La casa nueva está en «esquina de fraile» y le da la luz bendecida de la tarde. Es de piedra de cantería. El diseño excluye las puertas interiores y se abre de salas, comedor y saletas, como ofrecida.

Los jardines se van encaramando por la piedra y está custodiada de flamboyanes. Un jacarandá le ruega al cielo con la premonición de la furia arboricida que iba a azotar a los vecinos años después.

Era el día de mis quince primaveras, habría apuntado Tata secretamente en sus notas a la fisiología.

El mensajero del Comandante llegó de noche, vestido a su imagen y semejanza. Un campesino macho, canoso y fuerte que se llama Sosa y es invariablemente portador de buenas noticias.

—Éste es el regalo del Comandante. Felicidades, muchacha.

Era un frasco de perfume Cristal y a la vez una lamparita.

Y hablando de Fidel, ¿desde cuándo no se aparecía por casa?

—Menos mal que respondió. Pensé que a lo mejor ni le daban el recado —comentó mami.

El perfume fue el primer milagro. El segundo era un turno en el Polinesio.

Quedaban en La Habana tres restaurantes abiertos y una mesa costaba broncas callejeras a golpes y pedradas hasta que llegaba la policía, después de noches de cola que acababan en frustraciones.

Iba ataviada con un juego sastre de pantalón y chaqueta de lamé plateado sin mangas, que era la moda de los setenta según mi madre, confeccionado entre Juana y Lala Natica.

Parecía una morsa envuelta en papel de regalo y estaba moribunda, pero no iba a amargarles el placer del sibaritismo gastronómico a mis matriarcas. No tenía a quién invitar. Me había ido quedando sin amigos, entre éxodos y cambios de escuela.

Estando el Mercedes Benz en fase terminal, nos dirigimos a tomar la ruta 27. Éramos una extraña trilogía.

—¡Eh, caballero, empezaron los Carnavales! —fue la galante referencia de un criollo a mi atuendo.

Como en efecto. Las tres cuartas partes de la vida consisten en hacer el ridículo.

Cada vez que «cambiaban» a mami de trabajo tenía que permutar yo de escuela por el aquello de hacerle la visita.

Esta vez la mandaron al Mincex, que es el Ministerio del Comercio Exterior, convertida en especialista en Geplacea o Grupo de Países Latinoamericanos y del Caribe Exportadores de Azúcar. A pesar de ese título nobiliario, la ubicaron en un buró dentro de un clóset reformado.

—¡Mincex, Minfar1, Mincul,2 Minil,3 Micon!4 ¡Parece palabrería vietnamita! Hasta el idioma ha cambiado en esta isla —decía abuela Natica.

Y por si era poco, el partido le orientó amablemente la obligación ineludible de estudiar una carrera. Tuvo que apechugarse el ánimo y arremeter con la licenciatura en Lengua Francesa del Horario para Trabajadores, de siete a once de la noche todos los días, cuando estaba a un paso de la jubilación.

Todo lo cual, unido a sus obligaciones de Delegada del Sindicato.

La vida se le había vuelto un enredo de mayúsculas.

El Mercedes Benz regresó del coma lleno de alambritos, con injertos de Volga y de Moscovich. Le hacía huelgas continuas.

Y por si fuera poco todavía, el jefe la cogió con ella.

Andaba mami llorando su agobio por las avenidas y las calles, según rumores aviesos que no tardaron en llegarme, cuando tomé cartas en el asunto.

Se me ocurrieron un par de ideas.

La obligué a quedarse descansando un día:

—Un solo día, mami, ¡por el amor de Dios! Desde que te conozco no has faltado al trabajo. Anda...

Y fui a fajarme con el tipejo irracional que era su jefe, Eduardo.

—Se pasa la vida haciendo el trabajo de los demás.

La acusó de querer ayudar tanto a la gente que andaba descuidando el trabajo propio. No se daba cuenta de que ella no es de sí misma. De sí misma no tiene más que descontento enterrado a fuerza de voluntad.

Y la acusó de andar enloquecida con la licenciatura. Y de pasarse las mañanas en el quiropedista dejando los espejuelos en la mesa para que la gente pensara que andaba por los alrededores.

—La licenciatura se la mandó el partido. Si ayudar a los demás es un defecto, ella lo tiene. Es incapaz de hacer un cálculo artero referente a espejuelos presentes estando ausente. Ya le diré que te ponga las patas en el buró: tiene más callos que un archipiélago. ¿Y sabes por qué? Porque cuando pendejos como tú estaban meándose en los pañales todavía, ella botó su casa y su familia por la ventana para que pendejos como tú llegaran a ser lo que son ahora. ¿Y sabes qué más? Si no la dejas en paz, te juro que te voy a arruinar la vida. Esa mujer tiene edad para ser tu madre.

La segunda opción era una moneda al aire.

Fui a ver a mi tío Raúl, que por ese entonces me había dado un trabajo de traductora del francés en su oficina.

—¿Sabes, tío?, leí todas las cartas que le escribiste a mi madre antes de que el maricón de Pacheco se las estafara en nombre del Museo de la Revolución. Eran cartas muy bellas.

A Raúl lo atrapó la melancolía de los viejos tiempos.

—Es que ella se portó como un hada feliz con toda la familia.

¡Qué casualidad!

Y ya que estábamos en una vibración poética, me saqué del alma que «ella se ha vuelto triste y por más que haga para descongelarle el alma, de mí no depende porque es como una flor enferma que suelta el perfume cuando no se espera y que se cierra con la primera luz del día en vez de abrirse, y en cambio, andaba desplegada de corola para quien no la veía ni la apreciaba y los había ayudado tanto a ellos, con todas sus joyas empeñadas sin retorno para comprar las armas de la gesta del Moncada», y bla bla bla.

Conseguí cambiarle el Mercedes Benz por un carro «si no nuevo, por lo menos decente».

—A ti te gustan los Mercedes y pueden arreglarlo perfectamente en el taller número Uno del Minint. Es del mismo modelo que los tuyos.

—Nada de eso, sobrina. Vendan el carro. Así se quedan con un dinerito. Parece que están pagando lo indecible. Y, si quieres mi consejo, traten de venderlo en el campo. Los guajiros se han llenado de dinero con la Bolsa Negra y no tienen en qué gastarlo.

En efecto, no había nada que comprar. Y puesto que estaba a dar, le hice una última petición:

—Tío, ¿qué te parece si para matarla de felicidad la incluyen en los actos del 26 de Julio? Es que cada vez que oye decir que los participantes en el asalto al cuartel Moncada se reúnen todos los años y a ella no la invitan, se me pone mustia.

—Eso no te lo puedo prometer. Lo tengo que consultar.

De resultas de lo cual a mi madre le llegó un VW azul al otro día, y una invitación para los actos del 26 de Julio unos meses después. Con cierta variación: no estaba invitada con los ex combatientes, sino con los familiares de los mártires, aunque el único mártir del Moncada en la familia fue la melena inglesa, rizada a fuerza de permanente, que mi abuela Natica había soltado en su viaje inquisidor a Oriente.

Acabé por espabilarme y dejarme de tanto reto de natación inconcluso para ir al Preuniversitario Saúl Delgado de El Vedado, donde reinaba una fuerza de la educación tenebrosa: la Marquetti. Un apellido italiano de alcurnia beisbolera en una cara negra de ojos refritos y boca dientuda, que le tenía un odio visceral a todo lo que fuera «dirigente», y como no podía cogerla con ellos, acosaba a los hijos.

Hildita Guevara y yo coincidimos allí en la distancia y el tiempo de las lejanías fortuitas con la amistad inalterada.

Se le había muerto la madre en menos de seis meses, porque el cáncer no perdona a nadie. Me contó algo que enterré por momentánea cobardía, entre las múltiples confesiones circunstanciales y desesperadas de tanta gente y el apego a mi propia inocencia:

—¿Sabes lo que me dijo antes de morirse? Estaba ahí, con los pulmones medio podridos, a punto de echarme arriba el último suspiro y no pudo aguantarse. ¿Sabes lo que me contó? Que a mi padre lo dejaron morir en Bolivia los cubanos. Que todo fue un montaje para el Héroe Necesario. Que todas las cartas que dejó son imitaciones de calígrafos expertos. ¡Hasta la mía! Y que vigilara la verdad, que se sabría algún día. ¡Por qué la gente no se puede morir dejando en paz a los vivos, carajo!

No supe qué contestarle. Rana Venerada siempre me pareció demasiado densa y, además, ¿a quién le gustan las desmitificaciones?

Ni mi amiga Hildita pudo con ella. A seis meses del curso dejó el Instituto, no sin que la Marquetti le deparara una última vejación. Se casó con un mejicano exiliado en Cuba tras la matanza que un tal Echeverría5 perpetrara contra obreros en México, antes de convertirse en presidente y ser recibido en la isla con bombos y platillos, previa detención de todos los mejicanos exiliados allí por su causa. Al parecer, es una práctica usual de todas las policías del mundo.

El marido de Hildita estuvo preso por esos días y la desilusión se les coló en el cuerpo.

Fui a verla cargada con un maletín de ropa y un par de zapatos, porque ella estaba viviendo entonces la miseria de la que me había salvado con sus préstamos cuando ambas teníamos once años.

Tenía un recién nacido en brazos. Con ese hijo plagado de parásitos caribeños acompañó al marido, desterrado en un segundo exilio que, quién sabe por qué, tuvo por base Italia. Volví a saber de ella años después, cuando otra derrota la devolvió a Cuba, agradecida. Era el único lugar donde contaba con un psiquiatra y viejos amigos para darle el desayuno a su segundo hijo, porque ella no tenía lucidez suficiente para distinguir entre una botella de ron y un biberón de leche.

José Ramón Pérez había alebrestado doncellas en el Pre de El Vedado gracias a sus múltiples encantos.

Tenía un par de ojos verdes de picardía, dientes pequeños y perfectos, y una pelusa rebelde empenachada en la cabeza redonda como un queso. Pero los atributos que lo hacían diferente y único eran sus botas de gamuza con flecos, sus jeans variopintos y un VW blanco: un vestuario de catálogo en el país de la Libreta y una paloma mensajera perdida en el inexistente tráfico, en la época en que esperar una guagua levantaba plegarias en las paradas.

Y también tenía un padre en el buró político.

Sobrados motivos para que la Marquetti lo expulsara de la escuela, sin impedirle ser el pepillo de oro.

Cuál no sería mi sorpresa cuando se fijó en mi desaliño.

Las flechas del amor son misteriosas.

Su ilustre padre había cambiado el lecho matrimonial por el de una jefa de despacho veinte años más joven. Dejó a la familia sumida en un duelo de abandono y propició en el hijo una sensibilidad insensata.

Mi novio estaba un tanto enfermo. Tenía dieciséis años cuando se convirtió en el primer hombre de la casa. Mi novio pasaba de mis rodillas a las de abuela y apretujaba y besaba a mi evasiva madre.

Una de sus obligaciones era apagar las luces y cerrar bien la casa antes de irse, dejándome debidamente acostada y sexualmente intacta.

Teníamos un ritual de despedida: José se sentaba al borde de la cama, metía la mano izquierda debajo de la sábana y me empezaba a tocar despacio para «aprenderme todo lo tuyo de memoria». Ya tenía la cabeza y medio cuerpo debajo de la sábana en una exploración minuciosa con la lengua, cuando abuela resucitaba en la oscuridad de sus ronquidos herméticos.

—José Ramón, ¿todavía estás aquí?

—¡Ya voy cerrando la puerta, abuelita!

Como el Lobo de la Caperucita, abuela Natica se volvía a dormir soñando con una cura milagrosa para la enfermedad de la mata de mango del jardín que abortaba unos fetos enormes sin semilla antes de temporada, y en los injertos de los rosales y los crotos.

Yo quedaba revolcada, agotada y húmeda en el desorden de las sábanas frescas. José salía caminando despacio. Nunca rumbo a su casa.

Cuantas más mentiras decía y más problemas se buscaba mi novio, más amigos tenía: convirtió lo de hijo traumatizado de papá dirigente en oficio provechoso. Firmaba en vez de pagar las cuentas en el rebautizado Hotel Habana Libre, que era su reino. En casa le decíamos Baby Hilton y allí se iba entrada la madrugada, después de dejarme excitada y feliz en un mundo onírico acompasado a los ronquidos de mi abuela, a encontrar consuelo a su propio calentón envarado en los brazos de algún ave nocturna en el cabaret del hotel. Jamás me molestó con otros apremios y seguí siendo virgen. No por mucho tiempo. José Ramón tenía la ambición trastornada por la policía del Ministerio del Interior, como cientos de jóvenes que pensaban, no sin razón, que la Seguridad del Estado era una elite. No sé con qué carnet de membrecía convenció a alguien para que le prestara un Colt 45. Fue frente a la entrada del Polinesio donde sacó la susodicha y metió una ráfaga de disparos en el césped de la acera, poco más allá de las diez de la noche, contra un par de machos que descubrió metiéndose con mis piernas y las redondeces alentadoras de mi madre, mientras él pagaba la cuenta de los Zombies y los pollos a la Barbacoa.

Pasamos una larga noche en la cárcel preventiva de Zanja y Dragones en pleno barrio chino de La Habana Vieja, donde a mi madre, por sus aires de persona respetable y miembro del Partido Comunista, le brindaron para dormir una perseguidora6 parqueada enfrente.

Se acostó en el asiento de atrás. Sacó por una puerta su par de piernas finas rematadas en unos zapaticos viejos de la época de Francia, y así durmió toda la noche.

Al amanecer, la gente que pasaba por la acera se paraba a contemplarla.

Habían pasado veinte años desde el día en que Fidel, triunfante y aclamado, estuvo explicando durante más de nueve horas cómo pensaba separar al ejército regular de aquel propio que recién bajaba con él de las montañas.

Una medalla de la Virgen de las Mercedes, la Obbatalá sincrética, le colgaba del cuello, y unos cientos de palomas blancas le sacudían el alpiste en las hombreras de la camisa.

La celebración de ese aniversario de la fundación del Minint7 y el Minfar tenía lugar en el Círculo Social Obrero Patricio Lumumba, otrora club Biltmore de Miramar, en medio de una música y unas homilías que hubieran alterado el neurovegetativo de un lama, cuando me pasó por delante un trigueño alto con canas incipientes, un pliegue amargo en la boca y andares de gato.

Padezco un daltonismo estético y la gente es bonita o fea según un tercer ojo que ha desafiado los esfuerzos de amigos y enemigos por hacerme ver realidades, pero a Yoyi le eché encima todos los ojos que tengo y no paré hasta que me lo presentaron, con tan buena suerte que me dejé conducir a casa, terminada la noche, en un Chevrolet desvencijado que mi futuro esposo tenía asignado en aras de cumplir cabalmente su misión de teniente de la Contrainteligencia propuesto para el grado de capitán y llegar puntualmente a sus clases de kárate. Era una Cenicienta en carroza prestada. Yo tenía dieciséis y mi príncipe el doble de mi edad. Igual que Charles Aznavour.

Secretamente empezó a escribirme poemas tentativos y secretamente empezamos a vernos en los ocios del mediodía.

Pero en la isla los secretos no existen, y una avalancha de rumores desagradables nos puso en evidencia.

Mi novio José Ramón, proscrito en su prisión domiciliaria tras los disparos frente al Polinesio, me señaló el rumbo de la puerta del no regreso, y en cuanto a Yoyi, casado con una cantante negra que es todavía la mejor voz de Cuba, con un par de maletas llenas de trapos, papeles y zapatos, tuvo que iniciar un periplo incierto de estancias acortadas en casas de los amigos.

Y los amigos de Yoyi eran lo mejor que Yoyi tenía. A mami y abuela le gustaron muchísimo, todos encantadores y todos con posibilidades: restaurantes y cabarets los fines de semana, casas en la playa y cabañas en la montaña, pesquerías, viajes...

El mundo mágico de la elite militar cubana. Lo mejor uniformado de la nomenclatura.

Mantenían útil y feliz a Lala Natica, gracias a sus dádivas en manjares, resucitando en la cocina sus viejas recetas de gourmet como la langosta al chocolate amargo y el soufflé, o en el teléfono dando consejos para desavenencias matrimoniales a las esposas, unas señoras veinte años mayores que yo y que tenían poco tema de conversación conmigo.

Y mami no tenía que preocuparse de roturas, arreglos ni emergencias, porque de pronto la Fortuna estaba exprimiendo el cuerno del lado bueno.

Entre Pepe Abrantes, recién nombrado ministro del Interior, el Gallego Franco, jefe nacional de la Policía, los gemelos de la Guardia8 de las Tropas Especiales, y su jefe Pascualito, se resolvían todos los entuertos.

Los gemelos se llaman Patricio y Tony y estamos almorzando en L’Aiglon del hotel Riviera.

—¿Qué son las Tropas Especiales?

—Una unidad de elite. Son las tropas de asalto del ejército al frente de todas las misiones especiales de guerra.

—¿Asalto? ¿Qué cosa va a asaltar Cuba? ¿No somos una isla pacifista y antiguerrerista? ¿No defendemos el derecho de autodeterminación de los pueblos y la no ingerencia del Imperialismo en los asuntos internos de todos los países?

Me sabía la prosopopeya de memoria. La había oído cientos de veces.

