TRABAJO SEGUNDO.

Pío Cid pretende gobernar á unas amazonas.

Azarosa fué por demás la vida del capitán de infantería D. José Montes, y si hubiera de referirla punto por punto tendría materia sobrada para llenar varios volúmenes. No más que con la relación de los traslados que sufrió en su carrera, desde que la comenzó de soldado raso á mediados de siglo, hasta que se retiró de capitán graduado de comandante á los cincuenta años de servicios, y con la descripción de los disgustos que le dió D.aSocorro, su mujer, en veintitantos años que le duró á la infeliz señora una enfermedad crónica de la matriz, que la tenía siempre en estado de excitación insoportable, habría asunto para escribir una docena de capítulos, llenos de abusos é injusticias, de dolores y de miserias. El capitán Montes fué perpetuamente el tipo del hombre obscuro, que se halla en todas partes, y á quien nunca le ocurre nada digno de mención. Su vida era una proeza continuada, y no había ninguna proeza en su vida. Estuvo en la guerra de África, en el Norte y en Cuba, y nunca tuvo ocasión para lucirse, como él hubiera deseado, ya que no por su inteligencia, que era mediana, ni por su pericia, que era la de un militar rutinario, por su corazón, que era de buen temple. ¡Qué remedio! No tenía fortuna, y tuvo que tener paciencia y subir paso á paso y quedarse en los primeros escalones. Pero como el capitán Montes, aunque pobre y sin fortuna, era un hombre á la buena de Dios y con su pizca de filosofía, se consideraba venturoso en medio de sus contrariedades, y decía continuamente que si mil veces volviera á nacer mil veces haría lo mismo que había hecho, incluso casarse con la que fué su mujer, la cual, aunque le dió muchos malos ratos, tenía un corazón de oro y había sido una madre como pocas. Así, cuando al buen capitán le llegó la hora de morirse, en Murcia, al lado de su hija Candelaria, con la que se fué á vivir cuando se quedó viudo, cuentan que mandó llamar á un capellán castrense, llamado D. Gualberto González, que era su mejor amigo, para tener con él una última entrevista y cumplir los deberes de buen cristiano. Como su amigo le conocía muy á fondo, no tuvo la entrevista el carácter de una confesión, sino que ambos platicaron largamente con familiaridad y tan sin reserva, que Candelaria oyó gran parte de las razones que su padre tuvo en aquella hora suprema, y recordaba siempre la serenidad con que, resumiendo toda su vida, dijo:

«Yo no sé si será vanidad esta pretensión mía; pero crea usted, amigo D. Gualberto, que ahora que me veo tan cerca de cerrar el ojo, estoy más satisfecho que nunca de mi conducta y más convencido de que he hecho cuanto me tocaba hacer en el mundo. Mi pobre Socorro me echaba siempre en cara mi falta de resolución, y hubiera querido que yo llegara á general, puesto que otros sin valer más que yo llegaron, Dios sabe cómo; y claro está que á mí me gustaría dejar á mis hijos un nombre encopetado, y que les diera más lustre que el que puede darles el de un obscuro capitán, que es lo más que yo he podido ser; pero al menos mi nombre es honrado como el primero y en mi hoja de servicios consta que yo permanecí siempre fiel á la disciplina; y habiendo estado en medio mundo, y nunca con muchos haberes, tengo el orgullo de no deberle nada á nadie y de no haber dejado á nadie un mal recuerdo mío. A mi mujer no le faltó nada en la larga enfermedad con que Dios quiso probarla á ella y probarnos á todos, y mis cinco hijos quedan colocados y no necesitan ya de nadie. Ricardo, el mayor, sigue en Barcelona, y ahora parece que sentó los cascos y que tiene un destino bastante decente en una oficina de Seguros. Ya sabe usted lo calavera que me salió este pícaro de Ricardo y lo mucho que me ha dado que hacer y lo que yo he bregado para ver de darle una carrera formal; siquiera he conseguido que sepa bien de pluma y cuentas, y con esto y con su dón de gentes, creo que no le faltará nunca que comer. Por el que estoy más tranquilo es por Luis, porque éste tiene su carrera; y aunque pasa sus apuros, y más ahora que está en Madrid, donde con el sueldo de teniente no hay para empezar, pronto ascenderá y mejorará algo. Ahora le he escrito para quitarle de la cabeza la idea que tiene de pedir para Filipinas, porque yo soy perro viejo y estoy al cabo de lo que pasa en Ultramar. El Pepe me salió poco hábil para los estudios, y no pudo entrar en la Academia, pero él se ha sabido buscar la vida; se pasó á la Guardia civil, y ahora lo tiene usted en Cuba muy bien casado y muy contento. Este era el mejor de todos, y yo estoy seguro de que será el más feliz, porque, desengáñese usted, D. Gualberto, para mí la primera cualidad del hombre es la bondad, y aunque se diga que los pillos prosperan, me río yo de estas prosperidades; al fin el que es bueno es el más estimado de todo el mundo, y aunque no consiga glorias del otro jueves consigue vivir á gusto y hacer felices á los que le rodean. Con las mujeres es otra la canción; no tienen más salida que casarse, y si le digo á usted la verdad, ninguna se casó completamente á mi gusto. Este Colomba no es malo, usted le conoce de sobra; pero es un hombre sin pies ni cabeza y.con el que no se puede contar para nada; menos mai que tiene para vivir con desahogo, y á mi Candelaria, ya que pasa sus tragos, al menos no le falta nada y podrá educar bien á mis nietas, que en verdad lo merecen, porque lo que es la Candelita en particular, esto no es ceguedad de abuelo, va á ser un prodigio. Usted sabe los disgustos que sufre mi Candelaria y la saliva que yo he tenido que tragar para no enviar á mi yerno á paseo; pues bien, más tranquilo me moriría si tuviera á mi Justa á mi lado, casada con otro Colomba, aunque fuera con otro un poco peor. Las hermanas creen que Justa es la afortunada de la familia, y casi le tienen envidia por pensar que está nadando en oro; pero un padre no se equivoca, y cuando á mí no me ha entrado nunca el fantasmón de mi yerno, por algo será. En fin, nada es perfecto en este mundo, y quizá yo peque de caviloso. Después de todo, ¿qué más puedo apetecer que dejar á mis dos hijas puestas en estado? Peor sería que se quedaran solteras, con una miserable pensión y expuestas á mayores calamidades. Aunque estén mal casadas, las mujeres ganan siempre teniendo al lado un hombre que les dé sombra; así, por este lado me puedo también morir tranquilo, aunque á ratos me aflija el pensar que las mujeres nunca tienen asegurado el porvenir, y que, por mucho que un padre haga por sus hijas, tiene que confiar su suerte á manos extrañas.»

No eran vanos estos presentimientos del honrado capitán, y si hubiera vivido algunos años más, su muerte, turbada sólo por las leves dudas que asaltaron su espíritu de padre previsor, hubiera sido amargada por las desdichas que cayeron sobre los suyos y contra las que no había ningún remedio. La primera víctima fué su hija Justa, que vivía en Matanzas, casada con un cubano rico, el fantasmón que tan poco simpático era á su suegro.

Los casamientos de Candelaria y Justa habían sido motivo de grandes disturbios domésticos. Don José buscaba ante todo la hombría de bien, y por su gusto las hubiera casado con dos medios novios que tuvieron en Sevilla, donde estaba destinado cuando las niñas comenzaron á pollear; pero D.aSocorro no quería apresurar las cosas, esperando la llegada de los soñados príncipes que sus hijas se merecían; y si no príncipes, personas de mérito y posición.

—Ya que yo me he sacrificado—decía—junto á un hombre muy bueno, pero muy nulo, como tú eres, deseo que á mis hijas no les ocurra lo propio y que me dejes á mi decidir lo que les conviene.

A D.aSocorro se debió, pues, la decisión, puesto que las niñas, particularmente Justa, no tenían más voluntad que la de su madre.

Candelaria se casó en Murcia, á los veintidós años, con un novio que le habló poco más de dos meses y que á D.aSocorro le entró por el ojo derecho. Llamábase Fermín Colomba y era mallorquín de origen y de familia de pocos pergaminos; su padre ó abuelo, el que primero vino á Murcia, era panadero, y amasando tortas y bollos de Mallorca comenzó á reunir la fortuna, que el padre de Fermín hizo crecer como la espuma. Fermín, como muchos hijos de industriales enriquecidos, salió con pájaros en la cabeza y despreciaba no sólo las industrias, sino hasta el dinero que en ellas se ganaba, siendo su sueño dorado el arte, en el que no hubo rama que no picoteara. Sabía algo de música, pintaba bien, se las daba de literato y era un poquitín escultor; tenía, pues, varias habilidades inútiles y distinguidas, unidas á la promesa de heredar una fortuna no muy distinguida, pero en ningún modo despreciable, y D.aSocorro vió colmada la medida de su deseo. Poco después del casamiento fué trasladado de nuevo D. José á Sevilla, que era la ciudad de su predilección, por haber nacido allí D.aSocorro y dos de los hijos, Justa y Pepe. Apresuraron el viaje á fin de llegar para la feria, y el mismo día, que llegaron conoció Justa al que había de ser su esposo. Era éste un jovenzuelo de veinte años (algunos meses menos que Justa), de bella y arrogante figura y con humos de potentado. Se firmaba Martín de Gomara, y decía ser hijo único de una de las familias más ricas de la Habana. Tomábasele á primera vista por extranjero, pues se había educado en Inglaterra, y hacía gala de su extranjerismo para singularizarse; y á poco que se hablara con él se notaba que era un buen muchacho con pretensiones de hombre corrido y hastiado ya de todo lo que da de sí la vida.

La muchacha más descontentadiza se hubiera enamorado del joven D. Martín, sobre todo si tenía la desgracia de verle fumar, pues con dificultad se hallaría quien supiese manejar como él un cigarro; lo cogía con extremada delicadeza, lo encendía con autoridad, lo chupaba con petulancia, arrojaba el humo como un déspota y escupía después con aire tan marcado de desprecio que parecía ofender personalmente á cuantos cerca de él se hallaban. Nada tiene de extraño que Justa se enamorara ó se encaprichara; pero en cuanto á D. Martín, no se comprende que cayera tan fácilmente en las redes de una joven pobre y peninsular por añadidura, siendo vano y pretencioso hasta dejárselo de sobra y detractor sistemático de la Península. El aseguraba que todo lo había hecho por dar un disgusto á su madre, contra la que estaba ofendido por asuntos de familia. Como no tenía padre, ni se dejaba gobernar por su madre, databa acostumbrado á hacer su santa voluntad, y en los últimos meses se le había ocurrido probar fortuna en él juego; después de varias alternativas salió de la broma empeñado y comprometido, y tuvo que acudir á su madre; ésta pagó sin replicar, y desde aquel día puso al hijo á media dieta, sin atender los ruegos ni hacer caso de las amenazas de suicidio con que le molía el alma todos los correos. Estaba, pues, D. Martín muy bien dispuesto para cometer un disparate, y el que se le ocurrió, decía él que fué llevarse á Justa y hacer una que fuera sonada. Pero Justa no se dejó robar, sino que, con el aprendizaje que tenía en las artes del amor y con el valioso auxilio de su expertísima mamá, no tardó dos semanas en volver tarumba al incauto D, Martín, quien ni siquiera comprendía lo que le pasaba. El no estaba acostumbrado á sufrir, y le tenía verdadero miedo á todo lo que fuera incomodidad ó malestar; así, pues, se enfurecía consigo mismo viendo que muchas veces iba á pasear por la ciudad, y después de mil vueltas y revueltas se hallaba, sin saber cómo, debajo del balcón de aquella muñeca de Justita; y que si ésta no se asomaba, quizás intencionadamente, por hacerle sufrir, perdía él el apetito hasta el día siguiente y no dormía tampoco pensando si al día siguiente sería más afortunado. Todas las inocentes necedades que cometen los novicios en amor las cometía D. Martín sin darse cuenta, y creyendo en su orgullo Cándido que estaba corriendo una original aventura, hasta que un día comprendió que sufría realmente y que tenía necesidad absoluta de poseer á Justita para que se le quitara su congoja, y sin pensarlo más, como hubiera podido apuntar á una carta que creyera había de salir, escribió á su madre pidiéndole permiso para casarse, bajo la amenaza habitual de suicidarse si se lo negaba. Su madre no se lo negó; al contrario, se mostró complacida de que alguien viniera á ayudarle a gobernar á su incorregible retoño, y sólo le recomendaba que no se apresurase y que supiera bien en qué familia iba á meterse. En el acto se presentó D. Martín en casa del capitán Montes, que estaba ya avisado por su hija y aleccionado por su mujer, y solicitó casarse con Justa como hombre que trae los papeles debajo del brazo y tiene que aprovechar el tiempo. El capitán no veía con buenos ojos aquella precipitación; pero D.aSocorro había escrito ya á la Habana, donde tenía algunas relaciones por haber vivido allí algunos años con su marido, y sabía que D. Martín, salvo lo de ser un poco calavera, ni más ni menos que todos los jóvenes, era un bellísimo sujeto y un partido inmejorable en toda la extensión de la palabra. Sé marcó, pues, un plazo para pedir informes, sólo por cubrir la fórmula; el casamiento se celebró á los dos meses, y los recién casados salieron de la iglesia para embarcarse en el vapor que desdé Cádiz les condujo á la Habana.

Tuvo Justa la suerte de dar con una suegra buenísima, con la que ligó muy bien, no sólo por simpatía natural, sino porque á ambas las unían los disgustos que les daba D. Martín á diario con sus exigencias; aunque éste algo mejoró con el casamiento, seguía siendo caprichoso y voluble, y dominado siempre por la manía del derroche inútil, como si le espoleara el deseo de liquidar pronto su fortuna.

«Yo no me veré nunca en la miseria—aseguraba—pues no he nacido para sufrir privaciones. De un modo ó de otro nunca me faltará, y si me faltara me suicido, y no hay más que hablar.» Al año de casado volvió á España con su mujer, y después de pasar algunos días en Sevilla y Madrid fué á Barcelona, donde tenía algunos amigos; se le ocurrió poner casa para venir todos los años una temporada, y sin más preámbulos lo puso por obra y se instaló con gran rumbo, como él hacía todas las cosas. Allí volvió D. Martín á entregarse al juego, y se hallaba tan á gusto en su nuevo centro de operaciones, que no se hubiera movido de él sin una circunstancia que le llenó de regocijo. Su mujer se quedó embarazada, y don Martín decidió que el hijo que naciera no debía ser peninsular, y dispuso el viaje á la Isla para cuando el embarazo estuviera bastante adelantado; y tanto quiso apurar las sesiones del tapete verde que la buena de Justa dió á luz en alta mar, á poco de pasado el golfo de las Yeguas, temido de todos los que cruzan el Océano hacia las Antillas y tienen la desgracia de marearse. Así nació la criatura, que fué bautizada con el nombre de Martina, en Matanzas, donde á la sazón se había ido á vivir la abuelita, para estar más al cuidado de su ya mermada hacienda.

Después de aquel primer viaje fué un no dejar de ir y venir, y acaso pasaron de veinte las veces que D. Martín y su familia surcaron el Océano, que para ellos vino á ser cosa de juego también. Justa todo lo soportaba sin quejarse, porque había ido perdiendo poco á poco la escasa voluntad que tenía, y hasta se acostumbró á sufrir malos tratos de palabra y de obra cuando su marido llegó á estos extremos, exasperado contra sí mismo y contra todos por las continuas zozobras de su vida inquieta y desordenada. La pérdida de un niño que le nació dos años después que Martina, y en el que tenía puesto todo su orgullo, le retuvo algún tiempo al lado de la abuela, que se había quedado casi impedida; pero la muerte de ésta le dió nuevas alas, y después de un luto cortísimo, volvió á Barcelona á disipar la herencia. Así fueron pasando los años, unas veces en alza, otras hundidos y entrampados, hasta que el mismo don Martín se encargó, según lo había mil veces anunciado, de dar fin á su infeliz existencia. Justa decía, sin embargo, que no había habido suicidio, sino que su esposo se hallaba en cama gravemente enfermo y se había quitado la vida en un acceso de fiebre tirándose por una ventana, sin que los que estaban á su lado tuvieran tiempo para impedirlo. En los momentos lúcidos de la enfermedad, que fué la única que tuvo en más de veinte años de matrimonio, se mostraba cambiado y arrepentido de sus locuras, y su mujer estaba convencida de que si se hubiera curado hubiera sido muy otro de como fué hasta entonces.

