La Causa Número 1 de 1989 por narcotráfico empezó con mucho tiento, en un editorial especial del Gramma, el periódico del Comité Central del Partido. En vez de cuatro hojas, ese día el periódico tenía seis.

Estaba jugando al póquer con otros invitados en la embajada griega en La Habana. La embajadora tenía un sembrado exclusivo de hierbabuena, y los mojitos iban y venían cuando me entró la compulsión extraña de ojear el Gramma. No era aficionada a esas cuatro páginas sempiternas de infundios y grandes logros en la recogida del plátano de microjet en Artemisa, que adornan en pedazos la mayor parte de los inodoros de la isla. Me quedé traspuesta con las noticias: «Han sido arrestados por traición a la Revolución los siguientes elementos...»

Estaba detenido el general Ochoa,1 héroe de la patria y vencedor en la guerra de Etiopía y de Angola.

Estaba detenido Diocles Torralba, ministro de Transporte, que nada tenía que ver con las armas. Estaban detenidos los gemelos de la Guardia. Patricio, todavía a las órdenes de Ochoa en Angola. Tony, vestido de civil, estaba al frente del M6, un departamento encargado de burlar el bloqueo a base de electrodomésticos, carros occidentales y cargamentos de ropa y zapatos manufacturados aviesamente en Panamá y Hong Kong con destino a las diplotiendas cubanas. Y más secretamente, por supuesto, de una parte del tráfico de cocaína. Todo el mundo sabía para quién trabajaba: el gobierno.

Habían metido en la cárcel a un mejunje incomprensible de soldados del Minint, civiles y generales de ejército.

Al día siguiente, un comunicado de Fidel involucraba a casi todo su gobierno en una acusación que mezclaba mariconería, pastelería, tortilla, cocaína y rebelión.

Una semana después estaban en cadena los canales de radio y televisión en el horario inusitado de ocho horas continuas: estaban transmitiendo la causa número 1 por narcotráfico. Un fiscal militar con un Patek Philippe en la muñeca acusaba a aquellos soldados y mercenarios que lo habían sido por más de treinta años, de extender y explotar una red de cocaína desde zonas imprecisas de África y América Latina hasta la drogadicción neoyorquina. Sexo, perversión, cocaína y traición. Decía el fiscal, en nombre de la Revolución, el Partido y la Patria. Fidel y Raúl, su hermano, asistían al juicio escondidos tras los cristales de la cabina de mandos del teatro Universal de las FAR, el mismo al que yo había hecho posible que el Che fuera llevado al cielo en una red.

Esposados y humillados, los héroes legendarios se daban por vencidos, o no, ante una selección familiar restringida.

Los abogados defensores no se atrevían a hablar, ni el fiscal les daba la palabra.

El juicio se inclinó por la vertiente de la buena vida: se cuestionaron peripecias sexuales, orgías grabadas y filmadas y otras ceremonias del culto a la disipación. Al parecer, el Alto Mando de la Patria se había dedicado hasta entonces al vacilón y la gozadera.

Cuando la farsa terminó, unos estaban condenados a muerte y otros a la cárcel de por vida. Fidel tuvo la última palabra. En un pleno del buró político, conminó a todas sus vacas sagradas del oportunismo a pronunciarse según él. Había que verle la cara al atajo de hipócritas pendejos.

«Arnaldo Ochoa, traidor a su estatus de héroe nacional, tenía en su haber, en aguas angolanas, un buque con cien toneladas de cocaína... Y su intención era cambiarlo por armas para dar un golpe de estado militar contra nuestra revolución...»

¡Vaya imaginación! Con semejante cantidad de droga, Ochoa podía hacerle la guerra a las galaxias. ¡Y qué cinismo!

La coca estaba en Cuba por todas partes. Hasta mi amigo Roger el provocador había aparecido en casa meses antes con un tubíto de ensayo que llevaba por casualidad en el bolsillo cuando descubrió un cargamento en el cayo adonde su jefe, Guillermo García, el ladrón de agua del barrio, lo había mandado para búsqueda y captura de venados de caza para el turismo.

Había tanta coca en La Habana que acabó por reemplazar la actividad unipersonal de realización pasiva que otorga la marihuana angolana o colombiana, y la gente andaba perdida en una fiebre activa que había mejorado los índices de rendimiento en la producción.

Había más coca que si hubiera caído nieve, y estaba tan permitida que la gente la compraba y trasladaba en cartuchos de azúcar de diez libras de un barrio a otro y de una provincia a otra. Había tanta, que uno llegaba a la conclusión de que las marchas revolucionarias y la continua agitación de las Milicias de Tropas Territoriales no se debían a otra cosa.

No era ningún secreto.

La coca era parte del folklore cotidiano desde hacía tiempo, y echarle la culpa a algunos militares que vivían y morían en otro continente era ultrajante.

Ochoa alimentaba a su ejército en Angola traficando animalitos, colmillos de elefante y cobrándole hombres por hora a Agostinho Neto.

El caso de Tony era distinto. Cómo iba a pagar sus electrodomésticos, sus Nissan y sus Mercedes Benz de importación sino con dinero sacado del narcotráfico. Hacía rato que Tony iba y venía desde Miami vestido de civil.

¿Y con qué pagaban los guerrilleros latinoamericanos el suministro de armas? ¡Con coca! Con coca cobraba el Departamento América su ayuda militar y técnica.

Hasta que condenaron al paredón a Ochoa, a Tony y a Amadito Padrón. Sin decir cuándo se iba a aplicar la pena.

Fue una semana entera de tragedia que me tuvo clavada delante del televisor como una suplicante. Me costaba creer que Fidel mandara a fusilar con un gesto de su índice a sus amigos de toda la vida.

Mis vecinos dictaminaron:

—¡La verdad que el viejo tuyo es un descarado!

Pensaba en los padres de los gemelos, los adorables Mimi y Popín, y los hijos, que había visto crecer. Me llené de coraje y fui a verlos.

Viven los viejos en una casa a la orilla del mar. Las filas de carros de los amigos del oportunismo copaban siempre los sitios del parqueo. Pero esa noche la calle estaba vacía. Por la casa andaban como fantasmas los nietos y deambulaban algunas viejitas con sus sopitas del consuelo.

Popín estaba apagado. Sin ver ni oír. Fue Mimi la que me preguntó:

—Alina, ¿tú sabes cuándo van a fusilar a mi hijo?

Pero yo no sabía.

La valentía social le negó ese año a la hija de Tony el premio académico de mejor estudiante. El resto de los muchachos fue objeto de agravio y expulsión de escuelas y universidades. Para compensar todo lo cual, el Minint les aseguró atención psiquiátrica: unos cuantos médicos uniformados estuvieron a cargo de convencer a los niños de que sus padres habían sufrido un justo castigo. No lograron ningún converso.

Poco después cayó preso Abrantes. Un mes después le dio un ataque grave, cuando se le desfibrilaron las corrientes del corazón. Un Lada de la prisión se lo llevó a dar un paseo en dirección contraria al policlínico. Murió de un infarto masivo.

La madrugada en que murió me vino a buscar uno de sus hijos. Velando al antaño reverenciado ministro del Interior estaba su familia más cercana y yo, que debo sufrir el síndrome de Estocolmo. Por lo demás, el arresto lo había vuelto notoriamente impopular.

Al día siguiente, por la mañana, en un inesperado giro a contravención de tráfico, la caravana de Fidel dobló por la calle Zapata para pasar frente a la funeraria.

Los carros aminoraron la marcha. El grupito de dolientes le gritó: «¡Asesino! ¡Asesino!»

Inspirada en mis proezas literarias de cuando era promotora de la Contex, a Cachita se le ocurrió que yo despidiera el duelo en el cementerio de su hermano fallecido. Pero había que ser muy masoquista para guardarle amor en público a alguien que me había hecho tanto mal en la vida.

Cuando terminó el entierro, llevé a mi amigo Papucho de vuelta a su casa.

—Tu padre mandó matar a mi tío —dijo—. Eso mi familia no lo va a perdonar nunca.

Y me retiró el trato.

Una mañana, poco después de los fusilamientos, llegó mi vecina Estercita llorando a moco tendido.

—Estamos preocupados en el barrio. El hijo de Amadito Padrón se para todas las tardes en la esquina de la secundaria a velar a Mumín. Ella no tiene la culpa de que tu padre le haya fusilado al suyo, pero la gente es mala. No sabemos a quién denunciarlo. ¡Tienes que avisarle a alguien!

