TRABAJO QUINTO.
Pío Cid acude á levantar á una mujer caída.
«Mi adorado Pío:
»Me alegraré de que hayas hecho el viaje felizmente. Nosotras sin novedad, y yo deseando saber de ti por horas y momentos.
»Te escribo sólo para que tengas noticias mías. Aunque te dije que te escribiría cuando recibiera carta tuya, no puedo esperar más, pues sólo hace veinticuatro horas que nos separamos, y ya me parece que hace un siglo que no te veo. Anoche no pude pegar los ojos; ya veo que si tuviera que vivir separada de ti me moriría: puedes creerlo. La casa parece que está tonta desde que te fuiste. Yo sólo te encargo, una vez más, que no estés ahí más que el tiempo preciso, pues sufro separada de ti. Tú te ríes de mis cosas; puede que algún día te convenzas de lo mucho que te quiero, por más que tú lo sabes, y aunque te disgustas cuando te muevo gresca, me perdonas porque sabes que todo es efecto de mi mucho cariño.
»Espero tu telegrama diciéndome que llegaste con bien, y mañana te volveré á escribir. Escríbeme tú también, pues así me parece que te tengo cerca de mí. No dejes de escribirme, que eres muy distraído, y me darías muy malos ratos teniéndome sin noticias tuyas. A cualquier hora puede ocurrir una desgracia, y si no me escribes me figuraré que te sucede algo.
»Muchos recuerdos de mamá, de mi tía y primitas, y tú recibe un abrazo muy apretado de tu mujercita que te quiere mucho, muchísimo.—Martina.
»Adiós. No dejes de escribir.»
«Pío de mi vida:
»No he tenido noticias tuyas, y estoy intranquila. Siempre serás el mismo; parece que té duele escribirme. En fin, esperaré á mañana. Mamá dice que no habrás querido telegrafiar porque escribirías en el acto, y que la carta no llegará hasta mañana. ¡Ojalá sea así! Lo principal es que sigas bien. En ésta todo sin novedad, aunque hoy ha habido un disgustillo; ya te contaré cuando vengas. No es nada de importancia.
»Desde que te fuiste no ha venido nadie. Pablito dice que su hermano Florentino, el de San Sebastián, está para llegar de un momento á otro, porque tiene asuntos en Madrid, y ha adelantado un poco el viaje para asistir á la boda. Quizás será para conocer á la familia. Mi tía dice que para este caso quisiera que tú estuvieras aquí, aunque de todos modos tiempo tendrá de conocerte el tal D. Florentino. Mi tía está arreglándolo todo para cuando tú vengas, y creo que anda buscando cuarto. Yo en esto no digo ni bueno ni malo.
»El disgustillo que te decía es porque yo había pensado trasladar nuestra habitación á la sala grande, en vista de que estamos muy estrechos y de que la sala no sirve para nada, pues no tenemos á quien recibir, y los que vienen, aunque no vinieran nada se perdería. Tu amigo Gandaria estuvo hoy un rato oyendo cantar á Candelita. Mi prima no le hace mala cara, pero él parece que tiene muchos humos y querrá una princesa. ¡Valiente tipo!
»Te ruego y te suplico que me escribas con frecuencia, pues desde que estoy sola no pienso más que en el momento de recibir tu carta, y luego que si no me escribes parecerá que es que me quieres poco y no te acuerdas de mí.
»Adiós, recuerdos de todos, un abrazo de mamá, y sabes te adora y piensa siempre en ti, tu fea.—Martina.
»En otra te explicaré la distribución que he dado á la casa, y verás cómo se está mucho mejor. Sobre todo tú que tienes que trabajar, verás que cuco te he arreglado el despacho. Adiós.»
«Mi adorado é inolvidable Pío:
»Al fin recibí tu carta, y veo por ella que estás ocupado y que piensas parar muy poco en ésa.
»No me dices si estás bien; no me dices nada; parece que tengas tanto en qué pensar que no te quede tiempo para escribirme, siquiera como yo te escribo, contándome algunos detalles de tu viaje y de cómo estás. Si fuera para alguno de los tontos que vienen aquí, ya escribirías las cuatro carillas y te faltaría espacio, y á mí sólo me escribes cuatro renglones. En fin, qué se ha de hacer: paciencia; lo principal es que sigas bien de salud. Por aquí bien, y yo muy disgustada con unas cosas y con otras. Yo no he nacido para ser feliz; parece que me persigue mi mala estrella por todas partes. Ahora que podíamos vivir tranquilos, tú estás por un lado y yo por otro, y yo tengo además que sufrir mil impertinencias. Dios quiera que esto acabe alguna vez, porque yo siempre así no podría vivir. Además, en el estado en que estoy, dice mamá que si caigo enferma me puede costar caro.
»Si mi tía te escribe diciéndote el disgustillo que ha habido, no le des importancia. Cuando vengas ya te lo contaré todo, y verás que yo no he tenido la culpa. Ha sido cosa de Candelita, que me ha tomado entre ojos, y siempre está en contra mía. Yo lo único que dije, fué: «á ver si ya que Paca se casa con Pablo, Valentina se casa después con Benito, y Candelita con Gandaria, y así cada una se va á su casa.» Ya ves tú, dicen que esto es que quiero echarlas á la calle, cuando yo te puedo jurar que mi idea era sólo que se casaran las tres, pues al fin son mis primas, y me alegraré de su felicidad. ¿No dicen que yo tengo coraje de que Paca se case, porque yo estoy en la situación en que estoy? Pues ahí verán que desearía que se casaran todas.
»Sabrás que el amigo Ferré escribió que está formando una compañía de ópera, que trabajará en Barcelona este verano. Mi tía le ha escrito para ver si puede colocar á Candelita. Se irán las dos, y Valentina se quedaría con Paca. No sé lo que resultará; ya sabes las ilusiones que mi tía tiene con el teatro, y más que el profesor de Candelita dice que él responde del éxito. Yo no veo las cosas tan claras; veremos lo que contesta el amigo Ferré.
»Yo estoy deseando que vengas para que tú des ta opinión, no vayas luego á echarme á mí la culpa si hacen algo sin que tú lo sepas. Te lo aviso para que estés al tanto de todo lo que ocurre.
»Escríbeme mucho, y no olvides á tu mujercita que siempre está pensando en ti y te quiere cada día más, y desea verte muy pronto, tu—Martina,
»Un abrazo de mi madre. Te escribo á las mismas señas: ya te enviarán la carta. Iba á ponerte las señas del pueblo, pero no estaba segura, porque no me lo has dicho, y puede que vayas antes á otros. Dime adonde te he de escribir, y lo mejor es que te vuelvas cuanto antes. Yo cada día estoy más triste desde que estamos separados. Esto no es vivir. Adiós.»
«Pío de mi vida y de mi alma:
»Ayer te escribí, y aunque no he recibido carta tuya, te pongo estas cuatro líneas para decirte que te vengas en seguida, pues estoy muy disgustada por mil razones que te explicaré cuando estés aquí. No creas que esto que te digo es hablar por hablar; créeme que haces falta en ésta antes de que yo haga algún disparate. Hoy he tenido una disputa con mi tía: el porqué ya lo sabrás. No ha sido por lo de antes, sino porque yo he echado á la calle á tu amigo Gandaria, y mi tía dice que esto es una falta de educación, y que una señora no debe de proceder así. Yo no admito lecciones de nadie y sé de sobra lo que me hago. Cuando te enteres me darás la razón. Me río yo de los amigos; ya te convencerás de que para un hombre no hay mejor amigo que una mujer que le quiera, pues todos los amigos son falsos, y no respetan nada en cuanto se les deja dos dedos de luz. En fin, no me queda tiempo para más, pues quiero que mamá lleve esta ahora mismo al correo.
»Adiós, recibe muchos besos y abrazos y caricias de tu fea, que te adora.—Martina,
»Te ruego y te suplico que te vengas en cuanto recibas ésta, aunque dejes abandonados tus asuntos. Todo eso que tienes entre manos es pura tontería. Ya te diré lo que se me ha ocurrido, y verás qué felices vamos á ser si tú quieres seguir mis consejos. Adiós, otro abrazo muy fuerte de la esclava Esma. ¡Dios sabe las que me estarás jugando!»
«Pío idolatrado:
»Dos días sin tener carta tuya y sin saber si sigues bien ni dónde estás. ¡Nada! Como si te hubiera tragado la tierra. Dime si tengo razón para ofenderme, cuando yo sólo pienso en ti y sería capaz de hacer por ti los mayores sacrificios.
»Si no me contestas á ésta, creeré que te ha ocurrido alguna desgracia, y aunque sea empeñando todo lo que tengo, me voy á buscarte. Esto no puede seguir así ni un día más por los disgustos que sabes. Además, ya no tengo un cuarto, pues lo que mi tía me dió, se ha acabado hoy mismo» Ella tiene, porque ha recibido la pensión de Murcia; pero ahora guisa aparte para las cuatro, y mamá y yo comemos solas. Se les ha puesto así en la cabeza; ¿qué se le ha de hacer?
»Si me veo muy apurada, empeñaré el relojito; pero por Dios te encargo que no te entretengas ni un día más. Ten siquiera consideración por el estado en que me encuentro.
»Todo el día pensando en ti, y tú desde que te fuiste no me has escrito más que unas cuantas líneas. Yo quisiera convencerte de lo muchísimo que te quiero y de lo que soy capaz de hacer por ti. Creo que por tu cariño voy á hacer cosas muy grandes en el mundo. Ahora estoy viendo á ver si acierto á componer algunos versos, porque sé que te gustan. He emborronado la mar de papel, pero no me salen á mi gusto; yo creía que era fácil hacerlos cuando veía cómo los escribes tú; pero es muy difícil, sobre todo para mí, que no sé. Ya me enseñarás tú, á ver si salgo poetisa, pues esto me gustaría mucho más que el piano, que lo sabe tocar todo el mundo; y además que para aprender á tocar bien, bien, hay que tener mucha paciencia.
»Aunque te rías de mí, te voy á poner un verso de los que he escrito hoy. Es una tontería, pera lo que digo lo siento de corazón:
»Si dando mi vida, yo
salvar tu vida pudiera,
aun sufriendo atroz martirio,
con toda mi alma la diera.
»Te ruego mil veces que no te estés ahí con esa calma, que parece que no te acuerdas de que yo estoy en el mundo. Y luego para nada, porque todo eso no sirve para nada; pues yo tengo pensada otra cosa que nos conviene más que seguir en Madrid como estamos. Ya te lo explicaré, y supongo que será de tu agrado.
»Mamá te envía un abrazo, y yo toda mi alma y mi vida envuelta en un millón de besos de tu mujercita que te idolatra.—Martina.
»Ya ves que no te escribo más porque no cabe. No sé si entenderás estos renglones cruzados. Sí los entenderás. Adiós, feo mío.»
Así decían las cartas, y Pío Cid las leyó no se sabe cuántas veces con gran atención por ser las primeras que Martina le había escrito y parecerle muy superiores á lo que de ella podría esperarse; luego se quedaba con ellas en la mano mirándolas todas juntas, que formaban un buen legajo; y moviendo la cabeza como si se diera la razón á sí mismo por algo que pensara, ó se la diera á Martina por lo que había escrito, decía:
—Esta terrible criatura me ha puesto la casa patas arriba en veinticuatro horas. Hay que ir sin tardanza y ver si esto tiene compostura, que sí la tendrá. Desde luego Martina no dice lo que ha ocurrido, pues por lo que ella dice no iba doña Candelaria á hacer lo que ha hecho. Por poco aguante que tuviera, hubiera esperado mi regreso. En fin, bueno está por hoy; mañana será otro día y estaremos todos en Madrid y veremos… Pero ese tonto de Candaría… ¡Bah!
Después de la visita al Gobernador volvió á su casa; arregló en un segundo su maleta y se despidió, encargando que la llevasen á la oficina de los coches á la hora de salida. Vino á buscarme, y juntos nos encaminamos, dando un paseo, á la fuente del Avellano, donde aquella tarde había asamblea literaria. No era una reunión casual, puesto que los poyos de la famosa fuente Agrilla estaban ya en aquella sazón lustrosos y un tanto desgastados de prestar servicio á los literatos y artistas granadinos, que habían convenido en reunirse allí todas las tardes para beber agua pura y fortaleciente y hablar de todo lo divino y lo humano con la apacible serenidad que infunde aquel apartado y silencioso paraje. Nosotros llegamos los últimos, y hallamos la asamblea en pleno. Además de Antón del Sauce y Paco Castejón, con quienes nos reunimos en el camino, estaban allí los dos Gaudentes, Feliciano Miranda, el poeta Moro, Juan Raudo, Montero el menor y Eduardo Ceres. Todos conocían á Pío Cid por haber comido juntos en la Alhambra, excepto el hijo de Gaudente, que era estudiante de Derecho y aspirante á escritor, y Eduardo Ceres, excelente joven, cuya mayor habilidad consistía en dar las noticias antes que nadie, por lo cual le llamábamos en broma Don Teléfono.
—Hoy tenemos gran novedad literaria—dijo Castejón aspirando con las narices dilatadas el airecillo fresco que subía de la umbría del Darro.—Se puede perdonar el trote que hay que dar para venir aquí sólo por oir la tragedia que ha escrito éste (señalando á Sauce).
—¿Tragedias á estas horas?—dijo Miranda.
—No hay que exagerar—rectificó Sauce;—es un articulejo más para la colección de Tragedias vulgares que voy á publicar.
—Pues Moro—agregó Miranda—trae también terminado su poema. Esto va á ser el acabóse.
—¿Que poema es ese?—pregunté yo.
—Es el mismo que tenía empezado, el de Los olivares—me contestó Moro.—Yo estoy condenado á vivir siempre entre olivos.
—Lo mejor—añadió Gaudente el viejo—es que yo estoy oyendo hablar de ese poema desde hace tres años, y aun no conozco ni un verso. Hijo, acábalo de desembuchar y no nos amueles más con ese parto de burra.
—Ea, comience el fuego—dijo Castejón.—Yo, si queda tiempo, os leeré el comienzo de una historia morisca que estoy sacando de unos papeles viejos que he comprado en un baratillo.
Después de tomar sendos vasos de agua, sentados todos al amor de la fuente, nos preparamos para saborear la varia é interesante lectura de aquel día memorable. Gaudente el viejo leyó su célebre proclama poética, y pudiera decirse patriótica, titulada ¡Viva la mantilla!, en laque se cantaban las excelencias de la mantilla y se fustigaba sin misericordia el ridículo sombrero, inventado por las mujeres feas para sombrearse la cara, moda funesta que acabará por dar al traste con el carácter de las mujeres españolas; Moro, su poema Los olivares, en el que describía con extraordinaria riqueza de colorido las fiestas populares que se celebraban antiguamente á la sombra de los olivos, en particular los de San Antón y San Miguel, que ya van, por desgracia, desapareciendo, y Sauce el artículo elogiado por Castejón. Así estos trabajos como los que se leyeron más tarde, son dignos de alabanza y de que se los busque para leerlos en las Revistas de aquella época, puesto que todos fueron publicados. Yo sólo he de insertar, por convenir á la mejor inteligencia de mi historia, el del impresionista Sauce, dejando la apreciación de su mérito al buen juicio del que leyere. Helo aquí:
«JUANICO EL CIEGO.
(Tragedia vulgar.)
»Hace algunos años iba por las calles de Granada un pobre ciego, llevando de la mano á una niña preciosa. Aunque vivía de la caridad pública, no era mendigo callejero. Si algún transeúnte le ofrecía una limosna, él la aceptaba, diciendo: «Dios se lo pague y Santa Lucía.bendita le conserve la vista»; pero pedir, no pedía nunca, porque tenía casas conocidas para todos los días de la semana, en las que recogía lo suficiente para vivir.
»Llamábase Juan de la Cruz, y todos le decían Juanico el Ciego ó Juanico el Malagueño; la niña que le servía de lazarillo era hija suya y se llamaba Mercedes, y ambos formaban una pareja muy atractiva.
»Juanico no era un pobre derrotado y miserable, de esos que inspiran tanta repulsión como lástima, sino que iba siempre limpio como los chorros del agua. Vestía invariablemente un traje de tela de lavar muy blanca, y sólo en los días en que apretaba mucho el frío se ponía encima de su vestimenta veraniega una cazadora remendada, de color pardusco, con coderas de paño negro y adornos de trencilla muy deshilachados.
»Era hombre todavía joven y podía pasar por buen mozo. Se había quedado ciego de la gota serena, y sus ojos, aunque no veían, parecían ver. Eran ojos claros y sin vista, que daban al rostro una expresión noble y grave, realzada por el esmero que ponía Juanico en ir siempre muy bien afeitado.
»La hija del ciego, Mercedillas, era un primor de criatura, á la que muchos de los que socorrían al ciego hubieran gustosamente recogido para quitarla de aquella vida peligrosa.
»—Esta niña va siendo ya grande—le decían.—¿Qué va usted á hacer, Juanico, con ella cuando crezca un poco más? Sería una lástima que esta criaturica tan mona se le echara á usted á perder.
»—Ya veremos, ya veremos—decía el ciego;—no tiene más que diez años; todavía es una mocosa.
»Y estaba siempre preocupado con lo que había que hacer con aquella niña, que era lo único que tenía en el mundo y que para él era más que una hija: era su alma y el único testigo de la historia dolor osa que el infeliz ciego llevaba incrustada en todo su ser.
»Nadie hubiera dicho al verle tan calmoso y, al parecer, tan contento, que aquel hombre vulgar llevaba á cuestas el recuerdo indestructible de una terrible tragedia.
»Juan de la Cruz había nacido en Málaga, en el barrio del Perchel, y quedádose huérfano de padre y madre cuando era muy niño. Una familia pobre le recogió y le crió, auxiliada por otras familias del barrio. El muchacho creció como planta silvestre, sin que nadie se cuidara de dirigirle; pero debía de ser naturalmente bueno, pues desde que pudo trabajar quiso aprender un oficio, y no á uno, sino á varios se aplicó con la mejor voluntad.
»Estuvo en una carbonería, metido entre el carbón y el cisco, basta que, harto de tizne, se decidió á entrar de aprendiz en una cerrajería, deseoso de tener un oficio formal, y, por último, se dedicó á zapatero.
»Se había establecido entonces en Málaga, en un portalillo de mala muerte un zapatero llamado Paco el Sevillano, con tan buena suerte, que muy pronto tuvo necesidad de meter quien le ayudara. Juanico fué el primero que entró en aquella casa, y no tardó en pasar de aprendiz á oficial y en disponer de un salario seguro, con el que pensó desde luego que podría casarse y tener casa propia.
»—Pero el no viajo que tienes con la Perdigona—le decía algunas veces su amo—¿es cosa formal?
»—¿Que si es formal, D. Paco?—respondía él.—Ya lo verá usted en cuanto salga libre de quintas, si salgo. Creen que no es formal porque mi novia es hija del borrachín de su padre; pero nadie puede elegir familia, y la Mercedes vale más oro que pesa.
»En esto llevaba razón Juanico, porque su novia, á la que él le hablaba desde muchacho, era la flor y nata del Perchel, y digna, por lo guapa, hacendosa y decente, de casarse, no ya con un oficial de zapatero, sino con un título.
»Cuando á Juanico le tocó ir á servir al rey estaba en su golfo la guerra de Cuba, la de los diez años, y quiso la mala suerte que á él le tocara pasar el charco. Y allá se fué, jurando antes á su novia que si no lo mataban volvería y se casaría con ella, y ella le juró que lo esperaría aunque fueran veinte años, pues, ó se casaba con él, ó no se casaba con nadie. Porque entre ellos no mediaban sólo palabras, sino compromisos graves, y á decir verdad, más que novios eran marido y mujer, pues á los seis meses de irse Juanico tuvo la Mercedes una niña, que era el vivo retrato de su padre.
»En los apuros que pasó la muchacha durante la ausencia de su novio y marido contó con la protección de D. Paco, que era hombre de muy buenos sentimientos. Trabajaba la Perdigona en todo lo que le salía, y cuando más ganaba era cuando llegaba «la faena», la época del embale de las naranjas para la exportación; pero esto no era fijo, y D. Paco la decidió á que trabajara para la zapatería, que ya no era el primitivo portal, sino una tienda muy grande, convertida después en el establecimiento casi lujoso de La punta y el tacón, uno de los más populares de Málaga. Mercedes aprendió pronto el oficio de aparadora, y andando el tiempo pudo emanciparse del yugo de su padre, que le daba muy mal trato, y vivir sola con su niña, sin salir más que á compras ó á entregar su tarea.