Muerto D. Martín, su esposa y su hija, que ya estaba hecha una mujer, se hallaron solas en Matanzas, casi en la miseria, pues la enfermedad había dado al traste con lo poquísimo que quedaba. Realizaron los muebles y se fueron á la Habana, donde tenían algunos parientes, y éstos, por quitarse la carga de encima, les aconsejaron marcharse á España y les dieron para el viaje y para los primeros gastos que tuvieran hasta llegar á Madrid, que era el punto que Justa había elegido. Con su hermano Ricardo no había que contar, pues ella le había tenido casi siempre á su cargo en Barcelona; Pepe el menor, que estaba en un pueblo no lejos de la Habana, era bueno, pero tenía un sueldo miserable y mucha familia, y además Justa había tomado horror á la Isla, y lo que quería era ir á España, que por estar más lejos le parecía mejor. En Madrid estaba su hermano Luis, y con su ayuda podrían hallar alguna salida, y por lo pronto hacer algunas gestiones para obtener la pensión á que, por parte de su padre, creía tener derecho como huérfana y viuda. Así, pues, se embarcaron madre é hija y emprendieron su último viaje á España; llegados á Santander, tomaron el primer tren para Madrid, y desde la estación del Norte fueron directamente á casa de Luis, que vivía en el extremo del barrio del Pacífico, creyendo darle una sorpresa, pues no le habían avisado de la llegada. Pero la sorpresa, y dolorosa, fué la de las viajeras, que hallaron el piso desalquilado, y por un vecino de la casa supieron que Luis, con su mujer, había salido para Filipinas pocos días antes, y que acaso en aquel momento se estaría embarcando en Barcelona. Justa no sabía qué hacer, hasta tal punto la turbó aquel desencanto; pero Martina tuvo una idea que creyeron salvadora: irse por lo pronto á una casa de huéspedes y escribir á su tía Candelaria, explicándole lo ocurrido y preguntándole si quería que se fuesen con ella á Murcia, puesto que en Madrid solas, sin conocer la población ni poder siquiera moverse, y, lo que es peor, sin recursos, no les podía suceder nada bueno. Decidido así, en el acto encargaron al cochero que las llevase á una casa decente y modesta, pues ellas no conocían ninguna, y éste las condujo á una de la calle de Tudescos que era modesta, aunque no muy decente del todo. Por fortuna el hospedaje no duró ni veinticuatro horas, porque las atribuladas mujeres tuvieron un encuentro feliz, de esos que no ocurren más que en Madrid y en la Puerta del Sol. Almorzaron de prisa y mal, escribieron la carta entre las dos, con muchas frases cariñosas de Martina para su tía y primas, á quienes no había visto nunca más que en retrato, y, después de informarse de por dónde se iba al Correó, fueron á certificar la carta para estar más seguras de que llegaría á su destino. Despachada tan urgente comisión, volvían pies atrás por la calle de Carretas, donde un pilluelo pretendió darles el timo de la sortija, de tal suerte se les conocía el aire forastero, y al llegar á la esquina de Gobernación oyó Justa que alguien le decía:

—No puedo equivocarme, usted es D.aJusta; lo estoy viendo y casi no lo creo.

—¡Usted, D. Narciso, por aquí!—exclamó doña Justa.—Sin duda el cielo le envía á usted. ¿Quién podía esperar este encuentro, niña?—añadió, dirigiéndose á Martina.—¿Tú no conoces á nuestra amigo Ferré?

—Vaya si le conozco—respondió Martina;—si le he visto antes de que se acercara, y te lo iba á decir.

—Pues yo he notado que me mirabas—dijo D. Narciso,—y casi estaba tentado de echarte un piropo. ¡Válgame Dios y qué buena moza estás, quién diría que yo te he tenido en brazos mil veces! ¿Pero de dónde has sacado esos ojos, chiquilla? Vaya, vaya…; pero ahora veo que van ustedes enlutadas; ¿qué desgracia han tenido? ¿Quizás Martín, que me dijeron que estaba allá muy enfermo?…

Doña Justa bajó la cabeza con aire compungido y Martina contestó:

—Sí, señor; hará pronto tres meses.

—¿Y cómo están ustedes en Madrid?—preguntó D. Narciso.

—Hemos llegado esta mañana creyendo encontrar á mi hermano Luis—contestó D.aJusta,—y para que la desgracia sea mayor se ha ido á Filipinas. Estamos en una casa de huéspedes, pero pronto nos marcharemos á Murcia con mi hermana Candelaria. Ahora venimos del Correo, de dejar una carta para ella, y en cuanto conteste nos iremos, á no ser que ocurra otra nueva contrariedad… Porque bien vengas mal si vienes solo.

—Pues mire usted, D.aJusta, yo siento en el alma la pérdida que han sufrido, porque estimaba á Martín y porque le debía atenciones de esas que con nada se pagan. A cada uno lo suyo, y él, aunque tenía sus defectos, como todo el mundo, era un hombre generoso, de los que hoy ya no se gastan. Y ya que yo no pueda hacer grandes cosas, porque desgraciadamente los negocios están cada día más perros, no permito que sigan ustedes ni un momento más en una casa extraña teniendo yo la mía, en la que hay sitio para todos. No le ofrezco á usted ningún palacio, sino un pobre piso, allá en el quinto cielo; pero la voluntad no puede ser mejor. ¡Y poco contenta que se pondrá Catalina cuando las vea; tantas veces como hablamos de ustedes en casa!

—Pero D. Narciso—replicó D.aJusta, que no podía ocultar su gozo,—¿cree usted que no hay más que meterse dos personas por las puertas? Con mil amores aceptaría yo, pues ya ve usted que me encuentro aquí con esta criatura sin conocer á nadie más que á usted. Cuente con que iremos todos los días á su casa y que el tiempo que estemos aquí les molestaremos más de lo debido; pero, la verdad, yo sé lo que es una casa, y no quiero darle un mal rato á Catalina, haciéndole poner las cosas de arriba abajo.

—Es inútil cuanto hable usted—insistió D. Narciso;—ó somos ó no somos amigos. Hasta me ofende que ande usted con esos reparos, porque creo que revelan falta de confianza. Vamos todos á casa, y yo me encargaré de que recojan el equipaje.

Y todos juntos se encaminaron á la calle de Villanueva, donde D. Narciso vivía en un piso cuarto le una casa elegante, aunque de construcción endeble, de esas de tente mientras cobro.

Por muy poco estable que fuera la casa, menos estables debían ser los inquilinos del piso cuarto. Pon Narciso estaba en tratos con un amigo de Barcelona para emprender un negocio que á él se le había ocurrido, y esperaba no estar en Madrid para primero de año. Y D.aJusta estaba pendiente de la contestación de su hermana y creía ir á Murcia para pasar la Nochebuena. Y él día qué llegó á Madrid era el de la Concepción. Pasaban, pues, aquellos días, como quien vive en el aire; formando planes para el porvenir y recordando los buenos tiempos en que ambas familias vivían en Barcelona, cuando D. Martín daba de comer espléndidamente á sus amigos y D. Narciso andaba en empresas teatrales, que le daban para Vivir bien y le permitían tratarse con lo mejor de la sociedad. Actualmente el buen hombre, después que el negocio se le torció, trabajaba como comisionista, y pretendía montar una empresa editorial, por un nuevo sistema de repartos, á medias con un editor barcelonés. D.aCatalina, que era una mujer muy apocada y envejecida por los disgustos, soñaba en el día de volver á Barcelona, donde tenía su hijo único, empleado en un escritorio; no se alegró poco la buena señora de pasar aquellos últimos días acompañada por doña Justa y Martina, con las que podía desahogarse con la confianza que á todas ellas les daba su antigua amistad y su presente y común miseria. Recibió D. Narciso la carta que decidía favorablemente su proyectada empresa y su marcha de Madrid, y se decidió despedir la casa y partir todos el mismo día, supuesto, como se debía de suponer, que fuera también favorable la anhelada contestación de Candelaria, á la que D.aJusta había escrito, además de la primera, otra carta en que le daba cuenta del encuentro con D. Narciso y del cambio de casa. La respuesta se hizo esperar seis días, y al fin llegó certificada bajo sobre de luto, que sobresaltó á Da Justa, aunque Martina le decía: No te sofoques sin motivo, que el luto será por papá. Abre y lo verás. Y abrieron, y la carta decía así puntualmente:

«Mi queridísima Justa:

»Con una pena que no puedes figurarte leo tu carta de la Isla, dándome cuenta de tu terrible desgracia, pues la tuya llegó á mi poder cuando no habían pasado dos semanas de la muerte de mi pobre Fermín. Mira qué estrella la nuestra, que después de lo pasado, que ahora no hay para qué recordarlo, nos quedamos viudas las dos, con ocho días de diferencia y, como quien dice, en medio de la calle. Yo te escribí á Matanzas, pero, por lo visto, la carta no llegó á tiempo. Así es que me sorprendió tu carta de Madrid y me hizo llorar lo que no puedes imaginarte, viendo que á mis apuros se juntaban los tuyos, y que, además de los disgustos que estoy pasando, tenía que decirte que no vinieras. Dios sabe lo que hubieras pensado de mí, porque las cosas mientras no se ven no se comprenden. Pero ya sabes que yo, aunque me esté mal el decirlo, no me he cortado nunca por nada, y, después de pensarlo un rato, dije; lo que sea de una será de otra, yo me voy á Madrid á ver lo que Dios dispone. Ya debía estar ahí, y por eso no te he escrito, por llegar de repente; pero el viaje se me retrasa unos días, y te escribo porque estarás inquieta y por lo que me dices de la marcha probable de la familia Ferré. Si se van, ya lo sabes: no dejes el piso. He facturado ya los muebles para que lleguen al mismo tiempo que yo, y arreglaremos el cuarto como mejor podamos. A todo esto dirás que estoy loca, porque no sabes lo que aquí pasa. Ya te lo explicaré cuando llegue. Sólo te digo que tú eres feliz con haberte quedado sin nada, pero sin quebraderos de cabeza, mientras que yo no sé si me costarán una enfermedad las irritaciones que me ha dado la familia de Fermín. Dios le tenga en su santa gloria, que él ha tenido parte de la culpa por lo confiado que fué siempre en cuestiones de intereses, creyendo que todos eran como él, cuando su familia es una chusma, y no digo más. El mejor es el cuñado, que cuando se casó era un don nadie, y ahora, aunque se ha subido de punto, sabe guardar algunas consideraciones; pero la hermana es una desollada insufrible, y las niñas cortadas por la misma tijera. Yo sé bien que si me metiera por las puertas me recibirían con los brazos abiertos, porque en el fondo lo que tienen es envidia; pero no es la hija de nuestra madre la que ha nacido para vivir á cara de nadie, y en llegando á hablar de orgullo nadie me gana. Se han dejado decir que todo lo que nos correspondía por parte de los abuelos lo ha ido tomando Fermín á cuenta, conforme le hacía falta, además de lo que daba la hermana por haberse quedado sola con el negocio, y hasta que tienen dado de más, y que no han dicho nada durante la enfermedad de Fermín porque se hacían cargo de nuestra situación. Pero que no pueden seguir sosteniendo otra casa de familia además de la suya. Todo, ya te lo digo, porque nos vayamos con ellos y bajemos cabeza. Ya les he dicho que yo me voy á Madrid, y que deseo un arreglo amistoso, aunque los abogados dicen que si yo quiero puedo reclamar y darles un disgusto. Figúrate que ni siquiera está hecha la partición de lo que dejaron los abuelos, lo que tendría que moverse ahora. Pero yo no quiero pleitos, y luego que todo esto duraría mucho, y, puestos de malas, no sé cómo íbamos á sostenernos aquí las cuatro. Yo pasaría por todo, pero las niñas dicen que en otra parte harían cuanto fuera menester, pero que aquí les da fatiga. Además, la Paca está, como sabes, mal de la vista, y cada día peor, y dicen que convendría que la viera algún buen oculista de Madrid, pues todavía tiene cura. Desde que les he dicho que ya es seguro que nos vamos, están que no saben lo que les pasa, deseando por horas y momentos salir de aquí, y conocerte á ti y á Martina. Os envían un millón de besos, y yo otros tantos. La detención del viaje consiste en que tengo que arreglar el asunto de que te hablo para ver de contar con algo, aunque sea poco. Un amigo muy antiguo de papá (q. e. p. d.), llamado D. Gualberto, se ha encargado de hablar por mí con mi cuñada, y dice que él la convencerá de que deben de nombrarme alguna pensión, siquiera hasta que las niñas se casen. Esto sería lo mejor. No tengo tiempo para escribirte más. Como pronto nos veremos, ya te contaré cosas que te parecerán increíbles, y tú me contarás también las tuyas. ¡Si nuestros padres vivieran y nos vieran ahora teniendo que vivir, como quien dice, á expensas de unos y de otros y con la carga de cuatro criaturas! Por ellas lo siento yo más que por nosotras, que de cualquier modo nos arreglaríamos. Y ¿qué me cuentas de Luis, haberse ido á Filipinas, tanto como papá trabajó para quitárselo de la cabeza? Si estuviera en Madrid, aunque no pudiera ayudarnos, siquiera sería un hombre á quien acudir; porque para ciertas cosas las mujeres no servimos. En fin, hay que hacer de tripas corazón, y cuando Dios nos pone en este aprieto, él sabrá por qué lo hace, y él se encargará de iluminarnos y de darnos fuerzas y ánimo para salir adelante.

»Me parece mentira que pronto vamos á vernos juntas después de tantos años de separación. ¡Quién sabe si nuestras desgracias serán motivo de que mejoremos de fortuna! En fin, no queda papel para más; mil besos y abrazos de las niñas y de tu hermana, que con alma y vida te quiere,

»CANDELARIA

En uno de los márgenes decía además la carta: «Llegaré por la mañana para poder dedicar el día á recoger los muebles de la estación y arreglar, por lo menos, las camas para no tener que dormir en el suelo.» Y en otro venía esta nota: «No te digo fijamente el día de mi llegada porque no lo sé. Quizás no te avise para llegar sin que me esperes.» Además había una esquela para Martina, en la que las primas le decían:

«Querida Martina:

»Ya te dirá tu mamá que muy pronto vamos todas á Madrid, de lo que te alegrarás tanto como nosotras. Estamos muy tristes desde la muerte de papá, y tú estarás lo mismo. Ya nos consolaremos las unas á las otras, y procuraremos desechar nuestra tristeza viviendo juntas como buenas hermanas. Yo no te conozco todavía y ya te quiero mucho, como todas. Estoy deseando de ir á ésa para conocerte y para ver si me curo del mal que tengo en la vista. Dicen que si se deja pasar el tiempo quizás me quedaría ciega. Hazte cargo la pena que tendré, que no hago más que llorar, y esto me pone peor. Adiós, querida prima; recibe un beso y un abrazo muy apretado de tu prima

»PACA

«Simpática primita: Todas te hemos agradecido en el alma las cosas tan cariñosas que nos dices en la carta de tu mamá. Parece mentira que no nos hayamos visto nunca queriéndonos tanto come nos queremos. Yo te aseguro que te veo como si te conociera, y que estoy enamoradísima de ti por tu retrato de hace tres años, y me figuro que estarás aún más bonita. Dice mamá que eres el vivo retrato de tu padre, que tenía fama de guapo y arrogante. Ya nos contarás cosas de los países que has visto, sobre todo de Cuba, que me gusta al perder. Antes de la enfermedad de papá aprendí á cantar las guajiras que me enviaste. Son lindísimas. En cuanto vaya á Madrid, como pueda, iré al Conservatorio, pues tengo pasión por la música y el canto, y mamá dice que podía hacer muy buena carrera. ¿Y tú, has perdido ya la afición? No me dices nada. Verdad es que no estarás de humor para pensar en esto. Yo tampoco bago nada desde hace más de tres meses, ni están las circunstancias para hablar de estas cosas. Sueño pensando en que nos vamos á ver al fin. Que fuera para vivir siempre juntas es lo que desea tu prima, que te quiere muchísimo y te envía mil besos,

»CANDELARIA

»Mi queridísima prima:

»Ya ves lo egoistonas que son Paca y Candelita, que no me dejan más que dos renglones. Cuanto te dicen ellas te lo repito yo, y además te envío un millón de abrazos y caricias, y te beso en los ojos, que nos tienen á todas chifladas. Adiós.

