TRABAJO CUARTO.
Pío Cid emprende la reforma política de España.
Yo tenía pensado ir á Granada á pasar las fiestas del Corpus al lado de mi familia; pero al saber que Pío Cid iba á Aldamar con motivo de su elección, y que se detendría algunos días en Granada, me decidí á adelantar mi viaje para ir con él, sin otra mira que la de nuestra desinteresada amistad. Fué cosa convenida en la Redacción de El Eco en menos que se dice.
—¿Qué quieres para Granada?—me preguntó, tuteándome por primera vez, aunque á poco de conocernos comenzamos á tratarnos con gran confianza.
—Lo que quisiera—le contesté—sería irme contigo. Si fuera tres semanas después, hacíamos juntos el viaje.
—Pues figúrate—me replicó—que ya han pasado las tres semanas. Yo me alegraría de que vinieras, porque te advierto que me voy á encontrar en Granada como un forastero, al cabo de tantos años de haberla perdido de vista. Sé poco más ó menos lo que allí pasa, y que algunos de mis compañeros de estudios son ahora los directores del cotarro, y lo que no lo sé me lo imagino y quizás salgo ganancioso. Pero á mí no me recordará nadie, primero, porque valgo poco, y segundo, porque, aunque valiera, nuestros paisanos no se distinguen por su buena memoria.
—Eso era antes—le dije yo.—Ahora van aprendiendo á recordar el mal que les hacen, y pronto aprenderán á recordar el bien, y nada habrá ya que pedir.
—De todos modos—insistió él,—me agradaría que fuéramos juntos, porque le tengo horror á los trenes, y con un buen amigo como tú, las veinticuatro mortales horas pasarían volando en gustosa conversación.
—No me lo digas dos veces, que se me está haciendo la boca agua, y soy capaz de enviar á paseo á la Redacción plena, aunque me cueste un disgusto con Cándido Vargas, que está estos días insufrible.
—A Cándido—me dijo—no le temas, que en queriendo yo le vuelvo lo de dentro afuera como un colozón.
—Como un calcetín querrás decir—rectifiqué yo.
—No he querido decir calcetín—insistió él,—sino colozón. Calcetín se dice de un cualquiera, y como yo estimo á Cándido, lo he buscado un término de comparación menos deprimente.
—Pero ¿qué es eso del colozón?—pregunté yo.
—Es un animal—me contestó él,—ó más propiamente hablando, un embrión de animal semejante á un saquito ó calcetín microscópico, que lo mismo vive al haz que al revés, porque ni tiene haz ni revés. Lo único que tiene es boca, órgano primero, fundamental y característico de todos los animales, incluso el hombre.
—Acaba de una vez—dije yo, que hasta entonces no tenía la menor noticia de que hubiera en el mundo colozones, y que aun ahora no las tengo todas conmigo, á pesar del respeto que me inspiró siempre la palabra de Pío Cid.—Pero dejando á un lado este escarceo zoológico, lo que á mí me retiene en Madrid no es sólo el temor de que Cándido Vargas eche los pies por alto, sino el compromiso que he adquirido de acabar para fines de Mayo la cargante serie de artículos que estoy escribiendo sobre «La cuestión obrera», y que, según parece, llaman algo la atención.
—¡Cómo! ¿Eres tú el autor de esos artículos?—me preguntó con aire de extrañeza.—Pues, hijo, te compadezco por el mal rato que te has dado. Yo los he leído por encima, y después de reconocer que estás enteradísimo de la dichosa cuestión, te aseguro que estás tocando el violón con tu socialismo armónico. Déjate de armonías y vente conmigo, y en el viaje te resolveré yo la cuestión social y todas las cuestiones que quieras. ¿Convenidos?
—¿Qué hemos de hacer?—contesté yo.—Convenidos.
Esto ocurría por la tarde, y Pío. Cid se despidió de mí para ir á casa de los Gandaria, donde tuvo con Consuelo la interesante entrevista de que el lector está enterado.
Por la noche nos encontramos de nuevo, conforme habíamos concertado, en la estación de Atocha, y salimos en el correo de Andalucía. Ni él ni yo habíamos querido que nos acompañara nadie, y como sólo llevábamos un ligero equipaje de mano, nos acomodamos sin tardanza en un coche de segunda, y yo me asomé á la ventanilla para que no entraran más viajeros. Sin embargo, mi inocente estratagema surtió efecto contrario, porque á última hora, cuando el tren estaba atestado de gente, se nos metió una cuadrilla de toreros, y por si no bastaran, dos viajeros más que hablaban en francés, aunque parecían españoles. Yo me eché á temblar, porque, aunque me gustan los toros, me fastidia la jerigonza tauromáquica; pero Pío Cid no tardó en trabar amistad con la gente torera y en discutir sobre si fué buena ó mala la última corrida, á la que él había asistido con toda su familia para celebrar el cobro de los cien duros que le dió el editor de El Médico de los pobres; libro que, si otro mérito no tuviera, tuvo el de ser escrito en quince días y el de suministrar fondos para el viaje electoral. Por fortuna, los quites, pases, volapiés y golletazos concluyeron en Alcázar, donde la cuadrilla se apeó para tomar el tren de Valencia, y entonces nos quedamos más anchos y pudimos entablar una conversación más interesante con los otros dos viajeros. Eran dos americanos, uno de Guatemala y otro de Honduras: el primero viajante de comercio por cuenta de una casa francesa, y el segundo estudiante de Medicina en París, el cual, terminados sus estudios, venía á dar un vistazo á España antes de volver á su tierra. El hondureño, que se llamaba Fernando Ramírez, gran hablador y muy campechano, había tenido el feliz acuerdo de traer una bota de vino tinto, que todos empinamos repetidas veces y que á cada nuevo saludo afianzaba más nuestra amistad. Yo troné contra los hispanoamericanos que vienen á estudiar á Europa y no Se acuerdan de España, y Ramírez se defendió como pudo, diciendo que los estudios en España no estaban á la altura que debían estar, y que la vida de París era más libre que la de Madrid; y de paso nos refirió sus proezas en el barrio Latino y el feliz ensayo de vida matrimonial que había realizado con una costurerilla muy graciosa, á juzgar por el retrato que nos enseñó. A pesar de todo, Ramírez demostraba grandes simpatías por España y lamentaba no haber venido á pasar un año al menos en un país en que se hallaba como en su casa. Pío Cid le convenció con mil pruebas de que nuestros estudios médicos eran quizás lo mejor que teníamos, y de que en punto á libertad de costumbres cada uno tiene la que se quiere tomar; y por último, le dió una carta, escrita con lápiz, para un amigo de Sevilla, á quien recomendaba con gran interés que atendiera á los dos viajeros, los cuales tenían pensado ir á Sevilla y venir después á Granada para el Corpus.
En Córdoba nos quedamos solos, sin que entraran nuevos viajeros hasta cerca de Granada, y en el trayecto tratamos de muchos pormenores insignificantes y de otros que tienen algún valor, porque justifican en parte á Pío Cid de haber emprendido un viaje que, dado su modo de pensar, á nada bueno podía conducir.
—No comprendo—le preguntaba yo—cómo sé te ha ocurrido meterte en estas andancias, pues por compromiso personal no puede ser, ni por ambición tampoco, ni menos para sacar los pies del plato en pleno Parlamento, que no otra cosa seria exponer allí tus ideas políticas.
—Hay cosas fáciles de comprender y penosas de explicar—me contestó,—y una de ellas es mi elección. Sin meterme en más honduras, te diré que si soy elegido, no sólo no despegaré los labios, ni aceptaré ningún puesto, sino que ni siquiera concurriré á las sesiones. A mi parecer, los diputados son inútiles, y creo prestar un servicio á la nación trabajando para que haya un diputado menos, puesto que si yo lo soy es lo mismo que si no lo fuera.
—Esa es una tontería indigna de ti—le repliqué;—y luego, que no se trata sólo de la nación, sino de tu distrito, de tu pueblo, al que perjudicarías dejándolo huérfano de representación.
—Te hago gracia de la orfandad—me dijo;—mi pueblo sólo apetece que le rebajen la contribución, y esto no lo podría yo conseguir aunque me desgañitara. En realidad, yo no llevo ninguna idea política, porque no me gustan los cargos decorativos, y en política todo es decoración. Y puesto que deseas que te explique lo que no quería explicar, te diré que lo que á mí me agrada en el cargo á que sin empeño ninguno aspiro, es el prestigio social de que todavía está rodeado, porque en nuestra sociedad las faltas contra las costumbres establecidas son tanto más toleradas, cuanto más alto está el que las comete. Los que insultan al pequeño, ríen la gracia al mediano, y al grande le dan la razón y aun le admiran. Yo no doy gran importancia á la murmuración, pero ya que murmuren, mejor es que lo hagan respetándome que no ofendiéndome á mí, y lo que es peor, á quien vive conmigo. Así, pues, si algún instante he sentido deseos de ser algo exterior, no es por interés ni vanidad, es sólo para seguir haciendo lo mismo que hago y obligar á la sociedad á que me respete.
—No es posible hablar más claro—le dije yo—ni con mayor acierto tampoco. Desde que conozco tu manera de vivir, estoy algo caviloso pensando el pro y el contra que puede tener, y lo que me retiene aún y me impide decidirme á hacer lo que tú, es el temor á los sermoneos de la gente sensata. Con una persona de gran prestigio, aun los más osados se contienen y le dejan vivir en paz; pero con nosotros, conmigo más que contigo, cualquiera se creería autorizado á intervenir, llamándome joven alocado é inexperto y dando cuenta á mi familia para que me aplicaran unos cuantos azotes. Esto no significa gran cosa; pero á nadie le gasta recibir un soplamocos, y por añadidura verse obligado á dar explicaciones para justificar que lo que se hace no se hace á tontas y á locas, sino con reflexión; de suerte que si hubiera en ello disparate, el disparate sería meditado y reflexivo, y por lo tanto, tan digno de respeto como la idea más sensata.
—Empiezas á pensar y á hablar como un hombre—me interrumpió Pío Cid.
—Por lo dicho—proseguí,—me parece excelente tu idea de subir, para ponerte fuera de tiro; y si yo pudiera hacerlo, no tardaría en liarme la manta á la cabeza, porque, después de todo, la pobrecilla Anita lo merece.
—¿Qué casta de pájaro es esa muchacha, de la que nunca me has hablado?—me preguntó, comprendiendo que yo estaba deseoso de desahogarme y de confiarle el cuento de sus amoríos.
Aquí tomé yo la palabra y hablé no sé cuánto tiempo, dos ó tres horas, sin que él me interrumpiera.
Mi historia, ahora que la recuerdo como algo que pasó, que murió, se me figura que la puedo explicar en dos ó tres minutos. El padre de Anita era maestro albañil, y en una época de paranza se fué á buscar trabajo y no volvió á dar cuenta de su persona. Las diligencias que se hicieron para averiguar qué había sido de él no dieron ninguna luz. Y al cabo de ocho años su mujer seguía ni viuda ni casada, ganándose penosamente la vida ella y los dos hijos que le habían quedado, de los cuatro que tenía al desaparecer el marido. Anita era sastra, chalequera, y Joaquinito aprendiz de cajista en la imprenta de El Eco, aunque no era seguro que pudiera seguir este oficio porque la vista le Saqueaba. La casualidad me hizo conocer á Anita; vivíamos en la misma casa, ella en el último piso, en un cuarto abuhardillado, de muy poco alquiler, y yo en el primero, donde tenía una habitación sólo para dormir, porque entonces comía á salto de mata. Yo empecé á subir algunos ratos á casa de Anita, é insensiblemente nos fuimos ligando, sin saber adónde iríamos á parar. No éramos novios, ni éramos amantes, ni amigos á secas, puesto que Anita había despedido á un medio novio que tenía sólo porque yo se lo dije bromeando. Con el tiempo me acostumbré á subir á almorzar, y muchos días iba también á comer, y aunque no habíamos convenido nada, yo les daba parte de mi sueldo. Algunas veces Anita me decía que con lo que yo gastaba en cuarto inútil y en comer fuera de casa se podría montar un piso muy decente, con lo cual todos ganaríamos; pero luego añadía que esas eran sólo suposiciones. «¡Buena es la gente, exclamaba, para no sacarnos el pellejo al ver que vivíamos juntos!» Mas viviendo separados ocurrió lo mismo que si hubiéramos vivido juntos. Murmuraron antes sin motivo, y murmuraron después con él, porque las mismas murmuraciones, unidas á la flaqueza de nuestra constitución, nos pusieron en el despeñadero por donde caímos los dos, sin sentir miedo y sin hacernos ningún daño. Doña Gracia, como buena madre, cerró los ojos para no ver lo que pasaba, y Joaquinito, aunque lo comprendía todo, no le dió mayor importancia, porque aun era muy muchacho, y más interés tenía para él que le dejasen unos cuantos céntimos para pitillos, que lo que pudiera padecer el honor de su pobre hermana.
Esta era la verdad en pocas palabras; pero yo adorné la historia con todas las circunstancias que podían hacer resaltar la belleza y la gracia de Anita y su honestidad y modestia, que, á pesar del paso que había dado, eran ejemplares. No se había dejado llevar de la afición al lujo, ni del amor á la holganza, pues ahora como antes trabajaba cuanto podía, y vestía con sencillez; su único deseo era quizás salir de la clase obrera casándose con un hombre fino, instruido y bien educado; y como esto no era fácil que viniera por el camino derecho, Anita se decidiría á echar por el atajo, para ver si con el tiempo lograba cautivarme. Y quizás, pensando más noble y piadosamente, no hubo cálculo en su proceder, sino amor puro y arrebato juvenil; y esto es lo que yo creería, aunque me tomasen por simple y bobalicón, si no fuera porque en los juicios sobre las mujeres hay que dejar siempre un ancho margen para apuntar junto á los rasgos más bellos y nobles algún asomo de doblez ó alguna leve perfidia.
Cuando concluí de relatar mi aventura llegábamos á Loja, y como nos quedaba poco tiempo que estar juntos, hablamos de cómo habíamos de vernos en Granada. Yo le ofrecí mi casa, pero él no aceptó de ningún modo, diciéndome que el undécimo Mandamiento de la ley de Dios es «no incomodar», y que esto lo sabía por un criado viejo que hubo en su casa, que, aunque no sabía leer ni escribir, tenía un entendimiento muy despejado y era un archivo de útiles sentencias.
—Iré á parar—me dijo—adonde fui la última vez que vine á Granada cuando mi hermana murió. La casa no es de muchas campanillas, pero la conozco, y sé que D.aPilar me admitiría, aunque no tuviera sitio y se viera obligada á echar á la calle á su yerno.
—¿Está esa casa en la calle de Párraga?—le pregunté.—Pues entonces la conozco de sobra Como que iba á estudiar con unos compañeros que vivían allí; hace de esto la friolera de quince años. Conozco á D.aPilar y á su hija Jesusa, y al bribonazo del yerno, que desde que se casó no ha metido una peseta por las puertas, según le dice su suegra siempre que se agarran de palabras. No es mala esa familia; pero si quieres que te diga, en las condiciones en que tú vas ahora no debías hospedarte en una casa tan modesta.
—Eso no importa—me contestó.—El caso es que yo trato á esa gente desde que era estudiante, pues estuve de huésped algunas temporadas cuando mi familia se iba al pueblo, y como me fué muy bien no quiero variar. Y luego, que yo no voy á recibir visitas. Ahora pararé sólo un día ó dos, y á la vuelta será cuando nos dedicaremos á corretearlo todo, como si estuviéramos en nuestros buenos tiempos estudiantiles.
Llegamos, pues, á Granada, y yo acompañé á Pío Cid hasta su domicilio, donde le acogieron como si fuera de la familia. Yo me detuve un instante para saludar á mis antiguos conocidos, y en el mismo coche seguí hasta mi casa, deseando ver á la mía y descansar del traqueteo y movimiento del incómodo viaje. Pero Pío Cid, aunque eran más de las diez de la noche, pues el tren había llegado con retraso, no quiso acostarse sin estirar las piernas, y como era gran andador, dió un largo paseo de dos horas. Echó por los Salones, subió por la Cuesta de Molinos, Vistillas, Caidero, á la Alhambra;bajó por la Cuesta de los Muertos, y entró en la ciudad por la Carrera de Darro, tan campante como si nunca se hubiera movido de la población. Al día siguiente, al amanecer, se levantó, y fué por el camino de Cenes á una huertecilla ó carmen de la Ribera de Genil, en busca de un antiguo amigo de su casa, llamado el tío Rentero, en cuya compañía fué á Aldamar cuando trajo á enterrar á su hermana y sobrinilla. El tío Rentero era de Bubión ó de uno de los Mecinas, y conocía palmo á palmo casi toda la provincia de Granada y parte de la de Almería, en particular las Alpujarras, por las que había trajinado mucho antes de dedicarse á la labor. Cuando la filoxera y otras calamidades comenzaron á cebarse en esta pobre comarca, muchos alpujarreños tuvieron que emigrar para no morirse de hambre, y algunos cayeron sobre Granada, poco menos que pidiendo limosna. El tío Rentero, que conocía á los Cides, vino á pedirles colocación, y tuvo la suerte de hallar á mano una huertecilla en la Ribera, que para él, acostumbrado á labrar cuatro míseros terrones, valía más que la mejor finca de la Vega. El padre de Pío Cid le fió para que le dieran la huerta en arrendamiento, y le adelantó el dinero para las mejoras, y el tío Rentero se acomodó en ella con su mujer y seis hijos que traía, sin contar otros seis que se había dejado regados en diversos pueblos de la provincia.
No se crea, sin embargo, por este indicio, que el fecundo padre de familia era una persona de grave aspecto; según parece, se libró de quintas por corto de talla, y ahora que era viejo se había quedado más engurruñido aún; pero era más listo que una ardilla, muy trabajador y muy formal en sus tratos cuando estaban hechos, porque antes de hacerlos procuraba engañar á quien podía. En suma: era un vejete muy estimable y de fisonomía muy alegre y simpática, bien que tuviera la calamidad de que le lloraban los ojos, porque las pestañas le salían para adentro; de vez en cuando tenía que sacar de la faja un gran pañuelo que para el caso llevaba, y después de doblarlo y enrollarlo para que estuviese muy estirado, se lo aplicaba á los ojos, irritados y encendidos del continuo lagrimeo. Sin esta circunstancia, el tio Rentero sería un hombrecillo que nada tendría que pedir á Dios.
Cuando Pío Cid entró en la placeta de la huerta, le halló ocupado con dos de sus hijos en preparar unas cuantas canastas de berza para enviarlas á la plaza. Otro de los hijos estaba llenando de habas unos serones, puestos sobre un paciente borrico, para ir a venderlas por las calles, pregonándolas á grito pelado. Por cierto que á este Renterillo, oyéndole vocear los «jabariyos, los de güerta!», nadie le tomaría por alpujarreño, pues á fuerza de pregonar había perdido el dejo forastero, que á todos los demás de su casa se les conocía. Por último, la tía Rentera, sentada en los poyos de la placeta, arreglaba unas cesticas de fresa que el babero iba á llevar á algunas casas conocidas, donde las pagarían bien.
—¡Dichosos los ojos!—exclamó el tío Rentero, viendo llegar á Pío Cid, y adelantándose á estrecharle la mano.—Ayer mesmo, que lo diga mi mujer, estuvimos hablando de osté. ¿Cómo va esa salú? ¿No sus decía yo? Si D. Pío viene á Graná y no es encapaz de pasarse de largo sin venir á vernos. Vaya, vaya, ¿conque ésas tenemos? Osté, ca día más alto, más alto. ¡Ajolaíca que le veamos; á osté de menistro mu pronto!—Por lo visto—interrumpió Pío Cid, al mismo tiempo que saludaba á toda la familia,—ha llegado la noticia antes que yo; pero no hay que sacar las cosas de quicio; eso todavía no es nada; hay que ver si sale cara ó cruz.
—Entoavía—dijo el Eentero,—vaya que me dejo yo cortar el pescuezo si osté no sale con bien de la eleción. Yo se lo digo á osté, que no soy un niño de teta.
—Pues usted lo ha de ver por sus propios ojos—dijo Pío Cid,—porque yo vengo á decirle que mañana temprano, sin falta, vaya usted con los dos mulos á buscarme, y allá vamos los dos como flechas á Aldamar. Y después que salgamos del paso, tiene usted la gran ocasión para hacer una correría y ver á algunos parientes; de seguro los tendrá usted por allí alrededor, porque los tiene desparramados por dos ó tres provincias.
—Le diré á osté—contestó el tío Rentero,—como parientes, sí que los hay; pero hay parientes de parientes, y pa mí mis parientes son mis hijos, que son el ciento y la madre. Mi Benardo, que estaba en La Rabióla, se ha venío á Güejar de la Sierra, donde le dieron un cortijillo de verano, que no da ni pa matar la jambre. Lo que es que nosotros, manque mus esté mal el decillo, semos de piedra javaluna. Osté no sabe la juerza que da esta rastra maldecía de los hijos, y mi Benardo tiene ya seis y encargao el de siete y lo que mande su Divina Majestá. Como no sea que mus alarguemos jasta Seronete… Allí está la Polonia, que la probetica pasa lo suyo. Como que el marío se fué á Orán á cambiar de bisiesto, y esta es la hora que no ha resollao. Pero deje osté mi familia, que lo prencipal es su pleito.
—Bueno—dijo Pío Cid,—pero usted no sufrirá ningún trastorno; esto por sabido se calla. Yo me he acordado de usted, porque como tiene en casa un ejército, aunque falte unos cuantos días no quedará esto abandonado.
—De eso no hay que hablar—dijo el tío Rentero.—Osté es aquí el amo, y como si viniera el rey mesmo. Que el que no es agradeció no es bien nació, y yo soy lo que soy por quien lo soy, y yo y toda mi gente estamos aquí pa servir á osté jasta la fin del mundo.
—Y ¿qué tal—preguntó Pío Cid,—qué tal va la labor?
—Toos se quejan—contestó el tío Rentero,—y la verdá es que hay que suarlo, créame osté; pero cuando ya se le han visto las orejas al lobo, se tieue pacencia; y lo que es yo, no salgo de aquí jasta que me lleven con los pies pa alante.
—Si viera osté, D. Pío—interrumpió la tía Rentera, deseosa de meter baza,—lo contenta que estoy yo, sólo por darle en los jocicos á muchos que han hablao por detrás de mi marío: que si no paraba en ninguna parte porque era un culillo de mal asiento, que si no sabía más que echar plantas, que si qué sé yo; á ver en los quince años que llevamos aquí, que ahora los hará por San Miguel, quién ha tenío que venir á darle liciones, y si esta güerta, dicho por boca de too el mundo, no es la mejor apañá del pago.
—Dice usted muy bien—contestó Pío Cid,—y no estaría demás que vinieran á Granada cincuenta ó cien labrantines dé la sierra, de esos que como usted están acostumbrados á penar, para que despabilaran á estos labradores regalones del llano, que se pasan la vida en el café hablando mal de los tiempos que corren, en vez de cuidar de sus haciendas y doblar la raspa cuando fuera menester.
—¡Dios me valga, D. Pío!—dijo el tío Rentero,—y cómo está osté enterao de toíco lo que pasa, que paece mesmamente que se lo soplan en las orejas.
—Hombre—añadió Pío Cid,—eso que digo pasaba en mis tiempos, y creo que todo seguirá igual ó peor. A mí no me gusta que nadie ande á gascas, pero tampoco puedo tragar á los labradores de á caballo, que algunos necesitan cuarenta marjales para costearse las patillas, mientras usted con treinta saca la tripa de mal año, y hasta me figuro que la Rentera tendrá un calcetín lleno, y no de paja.
—Eso sí que le digo á osté—contestó la vieja poniéndose enjarras y meneando la cabeza—que va osté escaminao. ¿Sabe osté lo que tengo yo? Pus que la semana pasá paguemos las contribuciones, y tuve que sacar el trapiyo, y faltaron cuarenta ríales que mus prestó el tercenista pa no pagar costas. Pero osté dirá que aquí semos selvajes, porque ahora caigo en que le tenemos ahí jecho un plantón. Hijo, Celiornio, trae una banqueta para que el señón Pío se asiente.
