada uña un lunarcito que Martina tenía en la mejilla izquierda, muy bajo, cerca de la nariz; y, al fin, preguntó:

—¿Está aquí mejor ó peor que en el natural, á juicio de usted?

—Está bastante parecida para lo que una fotografía puede expresar… El natural vale más, naturalmente, y aun creo que ahí la han sacado de más edad que la que ella tiene.

—Eso iba yo á decirle á usted; que no la encontraba tan niña. ¿Y se peina siempre así, con ese peinado tan raro?

—No, señora; ese peinado es idea mía, y no se lo pone más que cuando está de buen humor ó cuando quiere que le compre algo.

—¿Con que esas tenemos?—dijo la Duquesa, sin poder contener la risa.—¡Inventa usted también peinados! Este será para instalar la luz humana. ¿Creía usted que había olvidado el invento? Pero si este peinado parece chino ó japonés…

—Es el peinado del porvenir—contestó Pío Cid en tono de burla.—Feo ó bonito, tiene la ventaja de que es complicadísimo y se tarda muchas horas en hacerlo, y en esas horas la mujer no piensa en nada y deja tranquilo al hombre.

—¡Pero, hombre!—exclamó la Duquesa con aire regocijado.—¡Si ahora va llegando la moda de cortarse el pelo las mujeres, para no perder tiempo! En el Extranjero hay muchas con el pelo corto. Por supuesto, con usted no rezan ni las modas ni las costumbres. ¡Dichoso usted, que tiene la suficiente frescura para reirse del mundo y hacer lo que se le antoja! ¡A todos, á quién más, á quién menos, nos vienen veleidades de saltar por encima de las conveniencias! Pero… ahora sí; por ser usted tan franco le voy á decir con franqueza que me ha sorprendido este retrato. Yo creía que su señora sería muy distinta de las demás, y me parece un tipo corriente, casi vulgar…

—No es vulgar la palabra propia: más bien debía usted decir humana; pero, aun siendo vulgar, no sería una mujer vulgar, sino la vulgaridad personificada, es decir, un tipo universal tanto ó más admirable que un tipo excepcional, extraordinario. La mayor parte de los hombres (hombres y mujeres, se entiende) somos seres vulgares con alguna facultad saliente que nos distingue, pero que no nos libra de caer con frecuencia en la vulgaridad de que huímos. ¡Cuánto mejor no es ser vulgar en absoluto y atenernos á lo que nos da espontáneamente nuestra naturaleza! Martina es así; es la realidad pura y, para no ser un genio portentoso, es lo mejor que se puede ser.

—Pero lo que yo veo difícil—replicó la Duquesa, sin dejar de mirar el retrato—es que usted se entienda con «su Martina». Porque usted es un idealista, casi un soñador; por lo menos sus ideas no son ideas hechas, de esas que tienen curso en la sociedad y oye una á diario.

—Lo difícil sería lo contrario. Ella y yo, salvo alguna que otra riña, nos entendemos muy bien porque nos necesitamos. Una mujer debe de ser como la tierra, y un hombre como un árbol; una tierra sin árboles se convierte en un arenal infecundo, y un árbol sin tierra muere porque se secan sus raíces; la vida que la tierra le da al árbol, el árbol se la devuelve con su sombra protectora. Así la mujer mantiene al hombre ligado á la realidad, para que no se aparte de ella ni se pierda en estériles idealismos, y el hombre en cambio protege á la mujer con la sombra de sus ideas para que no se aniquile como se aniquilaría dejándola sola, á merced del viento de los caprichos fugaces…

—Es bonita la comparación, ingeniosa…—dijo la Duquesa, quedándose pensativa.

—Lo esencial es que sea verdadera, y yo estoy en que lo es; ¡y tanto! Conozco á muchos hombres que arrastran una vida artificiosa por haber dado con mujeres sin jugo, que no sirven más que para lucir cuatro trapos; y á muchas mujeres también que no viven mejor por falta de un hombre que sea el centro de su vida y el imán de sus deseos. Creen esas mujeres frívolas ser felices porque salen y entran libremente, llevando de acá para allá su aburrimiento oculto bajo las satisfacciones aparentes que proporciona la vida exterior; para mí todas esas alegrías son como los aleteos del pajarillo que se asfixia por falta de aire dentro de la campana pneumática. Sin amor profundo no hay aire para la vida espiritual.

—Quizás da usted excesiva importancia al amor. Yo misma no me oculto para decirle que siempre he considerado el amor como una estupidez. Es una idea mía.

—Pues entonces no conocerá usted nunca la vida. Hay cosas muy pequeñas que se las ha descubierto con microscopio, y otras muy apartadas que se las ve cerca con el telescopio; y hay un instrumento que sirve para descubrir el alma de todas las cosas, y ese instrumento es el amor. Si usted amara—añadió como reconviniendo á la Duquesa,—usted vería mucho que no ha visto; porque para una mujer no hay otro medio de penetrar en las cosas que simbolizarlas en el hombre amado.

—De suerte que para usted lo primero en el mundo, casi lo único, es el amor.

—Hay algo más grande; pero para llegar á ello no hay más camino que el amor. El mejor amor es el espiritual, y si éste no basta, el amor corpóreo. Hay semillas que sólo germinan en hoyas muy abrigadas, y casi todos los hombres son semillas así.

—¿Y usted comprende el amor puramente espiritual? Sería usted el único. La mujer sí; yo, sin ir más lejos, yo he soñado siempre con un amor espiritual; es el único que yo podría sentir. ¡Pero los hombres! No digo que no. Un señor ya anciano, un consejero, un confesor… Mas yo hablo de un amigo con quien se pueda tratar de igual á igual, íntimamente, como con una amiga; eso no es posible. Yo he intentado la prueba, y me he convencido de la falsedad del hombre. Y si yo tengo en poca estima á los hombres (no crea usted, yo también soy un poco misántropa)…, pues es por eso mismo.

—Yo la admiraba á usted, y ahora que ha dicho eso la admiro más; pero ¿está usted segura de que la mujer sea más fuerte que el hombre? Suponga usted una amistad espiritual, pura, y con un hombre que tenga su mujer; ¿cree usted que la amiga vería impasible á la mujer del amigo? ¿No sería quizás este amor causa de que se rompiera la amistad ó de que se transformara en un sentimiento exclusivista?

—¿Y usted seria capaz—preguntó á su vez la Duquesa—de ver á una amiga suya amante de otro hombre, y seguir siendo amigo noble y leal?

—Yo sí.

—Permítame usted que lo dude.

—No quiero contradecir á usted.

—Y á su esposa, ¿qué amor le tiene usted? ¿Espiritual también?—preguntó la Duquesa, levantándose y dándole el retrato á Pío Cid, después de mirarlo con cierta picardía.

—Yo no siento ya más amor que el espiritual, y aun éste con trabajo—contestó Pío Cid con cierto dejo misantrópico, y se levantó también, guardándose el retrato en el bolsillo interior de la levita, estrenada por cierto aquella misma tarde.