Yoyi se puso lívido, mi madre me clavó un codo en las costillas y los gemelos me miraron como a caída de Marte. Pero no era marciana. Era comemierda.

De modo que en adelante no se cuidaron mucho para hablar de sus cosas secretas.

Lo malo era cuando los amigos estaban en peligro de muerte: a Abrantes, la campaña de Fidel por Allende en Chile9 le costó que se le fibrilaran las cuerdas sensibles del corazón, en una enfermedad crónica, por correr al lado del jeep del Comandante durante un mes en un asunto que ellos llamaban la Operación Salvador, y que amén de dejar a Abrantes con una condición cardíaca de por vida casi les cuesta la vida a los gemelos.

Al parecer, la cosa estaba bien montada desde el principio; las «líneas de penetración» o algo así: la Tati, la hija de Allende, ya estaba casada como había sido previsto con el pobre Luis, un oñcial de la Seguridad, aunque divorciarlo de su mujer cubana para hacerlo cumplir la misión en Chile había sido un problema. Y Allende había aceptado a Tony como jefe coordinador del GAP, el Grupo de Amigos del Presidente, que era la escolta personal del futuro presidente, gracias a un agente chileno entrenado y formado en Cuba, el Guatón.

Yo oía y no oía aquella terminología especializada. Lo del viaje prolongado de Fidel haciéndole la campaña a Salvador Allende era cosa diaria en la televisión.

Estaban los gemelos en Chile, y sus mujeres disfrutando en las mesas de hierro blanco del jardín de casa un almuerzo amañado por Natica, que después de quince años de abstinencia podía toquetear a gusto las cabezas de ajo, el encaje del perejil, la lanza mortífera de la langosta en la cola y llorar a gusto las nanas de la cebolla, olvidada de las privaciones de la Libreta, cuando una misma voz tomó la radio y la televisión para anunciar que los tanques de los militares estaban rodeando el Palacio de la Moneda y que Allende, allí atrincherado con sus hijas y el GAP, estaba dispuesto a dar la vida por defender la democracia. Y ya estábamos en estado de duelo inconsolable las esposas, los amigos y yo, cuando aparecieron de repente sanos y salvos los gemelos con la tropa, la mitad del GAP y su jefe, el Guatón Marambio, que se iban a asilar en Cuba.

Lo mejor de todo es que tuvieron tiempo para empacar regalos y arramblar con televisores y lavadoras, cuando nosotros los hacíamos muriendo en la Moneda, defendiendo al presidente.

Una mañana, poco después, en La Habana, la Tati amaneció muerta. Se había pegado un tiro con la pistola de su esposo, el oficial Luis, de la Seguridad cubana. Al poco tiempo se mató la hermana de Allende: se tiró desde uno de los últimos pisos del hotel Riviera.

Fidel tuvo una victoria filosófica:

—No se logran revoluciones sin la violencia de las armas.

Los gemelos, Yoyi y yo nos fuimos a soltar el vapor del estrés en una de las cabañas de Tropas en Soroa, un lugar entre lomas ape— lambradas de helechos y otras criaturas de la humedad en el aire intocado y limpio.

Otra Escuela al Campo me interrumpió el idilio. Dos meses y medio en el Plan Tabaco de Pinar del Río.

No me quedaban amígdalas que extirparme ni apéndice, ni ojos de pescado ni otras verrugas juveniles que incinerarme en las diabólicas manos de Alonso el dermatólogo. Tuve que presentarme con la carga habitual del cubo, el sombrero, la maleta y las chancletas de palo.

Establecí una huelga unipersonal de «no baño, no comida». Para subsistir en la miseria alimentaria del campamento, les cambiaba las mangas de las camisas a los campesinos por un plato de arroz y frijoles mientras me cubría de una capa de resina de tabaco repelente, cuando una madrugada la luz de una linterna en la cara me encandiló las pupilas.

—Tienes una reunión urgente en el almacén —dijo la Marquetti mirándome con todos sus dientes.

En el almacén, el imperio de los ratones que desdeñaban el azúcar turbinado para mear en los sacos de arroz y los paquetes de gofio, estaban recostadas, encima de los sacos, cinco de mis compañeras: Hildita, Aimée Vidal, la hija de una presentadora de televisión famosa y querida, y otras tres muchachas provenientes de un estamento que mortificaba la sangre de la Marquetti.

La cosa empezó por la higiene. Nos acusaron de no bañamos. Nos defendimos alegando que había diez letrinas rebosadas para quinientas mujeres y que uno salía de allí más cochino después del baño que antes.

—¡Eso no es todo! Juegan al baseball y, en vez de irse a dormir, se pasan las noches cantando y rascándose mutuamente las pulgas y los piojos que, desgraciadamente, no hemos podido erradicar del plantel, ¡en un toqueteo infame!

Conchita Ariosa asentía con una sonrisa comprensiva de sus dientes mermados y su amiga Luisa la secundaba. Ambas eran primer secretario y segundo secretario, respectivamente, de la Juventud Comunista. En referencia al baño, la acusación se deslizó jabonosamente hasta la de homosexualismo activo.

La Marquetti estaba determinada a convertirnos en parias. Y lo hizo de cierta forma, porque algunas muchachas perdieron a sus novios por los rumores y se quedaron con el destino de adolescentes malinterpretado y torcido.

Cuando regresé del campo, Yoyi se había casado con mis matriarcas y estaba instalado en casa.

Fue una grata sorpresa encontrarme su crema de afeitar en mi lavabo y su reguero de hombre sustituyendo al mío en mi cuarto y mi cama.

A pesar de ciertas observaciones venenosas de abuela —«Alina, ¿cómo puedes acostarte con un hombre que se lo ha hecho a una negra? ¡Eso atrasa, m’hijita!»—, ella misma le había dejado el espacio libre.

Y a mí me mandaron a dormir al cuarto del fondo...

Lo cual no impidió un derroche de calentones y masturbaciones, que me parecían cosa de disfrutar a posterior i, después de consumar el himeneo... Así que me introduje en el cuarto una noche y lo conminé a derribar aquel incómodo obstáculo que lo traía ojeroso y trasnochado.

—¡Dale ahora que todo el mundo está durmiendo!

Fue muy romántico y quedé embarazada.

Por aquello de la maledicencia social, mi madre se sentó conmigo y habló:

—¿Un hijo tú, que lo dejas todo?

Me cayeron arriba las mujeres de espalda, la inadaptación social y todos los traumas de hija abandonada por un padre esquivo. Me dejé llevar al Mejor Hospital Ginecológico de Latinoamérica, decían, pero algo pasó en el salón del aborto, porque después de eso me despertaba todas las noches dando aullidos, y cada tarde, puntualmente a las doce, una mano que me doblaba de dolor me retrepaba la entraña y me hacía sudar de terror mudo en plena clase. Como si aquella alma desterrada no pudiera perdonarme.

Pero seguimos preparando la boda.

Mami desenterró de un huacal que había hecho la travesía francesa metro y medio de tela de tira bordada.

Con eso y uno de los vestidos de olán de hilo de Natalie convertido en refajo, Juana la Costurera me inventó un traje de novia.

Fijamos la boda para el 28 de marzo. En la playa... Los amigos nos habían organizado una noche perfecta.

Hasta que una tarde sonó el teléfono.

—¡Quiero hablar con Alina!

—Con la que habla...

—Pues yo soy Leivita, el jefe de la escolta de tu padre. ¡Y el encabronamiento no me deja ni hablar! ¡Mala hija! ¡Sí! ¡Mala hija que no respeta al padre, al Comandante!

Creí que era una broma y colgué. El nombre diminutivo volvió a llamar:

—¡Y ahora pónme a tu madre!

—¿Yo mala revolucionaria? Pero compañero, ¡contrólese y respete! —decía ella.

Después amenazó a Yoyi con la ira eterna del Servicio de Contrainteligencia y volvió a gritarme que no podía salir de la casa hasta que el Comandante en Jefe tuviera tiempo de mandarme a buscar.

—¡Si piensas que voy a estar aquí esperando por el tiempo del Comandante! Me caso dentro de cuatro días, ¿sabes? Lo más que puedo hacer es estar localizable.

Cada vez que salía y donde estuviera, se aparecía un chequeo de la Seguridad Personal, dejando a la compañía aterrorizada. Qué decir de mi madre, del futuro esposo y de todos esos amigos que no sabían si pelearse con él de repente.

Estábamos en la Bodeguita del Medio, el emporium de la indigestión con todos esos mojitos y chicharrones, debatiéndonos en los avatares del pospandrial, cuando Leivita en persona se me erigió delante en toda su talla de cinco pies y me maltrató respetuosamente hasta meterme en un Alfa Romeo torturado de antenas.

—¡Amarillo llamando a Azul! ¡Amarillo llamando a Azul! Me dirijo al punto con el objetivo.

El objetivo estaba verde de rabia.

Por la expresión disgustada de los guardias que abrían y cerraban puertas en los sótanos del Palacio de la Revolución, llegué a pensar que había alterado el pulso de las últimas setenta y dos horas de la Historia de Cuba.

Fui conducida a un despacho rectangular con pavé de madera y profusión de plantas tropicales. Me sentaron frente a un buró adosado a una estantería con algunos libros y pomitos de semillas.

Eran las dos de la mañana. La digestión y el C02 mortífero de tanta mata encerrada me tenían adormecida cuando entró el Comandante, incómodo y parco. Lo miré de arriba abajo. Las botas eran un modelo nuevo, de charolina con punteras cuadradas, que le afinaban las canillitas. Le sonreí y lo ataqué primero. Con un beso.

Silencio.

Y diálogo.

—Te he mandado a buscar por lo de la boda.

—Ya.

—¿Para cuándo lo tenían pensado?

—Lo seguimos teniendo pensado para el 28 de marzo. Y estás invitado, claro.

—Lo que no me explico, lo que no puedo entender, es que no me hayas pedido permiso.

Tuve el impulso de sacudirlo por las solapas.

—¿Permiso? ¿Y cómo te lo pido? ¿Rezando? Nunca he tenido ni un teléfono adonde llamarte.

—Ya sé. Reconozco que no me he ocupado de ti lo suficiente. ¡Pero casarte a los dieciséis años!

—Diecisiete, desde hace una semana.

—Es lo mismo. Apenas conoces a ese hombre.

—Lleva meses viviendo en casa y es el que se ocupa de todo. ¿Sabes?, como nada más que hay mujeres ahí y todo está tan difícil y hasta aparecen huellas debajo de las ventanas del jardín como si estuvieran vigilando para entrar a robar...

—Pero es que ese individuo no tiene nada en común contigo. ¡Estaba casado con una cantante!

—No te irás a poner igual que mi abuela con el asunto de que la mujer es negra y que si...

—¡Deja de interrumpirme, por favor! ¡Creo que ese individuo es un oportunista!

—Oportunista de qué, si en mi casa lo único que hay son problemas y miseria. Él fue el que capturó a la sirvienta que se robó el samovar de plata y... Mira, es muy tarde y no tengo ganas de seguir hablando mierda.

—¡No eches malas palabras que yo no las estoy usando contigo!

—Disculpa. ¿De verdad estás hablando en serio?

—No sé si sabes que ese hombre estuvo preso.

—Malversación. Era jefe de un almacén y repartió algunos televisores entre sus amigos. La gente cambia.

—La gente no cambia. Te voy a poner un ejemplo: un hombre me quiso hacer un atentado. Fue hace diez años. Lo salvé del fusilamiento y le apliqué la pena mínima. Conversé con él varias veces. Hasta atendimos personalmente a la familia. Lo soltaron y no demoró ni tres meses en volver a caer preso.

—¿Te hizo otro atentado?

—No. Estaba tratando de salir ilegalmente del país con toda la familia.

Sería que tanta mata enrarecía el ambiente y estaba respirando un aire viciado. El caso es que no podía seguirle el razonamiento.

—Todavía no me cabe en la cabeza que no me hayas pedido permiso. —La discusión tomaba vertientes bizantinas—. Y no llevas tiempo suficiente con ese hombre. Un noviazgo debe durar dos años por lo menos. Tampoco te voy a preguntar si ya... No me gustaría hablar de esas cosas contigo.

Se refería a la virginidad. Y como no me convencía, atacó a fondo:

—Y no es sólo que haya robado. ¡Ese hombre es un violador!

—¿Cómo?

—Sí. Se sabe que cuando era interrogador en Villa Marista violó a algunas detenidas.

—Me apena muchísimo que este sistema haya escogido como oficial de la Contrainteligencia a un ladrón convicto y sospechoso de ser un violador.

Y se me acabaron los argumentos.

—Si te casas pasado mañana con ese hombre, ¡deja de contar conmigo como padre!

—No voy a notar mucho la diferencia.

—Si no te casas, te prometo que la situación va a cambiar. Lo único que te pido es que esperes un tiempo.

Mi ancestro ganó la negociación con la promesa de poner la comida y la bebida de la boda si llegaba a darse algún día.

Me llevó a dar un paseo por el Malecón durante el cual hizo promesas de paternidad militante, y llegamos al Nuevo Vedado. Cuando abrí la puerta y lo vieron al lado mío, mami, Yoyi y abuela se pararon en atención. El pobre Yoyi le hizo el saludo militar, parado ahí en la sala en piyama y chancletas. Abuela hizo un exit desdeñoso y mami empezó un murmullo ruculante de «qué bien te ves» y «¿cómo está todo?».

Fidel se puso a llamar por teléfono a Lupe Véliz, la esposa de Núñez Jiménez, aquel que reescribió la geografía de los libros escolares. Ella le estaba preparando algún dulcecito de actriz, periodista, o bailarina extranjera. Estaba despuntando la madrugada cuando lo acompañé a la puerta.

—Después de todo, no parece tan mal muchacho.

—¡Viste! Oye, ¿de dónde son esas botas tan lindas?

—¡Ah! Son hechas a mano. Italianas. Me las mandó a hacer Celia.

Suspendimos la boda hasta nuevo aviso. Fidel intentó cumplir su promesa de cambiar y convertirse en padre.

El día que llegó Brezniev a La Habana vino por casa en uniforme de gala. Le hicimos zalemas y reverenciamos su magnífica presencia.

Después Fidel se fue para Europa (del Este) y, como cuando llegó a Chile, hubo a su regreso recibimiento familiar en la casa de Protocolo número Uno, donde se empeñó sin resultado en que Fidelito y yo hiciéramos las paces.

Para hermanas, cuñadas y sobrinas, trajo un pomo de champú y una cajita de chocolate ruso. Hasta a mami le tocó regaló. Para los hombres trajo relojes Bulova.

Sosa, el militar de las buenas noticias, llegó a casa con una sonrisa ancha y un juego de pulsera, collar, aretes y prendedor en estuche ruso. No eran brillantes: eran «vidirantes» rusos, peor que los perfumes de la misma proveniencia.

No pasó un mes antes de que Fidel me mandara a buscar para invitarme al cine en otra de sus casas del Laguito.

Me sentó en el teatro con un abrigo afelpado, porque hacía un frío para nutrias, y nadie imaginará lo que vimos: el documental de su viaje por Europa del Este. Yo, que había estado evitando todos los cines.

Estaba fascinado con lo bien que se vestía la gente en Europa.

Decía que en Cuba no era igual.

¿Cómo iba a ser igual si la gente se ponía vestidos de tela de saco pintados a mano? Pero cuando mencioné la Libreta de Abastecimiento con sus dos metros de tela y sus dos carreteles de hilo al año, me cambió el tema.

Yoyi y yo nos casamos en agosto, cinco meses después de la fecha pospuesta.

Fidel puso la comida y la bebida de la boda. Dulces y una ensalada de espaguetis con mayonesa y pedacitos de piña. Diez botellas de Havana Club y una de whisky para él, todo servido en bandejitas de plata por la Seguridad Personal, que se había encargado de vetar a todos mis invitados, incluyendo a Hildita Guevara y su marido indeseable.

Mi boda fue una actividad política con brindis. Hasta la notaría era del Ministerio del Interior.

Fidel llegó a tiempo, autorizó la boda con una firma y se divirtió. Yo no, y el infeliz de mi marido, menos. Para aguantar aquello se emborrachó como no lo había visto nunca. La luna de miel asignada por el Palacio de los Matrimonios, de tres días con dos noches en el Habana Libre, fue una ordalía de desencanto y vomitera. Mi padre, antes de retirarse a última hora de la boda, me llevó aparte para advertirme:

—No me avises cuando te divorcies.

—No te preocupes. Sigo sin tener tu número de teléfono.

Tratamos de resarcir la luna de miel fallida en Varadero. Una semana tirados al sol como dos morsas y más aburridos que un par de cocodrilos en un florero.

Abuela Natica había retomado su antiguo hábito de vigilar y defender el honor de las hembras de la familia, como había hecho en los tiempos en que su hija se le desordenó con el rebelde barbudo.

—Yoyi, mi nieta está muy joven y muy linda para que te estés acostando con esa gorda inmunda. ¡Parece mentira!

La «gorda inmunda» era la jefa de la zona congelada del Nuevo Vedado, encargada de decorar las casas de los dirigentes, con los muebles decomisados en otras.

Me fui a vivir con él en el apartamento diseñado por la gorda inmunda. De noche no podía dormir.