Yo tampoco sabía a quién avisarle.

Nos habíamos convertido en la familia del Verdugo. No en balde los verdugos van siempre encapuchados para ejercer su oficio.

La morfología social cambió radicalmente: la mitad de los cubanos no se repuso de ese derrumbe de héroes. Empezaron a florecer los grupos disidentes. Aquel gobierno ya no convencía a los gobernados.

A mí, menos. Quedé convencida de que en algún contubernio extraño con Fidel, la CIA había guardado todas las pruebas de la implicación de Cuba en el narcotráfico.

Imaginé el canje: «Yo les desarticulo tal y más cual guerrilla en América Latina o en cualquier otra parte del Universo. Ustedes se callan la boca en lo del narcotráfico y, por sobre todas las cosas, me mantienen el embargo.»

El embargo, señores, es el gran pretexto antiimperialista. Pero al Imperio le importa un bledo la opinión pública mundial. Lo único que le interesa es mantener a Cuba con un dirigente maleable y cooperativo. Cuba es la próxima Granada. Quedará llena de Hollydays Inn y de McDonald’s.

Como si mis especulaciones fueran ciertas, tras la causa número 1 cayó Noriega, cayó Sendero Luminoso en el Perú, y cayó César Gaviria.

Fidel mantuvo su aura de prestigio internacional...

El Campo Socialista y el muro de Berlín se derrumbaron una tarde por la televisión. En la isla no hubo otra repercusión que la de prohibir la Licenciatura en Ruso en la universidad.

Fidel mandó cambiar el ruso por el inglés.

Y después se paró en la pantalla para explicar el Período Especial2 y la Opción Cero. Término que no necesita explicación: cero luz, cero comida, cero transporte. Nada. Nananina.3

Para que la gente no se ofuscara dio como solución las «calderas populares», la primera moda francesa que entra en Cuba desde 1959.

Consistía en un puchero comunitario organizado por el Comité de Defensa,de la Revolución. Cada miembro iba a llevar su papa, su ajito, su media cebolla... Para complementar lo cual el CDR repartiría unas multivitaminas a domicilio a partir de la semana siguiente.

Y para que la gente no se regodeara en la desesperación, la ocupó con la crianza de pollos a domicilio. Sabía por experiencia propia que eso te ocupa las veinticuatro horas.

—El Imperialismo ha arruinado nuestras granjas avícolas. Cada habitante recibirá tres pollitos, cuyo crecimiento será de su entera responsabilidad. El Estado no puede suministrar el pienso.

La gente se lanzó a la crianza de pollos, inventando recetas como cáscara de toronja molida y secada al sol. Pero los niños desayunaban agua con un azúcar amarillo grisáceo que se fermentaba en los pomos y alejaba a las cucarachas.

Los pollitos crecieron como animales domésticos, con nombre, para amor y diversión de los niños, y resultó difícil cocinarlos y servirlos en la mesa.

Tras los pollos llegaron a La Habana los puercos y las cabras. Las cabras se adueñaron del pasto de la Quinta Avenida y los puercos de patios y bañaderas. Para evitar las delaciones, los dueños los mantenían dormidos a base de Benadryl. Algunas familias más sofisticadas les cortaban las cuerdas vocales.

Así fue como el paisaje y los olores de mi ciudad cambiaron perceptiblemente, como en la época en que Tata Mercedes me apartaba de las ventanas de las Makarenko y las Ana Betancourt para que no me cayera un desecho menstrual en la cabeza.

La ciudad olía a estercolero.

Gruñidos y cacareos acompañaban el grito feliz de Jas emperatrices de la Libreta:

—¡Llegó la masa cárnica! Hoy le toca a los cien primeros números del primer grupo.

—¡Ya vino el panecito de boniato!

El pan, una bolita de cuatro onzas, está hecho con harina de boniato y se llena de un hongo homicida al tercer día.

La masa cárnica es un engrudo indigerible de picadillo de soja, cartílagos y gofio. Me gustaría que alguno de los amables defensores del régimen cubano pruebe las recetas de la miseria: picadillo de cáscara de plátano hervido. Pan de boniato con colcha. La colcha de trapear el piso se deja curar en aceite unos días hasta que se ablanda la fibra. Se empaniza si se puede y se sirve. Nadie habrá probado las babosas asadas. ¿Y el civet de gato?

La gente paseaba a sus pollitos como a los perros, amarrados con una soguita para protegerlos del hambre voraz de los gatos, cuya libra se cotizaba en la Bolsa Negra.

Para colmo de mala suerte, empezó una epidemia de neuritis óptica y miles de cubanos se fueron quedando ciegos. Aunque Fidel insistió en que el virus era otro regalo imperialista, la verdad quedó oculta en un laboratorio de bacteriología del Minfar donde se cocinan las enfermedades necesarias para la buena salud política de los cubanos, que en esa oportunidad andaban simplemente envenenados por el talio de los herbicidas y pesticidas improvisados.

Pero así y todo, se le prohibía a los campesinos que vendieran libremente sus cosechas, que quedaban pudriéndose en las veredas de los campos: el Estado no las recogía a tiempo.

La gente tuvo un giro repentino hacia Dios en esas difíciles circunstancias, y el desorden religioso se agudizó cuando Fidel cambió su eslogan mambí de Patria o Muerte por el de Socialismo o Muerte.

Y como hasta el desorden es un plan del Comandante, inventó las Brigadas de Acción Rápida, que disolvían las manifestaciones religiosas en auge a golpes y palos.

A la juventud se la reunía en actos cívico-culturales, alrededor de hogueras, en ese clima que permite asar pollos en el asfalto.

Un mundo enloquecido y atribulado, de un humillante surrealismo.

Una noche, en medio de aquel extrañamiento, me llamó mami:

—Baja a la calle. Te está esperando una persona a la que quieres mucho.

Era Ezequiel el Curandero. Disimulados en un pasillo de la acera de enfrente nos dimos un apretado abrazo.

—¿Por qué te desapareciste así?

—Es una larga historia... —dijo, y no me la quiso contar en ese momento. Quería que fuera a verlo a cierta granja que le habían entregado para que reiniciara sus inventos—. Todavía no tiene electricidad. Vine a buscarte porque siempre creiste en mí y seguro me vas a ayudar. Llégate a verme la semana que viene. Coge el camino a la iglesia de San Lázaro. Allí pregunta dónde está el sidatorio. Y cuando estés delante del sidatorio, pregunta por la granja de gallos finos de Guillermo García. —Un terreno y una casucha sin electricidad son un comienzo para una clínica de medicina alternativa—. Y no te confundas de sidatorio. Te hablo del que está a la izquierda, del de la gente común. El de la derecha es el del Minint.

—¿Y la granja de gallos finos?

—Por allí la conoce todo el mundo. Es donde Guillermo García cría sus gallos de pelea.

—¡Pero si están prohibidas las peleas de gallos en Cuba!

—Son para la exportación.

Que Guillermo García, ex ministro del ramo inexistente del Transporte, criara gallos finos para la exportación, era un alivio nacional.

El sidatorio era un edén donde estaban recluidos los enfermos de sida, con salida semanal o no, según su «índice de peligrosidad personal», porque a algunos presos a perpetuidad les había dado por el tráfico de sangre y contagio para morirse al aire libre y al sexo libre en la instalación, y a algunos adolescentes por autoinocularse para salir de esa vida castigada.

No era como los leprosorios de la vergüenza antigua. De eso nada: les llevaban funciones culturales y los casaban en ceremonias. Había documentales enteros sobre lo felices que estaban los enfermos, con comida buena y hasta aire acondicionado cuando se ponían terminales. Y sobre lo agradecidos que estaban a los estudiantes de medicina de primer año, cuya obligación era acompañar a los enfermos de pase el fin de semana y comer y dormir en casa de ellos, como una guardia pretoriana dulce y familiar...

—¿Y qué has estado haciendo estos dos años en el sidatorio?

—Ya te explicaré.

Y desapareció en la oscuridad del apagón y el olor a queroseno de las lámparas.

Yo no podía quejarme de aburrimiento porque la prensa no se había desanimado como pensé la noche de La Maison en que escribí para los periodistas la dirección de la calle 35 con un par de medias en la mano.

Algunos acampaban entre las miasmas fétidas de la fosa desbordada en los bajos de casa, cuando no se mecían en los sillones de hierro del portal, inalterables y entusiastas.