—No se molesten—dijo Pío Cid,—que he estado sentado veinticuatro horas en el tren y estoy de pie más á gusto. Además, ya ven que no pierdo el tiempo ni me ando con cumplidos.
Esto lo decía Pío.Cid porque mientras hablaba iba cogiendo habas verdes sí á el serón, abriendo en canal las vainas y comiéndose las pepitas, después de descogotarlas con el pulgar.
—Si le gustan á osté las jabas crúas—dijo el tío Rentero,—yo le daré más mollares. Oye tú, Meregirdo, alárgate por un brazao de jabas de las más tiernecicas pa D. Pío. Verá osté qué cañuticos, que paece que están en leche.
—Más mejor será—dijo la vieja Rentera—que si D. Pío se quea pa más tarde, le jaga yo una fritaíca con güevos y algún torrezno por entremedias.
—Cuando vuelva del viaje—dijo Pío Cid—vendré un día á comer; pero hoy no tengo tiempo. Voy con su marido á dar un vistazo á la labor, y luego me iré á almorzar á mi casa, y á arreglar algunos asuntillos.
A pesar de lo dicho, cuando salió Pío Cid de la huerta no se lo llevaría el viento, pues, quieras que no, tuvo que tomar varias cosillas, que eran un almuerzo más que regalar. Más de las once serían al llegar á su casa de vuelta de la excursión matutina, y antes de las doce, después de adecentarse un poco, se encaminó al Gobierno civil á hablar con el Gobernador, á quien tenía grandes deseos de conocer, no por interés político, sino por salir de dudas acerca de si el que desempeñaba el cargo, que se llamaba D. Estanislao Miralles, tenía algo que ver con otro Estanislao Miralles que él conoció en Inglaterra hacía muchos años, y al que, por más señas, le cedió el puesto que tenía en una casa de comercio importadora de frutas de España. No era probable que ambos Miralles fuesen una misma persona, porque su antiguo amigo era un comisionista de mala muerte, que se había marchado de Valencia, su tierra, en un buque mercante, poco menos que de limosna, y que anduvo rodando de Ceca en Meca, hasta que le cayó como bendición del cielo la colocación que Pío Cid dejó para emprender un negocio de más fuste. Pero, de todos modos, el hecho de ser los mismos el nombre y el apellido le inspiró cierta curiosidad que no hubiera sentido sin esta circunstancia. Fué recibido apenas se hizo anunciar, y no obstante ir sobre aviso, le sorprendió grandemente ver que le salía al encuentro con los brazos abiertos el antiguo comisionista, que ahora tenía todo el aire de un caballero, y no de un caballero recién salido del horno, sino de un noble rancio, en el que se aliaban tan bien la distinción con la naturalidad y la llaneza, que no había medio de descubrir á primera vista las soldaduras.
—Desde que supe que venías á tu elección—fué lo primero que dijo abrazando á Pío Cid,—estaba deseando que llegaras para ver la cara de sorpresa que ponías al encontrarme en este lugar. Yo decía que Pío Cid no podía ser nadie más que tú; ¿no te ha ocurrido pensar que yo fuera tu viejo amigo?
—Hombre—contestó Pío Cid,—se me ocurrió pensarlo, y después me pareció que esto no podía ser, no porque tú no fueras capaz de llegar á gobernador y hasta á ministro, sino por lo distante que te dejé de estos cargos, y porque me parecía una coincidencia casi novelesca que nos hallásemos aquí reunidos en un mismo guisado, después de correr tantos años por el mundo.
—Tú habrás corrido—replicó D. Estanislao,—que yo no di más que una carrera, que sirvió por todas; y si á alguien se lo debo, después que á mi protectora la Duquesa, ó quizás antes, es á ti, que me pusiste en el sitio donde me sopló el viento de la fortuna. Y tú, ¿qué tal? Por lo que veo, no debes tener queja…
—No la tengo—contestó Pío Cid;—la fortuna no me ha soplado, ó me ha soplado en contra; pero sus soplos me tienen sin cuidado, porque yo me voy defendiendo, y estas son las horas en que no tengo nada que apetecer.
—Pero tú debes haber danzado de lo lindo fuera de España—dijo D. Estanislao,—pues durante varios años no he oído tu nombre ni para bueno ni para malo. Tanto es así, que temía que te hubieras muerto, después que recibí devueltas dos cartas que te escribí á Hamburgo, si mal no recuerdo.
—De todo ha habido, como en botica—respondió Pío Cid, eludiendo este tema;—pero me has metido en curiosidad con lo que has dicho de una duquesa protectora tuya. Yo creía que ya no se encontraba una duquesa en el mundo ni por un ojo de la cara.
—Pues yo la encontré, joven y guapísima y generosa—dijo D. Estanislao;—pero ante todo te advierto, aunque lo creo excusado, que á nadie le diría lo que te digo á ti, pues aunque no hay nada misterioso en la historia, siempre hay gente amiga de dar á las cosas una torcida interpretación.
—¿De qué se trata, pues?—preguntó Pío Cid.
—¿Tú conoces á la Duquesa de Almadura?—preguntó á su vez D. Estanislao.
—La conozco de oídas, por un amigo—contestó Pío Cid, aludiendo á Gandaria.—Es decir, no sé más sino que dicen que es una señora de conducta poco ejemplar, por lo menos, algo extravagante; pero esto es no saber nada, porque yo no doy crédito á las habladurías; al contrario, cuando oigo criticar á alguien, empiezo á suponer que este alguien es alguien, es decir, que es una personalidad, lo más malo que se puede ser para el vulgo anónimo.
—Pues nunca anduviste más acertado que en esta ocasión—dijo D. Estanislao,—porque la Duquesa es una mujer de extraordinario mérito. Yo la he visto cometer tales ligerezas, que me pareció que no estaba en su cabal juicio, y luego he observado tales rasgos de virtud, que la juzgué digna de que la canonizaran ó poco menos; y en suma, después de conocerla bien me he quedado sin conocerla, y lo único que digo es que la Duquesa de Almadura es una mujer excepcional.
—Y ¿cómo fué conocer tú á esa señora?—preguntó Pío Cid.
—Del modo más natural del mundo—contestó D. Estanislao.—Fui á Nueva York á hacer un convenio para reexpedir uva de embarque, de la que recibíamos de Almería; arreglé el asunto, y de regreso conocí en el vapor á la Duquesa, que había ido á América con el Duque (que, acá para entre nosotros, es un estúpido) y se volvía sola, después de un rompimiento, que no era el primero ni será el último, pues los hay con frecuencia en el matrimonio. No había á bordo más español que yo; y la Duquesa, á cuyas órdenes me puse en cuanto leí su nombre en la lista de pasajeros, agradeció tanto mis atenciones, que antes que terminase el viaje me habló de la falta que le hacía un hombre de confianza que fuese español y entendido en idiomas y un poco en toda clase de negocios, pues todos los criados que tenía, á excepción de una doncella, eran extranjeros. Yo me decidí en el acto á ofrecerle mis servicios, diciéndole cuáles eran mis ocupaciones y lo cansado que estaba de ellas, y hablándole de mis buenos antecedentes. Nada de eso necesito, me contestóla Duquesa; á mí me basta la primera impresión, y usted me ha parecido un joven inteligente y formal; de suerte que si usted lo desea, puede desde ahora contar con una colocación segura y de porvenir, pues si usted se conduce bien, como yo lo espero, y más tarde queda vacante el puesto de administrador, usted sería el elegido.
Me despedí de la casa de comercio y me reuní en Ostende con la Duquesa, entrando desde entonces á su servicio. La acompañé á París; y como conocí que mi nueva ama era mujer de pocos escrúpulos, la llevé por muchos curiosos escondrijos que ella no conocía y deseaba conocer, más por curiosidad que por inclinación á la vida alegre y licenciosa. Y lo que ella estimaba más era que, á pesar de la intimidad con que debíamos tratarnos en nuestras nocturnas excursiones, algunas á los tugurios peor famados de París, yo nunca me tomé el menor asomo de libertad, aunque ella, quizás intencionadamente, y por probarme, me dió pie para que yo me atreviera. Tuve el acierto de estarme siempre en mi sitio y conservar la distancia debida, porque aun en el caso favorable de que la Duquesa hubiera tenido por mí un momento de flaqueza, al pasar éste, mi papel habría terminado. Pocos hombres hubieran imitado mi proceder, puesto que la Duquesa es una mujer rara como no hay otra, y quizás su defecto mayor es la coquetería, una coquetería natural, de la que yo creo que ella misma no puede corregirse, y que no es la simple vanidad de ser admirada y celebrada, sino el deseo de hacer daño, de trastornar á los hombres, altos y bajos, por el gusto de reirse de ellos. Contra su coquetería no era prudente, ni cerrar los ojos, porque lo tomaría á menosprecio, ni contestar como un enamorado, porque lo tomaría quizás á ofensa, siendo yo tan insignificante sujeto como era entonces. Así, pues, sin pretensiones de doctor en materia de galantería, tuve el tacto de dar con cierta admiración respetuosa que salvó los dos escollos y me ganó la voluntad de la Duquesa. Fui su hombre de confianza y casi como de la familia, y llegó á confiarme hasta sus secretos más graves; á poco de venir á Madrid me encargó de la administración de sus bienes, de acuerdo con el Duque, de quien yo tampoco tengo motivos de queja ni para decir de él nada malo, sino es que, á pesar de sus pretensiones de político sagaz y hombre chispeante, es un zoquete. Como administrador, tuve ocasión de granjearme grandes amistades en los varios pueblos donde los Duques (ó mejor dicho, el Duque, pues la Duquesa, aunque noble, era pobre antes de casarse) tienen sus haciendas, y no me fué difícil salir diputado. Si voy á decir verdad, la idea de serlo me la inspiró uno de los mayordomos, que fué el encargado de mangonear la elección, y ésta fué del agrado de la Duquesa, puesto que así, aunque la ley prohiba á las mujeres formar parte del Parlamento, ella podía decir que tenía participación en las Cortes, por estar mi voto, como mi persona, enteramente á su servicio. Dos veces he sido diputado, y ahora me han hecho gobernador, y no sé aún adónde iré á dar con mis huesos; pero sea cual fuere mi porvenir, me contento con lo presente, y casi estaría por creer que la suerte me ha favorecido demasiado, si no fuera porque conozco á otros que valen menos que yo y á los que ha favorecido más.
—Todo lo que has dicho—contestó Pío Cid—me ha complacido en extremo, y ahora veo claro por cuan naturales y sencillos caminos has llegado á ser gobernador de esta provincia. Lo único que no me ha gustado del todo es la frialdad y el cálculo constante con que procediste con la Duquesa. Si no estabas enamorado, comprendo que estuvieras atento á tu conveniencia y que no perdieras neciamente la buena fortuna que el azar te había deparado poniéndote al servicio de tan ilustre y rica señora; pero si estuviste enamorado y sacrificaste tu amor cuando tenías esperanzas de satisfacerlo, aprovechando un instante de debilidad de la veleidosa y casquivana Duquesa, y no te sacrificaste por respeto á la confianza que en ti hacían, sino por miedo de perder un sueldo más ó menos crecido, hiciste muy mal, á mi juicio; porque el amor debe ser colocado sobre todas las cosas humanas, y yo, puesto en tu lugar, hubiera jugado el todo por el todo, y quién sabe si hoy, en vez de gobernar una provincia, gobernaría el corazón de una mujer tan ingobernable como, por las señas, es el de tu protectora. Pudiste ser amo, y te contentaste con ser protegido; yo hubiera preferido volver al escritorio donde tú estabas, á trueque de poder saborear el recuerdo de una aventura de amor, en la cual, aunque un hombre sea derrotado, saca siempre el galardón de haberse puesto á la altura de la mujer amada.
—Ya veo—dijo D. Estanislao—que el tiempo no te ha curado de tu romanticismo, y que ahora que te dedicas á la política, como cuando te dedicabas á los negocios, sigues fantaseando de lo 4indo. Yo no sé si me enamoré ó no me enamoré de la Duquesa, aunque cualquiera podía enamorarse; si tú la conoces ahora que tiene treinta y cinco años, te puedes figurar cómo sería cuando tenía veinticinco, que fué cuando yo la conocí; y entonces era, y hoy es, una mujer capaz de entusiasmar á un corazón de hielo; pero yo he creído siempre que lo primero que debe saber un hombre es colocarse en el sitio que le corresponde, y si yo me hubiera metido en la aventura que á ti te seduce, probablemente me hubiera puesto en ridículo y tendría que vivir aún entre cajas de uvas, naranjas y limones. Si tú llegaras á tratar á la Duquesa, verías si estoy en lo firme; ya te digo que se complace en aparecer como mujer ligera y hasta liviana; pero yo pondría la cabeza porque cuantos se hayan atrevido á pasar la raya han sido chasqueados. Si tú deseas conocerla, yo te ofrezco una ocasión cuando vuelvas á Madrid, pues pienso enviarle un objeto de arte y quisiera enviárselo con algún amigo, para mayor seguridad y para dar mayor realce á la cosa, que realmente lo merece.
—¿Qué objeto es ese?—preguntó Pío Cid; y añadió:—No hay que decir que yo lo llevaré, aunque no sea más que por complacerte, y un poco por curiosidad…
—Es una cruz de plata repujada—contestó don Estanislao.—Ya verás qué labor tan admirable. Te advierto que la Duquesa es apasionada del arte y protectora de los artistas, y que, en particular, tiene manía por el arte antiguo. Yo le he enviado ya varios objetos de estilo árabe, y ahora me ha caído en las manos esta cruz, que, según los inteligentes, es una verdadera joya. Aunque soy profano en la materia, me parece un regalo digno, no ya de una duquesa, sino de la reina misma en persona.
—Pues quedamos conformes—dijo Pío Cid satisfecho;—y si salgo diputado, te ofrezco llevar la cruz envuelta en el acta para que no se estropee.
—Hombre, es verdad—dijo D. Estanislao;—soy tan egoísta, que hasta ahora no te he hablado más que de mí, y justo es que te entere de lo que más te interesa. No creas—agregó tocando el timbre y llamando al secretario, quien volvió á poco con unos papeles—que me he descuidado, pues apenas supe que tu nombre entraba en el juego, he apretado las clavijas todo lo que he podido, y te tengo, arreglada la elección que no hay más que pedir. Mira aquí en este papel la lista de los votos de todos los pueblos del distrito, con indicación de los que son seguros á tu favor, por estar ya convenidas las actas con los alcaldes. Hay pueblos que los dan todos, y otros que los dividen, porque tienen compromisos con la oposición; y en resumen, según puedes ver, tienes la mayoría asegurada. Es decir, contando los votos segaros, te faltan sólo siete para triunfar, y quedan dos pueblos en blanco, que son Aldamar y Seronete. De este último me han ofrecido la mitad de los votos, aunque no tengo confianza, porque es el pueblo donde tienen la mayor parte de su hacienda los Cañaverales, y á última hora puede volver las espaldas; pero nos queda Aldamar, que da la votación más importante y donde tú debes tener algunos amigos; así, pues, si vas allá y consigues siquiera una veintena de votos, triunfas sin necesidad de molestarte mucho. Yo he querido comprometer al alcalde de Aldamar para que me asegure los votos que faltan; pero es un sujeto duro de pelar, porque creo que es el único de la provincia que lo lleva todo en regla, no por sí, sino por el secretario, que es un pez muy largo, con el que te recomiendo que te entiendas… Item más—prosiguió D. Estanislao, mientras Pío Cid le escuchaba con atención:—debes andar con cuidado con los Cañaverales, pues aunque se dice que se hacen la guerra, yo creo que todo es pura camama.
—Eso mismo creía yo—interrumpió Pío Cid;—conozco á D. Romualdo y sé los puntos que calza, y cuando le he visto empeñado en que yo me presente, he pensado que su empeño no tiene más explicación que su deseo de impedir que se presente otro enemigo más temible. El cambio de casaca ha tenido por objeto asegurarse él un puesto en el Senado y traer al Congreso á su primo, con lo cual habrá un Cañaveral en cada Cuerpo colegislador; y si quieres que te diga—añadió bromeando,—me alegraría de que se salieran con la suya, porque en este régimen hueco que gozamos, el símbolo más propio de una Asamblea política sería un haz de cañas secas.
—No hay que echar á chacota estos asuntos—dijo riendo D. Estanislao,—porque al fin tú te vas á gastar algún dinero y no es cosa de que jueguen contigo esos palurdos.
—Es que yo no tengo interés en ser diputado—replicó Pío Cid,—y vengo casi por carambola y sin ganas de gastar los cuartos que me va á costar la excursión, no estando, como no estoy, para estos derroches.
—¿Cómo es eso?—preguntó D. Estanislao,—¿andas mal de fondos?
—No ando mal, pero tampoco bien—contestó Pío Cid;—tengo que trabajar para comer, y aunque no me falta, tampoco me sobra.
—Y ¿en qué trabajas?—insistió D. Estanislao.
—Trabajo para editores, escribo en algún periódico y también doy lecciones; en suma, hago todo lo que es menester para sacar setenta ú ochenta duros al mes, pues con menos no se puede vivir en Madrid. Tenía un empleo seguro, pero lo dejé hace poco.
—Pues siendo así—dijo D. Estanislao,—razón de más para que no te descuides; porque la diputación te abriría camino, y si D. Bartolomé de la Cuadra te protege con el mismo interés que demuestra por tu elección, puede darte un gobierno y hacerte hombre.
—De eso se trataba—dijo Pío Cid;—pero yo no estoy decido á salir de Madrid ni á aceptar ningún cargo.
—En fin—concluyó D. Estanislao,—lo importante es que salgas bien de la elección, y si no sales no será por culpa mía, porque tu distrito es el que mejor he trabajado. Si tú aseguras una docena de votos en Aldamar, el acta es tuya; del resto respondo yo.
Separáronse después de recordar de nuevo su amistad y de ofrecerse sus mutuos servicios, y Pío Cid vino á buscarme al Liceo, donde yo le esperaba jugando una partida de billar, y nos fuimos los dos dando un paseo hacia la Plaza Nueva, para hacer hora de comer, puesto que habíamos quedado en comer juntos en la Alhambra. Yo había invitado también á algunos amigos míos, con los que nos reunimos en el Centro Artístico, y les presenté á Pío Cid, á quien ninguno conocía. Sólo Feliciano Miranda, que era de la misma edad, le recordaba como antiguo condiscípulo, y aunque no le había tratado porque Pío Cid no tuvo nunca estrechez con nadie, nos habló muy bien de él y nos aseguró que había sido un estudiante aventajado. Además de Miranda, vinieron con nosotros Paco Castejón, Perico Moro, los dos Monteros y el viejo Candente, con lo que nada faltó para que pasáramos la tarde divertidísima.
Casi todos mis amigos eran literatos y artistas de fama; de suerte que la comida se pasó discutiendo sobre literatura, y en particular sobre la magna cuestión del colorismo en el arte. Para los postres estaba anunciada la lectura de artículos y poesías de casi todos los comensales. Miranda, que además de ser hombre muy simpático y ocurrente escribía cuadros de costumbres de mano maestra, nos había ofrecido leernos una novelita titulada La Cascara amarga; Gaudente, el viejo, era inventor felicísimo de un género de composiciones que él llamaba «chupaletrinas», é iba á leer por centésima vez algunas muy célebres, en las que desfogaba su genio satírico con gracia inimitable; y, por último, el joven Moro llevaba varios fragmentos de un poema descriptivo, del que se hacía lenguas toda la reunión. Pero la llegada de dos nuevos amigos á última hora cambió el programa de la alegre fiesta, y todos los asuntos literarios quedaron arrollados por la gran noticia del día. Los que llegaron eran el periodista Juan Raudo, el hombre mejor enterado de todo lo que ocurría en todas partes, y mi buen amigo Antón del Sauce, cabeza visible del impresionismo granadino, y, como quien dice, la mayor autoridad literaria de Granada, puesto que en esta ilustre ciudad sólo se vive de impresiones. Raudo venía deseoso de anunciar á la asamblea la noticia que traía, y en cuanto nos saludó se bebió sin ceremonia un monumental vaso de vino para dejar expedita la garganta, y con aire misterioso dijo:
—Señores, mañana les va á sorprender á ustedes algo que leerán en el periódico, algo de que se hablará pronto en toda España.
—De fijo que éste nos quiere tomar el pelo—dijo Miranda.
—No será mala la tomadura si llevamos á cabo el descubrimiento—afirmó solemnemente Raudo.—Tomaremos oro bastante para pagar la deuda pública, y nos sobrará para acuñar unos cuantos millones de onzas de las antiguas, que no se las encuentra ya ni con la linterna de Diógenes.
—Ea, déjanos de guasas—interrumpió Castejón, con su voz turbia y cascada por el abuso de los espirituosos.—Lee tú, Feliciano, esa novelilla de que nos has hablado.
—¿Qué guasa ni qué niño muerto?—gritó furioso Raudo.—Se trata de una verdad más grande que un templo. Me parece á mi que el doctor Medialuna es un arabista de fama casi universal, y cuando lanza á la publicidad, bajo su firma autorizada, la versión del manuscrito árabe descubierto por él, hay que ser respetuosos siquiera…
—Pero vamos por partes—interrumpió el viejo Gaudente.—¿Se trata de papeles ó de dineros? Si es de papeles viejos, creo en Dios Padre; de eso están llenos los archivos, y como nadie los entiende bien, cada uno los interpreta á su modo y les hace decir lo que le da la gana; pero si es de dinero, y para mayor escarnio de oro, eso pertenece á la historia antigua. En Granada no queda más oro que esta onza que llevo yo en el bolsillo del chaleco para que no me hagan mal de ojo.
—Pues, amigos míos, de eso se trata—exclamó Raudo.—Ahora sí que se puede decir que vivimos sobre un volcán, sobre un volcán de riquezas; porque aquí mismo en este cerro, debajo del palacio árabe, que está á dos pasos, se encuentra escondido el tesoro de Alhamar. Ahora que yo lo digo parece esto un disparate; pero ya leerán el trabajo que empieza mañana á publicar el periódico, y todo lo verán llano como la palma de la mano. Alhamar tuvo, durante los años que reinó, más de cuatro mil hombres ocupados constantemente en lavar las arenas del Dauro, que entonces no era lo que ahora, cuando sólo quedan los desechos; entonces, señores míos, traía más oro que arena, ó, por lo menos, la mitad de cada cosa; y la enorme cantidad de oro extraído fué depositado en un subterráneo de esta misma montaña, que por eso se llamó Alhambra, es decir, montaña dorada, y no roja, como algunos ignorantes habían traducido; y ese oro debía servir para construir un palacio maravilloso, que por desgracia se quedó en proyecto, como tantas cosas de nuestro país.
—De suerte—dijo Perico Moro, con tono zumbón,—que el alcázar que hoy existe lo construyeron provisionalmente.
—No señor—contestó Raudo;—ese alcázar fué destinado en un principio á los guardianes del tesoro; no era un palacio Real, fué más bien una fortaleza que sirvió de tesorería, ó como si dijéramos, fué el Ministerio de Hacienda del reino de Granada.
—Y las inscripciones de ese palacio, ¿cómo se explican entonces?—preguntó cándidamente el menor de los Monteros.
—Se explican mucho mejor que ahora—replicó Raudo.—Así, por ejemplo, el tan sobado «sólo Dios es vencedor», sostiene el doctor Medialuna que quiere decir «sólo el oro es vencedor», inscripción adecuada, á más no poder, para una tesorería. Alah debe entenderse en un sentido metafórico, y esto es lo que los arabistas no habían comprendido hasta ahora. Pero, en fin, yo no digo una palabra más; el que quiera saberlo todo, que lea el trabajo y verá que el asunto tiene más miga de lo que parece.
Largamente se habló y discutió sobre el inesperado tesoro de Alhamar, y la concurrencia unánimemente se pronunció en contra del doctor Medialuna.