»VALENTINA

No se puede saber á punto fijo las veces que la carta y la esquelita fueron leídas y releídas, sin comprender si era malo ó bueno lo que anunciaban. Martina estaba entusiasmada con la idea de reunirse todas en Madrid; D.aJusta no las tenía todas consigo, aunque se le quitaba un peso de encima con la llegada de su hermana, la cual, como más lista y resuelta, sería la directora del cotarro, y pensaría, buscaría y revolvería por todas, y más y mejor que todas juntas. Don Narciso, enterado del caso, creía un solemne disparate la reunión de seis mujeres solas en Madrid sin otro recurso que la imaginación.

—Tal vez—decía á D.aJusta—su hermana de usted traiga algunos fondos para vivir los primeros meses, y entonces menos mal; pero, aun así y todo, mejor sería establecerse en una ciudad pequeña; porque aquí, en Madrid, el dinero se va sin sentir, y antes que ustedes conozcan el terreno y decidan lo que van á hacer, el dinero se les habrá volado y se encontrarán en un callejón sin salida. De todos modos, nosotros deseamos conocer á su hermana y sobrinas, y puesto que han de venir, las esperaremos, y el mismo día que lleguen por la mañana, nos vamos por la noche, y ustedes quedan dueñas de la casa. Y si no pueden seguir aquí, en Barcelona estoy; no tienen más que ir allá y disponer de mí en lo poco que yo valgo.

Dos días después de la carta, muy temprano, cuando todos dormían aún, excepto D.aCatalina, que se había levantado para ir á la compra, entraron por las puertas de la casa las cuatro viajeras sin mover ruido, porque, al saber que D.aJusta y su hija dormían, quisieron sorprenderlas en la cama. Traían consigo sólo el equipaje de mano: dos maletas y dos sombrereras, una cestita con pan y algunos fiambres, y un gran cestón de tapaderas muy cosido, que D.aCandelaria se apresuró á abrir cortando las puntadas de hilo bramante con un cortaplumas para dar suelta á cinco gatos que allí encerrados venían, y que comenzaron á arquear el lomo y estirar patas y rabo con desperezos y maullidos, más de hambre que de entumecimiento.

—Cinco huéspedes más—dijo D.aCandelaria, viendo el gesto de extrañeza de D.aCatalina.—Ya ve usted, no hemos tenido corazón para abandonarlos. Todos han nacido en casa, y mi Valentina los quiere mucho. Pero vamos adentro…¿Por dónde? ¿Hace usted el favor, D.aCatalina?

—Por aquí… Pasen, pasen… Esa puerta de enfrente es la de la alcoba…

Al decir esto, aparecía D.aJusta en camisa, gritando, riendo y llorando, todo á un tiempo; y mientras se abrazaba á su hermana, sus sobrinas se metían en el dormitorio y despertaban á abrazos y á besos á Martina, que sentada en la cama, con los ojos atontados, chillaba de gusto y sorpresa. Entraron las mamas en la alcoba, y mientras los gatos hacían coro á la puerta, arañando para entrar también con sus amas, y D.aCatalina iba á despertar á su marido, D.aJusta y su hija se echaban una bata, se recogían el cabello con cuatro horquillas y se calzaban apresuradamente para poder atender con todos sus cinco sentidos al diluvio de preguntas que se les hacían y hacer otras tantas por su parte. Salieron todos á la sala, y las viajeras se aligeraron un poco de ropa, como quien se encuentra ya en su casa.

—¡Válgame Dios!—dijo D.aJusta.—Después de tanto tiempo, sigues con la manía de los gatos, como cuando tenías la coja y la morisca, que dormían contigo en la cama.

—Ahora no soy yo—contestó D.aCandelaria,—es esta Valentina, que por parecerme más, me ha salido hasta en eso. Y ¿qué me dices de mis niñas? Yo á Martina la encuentro guapa de verdad. Es pintiparada á su padre; pero con más expresión en los ojos y la nariz un poquito acaballada, como todos los Montes. Y luego ese pelo tan negro, más negro que el azabache. Vaya, que puedes estar orgullosa.—No os ofendáis, feas mías—agregó dirigiéndose á sus hijas;—pero Martina es más guapa que vosotras. A mí el amor de madre no me ciega.

—Pues las tuyas—dijo D.aJusta—no tienen nada que envidiar á nadie, no digas. Lo que me extraña… Vamos, que yo no creía que tú tuvieras hijas tan rubias. En particular Candelita, parece una espiga de oro. Verdad es que Fermín era rubio y blanco como pocos hombres he visto yo… Pero encuentro que la que más se parece á ti es Paca. Valentina tiene más de mamá; fíjate en la frente, y sobre todo en el entrecejo; es materialmente una haba partida.

El diálogo encomiástico de las mamás y el coloquio pueril que en voz más baja sostenían las primitas, fueron interrumpidos por D. Narciso y su mujer, con cuya llegada la conversación cambió de tono, porque D. Narciso, después de los saludos, deseó aprovechar el escaso tiempo que le quedaba que estar en Madrid para aconsejar á aquella familia, que bien lo había menester. Doña Candelaria todo lo hallaba llano y fácil, y no porque contara con nada seguro, pues con sorpresa supieron todos que el arreglo convenido por don Gualberto con la hermana de Fermín consistía en que ésta diera doce duros mensuales por trimestres anticipados, y parte de los primeros treinta y seis duros se había ido en el viaje. De suerte que hasta Marzo sólo quedaba el resto y unos cuantos duros que tenía D.aJusta, con todo lo cual no había ni para acabar el mes. Sin embargo, decía D.aCandelaria que con aquella insignificante pensión no se podía vivir en ninguna parte, y que para tener que buscarse la vida, convenía un centro cuanto más grande mejor, donde hubiera mundo y donde cada cual pudiera hacer lo que le diese la gana, sin criticas ni murmuraciones de nadie. En fin, á lo hecho, pecho. La necesidad es la mejor consejera, y lo que seis mujeres no discurrieran, no sería capaz de discurrirlo ni el mismo diablo en persona. La vanidad de D.aCandelaria fingía verlo todo de color de rosa, aunque, á decir verdad, la procesión iba por dentro.

Dedicaron aquel día al cambio de muebles. Los que se iban embalaron unos pocos suyos y devolvieron los más, que eran alquilados, dejando sólo algunos chismes de cocina, que no valían la molestia de transportarlos, y las que se quedaban distribuyeron provisionalmente los muebles traídos de la estación, que eran, según nota escrita de puño y letra de D.aCandelaria: una cama grande y tres pequeñas de hierro, cada una con un jergón, dos colchones de lana, un juego de almohadas y dos cobertores; un estrado completo en bastante buen uso, con dobles fundas blancas y de lona gruesa; doce cuadros, pintados por Colomba; una docena de sillas de paja, dos de cuero y un sillón de vaqueta; una cómoda; dos armarios; dos clavijeros de hierro y dos de madera; una mesa de sala, con su espejo, y dos más, una de comedor y otra pequeña de pino; un tocador con espejo y dos espejos más, sueltos; un cajón con varios santos de talla, dos de ellos, San José y la Virgen del Socorro, con sus correspondientes fanales; una caja con una guitarra y una bandurria; un cajón grande con varios efectos de cocina. Todos los demás objetos venían en tres grandes baúles, llenos principalmente de ropa blanca de cama y vestir y de rollos de tela, antiguos vestidos que D.aCandelaria había deshecho para teñirlos y arreglarlos para el luto, á fin de no comprar más que lo preciso, que era lo que traían puesto.

No es posible describir la colocación que los muebles enumerados tenían en el piso de la calle de Villanueva, porque fueron tantos los cambios que sufrieron, que no pasaba día sin que aquellas seis mujeres, solas y sin ocupación por el momento, no se entretuvieran ideando una nueva distribución de la casa y del mueblaje. Ni la cocina, cuyo uso forzoso estaba indicado por las hornillas, carboneras, vasares, fregadero y caño de agua sucia, se vió libre de la acción revolucionaria de aquellas amazonas, que la convirtieron en comedor para que la hornilla y vasares hicieran las veces de repostero. Para guisar lo poco caliente que guisaban servía un anafe que D.aCandelaria había traído, y que economizaba mucho carbón y trabajo de limpieza. Lo que sí se puede asegurar es que en ninguna de las transformaciones podía compararse aquella casa con la de Murcia, puesto que D.aCandelaria había malvendido allí todos los muebles que no eran indispensables ó que no eran un recuerdo de familia, sin excluir el piano, el ojo derecho de Candelita. Asimismo hubo varios arreglos para dormir las seis en las cuatro camas, por no seguir pagando el alquiler de la que tenían D.aJusta y Martina. Primero dormían solas D.aCandelaria y D.aJusta, y las niñas dos con dos: Martina con Candelita y Paca con Valentina. Después, como la cama de D.aCandelaria era muy grande, Valentina, que todavía era una niña, pues apenas había cumplido quince años, se fué con su mamá y Candelita con Paca; pero como ésta estaba enfermucha y Candelita había simpatizado en extremo con su prima, volvieron á dormir juntas y dejaron á Paca sola.

No era el dormir ciertamente lo que más preocupaba á aquellas abejas inactivas, sino el hallar medios de vivir. Lo poquísimo que tenían se acabó en los días de Pascua, y hubo que ir á una casa de préstamos á empeñar un reloj, y después otro, hasta que todas las niñas se quedaron iguales, y no se volvió á saber la hora que era á punto fijo.

—Cuando pasen estos días—decía D.aCandelaria,—hay que empezar á moverse.

Y, en efecto, no se descuidó, pues apenas supo andar por Madrid salía sola ó con su hermana muy temprano, y volvía á salir después de almorzar para enterarse dónde podían darle alguna labor. Martina sabía adornar sombreros, más por gusto natural que porque hubiera aprendido; Candelita podía dar lecciones de piano á niños pequeños que comenzaran el solfeo, y todas bordar, coser en blanco y cuanto fueran labores propias de señoras distinguidas, aunque venidas á menos. Halló algunas promesas de trabajo para más adelante, y en una corbatería le dieron avíos y modelo para hacer dos docenas de corbatas por vía de prueba; pero esto no resolvía nada, porque pagaban á seis reales la docena y no era seguro que hubiera una tarea todas las semanas. En otra tienda no le dieron trabajo, pero le dieron las señas de una modista á la moda que tenía necesidad de una joven elegante y de buena figura para la prueba de vestidos y confecciones. Martina fué elegida por su mamá y tía de acuerdo, y presentada á la modista, que la admitió gustosa, quedando en fijar el sueldo después de algunos días de ensayo. Pero á las pobres mujeres no les dió buena espina la casa, y menos cuando en la corbatería, donde hablaron del asunto, les dijeron que la modista no era persona de confianza para entregarle una joven sin experiencia, pues en su casa, con el pretexto de las modas, celebraban entrevistas secretas señoras y caballeros de la buena sociedad, según decían malas lenguas, que cuando lo decían lo dirían por algo.

En estas y otras tentativas pasaba el mes de Enero, y entre la casa, la comida y los gastillos menudos se llevaban poco á poco las alhajas, que, como menos precisas, eran las primeras que iban al empeño. Por donde se comprenderá la recta intención de aquellas mujeres, puesto que otras en su lugar quizás hubieran empeñado las sábanas antes que las sortijas y pendientes para no privarse de estos adornos, útiles cuando se aspira á servirse de la belleza para atraer algún enamorado generoso que haga el gasto. Doña Candelaria no pensó jamás en semejante bajeza, y aunque algún día habló de ceder á un caballero una habitación con asistencia ó sin ella, según los usos de Madrid, pensó desde luego en un caballero decente, y, á ser posible, respetable por su edad. En cuanto á D.aJusta, solía terminar algunas disputas que se promovían por la escasez de dinero, con una frase, que en sus labios era sacramental:

—Aquí hacen falta unos pantalones.

Porque la buena señora no tenía carácter ni voluntad propia, y no comprendía que una casa pudiera marchar bien sin un hombre que ejerciera la autoridad, aunque fuese del modo absurdo y despótico que la ejercía su difunto marido. Y el mal éxito de las gestiones de su hermana la confirmaba más de día en día en su parecer. Aunque parezca extraño, á pesar de que las muchachas salían todas las tardes con sus mamás, no se les había presentado ningún pretendiente, que al menos les diese compañía y rompiera la vida monótona que llevaban, ya que no fuese un hombre honrado y formal de quien pudiera esperarse algo para el porvenir. Los jóvenes honrados y formales que había en la corte, si había entonces alguno, huyeron del número excesivo de mujeres ó de la miseria que se les transparentaba, y los vividores y libertinos quizás no se atrevieron, temerosos de que al lado de aquellas mujeres vestidas de luto la diversión se les convirtiese en lluvia de lágrimas. Por todas estas razones se explica que D.aCandelaria tuviera el arranque repentino que tuvo el día 1.a de Febrero de ir á la Zarzuela y hablar con el director de la compañía que allí actuaba y suplicarle que diera á Candelita un puesto en el coro, y, si era posible, que le confiara papeles para empezar, pues la joven tenía condiciones para salir airosa en cuanto venciera la timidez de los primeros días. El director jorobó la voz á la muchacha, con amabilidad rara en las costumbres teatrales, y dijo que no tenía inconveniente en colocarla en el coro; pero, interesado por la joven, cuya educación y distinguida compostura saltaban á la vista, aconsejó á la mamá que desistiera de su propósito, pues era lástima que anduviera rodando entre gente de vida poco ejemplar, salvo contadas excepciones, una joven que podía ser una artista de mérito con poco que estudiara y supiera presentarse al público como era debido. Doña Candelaria agradeció el consejo con lágrimas en los ojos, y salió del teatro llena de orgullo maternal por tener aquel portento de hija y entristecida porque también aquella puerta se les cerraba. Entonces miró distraídamente el cartel de anuncios, y vió que después de la función de zarzuela había anunciado baile de máscara, y se le ocurrió pensar:

—¡Si viniéramos esta noche al baile!…

A decir verdad, D.aCandelaria no pensó seriamente en aventajar nada yendo al baile; pero tenía odio á la inmovilidad y al recogimiento, y decía siempre que al que no grita Dios no le oye. Estarse en casa quietas y resignadas, era tanto como echarse al surco y declararse vencidas á los primeros disparos. La sociedad puede ser útil cuando se vive realmente en ella, no encerrándose entre cuatro paredes, y á falta de relaciones, no les quedaba más medio de entrar en campaña que acudir adonde hubiera mucha gente y confiar á la casualidad el cuidado de proporcionarles algún buen encuentro. Todo esto se lo calló D.aCandelaria, y el pretexto que dió para justificar su idea de ir al baile, fué la necesidad de distraer un poco á las niñas. A D.aJusta le parecía que en un baile así nada se podía ganar, porque las mujeres que á él irían serían lo peor de cada casa. Pero las niñas, que deseaban ver un baile de máscara, contestaban que nada se podía perder tampoco puesto que nadie las conocería. En cuanto al gasto, perdido por ciento, perdido por mil y quinientos; y además, ellas mismas se harían los trajes, como, en efecto, se los hicieron en un dos por tres con la tela de los vestidos deshechos que D.aCandelaria había traído. Esta ideó el modelo de disfraz, igual para todas, con el que ellas candorosamente se figuraban representar una bandada de golondrinas.

