EL ÁRBOL GINECOLÓGICO
Érase una vez un inglesito del nordeste de Inglaterra, en el pueblo de Newcastle-under-Lyme. Herbert Acton Clews se llamaba.
Y érase una vez Ángel Castro, un muchacho en un pueblo de Lugo, en Galicia, España. Y érase, nuevamente, un niño que vivía en Estambul de robarle a los ciegos, aunque tenía memorias de un imperio más grande, cuando su familia de judíos renegados le había borrado una letra a su apellido, dejándolo en Ruz.
Todos ellos se rascaban la comezón de una nueva vida.
Lo mismo le pasaría a un adolescente santanderino, Agustín Revuelta y San Román, descendiente de un hombre que en la corte de España tuvo el rango de «caballero cubierto ante la reina». En algunos países de habla hispana, el que un caballero sea «cubierto» significa que dicho señor conserva intacto su prepucio. En este caso se refiere a que no tenía que descubrirse la cabeza cuando se hallaba ante su majestad.
(No. ¡La cabeza kaput! ¡La que manda arriba!) Por favor, no nos pongamos verdes todavía.
Por los más variopintos motivos, esos machos decidieron correr su aventura por el ancho mundo. Eran aventureros todos y no daban demasiada importancia a sus raíces. El poder siempre se ha llamado buena fortuna y la buena fortuna se llamó siempre dinero.
Fue durante un amanecer cuando abordaron sus respectivos barcos. La mar océano se dejaba surcar tranquila, abierta a la libertad de todos los destinos.
Y casi puntualmente, siguiendo el uno la estela de espuma abierta por el otro como una huella recurrente en el mar, llegaron al puerto de La Habana capital, ese lugar que el pirata Morgan había evitado para ir a enterrar su tesoro en la carne más pulposa y llamativa de la playa de María la Gorda, una hetaira tropical que con los jadeos apopléjicos de sus orgasmos le regaló el secreto de un valle escondido que sigue inexplorado todavía.
El inglesito Herbert tenía un apéndice olfativo considerable para oler la fortuna, pero era aniósmico.
Uno de los españoles, el gallego Ángel, llegaba como quinto del Ejército español y había sido capturado en una leva medioévica que no supo eludir.
El turco se llevó un chasco entre tanta confusión de guerra coloniativa y adoptó el nombre castizó de Francisco.
El santanderino traía una carta de recomendación. Se estableció como comerciante en el ramo de los paños y se casó con María. Poco después les nacería Manolo Revuelta.
En Cuba los esperaban, en un punto del futuro incierto, las hembras con las que iban a iniciar su descendencia. En los albores del siglo las había hermosas, mezcladas de abolengos y de razas, hijas mulatas de gallego con negra escultural, o de nariz arrogante y porte apacible cuando algún indio autóctono revelaba su sangre a través de los siglos; hijas de chino con mulata, o de francés terrateniente con haitiana, cruces que iban blanqueando su sangre poco a poco.
No pasaron muchos años antes de que las familias Clews, Castro, Ruz y Revuelta cruzaran sus destinos. El destino es promiscuo.
Uno solo de ellos tuvo que volver derrotado a su terruño. Era Ángel. La guerra de independencia de Cuba lo había vencido. Una guerra heroica que duró tres años, del 95 al 98, y que dejó libres a los esclavos y arrasadas las provincias orientales, porque los insurrectos quemaron sus cañaverales y las mambisas incendiaron sus casas en la gesta libertaria.
Cuando el gobierno de España desmovilizó a las tropas coloniales, se le concedió a Ángel un dinero de retiro, que él aprovechó para volver a la isla deseada. Tenía una vocación de astucia imparable y traía muy bien pensado cómo usarla.
Compró un pedazo de tierra exiguo en algún lugar de la provincia más oriental y empezó a crear un fundo en un sitio llamado Birán. Poco a poco, a base de cercas removidas y vueltas a sembrar con la cómplice noche, empezó a ejercer un cacicazgo. Casó con María Luisa Argote y tuvo dos hijos, que se llamaron Pedro Emilio y Lidia.
Más interesante resulta el modo en que se aseguró la mano de obra más gentil y barata: contrataba a sus lejanos conocidos del pueblo galiciano por tiempos de cuatro años. Les prometía cuidarles los ahorros, haciéndolos comprar con vales en bodega propia. Y después, cuando ya habían cumplido su temporada, los llevaba a un lugar apartado y los mataba.