Un par de ellos viajó repetidamente desde Francia para pedirme al menos un pelito de la barba del Comandante. Según ellos, un análisis espectrológico podía desvelar los arcanos de su personalidad. Les entregué un par de pendejos míos; no querían creer que no guardaba semejante relicario.

Por esa época me había convertido en la única persona en la isla con libertad de expresión. Podía hablar de la falta de libertad libremente, sin que una escuadra de la policía me levantara de la cama, me diera una golpiza y me llevara presa.

Mucho miedo me costó asumir aquella responsabilidad extraña.

Gracias a ellos empezaron a llegar los biógrafos. Gracias a ellos me retomaban hasta las amistades del exilio. Recuerdo con especial cariño la tarde en que llegó un efebo enrulado con la mirada azur, rebosante de dulzura respetuosa. Venía de parte de mi amigo Osvaldo Fructuoso, hijo de un mártir de la Revolución y desafecto como mi generación toda. Traía una tarjetica: «Carlos Lumière. Fotógrafo de Vogue.» Letras doradas sobre fondo negro. Sin dirección ni teléfono.

Igual podía yo tener una que dijera: «Alina Fernández. Asesor del presidente Reagan.» Pero impulsada por un optimismo incurable en lo que a la amistad respecta, me dejé convencer de hacer unas buenas fotografías.

—Si las vendemos, Osvaldo te hará llegar algún dinero.

Le pedí algunos trapos a mi amiga Albita.

Y no pasaron más de dos semanas hasta que me descubriera en una revista española, con la ropa más moderna que había en La Habana, comentando el precio del aceite, el de la libra de gato en el Mercado Negro, y los males de la prostitución.

Toda lánguida, tirada en las rocas frente al mar en el inolvidable Malecón, como una Lady D erotizada en body de encaje negro hablando de la miseria en el Bening...

¡Hay que ver! El texto era una pieza literaria escrita en el mejor estilo de Femando, un amigo de mi amigo Osvaldo, y aunque ambos se mostraron muy compungidos, nunca les creí las buenas intenciones como tampoco las creí después, cuando con éxito planearon sacarme de la isla.

Pero no todas mis amistades son iguales.

Por esos días recibí una carta cifrada de mi amigo Alfredo de Santamarina. Proponía un plan de extradición con base en Suecia. Alfredo es un ser profundamente humano al que me une la ética insuperable de la infancia. Ignoro qué ingenio montó para que el gobierno sueco me canjeara. Yo tenía que darle el «sí» con una contraseña que mencionara un arco iris.

Le escribí una carta delirante en la que hablaba del arco iris como de un sueño postergable. Estaba iluminada por mi misión de portavoz. Me debía a toda mi gente silenciada. Si me lo hubieran pedido, me habría empalado en la plaza de la Revolución. Por otra parte, una úlcera galopante no me hacía merecedora de asilo. Y por más que me pasara las noches en vela con la angustia enraizada en el pecho, y cada carro que parara frente a la casa me disparase al corazón, ninguna perseguidora me llevó, como a tantos miles de disidentes, a una paliza segura en una cárcel.

Por si todos esos motivos no fueran suficientes, la visita de un militar de la nueva generación acabó de convencerme:

—Suecia está buscando un pretexto para romper relaciones con Cuba y retirar la ayuda que nos da como país del Tercer Mundo. Ya sabes, materiales escolares, ayuda técnica. Si aceptas el asilo, perjudicas a los niños cubanos. Y, descuida, que de todas maneras no vas a ir a ninguna parte.

Cuando Alfredo lanzó no obstante su campaña, un vikingo de la embajada sueca me citó en el bar del hotel Inglaterra, un emporio dos estrellas amueblado de mimbre, en pleno corazón de La Habana Vieja y centro de encuentros clandestinos para todos los naifs del espionaje diplomático. Le di un rotundo «no» adornado de servil agradecimiento. Y no hablamos de lápices ni libretas, ni de los libros de cuentos animados de cuya imaginería había nacido el nombre entrañable de mi trol, Mumín.

Mi amigo Alfredo no me lo ha perdonado todavía.

Llegué a la finca de Ezequiel detrás de la procesión anual al santuario de San Lázaro, adonde la gente peregrina anualmente bajo el ojo avizor de la policía. Llevaba, además de todos los adminículos de limpieza, una botella de ron, un poco de vajilla desechable y una cafetera italiana.

La futura clínica de medicina alternativa era una casucha abandonada entre un jardín y un patio tan pedregoso que los brotes de las matas medicinales parecían milagros. Como si abuela Natica hubiera metido ahí sus manos verdes.

Ezequiel preparaba sus pócimas curativas en tres marmitas al amparo de los árboles del patio trasero, con cáscaras de coco seco por leña. Un vástago larguilucho camino a la edad viril lo ayudaba.

Un druida asistido por un elfo.

Más allá de las siete de la noche, esto fue lo que me contó:

—Ya sabes que cuando acabaron con Abrantes desactivaron mi clínica en el Cimec. Me tuvieron detenido en Villa Marista unos días...

—¿No te violó ningún interrogador?

—No. Me respetaron el culo, pero me jodieron la moral. ¡Tantos años en el Minint trabajando para la Revolución y Fidel! Lo peor es que éstos me quieren para lo mismo.

Yo estaba medio perdida. Claro está que Fidel es el primer mandatario que sobrevive al descalabro de su Ministerio del Interior y su Seguridad Personal. Nadie como él para convertir el revés en victoria y los suelos tropicales en campos de uva. Seguro, su nueva generación de sicarios sería peor que la anterior: los hijitos de la doble moral y del oportunismo ideológico.

A Ezequiel lo estaban usando de nuevo, pero en sentido inverso: en vez de mandarlo a atender narcotraficantes a domicilio, le encargaban cepas y cultivos mortales, medicinas letales para acabar con incómodos testigos del descalabro dentro y fuera de Cuba.

Y por eso le habían perdonado la vida. Con lo cual estaba profundamente inconforme.

—Cuando uno se mete en una causa hasta el cuello —dijo—, hasta el cuello le llega a uno la propia mierda cuando se caga.

—¿Y dónde has estado estos tres años?

—En el sidatorio.

Con la orden de encontrar una solución. Al menos había logrado un menjunje que mantenía la inmunidad altísima. Pero no me había ido a buscar para desvelarme la fórmula secreta. El gobierno se la había vendido a Alemania Democrática.

—Es un lugar horrible. Todo el personal es de la policía. Y están cobrando un extra porque los dos años que estén ahí trabajando se los considera labor intemacionalista... Te agradezco mucho la limpieza y las atenciones. Vuelve la semana que viene. Voy a preparar la fórmula para Naty.

A Naty le había salido una pelota en el lado izquierdo del cuello y me estaba castigando la ansiedad negándose fehacientemente a ir al médico. Así que cuando llegué con el palo de trapear, el detergente, los guantes y la vajilla desechable, llevaba también la súplica de una medicina contra cualquier tumor mal advenido que fuera a alterar la inquebrantable salud de mami, por si acaso.

A la semana siguiente volví a la granjita. Llevaba una colección de botellas vacías para sus fórmulas. Tenía un mal presentimiento y la sensación de dirigirme a otra catástrofe del sentimiento. Como coartada para poder irme rápido llegado el caso, cargué con una señora de la high society americana que había llegado a la isla con el pretexto literario de hacer una historia de las cuatro generaciones que éramos Natica, mi madre, Mumín y yo. Llegó entre la camada de biógrafos ortodoxos empeñados en contar cómo había engendrado Fidel y con quién una hija bastarda, pero ninguno como ella prometía el pago de una suculenta suma. Era una bonachona dulce y aparentemente inofensiva, que a sus cincuenta años vive para imitar a Jacqueline Kennedy.

De nada me sirvió su presencia, porque había dos individuos esperándome escondidos tras la humareda de las marmitas.

Ezequiel explicó:

—Esto viene a ser una encerrona, pero cuando hables con ellos me lo vas a perdonar.

Eran enfermos escapados del sida torio y fueron al grano:

—Este es Oto y yo soy Reniel. Necesitamos que nos ayudes.

Oto era un negro alto como un masai, y seguro se había llamado Barbarito hasta que el Minint lo reclutó y le cambió el nombre. Reniel es el alias preferido de la Seguridad del Estado. Si un hombre en Cuba te dice que se llama Reniel, no cabe duda, es de la Policía Secreta. Ambos tenían el mal aspecto del oficio.