—Ya que hemos hablado de retratos—dijo la Duquesa, notando que Pío Cid se disponía á retirarse,—tendría mucho gusto en que usted me diese su opinión sobre uno que me han hecho á mí. ¿Usted entiende algo de pintura? Pase usted aquí al salón… Aun no está bien colocado, como usted ve. Lo han puesto ahí por el momento… Me lo han hecho últimamente en París Es de un artista de gran fama.

—Ya veo, ya veo la firma—dijo Pío Cid, mientras examinaba el retrato, que era de cuerpo entero y estaba colocado sobre una mesa en un ángulo del salón.—Es un buen retrato, pero me gusta más el original. Quiero decir que el artista conoce su oficio muy bien, pero que no ha acertado á conocerla á usted, y ha tomado de usted la cáscara… Esa que hay ahí es una señora, arrogante y majestuosa, y hasta un poco teatral, pero no es una mujer, no es la mujer que hay dentro de usted.

—¿Usted distingue entre mujer y señora?

—Como entre hombre y caballero. Varias veces, viendo el retrato del Duque, el que está en el despacho, he pensado que tiene toda la estampa de un caballero, de un gran señor, pero que como hombre es muy poca cosa. Y es que los dichosos artistas no se quieren tomar la molestia de profundizar. De su esposo de usted no puedo decir nada, porque no le conozco; pero de usted sí aseguro que no la han comprendido; yo mismo, que no soy artista, me comprometo á hacer un retrato mucho mejor que ése: un retrato en que se adivine la mujer delicada, graciosa y espiritual, que se oculta en la señora Duquesa de Almadura.

—¿Sería usted capaz verdaderamente…? Por supuesto que no me extrañaría que supiera usted también pintar, por saber de todo.

—No sé más que dibujar, y apenas si acierto á combinar los colores; pero yo no hablo de componer una obra, como la gente del oficio; con que usted esté en el retrato me doy por contento. Y además, se pueden hacer retratos con la pluma, y como tengo más hábito de escribir, ¿quién impide que mi retrato sea una composición poética, en que la describa á usted tal como es?

—A mí me gustaría más que fuera un retrato de verdad—dijo la Duquesa, recordando los versos de la arruga (si es que los había olvidado por completo).

Y después, como volviendo sobre su idea, añadió:

—La poesía también me gusta, y no debe de ser tan fácil describir en verso á una persona…

—Ni tan difícil cuando se la conoce bien y se sabe con precisión lo que se ha de expresar. Ahora mismo se me ocurren, de repente, unos versos que, si no son un retrato acabado, pueden servirme de boceto si usted les otorga su pláceme.

—¿Cómo son? Dígalos.

—No son machos; pero si á usted le agradan, con esa idea puedo hacer luego el retrato. Son, como si dijéramos, la postura que ha de tomar el modelo.

—Bien, bien, dígamelos, que me ha metido usted en curiosidad.

Pío Cid hizo una leve pausa, y al fin recitó en tono familiar el soneto que había improvisado, y que decía así:

Su fino rostro en luz azul bañado

De sus grandes pupilas luminosas,

Se recata en las ondas caprichosas

Del mar de sus cabellos encrespado.

Su mirar dulce, suave, está velado

Por plácidas visiones amorosas,

Y un rumor leve de ansias misteriosas

En su beca entreabierta ha aleteado.

Su talle esbelto, airoso se cimbrea:

Ora se yergue altivo, dominante,

Ora se mece en lánguido vaivén,

Cuando le arrulla la fugaz idea

De abrir su pecho á un corazón amante

Y decirle: estoy sola y triste, ven.

—Me gustan esos versos—dijo resueltamente la Duquesa.—Va usted á escribírmelos antes que se le olviden. Casi estoy por decir que me satisface más su boceto que este retrato que me han hecho, después de dos semanas de molestarme… Si su retrato sale como el boceto…

—Yo haré cuanto esté de mi parte; pero tendrá usted que darme una fotografía; yo la recuerdo á usted muy bien con la imaginación, mas para los detalles no está de más.

—¿Cómo es eso? ¡Pues si yo creía que me iba usted á tener varios días de modelo! Me sorprende en usted la sencillez con que hace las cosas. Todos los artistas son algo cómicos; quiero decir, que fingen bien la comedia y nos asustan con sus preparativos; y usted trabaja con tanta naturalidad que casi, casi me figuro yo que, si cogiera la pluma, escribiría versos como los de usted. Pero voy á darle á usted á elegir la fotografía entre las varias que tengo—dijo la Duquesa, pasando al gabinete seguida de Pío Cid.

Tocó un timbre y ordenó, á una de sus doncellas que trajese recado de escribir y un álbum que estaba sobre la mesa de su tocador.

Mientras Pío Cid escribía el soneto, ella recorrió rápidamente las hojas del álbum y sacó de él varias fotografías. Cuando el soneto estuvo terminado, lo tomó de la mesa para leerlo otra vez y dió á Pío Cid los retratos, diciéndole:

—A ver si le parece á usted bien ése que está encima, el del sombrero. Son mi manía los sombreros; lo único á que yo doy importancia en el traje.

—Pero en este retrato mira usted á los hombres como objetos—replicó Pío Cid con viveza.

—¿Y no le satisface á usted? Pues así soy yo… Usted ha hallado una frase que á mí no se me había ocurrido; yo miro á los hombres como objetos—concluyó recalcando las palabras.

—Más me gusta éste de los ojos bajos.

—Ese me lo hice á poco de tener á mi Jaime. ¿Y el escotado?

—Este tiene alguna semejanza con el que ha traído usted de París. Me gusta más, mucho más, éste de los claveles en la cabeza.

—Ahí era yo aún soltera.

—¡Qué lejos estamos…!

—¿Ve usted?—interrumpió la Duquesa familiarizándose.—Siempre hay algún veneno en sus palabras.

—¿En qué palabras?

—Eso de decir que estamos lejos, es claro; lo dice usted como si hubiera pasado medio siglo.

—No era ésa mi idea—replicó Pío Cid, dando á sus palabras una entonación melancólica que hasta entonces no le había notado nanea la Duquesa.—Aunque sólo hubiera pasado un mes, este mes sería largo, como un siglo entero, para el hombre que ve á una mujer casada ya y contempla la imagen de esa misma mujer cuando era pura como una flor que comienza á entreabrir su cáliz á la luz que ha de marchitarla.

—¿Entonces elige usted el de los claveles?—preguntó la Duquesa; y sin esperar la respuesta, se puso á leer el soneto con gran atención.

—Me decido por el de los ojos bajos—dijo al fin Pío Cid, después de examinarlos todos de nuevo.—Este es el más propio, el que mejor se armoniza con mi idea.