»—Cuando venga tu marido—le decía el amo,—vais á estar mejor montados que el Gobierno. Dos jornales seguros, y luego lo que él traiga.
»—¿Cree usted que traerá cuartos?—preguntaba Mercedes.—Lo que yo quiero es que venga pronto y que no me lo hayan cambiado, porque algunos vuelven con unos humos…
»Volvió, en efecto, Juanico, y volvió con humos. Los primeros días daba pena de oirle mezclar en su lenguaje natural algunas palabras nuevas que había recogido al revuelo, y hablar de su «masita» como si trajera un moro atado. Pero á pesar de todo, Juanico era franco y no contaba hazañas fingidas. El había salido muy poco á operaciones, y aunque había sentido las balas cerca, disparadas por enemigos invisibles, no se había echado jamás á la cara un insurrecto. Estuvo casi siempre en un ingenio al que nunca se aproximó el enemigo; los propietarios de la finca eran muy generosos y le habían tratado á él y á sus camaradas á cuerpo de rey; había ahorrado el plus de campaña y un poco más; y, en resumen, al terminar la guerra se halló con una pequeña fortuna.
»Aunque la mayor parte estaba en pagarés, en los que perdió más de la mitad, le quedaron libres unos ocho mil reales, largos de capellada; para él casi un capital.
»—Ahora lo que debes hacer—le dijo el amo, que le recibió con los brazos abiertos,—es comprar con ese dinero una casa para vivirla. Tú no sabes lo que vale no tener que pagar casa. Luego sigues trabajando aquí, si quieres, y te casas con la que es ya tu verdadera mujer, que es una mujer para Un pobre, y si llega el caso para un rico, porque te aseguro, ahora que la he tratado, que la Mercedes es una perla. Mi mujer la quiere como si fuera de la casa, y tiene empeño en ser la madrina.
»—Ya veremos, ya veremos—contestó Juanico.—Yo había pensado establecerme.
»—Pues si lo haces ándate con ojo, no vayas á perder tontamente lo que te ha costado exponer la salud y la vida.
»Juanico no lo decía; no se atrevía á decirlo. Pero desde que llegó á Málaga y fué á ver á sus amos, tenía el diablo en el cuerpo. Había visto á Manuela, la hija de los zapateros, que cuando él se fué estaba recién vestida de largo, y ahora estaba hecha una mocetona, y al verla había tenido una idea, que debía ser la causa de su perdición. Menos mal si se hubiera enamorado; esto tendría disculpa. Xo se enamoró, sino que sintió el deseo de igualarse á sus antiguos amos. Mercedes era al fin y al cabo la Perdilona, y aunque él la quería, ya, después de ver mundo, comprendía que el querer es una farándula. Lo esencial era tener patacones y mezclarse con buena gente para tomar la alternativa y darse aires de caballero.
»Todo esto lo tendría él, ó podría tenerlo, estableciéndose y casándose con Manuela. Mercedes era más guapa, eso sí; pero Manuela era una señorita bien educada, y la educación vale más que la guapeza.
»—La única dificultad—decía—está en este maldito compromiso Si yo fuera libre del todo Pero con este lío estoy como si estuviera casado, y hasta con una hija, que, aunque no lleva mi apellido, es mía; esto no hay perro ni gato que no lo sepa.
»Estas cavilaciones le agriaban el carácter á Juanico, y Mercedes era la que pagaba los vidrios rotos. Comenzaron los insultos, y vinieron después los golpes; al principio no hablaba claro, porque comprendía que no llevaba la razón; pero después su egoísmo se hizo tan brutal que á todas horas estaba describiendo el cuadro de dichas y prosperidades que él podía disfrutar casándose con la hija de los amos; la conclusión era siempre maldecir el día y la hora en que conoció á la Perdilona, á la que muchas veces, no contento con maltratarla, la echaba con su hija á la calle.
»Tomó, por fin, en traspaso una zapatería bastante desacreditada, y entonces se fué á vivir solo, para hacer ver que la Mercedes era para él cosa de pasatiempo, y comenzó á propalar él mismo, ya que no se atrevía á decirlo directamente, que estaba en relaciones formales con la hija de don Paco. No por esto dejaba de visitar á Mercedes y de martirizarla, como si se hubiera propuesto quitarle la vida á disgustos. A dejarla no se atrevía, y á decir verdad, no sería capaz de hacerlo, pues de pensar que ella pudiera irse con otro hombre, los celos se lo comían. Ya dije que á Juanico se le metió el diablo en el cuerpo; sólo así se explica este amor que él sentía realmente por la Mercedes y este deseo de quitársela de encima y este afán de matarla poco á poco para que nadie le sucediera en el corazón de aquella infeliz mujer.
»Aunque él era tosco, á veces se echaba una ojeada por dentro, y se veía tan bajo y tan ruin, que se arrepentía, y pensaba que quizás sería mejor casarse con Mercedes y trabajar los dos unidos en la tienda y prosperar y ser muy ricos sin deberlo al auxilio de nadie. En estos momentos cogía á Mercedillas en brazos y la mecía, y la arrullaba, y se echaba á llorar, y le bañaba al angelito el rostro con lágrimas, mientras la madre viéndoles venía y los abrazaba á los dos, y decía:
»—Juan, tú eres bueno, tú eres siempre el mismo. Ayer le recé á la Virgen para que te quite esos fantasmas de la cabeza.
»Pero después volvía á aparecer el fantasma, y con que Juanico fuera un momento á casa de don Paco, y viera á Manuela, y formara de nuevo su castillo de naipes, volvían los malos tratamientos, y cobraba mayor brío la idea fija que atormentaba al ambicioso desventurado:
»—Aunque yo fuera inmensamente rico nunca sería nada, porque al fin Mercedes sería siempre la Perdigona.
»El martirio de ésta no podía ser eterno, y un día, cuando menos lo esperaba Juanico, la víctima anocheció y no amaneció. No se fué con nadie, sino que se fué derecha á una casa de mal vivir; no pudo irse con nadie, porque á nadie le había hecho nunca caso, aunque no faltó quien la solicitara, y al irse se fué á la primera casa que le abrió las puertas. Así, aun hundiéndose en el vicio, podía decir la Perdigona que había sido fiel á su amante. Otra mujer hubiera pasado de mano en mano, como zarandillo de bruja; pero la Mercedes no era una mujer como las otras, era mucho mejor; y cuando vió que el hombre á quien ella quería era tan malo, pensó que los demás serían peores, y sin repetir la prueba se tiró al barro. Y Juanico no la buscó, y aunque la quería, no sintió celos. Quizá si se hubiera ido con otro la hubiera buscado para matarla.
»El vulgo se puso de parte de Juanico. Veía en él un buen hombre, que, á pesar de haber vuelto con dinero, no había querido abandonar á la Perdigona, y el pago que había recibido era que ésta hiciera al fin de las suyas. La cabra tira al monte, y Mercedes era de mala casta para que saliera buena. Hasta se comprendía ahora la razón de las palizas que Juanico le propinaba á diario, y que sin duda serían para corregirla. Pero todo había sido inútil. ¡Condenadas mujeres!
»Sólo D. Paco no se dejó engañar; y aunque nada dijo por lo pronto, cuando supo que Juanico pregonaba por todas partes que era ya cosa decidida su casamiento con Manuela, le llamó á capítulo y le habló con su cachaza de costumbre:
»—Oye tú, Juanico, ¿es cierto que andas por ahí anunciando que te vas á casar con mi hija?
»—La gente dice lo que le da la gana—contestó Juanico.—¿Qué más quisiera yo?… Pero…
»—Cuando corren las voces por algo será—le interrumpió D. Paco.—Nadie más que tú tiene interés en decir esas cosas, y, la verdad, me ha escocido que tengas tan poco respeto á esta casa. Tú tienes tu mujer, porque, aunque no os hayan echado las bendiciones, para mí esto no compone nada, y la. Mercedes es mujer tuya y madre de tu hija… Yo he sido pobre y no te despreciaría por cuestión de intereses; pero aunque trajeras el oro y el moro te pararía los pies y te haría volver á tus obligaciones.
»—Pero D. Paco—replicó Juanico,—parece que no sabe usted lo que esa mala pieza ha hecho conmigo; para mí ella es ya como una piedra que se va á lo hondo del mar. ¿Qué quiere usted que yo haga con una mujer tan sinvergüenza?
»—Mercedes era buena como el pan, y tú la has hecho mala—contestó D. Paco.—¿Crees tú que yo no entiendo la aguja de marear? Yo sé lo que tú has hecho con esa infeliz. No te digo que la recojas, porque esta es cuenta tuya. Déjala si quieres que corra su mala fortuna y tú arréglate á vivir con tu hija como Dios te dé á entender… Yo te he querido siempre, porque eras un buen muchacho; pero ahora te veo con malos ojos, sin poderlo remediar, y lo único que te pido es que no aportes más por las puertas de mi casa. Mucho me duele decírtelo, pero no me gusta hacer dos caras.
»—Pero D. Paco—suplicó Juanico temblando,—eso es como quien dice leerme la sentencia de muerte… Yo, que no he tenido nunca más padre que usted…
»—¡Quién sabe si más adelante—dijo D. Paco,—volveremos á ser lo que éramos! Yo hablo de ahora, y ahora no quiero que pongas más los pies en mi casa.
»Fué aquel día el más amargo de la vida de Juanico. No sólo porque vió que todo el mal que había hecho era inútil, sino porque las palabras de D. Paco le parecían la voz de su propia conciencia. Aquella noche no durmió asustado de la soledad en que se encontraba y atormentado por el bullir de la sangre que parecía arderle en las venas. Por la mañana notó cierto malestar en los ojos, y vió que la casa se iba poniendo obscura como si volviera á anochecer. Se levantó y abrió las ventanas, y aun veía menos; y, por último, no vió nada.
»Despertó á Mercedillas, y comenzó á hacerle preguntas, sin que la criatura comprendiera lo que le preguntaban; después llamó á una vecina, que era la que venía á limpiarle el cuarto, á guisar y á tener cuidado de la niña, y la vecina tampoco supo darle explicación de aquella repentina ceguera. Los ojos estaban naturales, aunque un poco apagados y como eclipsados; pero á primera vista no se notaba cambio alguno. Y sin embargo, Juanico estaba ciego para siempre.
»Todo lo que tenía, y aun lo que le dieron por el traspaso de la tienda, lo gastó en curarse, y no se curó.
»—Cuando yo tenga vista—decía—volveré á trabajar en casa de D. Paco y me dejaré de negocios. Cada uno nace para lo que nace, y yo he nacido para ganar un jornal y vivir con él, sin meterme en más ambiciones. Al menos si yo tuviera ahora una mujer que se interesara por mí…
»Y á fuerza de darle vueltas en su majín á este pensamiento, decidió un día mandar á buscar á la Perdigona.
»No se hizo ésta rogar y vino en seguida, deseosa de ver á su hija, á la que todavía no le había perdido la calor. No así á Juanico, á quien casi lo tenía olvidado. Entró por las puertas del pobre cuarto y lloró al ver á su niña, á la que se abrazó fuertemente, en tanto que Juanico las buscaba á las dos y se cogía á ellas, diciendo:
»—Ya me daba el corazón que tú eras de ley y que vendrías. Mira la desgracia que ha caído sobre mí. Este es un castigo del cielo por lo mal que lo hice contigo. Pero ahora ya soy otro, y si Dios quiere que me cure, yo te juro que nos casaremos y que seré mejor que nunca.
»—Válgame Dios—exclamó la Perdigona,—ha sido menester que te quedes ciego para que me quieras…
»—Yo siempre te quise—contestó Juanico,—eso te lo juro por la salud de la niña. Fué una mala hora que me vino, y ya ves qué caro lo estoy pagando.
»Al decir esto, Juanico abrazaba contra su pecho á la Mercedes y sintió un olor penetrante á almizcle que tiraba de espaldas; fué á besarle la boca y le dió en el rostro una tufarada de tabaco. Quizás debió alegrarse de estar ciego para no ver el cambio que en unos cuantos meses había sufrido el rostro de aquella desventurada mujer. Así Juanico no la veía como ahora era, sino como antes fué, y lo único nuevo que notaba en ella eran los perfumes del vicio.
»—¿Qué olor endemoniado es ese que traes?—la preguntó.—Lávate y quítate eso de la cara.
»Ella cogió una jofaina y se lavó con agua clara, y comenzó á soltar la costra que se había ido formando de rodar por los lupanares. Pero los estragos que había sufrido por dentro, éstos no se limpiaban con agua; y aunque la Perdigona quiso de buena fe volver á ser la Mercedes de antes, no pudo conseguirlo, en parte porque ya había adquirido algunos malos hábitos, y más aún porque ahora nadie la respetaba.
»Juanico se casó con ella por tenerla más segura y por legitimar á Mercedillas. El, por hacer algo, se dedicó á hacer soga, y Mercedes volvió á aparar en la zapatería de La punta y el tacón. Lo que debió ser antes era ahora, y el matrimonio vivía feliz. Juanico, escarmentado por la desgracia, era un santo para su mujer, y ésta parecía resignada con su cruz; á veces le entraban deseos de romper la cadena ó de divertirse con unos y con otros; pero pronto se arrepentía de sus malos pensamientos por lástima de su marido y porque, al volver á la vida honrada, se le iba despertando de nuevo su antigua dignidad.
»Sin embargo, después de algún tiempo de cumplir bien comenzó á torcerse. Era buena con su marido, pero sentía, sin explicárselo, un secreto deseo de venganza. Parece que una fuerza misteriosa la impulsaba á engañar al pobre ciego, no por gusto, sino más bien por necesidad de realizar una obra de justicia. La pérdida de la vista era un castigo que borraba las culpas de la soberbia, pero no un castigo de las villanías de que la Perdigona había sido víctima. Ella había sufrido antes y ahora y siempre, sin culpa, y tenía sed de desquitarse; y como no acertaba á hallar el medio de tener goces en la vida, se consolaba faltando á sus deberes, á disgusto, sólo por ser acreedora á pasar las penas que pasaba. En el alma de aquella mujer se había incrustado tan honda y ferozmente la idea de justicia, que, por parecerle injusto sufrir siendo buena, quería sufrir siendo mala.
»Juanico lo adivinaba todo y callaba. Un día oyó subir á su mujer por las escaleras, y le pareció que no venía sola, y tuvo la idea de esconderse en una alacena, aprovechando la coyuntura de estar la chiquilla fuera, en casa de unos vecinos. Entró la Mercedes, y como no vió á nadie en la casa, salió un momento á avisar á su acompañante, que ora un oficial de zapatero, llamado Bautista, muy amigo de Juanico.
»—No hay nadie—dijo la mujer.—Habrá salido con la niña á dar una vuelta.
»—¿Estás segura?—preguntó Bautista, á quien el ciego conoció al punto por la voz.
»Entraron en el dormitorio, y Juanico, loco de rabia, comenzó á buscar á tientas en los vasares del fondo de la alacena algunas herramientas de zapatero que él recordaba haber puesto allí; tropezó al fin con una cuchilla larga y tan fina por la punta que parecía una daga; la empuñó con fuerza, salió con sigilo de su escondite y se acercó andando muy quedo á la puerta de la alcoba; se detuvo un momento para escuchar y orientarse, y oyó tan bien, que casi se figuraba ver á los adúlteros. Entonces penetró como un rayo en el aposento y comenzó á dar cuchilladas en el lecho, en el aire, en las paredes. Así estuvo no se sabe cuánto tiempo. Las víctimas debieron de gritar, pues acudió el vecindario y la policía; pero cuando echaron abajo la puerta no hallaron vivo más que al ciego, que aún empuñaba en la diestra la cuchilla ensangrentada. En medio de la sala estaba Bautista el oficial con la cabeza cortada á cercén, y sobre el lecho la Perdigona, acribillada y destrozada que casi no era posible conocerla.
»Juanico fué á la cárcel, pero la justicia de los hombres le absolvió, y el mundo le absolvió también; porque el mundo y la justicia no veían más que la falsía de la mujer y la bondad del hombre que había recibido aquel ultraje en pago de la nobleza con que quiso regenerar á una mujer perdida. Pero Juanico se juzgaba de otro modo, y cuando libre ya se vió solo en su cuarto, pensaba: La pobre de Mercedes ha sido mala, es verdad…; pero ¿por qué fué mala? Y diciendo esto se abofeteaba el rostro y se gritaba á si mismo: ¡canalla!
»No quiso Juanico seguir viviendo en Málaga, y, sin dar cuenta á nadie, cogió consigo á su hija y se vino á Granada con ánimo de dedicarse á pedir limosna. Ya había tomado algunos informes, y cuando llegó se fué derecho á la cuesta de la Alhacaba, y allí acomodó una casucha con los cuatro trastos que traía. Comenzó á adquirir relaciones, y como era mendigo decente y bien portado, casi daba gusto de socorrerle, aparte la obra de caridad. Pero Juanico no era ya ambicioso, y pedía sólo para vivir; se contentaba con las casas que fué adquiriendo y dejaba á otros menos afortunados el mendigar por las calles.
»Cuando su hija fué demasiado crecida para servir de lazarillo iba Juanico solo, llevando un perrillo atado de una cuerda. Mercedicas se quedaba en casa y el ciego procuraba estar fuera muy poco tiempo, pues su temor constante era que le ocurriera algo á aquella criatura. Como la Alhacaba no era sitio seguro decidió también mudarse, y se vino al Barranco del Abogado, donde alquiló una cueva que tenía por delante un pequeño chamizo que le daba el aspecto de casa. La vecindad de este lado de la población tampoco era muy recomendable, pero no había casas de trato ni soldadesca; había gitanos, pero á la gitanería no le tenía miedo Juanico, porque los gitanos no roban muchachas.
»Salía por las mañanas á recorrer su parroquia del día, encargando á su hija que se estuviese encerrada. De vuelta se entretenían los dos en contar los ochavos, comer y charlar, y los domingos echaban una cana al aire yéndose á pasar el día al campo. Cuando vivían en la Alhacaba iban á las caserías del camino de Jaén, y en el Barranco, por estar más cerca, se iban á los ventorrillos del camino de Huétor. Pedían un jarro de vino, un plato de aceitunas, roscas tiernas y una torta salada para la niña, y á veces también, si había limosna extraordinaria, pescado frito ó chorizos extremeños, bocado favorito del ciego. Se sentaban á la sombra de un olivo y merendaban con sosiego y beatitud, salvo que Juanico se sobresaltara alguna vez cuando oía que alguien celebraba la belleza de su hija.
»—Mercedes, ¿quién es el que te ha dicho eso?—preguntaba el padre.
»Y la hija respondía casi siempre:
»—Es un señor viejo; yo no le conozco.
»En un ventorrillo vió á Mercedes un señor casi viejo que iba á remachar el clavo que Juanico llevaba atravesado en el corazón desde el día que mató á su mujer. Llamábase D. Gonzalo Pérez Estirado, y era de Sevilla; mejor dicho, era montañés, establecido desde muy joven en Sevilla, donde había ganado una regular fortuna. Estaba retirado de los negocios, y vivía de sus rentas, sin pensar más que en darse buena vida. Había sido siempre el señor Estirado un buen hombre, aficionado á los goces de la vida doméstica, y condenado á no lograrlos nunca porque su mujer era de las que toman las enfermedades como cosa de entretenimiento, y aunque nunca tuvo enfermedad formal, milagro era la semana que no la visitaba el médico.
»Su marido, harto de tantas impertinencias, se acostumbró insensiblemente á buscar distracción fuera de casa, y con los años sucedió que no podía vivir sin tener, además de su mujer, una protegida, cuando no eran varias. De esta suerte, el señor Estirado, que había nacido para ser un modelo de cónyuges, se transformó, por culpa de su mujer, en hombre de apaños y tapujos; pero aun así fué siempre un hombre de bien, que ni arruinó su casa, ni dió escándalos, ni cometió graves tropelías. Sus devaneos estaban, como todas sus cosas, sometidas á un presupuesto riguroso. Debajo del capítulo donde inscribía la suma con que contribuía á las procesiones de Semana Santa, estaba el capítulo destinado á la protección de doncellas desvalidas; y ambas cantidades eran fijas, aunque en caso de apuro el señor Estirado era capaz de sisar algo á las procesiones en beneficio de las doncellas.