El negro alto, decía, había sido el hombre de confianza de Fidel en Angola. El bajito fornido estaba en la Contrainteligencia militar.

Y estaban condenados al sida torio sin tener sida.

A ambos les hacían las pruebas trimestrales cada vez que venían a la isla, y a ambos los habían mandado regresar de tierra angolana mucho después de darles el OK facultativo. Su tesis era que, muertos los muertos, es decir, Ochoa, Abrantes, Tony y compañía, el nuevo aparato encabezado por Furri había decidió desactivarlos, sometiéndolos primero al bochorno de ser maricones y, segundo, a esa especie de prisión domiciliaria que era el sidatorio, antes de que dos años después mandaran a todos los enfermos, sin tratamiento, para sus casas.

Estaban convencidos de que Fidel no sabía nada de aquella componenda, y tras dos intentos fallidos de demostrar la limpieza de su sangre incontaminada en otras tierras con la ayuda abortada de Ezequiel, que había ido preso camino del aeropuerto por tratar de extraditar sus pruebas sanguíneas, necesitaban una persona allegada al Comandante que le dejara saber semejante estado de cosas.

Les expliqué ser la persona menos indicada para dialogar con el Comandante, puesto que habíamos roto relaciones personales gracias a una anécdota referente al turismo internacional.

Bis Jackie Kennedy, la biógrafa, daba vueltas por el lugar a bandazos, sabrosona de «saoco», ron con agua de coco fresca y limón, apurándome porque había organizado una cena para esa noche con personalidades del cine cubano y una poscena con un pepillo fabuloso.

Pero yo estaba en otro de mis caminos a la tristeza:

—Si ustedes dos fueron hombres de confianza de Fidel, no va a pasarles nada en la vida que él no sepa. Y si están detenidos en el sidatorio, acusados, como dicen, de ser maricones, ésa es su voluntad. Y más si la cosa viene a raíz de la causa número 1 del 89. Mandó matar a sus propios amigos.

Pero no los convencí. No se le puede decir que no a una tragedia humana. Regresé a La Habana determinada a hacerle llegar el mensaje al Supremo. Era la primera vez que le escribía desde los diez años: «Hay unos cuantos pacientes del sidatorio que se dicen sanos y víctimas de equivocaciones. Gente dura de la guerra de Angola. Alegan estar en el lugar sin tu conocimiento...»

Y añadí algo sobre la amenaza de volar el arsenal y la estación de gasolina, sabiendo que para el Comandante es un principio filosófico dejar que los problemas encuentren una solución en sí mismos y, puestos a ver, si los enfermos volaban su hospital, iba a tener dos problemas menos.

Para hacer llegar el mensaje se me ocurrió contactar a uno de los Cinco Vegetales, mis hermanos menores. Un enfermo4 a la cibernética y a la carrera de maratón, que compartía ambas obsesiones con un amigo común.

Tras explicarle el asunto a mi pobre hermano en una reunión clandestina, le entregué la cartica.

Al Comandante, como supuse, el asunto le importó un bledo.

Estaba ocupadísimo.

La Opción Cero anulaba la gasolina y, por ende, el transporte público o privado. Había despedido a la mitad de los empleados públicos, innecesarios en época de crisis y los había mandado a casa con un retiro, y la misión de vigilar el vecindario y denunciar irregularidades.

Y como el transporte público estaba exterminado, repartió bicicletas para que la gente siguiera yendo a las clases y al trabajo imprescindible.

Las bicicletas eran chinas, según una patente que los ingleses le habían vendido al Imperio recién terminada la Segunda Guerra Mundial, allá por el 46. Igualita a la que me habían traído los Reyes treinta años antes. Era... ¡Era el juguete básico de las ferreterías! A una tríada de generaciones se le revolvió la infancia frustrada mientras Papá Noel satisfacía al fin el anhelo repartiendo bicicletas entre el Partido y las Juventudes Comunistas.

Hay que ver las capacidades de tracción insospechada que tiene una bicicleta china de la Segunda Guerra: familias enteras en asientos añadidos, y en remolques improvisados, refrigeradores, cakes de boda, materiales de construcción y todos los contenedores de la Bolsa Negra.

Mami andaba feliz y admirada con la inagotable inventiva cubana. Empezó a llevar su cámara fotográfica en ristre.

A mí, la imagen de un individuo raquítico jalando como un buey a sus dos hijos y a una esposa de nalgas rebosantes, me ponía tan triste como cuando veía pasar a una novia velada camino del Palacio de los Matrimonios acarreada por un padre sudoroso al borde del infarto. A la par de ese impulso feliz floreció el crimen, porque los chinos no tenían repuestos para esas máquinas prehistóricas y la inventiva rateril se explayó en una serie de técnicas sofisticadas para el robo de bicicletas. La más común era extender un alambre de lado a lado de la calle aprovechando la complicidad de los apagones. Muchos niños murieron desnucados sin redención.

La Mumín crecía feliz, viajando entre sus dos casas. Empezaba a caminar con las punticas de los pies abiertos y tenía la cabeza llena de moñitos. Se estaba volviendo bailarina. Pero cuando terminó el segundo año, la botaron.

Dos años antes mi hermano Fidelito había impuesto a su hija —una rusita gorda y alta que se paseaba entre los niños de primaria en uniforme de preuniversitario— con la ayuda de un par de matones que amenazaron a la directora con las furias del cielo. La directora probó fuerzas con la nieta número 2 del Comandante y ganó la partida.

Tenía mi hija diez años, pero nunca es demasiado temprano para empezar a cargar culpas ajenas.

El sueño martiano de las Escuelas en el Campo acabó por convertirse en terrible realidad desde que Fidel las declaró obligatorias, y cerró todas las secundarias y preuniversitarios de las capitales de provincia.

Amparado en la falta de gasolina, declaró que los muchachos sólo podrían pasar en casa tres días al mes.

Los osados que elevaron sus protestas en las asambleas del partido fueron silenciados, y la gente acabó por resignarse.

La escasez impuso en las escuelas reglas de cárcel: había que andar como los caracoles, con el cepillo de dientes y el pedazo de jabón en el bolsillo, dormir con los zapatos puestos y saber defenderse del robo y las provocaciones con las veinte uñas.

Una convocatoria en la Escuela Nacional de Arte arregló el asunto escolar de mi hija y la Mumín cambió las zapatillas de punta por la danza contemporánea. Alta, con el cuello largo, los hombros perfectos y un empeine como una luna crecida, daba gusto verla.

El primer año pude llevarla y traerla porque a veces volvía la gasolina. El segundo año la gasolina se fue para siempre y la niña caminaba de madrugada y noche cerrada por la avenida, para irse enganchada en alguna espalda medio metro por fuera de la puerta de la guagua. El tercer año lo hizo en mi vieja bicicleta.

Ahí nos empezó la angustia.

Para ella eran veinte kilómetros. Para algunos maestros eran más de tres horas pedaleando con un poco de azúcar fermentada en el estómago y una inyección de ocho onzas de masa cárnica al mes. Empezaron a desertar del trabajo.

A todas estas tuvo Mumín su primer problema político y, quién lo diría, por culpa de la Pantera Rosa. El hábito de chillar lemas en la formación de los matutinos es una costumbre revolucionaria que se mantiene. Cada mañana la clase tiene que innovar.

A Mumín, que había visto la tarde anterior, en casa de una amiga mía, una postal de la Pantera Rosa, se le ocurrió que el texto podía servir. De modo que ella y sus compañeros profirieron a coro:

«De mañana no como

Pienso en ti

De tarde no como

Pienso en ti

De noche no duermo

¡Tengo hambre!»

Lo cual me costó una asamblea urgente con la dirección de la Escuela Nacional de Arte para discutir las alusiones desvergonzadas de mi hija a la hambruna nacional.

Volví a casa de mi amiga:

—Necesito urgentemente que me prestes la postal de la Pantera Rosa. Mañana te la devuelvo.

Así salvamos la Pantera y yo a la Mumín de tener una nota nefasta en el expediente académico.

Las incursiones de mi duende hasta una escuela sin maestros me pusieron el corazón en la boca y a ella el ánimo depresivo.

Mientras más bicicletas se repartían, más crímenes y más accidentes florecían.