—Si eso fuera verdad—decía Miranda,—lo único que sacaríamos en limpio sería quedarnos sin la Alhambra, porque la destruirían para descubrir el tesoro; y si llegaban á descubrirlo, el dinero se nos volvería sal y agua, como todo lo que cae en nuestras manos. Más vale que, aunque seamos pobres, tengamos siquiera un sitio donde tomar el fresco y olvidar nuestra pobreza oyendo cantar á los ruiseñores.
Pío Cid no dijo nada en toda la tarde; pero, sin duda, en su espíritu comenzó á germinar una idea que más tarde salió á luz.
Sus únicas palabras fueron para recordar la promesa que nuestros amigos nos habían hecho de leer cosas de su invención, que seguramente serían más agradables que la exhumación del papelote arábigo; pero era tan escasa la claridad que quedaba, que ya no se veía leer y hubo que dejarlo para otro día.
Moro, el poeta, dijo á Pío Cid que, puesto que tanto le interesaban las letras, sería también cultivador de ellas, y que si era así se le obligaba á escribir algo para una Revista proyectada por los amigos que allí estaban.
Pío Cid contestó que no era literato de cartel; pero que en caso de apuro, y por dar gusto á sus amigos, era capaz de escribir lo que se le pidiera.
—Puesto que en esta notable asamblea—añadió—hay poetas y novelistas, pintores y arqueólogos que tan brillantemente llenan su cometido, creo que lo único que yo puedo dar que ustedes no tengan, es algo de mi experiencia, obra no de mi capacidad, sino de los azares de mi vida. Me parece que lo único que aquí falta es fuerza; sobran buenos deseos y bellos propósitos, pero la pereza lo echa todo á perder. Cuando yo oí hablar de la revista esa de ustedes, me imaginé que sería una publicación regular, consagrada á mantener siempre vivo el fuego sagrado; y ahora resulta que están ustedes preparando desde hace siete años el primer número y que no es aún seguro que aparezca después que pasen otros siete. Ustedes se ríen del tiempo, y esta risa es muy peligrosa, porque hay en el mundo quien trabaja y puede humillarnos. Quizás sería lo mejor dejar rodar la bola, si todos lo hicieran así; pero esto no es posible, y antes que venga quien nos obligue á andar contra nuestro gusto, más vale que nosotros andemos por nuestra voluntad. Yo conozco un remedio infalible para curar la pereza intelectual, y les ofrezco á ustedes dárselo á conocer en un artículo breve, que más que artículo será receta de médico ó una combinación de aforismos útiles para reconstituir el carácter humano.
—¡Aceptado!—gritamos todos á una, y comenzamos á dejar nuestros asientos.
A poco emprendimos la retirada, pues la mayor parte de los allí reunidos tenían que ir al carmen de los Monteros, donde había organizado para aquella noche un baile popular. Pío Cid, Raudo y yo nos separamos de la reunión y nos fuimos un rato al café. Pío Cid nos dejó pronto, porque quería acostarse temprano para estar levantado cuando llegara á buscarle el tío Rentero.
Gran obscuridad reina en todo lo tocante al viaje de Pío Cid á Aldamar. Su primer propósito era detenerse en varios pueblos del distrito; pero después que supo que la clave de la elección estaba en su pueblo, determinó hacer directamente el viaje en dos jornadas, quedándose á dormir la noche intermedia en La Rabióla. Como Pío Cid era hombre que no dejaba las cosas para mañana, se cree que fué preocupado todo el camino, componiendo mentalmente la receta que prometió á sus amigos, sin dignarse contemplar los bellos y variados paisajes que le iba ofreciendo la pródiga Naturaleza. A eso de mediodía dicen que se detuvo á merendar á lo campestre, á la sombra de unos álamos blancos que estaban en el borde de la carretera, y que entonces, viendo á su espalda unos hermosos trigos tan altos, espesos y espigados, que parecía que la Providencia había derramado en ellos todas sus bendiciones, no pudo menos de decir:
—¡Buen año éste para los labradores, tío Rentero! Mire usted esas espigas grandes como mazorcas, que casi no pueden tenerse en pie. ¡Valientes trigos!
—Granaejos están, granaejos—respondió el tío Rentero, con su tonillo alpujarreño, que se acentuaba más conforme el vejete se iba alejando de Granada.
Aparte estas palabras, se cree que Pío Cid en la primera jornada no despegó los labios, y dejó desahogarse á su gusto á su compañero de viaje, el cual habló por los dos y un poco mas, sacando á relucir todo lo que sabía de las personas de viso de la capital y de la provincia; y de quien más habló y con mayor elogio, fué de la madre de Pío Cid, de la que dijo un centenar de veces que era la señora más señora que se había echado á la cara, y que era una lástima que una mujer de tanto mérito no hubiera nacido reina ó emperatriz. Pío Cid le escuchaba con paciencia y atención, y así, el uno charlando y el otro callando, y los dos caminando al buen andar de los mulos, llegaron al obscurecer á La Rabióla, donde se alojaron en una posada sin darse á conocer, puesto que el alcalde de este pueblo era de los que habían ofrecido al Gobernador la votación íntegra, y Pío Cid no tenía gana de gastar saliva en balde. Al rayar el día el tío Rentero aparejó los mulos en un dos por tres, pues como había estado dedicado algún tiempo á la arriería, era un lince, como decía él mismo, para andar entre bestias. Salieron del pueblo sin que nadie los viera, á excepción de un muchacho que estaba recogiendo estiércol y que debía conocer al tío Rentero, porque al verle pasar le dijo:
—Güen viaje, tío Frasco; ¿va osté á Aldamar?
—Adiós, Cascabancas—contestó el tío Rentero;—pa allá vamos. ¿Á cómo te pagan el istiércol?
—A tres ríales la carga—contestó el basurero.
—¿De las grandes?—insistió el tío Rentero.
—Grandes, que ca una paece un menumento. Como que son pa el sacristán de D. Esioro—contestó el zagalón.
Y luego, alzando la voz porque los viajeros se alejaban, gritó:
—Pa allá va tamién D. Críspulo; á ese paso presto le alantarán.
—¿Quién es ese D. Críspulo?—preguntó Pío Cid al tío Rentero.
—Es el cura de este pueblo, que estaba antes en Seronete; un alma de Dios, pero con una lengua peor que una jacha. Verdá que al probé lo tienen veinte años pasando la pena negra y está pa que lo ajoguen con un cabello. De Seronete lo echaron porque iba á matar al alcalde. Pero, mírelo osté allá lejos, aquel que va en el rucho debe de ser.
Don Críspulo era, en efecto, v á los pocos minutos Pío Cid y su acompañante le alcanzaron. Sujetaron el paso de los mulos para poder cruzar algunas palabras, y como el borrico de D. Críspulo aceleró el andar para no perder aquellos compañeros de camino que la fortuna le deparaba, bien pronto los tres viajeros se hallaron al habla y el tío Rentero rompió el silencio diciendo:
—A la paz e Dios, señón Críspulo; ¿no quié su mercé conocer á los probes?
—Hola, tío Frasco—exclamó D. Críspulo;—¡quién le iba á hacer á usted por estos caminos y á estas horas! Y luego, que está remozado usted, y yo si no le oigo hablar no le conozco. Ya sé ve lo que es buena vida. ¿Qué tal, qué tal? ¿Viene usted ahora de Granada?
—De allí vengo pa acompañar á este señor, que es el hijo de los amos, de los antiguos.
—Celebro mucho conocerle—dijo D. Críspulo inclinando la cabeza.—¿Viene usted quizás á asuntos electorales? Porque estos días, como va á haber elección, se ven por aquí algunas personas de la capital que están interesadas en estos manejos.
—Efectivamente—contestó Pío Cid, devolviendo el saludo.—Vengo con motivo de la elección; pero no es la primera vez que ando por estos caminos; toda mi familia era de Aldamar, y yo mismo me he criado allí…
—Mi amo—interrumpió el tío Rentero—es hijo de D. Francisco, el de Los Castaños, que osté conocería.
—Claro que le conocí—contestó D. Críspulo,—y también le traté, aunque él vivía casi siempre en la capital. ¿Es usted, quizás—añadió encarándose con Pío Cid,—un hijo que dicen que había desaparecido sin saber cómo?
—El mesmico—contestó el tío Rentero;—como que no tenía otro; pero al fin y á la postre el que es de ley paece, manque se asconda en los centros de la tierra.
—Entonces—continuó D. Críspulo, sin que Pío Cid le contestara á sus preguntas,—usted es el candidato del Gobierno por este distrito. Aquí, en La Rabióla, decían que usted era de los Cides de Aldamar; pero yo, á pesar del apellido García del Cid, no caía en la cuenta de que pudiera ser usted el hijo de D. Juan Francisco. De todos modos le felicito á usted por adelantado, porque su elección dicen que es cosa hecha.
—Ya veremos—dijo Pío Cid sonriendo;—tal vez esté hecha y yo venga á deshacerla.
—Yo le aseguro á usted—dijo D. Críspulo irguiéndose sobre su jumento—que el distrito está ya de Cañaverales hasta la coronilla, y que no á usted, que es hijo del país, sino al primer cunero que le enviaran, lo aceptaría por salir de las garras de esta innoble gentuza que hoy lo explota. Yo no puedo emplear cierto lenguaje á causa del traje que visto, pero le digo á usted que debía caer durante varios años una lluvia muy espesa de rayos encendidos para limpiar estos terrenos de todo lo malo que aquí vive. Estos pueblos no son pueblos, amigo mío, son nidos de víboras.
—No desageremos—dijo el tío Rentero,—que en la capital tamién hay de too, y si digo, hay más pillería que por acá.
—¡En la capital!—suspiró D. Críspulo.—Para la capital reservo yo el fuego divino que cayó sobre Sodoma y Gomorra, las ciudades malditas. Y no dejaría que se escapara nadie, ni siquiera Su Ilustrísima el Arzobispo, mi amo y señor—agregó inclinando la cabeza hasta tocar casi las orejas del pollino.
—¡Jesús, María y José!—exclamó el tío Rentero, haciendo aspavientos de susto, mientras Pío Cid se fijaba por primera vez en el lenguaraz sacerdote.
Era D. Críspulo un hombre pequeño y flaco, moreno, los ojos hundidos y las mandíbulas muy salientes. Su rostro llevaba impresa las huellas de largas privaciones; pero no se conocía á primera vista si estas privaciones eran hijas de la miseria ó del ascetismo, porque el aspecto descuidado y más sucio que limpio de toda su persona, estaba velado por cierta dignidad nada vulgar en la mirada y en el gesto. Pío Cid se hizo cargo de aquella extraña figura, y luego dijo en el mismo tono respetuoso, con puntas de malintencionado, en que el cura había lanzado su condenación:
—Señor D. Críspulo, mala idea debe usted tener de todos sus semejantes, aunque sean arzobispos.
—Mala, no; malísima—contestó el cura;—y bien sabe Dios que me duele tenerla, aunque no sea más que por el sagrado ministerio que ejerzo. Pero los años traen consigo los desengaños, y yo á vece^ llego hasta á compadecer á nuestro divino Redentor por haber tenido la generosidad de derramar su preciosa sangre por esta indigna humanidad, que más bien merecía estar continuamente gobernada por Nerones y Calígulas y otras bestias más feroces aún. Si á mí me dieran el mando absoluto en estas comarcas, le juro á usted que llamaría en mi ayuda á los Áfricanos para que secretamente se introdujeran en el país y pasaran á cuchillo á todos sus habitantes. ¡Ah! Señor Cid, usted viene de lejos y no sabe de la misa la media, y no ve ni verá más que lo que le salte á los ojos; pero yo soy perro viejo para roer estos huesos, y aunque me condene á arder perpetuamente en los profundos infiernos, no transijo con la injusticia. Sin ir más lejos, hoy he leído en el diario de la capital una noticia que le interesa á usted: dice que, en vista del estado aflictivo por que atraviesan los braceros de este distrito, el Sr. D. Romualdo Cañaveral ha dado orden á su administrador para que distribuya abundantes limosnas entre los más necesitados; y luego viene poniendo por las nubes la conducta noble y caritativa del ilustre hijo de Seronete, y expresando el deseo de que en breve se vea confirmada la noticia de su nombramiento como senador vitalicio. Pues bien, ¿sabe usted lo que hay en esto de verdad? Que D. Carlos, el contrincante de usted, está comprando votos á dos y tres pesetas, y que para no descubrir el juego dan ese dinero de Judas bajo la capa de caridad y á són de bombo y platillo, á fin de que sirva, no sólo para elegir al que lo reparte, sino también para dar lustre y charol al bandido de D. Romualdo, uno de esos seres abyectos que la misericordia de Dios tolera que existan para castigo de sus criaturas. ¡Y ver toda esta farándula, toda esta indecencia, prosperar y recibir el aplauso de las gentes, y no poder alzar la voz ni desenmascarar á los criminales! Es decir, yo no me muerdo la lengua, y si mi palabra se oyera en todo el mundo, todo el mundo sabría la verdad; pero no me oye nadie, y mi franqueza sólo me ha servido para hundirme más y más.
—Y sin embargo, usted no escarmienta—dijo Pío Cid.
—Ni escarmentaré nunca—prosiguió D. Crispulo,—porque yo estoy ya condenado sin apelación. Pregunte usted en el palacio arzobispal de Granada quién es el cura de La Rabióla, y le dirán que por lástima no me han recogido ya las licencias: se contentan con dejarme en el peor pueblo de la provincia para que me muera poco á poco de hambre. ¡Asesinos!
—Me parece, amigo D. Críspulo—replicó Pío Cid,—que usted se ahoga en poca agua. Si yo fuera cura desearía estar en el peor pueblo de España para ver si le podía volver el mejor; y si estuviera mal visto de mis superiores, casi me alegraría, porque así podría realizar una de las obras más difíciles que está en nuestra mano acometer, la de destruir una mala opinión que se tenga de nosotros. En las sociedades gobernadas por la hipocresía y el artificio, es soberanamente tonto ejercer de reformador á gritos, porque todos se tapan las orejas para no oir lo que no les conviene. Hay que ser cautos; en vez de dar golpes contra el aguijón y salir luego hechos una lástima, lo prudente es quebrarlo sin herirse, y si no es posible quebrarlo, dejarlo. Usted podía desempeñar bien su importante ministerio, y por no tener cachaza para tolerar las demasías de los otros, se ve como se ve. Yo creo que el amor á la justicia tiene más virtud cuando se muestra con mansedumbre, y es una verdadera desgracia que usted eche á perder sus buenos deseos por la crudeza de sus palabras. Le hablo á usted con la misma libertad con que usted me ha hablado; y aunque no me disgusten los caracteres fuertes y abiertos como el de usted, mi parecer es que el único medio de trabajar por el bien, es trabajar uno solo, sin decirle nada á nadie. Puesto que las predicaciones, amonestaciones y reprimendas no surten ya efecto, hay que callar y obrar, y dejar á los otros hacer lo que mejor les parezca, que si lo que hacen no es bueno, al fin no prosperará. Comprendo que le duela á usted ver que hasta la caridad es ya explotada por los pícaros; pero que éstos se lleven en su pecado su penitencia, que ni usted ni yo somos quién para acusar á nadie.
—Todo eso me parecería admirable—dijo don Críspulo—si yo tuviera libertad para enviar al demonche á estos tunantes y vivir donde fuera mi gusto; usted dice lo que dice porque lo que pasa, lo oye, no lo ve; pero yo lo veo todos los días y me moriré viéndolo, sin poder hacer nada para remediarlo y hasta teniendo que humillarme á veces para no morir de necesidad. Yo podría hacer algo si fuera rico, pero soy muy pobre y tengo sobre mis espaldas á mi madre y á dos hermanas, ¡Cuánto más me valiera á mí y á ellas haber sido arriero, como mi padre, y no llevar estos hábitos ó estos grillos que llevo arrastrando!…
—Lo que me dice usted—interrumpió Pío Cid—me trae á la memoria á un arriero que iba á mi casa, el cual se llamaba el tío Nohales, y era padre de ocho ó diez hijos. Á uno que salió muy despejado, le dedicó á la carrera eclesiástica con la idea de que fuese el sostén de la numerosa familia. El joven estudió con extraordinario aprovechamiento, y en cuanto cantó misa obtuvo una coadjutoría, de la que se esperaba que pasara muy pronto á un buen curato, puesto que los superiores le mostraban gran afecto. Pero hete aquí que de la noche á la mañana desaparece sin dejar dicho nada á nadie, y que al cabo de algún tiempo se averigua que iba camino de Filipinas, enviado allá por el superior de una Orden religiosa, en la que había ingresado el joven según se supo, no sólo por natural inclinación á la vida monástica, sino por huir del siglo, y más que del siglo de la familia que se había sacrificado por darle carrera y posición. Había que oir al tío Nohales contar á todo el mundo su desengaño y clamar contra el hijo desagradecido que tan mal le había recompensado sus afanes. Todos le compadecían y todos le daban la razón; pero vino á mi casa con el cuento, y mi madre se puso de parte del hijo ingrato, y recuerdo aún las palabras que le dijo al arriero, las cuales quizás le vengan á usted que ni pintadas: «Si yo estuviera en el caso de usted, me sentiría orgullosa de tener un hijo como el que usted tiene. Ustedes los pobres dedican sus hijos á la carrera eclesiástica con la idea de que, no pudiendo casarse, les sirvan de apoyo en la vejez, y por lo pronto les ayuden á llevar la carga de la familia; y no piensan ustedes que quien tiene verdadera vocación para el sacerdocio, y no lo acepta como una de tantas carreras, sino para consagrar su vida á sus semejantes, tiene que estar libre de los cuidados de su familia, porque el atender á su familia les impediría atender á los demás. Por esto no está permitido que los curas se casen; y ustedes los que desean que un hijo sacerdote pague el bien que le han hecho dándole carrera, con el olvido y abandono de sus deberes, son los principales culpables de que haya tantos eclesiásticos ambiciosos y devorados por el afán de ganar buenas prebendas. Su hijo de usted vale más que todos ustedes juntos, y ha hecho muy bien metiéndose en un convento, pues de no hacerlo, quizás no tuviera corazón para volverles á ustedes las espaldas; y ustedes sin darse cuenta del mal que hacían, le hubieran obligado á ser un mal cura, más atento á ganar dinero que á cumplir su obligación.» Así habló mi madre, que era una señora muy discreta; yo le repito á usted lo que ella dijo con sobrada razón, según voy viendo. Como los oficios eclesiásticos, fuera de unos cuantos que están bien pagados, no dan ahora más que para comer, la nobleza y la clase media se dedican á otros más productivos ó brillantes, y la Iglesia tiene que estar servida por pobres, que además de su pobreza suelen llevar la reata de su familia, con lo cual el celibato ha venido á quedar sin efecto para muchos como usted, á quien más le hubiera valido ir á evangelizar á los igorrotes, que no llevar la vida que lleva por estos andurriales.
—Mire usted—dijo D. Críspulo,—más de una vez lo he pensado, y entre estos salvajes y los de allá, no sé cuáles serán peores; pero por lo pronto bien podían tener más consideración con el clero bajo, que es el que lleva la carga más pesada, y no tenernos á nosotros á media miel mientras los altos regüeldan de ahitos. En estos pueblos hay mucha miseria, y un cura que no tiene nada que repartir es un soldado sin armas. Pero, en fin, bueno está lo bueno—agregó D. Críspulo, divisando el punto donde el camino se partía en dos y donde él tenía que tomar el de Seronete y separarse de sus compañeros.—Yo me alegraré mucho de que gane usted la elección y de que haga algo por este pobre distrito, tan olvidado de los gobiernos.
—No confío mucho en el resultado—dijo Pío Cid,—y menos desde que sé que el poderoso caballero Don Dinero anda en el ajo.
—Ya que va osté á Seronete—añadió el tio Rentero,—le dirá á mi Polonia que estoy por aquí alreor, y que como pueda colaré allá. *
—No lo olvidaré—contestó el cura,—y á ver si nos vemos á la vuelta y paran un día en La Rabióla. Yo vuelvo esta misma noche ó mañana.
Y sin más, llegados á la encrucijada, se separaron, después de saludarse como buenos amigos. Don Críspulo desapareció en breve tras un recodo que hacía el camino de Seronete, y Pío Cid y el tío Rentero apretaron el paso hacia Aldamar. El tío Rentero siguió hablando de los dichos y hechos que conocía del célebre D. Críspulo, y Pío Cid callando y dando vueltas en su magín á la famosa receta, que ya iba á medio componer.
Un cuarto de legua antes de llegar á Aldamar, cuando se empieza á descender la empinada cuesta del Aire, hay á mano izquierda una fuentecilla, llamada de los Garbanzos porque sus aguas tienen la virtud de ablandarlos aunque sean duros como balas; así tuvieran también la de ablandar el corazón, que si así fuera se venderían á peso de oro. Los mulos, que venían fatigados y sedientos después de cuatro horas largas de caminar cuesta arriba, en cuanto olfatearon la fuente se fueron derechos al agua, apartándose un poco del camino.
Pío Cid no se dió cuenta de ello hasta que su mulo, con el movimiento que hizo al bajar la cabeza para beber, le sacó de su distracción, faltando muy poco para que le tirara por las orejas. Entonces vió Pío Cid que un poco más arriba de la fuente, en el sitio donde debía nacer el manantial, estaba llenando un cántaro de agua una muchacha pobremente vestida. La estuvo mirando un buen rato y recreándose en las formas admirables de aquella tosca criatura, que parecía puesta allí para que algún escultor la tomase por modelo. Estaba de perfil y se le marcaba, á pesar de su juventud, la fuerte cadera, promesa de maternidad, y por debajo del brazo, arqueado para sostener la botija, el pecho, mal encubierto por un cuerpecillo de percal medio deshilachado, que dejaba ver lo blanco de la camisa. La cabeza se apoyaba sobre el brazo, y entre el abundoso y enmarañado cabello, castaño muy obscuro, desaparecía casi por completo, dejando ver sólo la nariz, que de perfil parecía muy fina, aunque un poquillo chata. La jovenzuela del cántaro, cuando acabó de llenarlo se lo puso á la cadera y se disponía á marchar, no sin volverse á mirar de reojo á los caminantes; pero Pío Cid la detuvo, preguntándole:
—¿Ya usted á Aldamar?
—Sí, señor—contestó la muchacha, mirándole con curiosidad.
—¿Quiere usted que le lleve el cantarillo?—volvió á preguntarle.
—¿Pa qué va su mercé á molestarse?—contestó la muchacha.
—No me molesto, al contrario. Usted es la que se molestará llevando el botijo á cuestas un cuarto de hora. Espérese usted—dijo arreando el mulo hacia el altillo donde estaba la muchacha. Y echándose todo lo atrás que pudo del aparejo, de modo que casi se quedó montado en la culata, cogió en peso á la muchacha con cántaro y todo y la asentó á la mujeriega sobre el mulo, que al sentir la carga echó á andar sin que lo arrearan.
—¡Válgame Dios!—exclamó la muchacha por no saber qué decir.—Naide diría que es osté tan forzúo.
—Tenga osté cuidiao con el mulo—dijo el tío Rentero,—mire osté que es un perrera en cuántico que le dan dos déos de luz.
—Va bien sujeto—contestó Pío Cid,—no hay cuidado. La verdad es—prosiguió—que es buena ocurrencia la de venir á buscar el agua á un cuarto de legua y con el sol de justicia que ahora hace.
—Qué quié su mercé, señor—contestó la muchacha;—los agüelos han perdió ya la dentaura, y en guisando con el agua de abajo no puen ronchar los garbancejos.
—Entonces no digo nada—replicó Pío Cid, mirando á su pareja, que sin saber por qué se le apareció ahora como una figura bíblica, quizás porque la muchacha llevaba en el pecho, entre el pañolillo de colores con que se lo mal cubría, unas matas de mastranzo, cuyo perfume sano y fuerte embriagaba y despertaba el recuerdo de los tiempos felices en que las mujeres, aun las más puras y delicadas, crecían como las flores campestres. Y luego, fijándose en algo brillante que se movía en las hojas del mastranzo, preguntó:
—Lleva usted una marranica de luz. ¿La ha cogido usted, ó está ahí por casualidad?
—Estaba en la mata—contestó la muchacha^ ajustándose más el pañolillo con la mano que le queda libre.