»Fué invitado el ilustre y simpático montañés ú pasar unos días en Granada por un amigo y paisano que estaba establecido en esta ciudad; vino en el mes de Mayo, y se halló aquí tan á gusto que los días se convirtieron en semanas. Como se hospedaba en casa de su amigo, los dependientes de la tienda de comercio se encargaron de llevarle por todas partes para que no le quedase nada por ver.
»En una de estas excursiones conoció el señor Estirado á Mercedes, y apenas la vió la echó el ojo y se propuso no dejarla escapar. Su idea no era mala, puesto que, al saber que aquella niña era hija del mendigo, pensó recogerla á ella y á su padre, para que éste no tuviera que pedir más limosna y para hacer de la hija una señorita de mérito.
»No quería el señor Estirado perder el tiempo, y decidió valerse de una mujer hábil en oficios de tercería, cayo nombre y señas le dió uno de los dependientes. Era ésta una mala vieja, conocida por el apodo de la Gusana, y vivía en el Plegadero Alto, cerca de la parroquia de San Cecilio; tenía fama de alcahueta, y su fama no era usurpada, sino fundada en una brillante hoja de servicios, que tiempos atrás hubieran bastado para que emplumaran á la bruja.
»El señor Estirado se avistó con ella, y en pocos minutos estuvo firmado el pacto de tercería mediante la oferta de veinticinco duros, de los que cinco fueron adelantados en señal. Y la Gusana comenzó aquel mismo día sus indagaciones, y supo cuanto tenía que saber sobre las entradas y salidas del ciego para trabajar sobre seguro. No desplegó ningunas artes nuevas, sino las eternas y conocidas de la adulación y los ofrecimientos, y Mercedes se dejó embaucar como cualquiera otra muchacha se hubiese dejado en las condiciones en que ella se encontraba. ¿Qué iba á hacer ella el día que le faltara su padre? ¿Irse á servir y á penar bajo el poder de indecentes señoritos que tampoco la respetarían? ¿Ajarse á fuerza de fregar y barrer, cuando tenía una cara como una rosa de Mayo y era digna de vivir metida en un fanal? Siquiera el señor Estirado era un honrado caballero, que sería como un padre para la muchacha; se la llevaría á Sevilla y le daría educación, y quién sabe si se casaría con ella y le dejaría toda su fortuna, puesto que no tenía hijos y se iba á quedar pronto viudo, porque la mujer estaba, como quien dice, dando las boqueadas.
»Lo más doloroso para Mercedes era abandonar á su padre; pero esto sería por muy poco tiempo, pues en cuanto el ciego se hiciera cargo de la razón se iría también á Sevilla y no tendría que mendigar más.
»Salió el ciego una mañana, y cuando volvió se encontró el nido sin pájaros. Pero lo que no averigüe un ciego no lo averigua nadie, sobre todo si el ciego tiene un perrillo de buen olfato. Aquel mismo día supo Juanico toda la verdad. Supo que SQ hija había ido á la estación, y supo que iba camino de Sevilla en compañía de un señor muy respetable; le dió la corazonada de que el ladrón era uno que había hablado con Mercedes en un ventorrillo, y por el ventorrillero supo quiénes eran los dependientes que con el ladrón iban y 1:1 tienda en que estaban. Todo lo supo excepto el nombre de la alcahueta, porque la Gusana era maestra en su arte y no dejaba nunca ningún cabo suelto.
»Pensó Juanico ir á Sevilla; pero cuando se fué enterando de las buenas prendas que reunía el señor Estirado, y de que aquella desgracia quizás haría la felicidad de su hija, dejó que á ésta se le cumpliera su sino. Mucho le dolía verse tan solo, sin más compañía que el perrillo; algunas veces lo abrazaba y besaba diciendo:
»—¡Por qué no dispondrá Dios que sean perros los hijos que tenemos los hombres!
»Así resumía el pobre ciego su idea menguada de la humanidad.
»Mas para colmo de desventura hasta el perro le faltó, porque aquel verano cogió la estricnina en la calle y murió después de una agonía horrible. También Mercedes había muerto para su padre, porque le dieron el veneno de la seducción envuelto en palabras melosas. La muerte del perro fué la gota que hizo rebosar el vaso de la amargura, y aquella misma noche decidió Juanico dar fin á su calvario.
»Por los Mártires, tanteando con su cayado, se encaminó á la placeta de los Aljibes; se acercó al Cubo de la Alhambra y escuchó para convencerse de que no había nadie. Se subió en el pretil, y enarbolando el grueso garrote lo blandió con furia y lo lanzó al aire como si quisiera dar un palo á los cielos. Oyó el eco de un golpe, por el que midió lo hondo del abismo que tenía delante, y entonces, con una audacia sobrehumana, sin que le impusiera temor aquel vacío, se echó á volar con los brazos abiertos. Y como Juan de la Cruz iba siempre vestido de blanco, al verlo en el aire se hubiera dicho que no era un hombre, sino una cruz blanca que caía á la tierra.
»A poco se oyó en el silencio de la noche un lamento que no parecía proferido por una garganta. Era como un lamento de la tierra al chocar con un hombre.
»Y no se oyó nada más.»
—Bravo, bravísimo—gritó el poeta Moro, que era el más entusiasta de la reunión.—Eso es hermoso, fuerte y definitivo. Sauce, eres un barbián.
—¿Qué le parece á usted esa tragedia, señor Cid?—preguntó Miranda con aire satisfecho.
—Me parece admirable—contestó Pío Cid,—tanto ó más quizás que á todos ustedes, porque yo conocí á Juanico el ciego y le veo ahora retratado de mano maestra.
—¿Usted le conoció?—preguntó Sauce con interés.
—Digo que le conocí—afirmó Pío Cid con misterio,—y no sólo le conocí, mío que sabía la historia que usted nos ha contado y algo más que usted acaso no sepa.
Y ante el movimiento de expectación de la asamblea. Pío Cid comprendió que iban á rogarle que contara lo que sabía, y antes que se lo rogaran lo contó en los términos siguientes:
—Juan de la Cruz iba á mi casa, y le llamábamos el ciego de los lunes. Yo hablé con él muchas veces y mi madre hacía subir casi siempre á Mercedillas para darle algunas prendas de vestir, pues estaba enamorada da la bondad y de la modestia de aquella niña, que entonces no tendría arriba de seis ó siete años.
Juanico le contaba á todo el mundo su historia, pero no decía nunca que hubiera matado á su mujer, sino que ella le abandonó. Sin embargo, nosotros supimos la verdad, porque un día vino á buscar á mi padre un señor de Málaga, que se extrañó de ver al ciego á la puerta, y nos dijo que aquel pobre era paisano suyo, y que había huida de su tierra á consecuencia del crimen que había cometido. Es hombre de historia—añadió,—y el pobre parece que tiene maldición porque es hijo del crimen. Aunque no tiene apellido se sabe, ó por lo menos lo decía la mujer que lo crió, que su padre era un caballero muy rico, que después de una vida licenciosa se encastilló en una de sus posesiones acompañado de una hija que había tenido, se ignora con quién, aunque de fijo no sería con ninguna mujer buena. Dicen, no sé si esto será verdad, que el padre se enamoró de su hija, y que el fruto incestuoso de estos amores fué Juan de la Cruz.
Yo estudiaba entonces literatura clásica, y se me ocurrió sin esfuerzo comparar al ciego y á su hija con Edipo y Antígona, y aun recuerdo que empecé á componer una relación en la que además de lo sucedido ponía yo nuevas calamidades, algunas de las cuales ocurrieron, según se desprende de la última parte de la tragedia que hemos escuchado; pues yo suponía que Antígona, ó Mercedes, era engañada por un Tenorio canallesco de los que ahora se estilan; que el ciego se suicidaba desesperado y que Mercedes se quitaba la vida también, juntamente con un hijo que tuvo. Porque mi idea era demostrar que después de la proclamación de la ley de gracia, hecha por Esquilo en su trilogía de Orestes, y aun después de la redención del género humano, realizada en el Gólgota, continuaba regido el mundo por la ley de sangre, y era necesario, fatal, que Juan de la Cruz y su descendencia, y los que á él se ligaran, todos perdieran violentamente la vida.
—Me ha dado usted una gran idea—dijo Sauce,—y creo que voy á modificar mi artículo, para añadir lo referente al nacimiento del ciego y explicar así sus infortunios por la influencia de esa irremediable fatalidad.
—Me parece bien que lo hagas—añadí yo,—porque, á mi juicio, la clave del trabajo está en el nacimiento, no porque fuera criminal, sino porque siendo Juan de la Cruz hijo de un caballero rico, se explica la ambición, que le acometió de repente, de ser rico y caballero.
—Yo opino al contrario—replicó Pío Cid;—que lo mejor es no cambiar punto ni coma en ese trabajo. Tal como está es como un tajo de carne cruda, y si se hace la alusión á la leyenda de Edipo, parecerá que el artículo está calcado en la tragedia clásica. Y luego que no bastaría añadir unos párrafos por el principio, sino que habría que rehacer todo el articulo, porque al tomar cierto corte clásico exigía líneas más severas y habría que suprimirle algunos rasgos demasiado realistas. Cuando un escritor cambia de punto de vista, ha de cambiar también de procedimiento, y si tiene la obra á medio hacer, no debe de remendarla, sino destruirla y hacer otra nueva.
Cada cual dio su parecer, y la mayoría estuvo conforme con Pío Cid, y Sauce se convenció al fin de que lo mejor era no tocar al artículo. Entonces me tocó á mí el turno, pues mis amigos quisieron que les leyera un poemita que les dije que había compuesto. A mí me tenían en la reunión por periodista, con mis puntas de político ó de sociólogo; y no sé si á causa de este prejuicio, ó porque mis versos fueran malos de verdad, me condenaron sin apelación á escribir toda mi vida artículos de fondo; pues, como decía Candente el viejo, no se debe mezclar el verso con la prosa. El poemita en cuestión era endeble, como primerizo, y lo rompí en un momento de coraje; pero daré idea del asunto por si otro poeta puede escribir sobre él con mejor plectro. El título era Bodas de Genilio y Daura y su complexión puramente descriptiva y casi dijérase hidrográfica, puesto que se describía el curso del Canil y del Dauro, desde su nacimiento hasta que se juntan en Crañada, y el viaje que emprenden, ya unidos, por toda Andalucía, hasta que, mezclados con otros ríos, pero sin confundirse con ellos, van á morir en el mar. Sin embargo de la gran importancia que tenía la descripción, lo esencial no era lo descriptivo, sino lo simbólico. Imaginaba yo las márgenes del Genil pobladas de ninfas de cabellera negra, quemada por el sol. Una de ellas se enamora del astro del día, recibe un beso de él y engendra un hijo, Genilio, que es proclamado rey de las ninfas morenas. Las márgenes del Dauro á su vez estaban habitadas por geniecillos rubios, casi albinos, por vivir siempre á la sombra de las avellaneras. La luna se enamora de un geniecillo, y desciende una noche y da á luz en las aguas de un remanso una hija, Daura, que es proclamada reina de los geniecillos rubios. Genilio y Daura viven en perpetua orgía; pero no son felices, porque les falta lo más bello que hay en la vida: amor. Genilio, rodeado de morenas, desea amar á una ninfa rubia, y Daura, rodeada de rubios, sueña continuamente en un geniecillo moreno. Ambos se adivinan, aunque los separa la montaña roja, la Alhambra; ambos se aman sin haberse visto, y el amor les impulsa á ponerse en movimiento con sus cortejos respectivos de geniecillos y ninfas. Júntanse los dos amantes y las dos comitivas, y comienza el alegre viaje de bodas; cuanto más andan, la algazara es mayor, porque se agregan nuevos convidados; pero la tierra que van dejando atrás se va quedando muy triste. Genilio y Daura derraman la alegría por todo el suelo andaluz; pero esta alegría la han robado á Granada, y Granada les ve partir como las madres que despiden á sus hijos en el viaje de novios.
Este era el poema en sustancia, y tengo el orgullo de estampar aquí que Pío Cid, aunque nada aficionado á los simbolismos, fué el único que halló buena mi obra, y en particular la idea, á su juicio felicísima, de poner en la región alta andaluza el ser íntimo, grave, de Andalucía, y en la baja el ser exterior, alegre, y de explicar cómo el uno tiene su origen en el otro. Asimismo me defendió de los ataques que me dirigieron los censores de la asamblea por ciertas libertades métricas que me permití, y aseguró que un poeta sincero está autorizado para poner en los versos el número de sílabas que se le antoje y para colocar el acento donde le dé la gana, pues lo que vale es la emoción, la claridad, la vibración y la sonoridad interiores, espirituales de la obra, y no los perfiles mecánicos que han pasado ya á la categoría de abuelorios.
—De suerte—preguntó el poeta Moro, que había censurado acerbamente mi poesía,—que usted no establece de hecho ninguna diferencia entre el verso y la prosa.
—Existe siempre una diferencia—respondió Pío Cid.—El verso es prosa musical, sin que esto impida que haya poesía en prosa, sin música, superior á la poesía en versos regulares. Los que creen que el verso ha de tener número fijo de sílabas y cierto orden en la colocación del acento, aparte de las asonancias y consonancias finales, son como los partidarios de la música vieja, que no comprenden más que las melodías de organillo y no toleran que en una ópera se pueda hablar musical y humanamente á la vez, sino que desean que los cantantes, como muñecos, vayan saliendo por turno á lucir sus habilidades. Primero sale el tenor y canta una romanza; luego la tiple encuentra al tenor, y sobreviene el dúo; después acude solícita la confidente de los amores, y tenemos el terceto, y, por último, entra toda la familia, y aun el pueblo en masa, y asistimos á un concertante, cuyo final ruidoso pone la carne de gallina. Todo esto es pequeño, y debe desaparecer conforme nazcan hombres capaces de abrazar mayores conjuntos y de ofrecernos escenas de la vida humana en cuadros de mayor amplitud. La gente de cerebro estrecho resiste, pero al fin concluye por comprender lo que al principio no comprendía, y el arte sale ganancioso. Así, pues, los que en una composición buscan la armonía verso por verso, se contentan con muy poco; que busquen la armonía íntima de la obra, que es superior á la del detalle, y que piensen que el oído también progresa y no debe ceñirse eternamente á las cadencias de la métrica antigua.
—Todo eso es muy curioso—replicó Moro, deseando eludir la discusión—y nos aviva más el deseo de oir la composición que usted nos había ofrecido.
—Mi composición—dijo Pío Cid—no está escrita en verso, pues ya le indiqué que sería una receta; y además no me gusta leer en público, y prefiero que lean ustedes mi trabajo en letras de molde, si lo imprimen.
—Ya lo leeremos—afirmó Castejón,—pero eso no quita para que usted lo lea ahora, y así serán dos veces.
—¿Cómo se titula el trabajo de usted?—preguntó Ceres.
~—No tiene título—contestó Pío Cid, sacando un pliego de papel de barbas con muchos dobleces.
—Eso parece una escritura de arrendamiento—dijo Miranda, viendo que el papel tenía sello de oficio.
—Lo escribí en Aldamar, en casa del secretario Barajas, y no había otro papel á mano—replicó Pío Cid.—Y lo que yo siento no es que el papel sea tan antipático, sino que el contenido no surta efecto.
—Pero, hombre—insistió Ceres,—es menester bautizar ese trabajo, porque, digan lo que quieran, el nombre sirve para dar idea de las cosas.
—Este trabajo—dijo Pío Cid—es tónico ó reconstituyente del carácter, y es también, por lo menos en mi propósito, el retrato de un hombre de voluntad. Pudiera titularse de muchos modos… Ecce homo, podríamos ponerle, como dando á entender: he aquí el hombre apto para crear obras útiles.
—No está mal ese titulo—dijo Castejón.
—Pues entonces con él se queda—concluyó Pío Cid, y comenzó á leer:
rtis initium dolor. |
|
atio initium erroris. |
|
nitium sapientiæ vanitas. |
|
ortis initium amor. |
|
nitium vitæ libertas. |
—Eso suena á letanía—interrumpió Castejón.
—Será el «despáchese» de la receta—agregó Miranda.
—¡Qué diablo! Cuando se sabe un poco latín hay que lucirlo—dijo Raudo,—porque su trabajillo cuesta el aprenderlo.
Pío Cid no contestó, volvió á leer los latinea pausadamente y prosiguió:
«El aire es útilísimo para la vida. Siempre que se os ponga delante un hombre, debéis recordar este aforismo: Un hombre, por mucho que valga^ vale menos que el volumen de aire que desaloja.»
—Eso me recuerda el principio de Arquímedes—dijo Gaudente el mozo, que había estudiado Física el año anterior.
—Será un principio de Física espiritual—añadió Moro.
«Sin aire no se puede vivir, y sin hombres se puede vivir perfectamente. Los grandes místicos se forman en la soledad, y los grandes filósofos en el silencio. Un hombre sumergido en una numerosa asamblea humana pierde izarte de su inteligencia, y la pérdida está en razón directa del número de los congregados. Y esto proviene de la sustitución del aire puro por emanaciones mefíticas, recargadas de ácido carbónico, según dicen los químicos, y de secreciones intelectuales, venenosas siempre, y más las de hombre que las de mujer. La condición esencial de la vida terrestre es el aire, y en las artes plásticas la maestría suprema está en representar los seres respirando. El pintor más grande del mundo, Velázquez, fué un pintor del aire. Si pintáis un monstruo con siete cabezas y catorce patas, y el monstruo respira, habéis pintado un ser real; y si pintáis una figura real que no respira, no habéis pintado nada.
»También es importante la luz, porque en ella se funda un criterio permanente de moral. Lo que sale de la sombra á la luz, es bueno; lo que huye de la luz y se esconde en la sombra, es malo. La sombra es el ambiente propio de la creación; pero si la creación es noble y espiritual, busca luego la luz. Los amantes que se hablan de amor puro escondidos en la sombra, son como esos timadores audaces que protestan de que se sospeche de ellos cuando llevan en el bolsillo el objeto que acaban de robar. Quizás el amante más espiritual que ha habido en el mundo fue aquel cínico desvergonzado que convirtió en tálamo nupcial las plazas públicas de Atenas.
»De los agentes exteriores que nos rodean, el más molesto es la sociedad; y el arte de vivir consiste en conservar nuestra personalidad sin que la sociedad nos incomode. Hay quien vive en paz sometiéndose á las exigencias sociales, y hay quien vive en guerra resistiéndose á sufrirlas. Lo mejor es someterse en todo, menos en un punto importante, el que más nos interese. En vez de llevar un traje estrambótico y exponernos á que nos apedreen, debemos de ir á la moda, sin perjuicio de marcar nuestro desprecio hacia la indumentaria ridícula de nuestra época por medio de algún detalle caprichoso. Yo no veo inconveniente en que se vaya de levita y sombrero de alas anchas, ni en que se salga sin corbata un día que otro, ni en que se lleve al hombro, en lugar de gabán, unos pantalones.»
—Pero eso, ¿lo está usted leyendo ó inventándolo?—interrumpió Miranda, mientras el auditorio comentaba por lo bajo las alusiones de Pío Cid.
Aquel día Castejón había bebido más de la cuenta, y se había metido la corbata en el bolsillo para que no le fatigara el cuello; lo del sombrero y la levita cuadraba muy bien á Miranda, y del viejo Gaudente se contaba el lance de haber salido un día al paseo con unos pantalones al hombro. Y lo extraño es que Pío Cid había acertado por casualidad, puesto que las alusiones no eran inventadas, como al oirías habíamos creído, sino que venían escritas en el papel, el cual fué pasando de mano en mano, hasta que todos nos convencimos de que el autor no estaba divirtiéndose con nosotros y de que leía textualmente los conceptos allí consignados.
—«Estas pequeñas infracciones de la etiqueta—prosiguió Pío Cid—son á veces útiles. Cuando yo iba á la escuela me salí un día sin corbata, y por no volver pies atrás tuve una idea atrevida. Vi en medio de la calle una mata de maíz, arranqué de ella una hoja, y saqué de la hoja una tira, con la cual formé una corbata de lazo. Me la puse, sujetándola bien con el chaleco y la chaqueta, que era muy cerrada, y fui á clase y pasé el día felizmente, sin que nadie notara la superchería. Sólo á última hora un condiscípulo, que era el más tonto de la escuela y el hazmerreír de todos, se fijó en mi falsa corbata é hizo correr la voz para que se burlaran de mí los escolares. Y yo sufrí la burla, pero descubrí una verdad, muy valiosa en estos tiempos en que se cree que la sustancia del arte es la observación: la observación, como todo, puede ser buena ó mala, y hay observadores tontos y discretos; pues lo esencial no es observar, si no lo que se observa. De esta suerte, un hombre (ó un niño), que osa cometer una discreta extravagancia, da á entender que es fuerte y que se atreve á quebrantar los estatutos de la moda y aun los de la urbanidad, si á mano viene, y de paso lleva en sí una.piedra de toque para aquilatar á sus prójimos ó para descubrir verdades trascendentales. El carácter humano es como una balanza: en un platillo está la mesura, y en el otro la audacia. El mesurado tímido y el audaz indiscreto son balanzas con un brazo, trastos inútiles.