En mi edificio se mató la novia de un vecino una noche húmeda en que al artilugio chino le fallaron los frenos y la muchacha embistió el trasero de una guagua pasándole por debajo.

—No le quedaba nada, Alina. ¡Ni las nalgas, ni el vientre, nada! —decía el muchacho.

Todos los días alguna tragedia conmovía al vecindario.

Fui a dar una vueltecita por el Cementerio de Colón. Pregunté por un muerto imaginario.

—¿Me puede decir dónde han enterrado a Mamerto Navarro?

—¿Cuándo entró ése?

—Ayer.

—¿Ayer a qué hora? ¡Es que no paran!

Allí reinaba el orden. Los fiambres entraban cada diez minutos.

—Por la tarde, creo. ¿Hay mucho trabajo?

—¡Lo nunca visto!

El viejito estaba feliz. Nunca había sido tan útil desde que empezó a llevar los registros en el año 60. Al revés que el embalsamador de la momia de Lenin, privado de su razón de ser desde que cayó el Campo Socialista.

—¿Qué, la gente se está muriendo con más ganas?

—Ni que lo digas, m’hijita. Desde el período especial y las bicicletas tenemos más de cuarenta y cinco diarios. Antes no pasaban de quince.

En mi patria, el capricho de mi padre por jugar al comunismo había triplicado las defunciones en menos de dos años. Estaba diezmando a Cuba.

Yo tomaba notas de todo en una libreta de teléfonos negra, porque estaba reuniendo datos para un libro. Los datos abarcaban la amplia gama de la estadística del desconcierto. No iba a ser la primera ni la última vez que fuera donde estaba Mumín llorando. Le rogué que pensara en dejar su escuela. No valía la pena arriesgar la vida por asistir a clases de maestros invisibles.

Caí en una época de evasión perfeccionista. Resignada a vivir eternamente en aquel loquero y sucursal de prensa de la calle 35, en homenaje de respeto a la gente que iba y venía desde sus miserias como quien transita por el cuerpo de Emergencias de un hospital, y en homenaje de respeto a Mumín, que tenía que vivir ahí más que nunca por culpa de las bicicletas y la actitud antideportiva de sus maestras, me propuse arreglar el apartamento a lo grande. No se puede dar masajes curativos, echar el tarot esotérico, recibir a los amigos y a los provocadores, sosegar la angustia de la disidencia militante, criar una hija ni hacer el amor en un sitio como ése, desgañitado de gritar desorden y amargura. Pero ésa no había sido mi intención primigenia.

Todo ocurrió gracias al inodoro tupido.

El nuestro estaba in extremis, no se sabía por qué. Como estos servicios no son oficiales en mí tierra, ningún inodorólogo ilegal aficionado pudo hacer un diagnóstico, hasta que llegó el Mago Alberto.

El inodoro tupido fue durante año y medio mi objeto de adoración y añoranza profundas. Después de un exorcismo con salfumán o de luz brillante con candela, me quedaba ahí mirándolo y rogándole que tragara, como a un abuelo enfermo.

Hasta que conocí a Alberto el Plomero y Alberto el Plomero me presentó a su colega Idulario y su colega Idulario a Armando, que era mecánico, y se me remendó la existencia. Todos trabajaban en la ruta 27 del transporte urbano, donde no tenían mucho que hacer porque quedaban dos ejemplares ambulantes. Les sobraba el tiempo libre. A partir del momento en que Alberto extrajo un enrejado plástico que había sido meses antes el continente de un desodorante, y descongestionó al inodoro, se me destupió el modo de vivir la vida:

—Hay que pintar de vez en cuando la casa en que se vive, que esté bonita. Y lo mejor es tener calentador y bañarse con agua caliente. Y hay que tener arreglado el carro —aconsejaba el Mago.

Era el primer ser humano que en vez de problemas, traía soluciones, Dios lo bendiga. Se puede asimilar toda la mierda ajena, pero es difícil salir de la propia sin halar la cadena. De los talleres de la ruta 27 empezaron a llegar instrumentos milagrosos: una pulidora capaz de cortar hierro y piedra, un soplete medieval y un jugoso juego de espátulas. Nunca fui más feliz que en el éxtasis de carpintero albañil, restañándome las quemaduras y las heridas. En ésas estaba cuando avanzó pasillo adelante una fragancia a libertad muy bien terminada: un playboy trascendido de edad, de lino y encorbatado impecable, melena rubia ceniza confundida de canas y las amiguitas del sol de los yates y las piscinas.

Pensé que era de la prensa y lo amenacé con la pulidora.

—Oh! Don't worry! I didn’t come for an interview. Other plans! We, friends!

Pensaría que una señora enmascarada, de pantalón amarrado con alfileres de criandera y blandiendo una pulidora tenía que ser subnormal, y como se verá, no lo pude convencer de lo contrario.

—My name, Marc. Me and you, food. Me here at nine.

Apagué la pulidora y me negué con vehemencia. Estaba obsesionada. Estaba penetrada por el optimismo existencial de mi Plomero. Estaba precisamente arreglando la cárcel que era mi apartamento, porque salir de ahí me dejaba todavía más expuesta. Con más miedo. Hacía rato que no hacía nada legal, y hacía rato que me había negado un tránsito placentero por La Habana. Como hija del Lord de los apagones y el hambre y la miseria de la gente. No iba a andar por ahí comiendo en diplorestaurantes...

Pero no me hizo caso. Un mal hábito que adquirió inmediatamente.

Me llevó al Tocoloro, predilecto de Gabo y de todos los importantes que visitan la isla. Desde el chef hasta el que lava los platos es de la Seguridad, y hay micrófonos hasta en el hielo.

Marc pensó que yo era muda y oligofrénica perdida. Estaba lleno de planes: lo mismo le daba hacer un libro de recetas de langosta, cantar y producir canciones cubanas, que venderle delfines amaestrados a los hoteles del turismo en Varadero. Al parecer, surcar el agua a lomos de un delfín por cincuenta dólares ida y vuelta es el sueño erótico de todos los turistas, pero la verdad, yo poco sabía de las excelsas búsquedas de emociones de los habitantes de este mundo.

Traté de venderle a abuela Natica, la Culinaria, entre sus amplísimas facetas, con su receta de langosta al cacao amargo, y a mami, la Sabedora de Todo lo Cubano, para que le seleccionara sus canciones, pero no sabía qué hacer con los delfines. Lo cual nos llevó, una vez fuera del paraíso gastronómico, a mencionar mis inquietudes y me puse locuaz:

—¿No te gustaría hacer un libro? —preguntó.

—¡Por supuesto! ¡Tengo unas libreticas donde está anotado todo!

—¿Cómo anotado todo? ¿Todo qué?

—Pues todo, los miles de presos políticos por propaganda contrarrevolucionaria y en cuáles cárceles, los experimentos en los hospitales, los ensayos de las vacunas en los niños, todos los caminos del tráfico de la droga aquí en Cuba... Lo tengo todo apuntado en mis libreticas, con nombres y apellidos.

—Sí, sí... Pero yo pienso en algo más personal. Donde cuentes cómo y dónde naciste y cosas de ésas. Los temas políticos no le interesan a nadie, ¿sabes? La gente se cansa con las tragedias y Cuba no está peor que Argelia o Palestina, por no hablar de África...

—Pero si la subversión y el desarreglo en África empezaron desde que el Che y las Tropas Especiales cubanas les fabricaron a héroes como Lumumba...

—Sí, sí... Ya me imagino. Pero eso fue en los sesenta, y estamos en los noventa. A la gente le interesan cosas de tu padre...

—¡Claro! ¡Si él tiene la culpa de todo!

—Sí, sí... Eso ya se sabe, o no le interesa a nadie. Hay curiosidad por sus cosas personales.

—¿Personales? ¿A quién le importa si los calzoncillos del Comandante son de elástico o de patica? ¡O si se pone arriba o abajo o si hace el 69 en la cama! No tengo la menor idea de sus pruritos sexuales. Ve y pregúntale a mi madre, ¡cabrón!

¿Quién me iba a decir a mí, allí sumergida en lo que yo consideraba una tragedia, que Cuba no era otra cosa, a los ojos del mundo, que una curiosidad insaciable por los hechos y cohechos del Comandante, y el pretexto culposo de mantener alebrestada a la izquierda del mundo contra el Imperialismo?

¡Ay mísera de mí, ay infelice! Estaba convencida de que los cubanos éramos una fracción del mundo visible.