—Usted me mira como á un forastero—dijo Pío Cid,—y sin embargo, yo soy su paisano.
—¿Osté de Aldamar?—preguntó la muchacha.
—Ya verás cómo te doy señas—dijo Pío Cid.—¿Cómo te llamas?
—Me llamo Rosario, Rosarico—contestó ella.
—¿Y tus padres?—volvió á preguntarle.
—Mi padre—contestó Rosarico—se llama Juan Antonio Peña; pero le dicen el tío Rogerio.
—Pero ¿es posible—saltó el tío Rentero, que deseaba meter su cucharón—que eres tú hija de la Roqueta? Tu mae y yo semos del mesmo pueblo y algo de la familia. ¿No la has oío tú mentar al tío Frasco Rentero?
—Vaya que sí—contestó Rosarico riendo;—y tamién sé que fué osté su novio…
—Justico—interrumpió el tío Rentero, perneando sobre su mulo para ponerle al lado del de Pío Cid;—y en güeña ley tú debías haber sío mi hija si yo me hubiera casao con tu madre, que sin agraviarte á ti era una mocetona mu requería de too el mundo y con más fama en su tiempo que Barceló por la mar. Y ¿cuántos hermanos séis?
—Semos ocho vivos—contestó Rosarico,—y yo soy el rejú de la casa. Ya ve osté que mi Frasco Juan, que fué el primero, tiene una hija mayor que yo dos ú tres años.
—Vaya con Rosarico—dijo el tío Rentero,—y cuánto me he alegrao de verte. Si yo hubiera sabio que estabais aquí cuando vine el año pasao… Yo sus creía en Salaureña.
—Aquello se acabó—dijo Rosarico,—y hemos pasao las de Caín. El probetico de mi pae ya no pué dar golpe.
—Y ¿qué jacéis ahora?—preguntó el tío Rentero.
—Tenemos una tierrecilla—contestó Rosarico,—y mis hermanos ayúan algo. Mi Francolín es el marranero del pueblo, y el Pepillo está muy apegao á la iglesia, y algo trae tamién. Pero á este señor lo habernos dejao con la palabra cortá—añadió Rosarico.
—Eso no importa—dijo Pío Cid, muy pensativo.—Sigan hablando sin reparar en mí, que yo lo único que podría decir es que conocí también á los Rogerios y que todos eran muy hombres de bien. Díle á tu padre si se acuerda de una vez que fué á la sierra y subió al Mulhacén acompañando al señorito Pío, como él me llamaba.
—¿Pues no se ha de acordar?—contestó Rosarico, mirándole con admiración;—en cuántico que sepan su venía y le vean á osté se van á jartar de llorar. ¡Válgame Dios! ¿Con que es osté el niño de Los Castaños? Algo más nos relucía el pellejo cuando eran ostés los amos de la cortijá; mi padre cuenta y no acaba de ostés toos.
—Pus ahora veremos lo que jace el pueblo y si es agradeció—dijo el tío Rentero,—porque el amo viene pa eso de la eleción, y ahí se ha de ver si semos moros ú cristianos.
—Ve osté—dijo Rosarico, afinando la pronunciación para parecer más cortés,—por esa senda se acorta pa ir á mi casa y á la de osté, con premiso de mis padres. Si quiere esté, me bajaré aquí.
—Entonces, ¿vivís en el barrio alto?—preguntó Pío Cid.—Si es así, más vale que sigamos hasta el pueblo y que subas por la vereda del barranco.
—Es que en el pueblo son mu jablaores…—dijo Rosarico, sin atreverse á expresar su idea por completo.
—Vaya, que tienes miedo á qué se lo digan á tu novio—dijo Pío Cid en tono de broma.
—No tengo novio—replicó Rosarico.
—Le habrás tenido—insistió Pío Cid.
—Ahí me habló un estornillao, pero yo no quiero noviajos—contestó Rosarico con cierto aire de despecho.
—Pues si el noviazgo se arregla y se habla de casorio, no lo dejes por falta de padrino. Yo me ofrezco á serlo, y ojalá que sea pronto—dijo Pío Cid ayudando á Rosarico á bajar del mulo, y dándole luego el cántaro.—Dale recuerdos míos á tus padres, y ya haré por verles.
—Igualmente—añadió el tío Rentero, mientras Rosarico, ligera como una cabra, subía por el empinado sendero que conducía al barrio alto, y desaparecía á poco detrás de unas higueras.
Se apeó de su mulo el tío Rentero y lo ató del ronzal á la anilla de la baticola del otro mulo, diciendo á Pío Cid:
—Déme osté las brías jasta pasar la barranquera.
Pero Pío Cid se apeó también, dejando al tío Rentero que llevara los dos mulos y echó á andar delante por el endiablado camino que anunciaba la entrada del pueblo.
Aunque la digresión parezca inútil, diré que en Aldamar, como en muchos pueblos de nuestra provincia, se nota la influencia de la capital en que, así como Granada está cruzada por dos ríos, no muy caudalosos, y secos á temporadas, sus pueblos se asientan, por regla general, á las orillas de algún barranco que, aunque no lleve agua, da la ilusión de que es un río que se ha quedado en seco por un descuido de la Providencia. Sin contar con que un barranco, aunque no traiga aguas, puede traerlas en tiempo de lluvias y sirve para dividir los pueblos en barrios enemigos que, luchando por el predominio local, suelen trabajar sin quererlo por engrandecer, ó cuando menos agrandar, la ciudad naciente. Yo le oí decir alguna vez á Pío Cid que si Aldamar era el pueblo más grande de su distrito, esto se debía á la circunstancia feliz de estar cruzado no por uno, sino por dos barrancos; el más pequeño arranca del camino que viene de La Rabióla, y el mayor corre de Norte á Sur, quedando el pueblo dividido en cuatro cascos desiguales. Los dos más crecidos se llaman Aldamar Alto y Bajo, y sostienen la principal rivalidad; luego viene el neutral ó intermedio, llamado barrio de la Iglesia, y, por último, á espaldas de éste, y algo distanciado, el del Colmenar, llamado así por ser fama que en él vivían varios colmeneros, bien que á la sazón esta industria, antes floreciente, haya desaparecido y no quede ni una abeja en varias leguas á la redonda. Con la cría del gusano de seda ocurre lo mismo, y la vinicultura también va de capa caída á causa de la filoxera. La única planta que se sostiene y aun prospera, es el castaño; Aldamar vivía, pues, penosamente de la exportación de castaña, y se consolaba de su decadencia con recuerdos, esperanzas é ilusiones.
Cuando Pío Cid llegó al barranco grande, que en tiempo de sequía era como la calle Mayor ó Real del pueblo, la primera persona á quien encontró al paso fué una pobre mujer que de rodillas lavaba en una poza formada por un hilillo de agua que no se cortaba nunca, porque era de un manantial que nacía un poco más arriba. Al lado de la lavandera había una canasta de ropa sucia, de la que salían gritos desesperados. Pío Cid se acercó por movimiento natural á ver dónde estaba la criatura que tan desconsoladamente chillaba, y descubrió entre los trapos sucios á un niño de teta mordisqueándose los puños; lo sacó de la canasta y se lo puso boca abajo sobre la palma de la mano, y el chiquilló calló al instante.
—No jaga su mercé caso de esta criatura—dijo la lavandera.—Es la más eshonrible del mundo. Como no tenga el pezón en la boca, siempre está dando barracás. Démelo osté á ver si se acalla con una tetica.
—Yo creo—contestó Pío Cid—que este niño está malo del vientrecillo. Debe estar un poco constipado.
—Quizás será que está mu sucio—replicó la lavandera, sentándose en un peñón que allí cerca estaba, y extendiendo los brazos para recibir á la criatura.—Ven acá, tragón. ¿Ve osté lo que yo le icía?—añadió la madre, y diciendo esto se había colocado en la falda al mamoncillo, que comenzó de nuevo á llorar.
Y le había abierto el pañal de muletón, hecho de retazos, para sacarle el metedor, lleno de verdines.
—Lo que es cierto es lo que yo le decía—replicó Pío Cid.—Ese niño está malo.
—Y ¿qué es lo que debo de jacer?—preguntó la madre.
—Póngale usted en el vientre un pedazo de bayeta pajiza y fájelo bien; y no estaría de más que le pusiera también una chapita en el ombligo, que se le sale demasiado. No sé cómo se les cuajan á ustedes las criaturas con el abandono en que las tienen.
—Es que tengo que trabajar too el santo día de Dios—dijo la pobre mujer sacando un pecho y dándoselo al niño para que callara—y no me quea tiempo pa ná. Ya ve su mercé, son cuatro los que tengo, y naide que me dé ni una sé de agua.
—¿Es usted viuda?—le preguntó Pío Cid.
—No, señor—contestó la mujer;—pero tengo el marío en presillo. No por na que eshonre, ¿sabe su mercé? Fué un mal volunto que le dió. La culpa la tienen los malos hombres que Dios premite que haiga en el mundo—agregó en voz más baja, mirando á todos lados, como si temiera que la oyesen.
—Y ¿cuántos años le faltan todavía?—volvió á preguntar Pío Cid.
—Tres años, señor, tres añazos—respondió la mujer.—Ya ve su mercé la injusticia. Sin haber robao ni matao le sacaron cuatro años y nueve meses, sin contar lo que había estao en la cárcel. De aquí en tres años cumple pa San José.
—¿Qué fué lo que hizo, entonces?—preguntó Pío Cid de nuevo.
—Dicen que quería matar al alcalde. Una caluña que le levantaron—contestó la mujer.
Y luego, para evitar que Pío Cid formara alguna mala idea viendo á aquel rorro, cuyo padre estaba preso hacía más de dos años, añadió:
—¡Más veces he maldecío yo este pueblo! Pero aquí he tenío que venir á la fuerza. Mi marío está en el penal de Belén, y yo he estao jasta hace poco en Graná; pero es lo que pasa… Ya está esté viendo esta criatura. Y lo que yo le icía á mi marío. ¿A ónde vamos á ir á parar?…
—Pero ¿cómo es posible—insistió Pío Cid—que por una simple calumnia hayan condenado á su marido á cinco ó seis años de prisión?
—Pues ahí verá osté—replicó la mujer;—toitico el pueblo eclaró contra mi marío. Lo que fué, fué que mi marío le pegó al alcalde; eso sí, señor; pero que sacara una jerramienta, vamos… Si mi marío no gastó enjamás ni un clavete.
—Y ¿por qué fué la cuestión?—preguntó Pío Cid.—Sería quizás por política…
—¡Qué! No, señor—respondió la mujer, mirando de nuevo á todos lados;—fué por culpa mía, y yo tan inocente. Sepa osté que el alcalde pasao era un esmandao, que ésta veo, ésta eseo, y ni mocica ni casá se vía libre con el maldecío del hombre. Yo, aunque paezgo un vejatorio—añadió bajando los ojos con modestia,—y eso que no he llegao entoavía á los treinta, he tenío mi algo de güen ver, y las mujeres de los probes debíamos ser más feas que pantasmas. Mi marío era un rial mozo, eso sí—dijo la mujer con orgullo;—pero más probé que las ánimas benditas, y yo me casé con él enamorá, y no le faltaría por na del mundo. Pero mi hombre tiene su sangre en el cuerpo y su alma en su almario, y quería que su mujer fuera respetá como la primera.
—Y ¿sigue el alcalde ése en el pueblo?—le preguntó Pío Cid.
—Sí, señor—contestó la mujer.—Ya no es alcalde, pero es juez munincipal, y toos son unos.
—Bien—dijo Pío Cid;—me gusta ver que es usted una mujer honrada y trabajadora, y que sobrelleva su desgracia con resignación. Tome usted esto para que salga de apuros, que, sola y con cuatro retoños, no le faltarán.
Y le alargó un billetillo rojo, que la mujer miraba sin atreverse á tomarlo.
—Si tuviera osté monea suelta…—le dijo.—Aquí no toman esos papeles, porque dicen que casi toos son falsos.
—Voy á ver—dijo Pío Cid, echándose mano al bolsillo del chaleco y sacando todo el dinero suelto que llevaba.—Uno, dos, tres…, no llega ni á cuatro duros; á ver si viene el hombre que trae los malos y tiene para completar… Es extraño que no venga el tío Rentero—añadió por lo bajo.
—Pero ¿cuánto me va osté á dar, güen señor?—preguntó la mujer.
—Voy á cambiarle el billete, que es de cinco duros—contestó Pío Cid.
—Eso es mucho pa mi—replicó la mujer.—Si osté se empeña, lo tomaré. Yo, con cuarenta riales tengo pa pagar el atraso de la casa, y lo otro se lo mandaré á mi marío pa que tenga pa comprar pitillos. Eso es lo que él echa más de menos.
—Pues si usted quiere—dijo Pío Cid,—yo voy á Granada muy pronto, y yo mismo puedo entregarle los tres duros. Tome usted los dos y dígame el nombre de su marido.
—En preguntando por José Gutiérrez, no hay perdía. Pero ¿va osté mismo á ir al presillo?—observó la mujer.—Osté es más güeno que el pan.
—Eso no significa nada, ni hay que darle importancia—replicó Pío Cid marchándose.—Paciencia y buen ánimo es lo que le deseo á usted, y que no deje de ponerle al niño el pedazo de bayeta.
—Vaya su mercé con Dios y con la Virgen de los Desamparaos, y si pa algo me necesita, no tié más que preguntar en el barrio alto por Josefa la güérfana, y too el mundo le dirá dónde vivo.
Volvió Pío Cid pies atrás, y, no muy lejos, halló parados al tío Rentero y al secretario del Ayuntamiento, á quien saludó, aunque no le conocía más que de vista.
—Perdone osté, don Pío—dijo el tío Rentero;—como pensaba osté ir á casa del cura lo primero, me figuré que estaba osté allá.
—Pero ¿va usted á alojarse en casa del cura, como la otra vez?—preguntó el secretario.
—No, porque como ahora traigo cierto carácter político, no quiero comprometer al bueno de D. Esteban, que no está ni por los blancos ni por los negros.
—No crea usted, no crea usted—dijo el secretario,—que si él pudiera ya resollaría fuerte; pero, en fin…, comprendo la delicadeza de usted…, y como quiera que aquí no hay sitio para que usted se hospede como es debido, yo no puedo hacer más, eso estaba diciendo al tío Frasco, que ofrecerle á usted mi casa como amigo, paisano y correligionario.
—Pero ¿no habrá por ahí un escondrijo donde yo me meta sin incomodar á usted?—preguntó Pío Cid.
—No hay incomodidad; al contrario, honor y satisfacción—respondió el secretario con afectación natural en él.—En materia de hospedaje hay que confesar, aunque sea triste confesarlo, que vamos para atrás, como los cangrejos.
—Entonces—dijo Pío Cid—no quiero hacerme rogar y acepto agradecido. Después de todo será muy breve mi estancia, pues el domingo después de la elección, ó el lunes á más tardar, me marcharé.
—Vamos, pues, si usted quiere, á casa—dijo el secretario,—y después de almorzar le acompañaré para dar una vuelta por el pueblo y empezar á trabajar la partida, aunque tiene usted ya admirablemente preparado el terreno, según tendrá ocasión de ver.
—Mi primera visita ha de ser para el señor cura, con el que estoy en deuda—dijo Pío Cid;—después iremos adonde usted guste.
Fueron, pues, los dos viajeros á casa del secretario, que se llamaba Ramón Barajas y era un farsante de marca mayor. Toda su gloria la cifraba Barajas en conservar su puesto de secretario con todos los partidos que iban pasando por el Ayuntamiento, ó, como él decía, por el poder; y para conseguir su empeño gastaba tal suma de habilidad política y diplomática, que merecía con justicia que se le considerase como á un verdadero hombre de Estado, bien que sus talentos de estadista los aplicara exclusivamente á mantenerse en la secretaría y á embrollar cada día más los negocios.
Antes de almorzar fué Pío Cid á visitar á don Esteban, el párroco del pueblo. Barajas, que por dirigirle en todo quería darle hasta reglas de etiqueta, le aconsejó que fuera antes á casa del alcalde; pero él no hizo caso de la advertencia, á la que sólo contestó diciendo que tenía una deuda de gratitud con el cura, mientras que á D. Federo, el alcalde, ni siquiera le conocía. Halló al buen párroco sentado de media anqueta en un viejo sillón de cuero, leyendo en un libro antiguo de mucho volumen, abierto sobre una mesa grande, de las de barandillas. Le saludó afectuosamente, diciéndole que no se levantara, y, al acercarse á la mesa, vió que el infolio era la Biblia y que estaba abierta por el libro de Job.
—¿Qué es eso—le preguntó amistosamente,—está usted inspirándose en la vida de este pacientísimo varón para poder sobrellevar los disgustos que le dan estas gentes?
—Ya ni la paciencia de Job basta—contestó el cura,—y los tengo abandonados porque no hay medio de hacer carrera con ellos por ningún lado que se tire. Pero ¿cuándo ha llegado usted? Yo le esperaba desde hace unos días.
—Acabo de llegar ahora mismo—respondió Pío Cid.—El secretario, con quien tropecé en el camino, me ha ofrecido alojamiento, y yo lo he aceptado por no mezclar á usted en mis asuntos, aunque, si no fuera por ellos, hubiera preferido venir á esta casa.
—Ha pensado usted muy cuerdamente—dijo el cura,—porque yo estoy cada día más apartado de las discordias de este desventurado pueblo, que si no terminan, darán al traste con lo poco que queda en pie.
—Pues vea usted lo que son las cosas—replicó Pío Cid riendo;—yo creía que esto iba mejorando por cierto detalle que he notado ahora mismo, y que me ha parecido de buen augurio. He visto al pasar que en la barbería estaban afeitando á la vez dos barberos, y he visto con sorpresa que son los mismos de mi tiempo: el tío Zambomba y el compadre Elias, tales como yo los dejé, como si no hubieran pasado los años por ellos. Sólo que, en mi época, cuando trabajaba el uno tenía que cerrar el otro, y ahora están los dos en el mismo establecimiento, y hasta han puesto colgada á la puerta una bacía que me ha hecho pensar en el famoso yelmo de Mambrino. «Este no es mi Aldamar, pensé; por aquí han soplado vientos de tolerancia, cuando estos dos barberos rivales se avienen á afeitar á la vez.»
—A desollar al prójimo, debía usted decir—replicó el cura, riendo también.—Porque ahora, como antes, separados y juntos, lo hacen pésimamente. Mire usted lo que yo he tenido que hacer—añadió, sacando de un cajón de la mesa un rollo de cuero; y desliándolo, mostró á Pío Cid tres navajas de afeitar.—Esto he tenido que hacer para que no me martiricen más estos gañanes; hoy, á Dios gracias, me afeito solo. Únicamente llamo al tío Zambomba para que me repase la corona, y esto durará poco, porque, como ve usted, no me quedan más que cuatro pelos.
—De suerte—dijo Pío Cid,—que estamos como estábamos, ó peor.
—Le diré á usted—respondió el cura:—este alcalde de ahora no es bueno, pero es un santo comparado con el que salió. Aquél era una hechura del período revolucionario, y pudiera decirse que del mismo Satán. En su época se infiltró aquí el virus racionalista, traído en hora menguada por la prensa anticristiana, y de entonces viene el desbarajuste que en todo se nota. ¡Ah!—exclamó el cura, entusiasmado con su perorata.—Usted no sabe en qué abismo nos hallamos hundidos. ¡Ya no hay fe, ni siquiera decoro! ¿Cómo ha de haberlos, si toda esta generación está amamantada con lecturas impías ú obscenas?
—Pero ¿cómo es eso posible—interrumpió Pío Cid,—si aquí casi nadie sabe leer?
—Saben cuando les conviene—contestó el cura,—y si no leen, oyen. Yo he visto con estos ojos que ha de comerse la tierra, libros pornográficos con pinturas asquerosas, cuya vista sola ponía el pelo de punta; y esos libros los compraba y los daba á leer ese mismo alcalde infame; él decía que para ilustrar á sus gobernados; en realidad, con el siniestro designio de desmoralizar al pueblo, de arrojar en él la cizaña más perniciosa, la de la lujuria, con lo cual convirtió estos lugares en una repugnante letrina. En fin, todo sea por Dios, hoy parece que mejoramos. Este D. Federo es siquiera buen católico y ha tomado á pechos restaurar el fuero de la religión. Porque aquí ya no iba nadie á la iglesia; los hombres por ser hombres, y las mujeres por no malquistarse con sus maridos. Iban algunas pobres viejas, y pare usted de contar. Ahora, este alcalde ha dispuesto que los domingos los escopeteros del pueblo cierren todas las entradas y salidas, para que nadie pueda irse sin haber cumplido antes sus deberes religiosos.
—Y ¿produce efecto ese rigor?—preguntó Pío Cid, á quien le hacía gracia el candor con que D. Esteban celebraba este recurso á la fuerza armada para restaurar el imperio de la fe á escopetazo limpio.
—Le diré á usted—contestó el cura:—hay algunos tan pícaros que se escapan por las bardas de los corrales por burlar á la autoridad; pero la mayoría ha comprendido la razón, y empieza á ir á misa y á oir mis sermones. Esto es todo lo que yo deseo, pues siquiera, escuchándome hay esperanza de que vuelvan al redil que en mal hora abandonaron. Le aseguro á usted, señor D. Pío—añadió el cura haciendo un gesto de dolor al intentar ponerse de pie,—que la misión más penosa que pueda caberle á un hombre en nuestros días, es tener á su cargo la cura de almas…
—¿Qué es eso?—preguntó Pío Cid, notando el gesto de D. Esteban.—¿Está usted enfermo?
—No es cosa nueva—contestó el cura:—son unas picaras hemorroides que no me dejan ni descansar á gusto. También hay aquí la calamidad de que tenemos un médico del año 40, que no atina casi nunca. A mí me está recetando desde Año Nuevo, y creo que cada día voy peor.
—¿Se figura usted—preguntó Pío Cid—que el año 40 no se sabía curar lo mismo que ahora? Diga usted que el médico no habrá acertado, porque la enfermedad que usted tiene quizás se cura ahora lo mismo que en tiempo de Hipócrates.
—¿Conoce usted alguna receta?—preguntó el cura.
—No es menester receta, puesto que conozco un aforismo muy sabio, que á usted no le será desconocido tampoco; aquel que dice: Sublata causa, tollitur effectus. A mi juicio, las almorranas que usted padece provienen de la vida sedentaria que hace, y desaparecerían si dedicara usted todos los días una ó dos horas á pasear por el campo. ¿No le gusta á usted cazar?
—¿Cómo quiere usted—exclamó el cura—que yo use armas de fuego?
—No hablo yo de la caza con escopeta—replicó Pío Cid.—Hay también la caza de pájaros vivos, con arbolillo; y en lo alto de Los Castaños hay un soto que está siempre plagado de verderones y colorines. Con ir y volver ya tiene usted un paseo de dos horas, y no un paseo tonto, sino entretenido, con las peripecias de la caza. Pepillo, el hijo del tío Rogerio, podrá llevarle á usted el arbolillo y las jaulas.
—Pero ¿cómo sabe usted que viene aquí Pepillo?—preguntó el cura.
—Me lo ha dicho su hermana Rosarico, á la que encontré en la Fuente de los Garbanzos—contestó Pío Cid.—Por cierto que me parece que la muchacha esa tiene unos amoríos con cierto sujeto… Usted estará enterado de la historia.
—En efecto, con uno de los Tomasines. Bastante se ha hablado de eso y no para bien; porque el Tomasín está publicando por ahí á la pobre muchacha, y como él no se case con ella, mal vamos. Hay cierta rivalidad antigua entre los Tomasines y los Rogerios; y como los unos están ahora muy subidos de punto, y los otros á la cuarta pregunta, el padre de Tomasín no consiente en el casamiento; y el hijo, por salirse con la suya, porque quiere á la muchacha, le está quitando el crédito… ¿Qué le parece á usted? Días pasados le decía yo á ese facineroso: «Pero ven acá, infame, ¿no sabes lo que dice la copla aquella: «¿Para qué enturbias el agua—que has de venir á beber?» ¿No es innoble, ruin y hasta criminal lo que estás haciendo?» ¡Ah, señor D. Pío, está usted en el pueblo media hora, y ya empieza á ver y á oir; si estuviera medio año saldría huyendo á uña de caballo, y al huir, sin volver la vista atrás, renegaría de esta tierra per sæcula sceculorum, amén!