»La audacia se adquiere conociendo el mundo, y la discreción conociendo al hombre. Si me preguntáis cuál es el hombre más sabio, os diré: el que, viendo un mapamundi, ve en él con amplio espíritu un escenario donde se mueve la humanidad entera; y el abarcarlo todo de una ojeada no ha de estorbarle para conocer á fondo el espíritu de cada uno de los hombres con quien el azar le ponga en contacto.
»¡Hay que trabajar! Pero ¿en qué, cómo y para qué? El trabajo más productivo es el más libre; yo he trabajado bastante en mi vida, y nunca he trabajado más ni con más gusto que ahora, que no sólo trabajo con entera libertad, sino que ni siquiera me mueve el deseo de adquirir la riqueza. La propiedad, lejos de ser un estímulo, es la expresión de la fuerza que domina hoy con no menor suavidad que la de las armas. El arte de trabajar no tiene nada que ver con el de enriquecerse; el que aprende á trabajar ha aprendido á ser eternamente pobre; para ser rico hay que aprender á explotar á los que trabajan; para ser millonario hay que saber engañar á los explotadores.»
—Pues ahí le duele—interrumpí yo.—Hay que destruir este régimen abusivo por medio de leyes justas; por eso he sostenido en los artículos que tanto has maltratado que la caridad no basta, y que hay que transformarla en reparación social, en algo que no dependa de la dureza ó blandura de corazón de los que poseen.
«—Esa idea—me dijo—la has tomado de los autores positivistas, que son una plaga más temible que la langosta. Lo mismo da endulzar las amargaras de la miseria con una limosna anónima que con una pensión consignada en algún presupuesto. La limosna parece más denigrante, pero la pensión es una limosna fría, sin alma. Puesto en el extremo, yo preferiría mendigar por las calles á vivir encasillado en un asilo. Todas esas componendas son inútiles, porque en ellas se conserva la causa permanente del mal; más bello que dar es no tener nada que dar, cuando se posee sólo lo necesario para el día y se deja lo demás para que otro lo recoja.
»Mejor que la observación de la vida es la acción sobre la vida. La acción exterior y casi mecánica en las obras de arte, nos parece ya ridícula. ¿Qué importa lo que los hombres hagan si es lo mismo que ya se ha hecho mil veces? ¿Y qué importa observar si no cambia el objeto de la observación? Lo bello sería obrar sobre el espíritu de los hombres. Si hay gloria en matar, más glorioso es un microbio que el héroe triunfador en la batalla. Los héroes del porvenir triunfarán en secreto, dominando invisiblemente el espíritu y suscitando en cada espíritu un mundo ideal.
»Todos los hombres creen que hay que buscar los medios de sostener una familia antes de tenerla. Esto se llama prudencia y sensatez, y yo lo llamo necedad. Tú habrás pensado en casarte, y no te decides á hacerlo hasta que tengas recursos holgados con que atender á la que será tu esposa y á los que serán tus hijos. El centro de tu vida actual ese se porvenir desconocido, y mientras llega vives sin hacer cosa de provecho. Mejor sería que miraras el presente y que pensaras que un hombre debe vivir siempre como si no hubiese de cambiar jamás. El que se reserva el día de hoy para ser más el día de mañana, es tan cobarde como el soldado ó el general que aspira á ser héroe de la batalla decisiva, dejando que otros luchen y caigan en las pequeñas escaramuzas sin provecho y sin gloria; como si las escaramuzas no influyesen en el éxito final de las guerras. Vive, pues, hoy, sin reservarte para mañana, que tu valor te será recompensado; la fuerza que hoy gastes reaparecerá en ti mañana con creces; porque el espíritu del hombre ruin es cada día más pequeño, y el del hombre generoso cada día más grande. Tú vives solo y apenas tienes para vivir, cuando con lo que tienes podrían vivir contigo diez más. Vas á tardar varios años en constituir una familia, cuando podías constituirla ahora mismo sin quebraderos de cabeza. ¿Cómo? Uniéndote á una mujer del pueblo.
»La familia actual es un centro de guerra, que justifica los egoísmos más execrables de los individuos. Hay perfectos padres de familia que cometen á diario grandes barrabasadas sin remordimiento de conciencia, porque les disculpa el amor á sus hijos, el deseo de dejarles bien abrigados, á cubierto de las contingencias del porvenir, sin pensar que antes que al porvenir de sus propios hijos deberían atender al presente de los hijos ajenos. Contra esa inexpugnable fortaleza de la familia de sangre y de intereses, causa de nuestras luchas enconadas, hay que levantar otra fortaleza más alta: la de la familia de voluntad y de ideas.
»Deja que se acerquen á ti cuantos quieran acercarse y vive con ellos; y si no tienen educación te ha caído un trabajo, el de educarlos á tu gusto; y si te dan mal pago, como es de esperar, no te importe, porque sin querer te pagarán, dándote ocasión para que por ellos seas más hombre que eras antes. Ahora vives vida falsa, porque el centro de tu vida es el porvenir; te casarás con una mujer muy distinguida, y quizás pretenciosa, que te secará el poco jugo que te queda, y tendrás unos chiquillos que parecerán arrancados de un figurín. Yo os aseguro, y creedlo, que un hombre no posee verdadera energía espiritual sino cuando trabaja para remontarse á las cumbres más altas del pensamiento y descansa de sus tareas acostándose al lado de una mujer esencialmente proletaria. Si mediante un tan feliz concierto sale á luz un hijo bien dotado, puedes formar con él un verdadero hombre; le enseñas un oficio para que sepa ganarse el sustento con los brazos; le instruyes en ciencias y artes para que pueda aplicarse á diversas profesiones, y le aficionas á la filosofía, que da la superioridad intelectual.
»Mientras los hombres que creen ser listos reducen cada día más la familia y aumentan sin cesar las ganancias para que nada falte, tú, como más torpe, agrandas la familia y no te molestas en ganar más que lo preciso para vivir. Y al cabo de algún tiempo notarás que los listos se van achicando y que tú te vas agrandando, y que de las familias pequeñas, por falta de choque espiritual, no salen más que mentecatos instruidos; en tanto que de la tuya, aun siendo de gente pobre, que es la que se avendría á vivir del modo que voy diciendo, verás nacer la fuerza y la originalidad, que en vano buscan los hombres por el mundo.
»—Y si me muero—preguntarás,—¿qué será de esa familia sin recursos?
»—Si te mueres—te contesto,—diremos como en el juego: otro talla. Condúcete humanamente mientras vivas, y deja que otros, con el temor y el pretexto de lo que ocurrirá después de su muerte, continúen viviendo tan mal que los juzguemos indignos de haber nacido. Aunque no dejes recursos, dejas jirones de tu personalidad adheridos á cuantos cerca de ti vivieron, y dejas el ejemplo de tn vida, que es el único testamento que debe dejar un hombre honrado.
»Hay quien coloca el centro de la vida humana en el poder exterior, en la riqueza, en un bien convencional. Yo pongo el centro en el espíritu. ¿Qué soy? Nada. ¿Qué apetezco? Nada. ¿Qué represento? Nada. ¿Qué poseo? Nada. Ahora estoy en camino de ser un verdadero hombre, puesto que si existe mi personalidad sin buscar apoyo fuera de sí, es porque dentro tiene su fuerza.
»La personalidad se acentúa con el ejercicio. Al derrocharla en trabajos al parecer improductivos, se adquieren fuerzas para crear obras útiles. Y lo esencial no es la obra, sino que la máquina esté siempre expedita para funcionar. En una herrería lo importante es la fragua, porque sin ella, la herrería no existe; lo accidental es que de la herrería salgan trébedes, tenazas, badilas, rejas de arado ó instrumentos de varias aplicaciones. Así, en el hombre lo de menos es seguir estos ó aquellos estudios, dedicarse á esta ó aquella profesión; lo de más es ser hombre, y para serlo hay que tener encendida la fragua.
»¿Cómo se consigue esto? Muy fácil: dándole al fuelle. La fragua del hombre está en el cerebro, y el fuelle es la palabra. El cerebro es un antro desconocido; pero la palabra depende de nuestra voluntad, y por medio de la palabra podemos influir en nuestro cerebro. La transformación de la humanidad se opera mediante invenciones intelectuales, que más tarde se convierten en hechos reales. Se inicia una nueva idea, y esta idea, que al principio pugna con la realidad, comienza á florecer y á fructificar y á crear un nuevo concepto de la vida. Y al cabo de algún tiempo la idea está humanizada, triunfa, impera y destruye de rechazo la que le precedió. También el hombre se transforma á sí mismo expresando en alta voz ideas, que al principio son conceptos puramente intelectuales, y luego, por reflexión, se convierten en pauta de la vida; porque la realización material de una idea exige la previa realización ideal. Cuando no se tienen ideas, la palabra es inútil y aun nociva. Si la fragua está apagada, ¿qué se consigue con darle al fuelle? Enfriar más los carbones. De aquí la conveniencia del silencio pitagórico, precursor de la idea é indicio de preñez espiritual. Quienquiera que, teniendo el cerebro vacío, hable sólo para aturdir á los que le escuchan, debe callar en el acto. El hablar maquinalmente revela temor en la inteligencia; es como el canto con que disfraza su cobardía el pusilánime cuando pasa por un sitio que le inspira miedo. En cambio, la palabra que anuncia una idea es útilísima, porque es el primer paso para realizarla. Al principio nos parece la idea imposible ó absurda; después de anunciada nos va pareciendo posible y natural, aunque superior á nuestras fuerzas; por último, nuestras fuerzas se excitan, se ponen á la altura del propósito, y á veces lo superan. Una arenga impetuosa decide el triunfo en una batalla. Una palabra empeñada lleva á un hombre á acometer empresas superiores á sus propios intentos. Un hombre tenaz, animado por una^ idea claramente concebida y expresada, triunfa siempre, aunque luche contra él la sociedad entera. No sólo el hombre, hasta los animales se dejan influir por la acción sugestiva de la palabra; por esto la cualidad esencial de un carretero es tener buenos pulmones.
»La mayoría de los hombres son comparables á un viajero tonto, que emprende un largo viaje llevando todo lo necesario, excepto espíritu para ver las cosas. Todos procuran ser algo, y casi todos se olvidan de ser. Por lo cual, entre tantos hombres clasificados ó clasificables como existen sobre la superficie del globo, no es fácil hallar un hombre verdadero. Aunque en vez de una linterna llevásemos una lámpara incandescente, no adelantaríamos hoy más que adelantó Diógenes en su tiempo, porque conforme va aumentando la potencia de la luz artificial va disminuyendo la humanidad del género humano.
»Hay, pues, que ser hombre ante todo, dejando para después los estudios y trabajos que nos entretienen ó nos dan el pan de cada día. Y la calidad del hombre se ha de conocer, no en simples palabras, sino en hechos, en la comprensión total de la vida. He aquí un hecho usual, que puede servirnos de medio de prueba: ¿Qué hombre no ha hallado alguna vez á una mujer caída en el vicio? Este hallazgo vulgar inspira varios pensamientos, en los cuales cada hombre da la medida de su humanidad. La mayor parte no piensa más que en aprovecharse de la desgracia para satisfacer su sensualidad; éstos son hombres apagados, mejor dicho, son bestias. En otros más intelectuales, la mensualidad queda dominada por la curiosidad; el médico ve allí un caso patológico; el literato, un caso novelesco ó dramático; el pintor, un caso pictórico, y así por el estilo mil casos ó asuntos, según los diversos puntos de vista. ¿Cuánto más noble no es el que siente piedad y ama á la mujer caída, y por el amor la regenera y la redime? El que mira con amor al desvalido, es más humano que el que le estudia sin amarle. Pero se puede hacer por esa mujer caída algo más que redimirla por el amor: se puede subir aún más alto…»
Pío Cid dobló el papel y lo dió á Moro, diciéndole:
—Guarde usted eso, y si le parece que sirve publíquelo en la revista nonata.
—Pero ¿ha concluido usted ya?—preguntó Moro.
—Sí, ya he concluido; y el papel, aunque era grande, se concluyó también al llegar ahí.
—Pues falta precisamente lo esencial—dijo Moro—porque yo le confieso á usted que no sé qué se pueda hacer más por una mujer mala que amarla y rehabilitarla á los ojos del mundo.
—Se puede hacer más—contestó Pío Cid;—pero esto no está en mi mano declararlo, porque, si lo declarara, les habría descubierto á ustedes la ley primitiva y perenne de la creación.
—¿Y qué mal habría en ello?—preguntó Moro mirando á Pío Cid, como si dudase de que éste hablara en serio ó se hallara en su cabal juicio.
—Ya ha oído usted—contestó Pío Cid—que para mí el carácter humano está constituido por el equilibrio de dos fuerzas antagónicas: la mesura y la audacia. Yo he tenido ó creo haber tenido (que para el caso es igual) la audacia de concebir una ley nueva, que, más que ley, es aspiración permanente del universo; y como sé que todos los inventores lo pasan muy mal y yo no estoy por que nadie me fastidie, quiero demostrar mi mesura reservándome el secreto. Así conseguiré ser un inventor feliz, especie nueva en la historia humana.
—Dispense usted que le diga—arguyó Miranda algo amoscado, porque creía que Pío Cid hablaba en tono zumbón—que por el sistema de usted todos podemos ser grandes inventores. Basta decir que hemos descubierto un nuevo planeta, pero que nos reservamos fijar el punto del espacio en que se halla.
—Yo he descubierto más que todo eso—contestó Pío Cid,—porque he descubierto que no hay tales planetas, ni tales satélites, ni tales cometas, ni astro alguno en el espacio, y en su día lo de~ mostraré. Cuando yo digo que me reservo el secreto de mi descubrimiento, debo decir que aplazo la revelación para después de mi muerte. Si después de muerto se demuestra que desgraciadamente me había equivocado, la demostración llega tarde, y yo me he ido al otro mundo con mi ilusión en el cuerpo; y si, al contrario, mi invención es verdadera, la envidia no puede ya tocarme. Yo desprecio la gloria; utilidad no la busco, ni mi invento es útil, que si lo fuera lo descubriría en el acto, porque entonces no tendría importancia mayor. Así, pues, no hay razón ninguna que me aconseje romper mi silencio, y les ruego á ustedes que tengan espera y suspendan su juicio hasta después de mi muerte, que poco ha de tardar.
—Entonces—dijo Moro—¿hará usted esa revelación en su testamento?
—Pienso morir intestado—contestó Pío Cid.—La dejaré en una tragedia que tengo ya escrita, y cuya acción se desarrolla precisamente aquí, en la Alhambra.
—¿Y cómo se titula esa tragedia?—preguntó Ceres, que no concebía nada sin título.
—No se titula de ningún modo—contestó Pío Cid.—Interinamente la pueden ustedes llamar Tragedia, pues en realidad no es una tragedia particular, sino la tragedia invariable de la vida.
—Hombre, nos ha excitado usted la curiosidad de tal modo—dijo Gaudente el viejo tomando un vaso de agua con azucarillo,—que vamos, sin quererle á usted mal, á desear que se muera pronto.
—Yo me moriré cuando quiera—dijo Pío Cid,—y aun soy capaz de aligerar á morirme por dar gusto á ustedes.
—Eso no—dijo Raudo;—por ahora nos contentamos con leer su artículo, que tiene bastante miga. Es una medicina que hay que tomar á pequeñas dosis.
—Pues para mí es como agua destilada—replicó Castejón.
Después de la lectura de Pío Cid y de los comentarios á que dió lugar, hubo aún tiempo para que leyera Miranda su linda y breve novela La cáscara amarga, cuadro primoroso de costumbres del Albaicín, y Castejón el capítulo primero de la leyenda árabe que tenía entre manos desde hacía mucho tiempo. Con lo cual se hizo de noche, y acordamos subir á merendar á un ventorro de la Alhambra, donde Moro, que además de poeta era gran guitarrista, nos hizo pasar un rato delicioso oyéndole rasguear unos jaleos de su invención. La literatura y la música nos abrieron el apetito de par en par, y bien pronto estuvimos todos de acuerdo para declarar que nuestros trabajos juntos no valían lo que la pescada en blanco y el jamón con tomate con que no regaló el pico el amable ventorrillero. Hubo derroche de líquidos, discursos y su poquito de cante, y acaso nos hubiera amanecido si no estuviera ya resuelto nuestro viaje. El viejo Gaudente se achispó é hizo consideraciones muy sentidas acerca de la brevedad de nuestra vida y de la conveniencia de aprovechar el tiempo para divertirse cuanto buenamente se pueda.
—Yo no soy aficionado á filosofías—concluyó dirigiéndose á Pío Cid,—y no me he hecho cargo de lo que usted nos ha leído; pero creo que cuando un hombre aprende á pasar ratos tan agradables como éste de hoy, ha aprendido cuanto necesita para vivir, y todo lo demás le sobra. Su receta será buena; pero este vinillo blanco es mejor. Brindo, pues, por el dios Baco y por su distinguida esposa la diosa Alegría, en cuyo seno se olvida uno de todas las ciencias y de todas las artes inútiles inventadas por los tontos.
Fué tal el brío con que quiso apurar la copa, que le saltó el botón del cuello de la camisa, y como el cuello era postizo, se le quedó suelto por gola, dando al alegre viejo un aire cómico que nos hizo reír á carcajadas.
Pío Cid tomó pie de ello para pronunciar una tremenda filípica contra los puños y cuellos postizos, que, en su opinión, eran la expresión más ridícula que cabe concebir de la triste instabilidad de las cosas humanas.
—Ese botón que se ha roto—añadió—es como la alegría invocada por el amigo Gaudente. Si pudiéramos ir sin botones, y aun sin camisas, yo sería el primero que me pondría en cueros vivos; pero un botón que se rompe nos obliga á buscar otro, y lo mejor es usarlos de metal duro para que no se rompan jamás. ¿De qué sirve romper la triste monotonía de la vida con una alegre borrachera, si á poco hemos de volver á la monotonía, quedándonos sólo el amargor de boca del pequeño abuso que cometimos? Esas alegrías, postizas como los cuellos, á mí no me satisfacen. Busquemos la alegría en lo hondo y en lo íntimo de nuestro espíritu, y si llegamos á hallarla nos parecerán despreciables esos breves aturdimientos con que antes distraíamos nuestra tristeza. Ya sé que el hombre aturdido, que se ríe de todas las cosas, es más simpático que el grave predicador, el cual muy fácilmente se lleva los títulos de pedante y burro. Yo he pasado con vosotros uno de los días más alegres de mi vida; pero mi alegría no proviene del beber, porque no he bebido; ni del comer, porque apenas he comido, bien que por el olor comprendiera que el amo de este castillo no es rana; si voy á decir la verdad no he comido más que aceitunas, que me gustan al perder desde pequeño; y aun os he de declarar que este plato, andaluz por esencia, por ser nuestro suelo el más olivífero del mundo, es mi plato favorito, y os lo recomiendo porque desarrolla la energía cerebral con caracteres originales. Los grandes filósofos griegos fueron devotos de la aceituna. La cultura griega debe más al olivo que á ningún otro árbol ó planta; y la nación más apta hoy para ejercer en el mundo la supremacía ideal es España, por ser la nación que produce mayor cantidad de aceite. Pero dejando á un lado estos perfiles, os aseguro que hoy he estado yo alegre, y que mi alegría no viene de excesos que no he cometido, sino de una complacencia puramente espiritual. Ya sabéis que amo el aire sano y la luz natural, el agua cristalina y el arte puro. Para mí, la verdadera civilización es la que florece en medio de la Naturaleza. Si hubierais estado en un salón de sesiones, con un presidente que os diera y os quitara la palabra á campanillazos, hubierais visto cuán pronto escurría yo el bulto; mientras que en una asamblea acéfala, y bajo la bóveda del cielo, me figuraba que no éramos cultivadores artificiosos de las letras, sino más bien como un grupo de braceros del campo que suspende sus faenas un momento y se pone á la redonda para fumar un cigarrillo. Si tuvierais paciencia para seguir muchos años estas saludables prácticas, veríais surgir verdaderos portentos; porque el arte original nace siempre al aire libre, cuando el hombre se remonta al ideal, sin separar los pies del terruño, ni los ojos de la contemplación de las bellezas naturales.