—Vamos á parecer empleados de alguna funeraria—dijo la directora de la banda;—habrá que poner algunos adornos de color.

Y los pusieron sin grandes calentamientos de cabeza, cosiendo unos moñajos hechos con tiras de percalina roja.

—Ahora faltan las caretas—dijo D.aJusta;—las tendremos que comprar.

—De ningún modo—contestó su hermana.—Tengo yo un retazo de crespón, que por lo tieso parece trafalgar, y que nos viene de perilla.

Sacó la tela y cortó un pedazo en forma de corazón; abrió los agujeros de los ojos, nariz y boca, tomando bien las medidas, y enfiló todos los cortes para que no se deshilacharan; luego punteó los ojos á punto de ojal, con seda roja, y, por último, adornó los bordes con cruzadillo rojo también, y puso los indispensables cordones; con lo cual quedó el antifaz perfecto y hasta gracioso. Con arreglo á él cada mujer hizo el suyo, y no serían las diez de la noche cuando todas estaban ya dispuestas para echarse á la calle, aunque todavía no habían comido.

Fueron al baile con ánimo de divertirse cuanto pudieran, excepto Martina, á quien á última hora le entró el pavo, como decía su mamá, disgustada por tener que estar al lado de la niña, que ni quería bailar ni que la dejasen sola. La llegada oportuna de Pío Cid rompió el hielo, y entonces doña Justa también salió á bailar con el primero que la invitó, sin que, soliviantadas como estaban ella y su hermana y sobrinas, notasen, hasta muy avanzada la hora, que Martina había desaparecido.

—Estará por ahí—decían cuando se encontraban en el sitio convenido de antemano; y volvían á desparramarse por la sala, hasta que D.aJusta entró en cuidado y comenzó á mirar por todas partes y á recorrerlo todo, y se convenció de que su hija no estaba en el teatro. Se reunieron todas, alarmadas; volvieron á mirar por abajo y por arriba, y no encontrándola, recogieron los abrigos y fueron á echar una ojeada por los cafés próximos. Luego se encaminaron á la calle de Villanueva, y volvieron de nuevo al teatro y, preguntando, dieron con la Casa de Socorro del distrito, donde les dijeron que aquella noche no había ocurrido ninguna desgracia. Martina no parecía, y D.aJusta comenzó á temer que su hija hubiera sido engañada por quien la sacó á pasear, que, según todas las trazas, debía ser un pillo redomado. Y la pobre madre explicaba las señas particulares del raptor con tan negros colores, que de sus labios salía Pío Cid digno de que lo llevasen á la horca.

—Pero tita Justa—preguntaba Candelita, que era la más afligida por la desaparición de su prima y compañera de cama,—¿qué facha tenía ese hombre que la sacó á bailar?

—Yo no me fijé bien—contestaba D.aJusta.—Recuerdo que me pareció al primer golpe de vista un militar vestido de paisano.

—¿Qué traje llevaba?

—Un traje todo negro, creo que de americana.—¿Y el sombrero?

—Un sombrero hongo, de hechura algo rara. Ya te digo que no me fijé mucho, porque ¿quién había de pensar?… Lo que sí recuerdo bien es que la cara de aquel sujeto no me fué simpática.

—¿Qué le encontraba usted, tita?

—No es que le encontrara nada, sino que no me fué simpático… Yo no sé cómo vosotras no le habéis visto… Era uno de barba negra muy larga, con melenas como los artistas; pero ya os digo que parecía un militar, porque no le caía bien el traje de paisano…

—¿Y era hombre de edad?

—No era viejo, pero tampoco joven.

—Pero ¿por qué no le fué simpático?—insistió Candelita, que no comprendía que se pueda tener sin motivo antipatía por una persona.

—No fué por nada—contestó D.aJusta.—Déjame en paz, que no estoy para que me pregunten ni sé lo que me digo. A mí no me gustó aquel hombre, y no me extrañaría que fuera un criminal porque los ojos no eran de otra cosa.

—No me cabe duda—dijo, oyendo la descripción, D.aCandelaria;—Martina ha sido engañada, y ya no nos queda más recurso que esperar en casa á que sea bien de día á ver si parece, y si no parece daremos parte á la autoridad.

Se fueron á casa llenas de tristeza é inquietud, y se quitaron los disfraces en silencio; D.aJusta lloraba, y su hermana se acusaba de haber sido la causante de aquella terrible desventura.

Mientras tanto Pío Cid ponía por obra su plan. Antes que el día clareara por completo abrió el balcón de su cuarto, se asomó y llamó al sereno, que aún estaba en la esquina, para que abriera la puerta. Martina se había quitado el disfraz y se había puesto encima de su vestido, que era algo ligero, una chambra de lana, y en la cabeza una rica mantilla, prendas ambas que Pío Cid conservaba en el fondo del baúl y que habían sido de D.aConcha. El disfraz y todo lo que en el cuarto había de la pertenencia de Pío Cid fué encerrado en el baúl y en una maleta de mano, que quedaron en medio de la habitación. Salieron sigilosamente los fugitivos, y Pío Cid dió al sereno una peseta, diciendo á Martina cuando estuvieron en la calle:

—Desde que estoy en Madrid, esta es la primera noche que me ha servido el sereno.

—Ojalá sea la última—dijo Martina, recelosa.—Pero ¿cómo me dijiste antes que no podíamos salir porque no tenías llave, y ahora has encontrado medio de que salgamos? Esto me parece una tunantada.

—Es que al entrar yo no pensaba en la salida, y no se me ocurriría lo que después, cuando deseaba salir, se me ha ocurrido. Quiero decirte que no hay mala intención, sino que, según es el deseo, así se esfuerza la atención y se halla el medio de cumplirlo.

Martina no contestó y siguió andando, sin darse cuenta de por dónde iba, aunque iba hacia su casa. No pensaba tampoco; de vez en cuando miraba á Pío Cid de arriba abajo, como si jamás le hubiese visto, como si se sorprendiera de hallarse al lado de aquel hombre, y sentía miedo y vergüenza de haberse rendido como un juguete á su voluntad. Pío Cid la miraba también, pero con calma, y sin hablarle, iba junto á ella en la misma disposición de espíritu que el soldado que después de una acción en la que ha salido bien librado, emprende de nuevo la marcha en busca del enemigo. Así llegaron á la puerta de la casa de la calle de Villanueva cuando aún estaba cerrada, pues Pío Cid quería evitar que la portera y el vecindario tuvieran noticia de la aventura de Martina. Dio un aldabonazo, y á poco se asomaron á un balcón del cuarto piso varias mujeres; y un minuto después D.aCandelaria abría la puerta, mientras bajaba detrás D.aJusta. Martina estaba en el quicio de la puerta como oveja que presiente el degüello, y su actitud contrita y lastimosa decía, sin palabras, que la pobre criatura había cometido el mayor desaguisado que puede cometer una doncella. Su madre y su tía la miraban con estupor, pues con la chambra y la mantilla les parecía una persona extraña ó que hubiera estado ausente cuatro años en vez de cuatro horas. Pío Cid se adelantó, y con voz reposada dijo:

—Vamos arriba pronto, y podremos hablar sin darle un cuarto al pregonero.

Y apartándose para que Martina pasara entró tras ella, y todos subieron la inacabable escalera, y se hallaron á poco en la sala principal, mientras las hijas de D.aCandelaria, que estaban esperando, se retiraban confusas á otra habitación á una seña de su mamá. Martina se fué á sentar en el hueco del balcón, cuyas maderas entornadas dejaban pasar la claridad fría del amanecer; la mamá y la tía se sentaron en el sofá, cada una en un extremo, y Pío Cid, sin que le invitaran, se sentó frente á Martina, en una butaca, de espaldas á la puerta, y sin preámbulos tomó la palabra y dijo:

—Les pido á ustedes mil perdones por el mal rato que habrán pasado; yo soy el único culpable de lo ocurrido; pero mi culpa es muy leve, porque, como ven, me he apresurado á venir para sacarlas de su inquietud y para que todo quede en familia. Si ustedes no han cometido ninguna torpeza nadie tendrá noticia de esta escapatoria, pues ni aquí ni en mi casa nos ha visto nadie…

—Martina—interrumpió D.aJusta,—¿tú has estado en casa de este… hombre? ¿Quién es? ¿Cómo se llama? Vamos, responde.

Martina miró con ojos espantados, mientras Pío Cid sonreía levemente, porque al oir el nombre de Martina cayó en la cuenta de que ni él le había preguntado á ella su nombre, ni ella á él. Doña Candelaria hizo un movimiento brusco, como si fuera á arrojarse sobre Pío Cid; D.aJusta seguía preguntando con los ojos fijos en su hija, y ésta se tapó la cara con las manos y se echó á llorar.

—Esto que ocurre—prosiguió Pío Cid—les demostrará á ustedes que Martina no tiene culpa; yo he sido el que la he engañado, y tan aturdidos estábamos ella y yo, que no nos hemos preguntado nuestros nombres. Ella no sabe siquiera que ya me llamo Pío, y yo no sabía que ella se llamaba Martina, hasta ahora que lo oigo por primera vez.

—Pero usted le ha dado algo á mi sobrina—gritó D.aCandelaria;—usted es un criminal.

—No se irrite usted, señora, y tenga la bondad de escucharme—continuó Pío Cid en el mismo tono que había empezado.—Si ha habido arrebato de parte de Martina en seguirme sin conocerme, también lo habrá de parte mía en resolver, como he resuelto, unir mi suerte á la de ustedes sin saber tampoco quiénes son ni cómo se llaman.

—Eso es fácil de saber—interrumpió D.aCandelaria, que no podía tolerar que se dudase de ella;—preguntando en la Habana por los Gomaras, y en Murcia, donde yo he vivido hasta hace poco, por los Colombas, y en Sevilla, donde vivieron muchos años mis padres, por los Montes…, sabrá usted que somos por los cuatro costados una familia dignísima, que no es merecedora, si hubiera justicia en la tierra, de verse en la situación que nos vemos.

—Yo no he dudado de ustedes—siguió Pío Cid;—ustedes son las que dudan de mí, considerándome como un criminal; y yo no me ofendo ni recurro á la opinión pública, porque me basta la mía. Al contrario, sin conocerlas á ustedes me he figurado que eran buenísimas; y por figurármelo así, y porque me parecía imposible que fuera de otro modo, después que he hablado con Martina y he apreciado su gran mérito, determiné, sin pensarlo, venirme á vivir con ustedes, si ustedes no se oponían. Yo no tengo familia, vivo solo y he podido tomar casa para los dos, puesto que Martina me quiere; pero me parecía más noble presentarme y pedirles perdón por el abuso que, sin poderlo remediar, he cometido, y exponerles la idea, que tengo por muy sensata, de vivir todos juntos.

—¿Y usted cree que no hay más que engañar á una joven y quitársela á su familia como si no hubiera leyes ni tribunales, como si estuviéramos en el centro de África?—replicó D.aCandelaria con energía.

—Yo no creo nada de eso—contestó Pío Cid.

—Entonces, ¿creerá usted que puede abusar de nosotras porque somos mujeres solas?—dijo doña Candelaria.—¿Quizás porque sepa ya por esta niña loca que su madre es una mujer sin carácter? Pues está muy equivocado, que yo estoy aquí para dar la cara, y verá usted quién soy yo.

—Martina no me ha dicho nada de ustedes—contestó Pío Cid,—ni yo trato de abusar de nadie.

—Entonces, ¿se figura usted—insistió D.aCandelaria con la entonación de un juez que formula un interrogatorio,—que porque estamos en situación apurada nos vamos á doblegar, como quien dice, á vendernos por dinero?

—Yo soy pobre—contestó el reo,—y lo que les he ofrecido es compartir mi pobreza.

Doña Candelaria desarrugó el entrecejo y tomó na aire más humano. Lo que más le llegaba al alma era la insolencia de aquel caballero desconocido, que se expresaba como quien posee la varita mágica, que cierra todas las bocas y abre todas las puertas, el dinero, dominador y triunfador. Ante tan humilde confesión de pobreza, doña Candelaria pensó que quizás aquel sujeto venía oon buenas intenciones, y que, por lo pronto, se podía hablar pacíficamente con él, de igual á igual. Cambió, pues, el tono y asunto del interrogatorio, y le preguntó mirándole fijamente:

—¿Usted pensará casarse con mi sobrina?

—Yo la considero ya como mi mujer—contestó Pío Cid.—Le extrañará á usted mi respuesta, pero no soy amigo de dilaciones ni de ceremonias, y en las cuestiones mías mi voluntad y mi palabra bastan.

—Pero ésta no es cuestión de usted solo—replicó D.aCandelaria;—es también de mi sobrina, y nuestra, y de la sociedad, que cuando tiene establecida la manera de hacer las cosas no será por puro capricho.

—Deje usted fuera la sociedad—dijo Pío Cid;—yo no le doy ninguna importancia, y tengo la costumbre de arreglar mi vida, no como la sociedad lo dispone, sino como yo quiero.

—Pero usted no es nadie para mandar en los demás—replicó vivamente D.aCandelaria;—y hay que ver si los demás quieren lo mismo que usted.

—Si no quieren—contestó Pío Cid,—yo les dejo en paz y continúo viviendo solo, como hasta aquí he vivido, mejor ó peor, por no someterme á las exigencias del público. No creo valer más que los otros, pero tampoco quiero valer menos.

Doña Candelaria quiso decir varias cosas á la vez, pero no dijo ninguna; se volvió hacia su hermana y habló con ella en voz baja. Pero Pío Cid, que tenía el oído finísimo, oyó algo, porque añadió encarándose con D.aCandelaria:

—No me compare usted con Colomba; aunque yo esté algo tocado, como usted cree, no soy capaz de hacer lo que él hizo cuando se casó, que estuvo algunas semanas sin hacer caso de su mujer.

Doña Candelaria se puso roja como el fuego, y después amarilla como la cera, y luego verde y azul y de todos los colores del arco iris. ¿Cómo este hombre, que ella veía por primera vez, estaba enterado de un secreto que ella había ocultado hasta á sus padres y que había sido el tormento de su vida? Y ¿quién sabe si no sólo estaría enterado, sino que conocería la causa de aquella inexplicable conducta de su esposo, que ella jamás pudo á ciencia cierta conocer? No ya á su sobrina, sino á sus tres hijas las hubiera sacrificado por conservar cerca de sí á una persona que comenzaba á tomar un aspecto tan interesante y misterioso.