—No haya temor de que esto suceda—dijo Pío Cid,—porque me voy el domingo. Y ahora voy á preguntarle, aunque la pregunta es ociosa, si colocaron la lápida que yo dejé encargada para el panteón de mi familia.
—La trajeron—contestó el cura,—y yo mismo estuve presente cuando la colocaron, como le ofrecí á usted. Ahora mismo, puesto que no está lejos, vamos á ir, si usted quiere, al campo santo. Así comenzaré á hacer el ejercicio que usted me recomienda.
Se puso D. Esteban su bonete, cogió un paraguas rojo, muy descolorido, que en caso necesaria servía también de quitasol, y encargó á la criada que le buscara las llaves del cementerio y se las llevara allá, mientras él y Pío Cid iban de camino^ hablando de cosas del pueblo, que si fuera á contarlas todas aquí, no acabaría nunca. Pío Cid se cercioró de que su panteón de familia, que por cierto era el único de Aldamar que mereciera este nombre, estaba muy bien atendido y conservado, por lo que dió gracias á D. Esteban, el cual entonces dió comienzo á una segunda jeremiada, no para llorar los males presentes, sino para deplorar los bienes pasados.
—Yo no alcancé á conocer los tiempos de ustedes—dijo;—pero algo más valía el pueblo cuando los Cides que están en este sepulcro vivían y eran los amos de Aldamar. Todo aquello se disolvió como la sal en el agua, es decir, algo peor; cayó en manos de advenedizos que sólo miran por su medro personal. Sus padres de usted, no trato de inculparles, fueron los primeros que abandonaron sus posesiones para ir á la capital. Le dieron á usted carrera, y usted ¿qué hizo? Desligarse en absoluto de su pueblo y disipar su fortuna, yo no sé cómo. Así ocurre que nadie puede alzar la voz contra las calamidades que nos afligen, porque en este asunto se puede decir también: «Todos en él pusisteis vuestras manos…» Por cierto—añadió el cura después de una pausa, y sin que Pío Cid alegara para disculparse ninguna razón de las muchas que podía alegar,—que ya que hablo de su familia de usted, le voy á hacer una pregunta respecto de su linaje. Yo soy aficionado á sacar genealogías, y he compuesto desde su origen la de ustedes, que se remonta al siglo XVI ó comienzos del XVII, en que se estableció en Aldamar el primer Cid, que era burgalés de nacimiento y de pura estirpe castellana. Todos los descendientes de este Cid nacieron en este pueblo, excepto usted, que nació en Granada, y que, por lo que veo, va á ser el último de su casta. Es decir, aunque dejara hijos lo sería, porque el apellido Cid lo lleva usted ya en segundo lugar, y se perdería al pasar á su descendencia. Pero voy á mi pregunta. Así como por parte de madre conozco el árbol genealógico de usted, por parte de padre no he podido averiguar gran cosa, porque su padre se estableció aquí después de casado. Según aparece de los registros, era natural de Adra…
—Yo no sé gran cosa de mi progenie—contestó Pío Cid.—La tradición esa de los Cides sí la conocía, y respecto de mi padre, sólo sé que, aunque nació en Adra, era levantino de origen. Esto es seguro, porque la fortuna de mi padre procedía de un hermano suyo, que murió sin hijos, dejándole por único heredero de un gran capital, invertido casi todo en un negocio considerable de exportación de vinos en Alicante. Mi padre siguió algún tiempo el negocio, valiéndose de administradores, y, por último, lo liquidó de mala manera antes que se lo echaran por completo á perder. No creo que si entrara usted en investigaciones descubriera muchos pergaminos en mi rama paterna; estoy más bien por pensar que fueron gente pobre, pues mi padre, antes de casarse, era maestro bodeguero, y sabía llenar de vino una bodega con sólo que le pusieran agua á mano y le dejaran mezclar polvos y tinturas, que él mismo preparaba como si fuera químico de profesión. Esto no quita para que fuera un caballero perfecto, como lo probó cuando le vino la herencia. En menos que tardo yo en decirlo se transformó como gusano que se cambia en mariposa, y del bodeguero listo y de ancha conciencia salió un señorón en el que no había medio de descubrir la hilaza, y un hombre de bien á carta cabal. Claro está que en materia de finura nunca le llegó á mi madre al tobillo; pero con sólo que mi madre consintiera en casarse con él, está dicho que mi padre era un hombre de mérito. Esto es todo lo que le puedo decir de mi linaje.
—Le doy á usted las gracias por sus informes—dijo el cura.—Usted no sabe el interés que tienen para mí estos estudios, que á otros les parecen cosa de pasatiempo. Es curiosísimo averiguar, como yo he averiguado, el origen de muchos apellidos de esta comarca, casi todos los cuales proceden de Castilla y de Galicia. Así, por ejemplo, mi apellido, que es Chiroza, viene de un Quiroga, gallego. Vea usted qué cambios ortográficos tan caprichosos. Yo he encontrado Quirugas, Chirugas, Quirozas y Chirozas, y todos, todos no son más que variantes del apellido originario, adulterado por la mala pronunciación de la gente del pueblo. Le repito á usted que es interesantísimo el estudio de las genealogías.
De vuelta á casa del cura, despidióse de él Pío Cid, y se fué á visitar á los Tomasines, que eran hijos y nietos del Tomasín primitivo, capataz de Los castaños en tiempo de los Cides; no tardó en averiguar que el difamador de Rosarico era hijo de Blas Tomasín, é inmediatamente formó propósito de emplear su influencia en beneficio de la buena muchacha. Pío Cid conocía muy bien el terreno que pisaba, y le bastó cruzar algunas palabras con Rosarico para comprender que la criatura estaba enamorada, y más aún que enamorada, gravemente comprometida.
—Si hubiera sólo un pique amoroso—pensó Pío Cid,—Rosarico hubiera entrado conmigo en el pueblo por darle cantaleta á su novio; esto lo sabe hacer hasta la mozuela más ramplona y palurda. Cuando temió que la vieran es que él es el que manda, y un hombre sólo manda cuando la mujer ha perdido los estribos. Así, pues, las difamaciones del Tomasín debían tener más de verdad que de mentira, y si no se apresuraba la boda, corría Rosarico grave riesgo de salir luego con un sietemesino.
Esta negociación matrimonial, que para otro sería asunto despreciable é indigno de fijar en él la atención, era para Pío Cid más importante que su elección; porque le había gustado ver á Rosarico venir á buscar agua para que sus padres ancianos pudieran roer los garbancejos.
—Aquí no hay más que un arreglo—se decía Pío Cid:—para que Blas Tomasín ceda hay que cegarle por el interés, porque otro lenguaje sería música celestial. A mí no me quedan ya más que unos cincuenta daros, y si abro la mano voy á tener que volver á Madrid de limosna; pero por algo se dice que donde mucho hubo, algo queda; ahora recuerdo que, cuando vine la vez anterior, el registrador me habló de la compra de los censos que mi familia tenía. Yo entonces no le hice caso, y los dichosos censos me van á prestar hoy un brillante servicio.
Esto que decía Pío Cid era verdad, pues, según parece, D.aConcha, que consintió en venderlo todo, no quiso enajenar los censos, porque le había oído decir á su madre que era lo único que restaba del antiguo señorío que los Cides ejercían sobre Aldamar, y que había que conservarlos eternamente, si era posible, aunque no se cobrara, como no se cobraba, el canon anual. Hay que advertir que, aunque los censos eran más de cien, muchos se habían trasconejado en los registros, y los que quedaban eran el que más de catorce reales al año, y algunos consistían sólo en una gallina. Pero aunque la renta fuera de un millón de reales, Pío Cid la hubiera regalado: tal era el despego que tenía á la propiedad; y aunque la renta fuera de unos cuantos ochavos, los Tomasines la aceptarían con júbilo por el prestigio señorial que á ella iba anejo. No se anduvo Pío Cid con medias palabras, sino que al ver á Blas Tomasín y á su hijo, á los que tuvieron que ir á buscar al campo para que vinieran á hablar con su amo antiguo, les estrechó las manos muy campechanamente y les dijo de buenas á primeras:
—Estoy muy disgustado con vosotros, en particular con este mozuelo, porque no he hecho más que llegar, y ya me he enterado de que anda por ahí poniendo por los suelos á una muchacha muy decente, y á la que debíais tener más consideración, siquiera por ser hija de un buen hombre, que ha pasado casi toda su vida en el cortijo con todos vosotros. Esto es indigno; y como yo no tolero que se cometan indignidades donde yo estoy, he decidido, y lo haré sin demora, regalarle á Rosarico los censos que tengo aquí perdidos, y que representan al año un puñado de duros. Ya verás tú cuando se sepa si acuden como moscas los golosos. Así los habrá—agregó Pío Cid, juntando las yemas de los dedos, y uniéndolas y separándolas muchas veces con gran presteza,—así los habrá, y tú te vas á quedar con tres palmos de narices. No me extraña—prosiguió con indignación aparente, puesto que sabía que la causa estaba ganada—que tu hijo le dé como le da á la sin hueso, porque todos los Tomasines habéis sido siempre muy largos de lengua, y «de casta le viene al galgo el ser rabilargo»; pero al fin, tu hijo es todavía una criatura sin reflexión, y tú eres el que debías corregirle, y si no lo haces eres peor que él. Quizás te extrañará que yo me tome tanto calor por lo que no me va ni me viene; pero me va en ello más de lo que os podéis figurar, y punto redondo. Conque pongamos las cartas boca arriba; yo no he dicho todavía á nadie mi pensamiento; si este caballerete se casa con la Rosarico, ya sabéis cuál es mi regalo de boda; así, nadie tiene que decir que el matrimonio ha sido por interés; si no, yo haré lo que me parezca, sin dar más explicaciones.
—Don Pío, me ha dejao osté atortolao—dijo Blas Tomasín.—Bien sabe Dios que lo que yo siento más en el mundo es que osté reniegue de nosotros, y la verdad, me ha dejao osté jecho un pan. Empués de tanto tiempo sin verlo, que tenga yo que oir lo que oigo… Vamos—exclamó encarándose con su hijo,—quítate de elante, bandío, que maldigo jasta la hora en que te di el ser que tienes. Yo le juro á osté, D. Pío, por estas cruces de Dios, que no sé ná de esas jablaurías, naíca, se lo juro cien veces pares.
—No hay que echar maldiciones—dijo Pío Cid,—porque algunas veces alcanzan. Lo que hay que hacer es reparar el mal que se ha hecho; y cuando un hombre le quita el crédito á una mujer, debe casarse con ella: si es verdad, por ser verdad, y si es mentira, con mayor razón.
—¿Qué dices tú á esto?—preguntó Tomasín á su hijo.—Habla, hombre, que paeces una lechuza con esa cara tan espantá.
El muchacho no contestó nada, porque no quería descubrir la comedia de su padre, que era el que se había opuesto á sus relaciones con la hija del tío Rogerio y el que le había lanzado en el camino de las difamaciones, medio que suele producir buenos resultados para arreglar bodas imposibles.
—Yo le conozco en la cara—dijo Pío Cid—que está arrepentido de su mala acción, y que si le dejan se casará con Rosarico sin replicar.
—Yo por mí—anadió el padre,—jago lo mesmo que Pilatos. Los hijos han de casarse á su gusto, para que, si les sale mal, se aguanten y no vengan luego con dolamas.
—Pues entonces no hay más que dar un sí ó un no—dijo Pío Cid, dirigiéndose al Tomasinillo contesta de una vez, y sepa yo á qué atenerme.
—Yo—contestó el muchacho—no tengo más volunta que la de osté; y si osté me dice que me tire por un tajo de cabeza, me tiro, y cruz y luz.
—No se trata de mi voluntad, sino de la tuya—replicó Pío Cid;—y yo no te digo que te tires por un tajo, sino que te cases con una mujer que ha sido tu novia y que cuando lo fué sería porque te gustaba.
—Me gustaba y me gusta, sí, señor—dijo el muchacho,—y me casaré con ella manque sea para ir á pedir limosna.
—Pues estamos hablando en tonto—concluyó Pío Cid,—porque todos estamos de acuerdo. Y lo que yo saco en limpio es que tú has hablado mal de tu novia por vengarte de algo que ella te habrá hecho, y que, aunque yo no hubiera metido mano en el asunto, tu fin era casarte con la Rogerilla. Lo único que has ganado es que ahora te vas á encontrar con una ganga que no esperabas; casi estaba por volverme atrás para castigar tus habladurías; pero no, la promesa se cumple, y sin comerlo ni beberlo te alzas con los censos y me heredas sin morirme. Tú debes haber nacido de pies.
Así terminó la notable entrevista, y Pío Cid se fué á casa de los Rogerios pasando antes por la del secretario, para que el tío Rentero le acompañase. Entretanto, Blas Tomasín ponía á su mujer al corriente de lo ocurrido, aunque ésta estaba ya en autos, pues no había dejado de entrar y salir con diversos pretextos, y al refilón había cogido gran parte del coloquio. Y cuentan las crónicas que la mujer de Blas era tan mal pensada, que lo primero que le dijo á su marido fué:
—Esto te servirá pa que veas que yo no me mamo el deo, y que cuando yo te decía que entre el señorito y la Boqueta hubo lo que hubo…
—No digas esatinos, mujer—interrumpió Blas;—si la Boqueta andaba ya por los cuarenta cuando el señorito escomenzó á mocear.
—Antes ú empués, fué siempre el señorito un tuno—replicó la Tomasina,—y perdía el sentido en cuanto que vía unas naguas. Yo no quieo que por mí paezga nadie, pero la Boqueta era de las de mátalas callando. ¿Por qué si no, vamos á ver, iba D. Pío á regalar, así porque sí, la única propieá que le quea? Si le tira la hija es porque le tiróla madre, y no pondría yo las manos en el fuego porque la Rosarico no sea ¿quién sabe? hija…
—¡Jesú, María y José!—exclamó Blas;—calla esa boca, que hay días que paeces un escorpión.
—Yo lo que digo—insistió la Tomasina,—es que la Rosarico es la más fina de su casa, y que el aire suyo es de señorío, que á los Rogerios no hay por dónde les venga.
—Mujer, no icías eso enantes—reflexionó Blas,—que no querías que tu hijo se casara porque la Rosarico era mu bestia.
—Como que no la han educao—replicó la Tomasina;—pero eso ¿que tié que ver con la fisonomía de la cara?
—Pus yo te digo—sentenció Blas para concluir la conversación—que sería mucha honra emparentar con los Cíes, pero que la Roqueta ha sío siempre una mujer honra, y que lo que tú dices son figuraciones.
Al mismo tiempo que los padres tenían estas razones, el hijo corría como un gamo á casa de los Rogerios. Yió á la puerta á la tía Roqueta, y rodeó un poco para entrar por la espalda de la casa, saltando un salve de saúcos que servía de cerca al corral. Allí encontró á Rosarico tendiendo unos trapos, y se abrazó á ella, diciéndole con el poco aliento que le quedaba:
—Ya eres mi mujer, Rosarico. Ahora sí que va de veras.
—Tú estás loco—exclamó ella, desasiéndose asustada.
—Lo que estoy—contestó Tomasín,—es que la alegría no me cabe en el cuerpo. No pienses que vengo trastornao. Ha sío cosa de D. Pío, el hijo de los amos, que ha convenció á mi padre; y además nus regala los censos del pueblo pa los dos.
—Vaya, que me dejas pasmá—dijo Rosarico.—Ese señor me ha traío hoy en su mulo dende la fuente, y tié cara de ser un santo. Pero ¿cómo se ha enterao?
—Se ha enterao—contestó Tomasín,—y le ha echao á mi padre un sermón, que quisiera que hubias estao allí, detrás de la puerta.
—Tu padre es un avaricioso—dijo Rosarico—y habrá consentío por los intereses. Y á ti no debía yo quererte ahora, y debía escupirte á la cara por las perrerías que me has hecho.
—Yo lo hacía pa que casaran. No me guardes rancuña.
—Toos los hombres sois unos pillos—insistió Rosarico,—y tú no te queas atrás.
—Guano, mujer—dijo Tomasín,—vamos á contárselo á tu madre, y pelillos á la mar.
La vieja Roqueta oyó la noticia haciéndose cruces, porque cuando supo por su hija la llegada de Pío Cid, pensó ir á hablar con él y contarle lo que ocurría, para que tomara cartas en el asunto y obligase al Tomasín á tapar la falta antes que se descubriera más y no hubiera medio de cerrarles la boca á las gentes.
—No hay dúa—dijo la vieja—que el señorito Pío tiene alguien que le sopla too lo que pasa, porque esto paece cosa de brujería. ¡Quién había de pensar la cabeza que ha sacao! Yo le di veces cuando su madre lo criaba, y de chico paecía un tontorrón.
No tardó en presentarse Pío Cid, y tanto él como el tío Rentero, fueron agasajados como príncipes. La tía Roqueta le hablaba de tú por tú, porque ya no podía acostumbrarse á llamarle de usted, aunque le imponía la estatura y la larga barba del que ella había visto en pañales. En cuanto á la Rosarico, aunque ella no lo decía y procuraba parecer serena, lo cierto es que no podía mirar á Pío Cid sin echarse á temblar, no de miedo, sino de algo que andaba muy cerca de la veneración. Hasta bien entrada la noche estuvo Pío Cid con aquella pobre familia, porque quiso esperar á que todos fuesen llegando, para conocerlos á todos y echar un párrafo con el tío Rogelio, con quien en su juventud había hecho más de un viaje desde Aldamar á Granada. También vino por la noche Blas Tomasín y su mujer, y allí quedó concertada la boda y que desde el primer domingo empezaran á correr las amonestaciones. Pío Cid encargó que le avisaran al notario, que aunque lo era de Aldamar vivía en Seronete por haberse casado allí con una ricacha, para otorgar al día siguiente la escritura de los censos, y el tío Rentero, que deseaba ver á su hija Polonia, se prestó á desempeñar la comisión.
Esta liberalidad de Pío Cid le fué provechosa, porque en los breves momentos que habló con el notario se captó sus simpatías y le interesó, sin pretenderlo, en la contienda electoral. Según dijo D. Félix, que así se llamaba el Notario, D. Crispulo, el cura de La Rabióla, había metido el cisma en Seronete haciendo propaganda á favor de Pío Cid, y al marcharse había dejado como jefe de los anticañaveralistas á D. Cecilio Ciruela, maestro del pueblo, el cual estaba mal con las autoridades porque no cobraba el sueldo hacía una infinidad de años. Don Félix no era tampoco muy amigo de D. Carlos, y prometió espontáneamente votar él, con todos sus amigos y dependientes, á favor de Pío Cid, aunque éste le dijo que no le gustaba encizañar á las gentes, y que así como le parecía muy mal que D. Carlos estuviese en Aldamar repartiendo dinero y haciendo promesas imposibles, no le parecía bien ir él al pueblo de su adversario á hacer trabajos de zapa. Bien que estuviera distraído en sus asuntos particulares, no dejaba de notar los manejos de sus contrarios, ni que éstos estaban favorecidos abiertamente por el Acalde, y solapadamente por el secretario, que se vendía como amigo de Pío Cid. Pero no se inquietó por ello, porque sabía que sólo le faltaban siete votos, y éstos los hallaría él al volver de una esquina. Ramón Barajas, por cubrir el papel, le hacía algunas reflexiones acerca de las funestas consecuencias que podía acarrearle su abandono.
—La elección se aproxima—le dijo—y hay que moverse. Hay que reunir á los electores y pronunciarles un discurso… Yo le daré á usted la pauta, no porque usted la necesite, sino para que sepa cuáles son las aspiraciones del pueblo… El barrio alto quiere que le pongan un estanco para no ser menos…
—Voto en contra del estanco—interrumpió Pío Cid.—El fumar es un vicio tonto que no conviene prohibirlo, ni tampoco fomentarlo. Hasta ahora nadie se habrá quedado sin fumar porque haya un solo estanco; si se ponen dos, se fumará más, y más dinero se irá en humo.
—¿Y los caminos?—preguntó Barajas torciendo el gesto.—En una región eminentemente agrícola…
—En una región eminentemente agrícola—interrumpió Pío Cid,—lo que hace falta es trabajar eminentemente en el campo, y no intrigar, que es lo que usted hace.
—Don Pío, ¡por Dios!—exclamó Barajas.
—¿Cree usted—prosiguió Pío Cid—que yo he venido á Aldamar para que usted juegue conmigo? Sepa usted que la elección la ha hecho ya quien puede, y que no tengo necesidad de usted. Sepa usted que estoy enterado de que el alcalde, á quien no he visto ni quiero ver, está de acuerdo con los Cañaverales, porque D. Carlos le ha ofrecido traerle de Madrid un sombrero para su hija, para que vaya á Granada estas fiestas del Corpus.
—Eso es verdad—interrumpió Barajas,—y es cierto también, y usted quizás no lo sepa, que le ha ofrecido, además del sombrerillo, un cinto de siete hebillas, igual que otro que D. Carlos tiene, y que dice que lo compró en Madrid en la calle de Preciados. Ya ve usted si yo estoy al corriente de todo, y este detalle del cinto es quizás lo que más ha decidido á D. Federo, porque está disgustado de tener un buche que hasta le molesta para andar.
—Pues razón de más—dijo Pío Cid—para que yo no quiera verle; porque no me gustan los hombres buchones.
—¿Y el juez municipal?—preguntó Barajas.—Ése está por usted y ha venido dos veces á buscarle.
—Ese es un mal sujeto—contestó Pío Cid,—y se me ha puesto no recibirle. Y, en resumidas cuentas, le he dicho á usted, y le repito, que la elección está ya hecha y que no necesito de ustedes.
—No son esas mis noticias—dijo el socarrón de Barajas.—Yo creía que le faltaban á usted algunos votos y que la elección se ha de decidir aquí… porque con Seronete no hay que contar para nada.
—Y ¿cree usted—preguntó Pío Cid—que los contados votos que me faltan no los tengo yo seguros sin salir de la familia de los Tomasines, que es más larga que una soga? Y aunque por sus trapacerías de usted no obtuviera yo aquí ni un voto, ¿no es mucho hablar eso de que con Seronete no hay que contar para nada? ¿Oree usted ser el único trapalón que hay en España, y que Aldamar tiene el privilegio de las miserables envidias contra sus propios hijos? Lo mismo que ustedes me harán á mí una trastada por ser yo de aquí, en Seronete se la harán á Cañaveral por ser él de allí. Lo natural sería que los pueblos apoyasen á sus hijos, y no á los del vecino; pero quiere decir que si apoyan á los del vecino y no á los suyos, como todos caen en la misma falta, lo que se pierde por un lado se gana por otro, y no hay por qué lamentarse. Para terminar, amigo Barajas, porque este tema me incomoda: yo sé que usted hace á dos caras, y le comunico, para que luego no le coja de nuevas, que si gano la elección le quito á usted la secretaría. Al alcalde no le haré nada á pesar del buche, porque siquiera es franco y me hace la guerra á cara descubierta; pero á usted le quito la secretaría, y si no, al tiempo.
Con estas amenazas estaba el secretario que no le llegaba la camisa al cuerpo; pero su amor á la intriga era tal, que no se decidió á jugar limpio. Seguía de acuerdo con Cañaveral, y la noche antes de la elección quiso hacer ver que echaba el resto por Pío Cid, y reunió en su casa á los amigos de éste para obsequiarles con un gran convite, en que hubo vino y aguardiente en abundancia. Para amenizar la fiesta, aparte el discurso que él había preparado,quiso que hubiera intermedio cómico, y trajo al tonto Almecina, que era la figura más popular del pueblo y servía de instrumento de diversión al grupo espiritista, de que era presidente el mismo Barajas, aunque, á decir verdad, ninguno de los agrupados sabía ni jota de espiritismo.