Este breve discurso mereció la aprobación del auditorio y fué la señal de la dispersión. Todos quisieron despedirnos, y jautos bajamos por las cuestas de la Alhambra en grupos. Yo vine todo el camino con Miranda comunicándonos nuestras impresiones.
—Si quieres que te diga mi verdadera opinión—me dijo,—Pío Cid me ha parecido un hombre extravagante. No es un tipo vulgar, pero tampoco es lo que tú nos habías anunciado. Mucho más valen los versos de Moro y el relato de Antón, que la sarta de incoherencias que él nos ha enjaretado en su Ecce homo.
—No es posible comparar una cosa con otra—repliqué yo.—Lo que han leído Moro y Sauce son trabajos literarios, á los que ya está hecho nuestro paladar, y lo que ha leído Pío Cid es cosa nueva, que no es ciencia ni arte.
—Pues ¿qué es entonces?—me preguntó Miranda.
—Es una creación—le contesté.—Es incoherente como una receta, en la que un médico combina diversas sustancias que nada tienen que ver las unas con las otras; pero si la receta cura, ¿qué más se puede apetecer?
—¿Y tú crees que la receta de Pío Cid puede reconstituir el carácter y robustecer la voluntad, ni que haya quien pueda seguir los consejos de la receta?…
—Si no hay muchos que los sigan, habrá alguno; y basta para el caso que uno los siga y los demás aprendan á tener amplitud de criterio para comprenderle y no censurarle. Lo que á primera vista parece extravagancia, puede muy bien ser como el sabor desagradable de ciertos medicamentos; quizás después de varias lecturas desaparezca el mal sabor, y entonces, asimiladas ya las ideas, serán como el espigón de una estatua que se nos ha metido dentro del cuerpo. Yo creo que Pío Cid conoce el espíritu del hombre; que así como un mecánico monta y desmonta una máquina, cuyo mecanismo es para los profanos incomprensible, así él manipula en el espíritu humano y lo transforma.
—Pero si eso fuera cierto, Pío Cid sería un hombre distinto de los demás.
—Todos los hombres son iguales, y los que descubren algo nuevo son tan hombres como los otros. Tienen cierta superioridad momentánea hasta tanto que el invento se divulga y caemos en la cuenta de que la idea misteriosa es como el huevo de Colón. Desde que el mundo es mundo ha habido hombres que han influido sobre el espíritu de otros hombres; lo han hecho á ciegas, tanteando, á la manera de los pedagogos. Figúrate que se logra descomponer el alma del hombre, como se descompone la luz en el prisma, y descubrir la variedad de fuerzas que la constituyen, y combinar estas fuerzas para producir estados originales. Conocida la ley fundamental de la creación, ¿quién sabe adonde podrían llegar las consecuencias?
—¿Y es ese el invento de tu amigo?—me preguntó Miranda.
—No es ése—le contesté yo.—Hablo por hablar, pues no estoy más enterado que tú. Y casi creería que no hay tal invento, y que Pío Cid es un humorista serio, que ha tomado el mundo por vaina. Pero, aunque así fuera, él hace cosas que no es capaz de hacerlas nadie.
Después de pasar un rato con mi familia, volví á reunirme con mis amigos en la Puerta Real cuando ya iba á salir la diligencia. Nos acomodamos Pío Cid y yo en la berlina, y con sendos apretones de mano nos despedimos de nuestros ilustres compañeros, ofreciéndoles volver al año próximo. Así terminó la notable jornada, de la que aún conservo vivísimo el recuerdo; pues aunque son muchas las que he pasado alegremente en la grata sociedad de estos buenos amigos, ninguna fué tan bien aprovechada como la de este día, la cual influyó, además, en el rumbo de mi vida del modo que verá el que leyere.
Nada de particular nos ocurrió durante el viaje. Yo no tenía sueño, y quise entablar conversación con Pío Cid, pero éste me dijo que una de las condiciones del trabajo intelectual, que por olvido no había consignado en su receta, era dormir ocho ó diez horas de un tirón todas las noches, sin lo cual el cerebro no se limpia bien de sus impurezas, y funciona con lentitud y pesadez. Esto era lo mismo que decirme que le dejara en paz, y así lo hice. Tampoco pude pegar la hebra con el mayoral, porque éste era hombre de pocas palabras. Era tuerto y de genio áspero, y, según las ideas de Pío Cid, podía ser considerado como un silencioso activo; sólo despegaba los labios para chupar, y más que para chupar para morder y mascar la negra tagarnina que llevaba constantemente en la boca; pero no dejó en paz un momento el látigo, que tampoco producía gran efecto, pues en particular las mulas de lanza lo recibían sobre las costillas como un suave pasamano. En resumen, íbamos igual ó mejor que en un tren expreso. No volcamos, ni salieron á robarnos, ni nos sucedió nada de lo que cuentan ciertos viajeros mentirosos. El mayoral y sus mulas, influidos por las ideas de progreso de nuestra época, funcionaban con la misma regularidad que una locomotora, y por añadidura no había miedo de que descarriláramos.
En Jaén fuimos á parar á casa de una amiga mía, que vivía en la calle Maestra, y se nos fué el tiempo tan sin sentir que me faltó para dar un vistazo á la catedral, y tuve que dejarlo para otra ocasión, contentándome con ver la fachada. En cuanto á Pío Cid, creo que con la fachada tendría bastante para figurarse cómo era la iglesia por dentro, á juzgar por un rasgo sorprendente que tuvo aquel mismo día, cuando salimos de Jaén con dirección á Espelúy, donde debíamos tomar el correo de Andalucía para Madrid. Hacía calor, y para ir más ventilados nos metimos en un coche de tercera, de compartimientos corridos. Pío Cid, sentado frente á mí, leyó en el testero del coche el letrero que decía: «40 asientos», y me hizo notar que habían raspado la i, la e y la t, y habían dejado: «40 asnos».
—¿Ahora te enteras de eso?—le dije yo.—Desde que hay ferrocarriles en España, todos los coches llevan la marca de los 40 asnos. Esa es la protesta nacional contra el mal servicio que tenemos, y quién sabe si será también una queja contra el sistema moderno de viajar, que parece más propio de bestias que de hombres.
—Pues á mí me coge de nuevas—me contestó;—mira qué atrasado estoy de noticias.
En esto entró en el coche, y se sentó de espaldas en el extremo opuesto, una mujer que, vista por detrás, tenía el aire de buena moza. Era alta, fornida y ancha de hombros; la cabeza bastante gorda, con abundante cabello negro, y las orejas muy bonitas; llevaba un pañuelo negro, de seda, caído sobre los hombros; pendientes de corales, y una peineta grande de concha. Yo me quedé mirándola un buen rato, y Pío Cid me preguntó que qué miraba.
—Es una mujer que ha entrado. No le he visto la cara, pero tiene mucho trapío, y por detrás da gran golpe.
—Voy á ver—dijo Pío Cid, volviéndose para mirar. Y al punto añadió:—Es mejor la cruz que la cara. Tiene los ojos juntos, el entrecejo cerrado, la boca grande y su poquito de bigote.
—Pero ¿le has visto la cara?
—No hace falta. ¿No hay quien reconstituye un animal por un hueso? Pues dame una oreja, y te reconstituyo una fisonomía.
—Lo que es ésa no pasa. No tan calvos que se nos vean los sesos.
—Suponte—me dijo—que te enseño dos duros por la cruz, y tú, sin necesidad de fijarte, me dices: éste es isabelino y éste es alfonsino. ¿Cómo sabes esto, si no has visto los bustos de Alfonso y de Isabel? ¿Si no has leído tampoco las inscripciones? Lo sabes porque los escudos son diferentes, y has adquirido el hábito de asociar tal busto á tal escudo. Del mismo modo puedes acostumbrarte á asociar los diversos rasgos fisonómicos. Esto requiere mucha experiencia, porque las combinaciones son infinitas; pero como posible, es posible: no tengas la menor duda.
Largo tiempo duró mi incertidumbre, porque la mujer de la cabeza gorda no dejaba ver la cara, bien que su reservada actitud fuera ya indicio de que no tenía grandes atractivos que mostrar; al fin bajó del tren en la estación de Menjíbar, y con asombro vi que era tal como Pío Cid me la había descrito: cejijunta, bigotuda y de aspecto agrio, como de persona que padece del estómago ó del hígado. No paró el incidente aquí, pues, excitada mi curiosidad, quise que mi amigo me explicase cómo adivinaba las fisonomías, y él me dió la primera lección de este arte extraño, y para mí desconocido hasta de nombre. No recuerdo ahora lo que me dijo; sólo tengo idea de que habló de las diversas razas que han habitado nuestra península á partir de los trogloditas, precursores de iberos y celtas, y de los caracteres plásticos de cada una, sola ó en las diversas combinaciones á que pueden dar lugar. Así, de la mujer cabezuda me aseguró que era una amalgama, triple, irregular y poco fecunda, y que, descompuesta en diez partes, daría el resultado: 10 = 1T + 7R + 2M. Es decir, que tenía una unidad raíz, base túrdula; siete románicas, que daban carácter á la mezcla, y dos moriscas, apenas indicadas en los ojos. Esto, dicho por mí, quizás no tenga gracia, pero en la forma en que Pío Cid me lo explicó, sería más gracioso y entretenido que la más chispeante comedia.
Llegamos á Espelúy, y encontramos atestados de gente todos los coches de segunda, que era la clase en que nosotros viajábamos. Yo pensé pedir suplemento, pero Pío Cid se había quedado sin un real y no quería que yo pagase por él. Sin embargo, nos salió la misma cuenta, porque á última hora, por falta de asientos, un revisor, que me conocía, nos colocó, sin pagar más, en un coche de primera, donde iban sólo dos viajeros. Apenas nos sentamos se puso el tren en marcha, y entonces me fijé en nuestros compañeros de viaje. Eran un hombre y una mujer; el hombre estaba tumbado á la larga frente á mí, y dormía con la cara tapada con un pañuelo; la mujer estaba sentada en un rincón frente á Pío Cid, y era joven y muy simpática. Vestía como una señora, pero su tipo era más bien popular; era alta y delgada, pero no enjuta, pues tenía muy buena pechera, y la manga ajustada (aun no había venido la funesta moda de las mangas en forma de jamón), acusaba unos molleros muy bien hechos. Llevaba un traje claro, sencillo, y una manteletilla roja suelta sobre los hombros. Los ojos negros, vivos; las cejas muy arqueadas, la nariz graciosa, un poco gruesecilla, y la boca fresca y risueña. Era bella y arrogante, pero lo más singular de su persona era el peinado, de raya partida; el cabello negro, ondulante, caía en dos pabellones, tapando casi las orejas, y luego se recogía por detrás en cordón para formar una especie de rodete de estilo bizantino, y del centro del rodete salía, á modo de plumero, un mechón de pelo rizado. Era un peinado original; transición del bizantino al griego, con añadiduras fantásticas, y un poco churriguerescas, pero que revelaban cierta independencia de carácter y gusto en aquella joven interesante. Pío Cid la miraba con el descaro fraternal con que solía mirar á todas las mujeres, y por último le dijo:
—Usted me dispensará la libertad que me tomo, pero tiene usted un tiznoncillo en la cara…
—Da pena viajar en estos trenes—dijo la joven con voz armoniosa, sacando del bolsillo un pañuelo para limpiarse.
—Más acá…, más allá—decía Pío Cid, sin apartar los ojos del pañuelo; y por último:—Ya está bien.
—Gracias—dijo la joven inclinando levemente la cabeza.
Yo hacía esfuerzos para no reírme de la ocurrencia de Pío Cid, y me figuré que era sólo un pretexto para entrar en conversación con la guapa viajera. Pero al verle quedarse ensimismado, le pregunté en voz baja:
—¿Para qué le has dado esa broma?
—Era para ver el pañuelo—me contestó,—y para saber, si era posible saberlo por la marca, el nombre de la joven, á la cual al punto he querido reconocer… Ahora estoy seguro. Esta es Mercedes, la hija del ciego Juan de la Cruz.
Dijo Pío Cid estas palabras con impasibilidad absoluta, y yo las escuché con tanta sorpresa y emoción, que me corrió un escalofrío por todo el cuerpo. Era la primera vez en mi vida que veía enlazarse el arte con la realidad, y al saber que aquélla era la hija de Juanico el ciego, reapareció ante mis ojos el cuadro de dolor y miseria trazado por Antón del Sauce, y vi en Mercedes una mujer distinta de la que antes había visto, cuya belleza no me inspiraba ahora simpatía, sino más bien lástima. Examiné con detenimiento al hombre que iba acostado, y aunque no se le veía la cara, me produjo un sentimiento inexplicable de aversión: era algo obeso, y el vientre, que descansaba sobre el asiento, se le movía con el traqueteo del tren. Sus manos, finas y ensortijadas, daban á entender que era hombre todavía joven.
No tardó en despertar el viajero, y al incorporarse me saludó con cierto embarazo, como no sabiendo si debía hacerse el desconocido ó si hablarme con confianza. Era aquel joven antiguo compañero mío de estudios; pero sólo habíamos estudiado juntos un año, porque él se rezagó, y desde hacía ocho ó diez no nos habíamos vuelto á hablar, aunque en Madrid nos veíamos con frecuencia en los teatros. Era granadino y se llamaba Juanito Olivares, y no sé con fijeza si terminaría al fin los estudios de Derecho, porque bien que se matriculara siempre, rara vez se examinaba. Pero aunque los hubiese terminado, él no vivía de su carrera ni de ninguna profesión conocida, y en Madrid le teníamos todos los paisanos por una mala persona. Era jugador y andaba siempre metido con la gente del trueno, que pasa la vida en continua francachela, unos días derrochando á lo príncipe, y otros dando sablazos á diestro y siniestro. Tenía también fama de Tenorio, pero Tenorio achulado, puesto que siempre andaba entre mujeres de mal vivir, y aun se decía que las explotaba. Sentí, naturalmente, deseo de saber cómo y por qué caminos había sacado á la hija del ciego del poder de su viejo protector, el montañés Estirado, y al contestar á su saludo, lo hice con amabilidad y llaneza, diciéndole:
—Duda usted, quizás, si soy ó no soy un antiguo condiscípulo. Yo le he reconocido á usted al momento; usted es mi compañero de Derecho canónico, Juan Olivares, y me alegro de que hagamos juntos el viaje á Madrid.
—Yo también le he conocido á usted—me contestó,—y al contrario, estaba en duda de que usted me recordase después de tantos años. Ya veo que es usted buen fisonomista. ¿Ha venido usted por Jaén para evitarse el calor…?
—En efecto, he venido en la diligencia con este amigo y paisano…, D. Pío Cid—añadí, presentándole.
—Tanto gusto en conocerle—dijo Olivares.—He leído su nombre en los periódicos… Suponga que usted será el diputado electo por Aldamar… Yo tengo parientes en el distrito, y aunque hace años falto de Granada, leo siempre algo de lo que pasa en nuestra tierra.
—Entonces no viene usted ahora de Granada—preguntó Pío Cid, asintiendo á las palabras de Olivares.
—No, señor—contestó éste;—vengo de Sevilla, donde he pasado una temporada. Y luego añadió, dirigiéndose á su compañera de viaje:
—Mercedes, estos señores son paisanos y amigos; vamos, como quien dice, en familia.
—¿Es también granadina?—pregunté yo, señalando con el gesto á Mercedes, por no calificarla de ningún modo.—Yo conozco allí á todo el mundo, y juraría no haberla visto nunca…
—Es de Málaga—dijo Olivares.—Este es el primer viaje que hace á Madrid.
—Va usted á dejar bien puesto el pabellón de Andalucía—le dije á la joven, que nos miraba algo inquieta, desde que al oírnos hablar comprendió lo falso de la situación en que á nuestros ojos se encontraba.
—La verdad es—dijo Olivares—que nosotros los andaluces somos la gente más descastada del mundo. Hace años que vivo yo en Madrid, y ustedes también, sin duda, y no nos hemos visto nunca, ó nos hemos visto como si no nos conociéramos. Esto no es cosa de nosotros solos, sino de todos los paisanos. No tenemos ningún centro donde reunimos, ni queremos ayudarnos, ni siquiera tratarnos. Así es tan difícil que hagamos carrera, y se ve todos los días que muchachos muy aventajados, que con algún apoyo subirían á los primeros puestos, tienen que huir de Madrid con el rabo entre las piernas, para que al llegar á sus provincias les digan que no valen un pitoche y que si no se han abierto camino es porque en la corte se hila muy delgado, y muchos que en provincias parecen algo, aquí se quedan en nada. Ya ven ustedes, cuando el alma me duele á mí de ver cómo ponen por las nubes á muchos zanguangos que en sus pueblos no servirían ni para limpiar botas. El busilis es la protección y el bombo, y eso es lo que nosotros no entendemos todavía, y por eso nos dejamos apabullar.
—Estamos conformes—agregué yo;—pero el mal no tiene remedio, porque á nosotros nos falta espíritu de fraternidad, y sin él, lo más derecho es que cada uno trabaje por su cuenta, y ya que no ayude, que tampoco haga daño á los otros. Ya he pensado yo en que varios amigos fundáramos en Madrid un Centro andaluz; pero luego desistí de mi idea, porque vi que me iba á costar muchos disgustos y quizás salir entrampado, si daba la cara, aunque no fuera más que para los primeros gastos.
—Para sostener un Centro en Madrid hay que permitir el juego—dijo Olivares.—Todos los círculos echan mano de ese recurso, porque más da una mesa que doscientos socios. Si no fuera por eso, ¿creen ustedes que habría en Madrid un círculo para un remedio?
—Claro que no—asentí, no queriendo contradecir al pícaro de Olivares.—Y según la máxima[2] que se atribuye á los jesuítas, de que el fin justifica los medios, yo permitiría jugar á los prohibidos si así se lograba sostener una sociedad útil para el progreso del país.
—Para mí, la nación ideal es Monaco—sentenció Olivares.—Ahí tiene usted una nación donde no hay cobradores de contribuciones; el juego da para todo, el arte prospera, y milagro es el año que no se estrenan obras de mérito, hasta óperas, para que nada falte.
—Lo único malo que encuentro—dije yo,—es que ocurran tantos suicidios…
—Se exagera mucho—replicó Olivares,—y además, alguna vez tiene uno que morirse, porque no somos eternos. Entre morirse de viejo apestando al prójimo, ó suprimirse de un pistoletazo después de sacarle á la vida todo el jugo posible, ¿qué le parece á usted?… Yo, por mí, les aseguro que no llegaré á oler á rancio.
—Cada cual entiende la vida á su modo—dijo Pío Cid,—y nadie la entiende bien.
—Ahora ha dicho usted una verdad como un templo—dijo Olivares.—Lo mejor es dejar que cada uno viva como quiera y que se mate, si ese es su gusto, cuando le venga la contraria. Con prohibir las cosas nada se sale ganando, porque lo que no se hace á ojos vistas se hace de ocultis, y es peor lo roto que lo descosido.