Para que no se crea que Pío Cid andaba en tratos ocultos con los espíritus infernales, conviene explicar cómo se había enterado de tan grave secreto de familia. Discutíase en la casa de huéspedes, después de almorzar, si el amor era uno en el hombre y en la mujer, ó si el hombre podía sentir varios amores simultáneos. Orellana proclamó que el amor, como el matrimonio, era uno é indisoluble; y que los que creían sentir varios amores no sentían ninguno en realidad, y que el fundamento del amor y de la vida humana era la mutua fidelidad entre los que se amaban legítimamente. Pío Cid rechazó esta idea como formalista y convencional, y sostuvo que el amor era indicio de la fuerza creadora del espíritu, y que si hubiera un hombre que tuviese un solo amor en su vida, sería profundamente despreciable. En prueba de ello, dijo que en Europa, donde se sigue el régimen de la mujer única, aunque no el del amor único, el hombre ha ido achicándose hasta el punto de que la mujer se le sube ya á las barbas, y no tardará mucho en hacer con él lo que las ranas de la fábula hicieron con el pedazo de madera que les envió Júpiter, cuando ellas lo que necesitaban era un culebrón. Todos los huéspedes tomaron parte en la contienda, y hubo partidarios del amor único y del matrimonio indisoluble, de los amores sucesivos y del divorcio para poder darles forma legal, del doble amor simultáneo espiritual y carnal, y de otra porción de soluciones. Pepe Rodríguez, que tenía un repertorio inagotable de anécdotas, refirió una en apoyo de la opinión de Pío Cid, esto es, de que se pueda sentir á la vez dos ó más amores y revelar por ello más fuerza espiritual. Se trataba de un paisano suyo, llamado Fermín Colomba, amigo de su padre y persona de extraordinario mérito, aunque jamás hizo cosas que le hicieran famoso, porque despreciaba la fama y todo lo que el mundo pudiera darle. Este hombre, que decían era poco amigo de las mujeres, sostenía relaciones amorosas con una señora casada, y después de varios años de secreto amorío, de la noche á la mañana se casó con una joven andaluza, muy bella, hija de un militar que acababa de llegar destinado á Murcia. Y lo notable del caso fué que Colomba, aunque se casó enamoradísimo de su mujer, se mantuvo tan excesivamente respetuoso con ella, que la recién casada, después de un mes ó dos de meditaciones y de esperas inútiles, se decidió á consultar con su suegra, con cuyo auxilio logró al fin sacar á su marido de aquel triste retraimiento. Alguna criada debió de estar detrás de las cortinas, porque toda la ciudad supo y comentó la extravagancia de Colomba; y de tal modo extrañaba á aquellas Cándidas naturalezas que un hombre de carne y hueso pudiese enfrenar tan rudamente sus pasiones, que se inventaron historias picantes para explicar el suceso, aunque no faltó quien, mejor pensado, aseguró que Colomba era un místico que se había casado por equivocación. Y la verdad, ¿saben ustedes lo que era?—dijo Pepe Rodríguez para terminar.—Que la antigua amante de Colomba, aunque había consentido en el matrimonio, porque al fin y al cabo ella también era casada, hizo jurar á su amante que había de estar no sé cuánto tiempo sin hacer caso de su esposa. Y él lo juró, porque, aunque estaba enamorado de la andaluza, no quería perder á la murciana, de la que estaba enamorado también. Otra criada debió de estar detrás de otras cortinas, y toda la ciudad supo esto, como había sabido lo otro, excepto la joven engañada y el esposo ofendido, que éstos no se enterarían de nada, según costumbre. Pero mi padre lo sabía tocio muy bien, y hasta hizo algunas reflexiones á Colomba, quien le declaró que todo era verdad; pero que á él le gustaban las dos, y no quería perder á ninguna.

Pío Cid recordaba esta historieta, y se sorprendió no poco cuando, por cabos sueltos, sacó en limpio que la tía de Martina era la mujer del estrafalario murciano; y como desde el principio comprendió que la tía era la fortaleza que allí había que expugnar, la hirió en el lado flaco de todas las mujeres: la curiosidad, aunque con propósito deliberado de no descubrir jamás toda la verdad de lo sucedido, pues el tipo de Colomba le fué simpático, y no quería arrebatarle el afecto que su viuda pudiese conservar aún á su memoria. El tiro dió en el blanco, y desde el punto en que D.aCandelaria vió á Pío Cid dueño de un secreto que la mortificaba, aplacó sus ímpetus y se declaró en abierta derrota. No cedió de repente, pero comenzó á hablar como si aceptase el hecho consumado.

—Yo comprendo, sí—dijo,—que, después de todo, la sociedad no merece que uno se preocupe por ella, pues cuando llegan los días de apuro, todas las bocas que estaban abiertas para murmurar se cierran diciendo: «perdone usted por Dios». Pero una mujer que no está casada está siempre en el aire. Usted piensa hoy de un modo. ¿Y si mañana piensa de otro?

—Aunque piense de otro modo—contestó Pío Cid,—yo no falto jamás á mi palabra. Mientras yo viva, no les faltará á ustedes para vivir, y mientras Martina voluntariamente no estuviera conforme en separarse de mí, yo no la abandonará, La mayor parte de los hombres busca en las mujeres el placer ó la comodidad, y cuando no los consiguen, casados ó sin casar, vuelven las espaldas. Yo no busco nada de eso, y, por lo tanto, no puedo tener nunca motivo para separarme.

—Entonces, ¿qué es lo que usted busca?—preguntó D.aCandelaria.

—Yo mismo no lo sé—contestó Pío Cid.—Algunas veces me dan ideas de hacer algo, y no hago nada, porque soy perezoso ó porque no tengo necesidades á que atender. Quizás lo que busque sea un estímulo para trabajar… ¿Quién sabe? Ya les digo que yo mismo no lo sé.

—Otra cosa—dijo D.aCandelaria.—Yo tengo tres hijas solteras… ¿qué ejemplo le parece á usted que es para ellas ver á una prima, que es casi como una hermana, vivir en la situación en que usted quiere colocar á mi sobrina?

—A la semana de estar yo aquí—contestó Pío Cid,—sus hijas de usted me querrán como á un hermano mayor, y si se dejaran guiar por mi, sería para su bien. Usted, no me extraña, tiene ideas ajustadas á la manera usual de vivir, y no comprende el valor de la realidad. Acaso usted lleve la razón en la apariencia, pero la realidad está de parte mía. Al principio les causará extrañeza lo que, después que se les haga la vista, les parecerá naturalísimo; y entonces, cuando no vean la exterioridad, percibirán las ventajas reales que hay en la vida tal como yo la entiendo. A mí tampoco me gusta ponerme en pugna estúpidamente con la opinión de los demás, y en los detalles me avengo á todo. Ya ven cómo he procurado ser discreto en el modo de entrar en esta casa; si quieren, pueden decir que soy un huésped, ó que me he casado por poderes y he venido á reunirme con mi mujer. Ustedes tendrán pocas relaciones, y yo no tengo ninguna. Por este lado las complicaciones no serán graves.

—Yo—dijo D.aCandelaria, levantándose—he hablado sin ser realmente la llamada á hacerlo. Mi hermana es quien tiene autoridad sobre su hija y quien debe decidir. Me gustan las cosas por el camino recto, y no veo con buenos ojos lo que ha ocurrido, ni me explico, ni me explicaré jamás, lo que ha hecho esta niña atolondrada. El proceder de usted es muy censurable. Sus ideas muy buenas serán; pero viene á defenderlas cuando ya el mal no tiene remedio, sin duda porque sabía muy bien que sin esta circunstancia no le hubiéramos escuchado á usted siquiera. ¿Qué dices tú á todo esto?—concluyó, dirigiéndose á su hermana.

—Su hermana de usted—contestó Pío Cid, levantándose también—piensa como usted, y estoy seguro de que ahora me detesta; pero no puede sacrificar á su hija á un orgullo mal entendido. En estas cosas que ocurren sin saber cómo, hay que ver algo superior á nuestra voluntad. Contra la mía salí yo anoche de mi casa, y no me pesa. Al contrario, me alegro de haber salido—añadió, acercándose á Martina;—me alegro, porque estoy seguro de que ningún hombre te hubiera comprendido como yo te comprendo, y de que tu vida será al lado mío más feliz y más noble que si te hubieras casado con un príncipe. Y diciendo esto abrió una hoja del balcón y miró al cielo, y después puso la mano sobre la cabeza de Martina, que seguía amodorrada, tapándose la cara con las manos.—Tú no tienes culpa ninguna—le dijo,—ni necesitas que te perdonen; pero levántate y abraza á tu madre y á tu tía, y demos al olvido lo pasado. Desde hoy va á empezar aquí una nueva vida, y hay que comenzarla siendo generosos, no guardándose ningún rencor ni hablando más de asuntos desagradables. Anda, levántate, y no seas tonta.

Martina se levantó sin descubrirse el rostro, y Pío Cid la llevó casi en peso adonde estaba su madre. Doña Candelaria se acercó también, y las tres juntas se abrazaron sollozando. Pío Cid permanecía de pie junto á ellas, mirándolas como si fueran un grupo artístico, no mujeres de verdad.

Así que pasó un rato se acercó más, cogió por los brazos á Martina y la levantó en el aire, separándola del grupo; así quedaron las tres, mirándose cara á cara, y Pío Cid, para dar alguna salida á la embarazosa situación, dijo á Martina:

—Anda, quítate la mantilla y vete con tus primas, que las pobres desearán verte.

Martina se fué con la cabeza baja, más que por obedecer, porque le daba vergüenza de que su madre la mirara, y él, apenas la vió trasponer la puerta, añadió:

—Hay que pensar lo que hacemos. Yo he dejado en mi cuarto mis cosas ya preparadas para enviar por ellas, porque no pensaba volver por allá. Si ustedes quieren escribiré una carta y la enviaré con un mozo para que las traiga.

—¿Qué dices tú, Justa?—preguntó D.aCandelaria.

—¿Qué voy yo á decir? Candelaria, si aun no me he hecho cargo de lo que aquí sucede?—respondió D.aJusta llena de confusión.

—Es singular que haya conocido yo á usted el día de su santo—dijo Pío Cid á la tía de Martina.—Hoy creo que es la Candelaria.

—Somos dos las Candelarias, porque mi hija, la de en medio, se llama como yo—dijo la interrogada;—pero hablando seriamente, ¿le parece á usted natural que un hombre como usted, que se considera ya de la casa, y, como quien dice, de la familia, no supiera hasta ahora mismo nuestros nombres?

—¿Qué tiene eso de particular? Yo no le pregunto nunca á nadie cómo se llama, ni necesito saberlo. Cuando veo á una persona, yo mismo la bautizo y le pongo el nombre que se me antoja para entenderme, y este nombre es más expresivo que los que ponen en la pila, que, por regla general, no tienen relación con quien los lleva. Hasta hace poco no sabía el nombre de Martina, y ya ve usted que no hizo falta para interesarme por ella.

—Y ¿qué nombre le puso usted á Martina?—preguntó D.aCandelaria.

—¿Pájaro de plomo?—respondió Pío Cid, con la misma sencillez con que hubiera dicho Antonia ó Manuela.

—¿Pájaro de plomo?—repitió D.aCandelaria.—Y ¿qué nombre es ese?

—Quiere decir—contestó Pío Cid—que Martina parece un pájaro por lo ligera y atolondrada; pero que cuando se la conoce se ve que tiene un gran corazón y que sus sentimientos son macizos, pesados como el plomo. Martina es una de esas mujeres que se ligan á un hombre para toda la vida y que le son fieles hasta después de la muerte. Le advierto á usted que, por casualidad, el nombre propio también le cuadra, porque Martina suena algo á martillo, martinete, cosa que golpea y machaca con fuerza, como ella lo hará conmigo, ustedes lo verán.

—Vamos á ver, y á mí ¿qué nombre me había usted puesto?—preguntó D.aCandelaria, en tono de confianza.—Dígalo aunque sea malo, porque no me he de ofender.

—A usted le había puesto—contestó Pío Cid—«Fragata encallada». Sus disparos de usted son temibles cuando puede disparar con soltura; pero ahora ha tocado usted fondo y puede uno acercarse impunemente.

Doña Candelaria torció el gesto, como si lamentara reconocer que en verdad estaba embarrancada y sin poder defenderse con el brío que ella quisiera, y luego preguntó con ciertos asomos de risa:

—¿Y á mi hermana?

—Á D.aJusta—contestó Pío Cid—la he llamado «Trompo».

—Y ¿qué significa eso?—preguntó D.aCandelaria.

—Eso significa—contestó el infatigable inventor de motes—que es una mujer muy activa y ágil, pero que es necesario que otro la baile; es decir, que otro le dé el impulso, porque ella carece de iniciativa.

—Eso es verdad; no te ofendas, Justa, es la purísima verdad—dijo la hermana;—pero á ver qué dice usted de mis niñas… Niñas, venid aquí—gritó, acercándose á la puerta.—Y cuando las niñas llegaron, añadió: os voy á presentar á D. Pío… Mi Paca, mi Candelaria y mi Valentina.

Las jóvenes habían entrado con timidez seguidas de Martina, que ya les había explicado del modo más favorable la fuga nocturna y los planes del que había de ser su esposo. Pío Cid se adelantó, diciendo:

—Tiene usted tres lindísimos pimpollos…; pero ésta tiene los ojos malos. A ver, qué es lo que tiene—agregó, cogiendo á Paca de la mano y llevándola cerca del balcón para examinarla bien á la luz.—Esta criatura ha tenido cegueras cuando niña, ¿no es verdad?

—Sí, señor—contestó su madre.—Hace tiempo que estamos pensando ponerla en cura…

—Pues en estos padecimientos no conviene pensar mucho; casi todas las enfermedades creo yo que se pueden curar dejando que la naturaleza obre; pero en las de los ojos no se deben dar largas. Va usted á ver cómo la curo yo en pocos días.

—¿Es usted médico?—preguntó D.aCandelaria.

—No, señora; sé algo de afición… Nada, yo me encargo de Paca. Hoy mismo compraré los ingredientes y haré un colirio, que en unos cuantos días la curará por completo.

—¡No me lo diga usted!—exclamó contentísima la madre.—Pero esa medicina, ¿no será peligrosa?

—Esté usted tranquila, que no hay peligro; yo respondo con mi cabeza de que Paca se cura—aseguró Pío Cid para inspirar mayor confianza y para que la fe ayudara algo al medicamento.

—Pero, á todo esto, no se olvide usted—dijo doña Candelaria—de escribir esa carta de que antes habló. Yo voy á salir á la compra y puedo buscar el mozo que ha de llevarla.

—Tengo además otra idea—dijo Pío Cid.—Puesto que hay en casa dos Candelarias, hay que celebrar el día de hoy. Ustedes compran lo que les parezca. Tomen ustedes—agregó, sacando una cartera y tomando unos billetes,—esta es mi paga del mes, tal como la cobré ayer, que fué día primero; procuren estirarla todo lo que puedan, y cuando se acabe veremos. La idea del convite le pareció á Pío Cid excelente para romper la situación violenta en que todas estarían hasta que pudiesen tratarle con confianza, y se alegró de que la Candelaria viniese á punto, para que no pareciese que festejaban el comienzo de la nueva vida, en la que aquellas honestas amazonas entraban á regañadientes. De tal modo era Pío Cid respetuoso con los sentimientos ajenos, y se ingeniaba para evitar los encontronazos que pudieran darse sus ideas con las de aquella pobre familia.

Mientras D.aJusta y D.aCandelaria se arreglaban un poco para ir á la calle. Pío Cid pidió avíos para escribir, que Paca le trajo con gran diligencia, y escribió á vuela pluma la siguiente carta para D.aPaulita:

«Mi estimada amiga:

»Tenga usted la bondad de entregar al portador de la presente el baúl y la maleta que hay en medio de mi cuarto, disponga de éste desde hoy, pues yo estoy instalado ya en mi nueva casa, que le ofrezco, aunque le agradeceré que no venga á verme hasta que yo vaya á despedirme personalmente. La razón de esto, que á usted le parecerá extraño, no es otra que mi repugnancia á dar explicaciones, y el disgusto que me causa dejar su casa y su amable y amistoso trato, sin motivo por parte de usted. Más sabe el loco en su casa que el cuerdo en la ajena, y algún día encontrará usted justificado mi proceder, que hoy le parecerá inexplicable. Bástele saber que la casa en que estoy atraviesa una crisis en nada inferior á la de usted cuando yo entré en ella; porque ustedes eran dos bocas y siquiera tenían un huésped, mientras que aquí las bocas son seis y no hay ningún Orellana. Usted logró salir á flote, y en breve tendrá á su lado á su marido y á los dos hijos que le faltan; que siga la buena hora, y si alguna vez el carro se tuerce, acuda, antes que á nadie, á su buen amigo y paisano,

»Pío Cid.