Extrañaba mi cuarto, mi baño, mi cama y mi almohada. A las dos de la mañana hacía una travesía trasnochada por la avenida 26 hasta mi casa.

Nada tuvo que ver la gorda con el puñado de diablitos que se me alojó en el cuerpo la noche en que mi padre acusó a mi marido de violador y ladrón.

Me tenían confundida, todavía, la adoración y el temor reverencial de los que lo aplaudían y le gritaban «¡Viva! ¡Viva!» como si tuvieran la brújula de pensar extraviada.

El mes de agosto siguiente, era una divorciada de dieciocho años. Y parecía que la Contrainteligencia y la unidad de elite de las tropas de asalto se hubieran propuesto la operación conjunta de acostarse conmigo. Me encontraba a uno de los «mejores amigos» de mi marido en todas las esquinas o dentro de casa. Abuela Natica les abría la puerta, negada a abandonar aquel interludio de actividad social y culinaria, y seguía empeñada en ponerme al teléfono con sus esposas.

La solución que se me ocurrió fue poner tierra de por medio.

El cantautor nacional Silvio Rodríguez era el Flautista de Hamelín designado por el gobierno para arrastrar a las masas al nuevo invento pedagógico.

La Escuela en el Campo era la versión perfeccionada del sueño martiano: ya no se trataba de trabajar en el campo dos meses y medio, sino de vivir y estudiar allí mismo.

Se levantaron unos edificios grises por toda la isla. Los alumnos vivirían ahí seis días a la semana, en clases por la mañana y por la tarde, en el campo.

«Ésta es la Nueva Casa

Ésta es

la Nueva Escuela

Casa y Escuela Nueva

como cuna

de Nueva Raza.»

A pesar de lo cual Silvio es un poeta inmejorable.

—Los uniformes han sido seleccionados según el criterio de comodidad y modernidad —decía Fidel—. Si bien las telas sintéticas son calurosas, tienen la ventaja de no arrugarse con facilidad. Lo que evita el uso de las planchas en los albergues, reduciendo la posibilidad de accidentes e incendios. Los zapatos son fácilmente sustituibles... —Eran los mismos zapatos plásticos de la fábrica japonesa que había comprado en el año 67, y que seguían llenando de hongos los pies de la patria—. No es cierto que los alumnos amortizan rápidamente la inversión con su trabajo. No en los primeros tres años —repetía incansablemente.

Leoncio Prado era una construcción de prefabricado a hora y media de La Habana. El alivio de exiliarme de casa duró poco: allí no se acababa nunca la comunión en el baño, el sueño, la caca, la templeta, la brujería, la chusmería, las delaciones, la militancia comunista, la doble moral y el robo.

Nos tocó el Plan Piña, con plantaciones hirsutas de espinas asesinas. Trabajamos meses con la boca hecha agua, el fondillo caramelo y la anatomía torturada por las heridas, siempre con hambre, esperando la recolección para darnos la gran panzada.

Maestros y directores habían simplificado el fraude para que sus escuelas ganaran la Emulación Socialista: nos escribían el examen en la pizarra el día antes.

Pero teníamos entradas preferentes a la universidad y yo seguía endiablada en la Medicina. A los predios de la escuela llegó una tarde Honduras, un amigo de Yoyi, el más persistente de aquella horda falaz y perseguidora que pretendía encamarse conmigo tras el divorcio. Era un indio hondureño y lo parecía. Y era huérfano abandonado en la isla. Lo había mandado la madre a La Habana a pasar unas vacaciones con una tía. Una tarde, cuando volvió a la casa desde el retozo incansable de los doce años, se la encontró vacía.

La tía voló sin avisar cuando vio llegar la Revolución.

Podía imaginarme al niño indio solo en La Habana Vieja, en medio de la furia tumultuaria que gritaba «¡Viva! ¡Viva!» y «¡Paredón! ¡Paredón!», con la experiencia echándosele encima como una catarata gélida.

Lo había recogido el ejército y no tuvo ningún problema hasta la primera vez que se vio con pase en la adolescencia y no tenía adónde ir.

—Entonces descubrí las funerarias. Ahí te puedes quedar toda la noche. Y siempre hay alguna doliente que consolar...

Tenía una imaginación destemplada. Y tenía grado de subteniente en las Tropas Especiales. Éramos un par robusto y alegre y, claro está, empezamos a vernos a escondidas hasta que se enteró el bueno de Abrantes y lo mandó ipso facto a hacerse cuarto dan de kárate en el Japón. Me escribía cartas hermosas. Me llenó la vida y el corazón de faltas de ortografía, de faltas de puntuación, de faltas de sintaxis y de un montón de otras faltas, sin pudor ni dolencias, con el amor y la necesidad tan alegres, elementales y desnudos que apenas me perdono no haber seguido viviendo en ese trozo del pasado.

Cuando Fidel me mandó a buscar para perdonarme el primer divorcio, estaba lista para dejarle entrever la perspectiva del segundo.

No me dio tiempo. Estaba ahí sentada, oyéndolo hablar de los hidropónicos para el nuevo Plan Quinquenal, donde seguía con la pretensión de hacer crecer uvas, fresas y arroz alimentado con salitre, cuando se me coló en la vista una energía perversa. La piel se le fue borrando y tuve la visión de un amasijo de tendones y nervios anudados en un aura de mal, y un tercer ojo enorme y sanguinolento le salió de la frente.

Me sacudí el espanto, pero desde aquella noche algo se me quedó roto por dentro. Se me fueron las Lunas mensuales y se me paralizó el intestino.

A pesar del amor encendido y correspondido de Honduras, empecé a desgastarme y a odiar ese cuerpo mío que no me respondía y me hacía muecas de renegado.

Lo fui castigando, quitándole el alimento.

Celebré el fin de curso, la admisión en la Facultad de Medicina, y el esperado regreso de mi novio epistolar con cuarenta kilogramos.

Honduras llegaba al aeropuerto José Martí. Ahí estaba yo, parada, con cuatro pares de medias debajo del pantalón y los ajustadores rellenos de trapos, cuando me pasó mi novio por al lado y siguió de largo.

No podía reconocer a aquella espátula que le sonreía con una mueca morbosa de muerta viva. El amor lo volvió lúcido. Me metía la comida en la boca a pedacitos medio masticados, como se hace con un pájaro enfermo.

La anorexia era una enfermedad desconocida en Cuba. Él descubrió lo que no han hecho muchos médicos psiquiatras: la enfermedad de la falta de amor se cura con el cuidado del amor.

Mami sacaba experiencia médica de algunos New York Times atrasados que llegaban a su trabajo, a su closet reformado en la oficina del Mincex. Concretamente, de las «Cartas abiertas al doctor» y sus consejos. Una tarde se me apareció en la terraza.

Yo estaba tirada en la hamaca y estuve oyéndole la traducción con la cabeza parada:

—«Señora, si su hija muestra un afán de bajar de peso que ha llegado al descontrol y no puede dejar de intentarlo, es que padece de anorexia nerviosa. La enfermedad tiene que ver principalmente con el tipo de relación establecida con la madre durante la infancia.»

—Tú no tienes la culpa de nada, mami. Si es que puedes vivir con eso.

Para mami, la culpa es un sentimiento conocido y confortable.

—Tal vez. ¿Por qué me has estado oyendo todo el rato con la cabeza tiesa como un pollo? ¿Nunca la recuestas?

—Supongo. No se me cansa.

Lo cual la devolvió al portal, esta vez con un libro de psiquiatría:

—«Cuando una persona es capaz de sostener la cabeza en el aire ininterrumpidamente durante un rato prolongado sin cansancio alguno, estamos en presencia de lo que se describe como “almohada psicológica”, y forma parte de los rasgos paranoides de la personalidad.» Por cierto, si quieres que Honduras siga viviendo aquí, se tienen que casar. No admito concubinatos en esta casa.

Y salió dejándome con el cuello reblandecido para siempre.

Pero el concubinato no era la verdad absoluta. Sino el Comité de Defensa de la Revolución, que ya había venido pidiendo el RD-3,10 la Carta de la Oficoda11 y la Certificación de Trabajo «del compañero que está viviendo en la casa, compañera. Ya sabe que no se puede tener un ciudadano “agregado” si no lo avisa en el CDR».

A Honduras le costó menos trabajo que a Yoyi conquistar a Natica, sin negra en el obituario y con aquellos cargamentos de comida y las tinas de helado de almendra que se llevaba del comedor de oficiales de Tropas Especiales.

Y lo mejor de todo es que arrastraba a los mismos amigos de antes: los gemelos de la Guardia lo habían apadrinado hacía tiempo. Llegó a ser como un tercer hijo para los padres de ellos, dos viejos adorables apodados Mimí y Popín.

A Fidel le gustó tanto aquel nuevo marido no anunciado que nos invitó a esperar el nuevo año en casa de Abrantes.

Y el mismo Abrantes lo nombró, después de aquella velada exitosa, ayudante y chofer personal.

Yo estaba en la escuela de Medicina.

Todo iba de maravillas hasta que empezó la guerra de Angola y la isla se histerizó en un súbito afán guerrerista.

Lo primero que vaciaron fueron los barrios de los negros. Seguían siendo los mismos que antes de la Revolución: la Dionisia, el Palo Cagao, Llega y Pon. De negros fueron los primeros pelotones que Cuba mandó al África.

Aquello olía a desprecio por todos lados.

Me puse pesadísima. Quería que me explicaran cómo Cuba se había vuelto imperialista después de tanto cacareo con la Autodeterminación de los Pueblos y la No Injerencia en los Asuntos Internos.

Pero ya conocía esa expresión que me ponían cuando les parecía marciana.

Así que me fui a palacio a hacer antesala en la recámara de Fidel, para ver si me daba, por fin, sus razones de Estado. Después de esperar un tiempo me lo encontré delante de un mapa lleno de alfilercitos.

Con eso disponía las tropas.

Por fin tenía una guerra de verdad. Estaba aburrido de asuntos menores en Siria, Argelia, Namibia, Afganistán y América Latina. Estaba emancipándose de los rusos. Ni me oyó cuando le pregunté cómo, si vivíamos bajo amenaza constante de una invasión yanqui, iba a dejar la isla desvalijada de su ejército y sus armas.

Salí de palacio con la amarga convicción de que me habían estafado la conciencia y de que los yanquis estaban encantados de tener a Fidel a noventa millas, sembrando la subversión en el resto del mundo. Con Fidel ahí, siempre iba a tener empleo su ejército de rubios mascachicle, desempleado tras Vietnam y Corea.

Como un equipo de fumigación que mandaban donde quiera que el otro les sembrara el comunismo.

Si se hubieran puesto de acuerdo no lo habrían hecho mejor.

Los amigos que habían sobrevivido a Chile salieron para Angola siguiendo los pelotones de negros.

Para eso eran las tropas de asalto. Todo un ejército de soldados cubanos.

Yo seguía con el rollo de que defender el comunismo contraviniendo los principios del comunismo no tenía humana explicación.

La cogí con Honduras:

—Tú no vas a ir, ¿verdad? Tú te vas a negar a hacer huérfanos en Angola, ¿verdad?

—¿Estás loca, viejita? ¡Quién me ve a mí de mártir y pendejo! ¿Cómo voy a decir que no? Y la Revolución...

—¡No me vengas tú también con eso de que te vas a Angola por defender la Revolución! ¡La Revolución está aquí en Cuba, me parece!

Me bajé de la luna de Valencia y se me quitó la ceguera temporal y conveniente. La vida se me había convertido en pesquerías, en casas en la playa y en trapos y relojes.

Tuve un ataque de principios:

—¿Para qué se dicen soldados? ¡Ustedes son mercenarios!

Mi amor se rascó la cabeza para pensar.

—No debería, pero te entiendo —dijo—. Lo que pasa es que pensar, Alina, para un socotroco como yo, es una actividad peligrosa. Que piensen los que pueden. Yo hace mucho rato que no soy nadie.

Él me había enseñado un montón de cosas. Como cuando tuvimos que echar a un lado tanto amor de papel y enfrentar esa miseria cotidiana que acaba con las magias y él me decía cuando yo lo rechazaba:

—No me sueltes nunca la mano. El amor crea sus propias necesidades poco a poco.

Así que le contesté:

—No te preocupes. A lo mejor aprendo a vivir con las verdades cambiadas.

Los mercenarios, aunque muchos de los ex combatientes de Angola ni lo imaginen, eran efectivamente eso: soldados cubanos pagados por Agostinho Neto. Hasta las estadías de los barcos cubanos en los puertos le fueron pagadas al gobierno.

Cuba se quedó un poco más miserable y más desnuda. Y de luto.

Entonces designaron a Abrantes, que ya era ministro del Interior, para inspeccionar las tropas en Angola. Tuve la sospecha premonitoria de que su vulgar ayudante, Honduras, no iba a poder volver si lo acompañaba, enfrentado a los cuestionamientos de sus amigos y compañeros de tantas armas, porque los cuarteles, con sus rencores y chismorreos, en nada se diferencian de una casa de putas.

Y como tenía los ovarios en paro, la digestión paralizada y una multitud de otros trastornos que me tenían psicosomática toda, y porque tenía miedo de que me dejara morir de inanición en la casa si me quedaba sola, sin su comida premasticada y sus cuidados, Honduras convenció a Abrantes de que me dejara ingresada para un chequeo el tiempo de la supuesta gira.

Me quedé a esperarlo en una habitación de ese coto cerrado que es la Clínica. Allí se atiende al buró político y sus parientes, y a efecto de cuños y certificados médicos se llama Unidad Quirúrgica del Minint.

A las tres semanas regresó Abrantes de su gira. Desde el aeropuerto llegó a hacerme la visita para contarme que Honduras se había tenido que quedar en Angola porque las murmuraciones de la tropa apuntaban al hecho de que le estaba zafando el gancho a la muerte compartida nada más que porque estaba casado con la hija del Comandante.

—En efecto. Siendo soldado debía tener en cuenta ese defecto mío.

—Un oficial designado te llevará el salarió y las cartas que vayan llegando. Él ya firmó la autorización para que cobres su dinero. Me encargó que te cuidara mucho.

Esa noche me di de alta y regresé a casa.

Las cartas de Angola me dejaban en un trance de miedo:

Ahora soy del pelotón de exploración imagínate y ayer estube mas de seis hora debajo de una piedra debajo del fuego pero de las propias tropas de nosotros que eso es lo que pasa cuando se va de avanzada pero ya tu sabes como es tu otro yo que sobrevibo y después fuimos de inspexión a la aldea mas sercana y había caido un bicho venenoso en la caldera de la trivu que aqui comen una cosa hecha de malanga podrida disen que fermentada que no te se decir como se llama y el bicho es como una lagartija gorda y de colores con las patas torcidas asi y saca la lengua malirna y tiene el rabo con una puntica al final que es donde lleva el veneno y es el bicho mas feo que he visto en mi vida Cuando ocupamos la población o la trivu como se dice correctamente echaz las casas de tierra y techo de paja sin ventanas la gente estaba rigida envenenada Hubo un lio con Pedrito te acuerdas que ahora esta en la unidad 3 que se quiso echar a una angolana que quedaba viva no sé por qué ay gente que se le sale el salvaje con los tiros que se ve que no son profesionales pero son cosas de la guerra como ya sabes Yo sigo pensando en ti y en la chapilla que me dieron pegué un retrato tuyo ese que estamos juntos en la boda de la hija de nuñez jimenez con el Guatón porque no tuve tiempo de nada cuando me enteré de que me tenía que quedar aqui y tu ya sabes que no fue por mi voluntad sino porque como dises tu esta Tropa tiene mas brete que una casa de putas y estaban diciendo que me había vuelto pendejo por culpa tuya o algo aci me conto Pepe y como siempre tienes razón esta es una guerra de mierda y no tenía que ser pero ezpera que yo vuelva viejita que esto no tiene que separamos si no al contrario...

Me cansé de esperar la noticia de su «muerte en combate».

La vida no es una línea recta trazada cuando uno nace desde la estrella Sido... Dicen que en el 2000 se vuelve atemporal y refractaria para medirle a uno los destellos del destino y sus desatinos.

La guerrita aquella costó más de veinte mil muertos a un ejército de ciento cincuenta mil hombres, y costó casi todos los matrimonios de la isla: el Partido Comunista se dedicó a la caza de mujeres infieles y el núcleo militante del Centro Laboral se encargaba de la muerte definitiva en una reunión donde abacoraban al esposo tarrudo y lo conminaban:

—¡Compañero, entre el Partido Comunista de Cuba y su mujer, elija!

Los que optaron por un amor comprensivo perdieron el carnet de miembros.

Josefina se masturba. Su madre la entiende y dice que es una cosa normal. Pero como su padre le pega, deciden acudir a un psiquiatra. El psiquiatra dice que la actitud de Josefina es adecuada para su edad.

V/F La acción de Josefina es normal.

V/F La actitud de la madre es correcta.

V/F La actitud del padre es correcta.

V/F La respuesta del psiquiatra es acertada.

Había que hacer una cruz según fuera verdadero o falso. Había setenta preguntas iguales en el primer examen que hicimos los quinientos alumnos de aquella promoción de la facultad de Medicina.

La asignatura era psicología y la unidad se llamaba «El hombre y su medio».