El inglés nada tenía que ver con aquella guerra, pero acabó en ella por pura casualidad. Era ingeniero naval y aprendió entre viaje y viaje el valor de las maderas preciosas. Se había comprado un aserradero, cuando inició un incipiente tráfico de armas para venderles a los cubanos insurrectos en lucha contra España. A los mambises. Tras una delación a las autoridades españolas, que lo venían cazando, tuvo que arrancar huyendo para la manigua y terminó la guerra con grados de coronel.
Un viejo daguerrotipo lo muestra en pelotas dándose un baño de río.
El prestigio de mambí le alcanzó para ser encargado, junto con otros ingenieros, de fabricar la parte inicial del Malecón de La Habana, el paseo costanero que arranca desde el puerto preciso que el pirata Morgan evitaba. Sus andares lo llevaron a Artemisa, en Pinar del Río, en el extremo de la isla opuesto a aquél donde Ángel tenía su señorío. Allí instaló una fábrica de electricidad y casó con Natalia Loreto Álvarez de la Vallina. Tuvieron cuatro hijos varones y una niña. A la niña le decían Natica y era una consumación perfecta. Fue una belleza agorera que llegó al mundo con la nueva Era.
A Francisco Ruz, por más que hubiera nacido y vivido con sus memorias, los destinos en esta encarnación le eran adversos. La desidia total se describe sola. Tenía el hábito de darse por derrotado y fueron el viento del fracaso, los caracoles, los pedazos de coco de la adivinación y los huesos y palos duros de la prenda conga de su mujer Dominga, los que lo pusieron en movimiento una mañana para recorrer la isla de un extremo a otro huyéndole a la miseria.
Salieron desde cerca de Artemisa. En una carreta tirada por un par de bueyes encaramó a su mujer y a sus tres hijas. Tuvieron que recorrer más de mil doscientos kilómetros hasta llegar al Birán de su destino. La menor de las hijas se llamaba Lina.
Revuelta no era un apellido de próceres, a pesar de contar con caballeros cubiertos ante la reina. Sin embargo, en el pueblo santanderino, desde la botica a la ferretería habían llevado el mismo nombre próspero. Pero el hijo Manolo, ya isleño y criollo, ni siquiera tenía la compulsión de la fortuna. Era un hombre ante el que las mujeres se relamen, y las rendía con unos ojos achinados, «dormidos», de esos que parecen ver debajo de la ropa.
Tenía una belleza intensa y desprotegida, y una personalidad avasalladora. Andaba por la vida con una guitarra y su voz de trovador.
Pero Manolo, para ser ciertos, no veía mucho más allá de su bruma. Se había aficionado a la mezcla del ron isleño con hierbabuena y azúcar. A ese veneno inefable conocido como «mojito». Siempre que podía estaba borracho.
Andaba el siglo xx haciendo sus primeros pinitos y por la misma época Lenin, inspirado por el querido Marx y su corte de Engels celestiales, se sentó a la sombra de los castaños de la fuente de Médicis, en un extremo de los jardines del palacio de Luxemburgo, en París, y se hizo la siguiente pregunta: «¿Qué hacer?»
Había agotado todos los placeres de los prostíbulos y hasta tenía la gloria de una enfermedad que en otras épocas sería tildada de vergonzosa. Estaba al amparo y buen recaudo del gobierno francés, que le pagaba cortésmente una pensión de exiliado. «¿Qué más hacer?», pensaba. Conectado al murmullo universal de la fuente, encontró una inspirada respuesta. Empezó a escribir como un poseso y descansó con el ceño tranquilo de quien se sabe con el poder de torcer los destinos. Poco después regresó a Rusia.
Francisco y Dominga habían atravesado la isla entera encimados en su carreta del infortunio.
Llegados a Birán, poco más les quedaba que echarse con la familia al mar.
Dominga se alambró el corazón y fue al encuentro de su última esperanza:
—Don Ángel, lo único que tenemos son mis brujerías y estas hijas. Escoja una de las tres, y déjenos vivir en el bohío de arriba...
Don Ángel había apreciado la viveza de la más chiquita, que tenía la edad de su hija Lidia. Ni un solo escrúpulo tenía esa niña, pero se le desbordaba una energía de alegría rebelde que no era la de esas guajiras sumisas y vencidas a las que él había preñado con numerosos hijos sin pena ni, mucho menos, gloria.
—Me quedo con Lina.