El tonto Almecina era una infeliz criatura de cerca de veinte años, que apenas representaba ocho ó diez de puro miserable y revejido que estaba; era cojo y manco, medio ciego y medio sordo y algo tartamudo; su familia lo había abandonado, y él andaba rodando por las calles haciendo reir con sus bobadas, á cambio de las que recogía de sobra para comer; su única habilidad consistía en roer almecinas y tirar los huesos con un canuto de caña con tal tino, que, aunque no tenía más que un ojo medio chuchurrido, donde ponía el ojo ponía el proyectil; de donde le vino el sobrenombre que tenía. Otro de los motivos de su popularidad, además de su desgracia, era la broma que los espiritistas habían hecho correr, asegurando que Almecina era ni más ni menos que Felipe II. Barajas creía en la metempsicosis, y decía que el alma de Felipe II había transmigrado al cuerpo de aquel niño tonto y lisiado, para purgar en la tierra el mucho mal que había hecho la primera vez que en ella vivió y reinó. Sin duda le daba el corazón que en tiempo de Felipe II él no hubiera podido ser secretario, y de aquí la inquina que le tenía á aquel templado Monarca.
Vino, pues, el tonto Almecina, y Pío Cid, que no sabía nada de él, le sentó en una silla á su lado, y le preguntó que cómo se llamaba.
—Me lla… lla… llamo Allll… me… me… mecina.
—Ese es un apodo—dijo Pío Cid.—Te pregunto el nombre y el apellido.
—No lo… lo… lo sé—tartamudeó el tonto.
—Dichoso tú—dijo Pío Cid—que no sabes siquiera cómo te llamas. Y ¿qué es lo que tú haces? ¿Qué eres?
—Yo… yo… yo…—tartamudeó el tonto—soooy Fe… Fe… Fe lipe se… se… segundo.
—Y ¿cómo sabes eso?—preguntó Pío Cid.
—Porque lo… lo… lo icen—contestó el tonto.
—Por lo visto, á ti te han tomado como cosa de juego—dijo Pío Cid.—Bien podían enseñarte algo, que tú no eres tan tonto como pareces. Vamos á ver, ¿quién es el hombre más pillo de Aldamar?
—Don… Don… Don Ramón—repiqueteó el tonto entre las carcajadas de la concurrencia.
Barajas rió también, pero estaba más corrido que una mona, y más cuando Pío Cid se levantó diciendo:
—Me voy á dormir, porque no me gusta divertirme á costa de la infelicidad.
Y, en efecto, se retiró, y cuando subió á su cuarto le dió al tío Rentero una camisa y unos calzoncillos para que mudaran de ropa al tonto, que estaba para que lo cogieran con tenazas.
No tardó en disolverse la asamblea alcohólico-electoral, y entonces salió Barajas á avistarse con el bando contrario. Era cosa decidida que no hubiera elección legal; de haberla, aunque Pío Cid se dedicara á insultar á los electores, habría siempre muchos que votaran por él, porque era hombre de esos que tienen buena sombra.
Barajas propuso el medio hábil para triunfar, que era avanzar tres horas el reloj de las Casas Consistoriales, reunirse á las seis ó antes los amigos de confianza y volcar el puchero, es decir, poner todos los votos presentes y ausentes á favor de Cañaveral. Para que no hubiera duda respecto á la hora, propuso asimismo Barajas una señal segura. Francolín, el hermano de Rosarico, era porquero del pueblo, y recogía todas las mañanas los cerdos para llevarlos al monte mediante una cantidad módica, que era de quince cuartos por cabeza al mes. Antes que rajara el alba salía tocando su bocina por las calles del pueblo, á cuya señal los vecinos daban suelta al ganado. Barajas ideó que el toque de bocina sirviera aquel domingo para convocar á los conjurados, y el pobre Francolín prestó inocentemente un buen servicio á los enemigos del protector de su hermana, por el cual decía él que si tuviera voto votaría cuarenta veces seguidas, aunque tuvieran los marranos que quedarse en el pueblo. Todo salió á pedir de boca, y no eran aún las seis cuando ya estaba muñida la elección, en la que todo el pueblo había votado por D. Carlos, excepto Barajas, que se abstuvo por prudencia inocente. Sin embargo, Pío Cid lo supo todo porque se levantó muy temprano, y al notar cierto movimiento de gente, se asomó á la plaza y vió el reloj que apuntaba cerca de las ocho cuando apenas se veían los dedos de la mano. Volvió á su casa, esto es, á la del secretario, pues por no gustarle las novelerías no había querido cambiar, aunque iba á comer á casa de sus conocidos. Se entretuvo en redactar la receta que había venido elaborando aquellos días, y que en aquel momento le salió de un tirón, y al punto de terminarla oyó que el tío Rentero llamaba á la puerta del cuarto.
—Adelante—dijo;—está abierto.
—Señor D. Pío—exclamó entrando el tío Rentero,—¿sabe su mercé que me paece que nus la han pegao?
—A buena hora se desayuna usted—dijo Pío Cid.—A las seis estaba ya hecho el amasijo.
—¡Y osté se quea tan fresco!—gritó el tío Rentero.
—Espere usted á que vengan noticias de Seronete, y entonces hablaremos—dijo Pío Cid.—Ahora vayase usted á pasear, que creo que sube el secretario.
—Don Pío—entró diciendo éste,—aquí se ha cometido con nosotros un atropello, porque de otro modo no me explico lo que pasa. Pero ¿qué es eso?—preguntó mirando los papeles que Pío Cid tenía sobre la mesa, para ver si era algún escrito relacionado con la elección.
—No es nada—dijo Pío Cid, recogiendo los papeles;—es una comunicación al Observatorio astronómico para que vea qué ocurre en este desgraciado país, porque no comprendo cómo daban las ocho en el reloj del pueblo mucho antes de que saliera el sol. Algún cataclismo nos amenaza, y bueno es vivir prevenidos.
—Es que hoy está nublado—dijo Barajas, que no las tenía todas consigo.
—Está raso como un pandero—dijo Pío Cid,—y el nublado es usted. Si no fuera por consideración á que estoy en su casa, le tiraba por la ventana de un puntapié.
—Yo le juro á usted—dijo Barajas—que no he intervenido en la elección, y si aparece mi voto en ella, que me corten el cuello.
—Hemos terminado la conversación—dijo Pío Cid.—Cuando sepamos lo que ha pasado en Seronete, hablaremos.
A eso de medio día llegó un propio enviado por D. Félix con una carta para Pío Cid, en la que el notario le daba cuenta de la elección en estos términos casi telegráficos:
«Muy señor mío y muy distinguido amigo: Apenas terminada la elección le envío estas líneas, escritas á la ligera para decirle que de los 60 votos del censo, 27 han votado por usted y el resto por Cañaveral. La elección, intervenida por mí, perfectamente legal, y D. Cecilio se ha portado brillantemente. Celebraré haber contribuido á su triunfo y que honre con su visita á su amigo afectísimo y servidor, q. b. s. m.,—Félix Caro y Fernández.»
Pío Cid dió la carta al secretario, que estaba presente y se la comía con los ojos, y al dársela le dijo:
—Aunque rebaje usted veinte votos, me quedan bastantes para que usted se quede sin la secretaría.
Barajas devoró el mensaje, lo dejó caer de las manos, comenzaron á flaquearle las piernas, y, por último, cayó de rodillas, diciendo:
—Señor D. Pío, usted es un hombre de corazón y no puede ensañarse en un infeliz que no le ha hecho ningún mal.
—Yo tengo el corazón más duro que una piedra cuando quiero—dijo Pío Cid,—y no me ablandará usted aunque llorara más que Jeremías. No es que me ensañe con usted. Esto lo hago yo con la misma indiferencia con que me comería unos huevos fritos. Lo que quiero es castigarle á usted, y le castigaré.
—¡Me va usted á quitar el pan de mis hijos!—imploró Barajas más pálido que un muerto.
—Trabaje usted en el campo, que buenos brazos tiene. La región es eminentemente agrícola. Usted no tiene ambición ni se dejaría sobornar por dinero, le reconozco esta virtud; pero con usted no valen ni advertencias, ni consejos, ni sermones, porque está enviciado en esos trapaleos, que le engordan más que el comer; usted no aspira más que á ser secretario y hacer ver su influencia por medio de sus manejos ocultos. Yo le he conocido á usted el punto sensible, y en ese le voy á herir para curarle radicalmente. Le veo á usted como á una zorra que se ha cogido el rabo en una trampa, y en vez de compadecerme me dan ganas de pegarle cuatro palos. Levántese usted y no se humille más, porque cuanto haga es inútil.
Dicho esto, Pío Cid se volvió al mozo de don Félix y le dijo:
—Tome usted ese duro por el recado, y dígale á su amo que muchas gracias, y que ya voy para allá.
Luego le encargó al tío Rentero que aparejara los mulos y que le esperara á la entrada del camino de Seronete, á la sombra de las tapias del cementerio, adonde él iría después de despedirse de sus amigos.
Poco antes de dejar Pío Cid la casa de Barajas, dicen que se le presentó la mujer de éste, la cual estaba embarazada con la barriga hasta la boca, y gimoteando se hincó de rodillas, con las manos cruzadas, sin acertar á decir ni una palabra.
Pío Cid la levantó y se la llevó á lo más hondo del aposento, y en voz baja le dijo:
—No se sofoque usted, buena mujer, que todo lo que le he dicho á su marido ha sido para meterle miedo á ver si se mejora. Bastara que yo hubiese dormido una noche bajo el mismo techo que ustedes para que, aunque fuesen bandoleros, me guardase de hacerles ningún daño. Pero á fin de que la píldora surta el efecto apetecido júreme usted, por lo que lleva en el vientre, que hasta pasados cinco días no ha de decir á su esposo esto que yo le estoy diciendo.
—Yo se lo juro á usted—dijo la pobre secretaria sin hacérselo repetir.
—Creo en su juramento—dijo Pío Cid,—y ahora sólo me resta encargarle que aconseje bien á su marido, porque lo que hoy es broma pudiera ser veras más adelante si él sigue con sus mañas.
No se sabe si el juramento fué cumplido, aunque se cree que no se había apartado Pió Cid cien pasos de Aldamar cuando Barajas estaba en el secreto, porque la mujer no tuvo alma para verle sufrir las torturas que el desdichado sufría pensando en la hora fatídica en que la palabra cese sonaría en sus oídos como las trompetas de Jericó. También hay quien afirma que no es cierto que se presentase á Pío Cid la mujer del secretario, ni siquiera que estuviese preñada á la sazón, aunque solía estarlo con frecuencia, sino que al llegar Pío Cid á Seronete, el notario, que sabía lo ocurrido porque su criado se lo refirió, le dijo que no debía ser tan duro con el pobre Barajas; entonces fué cuando Pío Cid descubrió que su idea había sido sólo hacer pasar un mal rato á aquel tunante, pero que nunca le quitaría el puesto, porque cualquiera otro que le sucediera sería peor que él, pues la maldad no estaba en Barajas, sino en el país, que cría naturalmente hombres de ingenio fértil, que, faltos de cultura y de buena dirección, se desahogan en las pequeñas intrigas de campanario. Y se dice también que D. Félix envió otro mensaje á Barajas diciéndole que había influido para que Pío Cid desistiera de sus ideas de venganza, y que la secretaría no corría peligro; con lo cual Barajas, agradecido, resolvió al vuelo un expediente que D. Félix había formado para quedarse con ciertos terrenos de realengo que lindaban con otros de su propiedad. Así don Félix no perdió sus trabajos electorales, y Aldamar salió ganancioso, porque aquellos terrenos, antes baldíos, fueron metidos en labor por el nuevo propietario. Sea cual fuere la versión que se acepte, lo cierto filé que, después de despedirse de sus amigos, sin permitir que ninguno le acompañara, se encaminó Pío Cid al sitio convenido con el tío Rentero. Antes de emprender el viaje quiso ver por última vez su panteón familiar; y como no era cosa de ir á buscar las llaves, saltó por encima de las tapias del cementerio con tal destreza, que ni siquiera tocó en el caballete. Estuvo un rato viendo el sepulcro, y no rezó ni se entristeció, y sólo se le ocurrió pensar:
—Cuando yo vuelva á este pueblo no seré yo el que venga, sino que me traerán muerto para enterrarme.
Luego volvió á saltar la tapia, se montó en su mulo y echó á andar, mientras decía el tío Rentero:
—Salta su mercé lo mesmo que un tigre.—¿Usted sabe lo que es un tigre?—preguntó Pío Cid.
—No los he visto—contestó el tío Rentero;—pero me se esfigura que son unas alimañas de las que tienen más juerza.
El camino de Seronete cruzaba lo menos una legua por medio del inmenso cortijo de Los castaños. Pío Cid pasaba por allí como si no conociera el terreno, y el tío Rentero, que lo notó, no pudo contenerse, y después de tragarse la palabra varias veces la soltó al fin y, limpiándose los ojos llorones con el pañuelo rameado que para este uso llevaba, dijo:
—¡Válgame Dios, D. Pío, que debe su mercé de tener el corazón de piedra mármol cuando pasa por estos sitios sin que le jaga mella el verlos! Yo no he sío el propetario, y estuve aquí antiyer en lo alto de aquella loma, y cuando vía toa esta dixtensión de terreno, y too de la mejor caliá, cuasi se me enrasaron los ojos en agua. Yo no sé cómo premite Su Divina Majestá que estas fincas salgan de manos de las güeñas familias pa que las arrecojan cuatro agoniosos, que no son encapaces de jacer una virtú á naide.
—Todo tiene su fin en esta vida, y lo que parece malo es mejor á veces que lo bueno—dijo Pío Cid.—Antes había quien usaba humanamente de la propiedad; ahora llegan los que la desacreditan; más tarde vendrá quien la suprima.
—No he comprendió á su mercé—dijo el tío lientero.
—He dicho que la sociedad, sin saber lo que hace, trabaja para destruir la propiedad, porque para destruir una cosa hay primero que desacreditarla. Hoy la propiedad se va concentrando en manos de ciertos bribones, que pretenden sacar de ella más de lo debido; y este mal traerá algún día un bien, que será que no quede un propietario para un remedio.
—Pero ¿cree osté, D. Pío—preguntó el tío Rentero asustado,—que se pué vivir sin propieá?
—¿Cómo que si se puede?—dijo Pío Cid.—Pues ¿yo no vivo sin propiedades, y me va divinamente? Y usted, ¿qué propiedad tiene? ¿No vive usted de su trabajo?
—Eso es verdá—dijo el tío Rentero.
—Su huerta de usted—continuó Pío Cid—mantiene á dos familias: á ustedes, que trabajan, y al amo, que cobra la renta sin trabajar. Supongamos que la huerta es de la cuidad y que ésta cobra la renta. Su amo de usted tendría que trabajar para vivir, con lo que nadie perdería nada, y la ciudad tendría ese dinero y mucho más para emprender grandes obras, en las que tendría ocupación todo el que quisiera trabajar. Así nadie pasaría hambre, y las obras que se fueran haciendo, hechas quedaban.
—Es osté encapaz de golver loco al lucero del alba—dijo el tío Rentero.—Eso que osté dice paece mesmamente el Evangelio.
En este sustancioso coloquio, del que no se dice más que lo apuntado por amor á la brevedad, llegaron á Seronete. Pararon en casa de la Polonia, y de allí fué Pío Cid á la del notario, á quien halló con su mujer, que era una señora algo basta, pero muy guapetona, y con D. Cecilio, el maestro de escuela, comentando la elección, satisfechísimos porque D. Carlos había entrado en Seroneté echando sapos y culebras, había abofeteado al alcalde por inepto, y había dicho que iba á prender fuego al pueblo por los cuatro costados; lo cual indicaba claramente la derrota de los Cañaverales y la importancia decisiva de los veintisiete votos que sin gran molestia habían reunido los amigos de Pío Cid. Después de los saludos, dió el notario amplia explicación de lo ocurrido por la mañana, congratulándose de que las manipulaciones ilegales de D. Carlos en Aldamar hubieran quedado sin efecto merced al esfuerzo de los seronetenses; á lo cual contestó Pío Cid, diciendo:
—Ahora más que nunca siento ser quien soy, porque lo que ustedes han hecho por mí merecía que el candidato triunfante no fuera yo, que tomo estas cosas á beneficio de inventario, sino un hombre de combate, que adquiriese prontamente una gran influencia, y les recompensara el interés qué con tanto desinterés se han tomado.
—No hay que hablar de eso—dijo D. Cecilio.—Aunque usted no volviera á acordarse de mí en toda su vida, yo me alegraría de haber contribuido á su triunfo. Bien se dice que no hay enemigo pequeño, y que hasta las hormigas se vuelven para morder. Aquí se estaban divirtiendo conmigo los Cañaverales, y yo ahora gozo viéndolos humillados; ¡así reventaran por un ijar!
—Pero ¿qué daño le han hecho á usted esos señores—preguntó Pío Cid,—para que tanto encono les tenga?
—Me han hecho—contestó D. Cecilio—todo lo que pueden hacer. ¿Qué más que no pagarme el sueldo y tenerme sumido en la miseria en que vivo?
—Y ¿qué razón tienen para no pagarle?—preguntó Pío Cid.
—Ninguna—contestó D. Cecilio.—Dicen que como no va ningún niño á la escuela, no hace falta maestro. Ya ve usted qué lógica. ¿No van alumnos á la escuela? Oblíguenles á ir, y si no, no tengan maestro; pero mientras lo tengan, páguenle. Esto es claro como la luz del sol.
—Lo que yo no veo tan claro—dijo Pío Cid,—es que usted siga en este pueblo. ¿Usted no es de aquí? ¿Tiene familia?
—No, señor—contestó D. Cecilio.—Soy hijo de Santafé, y he estudiado en Granada. Pregunte usted por D. Cecilio Ciruela, y sabrá si no he sido tan buen estudiante como el primero, y si no he sacado esta escuela á pulso, sin conocer á nadie del Tribunal que juzgó mis oposiciones.
—Pues bien—dijo Pío Cid,—repito que no comprendo que siga usted aquí; comprendería que, si tuviera usted alumnos, siguiera aunque no cobrara, por amor á la pedagogía; y comprendería mejor aún que, si cobrara usted sus haberes, siguiera, aunque no enseñara, por amor al dinero; lo que no me cabe en la cabeza es que esté usted aquí sin enseñar y sin cobrar, porque yo que usted, hace tiempo que hubiera cerrado la escuela y me hubiera hecho maestro ambulante.
—¿Qué quiere usted decir con eso?—preguntó D. Cecilio, aturdido ante la lógica inexorable de Pío Cid.
—Muy sencillo—contestó Pío Cid.—Ya que no pueda darle á usted otra cosa, voy á darle algo que para mí vale más que una fortuna; voy á darle una idea.
—¿Cuála?—se apresuró á preguntar D. Cecilio.
—Cuál se dice, según la Academia—contestó Pío Cid,—aunque usted hace admirablemente en decir cuála, pues asíse dice en nuestra tierra, y, además, es muy justo que cuál sea el macho y cuála la hembra. Y ahora voy á explicarle mi pensamiento.
El caso de usted no es único; son muchos los maestros que viven en la miseria, sin que haya remedio para este mal crónico de nuestro país. ¿Qué hacer? Ahondar en este fenómeno y descubrir, como yo he descubierto, que la causa de esa obstinación con que se desatiende al magisterio no es otra que el deseo de transformarlo en instrumento de la regeneración nacional. Supóngase usted, amigo D. Cecilio, que todos los maestros de España que se hallan en el caso de usted tuvieran la idea, desesperados ya, de abandonar los pueblos en que no hacen nada útil, y dedicarse á recorrer la nación y á esparcir á todos los vientos la semilla de la enseñanza. Esto sería muy español; este profesorado andante haría lo que no ha hecho ni hará jamás el profesorado estable que tenemos. En nuestro país no se estima ni se respeta á quien se conoce, por mucho que valga. Usted sale á la plaza de Seronete, y se pone á predicar en favor de la instrucción ó á enseñar algo de lo mucho que debe saber, y es seguro que no le harán caso. Vaya usted por todos los pueblos de la provincia haciendo lo mismo, y verá cómo acuden á escucharle y á favorecerle, quién con dinero, quién con especies. ¿Cómo, dirá usted, es posible que en nuestro siglo subsistan estas formas de enseñanza, que parecen confundirse con la mendicidad? Sí, señor, es posible, y hasta que reaparezcan no adelantaremos un paso. Bajo nuestro cielo puro y diáfano, como el de Grecia, gran parte de la vida requiere aire libre, y nuestro afán de reglamentarla y meterla bajo techado, lejos de fortalecerla, la va aniquilando poco á poco. No hay deshonra en la mendicidad; pero en todo caso, el mendigo es el que pide, sin dar, en cambio, más que un «Dios se lo pague»; el que pide tocando la guitarra y cantando romances es un artista popular, el único artista conocido del pueblo pobre que no va á los teatros; y el maestro que enseñara en la plaza pública, como yo aconsejo, sería el maestro nacional por excelencia. No faltarían murmuraciones y críticas de parte de los espíritus pequeños, rutinarios; pero éstos se ensañaron también con los artistas y filósofos que formaron el alma de Grecia y que legaron su nombre á la posteridad. No hay nada tan bello como el Omnia mea mecum porto; correr libre y desembarazadamente por el mundo, ganando el pan de cada día con nuestros trabajos. ¿No conoce usted la anécdota del naufragio del poeta Simónides?
—¿Qué anécdota es esa?—preguntó D. Cecilio, impresionado por el latinajo de Pío Cid.
—Se cuenta—dijo éste—que en un viaje qué hizo por mar, la nave en que iba naufragó. Todos los pasajeros acudían á recoger sus riquezas para ver si podían salvarlas; muchos se ahogaron abrazados á ellas, y algunos las tuvieron que abandonar para ganar á nado la próxima orilla. Simónides vió impasible la catástrofe, y se echó al agua sin llevar más que lo puesto, que no valía gran cosa. Y cuando le preguntaron que dónde dejaba sus riquezas, contestó que todas sus riquezas las llevaba siempre consigo. Los náufragos que escaparon con vida se encaminaron al pueblo más cercano para que los socorrieran; y al llegar, vieron todos con asombro que Simónides comenzó á recitar sus poesías por las calles, y que el pueblo se lo disputaba para tener el honor de albergar á tan ilustre huésped. Todos fueron acogidos por lástima, pero Simónides lo fué por su propio mérito. Un hombre de talento que tiene el arranque de despreciar las riquezas y arrojarlas lejos de sí, si las tiene, recibe en el acto una riqueza mayor, la que da la fe en sí mismo; porque esta fe es el germen de todas las grandezas humanas.