Además de psicología estudiamos mucho marxismo, anatomía y bioquímica.

Pasamos de la genética porque los maestros estaban cumpliendo «misión intemacionalista».

El técnico que guardaba los muertos para el estudio se llamaba Bolívar. Tenía unos hongos florecientes en las uñas a fuerza de cuidarlos sin guantes.

Los muertos apacibles que nadie reclamaba para el velatorio reposaban en tanques de madera rellenos con formol, como los fetos olvidados de mi infancia, y como ellos no se quejaban de nada. Nunca vi a un hombre, antes ni después, tratar a los vivos con el cuidado que Bolívar usaba con sus muertos.

Para entrar a la carrera no bastaba un buen expediente: había que hacer una prueba política, ante un jurado de la Juventud Comunista:

—¿Qué crees de la OLP?

—¿Y de la OPEP?

—¿Y del llamado Milagro Brasilero?

—Explica quién fue Ben Bella y su trascendencia histórica.

Los exámenes eran muy complicados. De test, decían. Había que escoger una respuesta entre cuatro soluciones contradictorias para setenta preguntas.

Saliendo del examen teníamos el «patrón de respuestas» en el mural: setenta numeritos en fila para comprobar si habíamos contestado correctamente.

No había genio en toda la escuela que pudiera contestar a más de diez preguntas de ésas sin aturdirse.

Estudiábamos por grupos de amigos afines. Uno tuvo la gran idea: ¿nadie conocía al que manejaba la imprenta de la Facultad? ¡Sí! Pues con quinientos pesos seguro nos pasaba una copia del examen.

Así no había que matarse estudiando con café y anfetaminas.

Nos creíamos geniales o únicos.

Cuál no sería nuestra sorpresa al comprobar que llegamos al tercer año de la carrera junto con el resto de los quinientos alumnos: el infeliz de la imprenta había hecho su abril vendiendo exámenes.

Por suerte, la medicina no se aprende sobre el papel en un examen de test. Se aprende por amor a los enfermos y conviviendo con ellos.

Fue por la guerra de Angola como conocí al bailarín.

Sigo sin saber qué hacía Panchi en el cuerpo de guardia del Hospital Pediátrico de La Habana. Yo estaba allí con la hija enferma de mi marido mercenario, una niña abandonada y tristona.

¿Conocíamos al mismo médico?

No me acuerdo. ¿Y qué importa? Después de todo, el amor es el único hito en las cronologías.

Tenía una pelusa rubianca de niño en la cabeza, la nariz achayotada, una piel por donde rondaban todavía las termitas del acné juvenil... Y unas piernas que parecían columnatas dóricas. Caminaba así. Como si llevara el cuerpo en la carroza de un templo.

¡Hay que ver!

Fue un arrebato compartido. Depositamos a la niña en su casa con un tratamiento de caballo para aniquilarle los gérmenes arracimados en las amígdalas y nos sentamos a conversar en el bordillo de una acera.

La madre había hecho una incursión a la Escuela Nacional de Arte, allá por el año 62, con la idea de convertir en bailarina a la hija mayor y a los dos hijos en músicos. Estaban sentaditos ahí, la madre con los dos varones esperando el veredicto, cuando se les materializó Laura Alonso, la hija de esa bisabuela bailarína, Alicia Alonso, que es la leyenda del Ballet Nacional de Cuba.

—¡Dos varones! A ver, ¡párense y enséñenme el empeine! ¡Dios mío, si son perfectos!

Ni mucho menos. Pero en la Cuba segregacionista y machista de los sesenta, todo lo que bailara y actuara y tuviera huevos había ido a parar a los campos tenebrosos de la UMAP junto con los curas que quedaban y mis peludos condiscípulos de la escuela secundaria. Y la masculinidad en el arte brillaba por su ausencia.

Laura convenció a la madre atribulada de que a sus dos hijos la danza les deparaba mejor destino que la música.

—Señora, en Cuba usted da una patada en el piso y le salen mil rumberos —dijo—. ¡Pero bailarines! Para ser bailarín hay que ser casi perfecto.

La hembra desaprobó y los varones se quedaron para siempre.

—Tenía el acné tan podrido —decía Panchi—, que me obligaron a hacer las primeras funciones bajo pena de expulsión.

Yo le conté que a mí me habían sacado del ballet porque tenía una condena de por vida con la química, en cuyo campo nunca supe definir un «electrón», a resultas de lo cual mi madre me convirtió en alumna preferenciada de Ledón, a ver si el genio ultraquímico del Centro Nacional de Investigaciones Científicas y de todo el país lograba abrirme la sesera al respecto las tres tardes a la semana en que ella hacía el sacrificio enorme de dejar el trabajo para llevarme a los repasos. Y que Ledón, entendido en ineptitudes, desde la tarde misma en que pisé su casa me dio papel y lápices de colores para que le hiciera paisajes de colgar en las paredes o le demostrara las leyes físicas de las pirouttes y fouetés. Y que habíamos quedado el maestro y yo en guardamos hasta la tumba ese secreto que le estaba desvelando...

Menos de un mes después estábamos los dos bailando un pas de deux en una habitación alquilada, gracias a la mujer de Abrantes, en el Hotel Capri. Fue su regalo por mi cumpleaños. Recuerdo perfectamente la tarde y las circunstancias, no menos estresantes por placenteras, en que concebimos con todo el amor del mundo al futuro trol.

Mi esposo el legionario había llegado a Cuba una semana después de que a la hija se le murieran los estafilococos en la garganta y exactamente tres semanas antes de que consumáramos Panchi y yo la Mumín Person.

Se consoló del abandono según el mismo principio sabio que usaba en las funerarias: siempre había a quien consolar, siempre había quien estaba dispuesto a hacerlo. Mis mejores amigas se ocuparon de borrarle las penas.

Y la historia se hubiera muerto en ese punto si no fuera porque usó también las simpatías de mi padre para dejar por sentado su dolor de esposo depuesto. Leivita, el gnomo gritón, estaba en tratamiento psiquiátrico intensivo, como un sinnúmero de jefes de Escolta que lo habían precedido en el cargo. Fue otro fulano el que llamó ofendido para que me mantuviera localizable «hasta que la pueda mandar a buscar el Comandante».

Llegué a palacio con un cochero nuevo.

—Parece mentira que hayas dejado a un héroe de la guerra de Angola. ¡Por un bailarín!

—Yo no lo dejé, Fidel. Él me dejó hace dos años para meterse en una guerra extraña.

—¡Y bailarín! Si es bailarín tiene que ser maricón. ¿Qué va a pasar con tu carrera? ¡He convertido a Cuba en una potencia médica!

Que me aspen si le cuento que estoy preñada, pensé. ¿Quién iba a hablarle a Fidel, el eterno solitario, de amor? ¿Y a mami, la eterna enamorada? En cuanto supo la feliz noticia me extraditó.

—Si quieres parirle a ese muerto de hambre, vete a hacerlo al lugar de donde lo sacaste.

Para llegar a la escuela de Medicina desde donde vivía el muerto de hambre había que viajar tres horas en guagua, y el cuerpo de guardia del Hospital Pediátrico era más placentero y aséptico que el cuarto de solar con cocina donde vivían Panchi, su hermana, el marido y la hija.

Así que empecé a quitarle una mugre prerrevolucionaria al baño con una cuchillita de afeitar, y a tratar de conseguir un inodoro, porque ahí no quedaba desde hacía años más que el hueco recordatorio.

Para conseguir un inodoro había que apuntarse en la lista de necesidades de las Asambleas del Poder Popular. Para llegar a tener un inodoro usado y medianamente sano había que esperar más de cinco años por la taza y algún tiempo más por la tapa del tanque que «son más difíciles de conseguir porque se rompen más», me dijeron.

Aquello provocó el primer encontronazo serio con mi mami.

—Voy a parir en esta casa porque bien sabe Dios que si no fuera por mí estarías viviendo debajo de la tapa de un piano. Lo diste todo y nadie te lo agradeció nunca. Al contrario. Y si el bailarín muerto de hambre viviera en otra tierra, nadie le iba a estafar el sudor del cuerpo; ¡éste es el único país del mundo donde el Estado se queda con todo el dinero que te saca y te tiene cagando en agujero!

—¡Porque el Estado te lo da todo gratis!

Pero no se trataba de discutir de política.

Nos casamos por no perder el derecho que otorga el gobierno a los recién casados: comprar en el Palacio de los Matrimonios. Dos cubiertos, una sábana, una toalla, un bloomer y un calzoncillo, una sobrecama y, si hay suerte, las mujeres pueden conseguir un par de zapatos extra.

Llevaba un chichón crecido en el bajo vientre cuando entré el primer día en el Hospital Docente Manuel Fajardo, donde a mi grupo de fraudulentos nos tocaba aprender la medicina ejerciéndola.

El profesor Wagner nos recibió con el siguiente discurso:

—Nuestra misión intemacionalista en Angola es prioritaria para nuestro gobierno. Por eso carecemos de algunos materiales e instrumentos que nuestro ejército necesita más que nosotros. Por ejemplo, hemos tenido que improvisar en el hospital los colectores de orina. Nuestras enfermeras han tenido la iniciativa. Veamos. —Y destapó a un infeliz aterrorizado, con el pito tieso de esparadrapo y la puntica metida en el dedo recortado de un guante de goma de cirugía. Más esparadrapo y una sonda que reposaba entre gorgoteos de orines sanguinolentos en un pomo de mayonesa Doña Delicias—. Les vamos a asignar un paciente por persona.

Hablaba igual que la Libreta de Abastecimiento.

En el hospital las jerarquías funcionaban al revés. El sujeto más importante era la pantrista, la empleada de la despensa, Diosa de la Comida.

Atrás venían las enfermeras, con dominio de todos los secretos inconfesables. Después los galenos, nosotros, los estudiantes, y en último lugar los enfermos.

Esa misma semana tuvimos la primera clase didáctica. Maese Wagner hablaba de músculos inguinales y conductos espermáticos de paredes débiles cuando entró el paciente al aula, un viejito que caminaba dándole pataditas dulces a un huevo enorme para hacerlo avanzar. Le habían dicho que su tratamiento y curación en el hospital dependían de aquel acto de exhibicionismo.

El viejo tragó saliva, se bajó la piyama y, como quien acuesta un niño, recostó en la mesa aquel huevo monumental erizado de pelos grises, mirándolo como si fuera ajeno.

—Ésta es una hernia inguinal. Pueden acercarse a mirar y palpar —soltó Wagner.

No habían pasado tres semanas de clases cuando Conchita y Luisa, la Señora Pareja que eran la secretaria de la Juventud Comunista y su segunda al mando, recibieron el mismo telegrama: tenían que repetir segundo año por falta a educación física. Tres horas semanales que le habían robado a la calistenia les iba a costar un año de carrera en la escuela de donde acababan de salir.

Y no pasaron ni tres días antes de que me llegara el mismo telegrama.

Como el viejo del huevo, me saqué la panza hinchada de la ropa y se la puse en la mesa a la directora de la Facultad.

—¿Le parece una almohada?

—No. Indudablemente.

—¿Por qué quieren ustedes que sea yo la primera mujer embarazada en esta Facultad que haga gimnasia sueca?

—La verdad es que dos alumnas te acusan de haber intimidado a la cátedra de educación física.

—¿A toda la cátedra yo solita?

—Sí. Con fotos. Donde sales con Fidel.

Conchita y su edecana eran una pesadilla reiterada. Las tenía arriba desde que puse un pie en el preuniversitario. Se mudaban conmigo de escuela en escuela. Las recordé, acusándonos con la Marquetti de lesbianismo desde unos sacos de azúcar turbinada en aquella Escuela al Campo. Recordé al padre de Alquimia, que para salvar a su hija de una condena más severa por robo en la Leoncio Prado, le contó a la policía que yo era su cómplice. «La hija de Fidel» para acá y para allá. Cada vez que estaba en la cercanía de un problemita, me involucraban, si no eran los padres, los hijos, pensando, calculando que si yo estaba metida en el ajo junto con ellos, la autoridad iba a tirar la toalla.

Le dije a la directora:

—Las únicas fotos que tengo con Fidel son de mi boda. No las enseño ni muerta. Soy una gorda disfrazada con un ropón de encaje. En todo caso, doctora, ¿por qué no castiga a la cátedra? Digo yo. ¡Lo único que le faltaba son diez maestros pendejos intimidados por fotografía!

Volví al Fajardo exonerada, después de una semana de trámites que incluyeron la exposición del vientre en otras mesas del Ministerio de Educación donde, por suerte, ya no estaba Llanusa el Tetudo de ministro; destituido, criaba puercos en una granja estatal.

Tenía el ánimo agudo y la esperanza en las mínimas lealtades humanas muerta.

Mi paciente, según la distribución wagneriana, se había muerto por culpa de una radiografía mal hecha y otra innecesaria.

Tenía un pulmón comido por el cáncer. Lo tuvieron semanas esperando que arreglaran el aparato de la broncoscopia, hasta que el técnico, equivocado de orificio, lo devolvió con una placa de estómago. Como Maese Wagner no se daba por vencido, repitieron la maldita prueba, que acabó por matarlo tras días de tenerlo cabeza abajo en la cama soltando como mejor podía en una palangana lo que le habían metido en el árbol bronquial.

No había acabado de mandar a mi paciente para la morgue cuando ingresó mi dulce vecina Estercita, que llegó en coma diabético y estuvo revirando los ojos y tratando de escaparse de la vida durante días. En su primera comida de sobreviviente le sirvieron una bandeja de carbohidratos que la hubiera mandado de vuelta al más allá. A los pies de la cama, de los barrotes despintados y torcidos, colgaba una historia clínica vacía. Me dediqué a la búsqueda del culpable y le escribí al director una carta indignada.

Mi nueva paciente fue una viejita con mal de Parkinson. Le dieron unas dopaminas y la mandaron al quirófano. Al parecer, el cerebro mejora cuando se implanta en las zonas dañadas cortes de tejido de embrión de feto humano.

No sabía que el Parkinson se operaba, y sigo sin entender cómo llegaron a semejante conclusión, porque no hay un solo cobaya en el mundo, ratón, conejo o mono, que lo padezca.

Ahí fue donde empecé a notar que la ética médica andaba muy alterada.

Nunca me molestaron los muertos en sus cajones de formol. Compartí con Bolívar unos hongos florecientes en las uñas a base de tocarlos a mano limpia. Pero no estaba preparada para los enfermos vivos ni para los hospitales.

Aparte de enfermos y hospitales teníamos funciones «en el terreno», consistentes en chequear embarazos, casos de venéreas y de tuberculosis. Me tocó el antiguo barrio chino de La Habana Vieja. Llegué a la calle Zanja pensando que de aquellos cantoneses llegados en el siglo pasado como mano de obra barata, y que habían levantado y perdido tintorerías y fondas, apenas quedaría una comunidad mermada.

Mi sorpresa fue considerable cuando descubrí que, hacinados en los mismos tugurios que habitaban desde siempre, seguían creciendo y multiplicándose, sin mezclarse apenas con los cubanos, y que asimismo, en aquellas condiciones de vida infrahumanas donde la comida y las heces se hacían compañía, el bacilo de Koch hacía zafra. La Revolución no había pasado por el barrio chino de La Habana, como no había pasado por la Dionisia, el Palo Cagao y Llega y Pon. Seguían siendo las mismas llagas abiertas de la miseria.

Seguí con el espanto callado hasta que una tarde ingresaron de urgencia en el hospital a un hombre sin edad, porque la gente envejece de pronto con cosas así, y una mala caída lo había dejado paralizado cintura abajo. Estaba tirado ahí, con los ojos azules enormes perdidos en un mar de angustia.

Wagner nos llevó aparte.

—Con discreción y cuidado, aunque daño no puede hacerle, practiquen con el paciente el tacto rectal. Algunos podrán hacerle también la punción lumbar. No todos. Nada más los que piensen ser cirujanos.

Éramos veinte en aquel vistoso grupo de aprendices, y dieciocho le metieron el dedo en el culo. Wagner tuvo el detalle de no permitir más que ocho punciones.

Todavía no podía creérmelo al otro día, cuando el infeliz empezó a temblar como un poseso, en una sala que a las dos de la tarde estaba desierta de médicos y enfermeras.

Busqué ayuda, pero no aparecía nadie. Los busqué hasta en los sitios secretos donde solían acoplarse.

Estaban celebrando a deshora una reunión del partido, para no sacrificar su tiempo libre. Sentaditos allí, estudiando un discurso del Comandante que hablaba de la medicina con la misma furia prioritaria que había hablado de sus vacas cruzadas.

Llevaba media hora corriendo por el piso con mi barriga a cuestas y la angustia de que el diablo se iba a llevar el alma de aquel Cristo convulso, cuando los encontré. La lástima se me cuajó de rabia y solté un torrente de improperios concentrados:

—¡Oportunistas, pendejos y asesinos!

Jadeante, panzona y desgreñada. Una mater dolorosa extraviada y ridícula.

Panchi me llevó ese sábado a comer con Antonio Gades, un bailarín español que andaba por La Habana montando un ballet con rumba flamenca.

El bailaor era intenso, sociable y carismático. Fue una noche alegre de buena música, buen baile y buen vino.