»De esos dos duros haga el favor de entregar uno á Purilla para que se compre el pañuelo que le ofrecí; usted tome catorce reales por el día de ayer, y el pico para caramelos para Paquilla.

»Cuando vaya la lavandera con la ropa, dele las señas de mi nueva casa, que pongo al final.

»Despídame de los huéspedes, en particular de Benito y los Doctores.»

Dobló el papel, lo metió en un sobre, juntamente con dos duros en dos monedas, y puso en el sobre: «A Doña Paula Sánchez de Piedrahita, de su a. y p., P. C», y debajo las señas, entregando la misiva á las señoras que la aguardaban.

Apenas se marcharon las mamas. Pío Cid se puso á pasear por la sala y á mirarlo todo con atención. Los cuadros de Colomba le gustaron, aunque veía en ellos cierta vulgaridad que deslucía los toques fuertes y personales que revelaban que el que los pintó era un verdadero artista. Después de mirar los cuadros miró á Candelita y le pareció ver en su figura algún parentesco con el estilo de los cuadros. Candelita notó que la miraba y le preguntó:

—¿Le gustan á usted los cuadros de papá?

—Me gustan—respondió Pío Cid,—y el ser hijas de tal padre las obliga á trabajar y á aspirar á algo grande. ¿Hay alguna pintora?

—Mi hermana Paca empezó á dibujar, pero no ha podido seguir por la vista—respondió Valentina.—Nos gusta más la música á todas.

—¿Tocáis la guitarra?—preguntó Pío Cid, viendo el instrumento colgado en la pared.

—Un poco nada más—respondió Candelita;—quien la toca mejor es mamá y Paca. Valentina y yo estudiábamos el piano y Martina también.

—Yo sé muy poco—dijo ésta;—no tengo paciencia para estar mucho tiempo sentada.

—Aquí no tenéis piano—dijo Pío Cid.—Yo no tengo dinero para comprar uno, pero lo tomaré alquilado.

—Esos son gastos inútiles—dijo Martina.

—Los gastos que se hacen para entretenerse en casa son los más útiles—replicó Pío Cid,—porque, si no hay nada que hacer, se va uno á la calle y gasta más.

—Eso es verdad—asintieron todas.

—Y ¿qué tal os fué anoche en el baile?—preguntó Pío Cid, cambiando de conversación.—¿Cuántos novios os salieron?

—Eso va contigo, Paca—dijo Valentina.

—Diga usted que fué una broma—repuso la aludida.—No fué más que hablar por hablar.

—¿Cómo se llama el caballerete ése, á ver si yo le conozco?—preguntó Pío Cid.

—Es un chico navarro, que se llama Pablo del Valle—contestó Paca;—no crea usted que es cosa seria. El quedó en buscarme, pero yo ni siquiera me descubrí por completo.

—Ya veremos qué clase de persona es si se presenta—dijo Pío Cid.—Por ahora, lo que tienes que hacer es curarte los ojos.

—Calle usted—dijo Paca,—pues si estoy soñando en que usted me dé la medicina.

—Hoy mismo la haré—aseguró Pío Cid,—y por la noche, al acostarte, te lavas los ojos, y luego te pones un trapo de hilo, picado, bien empapado en el agua ésa y duermes con él, y ya verás después de dos ó tres días qué efecto tan sorprendente. Pero estoy viendo que tenéis una cara que dice á la legua que no habéis dormido esta noche. Lo que debéis hacer es acostaros hasta la hora de almorzar.

—Yo tengo un dolor de estómago horrible—dijo Martina.—¿Por qué no hacemos un poco café?

—Vamos á hacerlo—contestó Paca.—Tú, Valentina, baja por leche, mientras yo enciendo el anafe.

Hicieron el café en un periquete, y todos se sentaron á tomarlo como viejos amigos. Después de hablar un poco del pretendiente de Paca, Martina preguntó á Pío Cid bruscamente, como si estuviera muy ofendida:

—Oiga usted, caballero, ¿qué decía usted antes de pájaros de plomo? ¿Usted no sabe que las paredes oyen? O si no las paredes, nosotras, que estábamos en la habitación de al lado.

—Al paso que vamos—dijo Pío Cid—las paredes, no sólo oirán, sino que verán, porque estas casas de tiritaña parecen hechas con papel mascado.

—Y muy bien hechas—insistió Martina,—para que anden con cuidado los largos de lengua.

—Qué, ¿no te gusta que te comparen con un pájaro?—preguntó Pío Cid.

—Si fuera un pájaro bonito—respondió Martina,—con plumas de colores, ó si es de metal, un pájaro de oro, no habría nada que decir; pero pájaros de plomo no los hay, y si los hubiera serían feísimos. Eso ha sido una ofensa que no se me olvidará.

—¿Ya empieza el martillo?—preguntó Pío Cid con calma risueña.

Martina también se echó á reir, y de pronto preguntó:

—Vamos á ver, ¿qué nombres les has puesto ya á mis primas? Dínoslos para que nos riamos.

—Pero, mujer—dijo Pío Cid,—si á tus primas las he conocido por sus nombres verdaderos cuando me las presentó su mamá.

—No le hace, no le hace; dígalos usted—rogaron las primas.

—A Paca no le he puesto nombre—dijo Pío Cid;—se ve que es una joven encogida y apocada, pero esto es por la enfermedad; así que esté bien de la vista cambiará mucho, y entonces la bautizaré.

—¿Y á Candelita?—preguntó Martina con interés.

—A Candelita—contestó Pío Cid—le he puesto «La Cometa». Se entiende, una cometa de esas que remontan los muchachos para entretenerse. Si Candelita tiene quien le dé hilo, puede remontarse muy alto; si no, andará dando cabezadas, y quizás se rompa antes de subir. ¿No habéis visto vosotras las cometas?

—Sí, sí—contestó Candelita;—pero ¿qué comparación más rara se le ha ocurrido á usted? Esa es una profecía triste.

—O alegre—dijo Paca,—porque también puedes subir muy alto. Ahora faltas tú, Valentina.

—A Valentina—dijo Pío Cid,—la he puesto «Relamida»…

Varias carcajadas le interrumpieron, que él no comprendió hasta que Paca le explicó que Valentina tenía cinco gatos, y entre ellos una gata llamada Relamida, y que no habían podido contenerse ante el acierto extraordinario con que le había puesto el mote. Entretanto, Valentina se levantaba apurada, diciendo: ¡Pobres gatos míos, que los había olvidado, y aún están metidos en la carbonera!

Pronto volvió con sus cinco dijes, que recogieron ávidos las migajas que quedaban de las tostadas hechas para tomar el café. Las muchachas estaban fuera de sí, porque después de dos meses de conversación sosa y aburrida, como es siempre la de las mujeres solas, les gustaban sobremanera las ocurrencias y dichos de Pío Cid, quien á duras penas logró convencerlas de que debían dormir un rato para estar luego mejor dispuestas para comer y beber y celebrar dignamente la fiesta de las Candelas.

Se fueron, por fin, á echarse un rato, y le dejaron solo, meditabundo, sentado en una butaca; pero al cabo de algunos minutos volvió Martina y se sentó en el sofá, apoyando un codo sobre el brazo del que debía ser su marido. Le miró unos segundos en silencio, y después le preguntó con seriedad fingida:

—¡Con que pájaro de plomo, eh!

—Lo que es andando—dijo Pío Cid, cogiéndole las manos—no eres de plomo, que tienes un aire gallardo y arrogantón que quita el sentido. Yo dije de plomo por abreviar, pero debí añadir que el plomo era muy poco y estaba por dentro, y que por fuera no se veía porque tenía un baño de oro finísimo y un engarce de pedrería de la más rica, y dos diamantes, que están en tus ojos, y dos sartas de perlas, que están en tu boca…

—Cállate—interrumpió Martina avergonzada,—que cada vez me pareces más tuno. Tu eres más pillo que bonito, y á tener gramática parda no hay quien te gane. No me extraña que me hayas engañado á mí, cuando te has metido en el bolsillo á mi tía Candelaria. Buen peje estás.

—Todo eso me lo dices—prosiguió Pío Cid con voz apasionada y mirando con tanta viveza que parecía haberse quitado veinte años de encima,—porque te he llamado pájaro; pero pájaros hay muchos, y se me olvidó decir que tú eras como un águila caudal, que, escondida en lo más remoto del cielo, ve todo lo que pasa en la tierra y hace temblar sólo con su mirada.

—Y con las uñas, míralas—dijo Martina desasiéndose de Pío Cid, poniendo las manos como garras y amenazándole con sacarle los ojos.

De repente se levantó, y cogiéndole la cabeza le dió un beso muy apretado en la boca y huyó, diciendo:

—Me voy con mis primas, porque no digan…

El la siguió con los ojos y murmurando entre dientes: ¡qué pedazo de mujer!

No había pasado un cuarto de hora cuando llegó el mozo con el baúl y la maleta y con una esquela para Pío Cid, en laque D.aPaulita, después de darle las gracias, le decía que sus órdenes estaban cumplidas, y que, aunque había sentido mucho aquel cambio inesperado, se figuraba que sería por razones muy justas, y quedaba más amiga aún que antes. Pío Cid hizo al mozo colocar la carga que traía en una habitación, al lado de la sala, junto á la puerta, le pagó el mandado, y dejando entornada la puerta para cuando llegaran las mamás, volvió á la habitación, donde había solo una cama muy grande, un tocador y una mesa, y se entretuvo en colocar sobre ésta sus libros y papeles, dejando á mano la traducción del libro de Obstetricia para proseguirla sin levantar mano á fin de aumentar un poco sus desmedrados ingresos. Unas cien cuartillas tenía traducidas, y desde luego pensó llevarlas al editor para tomar algún dinero y anunciar que en breve tendría terminado el trabajo y estaría en disposición de comenzar otro si se lo encomendaban. En esta faena le sorprendieron las mamás, y no fué poca la sorpresa de D.aCandelaria cuando le vió leer aquel libro, abierto precisamente por una página que tenía un grabado espeluznante.

—Pero hombre de Dios—le dijo,—¿qué es eso que tiene usted ahí?

—Es un Tratado de partos, que estoy traduciendo del inglés—contestó Pío Cid.

—Pues por la Virgen del Carmen escóndalo usted, no vayan á verlo las niñas—le dijo la alarmada mamá.

—En dando orden de que no entren en mi cuarto…—insinuó él.

—Por lo visto, usted se ha apropiado ya este cuarto, que era el mío—exclamó D.aCandelaria.

—Es que en la casa en que yo vivía tenía un cuarto parecido á éste, y sin darme cuenta me he metido aquí, donde hay todo lo que yo necesito: una mesa para escribir, un tocador para asearme y una cama de matrimonio.

Doña Candelaria se echó á reir, diciendo:

—Es usted más pillo que bonito.

—Eso mismo acaba de decírmelo Martina—replicó Pío Cid, riendo también.

—Y se lo dirá á usted toda la familia—concluyó D.aCandelaria; y cuando se lo dicen todos, por algo será.

—Las niñas duermen—entró diciendo doña Justa;—tendremos nosotras que hacer el almuerzo.

—Eso es lo mejor—dijo Pío Cid,—y después de almorzar se acuestan ustedes también un rato, y yo me entretendré en preparar la medicina para Paca.

Así se hizo. El almuerzo fué ligero, y una vez terminado, Pío Cid salió un momento á comprar en la botica los componentes de la receta que él había combinado en su imaginación, en tanto que las mujeres seguían hablando de los nombres que Pío Cid les había puesto á todas, y que fueron el tema de discusión durante el almuerzo. De vuelta con sus compras, puso á cocer en una olla grande, llena de agua, varias hierbas olorosas, y metió entre los carbones encendidos una paleta pequeña de cocina, á falta de otra más á propósito para el caso. Cuando las hierbas hubieron hervido un buen rato, volcó la olla en un lebrillo de fregar, de modo que no cayesen las hierbas, y diluyó en la infusión unos polvos morados como el lirio. Después, en la paleta, encendida al rojo, echó otros polvos blancos, que debían ser de vitriolo, y cuando se derritieron y consumieron metió la paleta en el lebrillo y agitó aquel extraño cocimiento, que fué tomando diversos colores, hasta que, después de repetida tres veces la operación, se quedó en un color de violeta claro con reflejos rojizos. Luego preparó un filtro con un colador y un pedazo de tela muy tupida, y filtró el agua curativa en dos botellas, que Paca había fregado con gran esmero. Todas estas manipulaciones las hizo con mucha calma y cuidado para producir mayor efecto, no porque le gustase el aparato teatral, sino porque pretendía reforzar más aún el crédito de que ya gozaba su colirio. Tapó, por último, muy bien las botellas y las puso en agua en el lebrillo para que se enfriaran y reposaran.

—Ahora no falta más—dijo á Paca para concluir,—que esperar que llegue la hora de acostarse y usar este agua como te dije. Al principio sentirás un gran escozor y los ojos se te pondrán más irritados; pero después ya verás cómo te curas. Por cierto que tienes unos ojos melados, muy graciosos, y que en cuanto estés curada vas á volver loco al pobre Pablo del Valle.

Aunque sea adelantar los efectos de la medicina, hay que decir que Pío Cid no era ningún curandero de tres al cuarto y que Paca se puso buena en cinco días, mejor quizás que si la hubieran asistido los oculistas más afamados del orbe.

Las mamás, luego que vieron componer el agua milagrosa, se fueron á descansar, y las niñas se quedaron navegando por la casa, ocupadas en preparar la comida, en la que echaron el resto de su saber culinario, que no era muy considerable, pues á excepción de Paca, que era la más casera, las demás entendían de casi todo menos de las faenas de la casa.

Martina era muy dispuesta, pero muy regalona é ignorante de lo que era pasar fatigas y miserias, á las que ahora empezaba a habituarse. En todo el día no dió pie con bola, porque estaba dominada por una idea que parecerá pueril, pero que para ella era una montaña. No hacía más que entrar en el cuarto donde Pío Cid escribía, y dar vueltas y pensar cómo iba ella á dejar á Candelita y á venirse á dormir con su marido, ó con quien debía serlo, sin tener confianza con él, y luego, así, tan de repente, cuando la costumbre era estar un hombre y una mujer varios años diciéndose cosas y preparando el acto imponente y la hora solemnísima en que debían quedarse solos y mirarse á un espejo, abrazados, él muy vestido de negro y más tieso que un huso, y ella muy vestida de blanco, con su velo y su corona de azahar, y con un susto que no le cabía en el cuerpo, todo según ella se lo figuraba, porque lo había leído así en una novela, y porque debía ser así, y no como á ella le iba á suceder. ¿Qué modo de casarse era éste, ni qué niño muerto? Verdad es que ella se había ido la noche antes con aquel hombre, pero Dios sabe lo que después de pasadas las amonestaciones harán las demás novias… Y ella tampoco era novia de aquel hombre, ni éste le había hablado como hablan los novios; esto lo sabía ella muy bien, porque había tenido varios: el primero militar, luego un estudiante, después un abogadillo, después… el único que no había sido novio iba á ser su marido, quien, para que todo fuera raro, ni siquiera tenía… es decir…

—Oye, tú, Pío—exclamó de repente, cuando esta idea se le ocurrió,—pero tú, ¿qué eres?

—Yo soy un hombre—contestó él.

—Valiente contestación—replicó ella,—hombres son todos los que no son mujeres. Lo que yo te pregunto es que qué eres.

—Yo no soy nada—contestó él.

—Nada no puede ser—insistió ella,—tú vives de algo.