—Hay en estos versos intención; en todo lo que usted hace hay intención, mala, por supuesto—dijo la Duquesa, doblando el papel.—Cada día me convenzo más de que usted no es lo que parece. Quiere usted parecer un hombre tosco y vulgar, y lo que usted es realmente es un hombre de mundo; desprecia usted la educación, y es usted un caballero discretísimo cuando quiere serlo.

—¿Lo dice usted quizás por los versos? Ahí no me muestro yo como soy; por no ofenderla á usted he tomado un carácter falso, plegándome á las circunstancias; mas cuando yo encuentro en el mundo una mujer hermosa como usted, mi primer impulso, el que es en mi natural, no es ciertamente discretear con ella…

—Entonces, ¿cuál es?

—Cogerla debajo del brazo y llevármela á mi casa—contestó Pío Cid con tono violento.

—¡Horror!—exclamó la Duquesa, y se levantó riendo á carcajadas.—Usted es un salvaje, ó por lo menos tiene la coquetería de parecerlo… Porque los hombres también tienen sus coqueterías, y peores que las de las mujeres… Va usted á conseguir inspirarme miedo.

—Pues para tranquilizarla me voy—dijo Pío Cid, levantándose y estrechando la mano que la Duquesa le ofrecía.—¡Ojalá que el retrato le agrade y me congracie de nuevo con usted!

—Yo estoy segura de que saldrá bien.

Al decir esto, la Duquesa se imaginaba ya que el retrato sería algo por el estilo de los versos: la imagen de una mujer melancólica soñando en vagos amores. Sorprendióse, pues, no poco cuando al cabo de algunos días de espera se presentó Pío Cid con su trabajo. Era éste un pequeño dibujo al lápiz, ejecutado con tal maestría y perfección, que parecía desde lejos una miniatura de estilo original. El parecido era perfecto, y la compostura la misma que la de la fotografía de los ojos bajos; pero los ojos de ésta se fijaban en un abanico, cual si contaran el varillaje, y en el dibujo contemplaban amorosamente, ¡cómo había de imaginarse esto la Duquesa!, un niño en pañales. La madre le apretaba con el brazo izquierdo contra su seno, y se cubría éste con la mano derecha, en tanto que el niño parecía mamar muy satisfecho, mirando con el rabillo del ojo. La Duquesa veía el retrato con inquietud, sin saber si aquello era una broma intolerable ó una ocurrencia espiritual, y al fin, sugestionada por el casto y noble sentimiento que de la estampa se desprendía, la comenzó á mirar con ojos de benevolencia y dijo:

—Quien no le conociera á usted, no creería que esto es verdad aunque lo viera. La verdad es que no hay en todo el mundo un tipo tan extravagante como usted.

—¿A eso le llama usted extravagancia?

—Extravagancia con asomos de locura, que algo de loco tiene usted también.

—Así se escribe la historia. Y, sin embargo, ese retrato es copia del boceto que mereció su aprobación.

—¿Que está tomado del boceto?—Naturalmente. En los sonetos la idea madre está al fin, y la idea del mío era esa misma:

…abrir su pecho á un corazón amante,

Y decirle: estoy sola y triste, ven.

… ¿Qué mejor amigo, qué corazón más amante y más tierno para una mujer que el de un hijo suyo, sobre todo cuando es pequeño y no siente ningún otro amor que haga sombra al amor que siente por su madre?

—Ahora comprendo—dijo la Duquesa, por decir algo, sorprendida por la astucia con que Pío Cid se le escabullía de las manos.

—No hay para la mujer refugio más seguro que el amor maternal. ¡Cuántas mujeres, quizás usted misma, sufren el hastío de la vida porque buscan la felicidad en frívolos pasatiempos, cuando la hallarían en el amor de madre! Y esa frivolidad es tanto más perniciosa cuanto que además de no aturdir por completo, ni ocultar el vacío de la existencia, desarraiga y seca los sentimientos, y llega hasta cortar el ligamen natural entre padres é hijos. Yo comprendería que se destruyera ese amor de la sangre para levantarse al amor espiritual y poder amar al hijo del vecino como al propio; pero destruirlo para no amar á nadie es buscarnos nuestra perdición.

—Muchas veces se nos juzga mal—dijo la Duquesa, como hablando consigo misma,—porque no se conoce nuestro pensamiento. ¡Mujeres hay que parecen frívolas, y que quizás llevan en el fondo de su alma grandes penas, tan grandes que no se olvidan ni en medio de esos aturdimientos buscados justamente para olvidarlas!

—¿Cómo se van á olvidar, si las penas no se olvidan sino cuando se las destruye transformándolas? Buscar el aturdimiento es una cobardía. El que por no oir la verdad se tapa las orejas, ¿ha destruido la verdad? Lo que ha hecho ha sido afirmarla sin conocerla. Y el condenado á muerte que está en capilla y oye con angustia cómo va el reloj dando las horas, y para no oirías se pone á gritar, ¿retrasa con eso la hora de subir al patíbulo? Más vale afrontar la verdad entera, porque, aunque la verdad sea dolorosa, el dolor es fecundo y crea alegrías que las agradables ficciones no crearán jamás. Si usted sufre, declárese á sí misma, sin engañarse, cuál es su sufrimiento; recójase y medite luego sobre él, y verá salir de él un deseo que la llevará, como de la mano, á un placer nuevo, desconocido y tan hondo como el sufrimiento que lo ha engendrado.

—No sabía de cierto lo que era usted—dijo la Duquesa con aire grave;—pero ahora que me ha hablado usted así, pienso que usted es lo que se suele llamar un amigo de las mujeres. Sabe usted inspirar confianza como un confesor y vale usted más que un confesor, porque los confesores lo juzgan todo con arreglo á la religión, y hay cosas que corresponden al tribunal de la psicología… Una mujer casada, sin que se haya consultado su voluntad, contra su gusto, por razón de Estado, como si dijéramos (que esto suele ocurrir no sólo en las familias reales, sino también en las aristocráticas, y aun en las simplemente ricas), no puede, aunque quisiera, amar á su marido. He aquí un caso que no es nuevo. Un confesor le dirá á esa pecadora: «Esfuércese, y ya que no amor, tenga al menos estimación por su esposo; éste es su deber.» Y, sin embargo, pregunto yo: ¿no puede haber casos en que un hombre no tenga derecho ni aun á esa estimación por indigno de ella?

—Claro está que los hay—contestó Pío Cid con tono resuelto.—El derecho á amar es el más sagrado, y quien lo infringe es un criminal peligroso… Esa mujer que se casó sin amor, acaso no podrá amar tampoco á los hijos que tenga con el hombre á quien no ama. La sangre tiene también sus misterios.

—¿Qué diría usted de un hombre que, creyendo á una mujer culpable, la perdona y luego se dedica á mortificarla diariamente con alusiones groseras?