No he de aburrir al lector relatando lo mucho y malo que se habló durante el viaje. Pío Cid habló poco, y Mercedes nada. Olivares y yo hicimos el gasto, y sin darnos cuenta pusimos la moral hecha una lástima. Olivares era muy listo y á ratos ocurrente, y daba pena verle tan desatinado y tan sin compostura. Con él no valían predicaciones, porque todas se las sabía de memoria, y al minuto de oirle se comprendía que su desquiciamiento moral era incurable. Sus ideas era tan lógicas desde su punto de vista, que para combatirlas había que remontarse á los fundamentos de la filosofía y demostrar que Dios existe, y que existen también el deber y la justicia, y una porción de cosas que para Olivares eran música celestial. Yo no me hallé con fuerzas aquel día para meterme en estas honduras, y hube de seguir la corriente para intimar con aquel simpático tunante y ver si podía meter las narices en el embrollo de sus relaciones con la bella Mercedes. Mi deseo debía ser el mismo de Olivares, porque nos dió su tarjeta y nos ofreció su casa, y mostró gran empeño en que fuéramos á visitarle, y su empeño fué mayor con Pío Cid que conmigo, porque creería ver en él más materia explotable. Este detalle y otros muchos me fueron convenciendo de que Mercedes iba á Madrid á hacer el Cristo en manos de su desalmado amante. A ratos pensaba que quizá la hija del ciego estaría ya completamente hundida en el vicio cuando Olivares la cogió por su cuenta; pero me hacía dudar el aire modoso y serio de la joven y el disgusto que manifestaba cuando Olivares nos hablaba sin miramientos de los encantos de la vida alegre, libre de trabas y de compromisos. Bien podía ser que Mercedes se hubiera enamorado y dejado engañar, porque mi paisano era hombre de mucha labia y de agradable figura; aunque era demasiado grueso no tenía el aire pesado y mochilón; al contrario: las carnes le daban aspecto de caballero rico; como iba completamente afeitado, representaba menos años que tenía (que debían ser alrededor de los treinta), y en su tipo había algo de cura, de cómico y de torero; las facciones correctas, aunque vulgares, y el pelo castaño, tirando á rubio, cortado á estilo flamenco, de ese que llaman pan y toros; en suma, una estampa fina y rumbosa, muy á propósito para hacer honda mella en el corazón de una mujer de poca experiencia, que no comprendiese lo podrido que estaba por dentro aquel galán tan vistoso.
En Alcázar bajamos del tren Olivares y yo para tomar unas copas; Mercedes no quiso acompañarnos, y Pío Cid pretextó que no le gustaba beber, para quedarse á solas con ella y hablarle y saber algo por donde orientarse acerca del estado de ánimo de la jóven.
—Ya habrá usted visto—le dijo apenas se quedaron solos—cómo me he apresurado á aceptar el ofrecimiento de su amigo de usted, al que pienso corresponder yendo á visitarle con frecuencia; pero mi interés no es por él, es por usted…
—¿Por mí?—preguntó Mercedes, sin comprender adonde iba á parar aquella conversación tan bruscamente comenzada.
—Por usted—repitió Pío Cid.—Deseo hablar con usted de historias antiguas. Usted no me conoce; pero yo la conozco mucho y deseo ser su amigo.
—Yo no sé qué contestarle, ni comprendo cómo puede usted conocerme.
—Ahora no hay tiempo para entrar en explicaciones. Yo la he conocido á usted hace años y la he reconocido en cuanto la he visto, y usted sabrá las razones que tengo para interesarme por usted. No es curiosidad ni deseo de penetrar en las interioridades de su vida; es un deber que tengo de defender á usted si necesita defensa y de protegerla si necesita protección. Cuando hablemos despacio sabré si usted conoce su verdadera situación y si la acepta gustosa, pues en tal caso nada me quedaría que hacer; pero más bien creo que va usted engañada y que quizá agradezca hallar un amigo en Madrid, donde no conocerá á nadie…
—Siempre es bueno tener amigos, aunque sea en el infierno—contestó Mercedes entre confusa y amable.
—Pero hay amigos, y amigos, y los amigos de una mujer pueden llevar buenas y malas intenciones. Las mías son buenas, y si le hablo así es porque creo que otros las tienen malas. Yo la conozco á usted, ya se lo he dicho, y no comprendo que, á pesar de su mala estrella, haya caído tan bajo que se deje explotar por un mal vividor…
—¿Qué me dice usted?—preguntó Mercedes.
—Le digo lo que siento. Mi paisano Olivares es un perdido que va á Madrid á divertirse á costa de usted. No parece muy decente que yo aproveche estos minutos para herirle por la espalda, pero dice el refrán que el que roba á un ladrón tiene cien años de perdón, y no he de tener yo escrúpulos para trabajar por el bien de usted, cuando él no los habrá tenido para engañarla…
—Yo he nacido con mal sino…—dijo Mercedes, con voz triste y apagada.
—Contra el sino está la voluntad—repuso Pío Cid con energía.—Si usted no la tiene, la tengo yo. Y si usted no me agradece la intención me la agradecerá su padre, que, aunque tuvo también mal sino, fué siempre un hombre honrado. El pobre Juan de la Cruz no merece que su hija única le afrente de ese modo…
Estas palabras impresionaron vivamente á la joven y le hicieron comprender que quien le hablaba no era lo que ella al principio se había figurado.
Mercedes conocía sin duda á Juanito Olivares, y sabía ó presentía el papel que iba á representar en Madrid. Se hallaba ligada á él y resuelta á pasar por todo, y acaso se justificaba en sus adentros viéndose condenada por la fatalidad, que parecía ensañarse con ella como se había ensañado con su padre. Así, al oir á Pío Cid se quedó turbada, sin saber qué pensar de aquella inesperada simpatía y de aquella protección generosa que le brindaban. Al principio creyó que Pío Cid comenzaba á iniciarse como amigo; uno de los muchos amigos que en Madrid frecuentarían el trato de Olivares; luego se figuró que Pío Cid quería jugarle á éste una mala pasada, y pasó rápida por su mente la comparación entre ambos y la idea de abandonar al uno si el otro ofrecía una situación más decorosa; por último, oyó con extrañeza el apóstrofo duro y amenazador de Pío Cid, y se halló por completo desorientada. En cambio, Pío Cid había seguido atentamente todos estos movimientos, y sabía ya á qué atenerse, más aún, conocía á la joven como si la hubiera tratado toda la vida. Porque la atracción misteriosa que Pío Cid ejercía sobre todo el mundo sólo se explicaba por la rapidez con que penetraba en lo íntimo del espíritu de los demás. Cuatro palabras le bastaban para conocer á una persona y para descubrir el punto vulnerable y dominarla. Y en ninguna ocasión, ni cuando engañó á Martina y se la llevó á la casa de huéspedes como si fuera una niña de pocos años, estuvo tan diestro como al apoderarse del alma de Mercedes, quizás porque al fijarse en ella era más pura la intención que le animaba. El único escollo que temía era que la joven estuviera desmoralizada y subyugada por el atractivo de la vida que su amante comenzaba á darle á conocer; pero al ver cruzar por los ojos de Mercedes la idea de la traición, se convenció de que el dominio de Olivares era sólo material. La esclavitud sin amor es germen perpetuo de rebeldía, y Pío Cid pensó en el acto suscitar en la joven el deseo de libertad.
—Dispense usted la rudeza con que me he expresado—dijo después de una breve pausa.—Yo sé que usted no tiene la culpa de lo que le ocurre, porque sola, sin tener en el mundo nadie que se interesara por usted, ¿qué iba usted á hacer sino dejarse arrastrar adonde quisieran llevarla? Pero ahora varía la situación; si usted se halla á disgusto en la vida que lleva y se decide á abandonarla, cuente usted con un amigo, que soy yo, y con una casa, que es la mía… ¿Qué puede usted perder en el cambio? Nada. Si no le fuera á usted bien conmigo y con mi familia, es usted libre para hacer lo que más le agrade. El mayor mal que puede ocurrir le es el que ahora le está ocurriendo. Usted es muy bella y graciosa, y hallará siempre hombres á montones para vivir como vive. La desgracia de usted no ha sido dar los malos pasos que ha dado; ha sido caer en manos de un tronera, que quizás, después de sacarle á usted el jugo, la tire á la calle cuando ya no sirva usted para su especulación. Si al menos la quisiera á usted…, pero no lo creo. Hombres como Olivares, y mucho mejores, los encontrará usted en cualquiera parte á todas horas; pero una casa amiga no se encuentra fácilmente, y puesto que usted la ha encontrado no debe vacilar. Pruebe usted á ver si puede dominar ese mal sino que cree que la persigue… Yo le ayudaré.
—¿Tiene usted familia?—preguntó Mercedes.
—La tengo y numerosa, y esté usted segura de que será recibida en mi casa con la mejor voluntad. A usted quizás le extrañe esto, porque no es corriente que una joven desconocida entre en una casa si no es como criada ó institutriz, ó con algún cargo que justifique su presencia; en mi casa no hay servidumbre, y usted entraría como lo que es, como una huérfana, á la que se desea dirigir y educar; ese sería mi gusto y es también mi obligación, según verá usted cuando yo le explique las razones que tengo para hablarle como ahora le hablo. Pero ahora lo que interesa es que usted sepa donde vivo… No tengo tarjetas; lo pondré en esta misma—añadió, sacando la que le había dado Olivares y dándosela á Mercedes, después de escribir con lápiz su nombre y señas.
—¿Ha leído usted las señas de la casa donde voy á vivir?—preguntó Mercedes, mirando la tarjeta.
—Calle de Fuencarral, conozco la casa—contestó Pío Cid.
—¿Está muy lejos la calle de Villanueva?—volvió á preguntar Mercedes.
—Lo cerca ó lo lejos no importa. Usted no conoce Madrid, y lo que haría sería tomar un coche y dar la dirección al cochero. Yo iré á visitarla á usted; pero no está de más la precaución, porque pudiera convenirle á usted apresurar su escapatoria. Cuando un hombre como Olivares tiene casa puesta en Madrid, es seguro que no está solo, y quizás encuentre usted algo que no sea de su gusto.
—Dice que tiene un ama de gobierno paisana suya.
—Puede que sea así—asintió Pío Cid.—Pronto lo verá usted.
—Pero aunque yo quisiera romper…—dijo Mercedes.—¿Con qué cara me presentaría… teniendo usted familia?
—Si no estuviera mi familia por medio—replicó Pío Cid,—podría usted creer que iba á salir de Herodes para entrar en Pilatos… Yo no soy ningún vejestorio y usted es muy guapa, y si le propusiera vivir sola conmigo… Pero ahí están; cortemos la conversación.
Hasta Madrid, adonde llegamos al amanecer, seguimos Olivares y yo en vivo coloquio, como grandes amigotes. Pío Cid no habló más con él, porque le sería penoso fingir amistad ó confianza, después de la treta que acababa de jugarle. Mercedes siguió silenciosa, rumiando la idea de rebelión que Pío Cid le había metido en la cabeza. No hay nada que impresione á la mujer tanto como las verdades útiles y de sentido común; y Pío Cid, á vueltas de proyectos moralizadores, indicados sólo para justificar su intervención, había deslizado la idea esencial, la única que Mercedes podía comprender entonces: con Juanito iba á sacrificar todo lo que puede sacrificar una mujer y á sacar lo menos que puede sacar una mujer; aunque al plantar á Juanito tuviera que irse con otro hombre, más de lo perdido no podía perder, y en cambio podía salir gananciosa. Juanito le había gustado mucho los primeros días, y ya comenzaba á hacérsele empachoso. Mercedes no se explicaba el porqué, siendo como era una infeliz, á pesar de su aparente señorío y de su finura contrahecha; pero lo que sentía era el disgusto natural é instintivo que causa el egoísmo descarado, que no oculta sus bajas intenciones. Juanito estaba acostumbrado á manejar mujeres completamente perdidas, y había tomado á Mercedes por una de tantas, y acaso en una de tantas la hubiera convertido en poco tiempo si Pío Cid no se le hubiera atravesado en el camino. Nuestro encuentro fué providencial, y más que suceso verídico parecerá á muchos combinación novelesca, no sólo por la perspicacia que demostró Pío Cid al reconocer á Mercedes, sino por la circunstancia singular de estar nosotros al tanto de su historia por el relato que de ella nos hizo Antón del Sauce. En este concurso de felices coincidencias no ha de verse, sin embargo, la mano de un novelista; ha de verse la mano oculta que gobierna las cosas humanas, la cual quiso darle á Mercedes un amigo y defensor que luchara contra la fatalidad misteriosa que llevaba dentro de su ser la hija del desgraciado Juan de la Cruz.
Llegados, pues, á Madrid, nos despedimos de Olivares 3^ de Mercedes, anunciándoles que iríamos á verles pronto, y pensamos tomar juntos un coche que nos llevara primero á casa de Pío Cid y después á la mía. Pero no contábamos con que estaban esperando á la salida Martina y su madre, D.aCandelaria y Paca. Candelita no había querido venir, y Valentina se quedó con ella para que la falta fuera menos notada. Aunque yo apenas las conocía, las saludé á todas y me retiré para no servir de estorbo. Pío Cid buscó quien le llevara la maletilla para ir á pie, paseando con la fresca, y para evitar que tuviera que dividirse en dos coches la comitiva de las cuatro mujeres, las cuales venían ya divididas, según fácilmente se notaba.
—Al diablo se le ocurre—dijo—venir á estas horas á la estación; y además que yo aseguré que vendría hoy.
—¿Crees tú que yo no huelo?—replicó Martina.—Yo estaba segura de que vendrías en cuanto recibieras mi última carta. ¿Las has recibido todas?
—He recibido cinco—contestó Pío Cid.—Por cierto que ninguna se ha acordado de ponerme ni unos malos recuerdos.
—¡Como Martina escribía por todas!—dijo Paca.
—Bueno, vamos andando—agregó Pío Cid,—y andando hablaremos.
Echó á andar delante Martina, y Pío Cid se puso á su lado; D.aJusta, que iba á alcanzar á su hija, se hizo atrás para reunirse con su hermana y sobrina, que venían las últimas.
—Te encuentro muy bien—dijo Pío Cid á Martina;—de buen color y un poco más gruesa.
—Pues yo creía lo contrario—contestó Martina.—Con los disgustos que han pasado…
—Tempestades en un vaso de agua—dijo Pío Cid.—¿Te parece bonito que vayamos en dos secciones?… Por lo visto, no os habláis siquiera.
—Con Paca sí…—dijo Martina.—La culpa no es mía… Ellas no quieren ceder, y no voy á ser yo la que me rebaje.
—Todo eso va á terminar hoy mismo.
—Ya lo creo que terminará—aseguró Martina.—Como que tienen buscado cuarto y esperaban que tú vinieras para irse á él. Don Florentino, el hermano de Pablo, se va á Barcelona en cuanto se celebre la boda, y mi tía y Candelita se van con él para ir más acompañadas. Dice mamá que la prima tiene ya la contrata segura. Yo no sé nada más que lo que oigo; pero me parece muy bien que se vayan si es por su gusto.
—Ya hablaremos de eso. Voy á decirle algo á tu tía, no sea que tome á desprecio el que yo las deje á un lado.
—¡Y qué te importa! Que lo tome por donde quiera.
—Me importa, y á ti debía importarte más, porque, al fin, es tu tía, y el desprecio que yo le hiciera recaería sobre una persona de tu familia. Nosotros estamos siempre cumplidos, y con tu tía tengo que guardar más miramientos… No es gran cosa lo que tengo que preguntarle…
Sujetó un poco el paso para acercarse á doña Candelaria. Doña Justa y Paca se pasaron al bando de Martina, y Pío Cid continuó sus trabajos de diplomacia peripatética.
—¿Cómo es que no han venido las otras niñas?—le preguntó.—¿Están buenas?
—Candelita está un poco echada á perder…—contestó D.aCandelaria.—No es cosa mayor.
—No me ha escrito usted nada sobre el disgustillo que ha habido.
—No he escrito por no distraerle á usted con cuentos… Más valiera que no se hubiera usted ido, pues, según me ha dicho mi hermana, viene usted como fué. Ha hecho usted mal en seguir los consejos de Martina.
—¿De qué consejos habla usted?
—Dice mi sobrina que le escribió á usted que se dejara de política, y que, como ha ocurrido con Gandaria lo que usted sabe, usted no querría nada que viniera por su mediación.
—No está mal pensado; pero la verdad no es ésa, sino que me he convencido de que no sirvo para esas andancias. La política les da á muchos de comer, y á otros les cuesta el dinero, y yo no tengo ningún dinero que perder. Y ahora voy á decirle algo que importa más, y es que no comprendo que usted, que es una mujer de carácter, haya tenido tan poca espera y haya hecho tanto caso de las necedades de Martina.
—¿Usted sabe lo que esa niña ha hecho? Porque supongo que ella le habrá pintado las cosas á su capricho.
—Sólo me ha hablado del cambio de muebles y de… no recuerdo bien.
—Eso fué lo primero, y eso y mucho más lo hubiera yo pasado; que, á Dios gracias, no me falta aguante. No le habrá dicho que exigió el dinero que usted nos dejó, diciendo que ella quería ser el ama; y que luego que tuvo el dinero nos dijo que, puesto que habíamos recibido la pensión de Murcia, nos arregláramos con lo nuestro; ni le habrá dicho que la tomó con Candelita y que le arañó la cara, como usted lo verá.
—Y ¿cómo fué eso?
—Fué porque mi hija se cansó de oir sus indirectas y le dijo que era una envidiosa… Esa es la única palabra que ha podido ofenderla. En cambio ella ha dicho cuanto le ha venido á la boca, y hasta ha tenido la osadía de asegurar que mi hija lo estaba soliviantando á usted, y que le ha visto á usted darla un beso… ¿Qué le parece? Con las pocas chichas que tiene mi Candelita, y Martina que tiene más fuerzas que un toro…, le digo á usted que si no ando lista. Dios sabe si hubiera ocurrido una desgracia… Por prudencia, por consideración á usted he seguido en la casa hasta que usted viniera; pero ya tenemos apalabrado un cuarto en la misma calle, y hoy mismo nos mudamos.
—¿Cuál es el plan de usted?—preguntó Pío Cid con mucha flema.
—Muy sencillo—contestó D.aCandelaria temando aliento.—Candelita tiene ya contrata en Barcelona. Yo me voy con ella en cuanto se case Paca. Todo está ya arreglado; hoy es viernes, el domingo puede ser la boda.
—¿Usted y D. Florentino serán los padrinos?
—Sí; D. Florentino ha venido á eso principalmente…
—Y ¿piensa usted dejar á Valentina con los recién casados?
—Así tiene que ser. Yo no puedo llevármela, porque serían los gastos mucho mayores.
—Pues bien—dijo Pío Cid recalcando la palabra;—todo eso me parece un disparate, impropio de una mujer tan avisada como usted… Usted sabe lo que se ha gastado para arreglar nuestra casa, y no hay en ella nada del otro jueves; y estaba casi amueblada cuando yo entré en ella… Ponga usted en un cuarto á tres criaturas con un sueldo que, con el descuento, no llega á 15 reales diarios, y dígame qué apuros y qué miserias no van á pasar en estos primeros meses, que deben ser de miel y van á ser de acíbar, de vinagre y de rejalgar. Paca es una mujer de su casa, como hay pocas, y Pablo no es mal muchacho; el matrimonio reúne las mejores condiciones para ser bueno, y usted lo va á echar á perder con esas prisas. Usted habrá visto un nido de pájaros, y habrá visto que cuando los pájaros son culoncillos se están pegados los unos á los otros, y que cuando son volantones comienzan á revolotear por los bordes del nido, hasta que, al fin, se echan á volar; y algunos, por volar demasiado pronto, se caen y se estrellan. No saque usted las cosas de su paso natural, y déjeme á mí hacer lo que se debe hacer. Aunque usted no me deje, yo quiero á Paca como si fuera mi hija, y no consiento que salga de donde hoy está sino para que esté mejor que está. Ese casamiento es precipitado, porque no tenemos las dos ó tres mil pesetas que harían falta para poner otra casa…
—Eso es cierto—interrumpió D.aCandelaria.—Malo es empezar con boqueras, porque, como suele decirse, donde no hay harina todo es mohína; pero las cosas se han presentado así.
—Yo estoy conforme en que se casen—prosiguió Pío Cid.—Les cedemos una ó dos habitaciones de la casa, y siguen comiendo en familia como hasta aquí. De este modo pueden dedicar el sueldo á comprar lo mucho que les hace falta y á divertirse un poco en estos primeros meses, y de aquí á fin de año tiempo tendrán de buscar piso y de empezar á vivir por cuenta propia.
—Y ¿no cuenta usted con Martina?
—Martina querrá lo que yo quiera. Al verse sola ha pretendido ser jefe de la casa, y para hacer visible su autoridad ha cometido algunos abusos; pero ahora estoy yo aquí y ya no hay autoridad; yo no mando, pero no tolero que manden otros; quien debe mandar es la razón, y si usted me demuestra que lo que yo digo no es razonable, obedeceré las órdenes de usted. Hay que despedir ese cuarto que han tomado y dejarse de niñerías. En cuanto á Candelita, no quisiera que comenzara como va á comenzar; pero las cosas no pueden ser pintadas, y aunque la compañía sea de verano y quizás de poco fundamento, nada se pierde con probar fortuna. Lo que yo deseo es que si ocurre una contrariedad cuenten conmigo. En cuanto yo sepa que en un apuro acuden á otro y no á mí, les niego mi amistad para siempre. Y si por culpa de Martina me vuelven las espaldas, le aseguro á usted que me iré á vivir solo…
—Eso no—interrumpió D.aCandelaria.—Usted tiene obligaciones.