El domingo me despuntó el día con unas contracciones vividas, inmisericordes y seguidas. El feto había empezado a abrir dolorosamente sus canales propios para escapárseme del cuerpo.

Desperté a mis sagitarianos a una hora en que no tienen programado el cerebro. Mami y Panchi empezaron a gritarse órdenes mutuas y a dar vueltas por la casa. Yo los miraba, paciente y resignada, desde una silla al lado de la puerta de la cocina, con mi bartulito de parturienta encima de las rodillas.

En el hospital me puse a caminar, ignorante de jadeos y técnicas de preparto que no había podido aprender, segura de que la gravedad ayudaría a mi hija, que la sabía femenina y molesta desde la oscura disciplina de comunión en el vientre compartido.

¡Pero vaya desgracia! El equipo de guardia en el Mejor Hospital Ginecobstétrico de América Latina parecía de todo menos cubano y profesional. Eran los estudiantes del famoso intercambio intemacionalista, llegados de todas partes, con menos edad que yo y todavía mayor susto y desconcierto.

Otras dos parturientas gritaban a voz en cuello todas las malas palabras del idioma castellano.

En ese escenario me llegó la esperada tortura: una garra se me metió entre el vientre y la espalda, y en un tumulto de sensaciones encontradas, en un colmo de amor-odio, un pujo de terremoto dejó en el umbral de la vida a Mumín mientras su madre, obsesionada con la hora astral y la perfección redonda del ombligo, miraba el reloj y amenazaba a la enfermera con matarla si por casualidad le dejaba a su hija un dedo parado como un chupete en medio de la barriga, atributo que exhiben las nuevas generaciones cubanas por alguna razón ignorada.

Mumín nació a media mañana de aquel domingo de diciembre, y no voy a decir la hora para evitarle brujerías siderales, que hay gente con poder para interrumpir el tránsito apacible y agorero de las estrellas.

Era un trol. Con aquella nariz desparramada y un matorral de pelo parado y negro rematado en las cejas, hubiera estado perfecta asustando a la gente debajo de los puentes.

A Natica le costó trabajo asumir aquello.

—Cuando me llevaron al cunero había dos bebés rosados, rubios y preciosos, y le dije a Panchi: «Tiene que ser uno de esos.»

Pero me señaló uno con el pelo prieto y una nariz de mulato. ¿No te la habrán cambiado?

Abuela Natica es de la Comisión de Estímulo.

Mumín no ha cambiado desde que llegó al mundo aquella mañana excepto para su progreso estético. No lloró nunca de hambre ni de enfado. Yo tenía las tetas rebosantes de leche y adoloridas, pero eso no era asunto suyo. Quería dormir y que la dejaran en paz. ¡Estaba tan cansada!

La Mumín sobrevivió a todos los experimentos de la maternidad ignorante con la misma alegría. Abría los ojos antes que nadie y siempre me la encontraba echando sonrisas desdentadas, sin un lamento. Movía las manos y me encandilaba con esas dos estrellitas diurnas.

Con ella pegada a la teta y un amigo que estudiaba conmigo, habiendo perdido al entrañable operario de la imprenta dado el cambio de Facultad, tuve que prepararme para el examen sobre el sistema respiratorio. Con la herida del parto apenas descosida, me senté en el aula donde el profesor Wagner me tenía preparada una venganza majestuosa.

Repartió el examen pasándome por delante y por detrás como si fuera etérea, hasta que protesté.

—Lo siento. Tú no puedes hacer el examen. No tienes asistencia.

—¡Pero si he faltado una semana! ¡Oiga, estaba de parto!

—Eso a mí no me importa. Ten la bondad de salir del aula.

Y salí. Arrastrando la moral que se me deslizó piernas abajo como un calzón sin elástico.

Mi tía Vilma olvidó a la empleada de la Federación de Mujeres Cubanas que había prometido en un ataque de generosidad filial.

La única persona que conseguí era limpia como la divina concepción, pero tenía más hongos en las uñas que el técnico Bolívar, y a la Mumín acabó por salirle en la panza una ramazón roja de contagio.

Abuela Natica se declaró en posición contemplativa, y mami no podía dejar el trabajo.

Pedí una baja temporal por maternidad y me llegó una resolución de expulsión por abandono de estudios. Hasta el día de hoy, la Facultad se vuelve sorda cuando pido una copia de mi expediente académico.

La maternidad y la Libreta de Abastecimiento son enemigas irreconciliables. Ni colchón tenía el trol, porque no lo vendían en la ferretería sin un certificado del hospital afirmando que el niño había nacido vivo.

El jabón de lavar que daban al mes no alcanzaba para la zarambanda de pañales meados, ni los quince metros de «tela antiséptica» para poder hacer pañales suficientes.

El agua se había ido de la casa desde el momento en que el ministro de Transporte, unas calles más abajo, se hizo instalar piscina en el jardín. Y la calabaza, el plátano y la malanga vivían en el recuerdo.

Las peregrinaciones por la comida del trol incluían viajes quincenales en la ruta 85 a casa de mi suegra, que me dejaban yerta, y viajes mucho más cortos al huerto de un viejito que me daba unas cuantas viandas por tocarme las tetas.

Panchi volaba en Cubana de Aviación a giras interminables e impagadas con el Ballet. Mami volaba incansable de una oficina a un aula o una reunión en su pájaro azul, su VW cortesía de Raúl. Abuela Natica viajaba por el éter desde el teléfono, y yo iba de un lado a otro de la casa, vigilando las herviduras de culeros y pomos y la tranquilidad intacta de mi niña, cuando se personó en la casa mi amado Sosa, con una sonrisa de parabienes y una caja de regalo forrada de papel morado con un bote de talco, un ajuar de boticas, gorra y abrigo de lana para bebé y una bata de casa del mismo color cianótico de la caja.

A fe mía que Fidel no supervisa sus regalos. Hice manifiesto mi agradecimiento y seguí dedicada a restregar culeros en agua de lejía para que estuvieran inmaculados y a inventar recetas noveles de papillas para hacer crecer al trol, que se había puesto glotón en su tránsito para gnomo.

El trol me disciplinaba la vida con un horario de cordura que no quería alterar por nada en este mundo. Quería ser su mamá por encima de todas las cosas. Pero su mamá tenía que seguir estudiando, que hasta la mía tenía un diploma en la pared que me sacaba a relucir a cada rato, añadiendo el corolario de que ella, a más de cincuenta años, había podido y cómo yo no.

Su dulce presión no era nada comparada a la que ejercía la Federación, el Comité de Defensa de la Revolución, y todas las organizaciones de masas que ululaban sus consignas y que, efectivamente, habían convertido a las hembras cubanas en unos seres en pantalones que se multiplicaban entre el trabajo, el estudio, la tropelía del transporte público y las colas de la bodega, sin tiempo para sí mismas.

Habían pasado más de veintidós años de su tragedia cuando pudo regresar el tío Bebo, hermano de abuela Natica y «el hombre mejor vestido de Jamaica», con chaqué, botines, guantes y sombrero de copa, antes de que una resolución ministerial revolucionaria lo dejara cesante y desterrado.

Llegaba el tío Bebo al aeropuerto representando a la Comunidad Cubana en el Exilio, el nuevo nombre que Fidel le había dado, a cambio del de «gusanos», a esa multitud lastrada con su pasado y la amputación dolorosa de su familia y su tierra.

Fidel estaba permitiendo la reunificación familiar y reuniendo un poco de moneda convertible. Los «gusanos» volvían a la isla, convertidos en crisálidas regalonas forradas de dólares y repletas de regalos.

En los hoteles se habilitaron las tiendas de la Comunidad y se formó un desorden tremendo. Hubo que prohibirle a los militantes del partido que recibieran o trataran a sus familiares exiliados de visita, por lo que mandaban a sus hijos y parientes, en una agonía de mendicantes.

El asunto se convirtió en motivo de delaciones y de broncas familiares, porque las nuevas generaciones, criadas en la gritería antiimperialista, sintieron amor a primera vista por esos tíos y primos que les resolvían la anemia vestimentaria y física.

Bebo conservaba sus aires de lord. No se casó nunca. Tenía un criado hindú y hacía yoga por las madrugadas, paliando la diabetes con esa disciplina del espíritu.

Introdujo en casa de mi madre algunos adelantos civilizados de importación, como las toallas de papel y el detergente sólido, y ancestrales costumbres como la del whisky vespertino en familia.

Pero ahí se decepcionó, porque a las siete de la noche su sobrina Naty seguía trabajando y a su hermana Natica se le había deslavado desde hacía tiempo el paladar de las buenas y virtuosas bebidas.

Fuimos a la diplotienda a comprar el whisky y la soda y en nombre de mis matriarcas me dediqué a satisfacerle los gustos. Como un reloj le tenía su hielo y su sifón a la hora en punto en que el sol empieza a decrecer en la isla y la luz atosigante se va diluyendo en el atardecer.

Bebo había metido su termómetro personal en el ambiente familiar de mi casa. Dictaminó:

—En mi vida he visto una situación más enferma. ¿Qué puede haberles pasado a mi hermana y a mi sobrina? ¡Se comen cada cosa con un gusto! Cosas que en mi época, y en la de ellas, por cierto, eran para los perros y los puercos... Mira que mi hermana y tu madre fueron dos mujeres exquisitas, ¡eh!

—¿Te dieron gofio en el desayuno?

—Y luego, ¡esa forma que tienen de tratarse! En vez de hablarse se ladran, y a ti te dan órdenes como si fueras el mando de las dos.

Y esa manía que tienen de no escuchar a nadie. Yo no venía muy esperanzado pero desde luego, sobrina, lo que me encuentro... Me da mucha pena contigo.

—Me preocupa Mumín, tío. Daría cualquier cosa por llevármela lejos.

—A ver, ¿qué hace Natica metida todo el día en casa de Naty cuando tiene su apartamento justo en la acera de enfrente?

—¡Yo que sé! No le gusta estar sola. Llega aquí a las nueve de la mañana y se va a las diez de la noche.

—Y cuando llega tu madre esto se convierte en un infierno. ¿Has visto cómo quieren que me bañe? ¡Sentado en un banco, con un cubo y una vela! Me parece que estoy en el Medioevo y ellas lo ven tan normal.

En efecto, la luz se iba, el agua faltaba, y, después de una intensa reflexión, Natica había decidido que para el tío Bebo y su longitud corporal era más fácil sentarse al lado del cubo que agacharse para sacarle el agua.

—¿Y cómo te las arreglas tú?

—No muy bien. Trato de aliviarles los problemas. Les he traído un par de maridos, pero este tercero es como si hubiera metido al diablo en la casa. Y no me cuidan a Mumín ni para que salga un par de horas por la noche.

—Eso pasará rápido. La gente se va enamorando de los niños según crecen. ¿Por qué Natica no te da el apartamento? Las parejas deben vivir solas.

—Pues no sé... Es su apartamento.

—Sí, pero no lo usa. Déjamelo a mí. —El tío Bebo dominaba la política como el yoga. Decía que Fidel estaba en otras manos y que los únicos que estábamos en manos de Fidel éramos los cubanos—. Oye, sé sincera conmigo. Tú no te ves con Manley, el presidente jamaicano, ¿verdad?

—Tío, yo nada más que he visto a ese prieto en televisión.

—Es que en Jamaica andan diciendo que viene a Cuba a verse con la hija de Fidel.

—Sin ir tan lejos, tío, aquí mismo, ni yo conozco a la gente que, con tal de sacarse de arriba a la policía, anda por ahí diciendo que se ve conmigo.

—No me extraña, tal como está el ambiente y el miedo en que viven. ¿Qué vas a estudiar?

—Diplomacia.

—¿Estás loca? En cuanto cambie este gobierno te quedas sin trabajo.

Gracias a los inmejorables manejos de mi tío, heredé de mi abuela en vida un lugar donde vivir sola con el trol, que se había puesto preciosa y maldita, con mañas de manipuladora. Al año había aprendido a servirse del teléfono y llamar de una casa a otra, de casa de su abuela a la de su madre y viceversa, buscando voluntades complacientes con la suya.

Fue la viuda poderosa de un mártir de la Revolución al pie del retiro, con conexiones extensas e intrincadas en el Ministerio de Relaciones Exteriores, quien, trajo la solución para el indeseado desempleo de mi capacidad intelectual:

—¡Esta niña está hecha para la carrera diplomática!

La viuda era una mujer estentórea. Impuso la decisión de amadrinarme a grito pelado y fue así como me vi en la Facultad más elitista de Cuba, reservada únicamente para militantes de la Juventud Comunista que fueran vanguardias nacionales.

El dogmatismo se podía cortar con cuchillo.

Había escurrido el bulto todas las veces en que me propusieron de militante con una serie de enfermedades oportunas, y me vi de pronto rodeada de cubanólogos y aguerridos defensores de la ideología marxista.

La «Escuela del Barniz», como la llamábamos, se proponía desbastar un poco a aquella gente para que pudiera representar a Cuba sin comer el pollo con las manos y supiera decir merci en algunas lenguas.

Estudiábamos idiomas, literatura y arte universal, marxismo y protocolo.

La maestra de protocolo, que había sido embajadora en el Vaticano, nos enseñaba a poner mesas de almuerzo para hombres solos, a comer caracoles y otros especímenes en su concha, a combinar las corbatas con el color del traje, la camisa y las medias, a romper elegantemente los caparachos de langostas y cangrejos, y a enjuagarnos los dedos pringados en el cío «con agua y pétalos de rosas las mujeres, con agua y una rodaja de limón los hombres». Cosas todas que había integrado cuando Lala Natica me educaba en la alcurnia de la comida a base de bandejas de plata con lentejas y sirvientes inexistentes que servían a la rusa y a la francesa.

Vegetar entre aquellos gendarmes ideológicos de veinte años era mortalmente aburrido. Mis otros problemas eran la maldita puntualidad por las mañanas, porque el trol tenía sus caprichos de última hora antes de salir para el Círculo Infantil Amiguitos de Polonia y un sueño indómito que me doblaba la cabeza en cuanto conectaba el trasero con el pupitre, y que ni las anfetaminas o el café denso y amargo ahuyentaban. Cada final de turno el timbre me despertaba y así pasaba las ocho horas de clase, en un estado zómbico entre dos metabolismos.

El marxismo acabó por trastornarme la vida. Empecé a tomarme en serio las leyes de la dialéctica, donde todo es lo mismo y su opuesto, un fenómeno niega al anterior, y resulta que uno propiamente es una unidad y lucha de contrarios.

En El capital explican con gracia cómo explotar a la gente pagándole menos, y la única diferencia apreciable entre Estados Unidos, Cuba y Rusia es que en unos se sabe a qué bolsillos va a parar el dinero y en otros no. Nunca pude saber adonde iba a parar en Cuba el dinero de los que hacíamos trabajo voluntario mientras todo iba de mal en peor, más raídas y más pobres las gentes, las casas desconchándose de repellos y pintura.

Si a Fidel no le hubiera dado la megalomanía y no hubiéramos trabajado para la guerra de Angola y todas las guerrillas, a lo mejor seríamos igualmente infelices pero menos miserables.

La filosofía tiene la culpa de que no haya libros en la isla. Porque cuando uno empieza a leer cosas universales y a meditar, el cerebro se llena de aire y de pajaritos y uno trasciende, perdiendo pie con esa realidad agitada que lo envuelve a uno en consignas. Fidel lo sabe muy bien, porque leyó de más y de sobra todo el tiempo que estuvo preso, pensando que la vida le iba a transcurrir en aquel trámite inmóvil, donde uno tiene más libertad que cuando anda batiendo un merengue colectivo que no crece nunca.

Pero no voy a echarle la culpa a la filosofía si cuando Panchi llegaba de sus viajes me encontraba agotada.

El poco tiempo que estaba en Cuba tomaba el relevo ayudándome en la eterna búsqueda de la comida del trol y en otros menesteres, desajustándome todas las disciplinas. Cuando acababa por habituarme a su presencia y a su orden de vida, otra gira se lo llevaba.

Me le fui despegando lentamente, incapaz de compaginar su mundo de espacios abiertos con el mío.

Cuando terminó el curso, estábamos divorciados.

Mami tuvo una reacción sobradamente inesperada:

—¡No voy a permitir que mi nieta crezca sin padre! —Y se llevó a Panchi a vivir a su casa, en la acera de enfrente.

—Nos vas a echar a perder la existencia a todos.

No me hizo caso.

El único maestro de la Escuela del Barniz que está dibujado en el recuerdo es José Luis Galbe, republicano español residente en Cuba y maestro de literatura universal. Cuando se le levantaba el vuelo de la excitación poética, evocaba el rayo verde milagroso de las puestas de sol en el mar Egeo, mezclado con citas de sus óperas propias surrealistas, y contaba cosas tremendas, con las zetas subidas:

—La intelectualidad debe comprometerse en los procesos sociales, pero sin perder su identidad. Eso no es lo que está pasando en Cuba. En Cuba está pasando lo contrario. Les voy a contar la tarde que me invitaron a una lectura de poesía en la Unión de Escritores y Artistas de Cuba. Estaban todos los autores cubanos de la Revolución: César Leante, Fernández Retamar, Pablo Armando Fernández, Ezequiel Vieta, etcétera. Cada uno leyó un poema. Al final pidieron que leyera el mió. Cuando acabaron de aplaudir les dije: «Vean. Mi poema está hecho con una frase de cada uno de los que ustedes han leído esta tarde. ¡Señores! Me permito decirles que han caído en la mediocridad. Considero la originalidad en el arte una indisciplina. Pero hay que reconocer que ustedes no tienen asomo de coraje creativo.»