Lina, hija de turco y de cubana hechicera mezclada con mandinga, congo o carabalí, lloraría el dolor de sus primeras lunas y el desconcierto espantado de ver sus pantaloncitos babeados de sangre fresca, confundiéndolo con el dolor del momento en que perdió la inocencia.
Mientras tanto, el inglés mambí, ya instalado con su familia en la capital habanera, intentaba convencer a esa maravilla incongruente que resultó ser su hija Natica, y que interrumpía las funciones de los teatros y el tránsito de los tranvías a su paso, de no casarse con un inspector de obras públicas alcohólico. Adornando el castellano con relentes anglosajones, le predijo: «Ésa va a ser la desgracia de tu vida.»
Natica, una de las mujeres más bellas y asediadas de La Habana, musa de modistos y motivo de persecución de sátiros, se casó con un hombre bonachón y sin fortuna, Manolo, dejando destrozados un sinfín de corazones. Poco después les nacía una niña, mediado Sagitario.
Don Ángel, cacique gallego en un rincón perdido de la isla de Cuba, que había arrancado las ropas de una niña con zarpa tierna, lentamente fue prendándose de ella y siguió haciéndole los hijos con amor. El tercero le nació una madrugada, bajo el signo de Leo. Después de otear las estrellas, Dominga se arrodilló, besó la tierra y le dijo a Lina: «Éste es el único de tus hijos que va a ser algo grande en la vida.»
Los niños se llamaron Natalia y Fidel. Habían nacido en los extremos de ese caimán escorado en la arena que es la isla de Cuba. Los separaban cuatro meses de distancia en el tiempo, y la ancha sucursal de la vida que selecciona y define los avatares y los destinos.
A Naty la bautizaron debidamente. A Fidel no se pudo, porque era hijo natural y nació bastardo.
Pero Ángel tenía la hidalguía oculta en alguna parte de su orgullo. Habló con su esposa María Luisa y le dijo que no era justo con esos niños que le seguían naciendo de Lina a montones. Sin embargo, no estaba dispuesto a compartir su feudo. «¿Qué hacer?», se preguntó a su vez el gallego con preocupación inmediata y no filosófica.
Un tiempo antes de acceder al tribunal que resolvía los entuertos de los matrimonios mal avenidos, don Ángel le traspasó a su compadre del alma, Fidel Pino, el total de sus propiedades. Cuando se divorció, estaba legalmente arruinado.
María Luisa se quedó, según la ley, con una exigua pensión; el cacique gallego, con la mitad de los hijos: Pedro Emilio.
Después de un período prudencial, Fidel Pino, el compadre, volvió a ingresar en las arcas propietarias de Ángel lo que le había sido traspasado antes del divorcio. No hay nada como un buen amigo.
Lidia se convirtió en perfidia desde el punto y momento en que tuvo que abandonar los espacios inalterables de la finca para crecer en una casona desvencijada junto a su madre, abandonada por la querida.
La niña Naty fue creciendo sola en un hogar extrañamente dividido entre la conducta matriarcal de su madre Natica y la desesperanza existencial de Manolo. Tenía unos ojos verdes que le comían la cara y una mirada de vieja triste. Era una fuerza de la naturaleza: a los dos años sobrevivió a una peste que depredaba niños por centenares: la acidosis. Natica había dado el viaje de ida y vuelta a la desesperanza viéndola consumirse en un vómito continuo. Una mañana la dio por muerta y se sentó a llorar el desconsuelo en la sala, cuando vio pasar un ángel negro. Era Naty cubierta por el barro de unos frijoles que había trasegado a punta de cazuela en la cocina. Había roto la dieta líquida a que la tenían condenada desde hacía tantos días. Fue el primer caso en sobrevivir y revolucionó los tratamientos de la medicina pediátrica.
Repitió ese récord cuando a los quince años contrajo la brucelosis y tuvo que pasar meses de fiebre delirante metida en una bañadera de hielo.
Sobrevivió a la leptospira, a la hepatitis y a un perro que le mordió con saña el cielo de la boca.
Se convirtió en una adolescente bella y pronto en la mujer de moda, invitada por su risa de campana, su cintura de bailadora, rubia de piel trigueña con cuerpo de criolla, a todo acontecer social que celebrara La Habana.
El niño Fidel, junto con sus hermanos mayores, vivió sus primeras anochecidas en el bohío de paja al norte de la finca en que su abuela Dominga y su madre Lina llamaban a los espíritus tutelares con una vela en una mano y un vaso de agua en la otra, en unas cantilenas interminables.