—No te molestes. La gente también quiere saber de ti. De cómo naciste y por qué...

—¡Vaya! ¿Acaso no es más que sabido que nací con los padres cambiados? ¡Y todavía me preguntas por qué! ¡Como si no estuviera claro! ¡Ya lo sabrán hasta en Tierra del Fuego!

—Sí, sí... Veo que hay muchas cosas que ignoras: cómo se mueve la opinión pública; qué temas son sensacionales. Tal vez el libro que se espere de ti no sea el que quieres escribir.

Vayan ustedes a Cuba y vivan allí desde 1956 para ver si averiguan cómo anda la libertad de prensa desbocada por el mundo, en manos de Ted Turner y Rupert Murdoch, cada uno con sus ansiedades, el primero por burlarse del establishment americano y el segundo por destruir a la monarquía.

Ni la parte deteriorada del occipucio mío adivinaba de qué iban la literatura y la prensa. No sabía que hay gente capaz de robarte la historia nada más que por salir en la televisión. La verdad es que ignoraba el asedio irrespetuoso de algunos homo sapiens cuya intención y modo de vida es escarbarle la mierda a la gente debajo de los pies, por relumbre y dinero. Ni mi biógrafa borracha y fina parecía tan malintencionada y peligrosa como para poner en tendedera los bloomers sucios desde mi abuela hasta mi hija adolescente. Estaba virgen del camino que ha ido tomando la noticia y hasta pensaba que lo del Lumiére fotógrafo y mis amigos entrañables Osvaldo y Femando, había sido un error lamentable.

—Marc, yo no sé. Lo que quiero escribir está en mis libreticas. Son números y estadísticas.

—Volveré con alguna proposición. Cuídate. —Mi Marc estaba lanzadísimo—. Escogeremos muy bien a tu ghost writer.

—¿Qué cosa es un ghost writer?

—Pues un individuo que cuenta tu historia como si fueras tú. Ni siquiera aparece en los créditos del libro. Es eso mismo, el escritor fantasma. Se usa para la gente que no sabe escribir.

Ignoraba que la estafa formaba parte de la literatura actual. Ignoraba un montón de cosas. Pero he acabado por aprender y he entrado en razón.

Sacar de Cuba la sangre de cinco hombres acusados de tener sida y retenidos por ello en el sidatorio fue más patético que arriesgado. Había pedido la colaboración de un periodista, a cambio de información escrita sobre las incidencias en aquel edén de la plaga del siglo y, sobre todo, de la fórmula que los mantenía en salud. El hombre prometía esperarme camino al aeropuerto y extraditar unas muestras.

Eran las cinco de la mañana y la agitación temprana en las calles indicaba el inicio de las peregrinaciones al trabajo.

Días antes había robado unas jeringuillas desechables y unos tubos de ensayo para que los presuntos enfermos pudieran hacerse las extracciones.

Mumín estaba conmigo esa madrugada. Cuando la vi a la luz del amanecer cargando una lata de nescafé nicaragüense llena de tubos de ensayo en hielo, me di cuenta de que había sobrepasado el límite de cordura y de que el complejo de culpa me había cegado a tal punto de que era capaz de arriesgar a mi propia hija a un contagio irredimible.

El periodista, como planeado, se metió en el bolsillo del saco las probetas y volvió a los quince días con una lista de resultados positivos exactamente iguales para los cinco nombres, cuya clave estaba en mi poder.

Volví a la finca de Ezequiel con la mala noticia.

—Los han jodido —dije.

El masai y el contrainteligente repusieron tranquilamente:

—No puede ser. Nadie está exactamente igual de enfermo. Según dicen esos papeles, parecemos quíntuples.

—Todos hemos hecho lo posible. Prometí información sobre las irregularidades en el sidatorio y el nombre de la mata que los alemanes están convirtiendo en pastillas para levantar la inmunidad.

Me entregaron sus listas. Nunca supe qué hizo aquel mercader de la noticia con ellas. Las pastillas alemanas presurizadas no eran más que raíz de mangle rojo.

Gracias a la mala maña de trasegar muestras, visitar las cárceles, asistir a los actos de repudio y andar con la lengua suelta, la Seguridad me convirtió en vedette. Una cámara de vista fija instalada en el edificio de la esquina filmaba entradas, salidas, visitas y compañías. El nuevo ministro del Interior tenía tácticas menos personalizadas que las de mi difunto ministro de Sombra y yo les daba el gusto de la desinformación con una danza folklórica o un pornoshow en sombras chinescas, gracias a los apagones.

A los efectos, cambié de lugar el sofá de las inspiraciones. Si no tenía compañía, les hacía un solo masturbatorio que los debe tener alelados todavía.

La úlcera, imparable, me había empezado a fermentar todo el esófago, cuando volvió Marc con una proposición verbal. Conocía a un agente, dijo, que conocía a un editor. Y este editor estaba dispuesto a sufragar los gastos de sacarme del país con pasaporte falso y si no, a pagarme por el derecho a publicar mis alegrías y mis malas noches.

Opté por quedarme en Cuba y escribirlo allí. Estaba como Tortoló en Granada: loca por inmolarme con toda la denuncia social anotada en mis libreticas.

Le expliqué a aquel iluminado con ganas de arreglarme la vida que algunas precauciones eran muy necesarias.

—Si vamos a hacer un libro, lo primero es no hacerse notar. No los quiero a los dos, ni a ti ni al fantasma, juntos en la isla. Ese individuo se arreglará una visa de periodista y seré yo quien fije los encuentros, los lugares de encuentro y la salida de los cassettes y las notas escritas. Él tendrá material preparado para desinformar a la Seguridad cuando le hagan un registro, todo listo con preguntas y respuestas de por ejemplo...

—Oye, oye, ¿a ti qué te pasa? Esto no es una operación de la CIA.

—Mejor que no. Esos siempre se ponen en evidencia. Y están por Fidel. ¡Hazme caso, por favor! Se evitan problemas ustedes y me ahorran el insomnio.

Un latino es incapaz de convencer a un nórdico de nada. Al parecer, han desarrollado un don de la supremacía inquebrantable.

A todo Marc, como a todo Pepe, le gusta lo mejor. Para «trabajar» se alquiló una casa en la Marina Hemingway, el lugar de turismo más caro de la isla, adonde los cubanos entran si enseñan el carnet de identidad. Para descansar, separó para él y mi fantasma dos habitaciones en el Hotel Nacional.

Los dulces corderitos guardaron grabaciones y filmaciones en las cajas fuertes de sus habitaciones...

Una semana después estaban arrestados, ocupados y expulsados.

El fantasma no quiso volver nunca más, y a Marc se le ocurrió que hospedándose en Varadero, y viajando a La Habana de noche en un Ford Mustang alquilado, iba a pasar inadvertido.

Llegaba en medio de los apagones, con la mirada azul encandilada de miedo. Con tal de complacerlo, desplegaba yo una verborrea más insulsa que enloquecida, dirigida a recrear las horas laborales del oficial encargado de descifrar aquel fárrago incomprensible de neologismos masticados en inglés, y adornado con los gestos de la elocuencia.

Después de tres arrestos y expulsiones, no regresó.

Me llamó la última vez desde Milán. Lo habían montado en un avión no bien regresó a Varadero, después de unos cuantos empujones y el saqueo del equipaje.

—¡Pues aprovecha y vete a La Scala!

El mismo procedimiento expeditivo se usó en adelante con todo periodista que se acercaba a la casa.

Estaba yo totalmente inmersa en la tarea de poner en evidencia a mi padre por sus múltiples crímenes, cuando tuvo uno de esos gestos en los que aplica el cubismo a las cosas diarias mucho mejor que Picasso a su pintura.

Mi madre me llamó una tarde.

—Viene a verme un teniente coronel de la oficina de Fidel. ¿Qué querrá hablar conmigo?

Estaba atribuladísima. De modo que vigilé la llegada del emisario, lo llevé escaleras arriba y lo dejé en el portalito de los helechos con ella, presa de un ataque coloquial nervioso.

Hasta que el hombre pudo meter baza:

—Me manda el Comandante porque sabe que mañana es el cumpleaños de su nieta, y está preocupado porque no sabe qué regalarle.

Mi madre cayó en un mutismo de adoración.

—Tiene que estar despistado el pobre. Hace unos trece años que no la ve... —dije.