Aquel viejo sin hijos, nietos ni familia donde lucir sus vivencias me encantaba.

Iba ya por Balzac y los iluministas:

—¡A ver! ¿Quién de ustedes se ha leído La comedia humana?

Levanté un índice pálido de timidez. Fidel me había regalado toda la colección de Balzac en francés. Diez tomos en edición de papel cebolla que había leído disciplinadamente.

—¡Pues la felicito a usted! ¡Se ve que ha tenido muchísimo tiempo que perder!

Tenía razón mi maestro de literatura. Me perdía la vida leyendo vidas ajenas gracias a santa Termita, patrona de los devoradores de libros. La vida que estaba llevando no era normal, metida en esa falange feminista de la Revolución, buscadora de títulos universitarios como yo, rebalsándose como yo en la tarea milagrosa de sacar un hijo adelante sin lo mínimo necesario.

Y estaba más sola que el último de los mohicanos: nada más estábamos las matriarcas, cuando lo normal es que en la familia ayuden todos para empujar la vida.

Iba surcando un segundo año en las marismas barnizadas de la escuela de Diplomacia cuando ocurrió un escándalo bochornoso en la embajada del Perú, un edificio emplazado, como todas las fortalezas con derecho institucional de asilo a los cubanos, en una zona residencial y congelada frente a la Quinta Avenida de Miramar, escondido tras rejas de más de dos metros, rematadas en punta de lanza y con un soldado de guardia por cada tres yardas de terreno para impedir los intentos de asilo.

Una noche, por colarse en el recinto, unos tipos mataron a un guardia de posta. Cuba reclamó a los asilados y los peruanos se negaron a entregarlos.

Se estableció un diálogo entre el gobierno y la embajada. Los peruanos insistieron en darle protección a los asilados, y los cubanos le quitaron la protección a la embajada.

Aquello fue tremendo. La fuerza del gentío que pedía asilo doblegó los cercados. Centenares llegaron atravesando los patios colindantes. Los conductores de las guaguas paraban y gritaban:

—¡Hasta aquí llegó el viaje, caballero!

Una parte del pasaje se quedaba sentada y perdida, y la otra salía a la carrera a meterse entre las cercas destrozadas. La cantidad de carros abandonados por sus dueños dio lugar a una baja en la Bolsa Negra.

En menos de tres días se hacinaron en la embajada muchos miles de cubanos.

El gobierno no podía seguir haciendo el ridículo. Acordonaron la embajada con barricadas que empezaban kilómetros antes, sin poder frenar la corriente humana que seguía fluyendo y fluyendo.

No le quedó a Fidel otro remedio que proveer a la embajada de agua y comida para la gente que copaba los techos, las ramas de los árboles y las rejas de las ventanas, si no quería verse acusado de genocidio.

Esa multitud desesperada recibió el nombre de «escoria».12

Y fue el mismo Fidel quien intentó convertir el revés en victoria, con los famosos «actos de repudio a la escoria».

En un acuerdo de beneplácito, el gobierno pactó con la embajada el respeto a los futuros exiliados, si los devolvían a sus casas hasta darles una salida ordenada.

El mar de fondo que se levantó en la calle es una de las cosas más terribles que recuerdo, y me trastornó la confianza en el género humano: «¡Escoria! ¡Escoria!», le gritaban los cubanos a los cubanos.

Hordas de gente azuzando, golpeando, humillando y linchando sin que la policía moviera un dedo.

Y desde la ventana de una guagua, la imagen extraña y pasajera de una mujer encartonada, como esos vendedores de lotería que parecían paneles ambulantes. La palabra «escoria» escrita por detrás y por delante, y la expresión furibunda y pervertida de los que la hostigaban.

En el edificio de la esquina de casa organizaron uno de esos actos cívicos. Duró semanas. Le quitaron la luz y el agua a la familia, y por los altavoces instalados al efecto, gritaban: «¡Puta! ¡Singada! ¡A tu marido le partieron el culo en la embajada!»

Las familias de Miami llegaron al rescate con todo tipo de embarcaciones, alquiladas y propias, porque el Perú no daba abasto para tanto refugiado. Tuvieron que hacer varias travesías con cargamentos de locos abandonados, criminales egresados de las cárceles con los ojos todavía mal acostumbrados a la luz, y efebos sonrientes, homosexuales de verdad o de mentira.

Hicieron obligatorio el acto de pedir la baja en oficinas y escuelas, pero ni eso logró medrar aquella furia de estampida en la gente.

Un mediodía nos reunieron en los bajos de la escuela de Diplomacia en un acto «sin violencia», dijeron, para un jovencito de quinto año que se iba del país.

Él y la madre atravesaban las filas silenciosas y hostiles hasta que un gallardo muchacho de primer año, diplomáticamente, le reviró la cabeza de un gaznatón a la mujer y se formó la debacle.

Como malditos nazis, los persiguieron calle arriba más de doscientos alumnos, revolucionarios ofendidos a la caza, y los hubieran matado a golpes si no llega a ser por un ciudadano que los rescató a tiempo y que dejó los cristales del parabrisas en el asfalto de la Tercera Avenida.

Aquello me sacó de quicio de mala manera.

Agarré al de primer año por el cuello sudado y hediondo de la camisa:

—Maricón, hijo de puta, más que cobarde, pegarle a una mujer delante de su hijo, a que si me tocas te reviento los cojones, ven... —Me puse en posición de combate y todo. Para algo me había casado con dos instituciones del kárate. Parecía una gallarusa histérica.

El tipo se abochornó.

—¡Detrás de un extremista hay un oportunista! —espeté; era experta en Lenin—. A lo mejor tú eres el que se quiere largar de esta mierda y no se atreve.

Los espectadores no aplaudieron.

De nada valió la reacción del maestro José Luis Galbe para cambiarles la conciencia. Cuando volvimos al aula estaba sombrío. La decepción le resalaba los poros y le anudaba las cuerdas vocales. Hizo la misma cita de Lenin y los llamó cobardes.

Por esos idus empecé a hincharme. Llegaba por la mañana normal, me sentaba, me dormía, me despertaba y me volvía a dormir y así pasaba el día hasta que me convertía en un buda soñoliento. De vuelta, recogía al duende en el Círculo Infantil y sacaba de los zapatos un par de pies como jamones.

En el apartamento retumbaban toda la noche las infamias del micrófono instalado para el repudio en el edificio de la esquina. Hasta los borrachos que pasaban de madrugada paraban allí para sacudirse del ánimo el repertorio de su mala sangre en frases irrepetibles.

Mumín dormía tranquila, pero me dio por pensar que la había echado al mundo como una carta en un buzón equivocado.

Fui acumulando culpas.

Me ingresaron por segunda vez en la Unidad Quirúrgica del Minint, para averiguar cuál era aquel trastorno desconocido que me convertía en esponja de líquidos no tomados. La primera semana perdí ocho kilos —pura agua— sin motivo aparente, ante el desconcierto de médicos y enfermeras.

Pero yo sabía lo que me pasaba: absorbo la mierda ajena por ósmosis.

Y estaba psicosomática.

A cuyos efectos me pusieron en manos de un psiquiatra con artrosis que hablaba rodando las palabras con tal de que una lengua desmesurada no se le fuera a salir de la boca. Nos quisimos enseguida.

Lo convencí de que me hiciera la narcohipnosis para ver si bajo los efectos del Tiopental se desvelaban los arcanos más ocultos del disgusto capaz de convertirme de la mañana a la noche en un buda hidropésico, pero bajo la influencia mesmérica no hablaba nada, o lo hacía en idiomas indescifrables.

Acabé por acompañar a mi médico de tragos o a casa de su querida. Después de todo, hasta los psiquiatras necesitan que los escuchen.

Salí de allí cuatro meses después. No me hubiera ido jamás: la estaba pasando de maravilla.

Un boxeador retirado me había convertido en una futura gloria del Minint en las carreras de fondo, entrenándome dos veces al día.

La familia Castro transitaba el lugar itinerantemente. El día de mi cumpleaños, el tío Ramón, que seguía embrujado y rascándole las mismas canciones tristes a las guitarras, me despertó con un cake gigante rodado en una camilla.

Por ausencia manifiesta, estaba libre de la escuela barnizada de los repudios.

Hasta Fidel me hizo una visita inesperada con dos cajas de coliflores de regalo criadas en hidropónicos, que el cocinero Espina adobó y cocinó para mí según sus recetas expresas.

Su visita debió trascender cierta preocupación, porque poco después me cayó un trabajito cómodo: Núñez Jiménez resultó ser literato, además de geógrafo y espeleólogo, y necesitaba ampliar su equipo de editores y correctores. Siguiéndole a Fidel la huella, apareció en el cuarto de la clínica con la propuesta de que le revisara un libro sobre Wifredo Lam, la gloria cubana de la pintura. De modo que ganaba dinero desde la cama.

Había adquirido el estatus de «padecer de los nervios» y estaba decidida a usarlo el resto de mi existencia consciente: no hay nada mejor en Cuba que ser considerado loco inestable. Lo inhabilita muchísimo a uno.

En la habitación tenía televisor y video.

De noche me daban pase y me iba a hacer de extra en una película cubana que estaba filmando el actor español Imanol Arias, donde profitaba de los cuidados de su maquillista Magaly Pompa, de quien aprendí los secretos de la simulación facial a base de sombras.

Regresaba de madrugada, trasnochada, feliz y cansada para irme a entrenar con mi boxeador negro.

Era la niña mimada de la Casa Quirúrgica.

Me hubiera quedado allí toda mi vida si no hubiese sido porque extrañaba al trol y sus actitudes.

Y fue en referencia al trol como me vi sentada nuevamente en palacio, tras egresar del paraíso en que había vivido los últimos cuatro meses. Fidel no había saciado la curiosidad por el papel recurrente de sus genes en mi descendencia, y detesta las imperfecciones.

—¡Qué flaca estás! ¿Por qué estás tan flaca?

—Es que Regoiferos me ha convertido en corredora de fondo.

—¡Eso está muy bien! ¿Quieres que te mande a pedir un bocadito? Aquí los hacen muy buenos. ¿Un café con leche?

—¿A esta hora no será mejor un whiskicito?

Nos lo tomamos.

—¿Cómo está la niña?

—Va para duende. Se está poniendo huesuda.

—¿Es de buen comer?

—Es golosa.

—Los niños deben tener su refrigerador propio. Es más higiénico. La comida del recién nacido debe estar aparte, a salvo de gérmenes. No donde todo el mundo meta la mano. Estoy estudiando medicina, ¿sabes?

No lo sabía pero no me extrañó. Me imaginé que los próximos discursos estarían floridos de citas médicas.

—Te voy a mandar un refrigerador para que pongas sus cosas. Que sepas que lo voy a pagar de mi bolsillo, aunque no tengo mucho dinero ahora. Últimamente he tenido muchos gastos. Fidelito llega definitivamente de la Unión Soviética y necesita instalarse con su mujer y divertirse un poco.

—Claro, claro.

—Lo del refrigerador es aparte. Quiero ayudarte con la niña. ¿Ochenta pesos te parecen bien?

¡Aleluya! Con eso multiplicado por tres pagaba la cuenta de la luz.

—¡Perfecto!

—¿Qué es eso de tener problemas nerviosos?

—No sé. Me hinché cuando una serie de cosas andaban mal y solté el agua cuando mejoraron. Lo del Perú y los actos de repudio...

—¡Qué tontería! Hemos salido de un montón de enfermos crónicos, sin hablar de los criminales, que se arreglen los yanquis con ellos. Los problemas nerviosos son una debilidad, una imperfección.

—Siempre tengo la impresión de estar en el lugar equivocado. Quiero irme.

—¿Irte, adónde? ¿Fuera de Cuba? Tendría consecuencias políticas. Olvídate.

—Me dijiste lo mismo cuando tenía once años y la familia de Wifredo Lam me invitó a Francia, tres años después de salir de allí.

—Tú lo que necesitas es descansar.

—Pero si llevo cuatro meses descansando...

—Vas a quedarte aquí en palacio lo que queda de curso y ya veremos qué estudias el año que viene. Esa carrera de Diplomacia es una estupidez.

El tío Bebo y él coincidían en algo.

Levantó el teléfono y me pidió la baja de la escuela.

Mi estancia en palacio seguía un plan confeccionado para ayudar y redimir a su nuevo protegido Willy, hijo de Guillermo García, el señor que había vaciado varias cisternas del Nuevo Vedado para llenarse la piscina. Consistía en almorzar con un elenco escogido y estudiar ruso por las tardéis con un maestro.

—Si quieres ayudar al muchacho, búscale un buen psiquiatra. Es un profesional de la mentira —comenté hablando de Willy.

No te he pedido consejo. Te he pedido ayuda. ¿Qué hora es buena para ir a conocer a la niña?

—Es mejor que yo te la traiga. —Quería evitar el barullo de los necesitados.

Cuando le llevé al trol vestido de merengón sintético, él nos estaba esperando en el pasillo. Se agachó como hacía Papi Orlando, con los brazos abiertos. Mumín corrió, se paró, lo miró mejor y dio media vuelta para agarrarse a mi saya.

Los habitués del comedorcito de palacio seríamos Osmani Cienfuegos,13 hermano de un héroe de la Revolución; Montané,14 ministro de las Comunicaciones inexistentes; su hijo Sergito, altamente cotizado entre las mujeres hasta que, poco antes, una operación interminable en el cerebro lo dejara convulsivo, balbuceante y perdido en un mundo de infante del que iba saliendo poco a poco; Faustino Pérez,15 el padre de aquel novio que trastornaba con sus mentiras una generación antes de que Willy le heredara el síndrome; Chomy,16 su nuevo jefe de despacho; un Celia Sánchez vestido de Mao Tse Tung; el propio Willy, apodado Macha Papa por el diámetro cefálico en que pergeñaba sus encantadoras mentiras, y yo, la que se hinchaba según los dictados indiferenciados de la psiquis o el soma. La única mujer que pisaba ese recinto, además de la federada empleada que les servía los platos.

Estaban encantados conmigo. Tanto, que empecé a hacerme moñitos en la cabeza y a usar batones con mantillas al viejo estilo hippie para que no se les ocurriera tomarme en serio. La mesa de ocho puestos estaba en un saloncito. A la derecha de cada plato había dispuesta una selección de pastillas para potenciar la atención, la concentración y la virilidad, cuyo consumidor preferencial era el viejo Montané, que estrenaba esposa nueva.

Los temas se elevaban a veces:

Montané: ¡Cárter va a salir reelecto! Ese Reagan no tiene ni una posibilidad.

Su hijo convulso: Pe... pe... pero pa... papá, ¿qué di... dice?

Otro: Tiene en contra a los judíos y a los negros desde el escándalo de Andrew Young. ¡Tiene en contra al dinero! Ése no sale reelecto ni en otra vida.

Montané: ¡Ya verán! ¡Ya verán!

Vimos que Cárter no salió reelecto y Montané fue nombrado asesor político de Fidel para América Latina. Yo inventaba nuevas combinaciones de moñitos todos los días.

El maestro de ruso era un albino que llegaba titilando de ceguera después de un viaje en guagua desde el otro extremo de La Habana para enseñarle idioma a los dos hijos de papá, y no conocía misión que lo dignificara más, sobre todo desde que Fidel empezó a inspeccionar las clases, en cuya circunstancia se ponía rojo y después transparente, con la sangre arterial y venosa corriéndole debajo de aquel pellejo de papel de China.

A mí también me llegaban tarde las alegrías. ¡Al fin tenía a mi papi en la escuela, mirándome estudiar!

No había quien aguantara aquello de trascender las infancias fallidas y acabó por mandarme a buscar a su buró de siempre.

La penumbra del matorral y el whisky inclinan a confidencias. A pesar de los moñitos yo era Naty número Dos disfrazada: me atormentaba la conciencia social.

—¡No me dirás en serio que Montané es asesor político! Lo habrás nombrado precisamente para no hacerle caso, ¿no?

—¿Qué dices? ¡Chucho es un hombre muy trabajador!

—¡Mami trabaja más horas que él, y metida en un clóset!

El cargo le duró poco a Montané.

Editar los libros plagiados de Núñez Jiménez seguía siendo mi entrada de dinero estrella.

—¡Ese libro En marcha con Fidel que está escribiendo tu doble es una vergüenza! Parece que la Revolución la hizo él.

—¡Y a mí qué me importa! Son trescientos mil pesos de derechos de autor, y la mitad son míos. ¿Qué te pasa con Núñez? Es muy inteligente. ¿A que tú no sabías que las anguilas desovan en el mar de los Sargazos?

—No lo sabía. Pero si para entretenerte hay que leerse dos o tres definiciones de la enciclopedia antes de tu visita...

En verdad lo que me molestaba era que aireara allí por las madrugadas su preocupación o su desconcierto conmigo y que al otro día fueran un rumor habanero.