—Diría que es un cobarde, ó quizás un infeliz, que creyó tener fuerza de alma para perdonar sin tenerla, y que, por no atreverse á hacer un gran mal de una vez, va haciendo el mal á pequeñas dosis… Pero hay también que saber si la mujer era ó no culpable. Si era culpable, no hay disculpa para la bajeza del hombre; mas si no lo era, casi me inclino en contra de la mujer.

—¿Cómo? Siendo inocente y ofendida por una inculpación infundada…

—Por eso mismo. Si hubiera sido culpable se humillaría, y el hombre que se ensañara con ella seria un miserable; pero si era inocente, el perdón ha debido irritarla más que la ofensa, ha debido tomar odio contra el hombre, y así es natural que el hombre se haya vuelto con ella duro y despiadado. Hay algo peor que una falta: la apariencia de la falta; porque de la falta, por ser una realidad, puede salir algo bueno; mas de la apariencia no pueden salir más que ficciones, sentimientos sin apoyo en la naturaleza… Así, á la mujer de que usted me ha hablado yo le diría sin vacilar: cometa usted inmediatamente la falta que no ha cometido, humanícese, y todo lo arreglaremos.

—Pero, por Dios, Sr. Cid—interrumpió la Duquesa,—no eche usted á perder sus atinadas razones con esas salidas de tono. No sé qué gusto saca usted de lanzar adrede esos disparates…

—¡Disparates! ¿Cómo explica usted entonces que el público se complazca en impulsar con sus murmuraciones á convertir en faltas reales las simples apariencias? ¿No ocurre todos los días que una mujer comienza á coquetear inocentemente, y que muy pronto, presa en las garras de la murmuración, es arrastrada al adulterio?

—¡Es verdad!—exclamó espontáneamente la Duquesa.—¡Es verdad! Ese es el caso en que se dice que el público hace de Gran Galeoto.

—Pues bien; yo creo que el público lleva razón, porque el público la lleva siempre que obra por instinto. Una mujer que da lugar á que se murmure de ella, es casi seguro que es desgraciada; no falta á sus deberes por miedo, y el público se lo quita hostigándola con anticipadas é injustas censuras.

—Si en vez de hablarme usted á mí le hablara á una mujer sin experiencia, sería usted peligroso—dijo la Duquesa levantándose y poniendo sobre un velador el retrato que aún conservaba en la mano. Y ya de pie, añadió en són de reprimenda:

—Con esas ideas de usted, adiós religión, leyes y moral. Todo se vendría abajo. Porque no hay escapatoria: lo que usted sostiene es el derecho al adulterio.

—Es que yo no soy sacerdote, ni moralista, ni abogado; yo defiendo los derechos del corazón.

—Pero esos derechos están en contra de la sociedad.

—No tanto. ¿Qué pueblos son los que matan á pedradas á la mujer adúltera ó la arrojan por un precipicio? Pueblos bárbaros donde jamás moró la belleza ni el arte. En cambio, vea usted en Grecia cuántas luchas antes de que fuera destruida Troya, baluarte del amor.

—Pero al fin fué destruida.

—Fué destruida porque sin el honor es imposible la existencia de un pueblo, como sin el amor es imposible la de un individuo. Pero si Troya hubiera sido aniquilada en breves momentos por un rayo de Júpiter, ni hubiera existido la Ilíada, ni el arte griego, ni acaso existiríamos nosotros. Lo hermoso en aquella lucha es que hay dioses que defienden el fuero del amor, y que el mismo Júpiter, el mayor de los dioses, se inclina ya á uno, ya á otro de los bandos, como si estuviera perplejo ante la gravedad del litigio.

—Y si usted hubiera vivido en aquellos tiempos—preguntó la Duquesa bromeando,—¿hubiera sido troyano?

—Hubiera ayudado á robar á Elena por antipatía contra Menelao, y después hubiera ayudado á destruir á Troya por antipatía contra París.

La Duquesa guardó silencio y se fué á sentar en una butaca junto al balcón, lejos de Pío Cid, como para desvirtuar con la distancia la gravedad de lo que se le ocurría decir; miró un rato al través de los visillos, y preguntó:

—Pero si yo no recuerdo mal, usted me decía ayer que el amor más noble es el del espíritu. ¿Cómo ahora justifica usted que una mujer falte á sus deberes? Le comprendería á usted si fuera usted un seductor, porque un seductor no se para en barras para conseguir su objeto. Siendo usted un hombre serio, honrado y digno, me extraña su modo de pensar. Si usted supiera, voy á suponer, que yo tenía un amante, ¿le merecería yo el mismo concepto que hoy le merezco?

—Precisamente—contestó Pío Cid con desenfado—me han dicho, hace algún tiempo, que usted tenía un amante, y no le di crédito á la noticia; y aun siendo cierta, no le hubiera dado importancia. Yo no podía aspirar al amor de usted por mil razones que saltan á la vista, principalmente porque yo he entrado en esta casa por la puerta de la servidumbre, y no ha sido para mí escaso honor alcanzar que usted, venciendo su prevención, me conozca y me trate como caballero. Y aunque yo aspirara á ganar su afecto, éste sería tan noble que no podría descender á envidiar otros afectos vulgares. Porque yo pienso que si usted habla tan tristemente de la vida y no desdeña escuchar la palabra de un hombre de tan escaso valer social como yo, es porque no tiene puestos sus ojos en quien sea capaz de llenar el vacío que hay en su alma; y todo lo que no fuera esto, distaría tanto del verdadero amor como el guijarro del diamante.

—¿Y quién le han dicho á usted que es ese amante que me atribuyen?—preguntó la Duquesa sin darse por ofendida, para ver hasta dónde llegaba la frescura de espíritu de su interlocutor.

—Me han dicho que es un capitán de húsares, y esto mismo me convenció de que la noticia era falsa.

—¿Por qué?

—Porque la afición á las charreteras, espuelas, estrellas, galones y demás arreos militares es propia de la primera juventud. Cuando una mujer pasa de los veinticinco años, busca algo más hondo en el hombre.

—Tiene gracia eso que usted me dice. ¡Al fin, al fin, he encontrado un hombre franco en el mundo! Pero ya que es usted tan franco, le voy á rogar me diga sinceramente si cree que una mujer puede faltar á sus deberes sin dejar de ser digna, sin que la acuse su propia conciencia.

—Sí lo creo. La indignidad está en envilecerse por satisfacer bajas pasiones; no lo está en librarnos del yugo del deber cuando el falso deber nos envilece. Tiene además la Naturaleza leyes inviolables, y aunque quisiéramos no podríamos burlarlas. ¿Cree usted que el amor se resigne al perpetuo sacrificio…? Un hombre joven, inexperto, halla en su camino á una mujer caída y quiere generosamente regenerarla; mas esta generosidad es peligrosa, porque bien pronto el egoísmo amoroso, que es el más violento de todos los egoísmos, reflexionará así: «¿He nacido yo acaso para tapar faltas que otros cometieron? ¿He de satisfacerme con aspirar el perfume de una flor marchita, arrojada en el suelo, pudiendo deleitarme con la fragancia pura de una flor que yo mismo corte y coja el primero en mis manos?» Y ese egoísmo irá insensiblemente á buscar nuevos amores aunque la conciencia proteste. ¿Qué vale la voz de la conciencia cuando la ahoga la lamentación de la carne? En cambio, un hombre que ha cometido graves tropelías puede sin gran martirio emprender esa obra de redención, porque su sacrificio le parecerá una expiación voluntaria de sus propias culpas.