—¡Eso! Yo pensé (fue una iniciativa mía, ¿sabe?) que como ahora la cosa de los retratos está tan difícil con la falta de rollos y papel y eso, y nosotros tenemos, vaya, en la oficina hay tan buenos fotógrafos y material, pues que vendría bien hacerle unos lindos retratos de quince a la niña, y así de paso vé cómo luce y se le ocurre el regalo.

Me imaginé a Mumín con una pamela plástica, acostada con las manos debajo de la barbilla y las paticas cruzadas en alto, sobre una sobrecama de satín llena de almohadones de raso bordado. O posando delante de un espejo en el hotel Riviera, con un vestido de encaje de nailon alquilado en la casa de las bodas. Es el ritual al que someten a sus hijas quinceañeras miles de padres en la isla.

Mumín odia que la retraten.

—A mi hija no le gustan las fotos. Dígale al Comandante que con un ramo de flores quedará como un caballero.

Dejé a mami enumerando la lista de sus necesidades más imperiosas: unos cuantos sacos de cal y cemento para repellar las paredes de la casa; unos galones de pintura blanca; unas decenas de ladrillos para reforzar el muro derrumbado...

El teniente coronel tomaba nota concienzudamente, desde ya sabiendo que nada de eso iba a aparecer en su reporte.

El día del cumpleaños, el teléfono del apartamento resucitó de una muerte agónica que duraba tres años.

El Alto Mando quería saber si habría alguien en casa. Un oficial con un ramo de flores apareció entrada la tarde:

—¡Estoy en esto desde las seis de la mañana!

—Pero ¿por qué? ¡Si es nada más que un ramo de flores!

—Es que no quedan flores por toda La Habana. Tuve que buscar este ramo en Pinar del Río.

Había olvidado que la desaparición de las flores fue el primer gesto rebelde de la ecología. Me juré que mi hija no iba a terminar la adolescencia en la isla.

Mi Habana seguía mudando de ruidos y de texturas.

Las paredes de las casas reventaban en fístulas morbosas, acusando el descuido de casi cuarenta años.

Una fachada completa de un edificio del Malecón se vino abajo para revelar unos espacios de ratonera, unas condiciones de vida infrahumanas.

Los portales —esa gloria de la ciudad, el espacio ensombrecido y resguardado del sol que era la alegría del dominó de los vecinos y la paz de los caminantes, que podían andar guarecidos del sol del trópico cuadras enteras—, estaban apuntalados con tablones y vigas viejas amenazando derrumbe.

De noche, para escapar a la oscuridad de los apagones programados por más de ocho horas, los vecinos se arracimaban en los bordillos, aguantando el cansancio y rehuyendo el momento de irse a la cama en una nube de calor cargada de mosquitos que había perdido hasta la posibilidad de ser íntima.

Es por eso que habían cambiado los ruidos y los sonidos, porque La Habana era un nido desatado de pasiones nochescas, y amparadas tras las disonancias de las radios a toda voz y del ruido engañoso de los ventiladores, refugiadas en una burbuja de vacío ilusorio, las parejas solían hacer el amor tan desbocadamente que uno podía caminar por las aceras meciéndose con los gritos, los gemidos, las risas y los llantos del placer, y hasta los bancos de los parques tenían su propia historia.

Pero en el año 93 se vivía para silenciar la angustia.

Extrañando una colada fresca de café, asunto que en la isla es de vida o muerte, o un trago de aguardiante de caña, que es el otro asunto importante, la gente se sentaba a hablar de cualquier cosa con tal de paliar la infelicidad de estar a oscuras.

Había sobrevivido la mitad del año en un estado de semialienación mediativa. La úlcera me doblaba en vómitos de sangre y mami se había gastado una pierna de la Femme Cheval encargando las medicinas de la cicatrización, de la acidez y del dolor inútilmente.

Estaba aterrorizada por mi hija. Le había enseñado toda técnica de gurú, ya fuera indio, japonés o tibetano, para que se defendiera de la gente y del absurdo en que se le habían convertido los días con la inactividad forzada.

Aventábamos los apagones de cada noche encaramadas en la azotea de casa de mi madre, atragantándonos con luces siderales, intentando aprehender las corrientes cósmicas y polares, y extenuándonos en Respiraciones Universales de invención casera, cuando no estaba yo atormentándola con un hierro de convertirle los huesos de los empeines y de las tibias en armas defensivas, o hecha un sensei contándole los abdominales y las cuclillas, y midiéndole el endurecimiento de los nudillos.

Pero bastaba con bajar de aquellos retiros para volver a oír el rumor sordo del descontento ajeno.

Era una situación de locos y, para colmo, ninguna circunstancia me metió en el camino esperanzado de la esquizofrenia, aunque le había escupido más Coronilla a los Guerreros de la africanía que una destilería, y me había fumado al revés tantos tabacos, que acabé por echarme la culpa del fracaso de la brujería: debía tenerlos mareados o borrachos.

Estaba desesperada y casi lúcida. Quería sacar a Mumín de Cuba y quitarle de arriba todas las cargas hereditarias que a mí no me perdonaban, y, en cuanto fuera posible, alejarme de ella, restañarme las heridas y dejarla crecer tranquila hasta que yo misma estuviera curada, porque mala es la vida que se le da a los hijos en el exilio, cuando uno sale desgajado y pierde el amor por sí mismo en las travesías.

Fue un viernes de diciembre al mediodía cuando me visitó la magia, que suele tener extrañas envolturas.

Mi magia era frágil y redondita y se llamaba Mari Carmen.

Ciertas advertencias de mi amigo Osvaldo desde Miami la antecedían. Pero yo andaba con la amistad escaldada desde que Lumiére me inmortalizara en las revistas reclinada en body negro a lo «sirenita de Copenhague» y rodeada de niñitos descalzos mencionando el precio de la carne de gato én la Bolsa Negra.

Sin embargo, cuando la vi emerger del turist-taxi amerizado al noroeste de la fosa séptica, supe que un advenimiento importante estaba por suceder y que a partir de esas visitas se me iban a trastocar las realidades.

Una jaba enorme de El Corte Inglés la delataba española. Fui a esperarla al borde de la escalera para hacerle el gesto del silencio obligado, con la delicadeza de una cautela que sólo se depura cuando se ha estado sometido a vigilancia y escrutinio por tanto tiempo.

La invité a sentarse en el balcón y empezamos una conversación intrascendente para uso de cámaras y micrófonos.

—Te traigo algunas chucherías que te manda Osvaldo.

—Ah, sí. Un aparato de asma, me ha mandado a decir. Y un best-séller.

—Es uno de los mejores libros que se han publicado en España últimamente. ¿Sabes?, España pertenece ahora a la Comunidad Económica Europea...

Para mí eso era esperanto.

Y así seguimos hasta que la invité a cruzar a la casa de la esquina de sombra, donde reina mi abuela Natica.

—Es una institución —dije—. Y adora a Osvaldo...

Cruzamos la calle, nos sentamos en la cocina con la radio bien alta y abrimos fuego.

—¿Cuál es el plan? —pregunté.

—Tengo que hacerte unas fotos de pasaporte...

—Ya. Me gustaría saber de quién es el plan y quién más está detrás de todo esto.

—El plan es de Osvaldo y Femando. Lo están apoyando Armando Valladares, Mari Paz y la señora Amos.

Armando era aquel preso que había perdido la adolescencia en una cárcel política de la isla. Mari Paz resultó ser una española que había ayudado al rescate de otros presos de conciencia. La señora Amos era una cubana del exilio que había ayudado al piloto Lorenzo en una operación arriesgada en busca de su mujer y sus hijos, un año antes.

—Esto es la Operación Prima. A los efectos de la muchacha que va a prestarte el pasaporte, tú eres prima de Osvaldo.

Inicié un argumento barroco acerca de fugarse a los cuarenta años, dejar una niña atrás y haber desperdiciado la vida.

—Eso ya está cumplido. No se puede echar el tiempo atrás. Ahora tienes la oportunidad de hacer algo por tu hija.

—¿No hay nadie más detrás de esto?

No había nadie ni nada más que el tiempo que había demorado Osvaldo en encontrar financiación y apoyo.

Mari Carmen no es cristal ni hierro: es corazón y carne. Estuve más cerca de ella de lo que estaré nunca de nadie. Se arriesgaba por solidaridad, y yo estaba viendo mi primer milagro.