—Vivo de lo que como, y como lo menos posible—contestó él.

—Vamos, no seas guasón—insistió ella.—Tú tienes un empleo, ó una carrera, ó una ocupación…

—Tengo un empleo—contestó él—que me da para ir tirando; tengo una carrera, y podría ser abogado, pero no ejerzo; y me ocupo en traducir libros por necesidad, y en una porción de cosas por mi gusto.

—De modo que eres abogado—dijo ella.

—No lo soy ni quiero serlo—afirmó él;—ya te digo que yo no soy nada, ni seré jamás nada, porque no me gusta que me clasifiquen.

—Bueno—dijo ella cambiando de tono y lanzándose á decir algo que le escarabajeaba en el pecho.—Además, tenía que decirte que yo sigo durmiendo con Candelita.

El no contestó, y ella se fué á la cocina, donde las primas hablaban con entusiasmo de lo que iban á divertirse cuando Pío Cid les trajera al día siguiente el piano que les había ofrecido. La más entusiasmada era Candelita; á Paca le preocupaba más el agua de los ojos, y no apartaba los suyos de las botellas, y Valentina bregaba como de costumbre con los gatos en cuanto Paca la dejaba libre de las faenas cocineriles, á que todas tenían que ayudar.

Todo salió á pedir de boca; y como hubo algunos extraordinarios, vino abundante y mucha conversación, la comida, que tuvo lugar en la sala principal, duró desde el obscurecer hasta la hora de acostarse.

—Esta vida mía es un escándalo—decía Pío Cid.—Anoche tuve un banquete y esta noche otro, y mañana no sabemos. Si me quejo mereceré que me caiga algún castigo.

—Y ¿cómo fué ese banquete?—preguntó Doña Candelaria.—Cuéntenos usted.

Y Pío Cid les habló de los huéspedes, describiendo sus tipos y costumbres con rasgos tan expresivos que á todas les parecía que los estaban viendo, y les interesaban aquellos jóvenes hasta el punto de declarar sus simpatías por unos ó por otros. Orellana y Cook eran preferidos como personas serias, Pepe Rodríguez por gracioso y por ser murciano, y Benito por bueno é infeliz. Porque Pío Cid los retrató á todos tan fiel é imparcialmente, que aun de Aguirre, con quien no hacía buenas migas, dijo que era un chico algo pretencioso, pero muy honrado y sencillote en el fondo y nada torpe en sus estudios, con lo cual, andando el tiempo, sería ingeniero muy distinguido y persona muy estimable.

—¿Y qué hacía usted entre tantos estudiantes—preguntó D.aCandelaria,—usted que ya es hombre hecho y derecho y poco aficionado, según parece, á la vida alegre de los jóvenes?

—Yo no me reunía con ellos más que un rato, á la hora de almorzar—contestó Pío Cid;—comer, comía yo solo en mi cuarto antes que todos, y por la noche no los veía. Algunas tardes venían á mi cuarto y hablaban de mil cosas, y yo les daba algunas lecciones, de idiomas principalmente.

Después tocó el turno á D.aPaulita y á Purilla, de quienes Pío Cid habló con gran elogio, como se merecían, y, por último, D.aCandelaria le preguntó:

—Nos ha dicho usted que es de Granada, y que de allí es toda su familia: ¿cómo es que está usted solo? ¿No le queda á usted allá nadie?

Pío Cid, que, como sabemos, no quería nunca hablar de su vida, pero tampoco quería mentir, echó una alforza monumental, saltando de la época en que estaba en Granada con sus padres á la en que vino á Madrid con su hermana y sobrinilla, de las que habló con gran complacencia, deteniéndose en describir con detalles todo lo que hicieron y lo que él hizo con ellas hasta dejarlas sepultadas en Aldamar. En este relato hubo ocasión para que D.aCandelaria intercalase muchas noticias de su vida, y hasta D.aJusta, que era muy callada, dijo algo, por donde Pío Cid comenzó á conocer al padre de Martina y á la ilustre estirpe de los Gomaras.

Al llegar á los postres, como todos estaban un poco alegres y Pío Cid muy decidor, porque había bebido también, aunque poco, la conversación cambió de tono, y dándose ya todos por conocidos y no disgustados de conocerse cómo eran, se habló con más confianza y familiaridad; las niñas lucieron sus habilidades en la guitarra y la bandurria, y Martina, que no sabía tocar, cantó unas guajiras muy sentimentales, para no ser menos, y después que le rogaron mucho.

—Usted debe de saber muchas cosas—dijo Paca á Pío Cid,—sobre todo muchas historias.

—¿Cómo historias?—interrumpió Martina.—Si es también poeta, y compone unos versos preciosos. Si vierais unos que leí yo anoche…

—¡Poeta!—exclamó D.aCandelaria,—ahora sí que estamos frescos, y qué ratos de hambre vamos á pasar.

—No se sofoque usted, D.aCandelaria—dijo riendo Pío Cid,—que no soy poeta, y aunque lo fuera lo mismo sirvo yo para un fregado que para un barrido. Es decir, que si me aprietan, soy capaz de componer un poema tan largo como la Ilíada; pero esto no quita para que sepa preparar un agua para los ojos ó traducir libros de medicina, ó hacer cuanto sea preciso para asegurar la manutención. Porque para mí la ciencia primera y fundamental de un hombre es la de saber vivir con dignidad, esto es, ser independiente y dueño de sí mismo, y poder hacer su santa voluntad sin darle cuenta á nadie. Y para esto hay que tener pocas necesidades y mil medios para satisfacerlas, de suerte que esté uno siempre convencido, como yo lo estoy, de que no tendré jamás que bajar cabeza para obtener un pedazo de pan. El que sólo tiene un oficio puede quedarse sin trabajo y no saber por dónde echarse; pero yo sé más de treinta oficios, y siempre estoy estudiando alguno nuevo.

—¿Y cuál es el que estudias ahora?—preguntó Martina.

—Estoy aprendiendo á gobernar á seis mujeres—contestó Pío Cid entre las risas de todas, contentas y orgullosas de verse protegidas por aquel hombre, que debía parecerles un gallo muy hecho y con terribles espolones.

Doña Candelaria, que tenía muy buenas ocurrencias, dijo á su hermana:

—Justa, ¿no decías que en esta casa hacían falta unos pantalones? Pues creo que nos han traído un surtido completo.

—Pero no hay que escurrir el bulto—dijo Paca volviendo á su tema.—Don Pío, tiene usted que contarnos alguna historia ó leernos esos versos que ha dicho Martina.

—Cállate, que los versos los tengo yo—exclamó Martina.—Ahora que recuerdo, me los guardé en el bolsillo de la falda. Voy á buscarlos.

Y volvió al punto con la poesía de los ojos negros, que á disgusto de su autor fué leída y celebrada por la concurrencia, no por los méritos poéticos que en ella hubiera, sino por lo extraño de la visión y del presentimiento ó previdencia que Pío Cid había tenido.

—Ahora cuéntenos usted algo—insistió Paca, que sin saber por qué se había empeñado en que Pío Cid era un gran cuentista y debía saber muchas historias maravillosas.

—Puesto que tanto empeño tenéis, os voy á contar un cuento árabe que, no me acuerdo dónde, leí hace muchos años.

Y al decir esto recogió un poco la atención para recordar, aunque no recordaba, sino que inventaba rápidamente la urdimbre de la fábula sin gran esfuerzo, porque su imaginación era felicísima.

—¿Cómo se llama ese cuento?—preguntó Martina.

—No me acuerdo bien—contestó Pío Cid;—creo que se titula Elección de esposa de Abd-el-Malik, y que formaba parte de un libro donde se contiene la historia de este famoso Rey.

—¿Y quién era ese Rey?—preguntó Martina.

—Abd-el-Malik, el siervo del ángel, fué un Rey muy glorioso, aunque yo no sé fijamente si existió, ó si el nombre es fingido—contestó Pío Cid.—Pero lo que es cierto es que, con uno ú otro nombre, el Rey existió, y lo que el cuento dice ocurrió puntualmente.

Y después de una breve pausa, lo comenzó de esta manera:

«ELECCIÓN DE ESPOSA DE ABD-EL-MALIK.

»En el interior de Arabia vivía hace ya mucho tiempo un Rey llamado Abd-el-Malik, que era un verdadero Rey: un hombre de valor, de talento y de humanidad. Juntaba á las más nobles cualidades del espirita una figura gallardísima, heredada de su madre, que fué robada por unos salteadores en un escondido lugar del Kirgis y vendida como esclava á Abd-el-Eddin, padre de Abd-el-Malik, quien la elevó al rango de favorita, prendado de su belleza, de su porte y de su donosura. Y entre tantos hijos como tuvo aquel buen rey Abd-el-Eddin, ninguno le llegó ni al tobillo á Abd-el-Malik, que por un feliz cruce de sangre fué, como dije, un dechado de perfección y un modelo de reyes…»

—¿Cómo es eso—interrumpió Martina,—iba á ser mejor que los otros porque su madre fuera esclava? Yo he oído siempre decir que los mulatos son inferiores á los blancos; los esclavos yo no los he visto, pero cuando los había, dicen que eran malísimos, y que había que tratarlos á latigazos.

—Yo he tenido esclavos—añadió D.aJusta,—y los que eran buenos, eran muy buenos; pero los que eran malos, era para que los quemaran vivos. Bastante ruina que nos trajo á nosotros el que les dieran la libertad.

—Todo eso está muy bien—dijo Pío Cid,—pero Abd-el-Malik no era mulato; su madre era tártara y su padre árabe, y el cruce de sangre fué magnífico. Y no es éste el primer caso de que de estos cruces salgan grandes hombres; y al contrario, que de los cruces entre parientes ó personas que tienen mucha comunidad de sangre salgan seres sin vigor, degenerados. Ya se ve lo que ocurre con muchas dinastías de Europa, y que hoy tenemos una baraja de reyes y emperadores que, si entraran en quintas y los midieran, algunos no llegarían á la marca. Y todo porque estas dinastías no quieren tomar sangre nueva y poderosa, aunque sea algo basta, donde la hay, que es en el pueblo. Por lo que ha habido que inventar la farándula constitucional, pretexto para que algunos hambrones gobiernen ó desgobiernen en lugar de los que no tienen fuerza para hacerlo.

—Vamos—dijo D.aCandelaria,—que usted está, sin duda, por el absolutismo.

—Yo no me mezclo en política—contestó Pía Cid—ni estoy por nada, y menos por el absolutismo; porque las cosas ocurren porque deben ocurrir, y cuando hay reyes que no gobiernan, creo yo que será porque no son capaces de hacerlo; y aunque se les declarara absolutos, tendrían que guiarse por unos y por otros, y no estaríamos mejor ni peor que estamos. Pero dejémonos de política, que lo que á mí me interesa es decir que Abd-el-Malik no era ningún rey de mentirijillas, sino que reinaba y gobernaba; y algunas veces, á pesar de su humanidad, les hacía cortar la cabeza á los súbditos que no andaban derechos.

—¡Qué bárbaro!—exclamó Candelita.

—¿Bárbaro? ¿Por qué?—dijo su mamá.—Pues si yo mandara, ¿crees tú que no le cortaría yo la cabeza á tanto bribón como hay en el mundo?

—Con estas y las otras—interrumpió Paca—no dejan ustedes seguir el cuento.

—Es verdad, prosigo—dijo Pío Cid:

«Quedábamos en que Abd-el-Malik era un rey hecho y derecho, y que si heredó á su padre fué porque éste sabía lo que se hacía, y conoció que el hijo de la esclava tártara era quien reunía mejores dotes para gobernar y hacer feliz al pueblo, sobre el que su padre, su abuelo y toda su ascendencia venían reinando. No tenía Abd-el-Malik cuando entró á reinar ninguna mujer, á pesar de que la costumbre del país era tener varias; pero al ser Rey se halló con que era dueño de un harén^ donde además de su madre figuraban más de doscientas mujeres de su padre, y, por decirlo así, madrastras suyas. Y luego, por seguir la costumbre, tuvo que aceptar varias esposas que le ofrecieron los magnates de la corte; pero (aquí empieza lo interesante del cuento) Abd-el-Malik no hizo caso de ninguna, y continuó viviendo como vivía cuando no era más que Príncipe y no tenía ninguna mujer…»

Doña Candelaria aguzó las orejas y se dispuso á escuchar aquel cuento, que algo tenía que ver con el cuento ó historia de su vida. Pío Cid la miró distraídamente, y ella se puso colorada, aunque no tanto como la primera vez que oyó sacar á plaza el proceder incalificable de su marido.

«¿Por qué se conducía de esta suerte el egregio soberano con sus esposas, algunas de las cuales eran la flor y nata del país? Esto no se ha podido nunca saber á ciencia cierta, aunque lo que sigue del cuento aclarará algo la extraña conducta de Abd-el-Malik. Sus mujeres se devanaban los sesos, y comenzaron á inventar mil tretas para vencer la indiferencia del Rey y llevarse el galardón de ser, no ya la preferida (que esto ocurre siempre en los palacios árabes), sino la única esposa de un soberano cuyas costumbres eran tan morigeradas. Una de las esposas, llamada Yazminé, ideó un artificio que creyó seguro. Era la hora de la siesta, y Abd-el-Malik dormitaba en un templete rústico, frente al cual había un surtidor de agua que, con los rayos del sol, formaba un arco de colores, que parecía cosa de encantamiento. Yazminé se presentó á los ojos del Rey luciendo el tesoro de sus más secretas bellezas. Sólo la cubría un velo de púrpura finísimo, que casi se transparentaba, y sus únicos adornos eran una corona de alelíes rojos, un collar de corales y brazaletes y ajorcas de macho precio. Parecía una visión celestial; y como si no bastaran sus encantos naturales, que eran muchos, comenzó á bailar una danza caprichosa, en la que, sin tocar apenas el suelo con los pies desnudos, se cimbreaba como si, en vez de ser una mujer, fuese un tallo de azucena cargado de flores. Cualquier otro hombre que no fuera Abd-el-Malik se hubiera vuelto loco viendo aquella escultura admirable, que por complacerle tomaba vida y bailaba como las huríes soñadas en el Paraíso; pero Abd-el-Malik se quedó como estaba, y dijo á Yazminé, cuando ésta se cansó de bailar:

»—Ven todos los días á la hora de la siesta, y baila como hoy, que eso me distrae.»

—¿Sabe usted que ese Malik—interrumpió doña Candelaria—era un hombre difícil de contentar?

—¡Un hombre sin corazón!—exclamó Candelita.

—¿Quién sabe? Ten paciencia—dijo Paca,—que puede que al fin se enamore de la mujer que fuera su media naranja.

«Abd-el-Malik era un gran Rey—prosiguió Pío Cid—y no le daba importancia á los bailes. Más extraño es que no le diera importancia á otras cosas, como se verá por lo que le sucedió á otra de sus mujeres, llamada Aina. Esta tenía un talento extraordinario para contar cuentos, y enterada de lo que le había sucedido á Yazminé, sintió mayor deseo de probar fortuna, y entró una noche sigilosamente en la alcoba del Rey antes que éste se acostara; y después de pedirle perdón por su atrevimiento en ir á turbar aquella soledad, y de explicarle que su deseo era distraerle con algún cuento de su invención, empezó á hablar con tanta viveza y desparpajo, que el Rey la oía casi con la boca abierta. Aina cobró valor y aguzó el ingenio, y de sus labios salieron sentencias de tan profunda sabiduría, que el Rey quedó asombrado de que en una cabeza femenina pudieran caber todas aquellas cosas. Pero cuando Aina terminó su cuento, no le dijo ninguna terneza, sino estas solas palabras:

»—Aina, tu saber es grande; ven todas las noches á esta misma hora y háblame como me has hablado, que así mi sueño será más sereno, y mi ánimo se dispondrá mejor para gobernar á mi pueblo con equidad y templanza…»

—Eso se parece á los cuentos de Las mil y una noches—interrumpió Candelita.