—¡Eso es verdad!

—Y lo mismo la mujer. Una mujer cuyos sentimientos han sido sacrificados, que no ama ni puede amar al hombre á quien debe de amar, está al borde de un precipicio. Por muy firme que quiera tenerse, ¿qué ocurrirá si un día se subleva contra ella su corazón esclavizado? ¡Si al menos esa mujer tuviera para defenderse el recuerdo de un día de verdadero amor! Una falta cometida por instigaciones del corazón, le daría fuerzas para soportar resignadamente los más largos y duros tormentos.

—¡Eso es verdad!—repitió la Duquesa levantándose con un movimiento nervioso.—Usted conoce el corazón humano. ¡Es verdad!—añadió, sentándose de nuevo; y apoyando la cabeza contra el respaldo de la butaca, cerró un instante los ojos, y reclinada sobre su esponjada cabellera, parecía dormir y soñar.

—¡Es triste que esté hecha así el alma humana! Mas, ¿qué remedio cabe? Lo mejor sería tener fuerzas para remontarse de un vuelo al amor espiritual; ¡pero son tan pocos los que las tienen! Cuando nos consume la sed de venganza contra una ofensa injusta ó nos muerde el ansia de desquite por un sacrificio demasiado penoso, y no tenemos ánimo para perdonar ni para resignarnos, es más noble dar salida á nuestras pasiones en algún acto censurable, que no guardar la protesta sorda que nos va envenenando poco á poco. Una falta es un hecho humano, y acaso tenga la virtud de aclararnos el entendimiento y permitirnos ver lo que antes no veíamos y darnos alas para subir adonde soñáramos.

—Yo no había oído jamás hablar tan sinceramente—dijo la Duquesa con lentitud y mirando de soslayo á un espejo, por el que veía á Pío Cid sin que éste lo notara.—Yo envidio su fuerza y su resolución, y desearía ser fuerte aunque fuera para el mal. Yo debía tener siempre á mi lado á un amigo como usted… Quizás es usted el único á quien yo pudiera llamarle verdadero amigo. Pero en este vaivén de la vida todo pasa volando, y ni siquiera hay tiempo para que una amistad eche raíces… Hoy he estado yo triste pensando en que he de emprender mañana mismo un largo viaje…—añadió volviendo la cabeza y mirando al balcón, por el que entraban las últimas laces de la tarde.

—¿Se va usted?—preguntó Pío Cid con aire de tristeza.

—Me voy—dijo la Duquesa, notando por el espejo la palidez del rostro de Pío Cid,—y lo que más siento es perder su conversación, que es para mí tan sugestiva… Usted no sabe las veces que recuerdo sus palabras. Ojalá supiera yo discurrir como usted y ofrecerle ideas más atractivas; pero las mujeres somos tan…

—Usted es una mujer adorable—dijo Pío Cid levantándose y mirándola con afecto,—y aunque me tenga por hombre tan fuerte, crea que ahora estoy impresionado como un niño de pensar que se va…

—¿Qué hacer?—dijo la Duquesa, extendiendo la mano con abandono.

Pío Cid se acercó, y al mismo tiempo que cogía la mano y la estrechaba, miró á la Duquesa con aire tan dolorido, que ella se sintió vivamente impresionada; de repente se puso de pie, y mientras tenía cogida una mano, se pasó la otra por los ojos y luego la apoyó en el hombro de Pío Cid, como si se afianzara para no caer; por último, le echó el brazo al cuello, cerró los ojos y juntó con los labios de él sus labios entreabiertos, desplomándose como si estuviera completamente desvanecida. Pío Cid la sujetó suavemente por la cintura, la condujo en peso hasta el sofá, la tendió con cuidado, poniéndole un cojín debajo de la cabeza y se puso á mirarla de rodillas, temeroso de ver la tempestad que él mismo había desencadenado.

Ocurríansele los más varios y encontrados pensamientos; aun llegó á suponer que la Duquesa no estaba desmayada, sino muerta y convertida en estatua yacente. Esta idea, junta con el temor, el silencio y la obscuridad de la noche, que ya enviaba sus primeras sombras, le enardecieron el espíritu, y sintiéndose de súbito inspirado comenzó á recitar, con voz apagada, una canción, á cuyos conceptos la Duquesa, incorporándose lentamente, apoyó un codo en el cojín y cruzó las manos para escucharle en la actitud del que reza:

Bajo la verde bóveda sombría,

La luz del claro día

Llega á mis tristes ojos, tenue y vaga;

Espléndido la envía

El sol, y el bosque lóbrego la apaga.

Bajo la verde bóveda del cielo,

Una luz de consuelo

Llega á mi pobre espíritu insegura;

Rasgó el amor su velo,

Mas su imagen quedó en la noche obscura.

Yo solo sé lo que es amor humano:

Vislumbro muy lejano

Otro amor que, sin verlo, me fascina;

Un amor soberano

Que al creyente consuela é ilumina.

Yo sé lo que es amor; el amor santo,

El puro y noble encanto

De la madre que al niño arrulla y mece

Al són de un suave canto.

Que canción del espíritu parece.

Pero no sé lo que es amor divino,

Ese amor que imagino

Como ardiente latir de un corazón

Que rige el torbellino

De los astros con mística atracción.

Yo sé lo que es amor: la viva llama

De un corazón que ama,

Prisionero de amor en fuertes rejas,

Y, humilde, llora y clama,

Sin que otro corazón oiga sus quejas.

Pero no sé lo que es amor divino;

Ese amor que imagino

Como luz refulgente de los cielos,

Espejo cristalino,

Donde el amor refleja sus anhelos.

Yo sé lo que es amor: el firme lazo

Que con nervioso abrazo

Mi amada en torno de mi cuello anuda,

Palpitante el regazo

Y el universo en la mirada muda.

Pero no sé lo que es amor divino;

Ese amor que imagino

Como éxtasis sublime de la mente,

Resplandor diamantino,

Que brilla, sin quemarse, eternamente.

Yo sé lo que es amor: el noble fuego

Que me roba el sosiego,

Cuando una idea radiante, en la penumbra

Surge, y yo, absorto, ciego,

Miro, sin ver, su luz que me deslumbra.

Pero no sé lo que es amor divino;

Ese amor que imagino

Como fuego sagrado de la idea.

Artista peregrino,

Que con llamas de amor sus obras crea.

Yo sé lo que es amor: ¡Cuántos amores,

Pálidos como flores,

Que viven sepultadas en la umbría.