—No irás a permitir que te publique ese librito de Conversaciones entre Fidel Castro y García Márquez. Tal parece que nada más que hablan de comida. Las langostas «subiéndose a los muebles del Gabo...». Los cubanos, para ver una langosta, tienen que ir al acuario. Estaba pedantísima:

—¿Por qué has mandado a la cárcel a ese puñado de artesanos?17 ¿Vender coturnos de palo y batones de tela de tapar vegas de tabaco es un delito?

—¡El Estado jamás puede perder el monopolio del comercio!

Lo malo fue cuando le pregunté si el Estado propiciaba también la Bolsa Negra en sus tiendas de venta en dólares, y una semana después estaba todo el personal preso.

Ser lleva y trae de la opinión pública y las miserias de la nación no me trajo nada bueno.

—¿Por qué no me llevas a pescar uno de estos domingos?

—¡Porque yo voy de pesquería para descansar!

Poco a poco volví a mi posición de oidora. Era más inteligente dejar que me contara los últimos progresos de su vaca Ubre Blanca, que no paró de dar leche hasta que se puso en el libro Guinness, de los progresos de su hijo menor Angelito, sometido, con tres años, a un plan de aceleración de la enseñanza. O de sus nuevas adquisiciones culinarias. Ni la secuencia de mis matrimonios parecía interesarle:

—Quería contarte que me voy a casar...

—Llévate unas cuantas semillas de marañón. Son frescas. Me las acaba de mandar Agostinho Neto. No te doy muchas porque nada más que mandó una lata. ¡Seguro no has probado las de calabaza tostadas! Se embarra de aceite una olla de hierro, como para tostar café, y se van dorando hasta que la cáscara casi se despega... —Los diálogos se deslizaban entre la coquetería y el histrionismo—. A propósito, ¿quién es la próxima víctima de tus matrimonios?

Me iba de madrugada, con mis dos pomos de mayonesa Doña Delicias llenos de semillas de marañón y calabaza, que masticaba sibaríticamente, reflexionando en que, si «las mentes nobles corren por los mismos canales», como decía mami, la mía tenía que ser muy plebeya porque me costaba un esfuerzo ingente seguir los razonamientos del Comandante.

No era un buen modo de vida: niñera del machaca papas, mona de aquellos viejales libidinosos, portadora de quejas y sugerencias, buscadora de envidias y venganzas y más que vigilada, porque la cercanía con el Jefe le impone a la Seguridad Personal una jerarquía de reglas inviolables: a saber, seguimiento las veinticuatro horas y vigilancia telefónica permanente. Cuando una tarde Fidel me mandó a buscar para exponerme sus planes de mi próximo año de estudios, mencionando cosas como «computación» o «informática», yo había empezado a mostrar nuevamente el síndrome del sueño en clases y a retener líquido. Tras la huella del sabio Willy, faltaba a los almuerzos. Había llegado el momento de la insurrección: iba a arrastrar a toda la vigilancia a una buena noche de rumba habanera y pensaba tenerlos despiertos hasta bien entrada la madrugada.

Uno no aprende nunca a temerle a las decisiones súbitas, y estaba hasta las tejas de ser la Cortesana de Palacio.

La «próxima víctima» iba a ser un nicaragüense amoroso que había mamado el sandinismo en la teta. Con tal de salir de Cuba, estuve contemplando la posibilidad nefasta de dispararme una segunda Revolución en compañía de aquel joven aburrido y austero.

Fidel tenía razón.

Esa noche de sábado, mi noche insurrecta, elegí el cabaret del Hotel Riviera. Le dije a mi novio que me iba a visitar a unas amigas. Trasladé al duende dormido a casa de mi madre, y me cambié de ropa en el garaje.

Necesitaba una noche perdida contemplando bailarines hermosos, con los oídos atronados por la música y los tambores y las patas inquietas por lanzarme a bailar a esas alturas de las dos de la mañana, cuando los funcionarios duermen y la gente se desordena.

En la mesa de al lado había un hombre solo. Mantuve la vista estrábica entre la pista y él toda la noche.

Nos echábamos miradas de puro odio.

Las luces conminatorias nos botaron del cabaret. Ocurrió en la puerta de entrada al hotel, cuando la separación era inminente y él me había seguido, malencarado y silencioso: dimos el paso dialéctico...

Convertimos todo el odio en amor con un beso repentino y largo que nos dejó sin aliento por la sorpresa mutua, y así fuimos de sorpresa en sorpresa durante una semana, sobrándonos las pocas señas en el idioma universal del toqueteo y la ternura.

El objeto de mi amor estaba hecho a mano por un orfebre a las órdenes mías. ¡Cuando la magia se mete! Nacimos el mismo año y a la misma hora en latitudes diferentes. Aprendimos a decirnos todas las poesías enjoyadas que la pasión inventa sin ridículo. Hacíamos el amor como los dioses perpetran sus milagros, y brindaré el resto de mi vida por ese impulso extraviado y anónimo que tuvimos, un don nadie y una cualquiera que se conocen en una ciudad cualquiera.

La Habana se nos convirtió en un sitio para vivir toda la vida, y andábamos ya por la máxima esa de «hasta que la muerte nos separe» cuando nos separó la policía.

Seguridad Personal me dio rienda suelta durante una semana.

Estaba en el mejor momento de mi vida, el más relajado, irresponsable y feliz, abrazada a mi torre de Pisa mirando el mar desde el jardín del Hotel Nacional, olvidada de mí misma, cuando una mano férrea me dio un tirón:

—¡Está arrestada!

—¿Qué?

—Está arrestada por andar con un extranjero. ¡Por prostitución! Y no proteste si no quiere hacer un escándalo público.

Debo ser la única prostituta que la policía cubana ha tratado de usted. Tratándome de usted me llevaron a la estación.

No me hicieron el honor habitual del calabozo. Me acomodaron en el banco granítico de un pasillo, desde donde presencié el espectáculo sádico que ofrecen todas las cárceles del mundo: abusos y golpizas. Sentada ahí esperé la Nochebuena, y pensaba esperar el nuevo año, mientras cuatro oficiales me interrogaban por tumo. A los tres días de rabia un matasiete me sacó de allí, me regaló unos chocolates «para la niña» y me escoltó, silencioso, hasta la casa.

Me senté en el apartamento a esperar la hora de ir a buscar al duende a su Círculo Infantil. Estaba rumiando la ofensa y la impotencia cuando sonó el teléfono. Era un Abrantes furibundo:

—Y te prohíbo que te muevas de la casa. ¡Estás en prisión domiciliaria!

—¡Anda a meter presa a la madre que te parió! —Y colgué.

Colgué para abrir la puerta. Era Chomi. Por lo visto el buró político se movía con los relojes sincronizados.

—¿A qué se debe el honor? Nunca has puesto los pies en este lugar...

—¡Tú lo sabes muy bien! ¡Un italiano! A estas alturas con actitudes de prostituta... Tu padre está muy dolido con todo esto.

Me puse escatológica:

—La única puta que hay por aquí eres tú, ¡so maricón! ¡Envidioso! ¡Ya quisieras para ti esa pinga italiana! ¡Lárgate ahora mismo y dile a Fidel que se meta a todos los mediadores pendejos como tú por el culo!

Como no salía del asombro, le di unos cuantos empujones y le cerré la puerta en la espalda.

Mami estaba muy nerviosa.

—Pensé que te habían cogido tratando de irte del país.

Todavía conservo una espantosa sensación de derrota cósmica: había conocido a mi media naranja y una fuerza oscura me la quitó.

No quise saber nunca más de aquel personaje egregio y olímpico, más frágil que cínico, incapaz de proteger a su hija de las manipulaciones de sus sicarios.

En aquella época, antes de que La Habana se convirtiera en una feliz escala sexual, y Varadero en el paraíso de las venéreas, a la que fuera detenida por estar con un extranjero le tocaban cuatro años de cárcel, bajo la condena de «peligrosidad».

Si bien me ahorraron ese indudable beneficio reeducativo, per— di el trabajo de editora y nadie quiso emplearme «sin consultarlo» con alguna instancia misteriosa.

Mami abogó por el intento de volver a la Diplomacia en curso nocturno para trabajadores, comprometiéndose a cuidar el baño y las comidas del duende Mumín, que andaba por esos días estrenando un vocabulario en el que las mujeres tenían la «monstruación» y cuando no la tenían corrían para que les hicieran un «leningrado».

Crecería en un país hermético y aislado, sin libros, sin prensa, sin ropa, sin fantasía, sin dinero, rodeada de delatores que sustituyen los ordenadores de la policía con una red de denuncias.

¿Cómo hacer para que no pasara, como yo, el tránsito difícil a la adolescencia con los pies metidos en un par de zapatos dos tallas más chiquitos, ni se enfermara de disgusto por la falta de amor y compañía?

Me faltaba el ingrediente principal que mantenía en marcha heroica o facilista a millones de cubanos: una última esperanza en que Fidel Castro les iba a arreglar la vida, o ese fatalismo que heredamos, tal vez, de los españoles y los esclavos.

El modo de vida en Cuba es una corriente que te empuja. Pasaron meses antes de que asumiera mi condición de bicho raro y me deshiciera de todas las compulsiones que la convierten a una en la Mujer Nueva. Ocurrió la noche en que faltó a clases un maestro y volví a casa para asistir a la comida del duende que, por el parabién de mis estudios, había sentado sus cuarteles generales en casa de mami. No estaba allí.

—¿Adónde está Mumín?

—Está en casa de Mercedes.

—¿Haciendo qué?

—Comiendo.

—¿Comiendo en el Altar a la Obesidad? ¿Quieres que acabe con la piel de la cara podrida como su padre?

—Yo no tengo tiempo de hacerle las comidas.

—Entonces yo no tengo tiempo de estudiar esa carrera inservible.

Esa noche acosté al duende en el apartamento, satisfecha, y me senté a pensar.

¿Cómo iba a ganarme la vida ilegalmente sin que se notara tanto?

Puse un comercio imperceptible: hice una leva de zapatos viejos en el barrio y después de forrarlos con recortes de encaje y tela, los revendía.

Todo lo que fuera cuenta, semillas, pedacitos de piedra preciosa y alambre se me convirtió en aretes.

Pero hacían falta dólares. Sin marido proveedor y sin familia exiliada, era imposible alimentar, vestir y calzar a cuatro mujeres con lo que daban en las Libretas de Abastecimiento. Las dos latas de leche condensada al mes, el cartucho de azúcar y los dos jabones, el cartuchito de detergente...

Para conseguir dólares había que salir a putear en la intrincada red de la madrugada hotelera, donde los extranjeros van poniéndole precio a las cubanas como se hace con el ganado en las ferias.

Yo arrastraba un tufillo a persecución y vigilancia que me ponía las cosas difíciles, por más que lo intenté.

Los dólares estaban más seguros, continuos y a mano en el cuerpo diplomático acreditado.

Me conseguí un amante argelino que se quedó prendado con mi baile del vientre y, tras una relación tormentosa y clandestina, en la que nunca se acostumbró a mi estridente paranoia, me ofreció amablemente la mano para convertirme en su tercera esposa.

Lo cual me hizo pensar en el retiro.

¿Y si convencía a mami de que vendiera su cuadro de Lam? Necesitaba un invitado de gobierno generoso, de esos que pasan por la aduana cubana como Pedro por su casa. Fueron tiempos malos. Las únicas dos proposiciones de trabajo llegaron del Comandante: cubanizar el Habana Libre, en un plan del Ministerio de Cultura, o empezar en una oficina clandestina, encargada de robar libros científicos en inglés sin pagar derechos de autor. Pero no quería aceptar nada que viniera del Comandante.

Abrantes, que antes tenía la deplorable costumbre de llamarme de madrugada para hablar de Calderón de la Barca o de Emilio Zola, según le bajara un período español o francés, adquirió la costumbre aún peor de pasar por delante de la casa en un chirrido de acelerones y frenos.

Fue creando un vacío a mi alrededor que empezó por obligarme a sacar del apartamento a un amigo modisto cuya estancia él consideraba inmoral.

—Lo han dicho unas compañeras en la reunión del partido del Banco Nacional. Que cómo la hija del Comandante va a tener un diseñador maricón viviendo en su casa.

—¡Era lo que faltaba! ¿Ya critican a Fidel en las asambleas? Vamos avanzando hacia la democracia.

—Eso no es asunto tuyo. Pero si no lo sacas tú de aquí, lo sacamos nosotros.

No tenía que preocuparme por mi moral: la cuidaban el Ministro del Interior y la Seguridad Personal.

La vez siguiente se apareció con el tema de que estaba frecuentando a «elementos indeseables», cuya categoría era incapaz de definir apropiadamente.

Me tuvo secuestrada la vida social por mucho tiempo.

Después de dos años de silencio aparente, un bombillo interno le encendió a Fidel la preocupación afectiva y mandó de vuelta al soldado de las buenas noticias con el sobre de los ochenta pesos y tres cartuchos para desear un feliz Año Nuevo.

Un pavo gigante, unas libras de frijoles negros con cuatro botellas de vino argelino y unas cuantas biografías de Stefan Zweig.

Nadando en la sangre del pavo había una tarjeta del jefe de Gobierno.

—Dile a Fidel que se meta toda esta...

—¡No quiero ni oírlo! Ni lo devuelvo, ni me puedo quedar con esto. No seas boba m’hijita. Y no me busques problemas.

Mumín había crecido compartida a tirones. Las matriarcas, desde la acera de enfrente, habían emprendido una ofensiva sagitariana contra mi modo de vida, despechadas por la inutilidad aparente del mismo y sin medir que me debían sus mejores disfrutes y una gran proporción de sus comodidades.

Yo seguía acumulando culpas. Estaba en esa época de la vida en que uno acaba por no saber si es propio o ajeno y tiene las lealtades perdidas.

El pavo fue a parar a casa de Pablo Armando Fernández, uno de los escritores comprometidos que mi viejo y difunto maestro Galbe citaba en sus «cadáveres exquisitos» de poesía cubana.

La que nunca sabrá por qué fue a parar allí esa Nochebuena del pavo es la que escribe.

La gula no es el motivo: era más vegetariana que las palmas. Debe ser una inclinación que me compele a meterme en camisa de once varas todas las navidades. Parada en la avenida 26, esperé más de dos horas por alguna botella.18 Los taxis son nada más que para extranjeros.

Paró un tipo en un Lada azul metálico. Cuando íbamos a la altura del puente de hierro soltó el timón y se me enganchó a las tetas.

—Mami, ¡qué cosa más rica como las llevas sueltas!

—¡Hijo de puta, para, que nos vamos a estrellar! ¡Imbécil, que no son tetas, son algodones!

Mi vieja anorexia me acababa de salvar de una violación y no tomé el asunto como una señal de mal agüero.

Entré a la cocina de Pablo con paso de guerrera satisfecha, y le estaba dando un beso a la anfitriona cuando una voz que me sonó a ecos reconocibles de otras vidas dijo:

—¿Quién es esa mujer de los ojos tristes?

La voz salía de un hombre incapaz de disfrazar la elegancia bajo una barba de dos días y un trajecito ridículo. Tenía la piel rosada de la buena comida mediterránea y la apostura clásica de una estatua. De ésas que llegan de la elegancia del tiempo. Todo él era... intenso. ¡Vaya con la histeria de las pasiones! Pasamos en casa de Pablo una encantadora velada beoda e inquisitiva, tras la cual lo sabíamos todo el uno del otro. O casi todo. Al día siguiente estábamos en un balcón de la calle Paseo, en El Vedado. Él contemplando el mar y la sospecha del horizonte allá donde se encuentran irreconciliables las dos Américas, y yo mirando las azoteas descascaradas y marchitas, pobladas de antenas y tanques de fibrocemento añadidos para sobrellevar la falta de agua, cuando terminé mi resumen existencial:

—Eso soy yo.

—Y yo soy esto. —Me dio unos manuales ilustrativos de Alcohólicos Anónimos—. Ni siquiera sé por qué empecé a tomar.

No me importaban los motivos. Quería limpiárselos del alma. Había empezado a tomar cuando apenas era un niño viejo, allá por los dieciocho años.

—Nunca voy a dejarte sola —dijo. Y yo se lo creí.

Lo acompañé al aeropuerto. Esa noche el alma se me puso viajera en la duermevela. Estaba yo en una feria donde las niñas se adornaban la cabeza con estrellas de alambre encintadas de blanco y los hombres andaban vestidos de negro con gorguera, cuando el maldito teléfono me provocó el preinfarto de siempre, con los chiflidos de la larga distancia entre los países del Tercer Mundo y los gorgoritos clásicos de las interferencias del Minint.

Era él.

Quería reiterarme que no me abandonaría nunca y presentarme a sus amigos del Centro Vasco, desde el maître hasta la cajera:

—¡Encantada! Sí. ¡Sííí! ¡Encantadaaa! Claro. ¡Clarooo! ¡Encantadaaa! —Aullábamos las gatas en celo y yo en el silencio pétreo de las dos de la madrugada.

Cuando mi amor volvió a los quince días, yo era una autoridad en alcoholismo, en bandas de mielina descarnadas, en la importancia del amor, la fe y la candad junto con la vitamina B12 en la curación, y lo ayudé a pasar esos días de extrañamiento en dique seco a base de trucos y carantoñas.