—Yo tengo la obligación de darles á todas ustedes para que vivan, porque así lo he ofrecido; pero no estoy obligado á vivir con una persona á quien le estorba todo el mundo. Solo se vea el que solo se desea; y si Martina quiere estar sola conmigo, yo la dejaré sola sin mí… Pero esto es hablar de la mar… Usted guíese por mí, y no le pesará. Ahora me voy con Martina, porque ya sabe usted que es picajosa y se ofenderá si hablamos demasiado.
Volvió de nuevo al lado de Martina, que, en efecto, iba ya rezando, y la apaciguó diciéndole que ya estaba resuelta la crisis doméstica y explicándole el plan concertado con D.aCandelaria. Esta no había dicho claramente que sí ni que no; pero el que calla otorga, y Pío Cid dió la cosa por hecha, aunque añadió que la había dejado pendiente del pláceme de la principal interesada en los asuntos caseros, que era y debía ser la propia Martina. La cual no puso ningún reparo, pues para ella lo importante era que Candelita se marchara, cuanto antes mejor. En esto los dos grupos antagónicos se habían aproximado tanto, que Pío Cid, sin apartarse de Martina, pudo decirle á D.aCandelaria:
—Martina está conforme y contenta, y yo creo que, una vez que no hay diversidad de pareceres, estos piques y desavenencias deben cesar.
—Yo por mí…—dijo D.aCandelaria.
—Es que ustedes les han dado á las cosas un color…—agregó Martina.
—En todas las familias hay sus dimes y diretes—afirmó D.aJusta.—Yo no me he mezclado en el asunto, y comprendía que todo quedaría en agua de cerrajas.
Mientras Martina le decía á Paca que el arreglo era seguir viviendo juntos, Pío Cid entablaba un nuevo diálogo con D.aCandelaria.
—Una cosa se me ha ocurrido—le dijo.—¿Con qué nombre va á figurar Candelita? Porque Candelaria no es propio para una tiple.
—Ese punto no está decidido aún—contestó la mamá.—Don Narciso nos ha dicho que habrá que anunciarla con nombre italiano.
—El apellido es bueno, inmejorable, y no hay que cambiarlo. El nombre es el que no sirve. Si fuera, Valentina Colomba ó Paca… Es decir, Paca no, Francesca… Ahí tiene usted el nombre. No hay más que hablar: Francesca Colomba. Suena un poco fuerte, pero eso da importancia.
—Está usted en el torno y en las monjas—dijo D.aCandelaria.—Yo no sé lo que saldrá de este arreglo que usted acaba de hacer; pero por usted lo acepto todo con el alma y la vida… ¿Quién lo había de pensar cuando nos conocimos?
Salieron de la casa en són de guerra, en dos bandos, y volvieron en paz y en uno solo.
Todos entraron en el comedor para tomar un ligero desayuno. Valentina acudió también, y Pío Cid le preguntó por Candelita.
—Está levantada—dijo la muchacha,—pero no sale porque le duele la cabeza.
—Hoy no es día de dolerle á nadie la cabeza—replicó Pío Cid.—Dile que salga, ó si no iré yo mismo á decírselo.
—Señorita Francesca—dijo en voz alta, acercándose al cuarto de la futura tiple,—tenga la bondad de acompañarnos. Las paces están firmadas, y sería de muy mal gusto desairarnos á todos.
Francesca no contestó, y Pío Cid tuvo que entrar en el cuarto á buscarla. La vió de pie junto al balcón, y se quedó un momento embobado mirándola. Estaba la joven vestida de blanco, con una bata suelta, sobre la que caían los rizos de cabello rubio como rayos de sol; el rostro pálido, y la mirada de los ojos azules triste, melancólica. Pío Cid se acercó, y sin decirle una palabra más, la cogió de la mano y la trajo al comedor, cerca de donde estaba Martina.
—Ahora mismo—dijo—os tenéis que abrazar delante de todos. Siempre os habéis querido como hermanas, y ahora que pronto os vais á separar, no estaría bien que os quedara ningún rencor.
—Yo no me acuerdo ya de lo que hice—dijo Martina, abrazando á su prima y llorando.—Es que tengo mal genio, lo reconozco; pero después que se me pasa el arranque, me pesa…
—Vamos, no seas tan guardosa—dijo D.aCandelaria, viendo que su hija se mantenía tiesa y sin ablandarse por las lágrimas de Martina.
—Yo también lo olvido todo—dijo al fin la ofendida.
Y abrazó á su prima, aunque sin perder su aire serio y grave.
—Ahora sólo falta—pensó Pío Cid—que no queden rastros de lo ocurrido. Es menester que la casa vuelva á estar como yo la dejé.
Y con esta idea añadió en voz alta:
—¿Sabes, Martina, que estoy pensando que la sala no puede seguir como está? El día de la boda habrá convidados, y aquí, en el comedor, no se cabe. No hay más habitación grande que la sala, y siempre es bueno para este y otros casos tenerla libre. Nosotros nos podemos arreglar en el cuarto que antes teníamos.
—Yo no tengo interés…—contestó Martina.—Lo hice para que tú tuvieras una habitación más grande para escribir.
—Yo escribo aunque sea sobre la tabla de lavar—dijo Pío Cid.—Por mí no hay que molestarse.
—Pues entonces—dijo la impaciente Martina—vamos á mudar los muebles…—Ahora mismo—añadió, dirigiéndose á sus primas.—Venid conmigo… A mí me gusta revolver.
Aquel mismo día volvió la casa á su estado normal, y el silencio reconcentrado de los días de disensión se desató en charla inacabable y en vehementes manifestaciones de afecto. Todas rivalizaban en atenciones cariñosas para destruir el recuerdo de las pasadas ofensas. Pío Cid sólo salió un instante para llevar á El Eco una revista que escribió en un dos por tres y cobrar el mes caído, pues halló la bolsa de Martina en los apures. Pablo y D. Florentino vinieron por la tarde y se quedaron á comer, y de sobremesa quedó resuelto que la boda fuera el domingo por la mañana, y que por la noche salieran para Barcelona las dos viajeras, acompañadas por el honrado comerciante de San Sebastián.
—Todo nos ocurre á nosotras al revés—decía D.aCandelaria.—Siempre, después de una boda, el viaje lo emprenden los novios, y aquí los novios se quedan y nosotras nos marchamos.
Pío Cid había pensado ir á visitar á Mercedes después de la boda, cuando la casa estuviera más tranquila, y por sí ó por no estaba sobresaltado y deseoso de explicar á Martina su pensamiento de proteger á la pobre huérfana, no fuera ésta á presentarse de repente y diera lugar á un escándalo. Pero tuvo que ir á casa de la Duquesa de Almadura á entregarle el regalo de su antiguo administrador, y cumplido ya el encargo, volvía paso entre paso á su casa, á tiempo que vió cruzar á lo lejos á Juanito Olivares con otro amigo. Comprendió, por la dirección que llevaban, que no iban á la calle de Fuencarral; y como se le presentaba una tan buena ocasión de hablar á solas con Mercedes, cambió en el acto de rumbo y se decidió á adelantar la entrevista. Llegó á casa de Juanito, subió al tercero y preguntó por él, y la criada contestó que el señor había salido hacía poco, pero que estaba D.aAdela.
—¿Quién pregunta?—dijo, saliendo al recibidor una señora muy bien puesta, todavía joven, guapa y algo ajamonada.
—Un paisano de Olivares—dijo Pío Cid,—y de usted si la vista no me engaña.
—¿Su gracia de usted?—preguntó D.aAdela mirándole, sin acertar á reconocerle.
—Muy cambiado debo de estar—contestó Pío Cid—cuando usted no me recuerda. Yo la he conocido al momento, particularmente por el lunar que tiene usted en la mejilla. Pero cuando yo la conocí era usted Adelita y costurera, y yo era estudiante y me llamaba D. Pitopito.
—¡Jesús!—exclamó D.aAdela.—Usted es el hijo de… Entonces usted es de quien me ha hablado Juanito. ¡Si seré yo torpe, Señor! Pase usted, y no se esté más en esa puerta. ¡Digo! ¡Pues poco que me acuerdo de cuando iba á su casa á coser, y de usted, y de las diabluras que hacía, y de… Es para mí un alegrón—añadió estrechándole la mano con desenvoltura.—Verle aún rodando por estos mundos, y por lo visto sin haber sentado todavía la cabeza… Así me gusta. Los hombres han de ser hombres.
—Y ¿cómo es que la encuentro aquí?—preguntó Pío Cid, entrando en una sala pequeña que vio abierta y sentándose.—¿Está usted con Olivares?
—¡Uy, uy! ¡Pues no es larga la fecha!—contestó D.aAdela.—Hace más de ocho años que nos vinimos á Madrid. Yo ya me recogí á la buena vida… De todo quiere Dios un poquito. Pero ¿dónde ha estado usted metido? Pues no hace más que la friolera de… ¡Qué! Más de quince años. Quizás de todos los hombres que yo he conocido, e1 que recuerde mejor es usted… ¡Cuántas veces se lo he dicho á Juanito! ¿Se acuerda usted de un día que aquel criado viejo que tenían se puso una falda negra y unas enaguas blancas, como un cura, y nos casó á los dos en broma? Yo creo que no se debe jugar con las cosas de Dios, y que si yo no he sido una mujer regular, casada como Dios manda, ha sido por castigo… Sí, señor… ¿Y sus hermanos de usted?
—Ya no queda vivo ninguno—contestó Pío Cid.
—Vaya con D. Pitopito gorgorito—dijo lentamente y con cara risueña la ex modista.—Y ¿cómo es que le vemos por aquí?
—Venía á hacer una visita á Olivares y á la joven que le acompañaba…—contestó Pío Cid, fingiendo aire pícaro.—Hicimos juntos el viaje.
—¿Le gusta á usted la Merceditas?—preguntó D.aAdela con tono despreciativo.
—Es algo simpática y parece poco corrida—respondió Pío Cid sin dar importancia á sus palabras.
—Fíese usted de estas pavalacias—replicó doña Adela.—Dentro de un mes será ésa peor que las demás… Yo creo que cada día tienen ustedes los hombres más mal gusto. No se fijan más que en cuatro arrumacos. En particular esta Mercedes es un animalucho, que ni siquiera sabe presentarse. Yo no sé cómo va á arreglarse cuando baje al principal—¡Mercedes!—exclamó de pronto.—Sal, que preguntan por ti.
Mercedes debía estar en la habitación próxima, pues salió al punto. Saludó con cortedad y se sentó en una silla distante del sofá donde estaban Pío Cid y D.aAdela.
—Ya ve usted—le dijo Pío Cid—que no he olvidado lo que ofrecí. Siento no hallar á Juanito. Otro día volveré. ¿Ha paseado usted ya algo por Madrid?
—Ayer dimos una vueltecilla, poca cosa—contestó D.aAdela.—Esta se cansó en seguida. Pero, Mercedes, hija, acércate, que parece que estás como un huésped despedido.
Mercedes se acercó; pero, en vez de sentarse, se puso á mirar el cielo al través de los visillos del balcón. Pío Cid se levantó y se puso detrás de ella, y D.aAdela no tardó en escabullirse suavemente, dejándolos solos.
—¿Qué tal se encuentra usted aquí?—le preguntó Pío Cid en seguida.
—Muy mal—contestó Mercedes.—Hace un día que vine, y ya tengo á la tía esa atragantada.
—Y ¿cómo no se le ha ocurrido á usted marcharse?
—¿Cree usted que es tan fácil? Y luego que del dicho al hecho hay gran trecho, y yo no sé si lo que usted me dijo es posible. Yo creo que no me dejarán que me vaya.
—Claro está que no la dejarán; pero usted puede irse aunque no la dejen. No tiene usted que llevarse nada consigo, para que así no digan que los ha robado usted. Se lleva usted lo puesto nada más.
—Pero ¿cómo va á ser eso, si estoy aquí como presa y no me dejan ni pie ni pisada?
—Cuando baje usted de visita al principal, doña Adela no estará con usted… Entonces puede usted decir que ha olvidado cualquier cosa y que va por ella en un momento, y en vez de echar escaleras arriba, echa escaleras abajo. Puede llevar en el bolsillo un pañuelo de seda y ponérselo en la cabeza para no llamar la atención… Sigue andando á mano izquierda hasta que encuentre una parada de coches, le da las señas al cochero y pleito concluido. Yo estoy siempre en mi casa: á cualquier hora que llegue usted es buena. A ver si el lunes se presenta la ocasión…
—Todo eso está muy bien; pero y en casa de usted, su familia, ¿qué dirá?
—Dejemos eso á un lado. Usted confíe en mí. Yo no quiero forzar su voluntad, y si usted tiene interés por Juanito… ¿Cuánto tiempo hace que le conoce usted?
—Un mes, y estoy ya hasta la coronilla… Por ese lado…
—¿Cómo fué el conocerse?
—La culpa la ha tenido D.aRufina. ¡Malhaya sea!…
—Y ¿quién es D.aRufina?
—Es una criada vieja de D. Gonzalo que vivía conmigo para acompañarme. Ella fué la que me llevó á malos sitios.
—Ese D. Gonzalo Estirado fué el que la sacó á usted de Granada.
—¿Cómo lo sabe usted?—pregunto Mercedes sorprendida.
—Ya le dije que yo la conozco: la conocí á usted cuando era niña, cuando iba llevando de la mano á su padre ciego. Yo la he besado á usted muchas veces… No le dé á usted vergüenza de que yo sepa que su padre fué mendigo; entonces usted no podía hacer más de lo que hacía, y su padre no podía ganar el sustento trabajando. Quizás lo más noble que ha hecho usted en su vida ha sido servir de lazarillo á su padre; y si de algo se debe de avergonzar es de verse como se ve, y más aún de querer continuar en esta vida después que yo, como amigo, le ofrezco mi apoyo para que salga de ella. Yo recuerdo que mi madre, que ya murió, quiso muchas veces recogerla á usted para educarla é impedir que le ocurriera lo que le está ocurriendo; y mi idea es hacer hoy lo que no pudo hacer mi madre, y por esto le dije á usted que al acogerla en mi casa creía cumplir tina obligación.
—Yo no recuerdo su cara de usted—dijo Mercedes, impresionada por el tono fuerte y sincero con que le hablaba Pío Cid;—quizás de su madre me acordaría si la viera.
—Mi madre se llamaba D.aNatalia, y á mi casa iban ustedes todos los lunes.
—Si, recuerdo ese nombre…—dijo Mercedes, cuyos ojos parecían eclipsados.—Yo me voy á poner en manos de usted, y usted hará de mí lo que quiera.
—Ya le dije á usted que peor que hoy está no podrá estar nunca.
—Eso es verdad—dijo Mercedes resuelta.—Esto es lo peor. Nada, yo voy á escaparme, como usted me ha dicho.
—Hágalo con precaución, no vayan á conocerle el deseo… Aunque, puestos de malas, yo la sacaría á usted por encima de todo el mundo. En fin, me voy ya. Si le pregunta D.aAdela qué hemos hablado, dígale que yo deseo frecuentar la casa como amigo de usted, y que usted me ha contestado que eso no es posible por el compromiso que tiene con Olivares.
—Y ¿qué va á pensar D.aAdela?
—Pensará que es usted una bobalicona; pero más vale que piense esto que no que sospeche de mí. Conque adiós; lo prometido es deuda. ¡Cuidado con faltar!
—Ya verá usted que, aunque mujer, también tengo palabra—afirmó Mercedes, estrechando con fuerza la mano que le tendía Pío Cid.
Salió éste al pasillo y tosió para que acudiera D.aAdela, la que no se hizo esperar.
—Pero ¿cómo tan pronto?…—le dijo.—Yo creía que iba usted á esperar á Juanito.
—Ya volveré—contestó Pío Cid,—no sólo por Juanito y por Mercedes, sino por usted, para que hablemos de cosas de nuestros buenos tiempos. Ahora tengo que hacer, y además, la Mercedes parece que está hoy de mal aguaje.
—¿No le dije que era una pavona?—apoyó doña Adela.—No tiene más que fachada.
—Hay que dejar que poco á poco se despabile. Dígale usted á Olivares que he estado aquí y que soy conocido antiguo de usted, y todo lo que quiera usted de mi parte.
—¡Vaya que se lo diré!—dijo D.aAdela, reteniendo entre las suyas la mano de Pío Cid.—Y no olvide que tiene aquí una paisana dispuesta á servirle.
—Igualmente.
De vuelta á su casa estuvo Pío Cid dando rodeos para poner á Martina en autos de la para ella inesperada decisión de meter un nuevo huésped, y lo que es peor, huéspeda, y del género de Mercedes. Al fin decidió dejarlo para el domingo.
—Tengamos la boda en paz—pensó,—y luego que los novios estén durmiendo y los viajeros viajando, lanzaré la noticia. De cualquier modo, nadie me libra de una reprimenda; y no es esto lo que siento, sino la llegada de Mercedes. Si fuera otra clase de mujer, ó si hubiera medio de conocerla antes de verle la cara… Lo que es el primer espetonazo será terrible, porque esa criatura no tiene más que fachada, como dice D.aAdela, pero la fachada es monumental.
Se celebró la boda pacíficamente, y no sin cierta solemnidad á la que era muy dado D. Florentino. Todo lo que Pablito tenía de informal y sin gobierno, lo tenía su hermano de grave y sesudo. Era D. Florentino un hombre chapado á la antigua, amante de dar tiempo á los negocios y enemigo de que le espolearan. Aunque tenía dejado á Pablo como cosa perdida, vino á Madrid dispuesto á deshacer la boda proyectada, que le pareció un disparate más, el último y el mayor que podía cometer aquella calamidad de hermano, al que jamás pudo hacer andar derecho. Cuál no fué su sorpresa al verle tan cambiado y tan metido en sí, hecho todo un funcionario público y con una novia como Paca, la cual le daba ciento y raya á la propia mujer de D. Florentino, modelo de señoras serias, apañadas y económicas.
Como D. Florentino era muy aficionado á la ropa negra, su satisfacción se tradujo en un vestido de seda que regaló á la novia, y en un traje de levita que regaló al novio, amén de otras pequeñas atenciones y de correr con todos los gastos del casorio.
Simpatizó grandemente con Pío Cid, y entre ambos dieron á la comida de boda un carácter casi sacramental para producir efecto en el espíritu volátil del novio y hacerle comprender el cambio que debía operarse en su vida, á partir de aquel día memorable.
Don Florentino, que no tenía hijos, anunció que si Pablo se enmendaba y se hacía hombre de provecho, le dejaría la mayor parte de sus bienes, y Pío Cid ofreció asimismo trabajar para que el joven concluyese su carrera y pudiese obtener un destino de más sueldo.
—Sin necesidad de esto—añadió—no tardará Pablito en aumentar sus haberes. Mi amigo Cándido Vargas confía ser muy pronto catedrático de Derecho, porque así se lo han ofrecido, y si lo consigue tendrá que dejar la dirección de un periódico tan avanzado como El Eco. Para entonces tratamos de fundar un nuevo diario que se titulará La Juventud y es cosa convenida ya que Pablo se encargue de la sección bibliográfica. Así, pues, el porvenir se presenta muy sonriente para esta dichosa pareja, y quizás reserva á Pablo del Valle un papel lucido en el renacimiento ideal de España.
Terminado el banquete, nos retiramos los dos únicos convidados que á él asistimos: el estudiante Benito y yo; y la familia fué á acompañar á la estación á los viajeros, dando lugar la separación á una triste escena de lágrimas que aguaron en cierto modo las alegrías de la jornada.
Martina lloró también el separarse de Candelita, y ahora que la veía partir le parecía incomprensible haber dudado de ella, y casi se arrepentía de haber provocado con su imprudente conducta aquel repentino viaje.
Pío Cid vió en este estado de ánimo una coyuntura que ni pintada para hablar de Mercedes, y de vuelta á casa, apenas se quedaron solos, se aventuró al fin á decir:
—Te voy á poner sobre aviso de algo de que no me había acordado hasta ahora, para que en caso de suceder no digas que obro sin tu consentimiento…
—¿De qué se trata?