Atónito escuchó D. Cecilio estos razonamientos del candidato triunfante por Seronete, y más atónitos quedaron él y D. Félix cuando le oyeron el discurso que siguió. Porque Pío Cid había manifestado deseos de dar las gracias á sus electores, y D. Félix había dispuesto obsequiarles con algunos vasos de vino. Todos eran trabajadores del campo, excepto tres: dos cuñados del mismo D. Félix y el escribiente de la notaría, que era ex secretario del Municipio, y acudieron al llamamiento con puntualidad. Los dos cuñados comieron con Pío Cid y D. Cecilio en casa de D. Félix, y después de la comida, á eso de las ocho de la noche, salieron todos á un portalón grandísimo que la casa tenía, donde los electores campesinos se habían ido reuniendo. Pío Cid les saludó uno por uno dándoles la mano, y les preguntó sus nombres y algo de sus familias. Luego, entre trago y trago, hubo conversación animada sobre la política del pueblo; y cuando toda la asamblea estuvo suficientemente caldeada, el diputado electo tomó la palabra y dijo:
—No tenía yo escrito en mi libro que hubiera de venir á Seronete á dar las gracias á los electores que me han sacado triunfante; yo soy de Aldamar, y á los aldamareños les correspondía ayudarme, aunque yo no he solicitado su apoyo, como tampoco he solicitado el vuestro. Yo siento que mi triunfo ponga de manifiesto que este pueblo está dividido en bandos, que luchan sin verdadero motivo para luchar; pero yo no soy responsable de esta división, sino los que la han promovido con sus desaciertos. Y ya que hay razón, según parece, para rebelarse contra el cacique de este pueblo, más noble es rebelarse que no seguir sometidos por temor á sus demasías, y más noble sería impedir que el cacique las cometiera, haciéndole ver que una gran fortuna no basta para dominar á un pueblo cuando los habitantes tienen dignidad y entereza. Lo primero en el hombre es la dignidad; si no se puede vivir dignamente en este pueblo, vayanse á otro, y luego á otro si es preciso; y si no encuentran en ninguno trabajo y respeto, que es lo menos á que tiene derecho un hombre, les queda aún el recurso de emigrar á otros países. La patria puede exigir mucho de sus hijos, pero no puede exigir que sacrifiquen el honor; más vale abandonar la patria que deshonrarla; una nación que cría hijos que huyen de ella por no transigir con la injusticia, es más grande por los que se van que por los que se quedan. Pero esto es hablar del último extremo en que puede verse un hombre de bien; esto lo digo sólo para taparles la boca á los que dicen que cuando á hombre rico ó poderoso se le ocurre ser amo absoluto de un pueblo, el pueblo no tiene más remedio que someterse; esto lo dicen los cobardes; los valientes, los que le tienen poco apego á la vida, no se someten nunca. Mueren, pero no se someten. Si vosotros estáis dominados, es por vuestra culpa, porque mostráis deseos de salir de vuestra condición, y el que se propone explotaros os conoce la flaqueza, y os coge por ahí, y se burla de vosotros. Van á poner un nuevo estanco, ó á nombrar un nuevo peatón, en una palabra, van á dar puestos y credenciales, y todos aguzáis las orejas. El ideal es escurrir el bulto al trabajo útil y dedicarse á esas faenas que vosotros llamáis nini-nanas. Y el que ha conseguido librarse del trabajo, piensa ahora en trasladarse á la capital, y el de la capital á la corte. Porque todos sabéis que el trabajo más inútil es el mejor pagado, y que lo último que se puede ser en este pobre país es trabajador del campo. Pero lo que vosotros no debéis olvidar es que el Evangelio dice que los últimos serán los primeros; y yo os voy á decir, para que lo sepáis, que vosotros sois los primeros en la vida del país, no porque seáis los más útiles, que esto os podría tener sin cuidado, sino porque sois los más felices, los más humanos y los más grandes. No hay edad más dichosa que aquella en que el niño está mamando, en que para él no existe más gloria que estar colgado del pecho de su madre; y no hay condición más feliz que la del hombre que vive apegado á la tierra, madre de todos, recibiendo de ella la vida en pago de sus esfuerzos. El niño, por su desgracia, no puede ser siempre niño; pronto empiezan á salirle los dientes, y con ellos comienzan los sufrimientos; y después de las enfermedades viene algo peor, los desengaños; luego la vejez y la muerte irremediable. El campesino puede vivir eternamente en la venturosa infancia; no estará libre de sufrimientos, ni de envejecer y morir; pero mientras vive no pierde el calor de su madre, y cuando muere, deja hijos que viven como él vivió. Los que habitan en las ciudades se puede decir que habitan en el aire, y en un aire malsano; viven dando vaivenes, sin nada firme á que agarrarse, y mueren con la tristeza de dejar tras de sí una generación que empieza por donde ella acaba, y que ha de sufrir mucho más que ella ha sufrido. Hay hombres grandes que llegan á conocer con su espíritu el espíritu que llena todo el universo, y que no necesitan vivir ligados á la tierra, porque han hallado otra tierra espiritual, una nueva madre que les dé abrigo y protección; pero estos hombres son contados en el mundo; los más abandonan la tierra sin tener nada á qué ligarse, y viven en las ciudades como pájaros presos en la jaula. Cuando llega un desengaño, la falsedad del amigo, la traición de la mujer, la injusticia del mando, ese hombre sin ventura se halla entre las cuatro paredes de un triste cuarto, y si echa á andar por las calles de la ciudad, quizás no halle, entre centenares de miles de hombres, uno solo á quien confiar sus penas. Así se oye hablar todos los días de infelices que se matan ó que pretenden tomar venganza de sus miserias, promoviendo revoluciones ó cometiendo atentados espantosos con instrumentos inventados expresamente para destruir la sociedad. Vosotros no estáis libres de calamidades; pero si alguna cae sobre vosotros tenéis siempre abiertos los horizontes, y por poco que reflexionéis, al espaciar la vista por estas campiñas tan hermosas y hacia estas gigantescas montañas, todos los males y todas las injusticias os parecerán pequeños comparados con esta grandeza. Aun para el hombre más desgraciado, para el que ha perdido el amor y la fe, hay siempre una religión indestructible: la de la tierra. Y ¿quién sabe si esa felicidad que se espera que ha de venir de los cielos á la tierra, no irá más seguramente de la tierra á los cielos? Porque de la tierra no salen sólo minerales ni brotan sólo plantas; salen ideas y brotan sentimientos, que si vosotros supierais recogerlos como recogéis las cosechas, os enseñarían más que todos los libros de los hombres. Ojalá que esta tierra que, girando sin cesar, nos va descubriendo las estrellas innumerables del firmamento, nos lleve algún día á otros puntos del espacio donde brillen estrellas nuevas y nos iluminen ideas más humanas; pero mientras tanto, así como rezáis, si lo rezáis, el Padre nuestro para pedir el pan de cada día, debéis rezar también una nueva oración, la Madre nuestra, para rogar á la tierra que recompense con los frutos de su seno inagotable el esfuerzo de los que en ella trabajan.
Cuando Pío Cid terminó su discurso, ninguno de los concurrentes tuvo nada que decir, aunque á todos se les conocía que estaban impresionados, aun á los que, por ser más torpes, no habían comprendido con claridad el pensamiento del orador. Don Félix le felicitó, diciéndole que si hablaba en el Parlamento con la misma serenidad y limpieza con que acababa de hablar, no tardaría en ser orador famoso y en calzarse un Ministerio, ó cuando menos una Dirección. Don Cecilio estaba orgulloso del acierto que había tenido en trabajar por el triunfo de un hombre que se expresaba con tanto desahogo, y que parecía calzar muchos puntos á juzgar por las muestras. Los campesinos estaban confusos, y sólo uno de ellos, llamado Bartolo Rodríguez, tuvo alientos para decir:
—Si el señor se hubiera dedicao á la Iglesia, con cuatro sermones como ése lo jacen arzobispo.
Poco tardó en disolverse la reunión, porque Pío Cid dijo que quería descansar para emprender al día siguiente su viaje á Granada. Se despidieron todos de D. Félix, y cada mochuelo se fué á su olivo. Aunque el notario puso empeño en que Pío Cid no se fuera á dormir á casa de la Polonia, donde lo pasaría muy mal, él no quiso causar más molestias, y se retiró también, despidiéndose como para no volver, puesto que tenía pensado dejar el pueblo muy de mañana. La hija del tío Rentero preparó las alforjas para el camino, recibiendo en cambio cinco duros que Pío Cid le dió para que se socorriera, y al amanecer salieron los dos viajeros de Seronete, tomando el camino de Júbilo, en dirección de la Sierra.
—Señor D. Pío—dijo el tío Rentero después de un buen rato de silencio,—yo no le he querío decir na á su mercé, pero creo que se acordará de que por este lao vamos á la Sierra.
—A la Sierra vamos—contestó Pío Cid.—Se me ha puesto la idea de que no he de volver vivo por estos parajes, y quiero por última vez subir á estas montañas. ¿Cree usted que se podrá cruzar al otro lado y volver á Granada por el camino de los neveros?
—Hombre, como poer, too se pué en el mundo—contestó el tío Rentero.—Trempanillo es pa subir; yo he subió siempre pa Santiago. Bien es verdá que este año ya se han bajao cuasi toas las nieves… Vamos á tener un verano seco.
—Pues no hay más que hablar—dijo Pío Cid.—Haremos dos buenas caminatas: pasaremos por Júbilo de largo, y nos detendremos en Tontaina dos ó tres horas para que los mulos tomen un buen pienso, y después seguiremos hasta las faldas del Veleta. Aunque se nos meta la noche no hay cuidado, porque hace luna. Tengo el capricho de subir al Picacho á ver salir el sol. Usted no tiene que subir, sino que se queda con los mulos más abajo, en el sitio que más le guste.
—Sa mercé me perdonará—dijo el tío Rentero,—pero lo de encaramarse al Picacho me paece una temeriá. Y menúo fresquecillo que habrá, y empués los ventisqueros.
—Si cuando estemos allí veo que la subida es peligrosa, no subiré—dijo Pío Cid,—porque no me gusta ser temerario; no hay que huir del peligro, pero buscarlo tampoco, por aquello de que «el que busca el peligro, en él perece».
Cerca de las diez de la noche serían cuando llegaron á las faldas del Veleta, á un sitio donde el tío Rentero sabía que había unos corrales cercados, hechos de pizarras, donde se podía pasar la noche al abrigo del viento, bien que aquella noche, por fortuna, sólo soplaba una ligera brisa. Durante el camino no tuvieron encuentro bueno ni malo. Aparte la parada en Tontaina, se detuvieron dos veces para merendar, y todo el día lo pasaron muy agradablemente. El tío Rentero se desahogó á su gusto contando sucesos de su vida, y Pío Cid le escuchaba con gran atención, como si no tuviera nada en qué pensar, aunque pensaba mucho en las peripecias de su excursión y en lo que aún tenía que hacer antes de regresar á Madrid á descansar de sus ajetreos. Descansaron, por fin, de la larga jornada; y aunque los famosos corrales, que sin duda debían servir de guarida á los pastores que vienen en verano, estaban arruinados y no eran más que montones de piedras, el tío Rentero arregló un poco uno de los rincones, y con algunas lajas grandes formó una especie de techado, bajo el que extendió las enjalmas de las bestias y su desmedrado capote, que en aquellas circunstancias valían tanto como un colchón de plumas. Pío Cid le dejó hacer, y sólo le advirtió que anduviera con cuidado al mover las piedras, no fuera á picarle alguna víbora de las que por allí es frecuente hallar. Luego se apartó unos cuantos pasos en busca de unas neveras que estaban algo más arriba, y siguiendo el curso de un arroyo llegó al sitio donde el arroyo nacía, de un quieto remanso acariciado por el continuo gotear de la nieve. Entonces sintió el deseo de bañarse en aquella pila, cuyo fondo de granos de arena, al través del agua pura y tranquila, y á la luz clara de la luna, parecía una labor de primoroso mosaico. El tío Rentero, que vino á ver en qué se entretenía su amo, comenzó á hacer grandes aspavientos cuando le vió desnudarse y meterse en aquel agua friísima.
—Por vía de Dios, señor D. Pío—le dijo,—que esto no se debía consentir. Cualisquiera diría que no está osté bien de la cabeza. ¿No ve su mercé que esa es un agua crúa que traspasa lo mesmo que una espá? Yo he metió na más que la mano, y se me ha quedao acorchá, que cuasi no la siento.
—Es un baño corto—contestó Pío Cid saliéndose del agua y comenzando á vertirse.—Ahora doy un buen paseo, y como si tal cosa. Y nadie me quita ya el gusto de haberme limpiado el cuerpo de todo lo que se me haya podido pegar en los días que he andado por aquí. Si usted supiera historia, mejor es que no la sepa, sabría que la gente antigua, cuando se iba de un lugar donde no lo había pasado muy bien, tenía la buena costumbre de sacudir las sandalias para indicar que no quería llevarse nada, ni polvo. A mí me parece mucho mejor tomar un baño, porque el agua es el mejor medio de purificación.
—Pero esa agua no es agua—dijo el tío Rentero,—es nieve líquia; y Dios quiera que su mercé no coja un pasmo que dé que sentir.
—Lo que ocurre—dijo Pío Cid echando á andar—es que estoy más fresco que una lechuga, y ahora vamos á dar un paseo. Yo no quiero acostarme, pues pasada la media noche voy á subir al Picacho; el tiempo ya ve usted que no puede ser mejor.
Disponíase Pío Cid á emprender la ascensión, cuando el tío Rentero le retuvo, diciéndole que él no se quedaba solo ni tampoco le dejaba ir, pues había sentido que les rondaban los lobos.
—Usted está viendo visiones—dijo Pío Cid;—ahora no viene un alma por estos parajes, y no sé qué van los lobos á buscar aquí.
—Esos malditos—replicó el tío Rentero—ventean de cien leguas, y andan por aquí, no hay dúa, porque las bestias están soliviantás.
—Pero ¿usted cree que hay lobos todavía?—preguntó Pío Cid.—Yo he oído muchas historias de lobos, pero no los he visto nunca más que en los museos. Zorras sí he visto, y hasta he cogido alguna.
—Hay lobos—contestó el tío Rentero,—y no se ría su mercé; osté no los ha visto, como yo, atacar á un pueblo, y tener todos los hombres que salir con escopetas pa ahuyentarlos.
—Pero dicen—arguyó Pío Cid—que atacan á las bestias antes que á los hombres; y en caso de que vinieran aquí, con apartarse un poco y dejar que se coman los mulos, no creo que les quedaran ganas para comernos á nosotros.
—Pronto lo vamos á ver—exclamó con voz azorada el tío Rentero.—La Virgen Santísima valga, porque los lobos están aquí mesmo. Mire su mercé—añadió en tono muy bajo—aquella loma que tiene unos picos; una miajica á la dizquierda, ¿no ve su mercé un bulto?
—Lo veo—contestó Pío Cid,—y veo también que se mueve.
—El Señor nus favoreja—clamó el tío Rentero.
—No hay que asustarse—dijo Pío Cid.—Somos dos hombres contra un lobo. Yo no tengo armas, pero usted tendrá alguna.
—Tengo ésta—contestó el tío Rentero, sacando de la faja un pistolón antiguo, de los de chimenea.—ahora verá osté…
Alzó el gatillo y quitó el mixto para ver si la chimenea estaba bien cebada; volvió á colocar el fulminante y apuntó un gran rato hacia el bulto negro, que se movía de vez en cuando, y del que se percibían claramente dos á modo de orejas muy largas; dejó caer el gatillo, y sonó un chasquido, no mucho mayor que el de un eslabonazo en un pedernal.
—Más vale que guarde usted esa pistola—dijo Pío Cid, oyendo el gatillazo,—no sea que el lobo se entere de que nuestras armas funcionan mal, y aligere más á venir.
—No lo tome osté á broma—dijo asustado el tío Rentero,—que lo peor es que un lobo no va nunca solo, y que ése que está ahí debe ser el guión de la maná, y si acúen toos, van á jacer trizas. Mejor sería levantar el campo…
—Eso de ningún modo—interrumpió Pío Cid.—Yo he oído decir que con los lobos lo peor es huir. Me apuesto á que ése que está allí se pasa la noche olfateando sin atreverse á acometernos. ¿No tiene usted más arma que esa desdichada pistola?
—Aquí tengo el cuchillejo que le di á osté enantes—contestó el tío Rentero.
—Démelo usted—dijo Pío Cid, quien cogió el cuchillo y lo desenvainó para examinarlo.—Con esto basta para escabechar una docena de lobos. Va usted á ver lo que yo hago para salir de dudas, porque me parece muy tonto estar toda la noche mirando á aquel bulto, que quizás no sea lo que nos figuramos.
—Lobo es—dijo el tío Rentero,—y si no, pierdo yo el gañote.
—Si es ó no es, pronto lo veremos—dijo Pío Cid, echando á andar con paso firme hacia la loma, mientras el tío Rentero le seguía con los ojos, sin atreverse á decirle que se volviera atrás.
Llegó Pío Cid á pocos pasos del temido lobo, y le vió dar un salto ligero y salir huyendo como una exhalación.
—Tío Rentero—gritó en voz muy alta para que le oyera,—¡no era lobo!
—¿Qué era?—preguntó el tío Rentero.
—Una cabra montés—gritó Pío Cid.—Venga usted y verá los rastros.
—Allá voy—contestó el tío Rentero, quien fué, en efecto, á cerciorarse, como se cercioró, por las pisadas del animal, de que el lobo era cabra, y de que las tiesas y horripilantes orejas eran cuernos inofensivos.
—¿Ve usted—le dijo Pío Cid—como lo mejor en todas las cosas es acercarse para verlas bien?
—Eso es verdá—dijo el tío Rentero;—mas si hubiera sío lobo…
—Quizás hubiera huido más pronto que la cabra—contestó Pío Cid.—Todos los animales le temen á un hombre resuelto… En fin, acuéstese usted tranquilo, que yo, desde aquí, me voy al Picacho.
—Mire su mercé que empieza á jacer frío—observó el tío Rentero,—á quien no se le había quitado el susto del todo.
—Yo tengo calor—contestó Pío Cid.
Y sin más explicaciones volvió las espaldas y empezó á subir cerro arriba, procurando pisar en sitio seguro para no hundirse en algún mal paso.
Iba Pío Cid decidido á no detenerse hasta llegar al mismo Picacho, para llegar á tiempo de ver salir el sol; pero los pensamientos del hombre son mudables, y no había andado la mitad del camino cuando comenzó á enfriársele el entusiasmo por el astro del día.
—Después de todo—pensaba,—el sol no ha sido nunca santo de mi devoción, y creo que esta ocurrencia de ir á ver cómo sale es un capricho infundado, ó fundado en que, cuando yo era joven, vine alguna vez, como vienen muchos ascensionistas, inspirados por la curiosidad más que por el amor á la Naturaleza. De entonces acá mi espíritu ha cambiado tanto, que hoy, pensando con sinceridad, lo que á mí me inspira el sol es desprecio, porque su luz, tan cantada por los vates, nos presta una vida tan mísera como la que arrastramos. Años y aun siglos hace que el sol alumbra en España para poner al descubierto nuestra decadencia y las ruinas de nuestro antiguo poder, y para alumbrar este cuadro más propia será quizás la luz opaca de la luna…
En este punto de sus reflexiones se detuvo, y viendo surgir por la cresta de la montaña la primera claridad de la aurora, sintió que se apoderaba de él un sentimiento inexplicable. No fué que le apareciera la visión blanca, que tanto debía influir en su vida; fué más bien que tuvo el presentimiento de la visión. Quizás se imaginó que detrás de la montaña comenzaba á levantarse, allá por el Oriente, el ideal de pureza, de amor y de justicia que él no hallaba en el mundo, y este ideal le inspiró una canción extraña, como todas las que brotaban espontáneamente de sus labios, y que decía así:
Hija de Oriente, que sueñas
Oculta tras la montaña,
Despierta y oye amorosa
La canción de la mañana:
«Yo soy la noche que llora
Con las lágrimas
Que el sol al ponerse deja
Por doquiera
Que su rastro de luz pasa.
Tú eres la noche que ríe
Cuando el alba
Nace y disipa las sombras
Con las ondas
De su luz serena y clara.
Yo soy la sombra que corre
Desolada;
Amor que va ciego y mudo
Por el mundo,
Soñando en la niña blanca.
Presa entre dos resplandores
Va mi alma,
Que á la blanca niña busca
Sin que nunca
En la tierra pueda hallarla.
Sólo una vez á lo lejos
Vi á mi amada,
Á altas horas de la noche
Por el bosque
Misterioso de la Alhambra.
Me acerqué, y no era la niña
De mis ansias;
Un rayo de luna era,
Alma en pena
Que por el bosque vagaba.
De un viejo sauce llorón
En las ramas,
Un ruiseñor solitario
Ha entonado
La canción de la esperanza.
Yo también saludo alegre
La alborada;
Hija de Oriente, despierta,
Y risueña,
Asómate á la ventana.»
No tardó el sol en coronar Ja cúspide del Picacho, surgiendo majestuosamente como una evocación, y esparciendo su cabellera rubia sobre las faldas nevadas de la sierra. Pío Cid sintió nuevos deseos de encaramarse en la cima para contemplar el vago y confuso panorama de la lejana ciudad, entregada aún al sueño, y la ancha vega granadina, cercada por fuerte anillo de montañas, recinto infranqueable como el huerto cerrado del cantar bíblico. Luego se sentó y se quedó largo tiempo absorto con los ojos fijos en las costas Áfricanas, tras de cuya apenas perceptible silueta creía adivinar todo el inmenso continente con sus infinitos pueblos y razas; soñó que pasaba volando sobre el mar, y reunía gran golpe de gente árabe, con la cual atravesaba el desierto, y después de larguísima y obscura odisea llegaba á un pueblo escondido, donde le acogían con inmenso júbilo. Este pueblo se iba después ensanchando, y animado por nuevo y noble espíritu atraía á sí á todos los demás pueblos Áfricanos, y conseguía por fin libertar á África del yugo corruptor de Europa.
—¡África!—gritó de repente; y conforme el eco de su voz, alejándose hacia el Sur, desde las costas vecinas parecía repetir:—¡África!, se le iba pasando aquella especie de desvarío.
Muy entrado ya el día dejó su empinado observatorio. El sol picaba de lo lindo, y la vega que antes era un tranquilo Edén, ahora semejaba un lago de luz, en el que, como barcos en el mar, se columpiaban blancos pueblecillos, remontando ligeras columnas de humo. Por fin, á eso de las diez llegó Pío Cid adonde el tío Rentero le esperaba, el cual lo tenía ya todo dispuesto para echar á andar.
—¿Qué le paece á su mercé,—le preguntó á su señor—si fuéramos al cortijillo de la Muerte, que está aquí á dos pasos?
—Iremos adonde usted quiera—pero, ¿cree usted que estará su hijo allí?
—La semana pasá—dijo el tío Rentero—estaba pa subir desde Las Puentes, donde jace la inverná. Este año va alantaillo.
—Pues vamos allá cuando usted quiera—dijo Pío Cid.
Y allá fueron en menos de media hora, y hallaron, en efecto, á Bernardo con su mujer y su numerosa parva, y aun es fama que Pío Cid aprovechó la coyuntura para pedir que le hicieran gachas de maíz con caldo, rojo como la grana, en el que navegaban unas guindillas tan picantes que sólo de olerías se trastornaba el sentido. Las gachas eran el plato favorito de Pío Cid, y no huelga por completo consignar aquí este detalle por el valor que pudiera tener en la complicada psicología de nuestro héroe. Después de almorzar el tío Rentero apretó las cinchas á los mulos y los trajo á la puerta del cortijo; montáronse los dos viajeros, y montados ya, se despidieron de aquella infeliz familia, y entonces el tío Rentero volvió á decir:
—¿Qué le paece á su mercé si siguiéramos esa verea y cayéramos más abajo de Quéntar?
—¿Qué tiene usted que hacer allí?—preguntó Pío Cid.
—Lo digo—contestó el tío Rentero—porque pasaríamos por Dúar, y allí tengo una hija que está casa con un papelero.
—Vamos allá—dijo Pío Cid;—usted, por lo visto, se ha propuesto abastecer de habitantes á casi todos los pueblos de España.
Fueron, pues, á Dúdar, adonde llegaron á la hora de almorzar; y es fama asimismo que la Antoñuela, la hija del tío Rentero, tenía dispuestas unas migas que dejaban atrás las gachas de Bernardo, y que Pío Cid las comió con mucho gusto, porque las migas eran otro de sus platos favoritos. En Dúdar descansaron unas cuantas horas para dejar pasar la fuga del sol, y á las cuatro de la tarde llegaron al fin á la huertecilla del tío Rentero, sin que durante el camino despegara Pío Cid los labios. Sólo al acercarse á la capital, en un punto desde el que se veían unas hazas de trigo con ramalazos obscuros y como afogarados, se le ocurrió decir:
—Estos días ha corrido el solano, tío Rentero; mire usted esos trigos, que parece que los han tostado en un horno.
—Abrasaicos están, abrasaicos—contestó el tío Rentero, y siguió hablando de las peripecias del viaje, en particular de la aventura del lobo, que se le había quedado muy bien grabada.
La tía Rentera preparó un soberbio potaje de liabas para obsequiar á su huésped, y éste comió el potaje con tanta satisfacción como había comido las gachas y las migas; por donde se infiere que era hombre de buena boca, no porque comiera mucho, sino porque comía todo lo que le guisaban. Ya era bien entrada la noche cuando Pío Cid, acompañado del tío Rentero y del hijo de éste, Celedonio, que llevaba el pequeño equipaje, se presentó en su casa, preguntando si había alguna novedad.