Soñando en los colores,

Con que la luz del sol las bañaría!

Mas yo quiero otro amor, un solo amor,

Un fuego abrasador

Que derrita este hielo en que cautivo;

Un brillante fulgor

Que disipe estas sombras en que vivo.

¡Oh amor divino, ten de mí piedad,

Muestra tu caridad

Con el que en tierra se postró de hinojos;

Rompe esta obscuridad,

Haz que un rayo del cielo abra mis ojos!

Cuando Pío Cid oyó extinguirse los últimos ecos de su canción amorosa, se deslizó sin ruido, dejando á la Duquesa absorta y como embebecida en la contemplación de lejanas visiones. Largo tiempo duró aquel sereno éxtasis, cuya virtud sobre el alma de la Duquesa fué tal y tan maravillosa, que al salir de él se halló como en un mundo nuevo, ideal y soñado. Sus ojos estaban llenos de lágrimas, y su corazón de ansias temblorosas é inexplicables. Creía haber despertado de un sueño profundo, y no sabía fijar el punto en que el ensueño había huido y la realidad había recobrado su imperio.

Se levantó con lentitud y se encaminó hacia la puerta por donde Pío Cid había desaparecido; pero no acertó con ella y comenzó á mirar á todos lados como si se encontrara en una casa desconocida; luego se dirigió al balcón para asomarse á la calle, pero retrocedió impresionada por el espectáculo de la bóveda celeste, en la que brillaban nuevos astros que ella nunca había visto y que ahora con su concierto de luz la anonadaban y le sugerían sentimientos de humilde y piadosa tribulación; por último, se volvió á sentar, y ocultando el rostro entre las manos se preguntaba á sí misma quién era aquella mujer que dentro de ella estaba y que le parecía una criatura nueva en el mundo.

Sólo acertaba á comprender claramente el ritmo espiritual que dejara la canción de amor, cuyas estrofas se diría que flotaban esculpidas en las ondas de aire; y entre todas, una, la evocación del dormido amor materno, vibraba con tanta fuerza que la Duquesa no sólo la oía, sino que creía verla, por doquiera en letras brillantes:

Yo sé lo que es amor; el amor santo,

El puro y noble encanto

De la madre que al niño arrulla y mece

Al són de un suave canto,

Que canción del espíritu parece.

Mientras tanto Pío Cid se había dirigido á buen paso á su casa, aunque gustosamente se dirigiera á un desierto donde poder meditar sosegadamente sobre las raras impresiones que le agitaban, no obstante ser su espíritu tan fuerte y tan avezado á los misterios de la vida. Sacóle de su abstracción el estudiante Benito, que topó con él en las escaleras de la calle de Villanueva y le detuvo diciéndole:

—Una noticia le espera á usted que le disgustará de seguro. ¿No sabe usted que la buena Mercedes acaba de largarse de la casa?

—¿Cómo ha sido eso, pues?—preguntó Pío Cid sorprendido.

—Yo no sé. Creo que todos estaban fuera de casa, excepto D.aJusta. No sé más que lo que me ha dicho Valentina… Yo no quiero meterme en nada; pero creo que Gandaria anda en el ajo. A mi me ha dado en la nariz, y…

—Bien está. Esa criatura ha nacido por lo visto para rodar pelota.

—¿Qué es lo que le ha caído á usted aquí?—preguntó Benito, tocando á Pío Cid en el hombro y cogiéndole después por la solapa de la levita para olería y cerciorarse de lo que fuese aquel extraño polvillo.—Parecen polvos de rosa. Tienen un olor finísimo.

—No sé lo que será—contestó Pío Cid sacudiéndose con un pañuelo y agradeciendo en su interior aquel aviso, que le libraba de una gresca con Martina.

—No le detengo á usted más—dijo Benito bajando las escaleras;—esta noche volveré un rato.

Entró Pío Cid en su casa malhumorado, y doña Justa se apresuró á repetirle la noticia de la fuga de Mercedes.

—Ya me lo han dicho, y no debe sorprenderme que haya aprovechado para irse de aquí la misma idea que yo le di para escapar de casa de Olivares. Así son las cosas de esta vida. ¿No le dijo á usted nada antes de irse?

—No. Vino llorando á la cocina y me dijo que sentía mucho dejarnos. Casi no podía hablar la pobre. Dijo que esa sería su desgracia, pero que había nacido con ese sino y que qué iba á hacer. Y se fué hecha una Magdalena.

—Bueno; no hablemos más de lo que ya no tiene compostura. Ya sabremos de sobra dónde está y cómo le va.

—No me mires tan serio—interrumpió Martina.—Yo no he tenido arte ni parte.

—No te miro de ningún modo ni te echo la culpa. Si la tuvieras, allá tú te las avengas contigo misma.

—¿Qué olor es ese que traes?—preguntó entonces Martina, que desde que entró Pío Cid no cesaba de aspirar con extrañeza el delicado perfume.—Esto parece cosa de mujer—añadió acercándose.—No lo parece, sino que lo es. ¿A ver?… Esta mano es la que más te apesta.

—Será de haber saludado á la mamá de Jaime, que se ha despedido de mí. Se va al Extranjero con su hijo.

—Lo dices así como con sentimiento. ¿Es de verdad que se va? Porque te comunico que la señora esa, ó la tía esa, me está dando muy mala espina.

—Yo no vuelvo más á dar lecciones, y si se va ó no se va, no es cuenta mía ni tuya. Y ten la bondad de no requisarme más, porque no estoy para que me quemes la sangre—concluyó con tono seco, metiéndose en su habitación.

Supo al día siguiente por Valle que Mercedes se había ido á vivir á la calle de Claudio Coello, á un segundo piso con vistas al campo, que Candaría había hecho amueblar muy decentemente; y en el acto decidió escribir á la joven, no para disuadirla, sino para quedar con ella en buena armonía, pensando en el porvenir, y darle de paso algunos útiles consejos, el primero y principal de los cuales era que no contara nunca á Adolfo las miserias de su vida, ni menos que ella y su padre habían pedido limosna, porque estas confidencias darían al traste con el afecto que su amante pudiera tenerle. Le decía, por último, que, en caso de verse abandonada, pensara siempre en él y en su casa, que estaba siempre abierta para recibirla; y á fin de que por su flaca memoria no olvidara este ofrecimiento, le enviaba con la carta una moneda moruna de extraordinarias virtudes, diciéndole que no se la daba por ser recuerdo de familia; pero que se la prestaba á condición de que le fuera devuelta por la misma Mercedes en persona, en el caso de que las relaciones con Adolfo terminaran.

Escrita la carta, fué él mismo á llevarla al correo, cruzándose en la calle, sin conocerle, con un criado de la Duquesa que le traía una esquela de su señora, para entregársela en propia mano. Martina la recibió y la dejó en el despacho de su marido, no atreviéndose por el momento á abrirla; pero después de dar muchas vueltas y de disculparse á sí misma con la razón de que entre un hombre y una mujer que se aman no debe de haber secretos, rasgó el tentador sobre y leyó una sola línea de firme y resuelta escritura, que decía no más:

«Esta tarde estaré en casa.—S.»