—Se trata de que, viniendo de Granada, encontré á una pobre joven á quien yo conocí cuando era niño; venía acompañada por un individuo paisano mío, que según todas las señas es un truhán, y la trae á Madrid para pervertirla. Yo se lo dije así á la muchacha apenas tuve ocasión de decírselo, y ella se sorprendió, pues por lo visto venía engañada y consentida en que su seductor se casaría con ella, ó por lo menos viviría con ella decentemente. La joven es huérfana y sola en el mundo, y cuando vivía su padre, que era un buen hombre, mi madre quiso recogerla y darle educación; así, recordando esto, le dije que si no quería seguir con el tunante que la ha engatusado y se veía en Madrid desamparada y sin tener adonde volver los ojos, que viniera á refugiarse en esta casa y que nosotros la admitiríamos…
—Tantos rodeos—interrumpió Martina—para decir que quieres meter otras faldas en casa. ¿Crees tú que vendrá?
—No lo sé; pero mis informes respecto de mi paisano son malísimos, y la joven esa me parece que no está pervertida todavía por completo; si lo estuviera, claro está que se reiría de mí; pero también puede suceder que venga cuando menos la esperemos. Por eso te lo anuncio, para que si viene la recibas bien. Ahora hay una cama de sobra; ¿qué se pierde con admitir á esa pobre muchacha y darle de comer hasta que podamos tomar una determinación?
—No sé cómo te arreglas—dijo Martina incomodada—que tu bondad es siempre en favor de las mujeres. Si te dejasen, harías de esta casa una colmena.
—Ahí tienes á Pablito, que venía antes á comer.
—Ese es el único; pero en cambio siempre tienes al retortero varias amigas; amigas ó lo que sean… Acabamos de salir de una y quieres meterte en otra. Porque cuando tú hablas con tanta anticipación…, aquí hay gato encerrado.
—Te lo digo porque pudiera venir esa joven estando yo fuera, y sería ridículo que habiéndole yo ofrecido esta casa tú le cerraras la puerta.
—Pero esta casa ¿es un convento de arrepentidas? Yo tengo tanto corazón y tan buenos sentimientos como el que más; pero si fuéramos á meternos á redimir el mundo, frescos estábamos.
—No es redimir el mundo; yo tampoco iría buscando mujeres malas para recogerlas y traértelas aquí; pero he encontrado una que no es mala, sino que está en camino de serlo, y la he encontrado por azar y la he conocido…; esto no es buscar las cosas, es verlas, porque se nos ponen delante de los ojos. El mayor placer que puedes darme es acoger con buena voluntad á esa pobre muchacha y hacer con ella lo que no pudo hacer mi madre. Yo en esto no he de meterme: has de ser tú la que lo tomes por tu cuenta.
—¿Pero es seguro que vendrá?
—Te he dicho que no lo sé; yo le aconsejé que se escapara y le di mis señas Si no viene, no hay más que hablar.
—No sé cómo te las compones—dijo Martina con voz quejumbrosa,—pero siempre me contrarías en todos mis gustos. Yo no quiero nada, no envidio nada; sólo deseo estar sola, vivir en paz, quitarme tantos testigos de vista. Y tú parece que dices: «¿No quieres caldo? Dos tazas llenas.» Mire usted que querer que yo tome por mi cuenta á una cualquiera, recogida en medio de la calle… ¿Qué más me hace á mí falta que aguantarte á ti, que eres un tabardillo andando? Otro hombre agradecería haber dado con una mujer buena; esto no es hacerme favor, pero busca otra como yo… Tú no agradeces nada, ni te fijas, porque no me quieres. ¿Qué más prueba que lo que ha pasado con el tal Gandaria? Si tú me tuvieras amor le hubieras conocido la intención en la cara, y no que, dándotelas de sabio y de listo, eres un verdadero papamoscas.
—¿Crees tú que no se la he conocido? Se la conocí, y sabía y sé que no te faltará nunca al respeto. El decirte que eres guapa es decir la verdad, y no es delito para que se le ahorque.—¿Y el leerme versos?
—Conozco esos versos. Te habrá leído una serenata en la que me llama moro salvaje, y te habrá hablado de un cazador herido y de mil simplezas más. Peor sería que en vez de leerte versos te hubiera escrito alguna carta llena de tonterías. Tú has hecho bien en ponerle en lo ancho de la calle, y yo si viniera haré mejor en seguirle admitiendo…
—¡Cómo! ¿Serás capaz de volverle á admitir?
—Yo tengo fe en la libertad, y todo lo resuelvo por la libertad; él ha entrado aquí libremente, y tú libremente le has despedido. Quizás si yo, al conocerle la intención, hubiera roto con él, tú le tomaras lástima, y por la lástima se comienza muchas veces. Si fuera posible que tú, tratando á ese joven ó á otro, te enamoraras y me abandonaras, ¿no era esto prueba segura de que no me querías á mí? Prefiero saber la verdad á vivir á ciegas confiando en el amor de una mujer que acaso me es fiel porque no tiene libertad para engañarme…
—Si tú me quisieras no hablarías con esa frialdad, ni verías las cosas tan claras.
—Yo te quiero, y sé además que tú no puedes querer á otro hombre, aunque me dejes de querer á mí, por lo mismo que eres libre de abandonarme cuando te plazca. Si fueras legalmente mi mujer podrías engañarme, porque tendrías la disculpa del ligamen que no podrías romper y la seguridad de ser siempre respetada; pero ahora, por orgullo, estás más obligada á mantenerte derecha; y luego que á una mujer casada se le puede hacer promesas impunemente y rebelarla contra, el tirano de su esposo; pero tú tienes un medio sencillo de probar la sinceridad de un galanteador: dile que eres libre, que se case contigo, y le verás salir huyendo como alma que lleva el diablo, y al verle huir le conocerás y le despreciarás…
—¡Oh, astuto zorro!—gritó Martina.—¡Ahora te voy conociendo! Tú me tienes así para tenerme más segura. Eres malo—añadió abrazándose al cuello de Pío Cid;—pero de puro malo mereces que yo te quiera y te querré cada día más, porque á tu lado todos los hombres me parecen unos muñecos…
Al otro día por la tarde se presentó Gandaria en casa de Pío Cid. No sabía si le recibirían bien; pero pensó que volviendo las espaldas sin explicarse se declaraba reo, y que lo mejor era quedar dentro ó fuera de una vez.
Quizás Martina, á pesar de sus alharacas, no habría dicho nada á Pío Cid; y supuesto que éste üo se diera por enterado, Gandaria iba prevenido para contarle la historia de ciertos falsos amores con una aventurera, por donde Pío Cid comprendería que el joven diplomático no se acordaba ya de Martina.
—¡Qué perdidos andamos!—le dijo Pío Cid al verle entrar receloso.—Yo creía que le había ocurrido á usted algo para no haber venido á la boda… Pablito contaba con usted.
—Mucho sentí no poder venir—contestó Gandaria, serenándose;—pero estos días ha habido en casa un gran disgusto… ¿No sabe usted que mi hermana se nos va á un convento? Figúrese usted cómo estará mamá Papá aprueba la idea, pero á mamá se la puede ahogar con un cabello.
—¿Y á usted qué le parece la resolución?
—Yo no he dicho nada; cada uno es libre de seguir sus impulsos, y siendo firme la vocación… Después de todo, para las cosas que se ven, más vale encerrarse entre cuatro paredes. Yo casi, casi me alegro.
—De todos modos pudo usted venir un momento. Era una comida de familia, y no lo hubiera pasado usted mal.
—Para serle franco—dijo Gandaria bajando la voz y mirando á la puerta, tras de la cual se oyó, en día no olvidado aún, el grito lastimero de Martina,—tuve ayer un compromiso ineludible. No ha mucho fui presentado á una joven extranjera que, según dicen, es querida de cierto diplomático; una mujer asombrosa, créame usted, y parece que le he sido simpático, porque me invitó á pasear un rato y á charlar tomando una taza de té en su casa… Precisamente venía á consultar con usted algo que me interesa, salvo que á usted le moleste oir hablar de estos ligeros devaneos.
—No me molesta usted—contestó Pío Cid pacientemente, comprendiendo que Gandaria no decía verdad.
Porque el joven tenía la flaqueza de que cuando mentía le temblaban los párpados del ojo derecho, y cuando comenzó á hablar de la aventura comenzó el tembloreo sintomático. Sin esta circunstancia hubiera conocido también Pío Cid que la relación era mentirosa de cabo á rabo; y, aunque mentirosa, la oía con gusto viendo los progresos que hacía la imaginación del incipiente poeta.
—Pues ha de saber usted—prosiguió Gandaría—que el amigo que me presentó le dijo á la joven que yo era poeta, y me veo en un gran aprieto; la joven quiso que yo le dedicara una poesía, y yo le dije que no me gustaba improvisar; pero me vi forzado á prometer que le compondría una; y recordando lo que usted me dijo del motivo poético, le rogué que me diera un pensamiento, para que así la poesía compuesta sobre él fuera en cierto modo obra de los dos. Ella sacó entonces un libro de poesías en alemán (porque la joven, aunque dicen que es italiana, es del Tirol y educada en Viena, y para el caso como si fuera austríaca)…
—Pues ande usted con ojo—interrumpió Pío Cid,—porque ésas se pegan como lapas, y cuando cogen á uno, no le dejan ni á tres tirones.
—Ya veremos. El caso es que me tradujo un pensamiento de Lenan… ¿Conoce usted este poeta?
—Es un poeta húngaro de verdadero mérito. He leído algunas poesías suyas, y sé que murió loco á consecuencia del abuso del tabaco. Bueno es que usted lo sepa, porque está usted siempre fumando y escupiendo, y eso no hace ningún bien á la salud.
—Hombre, nunca le cojo á usted desprevenido. Quizás conozca usted también el pensamiento que me ha servido para mi poesía; yo lo traduje libremente, cambiándolo bastante, y sobre él he escrito unas estrofas, que le voy á leer para que me diga si sirven.
—Ya escucho—dijo Pío Cid, con curiosidad.
Gandaria sacó un papel, y después de estirar el cuello y de mirarse los zapatos de charol, leyó:
CANTO DE PRIMAVERA.
¡Oh humano corazón! ¿Qué es tu ventura?
Un momento fugaz, irreparable,
Un enigma que surge indescifrable,
Un amor que no más que un beso dura.
Brilla el sol, y en los yertos corazones
Renueva las pasiones.
Ya se visten los campos de verdura
Y el alma de ilusiones.
¡Oh humano corazón! ¿Qué es tu ventura?
Los pájaros, cantando en la enramada,
Despiertan á mi amada
De un deliquio dulcísimo, inefable,
Arrullo de alborada:
Un momento fugaz, irreparable.
El mundo de su sueño ha despertado,
Y ya en su esquife alado
Vuela el amante, inquieto, infatigable,
Tras un amor soñado.
Un enigma que surge indescifrable.
En la noche callada navegamos.
Con ansia nos besamos;
De lo inmenso nos llena la amargura,
Y en el mar sepultamos
Un amor que no más que un beso dura.
—¿Recuerda usted—le dijo Pío Cid, después de terminada la lectura—lo que le dije cuando leí El beso eterno? Le dije á usted que rasgara aquellos versos, que eran demasiado sensuales, y que con el tiempo la idea reaparecía más depurada. Ahí la tiene usted. Los amantes que se iban al espacio á formar una estrella, se arrojan ahora al mar para transformarse en un cetáceo.
—Me ha reventado usted—dijo Gandaria un tanto corrido.
—Mi idea es sólo hacerle notar el espíritu económico que rige las creaciones de los poetas, como las del último zapatero remendón. Así somos, y no hay por qué afligirse. Yo le aseguro que esta poesía de hoy, aunque tiene poco carácter español, es preferible á la primera. Pero le diré asimismo que lo que usted ha compuesto no es una poesía, sino una glosa, y que si esto en un aprieto como el presente puede pasar, no es bueno como sistema, pues por ese camino sería usted un poeta de salón. Una poesía debe de ser parte de nuestra sustancia, no una agrupación convencional de versos alrededor de una idea convencional también. Y lo que yo saco en conclusión es que á usted no le interesa la joven austro-húngara, y que por no interesarle ha salido usted del paso con esas rebuscadas estrofas.
—Ya ve usted—asintió Gandaria.—Persona conocida de ayer, como quien dice, ¿qué interés puede despertar? Lo que yo deseo es no quedar en blanco. ¿Cree usted que no me pondré en ridículo con esta glosa?
—Para el uso á que usted la destina viene como anillo al dedo.
—Pues entonces no hay más que pedir—concluyó Gandaria guardando los versos.—Y ahora le voy á preguntar algo que me ha metido en confusión… Me ha dicho Pablo que ha retirado usted su candidatura, siendo así que yo había leído en la prensa su nombre entre los diputados electos. ¿Cómo se explica esta contradicción?
—Ha habido á última hora actas cambiadas que han alterado el resultado del escrutinio. Una zahúrda, amigo Gandaria, de la que yo estoy menos enterado que usted. Lo cierto es que le dije al Gobernador que no quería ser diputado con acta sucia, y allí la dejé para que otro la recoja.
—¡Es usted terrible, amigo mío, es usted terrible!—exclamó Gandaria.—Yo no sé qué tomará usted en serio en la vida; usted se divierte hasta con su sombra. Si todos los hombres fueran como usted, el mundo sería un espectáculo graciosísimo… Pero eso que me dice, ¿es cierto?
—Y tan cierto. Ya lo verá usted. De esto he de ir á hablar con su padre en cuanto tenga un momento libre.
—Cuando usted quiera; ya sabe que en casa se le estima; y mi deseo—añadió levantándose y cogiendo el sombrero para retirarse—es que nos veamos con frecuencia y que hablemos de poesía y de arte, dejándonos de politiquerías inútiles.
Llamaron á la puerta, y Gandaria mismo abrió para salir; pero se hizo algunos pasos atrás cuando vió aparecer la figura aparatosa de Mercedes, la cual venía puesta de tiros largos y con pañuelo á la cabeza al modo chulesco.
—¿Está D. Pío Cid?—preguntó con su voz suave, espiritual, que engañaba más aún que su rostro.
—Pase usted, Mercedes,—contestó Pío Cid asomándose á la puerta de la sala.
Gandaria la vió pasar boquiabierto, y salió cerrando la puerta y diciendo para sus adentros:
—Este sí que es un enigma de verdad, no el enigma estúpido de mis versos. ¿Qué será? ¿Qué no será? Ya lo hemos de saber. ¡Valiente hembra! Casi estoy por decir que es mejor que Martina… Es decir, eso no, Martina es Dios, y Mercedes es su profeta. Pero á este hombre… habría que nombrarle investigador de la belleza oculta. ¿De dónde saca este hombre estos monumentos?
Martina vió á Mercedes pasar y entrar en la sala, y salió del comedor como una flecha.
—¿Quién es esa mujer?—preguntó con furia.
—Es la joven huérfana de quien te he hablado—contestó Pío Cid, cerrando la puerta de la sala y dejando dentro á Mercedes.
—¡Esta casa no es ningún asilo!—gritó Martina recio para que la oyesen.—Esa es una mujer tirada: no hay más que verla.
—No grites—dijo Pío Cid en voz baja,—ni te dejes llevar de las apariencias. Esa mujer viene como viene porque la habrán vestido así, y no iba á desnudarse en medio de la calle. Habla con ella y te convencerás de que es una pobre muchacha.
—¡Ah! ¡Maldita sea la mala hora!…—exclamó Martina abofeteándose.—¿Por qué habré yo conocido á este hombre, por qué?
—No te irrites sin motivo, mujer.
—No, si no me irrito; lo que voy á hacer es echar á esa individua á la calle.
—Si la echas—dijo Pío Cid muy sereno,—me iré yo también.
—¿Te importa esa mujer más que yo?
—Me importa mi dignidad. Basta que yo haya traído á esa mujer á esta casa para que comprendas que no hay mala intención; si la hubiera, no la traería aquí, la llevaría á otra parte. Habla con ella, te repito, y verás que es una.infeliz.
Pío Cid se fué al comedor, y Martina entró en la sala y se quedó mirando frente á frente á aquella moza, cuya insolente hermosura, vista al refilón, le había encendido la sangre en las venas.
—¿Es usted la joven de quien me habló mi marido?—le preguntó no sabiendo qué decir.
—Sí, señora—contestó Mercedes, que estaba de pie en medio de la habitación.—Yo temía servir de molestia y, si es así, no quiero que nadie sufra por culpa mía; me iré adonde Dios me encamine.
—No, yo me sorprendí al verla porque me figuraba Como creía que era una pobre huérfana, vamos, me extrañó su aparato.
—Ya ve usted, estaba como de visita, y así me salí—dijo Mercedes quitándose el pañuelo de la cabeza.
—¿Según parece la han traído á usted engañada? ¿Cómo ha sido eso?
—Cosas que hacemos las mujeres por nuestra poca cabeza. ¡Yo estaba tan bien en Sevilla… Mi Sevilla de mi alma!—exclamó infantilmente Mercedes, poniendo los ojos en blanco.
—¿Es usted de Sevilla? De allí es mi mamá. Dicen que es muy bonita.
—Yaya si lo es… Mil veces mejor que esto.
—¿No le gusta á usted Madrid?
—Déjeme usted de Madrid. Si aquí no hay nada. Ya ve usted, ni siquiera hay mar, ni un río que vaya por mitad de la población.
—¡Si viera usted Cuba, que es una isla, con mar por todas partes!
—En Sevilla da gusto de meterse en una barca y de irse á pasear por el Guadalquivir.
—¿Y usted quiere volver á Sevilla? ¿Tiene usted allí familia?
—No tengo á nadie más que á un señor viejo, que era como mi tutor; pero ahora no querrá mirarme á la cara después del disparate que he hecho. He perdido mi bienestar. Tenía un piso tan hermoso, con una sala como ésta, con cuadros y también mi piano…
—¿Toca usted el piano?
—Casi nada; empecé cuando era ya muy grande Toco la malagueña, las sevillanas, algunos tangos y valses… Decía mi profesor que tengo buen oído, pero que es más para el canto.
—Pues tiene usted que tocar algo para que yo la oiga. ¿No sabe usted tocar las guajiras?
Diciendo esto se había acercado Martina al piano y comenzó de pie á teclear. Pío Cid que la oyó se levantó en seguida y dijo á D.aJusta, Paca y Valentina, que estaban conferenciando sobre el resultado probable de aquel embrollo:
—Yo me voy, no tardo en volver.
—¿Me deja usted á mí ese lío?—preguntó doña Justa asustada.
—La cosa debe marchar bien cuando Martina toca el piano. Si pregunta por mí, dígale que he ido al teatro á buscar las localidades.
—Pero ¿quién piensa en teatros con estas escenas que hay en casa?
—Yo le he ofrecido á Paca llevarla al teatro de la Zarzuela, donde conoció á su marido, y hoy es la función de despedida. Conque…
—Por mí no se preocupe usted—dijo Paca.
—Iremos todos—aseguró Pío Cid,—y este será el mejor medio para que se pase la noche pronto.
Las rabietas de Martina tenían dos soluciones: la música ó las lágrimas. Cuando no se calmaba llorando, se desahogaba cantando guajiras, de las que tenía un riquísimo repertorio, recogidas de boca de los mismos guajiros; algunas eran sátiras intencionadas, y á veces mordaces y cruentas, contra los peninsulares, y de éstas se servía para maltratar indirectamente á su marido, el cual, lejos de incomodarse, tomaba el asunto por el lado musical y gracioso. Así, pues, no se equivocó Pío Cid al pensar que el tecleo era indicio de que el encuentro formidable entre Martina y Mercedes se resolvía en lamentaciones armónicas.
—¡Oh bestezuela admirable é incomprensible, llamada mujer!—murmuraba, bajando las escaleras;—si no existieras, sería necesario emborracharse tres veces al día para sobrellevar la pesadez y sosera de la vida. Tú eres el único ser digno de amor noble y sincero, porque eres lo incoherente, lo que se escapa de la lógica, siendo lo más lógico de la creación.
En esto oyó la voz de Martina que cantaba; se detuvo y, apoyándose en la perinola de la baranda, escuchó un momento, sin comprender lo que decían las palabras confusas que á sus oídos llegaban; sólo, al final, oyó distintamente dos versos pronunciados con más brío:
…tienen las patas muy largas
y también son cabezones…
Y, después de un breve intervalo, la voz, ahora más lánguida y cadenciosa, lenta como si fuera muriéndose poco á poco, repitió:
Tienen las patas muy largaaas
y también son cabezoneees…