—No hay más—contestó Jesusa—que unas cartas que están sobre la mesa de su cuarto.
—Haga usted el favor de dármelas—dijo Pío Cid.
Y cuando las tuvo en la mano las abrió y las ojeó rápidamente, porque vió que las cinco cartas eran de Martina, y temió que hubiese ocurrido algo que motivara tan copiosa correspondencia. Rasgó y tiró los sobres, y se guardó el haz de cartas en el bolsillo de la americana, diciendo con aire ligeramente contrariado:
—Nuestro gozo en un pozo, tío Rentero. El día de campo se queda para otra vez, porque mañana mismo ó pasado, de madrugada, salgo para Madrid.
—¿Cómo es eso?—preguntó el tío Rentero.—¿Ha ocurrio alguna noveá?
—No—contestó Pío Cid;—pero me urge ir para ciertos asuntos. Ahora vamos aquí al lado, pues pienso comprarle á usted un regalillo.
—Eso sí que no—dijo el tío Rentero;—antes me quee manco que tomar un chavillo partió por la mitá.
—Muy bien dicho—replicó Pío Cid—si yo fuera á darle á usted dinero. Sus servicios de usted son de amigo á amigo, y no se pagan con nada. Pero yo quiero dejarle á usted un recuerdo y usted mismo va á elegir lo que más le guste ó lo que le haga más falta.
—Como falta, como falta—dijo el tío Rentero,—jacen falta muchas cosas; pero yo no quiero ser gravoso, y con unos alpargates me doy por pagao; y eso pa no despreciar á su mercé.
—Unos alpargates no valen arriba de seis reales, y se le regalan á un mendigo.
—Quien dice alpargates, dice zapatos de becerro—replicó el tío Rentero.
—Me gusta más—dijo Pío Cid—un regalo que no sirva sólo para los pies, sino para todo el cuerpo. El capote que llevaba usted en el viaje es un andrajo, y lo que voy á comprar es un buen capote de monte, para que cuando se líe usted en él parezca un personaje.
Doce duros costó el capote, y aunque hacía calor, el tío Rentero se lo puso en el acto para dar más golpe cuando apareciera por las puertas de su casa. Y en cuanto á Celedonio, también salió ganando un par de alpargatas, amén de otros cuatro pares más para los hijos de Bernardo, que estaban descalzos de pie y pierna. El tío Rentero se fué llorando, no como él lloraba de costumbre, por el lagrimeo de los ojos, sino llorando de verdad, por tener que separarse de un amo tan generoso.
Al día siguiente por la mañana vino Pío Cid ti buscarme para despedirse de mí; pero yo había también decidido volver á Madrid por haber recibido carta de Anita en la que me decía estaba muy enferma. Quedamos, pues, en irnos los dos en el coche de Jaén, que salía por la noche, y en reunimos por la tarde con los amigos de la tertulia literaria cuando él hubiese despachado los asuntos que tenía aún pendientes.
Desde mi casa se fué al penal de Belén, donde se detuvo muy poco. Preguntó por el Director, y á falta de éste, uno de los vigilantes, al saber el motivo de la visita, dió orden de que inmediatamente viniera el penado Gutiérrez al despacho de la Dirección.
—Conozco muy bien á ese penado—le dijo á Pío Cid,—y es de los mejores de la casa y de confianza absoluta; aunque le dieran suelta no se iría, porque desea cumplir.
—Le advierto á usted—dijo Pío Cid con acento de convicción—que me consta que ese pobre hombre ha sido condenado injustamente y que he de gestionar su indulto. Supongo que si pidieran informes los darían ustedes buenos.
—Todo lo buenos que se pueden dar—contestó el vigilante.—Esté usted seguro. Ya le digo que es de los mejor notados de la casa.
Entró en esto el penado Gutiérrez, que se descubrió, y, sin mirar apenas, comenzó á darle vueltas á la gorra, hasta que Pío Cid se dirigió á él y le saludó, dándole la mano y diciéndole:
—Me alegro de verle á usted tan bien de salud. Parece que no le tratan mal aquí.
—No, señor—contestó Gutiérrez, el cual, en efecto, estaba grueso y de buen color, y tenía más cara de canónigo que de delincuente.—Si voy á decir la verdad, cuasi que estoy aqui más bien que allá en el pueblo.
—Hombre—replicó Pío Cid,—eso se me figura que es ya decir demasiado.
—Le diré á osté—rectificó Gutiérrez,—dejuro que aquí se está más mal, porque no se tiene libertá y aluego separao de la familia; y la eshonra natural de que digan que uno ha estao en un presirio. Pero yo lo decía porque en el pueblo estaba siempre paeciendo del estógamo, que, en cuanto que comía, me tenía osté doblao y teniendo que meterme los puños. Y aquí, como come uno el rancho á sus horas, lo mesmo que en un cuartel, sabe osté que he entrao en caja y comería jasta jierro molió, tan y mientras que antes no podía jacer la cochura ni de un miajón de pan. Cuando yo entré aquí estaba en las guías. El señor me vió, y dirá si no venía yo que paecía que me acababan de esenterrar. Y ya ve osté lo bien que me ha sentao esto.
—Mucho me satisface que así sea—dijo Pío Cid,—porque en esto veo yo claramente que hay una justicia superior á la de los hombres. Los hombres le han condenado á usted injustamente, y la Naturaleza le ha proporcionado á usted el desquite, puesto que con el buen régimen que aquí se sigue, se le ha arreglado á usted el estómago.
—¿Ve osté, D. Ceferino—interrumpió Gutiérrez, dirigiéndose al vigilante,—cómo es verdá lo que yo decía? Me gusta que este caballero diga lo que ha dicho pa que se vea que yo no soy un creminal.
—Lo malo es—agregó Pío Cid—que el castigo no ha recaído sólo sobre usted, que, por lo visto, casi ha salido ganando con que lo condenen. La más castigada es la pobre mujer de usted, que tiene que trabajar como una condenada para dar de comer á los cuatro chiquillos. Aunque se dice que nadie es responsable de las faltas ajenas, lo cierto es que, cuando castigan á un hombre como usted, casado y con hijos, la pena principal la sufre la mujer. Y vea usted por dónde las injusticias son más temibles por la cola que traen consigo. Pero, en fin, voy á mi asunto… El haberle llamado á usted es para entregarle tres duros de parte de su mujer. Tómelos usted y consuélese de su desgracia, pensando en que, no sólo se ha curado del estómago, sino en que tiene una mujer que no se la merece.
—Eso es verdá—dijo Gutiérrez, tomando los tres duros,—y yo no sé en dónde habrá escarbao mi Josefa estos dineros. ¿Cómo ha sío el dárselos á osté, manque sea mucho preguntar?
—Fué estando yo en Aldamar, de donde llegué anoche. Parece que ahora, con motivo de las elecciones, ha habido reparto de limosnas…
—Y mi mujer y los chiquillos—preguntó Gutiérrez—¿están bien?
—Todos se han quedado muy bien—contestó Pío Cid.—Yo estuve en su casa de usted con el tío Frasco Rentero, á quien usted conoce, y allí lo único que falta es que usted vuelva cuanto antes.
—En cuántico que cumpla—dijo Gutiérrez—salgo pa allá como un cohete.
—Lo que no me parece bien—dijo el vigilante interviniendo—es que su mujer, que pasa tantos apuros, le envíe ese dinero, cuando usted tiene aquí algunos ahorrillos.
—Ha de saber osté—replicó Gutiérrez—que el dinero lo pedí yo pa tabaco jace más de tres meses, cuando no trabajaba. Y ahora no crea osté que lo voy á tirar, que lo que yo quiero es juntar una güeña porra de duros pa mercar dos ú tres borriquejos, y echarme al camino tan luego como salga de aquí.
—Muy bien pensado—dijo Pío Cid,—y ¡ojalá sea pronto! Y que algún día le vea yo á usted hecho un arriero rico, con la mejor recua de la provincia. Conque á pasarlo bien y á no torcerse.
Se retiró Gutiérrez después de saludar con gran acatamiento al verse tan bien tratado, y Pío Cid se despidió en seguida del vigilante, diciéndole antes de salir:
—Si todos los presos lo pasan como Gutiérrez, le aseguro á usted que éste no es un establecimiento penal, sino un convento muy apetecible, donde se vive retirado del mundo y sus engaños, bien comido y bien dormido, y aun ahorrando para el día que haya que abandonar la celda.
—Hay de todo—contestó el vigilante.—A algunos hay que apretarles las clavijas, porque si no no habría medio de barajarlos; pero en general lo que se dice de malos tratos, son cuentos de vieja. Si usted no estuviera tan de prisa vería todo el establecimiento, y en particular el taller.
—¿Y en qué trabaja este Gutiérrez?—preguntó Pío Cid.
—No sabía ningún oficio cuando llegó, porque ha trabajado siempre en el campo, y aquí ha aprendido á hacer cosas de albardonería; en alpargatas es en lo que más trabaja.
—Pues repito lo dicho—dijo Pío Cid sonriendo;—si por mi desgracia me ocurre encontrar á alguien que merezca que le corten la cabeza, yo se la corto sin temor y me hago fraile de esta nueva orden que acabo de descubrir.
—Si así fuera—contestó el vigilante siguiendo la broma,—á ver si viene usted á este convento. No se le dará mal trato.
Desde Belén se encaminó Pío Cid á casa del Gobernador para despedirse de él y recoger la cruz de plata que había ofrecido llevar personalmente á la Duquesa de Almadura, y de paso, para resolver el asunto de su elección de un modo radical, á fin de que no le ocasionara más molestias en lo sucesivo. No fué su decisión improvisada, puesto que durante su viaje de regreso vino reflexionando sobre ella, siendo esta la causa de que no se fijara en el paisaje, así como en el viaje de ida tampoco se había fijado, á causa de la famosa receta prometida á sus amigos. Y no está de más esta explicación, pues seguramente no faltará quien me censure por no hallar en este relato ninguna descripción de los lugares por donde fué pasando mi héroe, siendo así que yo he debido atenerme á la verdad, y la verdad es que él no hizo consideraciones de ninguna especie sobre los terrenos que iba pisando. Sea que Pío Cid amase más al hombre que á la Naturaleza, ó bien que por haber vivido en países tropicales y de vegetación espléndida le pareciese pobre su país natal, no obstante ser de los celebrados de España, está fuera de duda que ni en esta ocasión ni en ninguna otra se entusiasmó viendo las bellezas del paisaje. A él le gustaban más las vistas que ofrece el espíritu del hombre, cuando se tienen ojos para verlas y quizás no veía en la tierra más que una buena madre y fecunda nodriza del hombre, puesto que lo único que en el viaje le llamó la atención fueron los trigos muy granados, que prometían cosecha abundante, y los trigos abrasados por el solano, que anunciaban mala recolección. En el viaje de vuelta, pues, y probablemente cuando subió al Picacho, decidió retirarse á la vida privada antes de haber salido de ella, y así se explica que las primeras palabras que dijera á su amigo el Gobernador, después de saludarle, fueran las siguientes:
—Tengo que irme hoy mismo á Madrid y vengo á recoger el encargo para la Duquesa, y al mismo tiempo á decirte que renuncio al acta de diputado, y que si aún hay medio de dársela á Cañaveral, se la cedo para que no haya nueva elección.
—Pero, hombre, ¿qué mosca te ha picado?—preguntó D. Estanislao oyendo aquella salida de tono inesperada.
—No me ha ocurrido nada—contestó Pío Cid:—pero mi decisión es firme y mi deseo es hablar lo menos posible de este asunto.
—Pues precisamente ayer—dijo D. Estanislao,—estuvo aquí Cañaveral, y me calentó un buen rato la cabeza diciéndome que no se da por vencido y que trata de hacer no sé qué para embrollar la elección y para que, en caso de que se apruebe tu acta, se le hagan á él, como dice, funerales de primera clase. La derrota le ha llegado al alma, porque creo que se ha gastado un dineral.
—Que haga lo que quiera—agregó Pío Cid;—yo no intervengo más en esto. Más vale cortar por lo sano desde el principio. Yo me he dejado llevar, creyendo que la broma no tenía importancia, porque en las ciudades estamos acostumbrados á que detrás de los insultos vengan los apretones de mano; pero en los pueblos toman las cosas por donde quema, y una vez que Cañaveral no ha querido ceder y ha apelado á toda clase de medios, lo único que yo conseguiría sería avivar más la discordia y dar lugar á que el día menos pensado se cometiera algún crimen. Figúrate que algunos de mis amigos de Aldamar querían prender fuego al Ayuntamiento cuando se enteraron de que la elección había sido hecha á cencerros tapados y de que aparecían sus votos en contra mía… Para seguir adelante sería menester que yo tuviera ganas de pelea y me propusiera aplastar á los Cañaverales, y á mí no me interesan las luchas de este género, ni aunque luchara sacaríamos nada en limpio, porque los partidarios míos no son ni peores ni mejores que los del otro, y en sustancia, el cambio sólo serviría para que los abusos que hoy existen siguieran cometiéndose en mi nombre.
—Todo eso me parece muy bien—dijo D. Estanislao,—y sólo te ruego que cuando hables con D. Bartolómé de la Cuadra me pongas con él en buen lugar, no vaya á creer que no he atendido su recomendación.
—Por este lado no tendrás nada que sentir—contestó Pío Cid,—porque te advierto que esa recomendación es de compromiso, pues yo no he hablado con el señor de la Cuadra más que dos veces, y no pienso hablar más con él. El interés que haya mostrado no es por mí, sino por don Adolfo Gandaria, que me recomendó á él.
—¿De modo—preguntó D. Estanislao—que tu protector es D. Adolfo? Le conozco de sobra. Es un tonto; más tonto que mandado hacer de encargo.
—Pues yo le estimo en más que á D. Bartolomé—replicó Pío Cid.—Lo que tiene D. Adolfo es que se entusiasma fácilmente hablando de lo que no sabe y se pone en ridículo, mientras que don Bartolomé es un hombre serio y grave, un tonto que jamás descubre su tontería. Por eso el uno tiene que contentarse con ser senador y votar, sin hablar, desahogándose después en los pasillos, y el otro es Ministro y aun gozan de gran autoridad.
—Hombre—dijo D. Estanislao,—me extraña eso que dices de D. Bartolomé; todos le tienen por el hombre de más esperanzas del partido.
—Y pueden tenerlo—añadió Pío Cid,—porque, aparte su falta de luces, es un hombre formal y sincero. Sabe muy poco, pero lo sabe á machamartillo, y lo que ignora lo cubre con frases hechas, que á nada comprometen. Su idea de España es miserable, y con esta idea, su política es la de dar largas; si le encargan de gobernar el país no hará nunca nada malo, aunque tampoco hará nada bueno, y su inacción será preferible á la de los listos, que después de no hacer nada, se aprovecharían de la situación para llenarse los bolsillos. La cualidad esencial de un gobernante es la honradez, y D. Bartolomé huele á honrado, y por mi voto sería, á pesar de su ignorancia, ministro universal y permanente de nuestra nación… Pero dejémonos de críticas y despáchame cuanto antes, pues tengo el tiempo tasado. Ya te dije que me tengo que ir esta noche.
—Pero al menos—dijo D. Estanislao—hazme el favor de acompañarme á almorzar. Por media hora más ó menos nada se pierde. La verdad es que me has sorprendido con tu repentina determinación, y si te vas sin más explicaciones, pensaré que no quedamos tan buenos amigos como antes lo éramos.
Quedóse Pío Cid á almorzar, y durante el almuerzo refirió algunos detalles de su excursión electoral, con lo que se divirtió no poco el Gobernador. Pío Cid, cuando estaba de vena, era un narrador habilísimo, que sabía describir los tipos y escenas tan puntualmente y con rasgos tan gráficos, que el que le escuchaba, por muy torpe que fuera, lo veía todo mucho mejor que si lo presenciase. Á D. Críspulo, el cura mal hablado, se le veía materialmente entrar por la puerta del comedor montado en su pollino y arrojando proféticas maldiciones contra la sociedad moderna. Don Esteban Chiroza parecía estar á la mesa, entre Pío Cid y el Gobernador, hablando en tono resignado y con cara de pascua, y moviéndose de vez en cuando en la silla por no poder estar sentado á gusto. El pícaro de Barajas, concertando la terrible conjura electoral y dando el cerdoso santo y seña que dió, era, más bien que secretario de Ayuntamiento, personaje de alguna graciosa comedia. El profundo tonto Almecina; el largo y cuco notario D. Félix, y el famélico y perseverante maestro Ciruela, con algunos más, todos fueron desfilando como salsa de aquel agradable almuerzo. Don Estanislao se hacia cruces de que en tan pocos días hubiera visto Pío Cid tantas cosas, cuando él había estado en muchos pueblos de España y nunca había visto más que gente vulgar, que no tenía nada que ver con la que Pío Cid iba describiendo.
—Sin duda—le dijo—hay hombres afortunados que tienen la suerte de hallar en su camino aventuras entretenidas y novelescas en tanto que otros no hallan más que vulgaridad y prosa. A no ser que las aventuras estén en nosotros y no en la realidad. Quizás yo no hubiera visto nada de lo que tú me cuentas por ir preocupado con los deberes de mi oficio, y tú lo has visto todo porque no te importaba un rábano ganar la elección, y porque, digamos la verdad, eres hombre de imaginación y ves todo lo que te da la gana.
—No faltaba más—replicó Pío Cid—sino que ahora me dijeras que te he estado contando una sarta de embustes en pago de tu buen almuerzo. Puedes ir al distrito y ver si no es cierto todo lo que he relatado. Lo del toque de bocina de Francolín ha corrido tanto que hasta ha salido en la prensa de aquí; me lo acaba de decir un amigo.
—Ese toque resonará, andando el tiempo, en toda España—dijo D. Estanislao.—Y levantándose, cogió una copa de vino y exclamó: Brindo por el sistema parlamentario…, y adelante con los faroles.
Ya iba Pío Cid á retirarse, cuando le retuvo aún la llegada de D. Carlos Cañaveral, quien probablemente había sido llamado en secreto por el Gobernador. Era D. Carlos un hombre de buena estampa, tipo acabado del caballero de pueblo. Aunque iba vestido á la moda, su aire era algo tosco, y su basteza se acentuaba viéndole los bigotazos negros y grandes, como cuernos de toro. De toro de mala casta tenía también el mirar cubierto y asoslayado, aunque en conjunto la expresión de su figura era la de un hombre más temible por su fuerza física que por su perspicacia. Su traza era la de un hombre de no muy largos alcances, muy bueno como amigo y algo peligroso como enemigo. Pío Cid y él se saludaron, y en la manera de saludar de Cañaveral se conocía que estaba ya algo enterado de la retirada de su competidor.
—Siento no haber hablado con usted antes de ahora—dijo Pío Cid, mientras el Gobernador se apartaba á un lado como para leer un periódico,—porque quizás se hubiera usted evitado algunos malos ratos y el Alcalde de Seronete las bofetadas que recibió por haber cumplido con su deber. Yo no tenía ningún interés en la elección, y quien me decidió á venir fué su primo de usted. Después he visto que la enemistad entre ustedes era falsa, de lo que me alegro, y que me habían tomado á mí como juguete.
—No piense usted eso de ningún modo—interrumpió Cañaveral.—Mi primo estaba en contra mía, sólo que entre familia todo se arregla, y á última hora, cuando yo vi la causa perdida, le hice ciertas concesiones en un negocio que teníamos pendiente, y entonces él cejó en su oposición.
—Sea como fuere—prosiguió Pío Cid,—yo desistí ya de la idea de ser diputado y le dejo el campo libre, y lo único que le digo es que si yo he triunfado sin esfuerzo por Seronete, es porque usted tiene allí enemistades, y esto, en un pueblo de cuatro vecinos, en que usted es el amo, no habla muy en favor de usted.
—No me diga usted nada—replicó vivamente Cañaveral,—porque si yo fuera realmente el amo pondría una horca en la puerta de mi casa, y todos los días colgaría de ella un vecino.
—Eso tiene un inconveniente—observó Pío Cid;—que á la semana se quedaría usted sin súbditos, porque no es creíble que fueran allí de otras partes por el gusto de ser ahorcados por usted. Y cuando no tuviera usted súbditos, todo lo que posee usted en el distrito no valdría un céntimo. Hay que ser tolerantes con los que están debajo, porque si los de debajo se mueven se cae el que está encima.
—Eso que yo he dicho es un decir—insistió Cañaveral.—Yo soy bueno por la buena, pero por la mala no me dejo manejar por nadie, y en el distrito hay algunos gallos á los que hay que cortarles la cresta.
—No hay tales gallos—replicó Pío Cid,—como no sea en la imaginación de usted. El que ha decidido la elección ha sido realmente D. Cecilio Ciruela, y este buen hombre no es gallo ni gallina, es un maestro que tiene exasperado el apetito porque por culpa de usted no cobra su miserable sueldo. Páguenle ustedes y eviten esas malquerencias. Le he de hacer á usted una observación en tono de amigo. Yo podría poner condiciones para ceder el puesto y no las pongo, porque confío en la caballerosidad de usted. Sería una gran cobardía de mi parte volver las espaldas y dejar que usted se vengara impunemente de las contadas personas que han votado por mí; yo no vuelvo las espaldas, pues aunque no sea diputado, escribo en uno de los periódicos más leídos de Madrid, y en cuanto supiera algo desagradable, los sacaría á ustedes á la vergüenza pública.—Hoy la prensa vale mucho—recalcó en vista del efecto que á D. Carlos le producía la advertencia,—y una pluma bien manejada vale más que una docena de diputados.
—En eso que usted dice—contestó Cañaveral—revela que no me conoce. Yo soy incapaz de vengarme del que está caído, y una vez que usted me cede el distrito, yo lo doy todo al olvido, y lo que haré será trabajar por conseguir ciertas mejoras que hacen mucha falta. Mis propósitos son los mejores, y si usted tiene interés por el distrito por ser de él, yo lo tengo mayor por ser de él y tener en él todos mis bienes y vivir en él gran, parte del año. Usted manda allí gran fuerza por sus antecedentes de familia, lo reconozco; pero yo tengo intereses en la actualidad y me va más que á usted en que el distrito prospere.
—Pues por eso principalmente se ha decidido á ceder, según me ha explicado—dijo D. Estanislao interviniendo.—Sólo que el Sr. Cid es un hombre de buena fe, y quiere que su sacrificio no sea estéril, y que ya que él se retira y rompe con su tradición de familia, los que le sustituyan no lo echen todo á leones. Yo le soy á usted franco; yo no haría lo que mi amigo, porque quizás, en vez de comprender su generosidad, busquen explicaciones tortuosas y atribuyan su retirada á motivos bajos; habrá gente capaz de decir que ha renunciado porque le han ofrecido algo en recompensa… ¿quién sabe? Aparte de esto, dicho se está que yo tengo que consultar á Madrid antes de decidir la cuestión en lo que de mí depende.
—Por eso no hay cuidado—dijo Cañaveral, que estaba dispuesto hasta á cambiar de casaca si era preciso para que el Gobierno le dejara salirse con la suya.—Yo trabajaré la partida de acuerdo con usted, y mi primo Romualdo echará el resto.
—No me parece difícil el arreglo—dijo Pío Cid.—Pueden hacer ver que he sido yo el derrotado, y así no hay renuncia ni tienen por qué sacarme el pellejo. En fin, este asunto es de ustedes dos. Yo me voy, que ya es tarde.
—Yo le ofrezco á usted todo cuanto soy y valgo—dijo Cañaveral,—y sin necesidad de ser diputado, usted manda en el distrito con sólo indicarme sus deseos.
Cerca ya de la puerta, con el sombrero en la mano y el estuche con la cruz de plata debajo del brazo, refirió Pío Cid brevemente la historia del penado Gutiérrez y la entrevista que con él había tenido aquella mañana. Don Carlos, que era enemigo personal del antiguo alcalde, autor del atropello, se indignó oyendo el relato, y ofreció á Pío Cíd trabajar con todas sus fuerzas para obtener el indulto.
—Nada, eso corre de cuenta y poco he de valer si no lo consigo—afirmó por último Cañaveral, con aire autoritario, retorciéndose y estirándose las soberbias guías del bigote.