Sin un solo amago de mala salud, sobrevivió sin embargo a los numerosos intentos de volar que hizo antes de los cinco años.
Empezó a educarse en una escuelita de madera a varios kilómetros de la finca. Cada madrugada, los niños tenían que acometer la guardarraya, ese filo de tierra sin desbastar que se abre camino entre la hierba de guinea y el marabú, para llegar al aula. Los hermanos tuvieron que ponerlo al final de la fila porque contrajo la extraña manía de caminar tres pasos para adelante y uno para atrás a medida que avanzaba.
También le daba por echar apuestas con el sol y se ponía a mirarlo fijo, a ver quién podía más, hasta que se le requemaban las pupilas. Entonces le entraba una furia ciega, porque odiaba perder.
Cuando Lina les castigaba las travesuras a cintazos y los hermanos se desperdigaban para evitar la azotaina, Fidel era el único que se bajaba el pantalón, le daba las nalgas y le decía: «Pégame, mami», con lo que le desarmaba el brazo.
Su primera humillación fue ver a su medio hermano, Pedro Emilio, montando a caballo, orondo al lado de su padre, mientras ellos tenían que mantenerse aparte como una mancha oscura.
No tardó en descubrir los métodos de don Ángel para devolver braceros a la tierra. Fue un alivio cuando Lina ocupó el lugar de María Luisa y los niños pudieron abandonar la escuelita rural para ir como Castro a las mejores escuelas de Santiago de Cuba, la ciudad capital de la provincia de Oriente. Pero mejor fue cuando lo mandaron a La Habana y aquello se quedó atrás formando parte de un pasado irredimible y oculto.
La buena suerte perseguía a Naty con encono. Si agarraba una raqueta de tenis, ganaba la partida. Si se tiraba a una piscina, salía del club con una medalla al cuello. Si miraba a un hombre, no pasaba mucho tiempo antes de que se le pusiera de rodillas.
Ni pasó mucho tiempo antes de que una de sus enfermedades fulminantes la postrara y, gracias a su apéndice perforado y gangrenado, conociera al doctor Orlando Fernández-Ferrer, quien, prendado de esas entrañas perladas de perfección nunca vista, la pidió en matrimonio.
Con él tuvo una hija llamada Natalie.
Cansada de tanta suerte sin compartir, se dedicó a mirar a los desdichados y a las víctimas de una república como todas, corrompida. Se unió a la Liga de Mujeres Martianas, que se dedicaba a mantener vivos los preceptos del incurable romántico, luchador y apóstol José Martí, en una profunda convicción antiimperialista. Descubrió una voz meritoria en Eduardo Chibás, líder del Partido Ortodoxo. Sea lo que fuera, ahí estaban sus adhesiones. Chibás acusó a un ministro del gobierno en funciones de robar en el erario público. Cuando en agosto de 1951, en una de sus emisiones radiales, se confesó incapaz de aportar las pruebas que confirmasen su acusación y se pegó un tiro, Naty fue y se mojó las manos en la sangre del hombre que no quiso vivir con el honor tachado de infundio.
Concomitantemente, en la época en que el doctor Orlando sucumbiera a la belleza entrañable de Naty, Fidel había encandilado a una jovencita preciosa de nombre Myrta y apellido Díaz-Balart, ligada por familia al abolengo político de la isla. Uno de sus tíos era ministro de Gobernación.
Tuvieron un hijo, llamado Fidelito.
Con la carrera de Derecho sin terminar y ningún oficio, intentó Fidel todas las empresas comerciales posibles: desde criar pollos a granel en la azotea del edificio, hasta administrar una venta de fritangas en una esquina de La Habana Vieja. Ambas empresas se vieron malogradas por el fracaso.
Fue entonces cuando decidió usar la astucia en política. Supo quitarse a los rivales de arriba y, en un ascenso escalonado de accidentes convenientes, alcanzó el estatus de líder estudiantil. Llegó a ser candidato a representante, postulado por un hermano del propio Chibás, del Partido Ortodoxo. Tenía una estatura irreprochable y el encanto de la desvergüenza.
Repitiendo la coincidencia en el tiempo de otras dos mujeres, Myrta y Natalia casi alumbraron a la vez sus primeros hijos.
Y aunque un rumor sordo culpó a Fidel de componenda en el suicidio de Eduardo Chibás, siendo él uno de los sucesores eventuales a la cabeza del Partido Ortodoxo, tales rumores no llegaron a Naty y, si llegaron, no mellaron su eterna confianza en la probidad del ser humano.