—¡En casa!—exclamó Martina, como si le hubiese picado una víbora.—¡Y S!, P debía de firmar, y Pu…, y Dios me perdone. Esto no pasa de aquí Ahora se verá quién es Martina de Gomara.

Y en un vuelo se calzó, se echó una falda y se puso el abrigo y el sombrero que halló más á mano, y se lanzó escaleras abajo resuelta á acudir á la cita y verse cara á cara delante de aquella mujer que tan impúdicamente trataba de robarle el padre de sus hijos. Mas pocos pasos había andado cuando, al pasar por delante de una peluquería, vió en el escaparate dos cabezas de mujer, tan linda y primorosamente peinadas, que la hicieron detenerse un instante á contemplarlas; vió también su propia imagen multiplicada en varios espejos y se acobardó y perdió su resolución. ¿Cómo presentarse de aquel modo delante de una encopetada señora, que quizás ni querría hablar con ella, tomándola por una criada? Volvió, pues, á desandar lo andado, y entró en su casa como una flecha y comenzó á revolver los armarios y los cajones de la cómoda para vestirse con los trapicos de cristianar. Se puso los zapatos de charol y el vestido negro de seda, y el sombrero de castor con plumas verdes, regalo de su marido; los mejores zarcillos y el velo de motas grises; las pulseras y el aderezo de perlas y esmeraldas, sin olvidar el manguito y el precioso quitasol de encaje. Aun con todos estos adornos le pareció su figura poco expresiva, y tuvo por primera vez en su vida la idea de pintarse; halló en un cajón del tocador un pedazo de corcho quemado, que le servía á Valentina para untarse de negro las cejas, que de puro claras apenas se le conocían, y subiéndose el velillo se pintó un poco las cejas y pestañas, con lo que sus grandes y rasgados ojos se asemejaban á dos simas infernales.

En estas idas y venidas topó, sin pensarlo, con la ropa de su marido; y como de repente se le había despertado una terrible desconfianza, la registró, y para colmo de su desventura halló en el bolsillo interior de la levita el retrato de la Duquesa, el de los ojos bajos, que Pío Cid, por no parecer desatento, no quiso devolver. Gran esfuerzo tuvo que hacer para no echarse á llorar, y acaso no lloró por no descomponerse el rostro; mas su rabia fué tal, que del despacho fué derecha á la cocina, y con ideas siniestras cogió un cuchillo que escondió dentro del manguito. Entró en la alcoba á dar un beso á los niños, que dormían como dos ángeles. Su mamá, que estaba allí cosiendo, le preguntó:

—¿Adónde vas tan compuesta?

—Voy á buscar á Pío para dar un paseo. Me duele la cabeza, y yo creo que es de estar siempre encerrada en casa.

—Volvió Pío Cid á poco, y lo primero que vió al entrar debajo de la mesa de su despacho fué el sobre de la carta de la Duquesa, cuya letra conoció al punto; entró en la sala y halló todas las cosas por medio; preguntó por Martina y supo que había ido á buscarle.

—No hay duda—pensó;—el buscarme es un pretexto, y adonde va es á mover un escándalo. Vamos allá.

A mitad de camino la divisó marchando tan erguida y gallarda que para verla más tiempo aflojó el paso y le fué haciendo la ronda hasta que, cerca de la casa de la Duquesa, le dió alcance. Antes que él le hablara volvió ella la cabeza y se detuvo.

—Hace un rato que te sigo—dijo él;—¿adónde diablos vas á buscarme? Al menos tu madre me acaba decir que ibas en busca mía para dar un paseo.

—Algo más que un paseo—contestó Martina agriamente.—Voy á devolver á su dueña un retrato que he encontrado en tu ropa. Tú no tienes aquí nada que hacer.

—Siempre tomas las cosas por donde queman. Ni siquiera me acordaba de tener tal retrato. Por olvido no lo devolví.

—Y te lo dieron y lo tomaste por olvido…, ó es que ibas á formar una galería de bellezas. Mal gusto has tenido para empezar, porque tipos como ése los encuentras en medio de la calle á cualquier hora.

—No seas majadera, mujer. Ese retrato me ha servido de modelo para hacer un dibujo; no me lo han dado á mí, ni había para qué… Pero vamos andando, y no estemos aquí de plantón.

—¿No dices que no te importa nada la sociedad?

—No me importa; pero tampoco me agrada dar espectáculos en la vía pública. ¡Y que no estás llamativa en gracia de Dios!

—Pues con irte está resuelta la dificultad.

—Me iré; y tú te vienes conmigo, y andando me dirás todo lo que quieras.

—Antes tengo que entregar el retrato y hablar cuatro palabras con esa… señora.

—El retrato se le puede enviar por el correo. Yo se lo enviaré, diciendo que me dispense el olvido.

—¿Pero tú crees que yo me mamo el dedo?—Lo que es ahora te pasas de lista. La señora esa supo que yo era algo dibujante, y tuvo la ocurrencia de que le hiciera un retrato á la pluma. Esto es todo.

—Y ¿cómo no has lucido esa habilidad conmigo?

—Porque tú no estimas esas cosas. No les haces caso; dices que son tonterías. Ayer, sin ir más lejos, te di á leer algo mío, y dijiste que no te gustaba perder el tiempo en cosas inútiles.

—Pero un retrato si me gustaría que me lo hubieras hecho.

—Pues te lo haré hoy mismo… Pero vámonos de aquí, que si no nos van á dar cencerrada.

—No me muevo si antes no me ofreces que mañana mismo te vas á Barcelona á arreglar casa para que todos vivamos allí. Es una idea que se me ha ocurrido hoy—agregó Martina, que no quería descubrir lo de la carta de la Duquesa;—no es por nada. Es que no quiero más Madrid, ni engarzado en diamantes. Esto es una zahúrda; aquí no se respetad nadie. Ahora, al salir de casa, venía siguiéndome, ¿no lo has visto?, un viejo verde que podía ser mi abuelo. ¿Qué le parece á usted? Ganas me han dado de volverme y meterle la sombrilla por los hocicos.

—Ya veremos despacio lo que conviene. No tengo interés por estar aquí ni en ninguna parte del mundo. Todo me parece lo mismo y en todas partes me encuentro como el pez en el agua…, en agua sucia, se entiende. Si puede ser me iré.

—No es si puede ser; has de decirme que sí, y que mañana mismo, sin falta.

—Bueno; ofrecido—afirmó Pío Cid echando á andar.

—Pero no creas—agregó Martina, siguiéndole recelosa—que te vas á ir á vivir donde está mi prima.

—Tu prima no está en Barcelona.—¿Cómo lo sabes?

—¿No me diste tú á leer una carta en la que decía que se iba contratada á Bilbao y después á Oporto?