—Todos los cuentos árabes tienen alguna semejanza—dijo Pío Cid—y, en efecto, Aina tiene algún parecido con Scheherazada, aunque ésta contaba sus cuentos para que el celoso y feroz sultán no degollase más mujeres.

—Pues mire usted—dijo D.aCandelaria,—no me disgusta que el Rey hiciera lo que hizo con la sabia, porque las mujeres no deben meterse en tantas filosofías.

—Abd-el-Malik—contestó Pío Cid—no censuró á Aina, sino que pensó que era buena para consejera y no para mujer.

—Y ¿cuál fué la que quiso para mujer?—preguntó Martina, que escuchaba con gran atención.

—Déjame que prosiga, que no conviene sacar las cosas de quicio.

«Después de Aína, Seniha quiso conquistar el duró corazón del Rey. Seniha cantaba como los ángeles y y era quizá más bella que la bellísima Yazminé. Una mañana, cuando el Rey dormía aún, se acercó á la puerta de su cámara nocturna, cantando una canción que ella misma había compuesto, en la que expresaba las más tiernas y delicadas ansias de un alma de mujer que suspira cerca del hombre amado, y que desea endulzarle la existencia y alegrarle con los encantos del amor. Quien no fuera Abd-el-Malik se hubiera arrojado del lecho y acogido en sus brazos amorosos á la que tantas dichas le ofrecía; pero Abd-el-Malik la dejó cantar, y para despedirla le dijo solamente:

»—Graciosa Seniha, tu canto es delicioso; ven todas las mañanas á esta misma hora y cántame; así comenzará más alegre el día, que bastantes tristezas trae consigo.»

—¡Vamos, eso pasa de castaño obscuro!—exclamó D.aCandelaria.—Ese Rey creía quizás que el mundo se había hecho para él.

—Mamá—dijo Paca—déjale que acabe, que deseo saber quién es la que por fin se lleva la palma. Porque es seguro que el Rey se enamorará.

«Se enamoró Abd-el-Malik—prosiguió Pío Cid—de quien menos podía nadie figurarse. Después de Yazminé, y de Aina y de Seniha, hubo otras que intentaron la prueba, y ni la que lloró, ni la que tocó el arpa, ni ninguna, le sacaron de sus casillas. A la que tocó el arpa, aunque lo hizo con arte exquisito, le recomendó que viniera á la hora de comer, y á la que lloró le dijo que viniera una vez al año, el día del aniversario de la muerte de Abd-el-Eddin, porque no era cosa de oir llorar todos los días. La que llevó el gato al agua, como suele decirse, fué una pobre esclava, llamada Esma, que la madre del Rey había comprado para su servicio. Esma era también hermosa, de piel muy morena y aterciopelada, y de expresión humilde y graciosa; pero no tenía ninguna habilidad notable, y apenas si sabía mal leer y escribir. Esta esclava venía muchas veces con recados de la Reina madre para su hijo, y se enamoró locamente del Rey; hasta el extremo de que una noche, no obstante su timidez natural y la que le imponía lo ínfimo de su condición en el palacio, se fué calladamente á la puerta de la alcoba de Abd-el-Malik, y, sin saber cantar, cantó con voz ardiente y condolida una canción que ella no había inventado, sino que le brotó de los labios como un lamento, y que decía:

«Abd-el-MalIk, si no duermes,

»Escucha á tu esclava Esma,

»La que vino á tu palacio

»Desde los montes de Armenia.

»Sabrás que un hermoso niño

»Todas las noches se acerca

»Á mí cuando estoy dormida,

»Y con besos me despierta.

»Yo no sé de dónde viene,

»Viene de lejanas tierras,

»Mas á ti se te parece,

»Como si tú mismo fueras.

»Tiene tu mirar de fuego

»Y tu obscura cabellera.

»Como tú los labios rojos,

»Como tú la tez morena.

»Sus brazos, con ser tan tiernos,

»Tienen del león la fuerza,

»Como hechos para empuñar

»Las nobles armas de guerra.

»Redondas y torneadas

»Son sus infantiles piernas,

»Pero se agitan nerviosas,

»Cual si un corcel oprimieran.

»Su pecho débil suspira,

»Mas su corazón golpea

»Con brío, como el de un héroe,

»Ciego en la lucha sangrienta.

»Debe ser un hijo tuyo

»El que á mi lecho se acerca,

»Y cuando me ve dormida,

»Con sus besos me despierta.

»Abd-el-Mahk, si no duermes,

»Escucha á tu esclava Esma,

»La que vino á tu palacio

»Desde los montes de Armenia.»

«Apenas acabó Esma de cantar, se abrió la puerta de la alcoba y asomó la figura imponente de Abd-el-Malik envuelta en un manto blanquísimo. Esma se quedó sobrecogida de espanto y pesarosa de haberse atrevido á turbar el sueño del Rey, de quien temió alguna admonición severa; pero el Rey no le dijo nada; le cogió tierna y amorosamente las manos y la condujo al interior de su cámara, cerrando tras sí la puerta. Y al día siguiente supo todo el palacio con asombro que la esclava armenia era la esposa de Abd-el-Malik. En honor de la verdad debe decirse que, cuando fué pasando el tiempo, el Rey se hizo más humano y tuvo muchas esposas por no romper las sanas costumbres de su tierra; y ninguna de las que habían intentado agradar al Rey perdió su trabajo, puesto que la bailarina, y la consejera, y la cantora, y la arpista, y hasta la llorona, y muchas más que no se habían tomado ninguna molestia, todas fueron amadas, cuál más, cuál menos, por su soberano; pero la favorita fué siempre Esma, y el Príncipe heredero fué el hijo de la esclava, el cual nació tal y como ésta lo había soñado, y llegó á ser un rey digno de su padre, y aun muchos aseguran que le superó.» Y aquí se acaba el cuento.

—Es precioso—dijo Paca,—nos ha gustado mucho. ¿Veis como yo decía que D. Pío sabía historias muy bonitas?

—Pues á mí—dijo Martina—no me gusta ese empeño en hacer que los hijos mejores nazcan de las esclavas.

—¿Pero no ves—replicó Paca—que el Rey era hijo de una esclava? ¿Qué más natural que buscar para favorita una mujer que fuera lo que había sido su madre?

—De todos modos, el cuento ese es bueno—afirmó D.aCandelaria—y tiene mucha filosofía.

—¡Vaya si la tiene!—apoyó Pío Cid.—Como que lo que quiere demostrar es que Abd-el-Malik, como sabio que era, deseaba para esposa y madre de su primogénito una verdadera mujer; y la más mujer de todas las mujeres que había en el palacio, y la que, por ser más mujer, debía de engendrar hijos mejores, era la esclava Esma; y por esto la eligió, aunque era una humildísima esclava, y la hubiera elegido, aunque fuese un horrible monstruo.

—Pero vamos á ver—preguntó D.aCandelaria,—¿ese cuento es árabe de verdad ó se lo ha sacado usted de su cabeza? Porque en usted no me extrañaría nada.

—Yo apostaría algo—dijo Martina muy ufana—á que lo ha compuesto él; por lo menos los versos.

—Como que ustedes, los granadinos—añadió D.aCandelaria,—son medio moros. Y lo bueno que en Granada tienen ustedes es obra de los moros, porque desde que ellos se fueron no han hecho ustedes nada.

—Algo se ha hecho, y mucho se podría hacer—dijo Pío Cid,—pero somos muy holgazanes. Y á todo esto no vemos á D.aJusta que está dando cabezadas.

—Tengo un sueño que no puedo más—dijo la aludida.—Me voy á dormir, y mañana será otro día.

Martina comenzó á mirar á todos lados, porque las palabras de su madre la hicieron pensar nuevamente en lo que tan preocupada la había tenido. Casi se arrepentía de su decisión de seguir durmiendo con Candelita, ahora que el ejemplo de la esclava Esma le había hecho comprender que pueden casarse una mujer y un hombre sin grandes preparativos ni requilorios, y tener, si llega el caso, hijos célebres en la historia que dejen tamañitos á los que nacen después de muchos años de noviazgo y palabrería amorosa. Por fortuna la providencial D.aCandelaria cortó por medio aquel nudo que Martina no sabía cómo desatar.

—Tú, Candelita, duermes con Paca y nos dejas tu cama á las dos—dijo, señalándose á sí misma y á Valentina.

—Paca, es menester que te cures bien—dijo Pío Cid.—¿Te acuerdas de lo que te dije?

—Pues claro está—contestó Paca.—Candelita me pondrá el paño cuando me acueste.

Diciendo esto se fué á la cocina por una botella, y cuando volvió se retiraron ella con Candelita, y D.aJusta, después de dar las buenas noches. Martina se deslizó sin decir nada en el cuarto elegido por Pío Cid, y á obscuras se desnudó en un segundo, y se acostó en el extremo de la cama grande, que estaba junto á la pared. Doña Candelaria dijo á Valentina que se fuera también á dormir, que ella iría muy pronto, y se hizo la entretenida recogiendo los manteles. Apenas se vió sola con Pío Cid, que tampoco quería retirarse para que Martina tuviera tiempo de desnudarse á solas, le hizo una pregunta que él ya esperaba:

—¿Sabe usted que cuando empezó á contar su cuento me figuré que iba conmigo? Porque como esta mañana me dijo usted aquello de mi esposo…

—Efectivamente—contestó Pío Cid;—yo también noté la coincidencia, y por eso la miré á usted; pero la coincidencia es casual, y no tiene nada que ver lo uno con lo otro.

—Así lo he pensado yo después—asintió doña Candelaria;—pero aún no me hago cargo de cómo ha podido usted saber un secreto que yo creía que se había quedado en mí, puesto que mi esposo y mi madre política, que lo conocían, murieron ya.

—Nada más fácil—contestó Pío Cid, que no quería declararle que aquel secreto era un secreto á voces.—Su marido de usted pudo tener un amigo de confianza y decírselo, y por éste lo he sabido yo.

—¿Es quizás—preguntó D.aCandelaria—el joven murciano de que habló usted? Aunque éste por la edad no puede ser. ¿Cómo se llamaba su padre?

—Eso no lo sé—contestó Pío Cid.—El apellido es Rodríguez, y creo que tenía unas minas cerca de Cartagena.

—¡No me diga usted más!—exclamó D.aCandelaria.—Ya sé quién es, y por ahí viene la historia. Por cierto que mi marido perdió buenos cuartos por meterse en negocios de minas, y ese señor Rodríguez fué el que le engatusó.

—Pero, mamá—gritó Valentina desde la puerta,—¿no vienes á acostarte?

—Niña, ya voy, déjame en paz y duerme tú—contestó D.aCandelaria.

Y, siguiendo su interrogatorio, preguntó de nuevo:

—Eso que usted me dijo es verdad, no tengo por qué negarlo; pero lo que yo desearía saber con certeza es el motivo que tuvo mi esposo para hacer lo que hizo. Y usted lo sabe, no me cabe duda.

—¿Yo?—preguntó Pío Cid por no contestar, aunque pensaba que algo tendría que decir para aplacar la curiosidad que él mismo había despertado.

—¡Usted!—insistió D.a^ Candelaria, cuyo rostro estaba animado por un arrebato de celos póstumos, que le daban cierto aire juvenil é interesante en pugna con sus cuarenta y pico de años.—Usted lo sabe, y si no me lo dice es quizás por no mortificarme. Pero ya ve usted, ¿qué mal puede hacerme saber la verdad ahora que estoy viuda y que á lo pasado se le dijo adiós?

—Lo cierto es—contestó Pío Cid, decidido ya á inventar una mentira piadosa—que yo supe el secreto de usted por casualidad. Le daba yo lecciones á Pepe Rodríguez y á otros amigos, y hablábamos de todo lo divino y lo humano, y un día tocó hablar de las rarezas de los hombres, y Pepe Rodríguez habló de un vecino suyo y amigo de su padre, llamado Fermín Colomba, y contó algunas de sus extravagancias; por ejemplo, que llevaba en los bolsillos seis ú ocho relojes, todos parados…

—Eso es mentira—interrumpió D.aCandelaria.—No tenía más que uno, y quizá en lo único que era ordenado era en darle cuerda al reloj todas las mañanas.

—Pues ya ve usted—dijo Pío Cid—qué crédito se le puede dar á Pepe Rodríguez, ni á la explicación que diera de esa otra extravagancia que á usted tanto le duele todavía.

—De todos modos, dígamela usted—insistió la celosa de ultratumba con tanta resolución, que Pío Cid se convenció de que no había escape.

—Pues bien—contestó Pío Cid;—lo que dijo Pepe Rodríguez fué que Fermín Colomba tenía hecho firme propósito de hacer lo que hizo porque una gitana que le dijo la buenaventura le profetizó que viviría tantos años como días dejara pasar, después que se casara, sin tocarle á su mujer ni al pelo de la ropa; y si esto fuera cierto, yo afirmo que Fermín Colomba fué un héroe, porque tal es el apego á la vida que tienen la mayor parte de los hombres, que otros en su lugar, aunque el anuncio viniera de boca de gitana, por sí ó por no, hubieran dejado pasar años enteros con la esperanza de vivir más que vivió Matusalén, mientras que él no resistió más que unos cuantos días, y quién sabe si por eso murió tan joven, y si el anuncio de la gitana era realmente una verdadera profecía.

—¿Sabe usted que quizás eso sea verdad?—dijo D.aCandelaria llena de confusión.—Porque mi Fermín era muy supersticioso, y daba mucho crédito á las adivinaciones por las rayas de las manos, y hasta por el modo de desgastar las suelas y tacones de las botas.

—Pues si era así—concluyó el piadoso embustero,—debía usted venerar la memoria de un hombre que por amor sacrificó una gran parte de su vida.

—Vamos, me ha dejado usted sorprendida de verdad—dijo D.aCandelaria.—Aunque yo hubiese estado cavilando medio siglo no se me hubiera ocurrido esa explicación, que, después de todo, parece la más natural.

—Pues si á usted le parece—dijo Pío Cid—nos iremos á acostar, y ojalá que esta vida que hoy hemos comenzado felizmente dure muchos años, y sea para bien de todos, que por mi parte no quedará.

—Yo le confieso á usted—terminó D.aCandelaria cogiendo el quinqué para retirarse,—que no comprendo cómo ha ocurrido; pero que algunas horas han bastado para que yo, y creo que todas, tengamos en usted tanta confianza como si le hubiéramos visto nacer y crecer á nuestro lado.

Doña Candelaria se fué á dormir con Valentina, y Pío Cid entró en su cuarto; encendió la palmatoria, y levantándola más arriba de su cabeza, vió á la luz tenue, que el techo y las paredes reflejaban, á Martina dormida al parecer, y tan arrebujada que no se descubría de ella más que algunos rizos negros como de ébano, que resaltaban más aún sobre la blancura de las sábanas y almohadas. Luego se sentó junto á la mesa y meditó un largo rato.

Sin duda la sociedad en que vivimos descansa sobre muy frágiles fundamentos cuando un hombre como él, que ya iba para viejo y que además era pobre, pudo en veinticuatro horas constituir una familia natural contra todas las leyes y costumbres artificiales que rigen, y que, como artificio que son, se evaporan en cuanto una voz verdaderamente humana y sincera habla inspirada por el amor, no por el amor brutal de la carne, que para amar algo tiene que declarar la guerra á todo lo demás, sino por el amor que viene del corazón, y que lo ama todo, y aun falta realidad para satisfacerle.

—Esta familia—pensaba—ha tenido confianza en mí, y yo he de pagarle esa confianza como mejor pueda, y ya tengo ahora algo en qué pensar seriamente.

Con estas meditaciones se fué desnudando, apagó la luz y se acostó sin hacer ruido para no despertar á Martina.