La llave le llegó a Fidel en un sobre de papel de hilo, envuelta en un aroma misterioso que no era más que Arpegio, de Lanvin. Era una llave de la puerta principal de un apartamento en El Vedado, con la que se brindaba ese espacio y el corazón a la continuidad de la causa ortodoxa. Estaba firmada por Naty Revuelta, que, sin hacer distinción alguna, había mandado copiar la misma llave tres veces, enviando las dos copias restantes a otros dos hombres, pilares ambos del partido chibasista.
Naty siempre olvidaba o no tomaba en cuenta que su cara, su talle y su clase ponían los corazones de los hombres a rebato. Tal vez se considerara anónima.
No pasaron muchos días antes de que, enfundado en su mejor guayabera almidonada, colgando oculto el amuleto abre-camino de su abuela Dominga, y con la línea de los pantalones recién planchada, se personara Fidel en la casa de Naty.
Tras pasar por la criba de una criada vidente y una madre inquisitorial, la dueña de la llave fue requerida.
Cuando Naty apareció en el recibidor, el coup de foudre los dejó sordos y ciegos.
Conectaron de inmediato y el mundo desapareció para los dos. Ella porque estrenaba su primera acción cívica y rebelde de adulta, y él porque estaba accediendo a un templo vedado. Naty lo invitó a su club, El Vedado Tennis, y él la invitó a una manifestación estudiantil en la escalinata de la Universidad de La Habana, en cuya cima se abren los brazos regordetes del Alma Mater cubana.
Él, por supuesto, no acudió al club, pues los clubes no se avenían con lo que el hombre pensaba de una sociedad justa y porque se vería tan desplazado como su antiguo administrador Cucaracha, más negro que un tizón, que lo ayudaba en los quehaceres del puesto de fritangas.
Pero ella no tenía nada que temer de una protesta de estudiantes; después de todo, lucía tan joven y bella como cualquiera de ellas y, además, estaba mejor vestida.
Así que en medio de una multitud vociferante de jóvenes desmandados que protestaban por un fusilamiento ocurrido más de medio siglo atrás, y casi por arte de esa magia que se disfraza a veces de coincidencia, supieron reconocerse y la mano de él aferró la de ella en medio del maremágnum hasta llevarla junto a una tribuna improvisada en la que soltó el primero y mejor de sus discursos públicos, que se vio interrumpido por una policía alebrestada ante la creciente acumulación del tráfico interrumpido que protestaba a bocinazos.
Naty llegó a la casa muy entrada la noche, pero no tuvo que dar explicaciones, porque Orlando estaba cumpliendo una de sus interminables guardias hospitalarias, y la niña Natalie dormía un sueño apacible a la vela de una de las criadas. De modo que ella pudo sumirse en un sosiego de iluminación que la llevó en andas hasta el nuevo día. La única que descubrió en su mirada un brillo de determinación que le había borrado la dulzura habitual fue Chucha, la cocinera, pero no dijo nada.
Batista había sido un sargento taquígrafo del ejército. Empezó a armar revuelo mediada la década de los treinta. Fue excitando a la casta militar con un rápido ascenso. En 1940 fue electo presidente y gobernó hasta 1944. Ya era general de ejército y había podado a golpe de sangre al poder civil, segando vidas sin cortapisas, cuando en marzo de 1952 dio un golpe de Estado y se autonombró presidente de la República de Cuba. Cuba entera se sintió ultrajada.
Para Myrta, esa noche, como la mayor parte de ellas últimamente, estuvo repleta de inquietudes. Era su trasnochado esposo quien administraba las medicinas al niño Fidelito y precisamente esa noche tuvo visos de tragedia: el niño, que había nacido bajo de peso y enclenque, se le iba de las manos entre vómitos y diarreas. Fidel y el pediatra coincidieron en los bajos del edificio. El médico no tardó en comprobar que el niño estaba siendo envenenado por sobredosis de vitaminas que, según su padre, debían acelerar el proceso de normalización de su peso.
Al otro día el médico incumplió su juramento de discreción profesional y se quejó a la familia de Myrta, pero no hubo poder de convicción capaz de remediar el orgullo lleno de espanto tras el que ella se había refugiado siempre ante las irracionalidades de su esposo, y ni tíos ni hermanos pudieron convencerla de que vivía en un peligro continuo.