—Es verdad—asintió Martina;—no sé lo que me digo. Tú tienes la culpa de lo que me pasa. He perdido la fe en ti, y me parece siempre que vas á engañarme. Yo no puedo ser ya feliz—añadió, á punto de llorar.—Te creía un hombre leal, y veo que eres falso como todos. Luego te quejarás de que te pierda el cariño que te tenía… ¡Sí! Te lo voy perdiendo; te lo juro.

—Esas son niñerías. Mañana no te acuerdas más. Y yéndonos de Madrid, con mayor razón…

—Una idea se me ocurre para celebrar la despedida—dijo Martina al salir por la calle del Barquillo á la de Alcalá;—vamos á comer juntos donde primero se nos antoje. Con el disgusto se me ha abierto el apetito… Pero no lo eches á broma; cree que cuando vi el retrato me dió un vuelvo el corazón. Pero, hombre—agregó sacando el retrato del manguito,—si no vale nada la mujer ésta; yo creía que era otra cosa. Vamos, ¡bah! (rompiéndolo en varios pedazos), ni siquiera vale la pena de devolverlo. Supongo que no te ofenderás porque lo tire por ahí (tirándolo por la boca de una alcantarilla). Después de todo…

—No me ofendo por nada; pero ¿qué es lo que llevas ahí en el manguito?

—Un cuchillo. Quizás si no me alcanzas, á estas horas hubiera hecho con el original lo que acabo de hacer con el retrato. Y si no te vas mañana, así, así, riendo, haré algo gordo. ¿No te he dicho que tú no me conoces á mí?

—Sí te conozco, y sé que tienes sangre y que la sangre te ciega y te hace ver lo que no existe más que en tu imaginación. Pero ¿y ese apetito?

—No es de comer muchos platos—dijo Martina, cogiéndose del brazo de Pío Cid;—es un deseíllo que me ha venido de comer fuera de casa, ¿te acuerdas cuando el embarazo? Entonces eras más amable. Vosotros los hombres, en cuanto una mujer tiene chiquillos, la jubiláis, como si ya no sirviera para nada. ¿Sabes lo que más me apetece? Unas ostras y una copita de manzanilla.

—Pues si quieres entraremos aquí.

Martina soltó el brazo de Pío Cid y entraron en Fornos. Como entraron en un cuarto reservado, no ha sido posible averiguar la interesante conversación que allí tendrían; pero el viaje debió quedar decidido, porque al día siguiente bajaron los dos á la estación del Mediodía á la hora del expreso, en el que salió Pío Cid para Barcelona, donde el porvenir le reservaba nuevos y utilísimos, al par que famosos trabajos. Martina no le dejó pie ni pisada hasta verle partir, desconfiada y temerosa de que, si le dejaba solo, fuera á despedirse de la Duquesa.

Pío Cid partió contento, porque en estos cambios decididos por el azar, y á los que él nunca se opuso, creía ver la acción de la fuerza misteriosa que rige la vida de los hombres, encaminándoles hacia sus verdaderos destinos. Sin embargo, la idea de haber vuelto á la Duquesa las espaldas sin una mala excusa le preocupaba, é iba pensando remediar esta involuntaria desatención con una carta de despedida. Como lo pensó lo puso por obra; en la parada de Alcalá de Henares pasó, al coche-comedor, y pidiendo avíos de escribir urdió una original y piadosa misiva, que echó en el buzón al detenerse el tren en Guadalajara.

Á otro día, por la tarde, volvía la Duquesa á su casa, después de tener una larga y secreta entrevista con su galanteador favorito, el arrogante capitán de húsares, y créese que, no obstante lo que las malas lenguas murmuraban, no había habido nunca en estas relaciones nada pecaminoso, y que fué este día, y no antes, cuando se rindió la fortaleza de la virtud y del recato de la Duquesa, la cual dicen también que, por descargar su conciencia del peso de su falta, echaba la culpa de ella á los consejos liberales de Pío Cid. No fué leve su sorpresa cuando halló el mensaje de éste, escrito fuera de Madrid á juzgar por el sobre. No era carta, ni tenía fecha ni firma; no era poesía ni prosa; era una gota de bálsamo envuelta en una alegoría, cuyo sentido íntimo escapaba á la penetración de la Duquesa, aunque el efecto que le produjo fué de arrepentimiento por el mal paso que acababa de dar, y de nueva y más honda desilusión por el amor de los hombres; era un diálogo entre una Sombra y un Enamorado,, y decía así:

SOLEDAD.

La Sombra.

De amor soy mensajera

Que á consolarte viene.

La mujer que tú adoras

Me envía á ti y á ti vine volando

En un suspiro que nació en su pecho.

El Enamorado.

¿Vienes de un pecho amante?

¿No vendrás de unos labios mentirosos?

La Sombra.

Yo soy como el espacio en noche obscura

Cuando están escondidas las estrellas.

Aire parezco y sombra,

Mas el fuego amoroso va en mí oculto.

El Enamorado.

Ya no hay fuego ni amor;

Sólo queda una sombra en un desierto:

El desierto es el frío de la vida,

Y la sombra es el humo de las almas.

La Sombra.

¡Vagar sin esperanza por la tierra!

¿A qué la vida si el amor perece?

El Enamorado.

Aun, si me fueras fiel,

Me quedas tú en el mundo, Sombra amada.

Muere el amor, mas queda su perfume.

Voló el amor mentido,

Mas tú me lo recuerdas sin cesar…

La veo día y noche.

En mi espíritu alumbra

El encanto inefable

De su mirada de secretos llena.

Arde en mis secos labios

El befo de unos labios que me inflaman,

Y cerca de mi cuerpo hay otro cuerpo

Que me toca invisible.

Mis manos, amoroso

Extiendo para asirla

Y matarla de amor entre mis brazos,

Y el cuerpo veloz huye

Y sólo te hallo á ti, ¡mujer de aire!

La Sombra.

De amor soy mensajera;

Cree y confía. ¡Sígueme!

El Enamorado.

Ya no hay fe ni esperanza;

Todo murió; mas tú no me abandones.

Murió al pensar en los amores vanos

Que siembran nuestra vida

De tormentos crueles.

¡Sombra amada! Mi amor es siempre tuyo.

Como no tienes cuerpo eres eterna.

Sé tú el velo que nubla mis sentidos;

Yo seré para ti la luz piadosa

Que de la nada crea la ilusión.

Voy lejos, no sé dónde;

Mas no voy solo, tú vas junto á mi.

Vas flotando, flotando

Como una sombra que eres,

Una estatua esculpida en noble espíritu,

Pura idea de amor

Con larga cabellera luminosa.

No puedes fatigarte;

Mas si te fatigaras, como á un niño

Te tomaré en mis brazos con ternura,

Te meceré, poniendo tu cabeza

Junto á mi corazón,

Y dormirás soñando en un misterio.

FIN DEL TOMO SEGUNDO.