—Tengo que llevarme el pasaporte a México el martes. Regreso con él el viernes. El vuelo tuyo sale el domingo por la tarde. Cuando estés en el aire, la niña que está conmigo denuncia la pérdida del pasaporte y de la cartera a la policía. Como la embajada demorará en hacerle un salvoconducto, hemos pensado pedir un cambio de vuelo para el miércoles.

Un periodista de Paris-Match iba a ser testigo presencial. El último día, en algún punto de encuentro, me entregaría el pasaje, el pasaporte y el equipaje. Llegaríamos juntos al aeropuerto.

—¿Cómo piensas que se va a mantener secreta la noticia desde el domingo hasta el miércoles, hasta que salgan ustedes de la isla?

Paris-Match lo ha prometido.

El periodista y el viaje juntos al aeropuerto me disgustaban, porque cada periodista que entra a Cuba está fichado. El Ministerio de Relaciones Exteriores que otorga las visas de permiso tiene un archivo con sus tendencias políticas y, si es posible, hasta sus inclinaciones sexuales.

Mari Carmen me dijo que tenía libertad para modificar los planes.

Mumín entraba y salía de la cocina con ese aire de lucecitas que arrastra y la mirada sabia.

Volvimos al apartamento para hacer las fotos.

Dispuse sábanas y lámparas en el cuarto de mejor luz. Saqué la peluca de la bolsa de El Corte Inglés y me estuve maquillando más de una hora. Fue cuando descubrí que hacer de extra en la filmografía cubano-española y soportar cuatro años de malquerencia y humillaciones en La Maison tenían su sentido secreto: me conocía la osamenta. Podía transformarme pintándome como un cuadro, dando luces y formas donde no las había, opacidad y relieve.

Nos despedimos en los bajos del edificio.

—El sábado que viene es el cumpleaños de la niña... ¿Vas a venir? —pregunté.

—Aquí estaré.

No quería estropearle la fiesta a mi hija con aquella trama digna de James Bond y mucho más complicada que cuando nos disfrazábamos para visitar las cárceles políticas, nos íbamos a cambiar dólares, o extraditábamos sangre prohibida. Mi hija había vivido sometida a todas las presiones de las matriarcas, sin contar con las mías. Había crecido en aquel loquero, llevando y trayendo los mensajes urgentes de una legión de oprimidos y gentes con problemas. Le guardé un secreto por primera vez, lo cual es una buena práctica.

Pero ella se encamaba conmigo todas las noches a partir de la visita. Nos dormíamos con las manos enredadas en un nudo de amor incondicional, y yo sabía que ella lo sabía todo. Mumín decidió bautizarse a los quince años, y la noche de la fiesta una caterva de adolescentes recién conversos bailaba en los altos del garaje de casa de mami, esperando el apagón anunciado.

Caímos agotadas en la cama, y cuando ya estuvimos enlazadas y acomodadas, le conté:

—Me voy mañana, Mumín. No te lo dije por no estropearte la fiesta. Pero te juro que antes de que pasen quince días vamos a estar juntas.

—Yo lo sabía.

Mumín cree en mí sin cortapisas. Se durmió con la misma paz inquieta y cansada que habría sentido el rey Arturo al descubrir el significado ignoto del Santo Grial.

Le eché arriba sin consideración la carga de disimular mi huida. Tenía que mantenerme viva entre los vecinos y doblegar la curiosidad inquisitiva de mi madre.

Me levanté callada y me senté a imitar la firma de mi donante universal y a aprenderme sus señas y sus datos, porque estaba determinada a hacerme pasar por ella en el sinfín de interrogatorios que podían esperarme en el aeropuerto.

Preparé mi salida desde días antes: con lo que me quedaba de la Femme Cheval hice un periplo por todas las diplotiendas. Porque quería desinformar a la policía secreta y porque estaba renuente a irme de Cuba en tenis y camiseta, disfrazada de turista providencial. La culpa fue de la peluca: aquel hirsutismo frondoso era más antinatural que las uvas tropicales. Para disimularlo necesitaba una gorra. Una gorra a juego con el impermeable marrón que Osvaldo me había mandado. Tenía una gorra en satín beige de Chanel que la biógrafa bonachona, Bis Jackie Kennedy, me había regalado en uno de sus escasos gestos de generosidad. Y para que todo combinara, necesitaba unos botines carmelitas.

Le pedí a una amiga la libertad de su apartamento.

—He conocido a un periodista y no quiero que me lo manden al espacio antes de que le dé unas listas de nombres de presos —fue el bochornoso pretexto.

A las once de la mañana siguiente estábamos Mumín y yo en el garaje de casa de mi madre, en pleno apagón, destrabando una puerta eléctrica del año 54. Yo sacaba a martillazos tomillos y poleas desde el techo del carro. Mi hija me sostenía las piernas estoicamente y vigilaba la aparición de curiosos.

Días antes había cargado el maletero del Lada con lo imprescindible para el disfraz. El apartamento prestado formaba parte de un recoveco más complicado que el laberinto del Minotauro. Parqueamos lejos y nos intrincamos en los pasadizos y escaleras del hábitat de mi amiga. Me estaba maquillando y Mumín repasaba el Rosario cuando llegó el periodista de Paris-Match.

Una máscara Kabuki le salió al encuentro chapurreando un francés pretérito:

—Êtes vous mon compagnon?

—Oui...

El hombre tenía el color del miedo y olía a alcohol mal digerido. Traía un maletín en una mano y en la otra unos papeles arrugados y una botella de ron.

El maletín era mi equipaje de repuesto, y los papeles viejos el pasaje para esa tarde. La botella era su estímulo necesario.

Cuando lo vi, supe que si me iba con él tenía todas las esperanzas perdidas.

—Váyase solo. Llegue quince minutos tarde y si me ve en el aeropuerto, no trate de acercarse: usted lleva rabo. Cuando estemos en el avión, si llego, quédese lejos de mí. No se me acerque hasta que llevemos más de tres horas en aguas internacionales.

El hombre estaba loco por sacarse el problema de arriba y se largó.

Acabé de maquillarme. ¡Me había hecho una boca de cine! Chanel Passion. Le pedí a Mumín que me pidiera por teléfono un turist-taxi vía aeropuerto. Tuvo que salir del edificio y arreglárselas sola porque todos los teléfonos estaban rotos.

Vigiló el taxi en los bajos y vino a buscarme.

Me acompañó hasta el carro. Le entregamos el equipaje al taxista y yo empecé a decirle en el acento más castizo que se haya escuchado nunca:

—¡Mi hermana que no ze ponga azi, hombre! ¡Qué forma de llorar! ¡Dile que antez de fin de año te mando a buzcar con beca y todo!

Y le di un abrazo a mi hija de corazón a corazón, en el que le dejé toda la energía que el amor genera.

Poco antes de llegar al aeropuerto saqué de la cartera mi última carta: un pomo de Chanel 19 que iba a dejar ciegos, sordos y aniósmicos a todos los guardias de la Seguridad que custodian el aeropuerto.

El primero que reaccionó fue mi chofer: un efluvio enmudecedor lo dejó tarado e incapacitado para seguir preguntándome de qué forma iba a llegar desde Madrid hasta Vigo.

—¡Puez en tren! ¡Ez como ir dezde La Habana a eza playa maravilloza de Varadero! —iba diciendo yo, que no miro un mapa desde la infancia...

Una generosa propina en dólares lo convenció de situarme en el mostrador de Iberia. No tenía la menor idea de la disposición del aeropuerto.

Mi chofer entró a la sala de espera dando gritos:

—¡Quién es el último en la cola de Iberia!

Hubo una conmoción momentánea. Los de la Seguridad vieron y olieron a una mocetona ultrajantemente perfumada. Viraron la cara.

Gracias a llamar la atención pasé desapercibida.

Mari Carmen daba vueltas por el recinto, incapaz de irse tranquila sin verme subir al avión.

Entré a la «pecera», con un libro de Henry Miller. Me senté en el banco a esperar la última llamada.

Una hora después era libre.

Podía distinguir la silueta de Mari Carmen en la ventana cristalera. Le dije adiós con la mano.

Minutos más tarde estaba en el aire. Había dejado a mi hija en una isla calcinada por el descuido y el tiempo. Era una Cenicienta de cuarenta años cortando el aire en un vuelo de Iberia. Mi cochero era un piloto y mi carroza, un asiento en clase de fumadores...