Fidel, tras la muerte del egregio Chibás y recién nombrado líder de un partido de ideas, decidió pasar a la acción. Se organizó una vida clandestina dividida en células y empezó un clivaje imparable. Escogió la ciudad de Santiago como sede de su primera algarada porque La Habana no le era tan bien conocida. Bajo pretexto de una maniobra práctica de fin de semana, llevó a todos los núcleos de sus células, ignorantes de su destino, al asalto del mayor cuartel militar de provincias.1
Naty, conocedora de todo el plan de ataque, que casi se fraguó en su casa, y al que contribuyó con la venta de todas sus joyas, para comprar las armas pertinentes, estaría encargada, a la hora precisa del asalto, de repartir panfletos políticos y prolíficos por las calles de La Habana. Hora, las cinco de la mañana.
Cuando eso, Naty había perdido ya la noción del bien y del mal, y más que enamorada, embrujada, era capaz de meterse por Fidel en los más inescrutables entuertos. Iría tras él adonde la llevara. Le escribió una carta a su esposo Orlando donde le confesaba ese amor impropio, y a todos los suyos la vida se les convirtió en un infiernillo sin que se dieran cuenta.
Mientras, esto fue lo que ocurrió en Santiago: Fidel se olvidaba siempre del factor humano y casi ninguno de los setenta y tantos hombres, involucrados en un ejercicio militar cualquiera, se estaba tomando en serio lo del ataque. Se perdieron los habaneros por las calles tortuosas de Santiago y llevaban un plan tan desquiciado que atacaron el cuartel precisamente cuando la mitad de la soldadesca estaba regresando de sus fiestas de carnavales y acabaron por verse cogidos entre dos fuegos. La cosa terminó en un desorden y un exterminio tales que nunca se supo bien quiénes eran los héroes y quiénes las víctimas ocasionales. Y como la derrota no estaba planificada, a todos los cazaron como a ratones.
Pero Fidel, con aquel ruidoso desorden, llegó repentinamente a la fama. Por algún motivo oscuro que precisa, tal vez, la intervención de los Santos de Lina y las prendas congas de Dominga, que no dejaron de sacrificar cabras y pollos desde que se enteraron de la noticia, muchos hombres murieron o fueron torturados, pero a él no le dieron ni un golpe.
Después de todo, estaba casado con la sobrina del ministro de Gobernación. Le tocó la pena de un encierro benévolo en el panóptico de la Isla de Pinos.
Precisa decirse que Naty sufrió su propio clivaje y en los dos años que estuvo Fidel detenido, se multiplicó hasta adueñarse de los espacios y los tiempos del presidiario. Lo condujo línea a línea hacia la libertad de ella, marcándole los hitos del día con descripciones minuciosas de la hora, la luz de los lugares, los olores, la gente... Todo inmerso en un idealismo romántico y educativo en cuanto a la justicia, la sociedad y el hombre.
Lo colmaba de atenciones, libros y golosinas.
Le escribió a Lina una carta que le llegó a la madre al corazón. Le escribió a Raúl, el hermano menor, que le devolvió el detalle en cartas tiernas dedicadas a «mi hermanita». Y hasta se ocupó de proveer por Myrta y el niño.
Era la Princesa de los Rebeldes. Se volvió omnisciente.
Precisa también decirse que Fidel le respondió de forma apasionada. Leía los libros de ella y los depuraba en una esencia comentada y elevada a unas altitudes del espíritu sorprendentes. Con una letra minúscula y apenas legible aprovechaba hasta los márgenes de las hojas blancas y cuando terminaba, imaginando la única entrada secreta de Naty que no conocía, se dejaba llevar por el onanismo.
Se escribían en un decurso tranquilo y con un tono conversacional que podía extenderse al infinito, de modo que cabía imaginárselos a los dos solos en la isla, como únicos sobrevivientes, el uno adoctrinando, escuchando la otra. Y hasta podía la isla soltar de pronto las amarras e iniciar un periplo azaroso con ellos dos recostados en la hierba, allá arriba, envueltos en la fragancia mística de Su palabra.
Mientras Fidel le contaba a Naty que estaba haciendo el mejor uso de su rimera de papel, le escribía a su esposa Myrta y, a veces, con la imaginación exhausta, duplicaba sus manuscritos. Hasta que una tarde el hastiado censor de la cárcel, que tenía que usar un cristal de aumento para descifrar aquellas cartas dobles, confundió, adrede o no, la que estaba dirigida a la una con la que estaba dirigida a la otra, y Myrta supo que Fidel tenía una amante o una mujer amada que no era ella. Se sintió y se dio por ofendida.
En cambio, Naty devolvió la de Myrta sin abrir.
El divorcio y la libertad condicional le llegaron al mismo tiempo al presidiario.
Naty, en cambio, permanecía casada con Orlando, el médico, que no veía motivo suficiente de divorcio en aquel enamoramiento ideológico y platónico.
Después de meses de furia epistolar en que el amor se les fue de las manos, sin otra casa abierta y amable más que los brazos de Naty, Fidel buscó y halló refugio en ese abrazo de mujer cálida y entregada a pesar de las circunstancias, y le prometió a aquella estrella de ojos verdes que se le había colado en el alma, todas las glorias de esta tierra o, cuando menos, las de ese trozo de tierra en que estaban parados.
Fue en un apartamento a nombre de terceros donde se vieron a escondidas y una tarde, sin esperarlo él, concibieron a Alina.
Estando en México meses después, en un exilio obligado, cuando supo de ese embarazo que Naty le achacaba con dulzura, tuvo sus dudas y le pidió que se reuniera en Nueva York con él, en un viaje relámpago, sin tener en cuenta que el embarazo no es un globo que pueda largar el lastre para emprender el vuelo.
Cuando Naty no acudió, se sintió defraudado. Pero ¿cómo desconfiar de Naty y de esa furia de sacrificio? ¿Qué haría ella, de no estar condenada a un reposo prenatal absoluto?
En efecto, tuvo que castigarse a la inercia, porque el feto luchaba contra las paredes y las opresiones mucosas a brazo partido, y como ningún feto, por muy inadaptado que esté al avizoramiento del futuro, es más fuerte que la gravedad, a fuerza de almohadones y una inmovilidad pétrea logró domeñarlo para hacerlo venir al mundo en tiempo y forma. Hasta que un pujo de sangre más fuerte que un terremoto, y más arrollador y aterrorizante, las dejó a ambas inermes, a la madre y a la niña, el 19 de marzo de 1956.
El limbo no existe y, por lo demás, el Alma no está un segundo sin empleo, siendo como es el único principio que se multiplica por su propia fuerza.
No hay nada más perseverante que el Alma. ¡Y que nadie venga a hablarme de capricho! Por eso escogí quedarme un tiempo en el cuerpo de esa niña que estaba por ganarse el premio de la vida con un destino azaroso.
Durante los meses de inmovilidad, la mujer había estado dedicada a escribirle al hombre día tras día, innumerables cartas rellenas con recortes de toda la prensa cubana.
¿Era acaso tan dudosa su buena fe? Pero Fidel necesitaba otra prueba, y mandó a la tía Lidia Perfidia, su medio hermana, ahora oportunamente abocada a la causa rebelde, para que inspeccionara las marcas de la recién nacida. Lidia no era la visitante habitual, con su aspecto de marimacho de sangre mezclada, pero Naty la recibió como a maná del cielo.
—¿Cómo le han puesto a la niña? —preguntó Perfidia.
—Alina. A Lina, por su abuela...
—¿Puedo verla? Fidel me pidió que la mirara bien.
—Claro. Claro que sí. ¡Tata Mercedes, trae a la niña!
Lidia Perfidia revolvió la camisa de algodón de hilo del brazo izquierdo de la bebita.
—Por lo menos, ahí están los tres lunares en triángulo. —A continuación viró a la bebita boca abajo para inspeccionarle la corva izquierda—. Aquí está la mancha detrás de la rodilla. Esta niña es una Castro —sentenció.
Por razones de soledad y debilidad, Naty, en vez de sentirse ofendida, se sintió agradecida.
—Aquí tienes un regalo que les manda Fidel.
Para la madre, unas argollas de circo y un brazalete, repujados en plata mejicana. Para la niña, unas dormilonas de platino rematadas en una perla con un brillante mínimo.
Como si hubiera recibido la aprobación del Olimpo, Naty descansó de su avatar en paz.
Cuando Fidel invadió la isla en un yate de juguete y lo dieron por muerto y ejecutado, ya Lina, la madre de él, era su mejor cómplice.
Se había desplazado a La Habana para conocer a su nueva nieta y le apretaría a Naty la mano diciéndole: «No tengas miedo, m’hija. Anoche se me apareció Santiago Apóstol en un caballo blanco y me dijo que mi hijo está vivo. No tengas preocupaciones. No me voy a despedir de esta vida sin dejarle algo a mi nieta. Empeñé unos diamantes con el cajero de la finca en Birán. Ahí estarán todavía. Serán para ella.»
Naty se recuperó adecuadamente de su etapa puerperal como había hecho siempre después de sus enfermedades catastróficas.
Le envió a Fidel todas las exquisiteces que pudieran consolarlo de su estancia de rebelde en las montañas de la Sierra Maestra, haciéndole la competencia a la revista Life. Algunas veces hizo la madre Natica de mensajera. A pesar de su desprecio por esa gentuza de pelo largo, apoyaba a la hija en la confirmación de una paternidad para su último vástago, aunque Orlando, conocedor de todo el intríngulis, había cedido caballerosamente su apellido para que la niña no se quedara sin nombre. Jugándose la vida, entregó Natica dinero y montañas de chocolate al pie de la montaña. La pobre mujer siempre tuvo el fatalismo resignado.
Fidel era goloso de los dulces franceses de Potin, la pastelería más famosa de El Vedado, del chocolate y de la literatura. Naty recibió a cambio algunos casquillos de bala de recuerdo. Había tenido que escaparse de la vida real para aguantar los rumores de oprobio sobre su vientre grávido, las dudas con el futuro, el duelo familiar y toda la tristeza ajena que su amor generaba. Se impuso de ese amor, tal como Carlomagno se impuso de la espada cristiana sin esperar el gesto del Sumo Pontífice.
En cuanto a Fidel, cuando casi tres años después de estos sucesos entró triunfalmente en La Habana, victoria que le revolcó todas las nociones sobre los seres humanos, se encontró con la inmutabilidad de una situación que hacía tiempo daba por trascendida.
La niña dejó de tener dimensión simbólica y se convirtió en una molestia, en un complejo de culpa y en la antítesis de esa llave que le había abierto el país de las maravillas.
Siendo como soy un alma viajera, cabe preguntarse por qué me demoraba siempre en La Habana! Y es que, señores, La Habana era un lugar para vivir toda la vida...
Desde cualquier parte se llegaba al mar, y el mar llegaba a todas partes con su fermento de salitre, y por eso era siempre una ciudad nueva, de pinturas y maderas estrenadas.
Aire de sol y sal. La Habana era una maga. Enamoraba con sus olores, sus humores y sus desvelos. No he visto por el mundo ciudad más hembra.
En la parte vieja de la ciudad —cantería patinada por el humo y el tiempo, con los vitrales de medio punto rematando las enormes ventanas y las rejas arqueándose entre balcón y balcón («guardavecinos», se les llama)— la virilidad castellana queda oculta por esa exuberancia de curvas.
Recuerdo que desde esa parte vieja de la ciudad, el ombligo, desde las tejas, las maderas, las columnas y las sombras, las angostas calles de adoquines te llevaban en un tránsito de siesta a los colores pastel de las casas más nuevas, que te abrazaban con sus columnas. Columnas para dar pretexto a los portales.
El aire se quitaba en los portales el aspaviento del calor antes de colarse en las entrañas de las casas y en ellos pasaban los cubanos el camino de la noche jugando al dominó. Portales de fresco y de tertulias. Esquinas donde comprar ostiones. El olor de todas las frutas de la creación. Cafés al aire libre. Tenía un aire de disipación austera. Cualquier mulata podía venir de una novela de otro siglo. Desde un banco del Prado veías desfilar toda la Historia.
Era una ciudad cosmopolita. Tenía vida nocturna y alegría. Hasta los barrios de «nuevo rico» tenían la elegancia del buen gusto. Comodidad, espacio y luz.
Pero desde que llegó Fidel a La Habana la ciudad empezó una cuenta atrás en el tiempo, como esas mujeres en su esplendor que adivinan la ruina de su belleza y se van plegando a sus arrugas futuras.
Se entiende que mucha gente se dejara arrastrar por la excitación: algunos políticos necesitaban sacudirse la ceniza de los habanos de las perneras. Pero torcía el ánimo ver tanques de guerra en el Malecón. Y lo peor fue la gente. Cambiaron de la risa a la furia destructora de la noche a la mañana y aquel hombre los empezó a halar de la histeria: en menos de dos días no quedaba hotel sano, ni muro de propiedad, ni cristal, ni carro. Igualmente desguazaron los parquímetros. Eran, les arengaba él, «símbolos de la tiranía».2
Créanme, una revolución es como cualquier otra. No sé qué irá a decirles la autora de este libro. Yo la dejo comiéndose las uñas ante el compromiso y reemprendo mi vuelo.