Mi amor era un hombre de demasiadas luces, aunque no pudiera definir el segundo exacto en que se evadió de la vida. Estudiaba en la London School of Economics y era un estudiante de izquierda comprometido en la época en que mami contemplaba resignada en Londres la defección del último embajador cubano y yo le cambiaba los trapos a mi Barbie. Él organizaba protestas estudiantiles contra las injerencias imperialistas en la isla y, gracias a ese historial de marxismo elitista simpatizante, tenía un salvoconducto para hacer en Cuba lo que quisiera, incluyendo la creación de un Centro de Intercambio de Estudios.

—¿Y qué pueden aportarle los economistas cubanos a los de allá, cuando aquí no existe 1a economía?

—¡Ah! No existe nada que ambos no ignoren. Pero por lo menos los de aquí se dan su viajecito a México de vez en cuando.

Tenía más cultura que un dolmen extrapolado soportando una piedra de pirámide azteca y un don profesoral que me imponía continuas pruebas.

Mientras yo lo ayudaba a no sorber mojitos y cubalibres, él me veía expandir el delirio persecutorio como la cola de un pavo real.

No había forma de que lo dejara hablar en público ni de que lo acompañara al hotel, por miedo al espectáculo de un arresto en el que me llevaran esposada y arrastrada hasta algún cuartucho tenebroso cerca de la lavandería.

—¿Y si te invito a mi tierra, Alina? En un ambiente menos tenso podríamos conocernos mejor.

—Tengo la impresión de que si perpetras semejante invitación, no vas a poder entrar en Cuba más nunca. Sin mencionar la peregrina idea de que me dejen salir a mí.

—¿Cómo se te ocurre? ¡He invitado a un montón de gente!

—Pero a mí no me dejan ni ir a recoger margaritas en Etiopía. Dame tiempo. Ya se me pasará el miedo.

Él tenía prisa por rehacer su vida. No se había casado nunca.

Y yo casi tampoco, con aquellos matrimonios destinados a fundirse como una conexión en serie.

Pero no quise apabullarlo con los procedimientos y las instancias que se nos iban a atravesar en la boda.

He olvidado decir que se llamaba Fidel.

El Ministerio del Interior había estrenado un departamento de extorsión al ciudadano: Interconsult.

El lugar se ocupaba de facilitarle las visas a familias cuyos parientes en el exilio pudieran pagar más de cincuenta mil dólares por persona. Sus agentes en el exterior comprobaban la solvencia de los reclamantes y situaban la visa por Miami o por cualquier otro país de América Latina.

Los matrimonios con ciudadanos cubanos de ambos sexos costaban dos mil dólares y tenían que ser firmados por el ministro de Justicia. Cuando un proceso se dilataba, ambos ministerios se echaban mutuamente las culpas. La gente se perdía en ese lleva y trae después de haber pagado. Muchos matrimonios permanecían divididos y muchas familias separadas sin que se pudiese apelar a ningún tribunal.

Pasar por aquel tamiz de funcionarios en celo requería un humor fino.

Me senté a pensar. En mi sofá azul gris de estilo decadente.

Primero tenía que involucrar a mi familia. Luego al teléfono. Por último, a algún intermediario.

La tía Vilma y el tío Raúl partían hacia Alemania para asistir al entierro de un alto dirigente del este. Esperé hasta la noche anterior al vuelo.

Vilma estaba haciendo las maletas, feliz por escaparse de la rutina y por ser reverenciada allende los mares como la Gran Mujer Federada.

—Tía, vengo a decirte que pienso casarme.

—¿Otra vez, sobrina?

—Las demás veces han sido musicales... Presiones, embarazo. Tú sabes.

Le di todos los detalles.

—No lo harás por irte del país, ¿verdad?

En casa de mis tíos se seguía usando el mismo tipo de elocuencia militante.

—Mi novio es un simpatizante probado de la Revolución cubana. México y Cuba son países amigos, ¿no? ¿Qué puede tener de malo que vaya y venga?

—¿Y Mumín?

—Mumín irá a la escuela inglesa. Él estudió en Londres. Hay dos islas que le gustan en el mundo. Inglaterra y ésta... ¿Tú te encargas de decírselo a Fidel? Verás, sigo sin tener su teléfono directo y no quiero que se lo tome a mal.

—Es que nos vamos mañana mismo. No puedo hacerlo antes de regresar.

Aleluya.

Lo demás fue coser y cantar. Llamé a algunas oficinas haciéndome pasar por la jefa de Despacho de Fulano o llamaba un amigo cómplice haciéndose pasar por el ayudante de Zutano. Hasta que puse a las oficinas de acuerdo en una confusión sin pies ni cabeza.

Cuando mi flamante novio regresó, estaba todo listo para la boda, lnterconsult y el ministro de Justicia estaban desbordados con tanta llamada del Alto Mando, sea esto lo que fuera.

Nos casamos un 12 de abril. No se lo había contado a nadie.

Las realizaciones son, a veces, cosa amañada.

Cuando Raúl y Vilma regresaron de su sepelio intergubernamental, el matrimonio ya había sido consumado.

Estábamos en la cocina cuando mami penetró en el apartamento con su juego de llaves.

—Vine a ver si todo estaba bajo control. —La habían puesto en antecedentes del anticlímax a la abstinencia de mi alcohólico esposo.

—Mami, tenemos que darte una noticia. Fidel y yo nos casamos.

—¿Casarse? ¡Imposible! ¡Casarte tú con un extranjero en La Habana! Si hacen falta...

—Ya sé. Ya nos casamos. Ésa es la noticia.

—¡No! Nononononóooo. ¡Esto va a ser una bomba en La Habana! —Y miró para el cielo raso de la cocina buscando a alguna divinidad de su panteón ateo. En efecto, levantando los brazos en la única plegaria que la he visto hacer en esta vida, exclamó—: ¡Gracias, Dios mío! ¡Al fin! ¡Al fin! ¡Gracias, Fidel! ¡A ver si alguien la saca de Cuba de una vez!

Y se fue.

Abuela Natica sentenció:

—Los felicito, hijos, pero tú tienes un problemita con el alcohol, ¿no, Fidel? Mi difunto Manolo por suerte no era violento... pero así y todo me arruinó la vida.

Mumín nos dio un sonado beso y preguntó:

—¿Entonces voy a conocer el Nuevo Mundo?

El tacto sagitariano de mis mujeres aplastó considerablemente el ánimo festivo y la gaillardise emprendedora de mi estrenado esposo.

Todavía le faltaba lo mejor.

Teníamos cita con Vilma en la Federación de Mujeres Cubanas, y a mí me esperaba un poquito antes.

—¡Tu padre está indignado!

—Ya.

—¿Ya, qué?

—Ya nada nuevo...

—Le has buscado problemas a Interconsult y a dos ministros, sin contar conmigo.

—Fue sin querer.

—Ahora quiere saber quién es tu marido y por qué se ha casado contigo.

—Dile que debe ser por la dote. Debe pensar que tengo una dote monumental. Como los Borgia.

—No seas cínica y ayúdame a hacer esto.

—No serán buenas noticias...

Mi esposo fue introducido en el despacho. El lugar se llenó de dignidad viril y ondas expansivas de su inolvidable voz.

—Pues bien, Fidel, felicidades. Me alegra muchísimo el matrimonio, pero a decir verdad Fidel, quiero decir no Fidel tú, sino Fidel el Comandante, no está... Quiero decir, al Comandante en Jefe le gustaría saber tus intenciones.

Mi Fidel se tragó la humillación y explicó un cúmulo de buenas intenciones que hasta yo ignoraba.

—¿Y cómo ve usted la posibilidad de trabajar y vivir aquí, en Cuba?

Mi esposo no había empollado una oficina en toda su vida. Cuando los imperialistas se pusieron multinacionales, siendo él muy joven, se ganó la consideración y respeto por su previsión y sus sabios consejos, haciendo que la familia vendiera el negocio antes de verse en la ruina.

—En cuanto a vivir aquí permanentemente...

En un relámpago de lucidez se vio viviendo entre apagones de luz y cortes de gas y agua, recibiendo a cualquier hora de la madrugada a mi colección de noctámbulos traumatizados y exigentes, que ya me habían roto la ventana porque no les abría la puerta, y viajando ida y vuelta en un tránsito perpetuo a la Diplotienda, con los bolsillos llenos de listas de comestibles y plantillas de papel con indicaciones sucintas para tallas y colores de los zapatos de los necesitados, actividad a la que lo tenía sometido desde que había puesto un pie permanente en mi apartamento.

—De parte del Comandante hay algo más. Él quiere una biografía suya por escrito.

El Comandante estaba empeñado en ponerle el trago bien amargo.

Era el momento de involucrar a los mediadores.

No podía existir mejor mediador cómplice que Gabriel García Márquez. El premio Nobel es poco comparado con la pródiga liberalidad del prócer cubano, que amén de investirlo como su mejor amigo, fabricó para él la Escuela de Cine Latinoamericano y una fundación con el mismo nombre. Instituciones ambas que no pagan impuestos y son continuas pérdidas de dinero a los efectos del fisco mejicano, país donde reside el escritor.

Para sus estancias habaneras, Fidel le otorgaba un Mercedes Benz con chofer, dos o tres suites en diversos hoteles y el uso y disfrute de la casa de protocolo número Uno, adonde lo visitaba casi todas las noches, sustituyendo la amistad de la entidad bicéfala Núñez Veliz19 por ésa, más útil en los medios de la intelectualidad internacional.

Cuando Gabo planifica un reveillon de fin de año, la oligarquía comunista se pone en pie de guerra. Organiza unas intrigas más rocambolescas que versallescas para conseguirse una invitación. El que estuvo el año pasado y éste no fue invitado padece la llegada del año nuevo con el ánimo en salmuera, esperando que la espada de Damocles venga a cercenar su cabeza y una unidad de la Seguridad Personal se lo lleve preso con su familia, por algún crimen ignorado que el sistema de delación de los CDR haya divulgado gracias a Radio Bemba,20 y gracias a la facultad propagatoria del tamtam del boca a boca.

En ese ir y venir de su bonachona mediación, Gabo sacó de Cuba a un sinnúmero de presos políticos y casos de Amnistía Internacional. Parecía capaz de llevar a razón al genio.

Había puesto los laureles y el honor de su amistad a los pies de amigas y amigos comunes y les había dado cuando menos empleo, como a mi amigo Tony Valle Vallejo, que fue su secretario particular hasta que pudo asilarse.

Confiaba en el Gabo y en ese conocimiento profundo de la especie humana que rezuman sus libros.

Fui a verlo.

—Gabo, me enamoré de un mejicano y nos casamos... —Le hice la historia del tabaco.

—Con Fidel no se puede hablar de la familia. Es un tema tabú. A lo mejor mi mujer Merche se atreve, pero yo;.. Lo voy a consultar con ella. ¡Caramba! Me he llevado a presos incomunicados por veinte años de las cárceles de aquí, pero nunca me pasó por la cabeza una misión como ésta. Ya lo digo yo: Cuba es mejor que Macondo. ¿A que no sabes lo que le dan de comer al elefante del Zoológico Nacional?

—Pues no. —Pensaba que el elefante y yo teníamos dos cosas en común, vivir en Cuba y ser vegetarianos. Me equivocaba.

—¡Le dan una tortilla de noventa y nueve huevos! No puedo explicarme por qué no son cien.

—Es que el cocinero nada más que se atreve a robarse un huevo.

Cada loco con su tema. Es como lo de las ideas fijas.

—Gabo, ¿te gusta la pintura?

—¡Por supuesto!

—Y Wifredo Lam, ¿te gustá?

Le gustaba muchísimo. Para él, era la mezcla de un chino con esclavo caribeño y descendiente de india tahína sublimado a la potencia del cubismo. Un cuadro de Wifredo, La jungla, está asegurado en un millón de dólares en el Museo Metropolitano de Nueva York. Wifredo Lam es un mito del realismo maravilloso. Con un poco de esfuerzo, si no lograba un apologeta de mi matrimonio, al menos me compraría la Femme Cheval de la sala de casa de mami. Si pasaba por las aduanas presos cubanos incomunicados, también podía pasar un cuadro.

Por no quedarme corta en defensores de mi matrimonio extraterritorial, fui a ver a Osmani Cienfuegos, el menos momificado de los que se aposentan en el comedor del Palacio de la Revolución. Nos teníamos simpatía y era un valiente: fue el único que se atrevió a invitarme a salir sin citarme en la calle de atrás del Cementerio.

Osmani debía su puesto hegemónico a su hermano Camilo, un hombre barbudo y carismático que quedó convertido en héroe al principio de la Revolución, cuando su avión desapareció misteriosamente en el mar. Corría el rumor de que Fidel se había deshecho de él. Pero ahí estaba el hermano, oficiando un cargo en el buró político, y ahí estaban los pintorescos padres del héroe, que habían convertido la muerte del hijo en renta vitalicia. Tenían escolta, guardaespaldas y chofer con Alfa Romeo. Al viejo, apodado el Cocodrilito, podía vérsele en la trasera del carro con un sombrero exacto al de su hijo caído.

Cada aniversario de esa muerte, los niños interrumpen alegremente sus clases para acercarse al mar y echarle flores a un difunto que ni siquiera recuerdan.

Osmani me dio una respuesta parecida a la de Gabo:

—Ya veré si me da una ocasión de atreverme a hacer semejante encargo. Recuerdo el ataque de furia que le dio cuando te casaste con Yoyi. Pensamos que iba a matar la mesa.

—¡Para que veas! A mí nada más que me comentó su afición por las presas políticas.

—Tú vete tranquila. Ya se sabe que siempre hay que darle tiempo. Algunas cosas acaban por entrarle en la cabeza.

—Ya sé. Es en lo único que se parece a mi madre.

Ésta fue la respuesta de mi tía Vilma, de parte del Comandante:

—Fidel ha dicho que ya les dará una casa aquí. Dice que si te quiere, se puede quedar a vivir contigo. Que tú, de viajar a México, nada. Dice que sería un problema político. Dice que si sus padres están viejitos y no los puede dejar, que los traiga. Que aquí van a tener atención médica gratis. Dice que les dará un carro y que ya se verá adónde trabaja, porque siendo economista no ve muy bien dónde meterlo.

—Pero, tía, ¿con qué cara le voy a decir esas cosas? ¡Una casa y un carro!

—Bueno, lo del carro lo inventé yo, pero no me parece difícil —dijo, y colgó.

Ay de mí. Conociendo los arcanos del tarot me había casado en día 12. El número del ahorcado al revés.

Mi marido iba y venía de México. Tenía la extraña manía de explorar en mi pasado una acción imprecisa y cada vez que lo dejaba solo me registraba la creación literaria. Empezó a leer todo lo que encontraba en las gavetas y en las cajas de cartón inviolables del secreto. Estudió mis libros subrayados, sin descubrir más que poemas de amor y cartas de pasión desoladas escritas para nadie. Por más que intentaba convencerlo de que tal vez las había escrito para él antes de conocerlo, que eran lo mejor y lo peor que tenía y que podían ser su regalo, no hubo forma de aliviarlo:

—Tienes que haber hecho algo horrible, algo inconfesable, para que tu padre te trate de esta manera. ¿Estuviste metida en algún atentado contra él?

—Hay que darle tiempo. Está jugando. A la disuasión. Es una manía. Se le pasa enseguida.

Las manías y el tiempo de mi padre estaban incluidos en mi estrategia.

Le encantaba, sin embargo, que le contara los sueños del alma viajera. Una de las veces que viajó a consumar el matrimonio, lo soñé bajando las escaleras entoldadas de un restaurante con una mujer y un hombre. Le describí los atuendos y el tinte de las corbatas.

—¿Dónde me dejaron, según tu sueño?

—En el aeropuerto.

—¡Claro! ¿Y a ti quién te lo contó?

—Lo soñé. Como siempre.

Esa vez, se refugió en la embajada mejicana, pensando que algún escuadrón de la muerte a mis órdenes le andaba siguiendo las pisadas por toda la capital federal.

El absurdo no es un buen antídoto contra la bebida.

Empezó a llegar a casa en posición horizontal, allá por el atardecer. Me daba pánico que tuviera un choque frontal con mi duende.

Llegaba con la chaqueta del traje barato de disfraz de proletario toda desvencijada, la corbata de foulard de seda torcida, los bajos de los pantalones oliendo a la fosa séptica que adorna desde hace años el frente de mi edificio, y a una mixtura de whisky, mojitos y rum collins.

—¡Para que lo sepas! ¡Soy gran hermano de la Logia Esmeralda! ¡Y a un gran hermano de la Logia Esmeralda, ninguna hembra le hace estas cosas! —gritaba en la sala a las seis de la tarde.

—¡Y yo soy gran brujera de la Prenda Conga Apaga Siete Luna Cinco Empembe! —le contestaba blandiendo con una mano un fémur exhumado de la caja de vender huesos a los aprendices de doctor y agitando con la otra el batido de vitamina B12 y meprobamato que le tenía preparado para las horas curva en que el cuerpo empieza a pedir el azúcar del alcohol a gritos.

Tiempo al tiempo, me decía yo, pensando que una matrona eficiente, sensata y agresiva como la Merche del Gabo iba a poder, a la larga, con las irracionalidades emocionales de mi padre. Segura de que el caudillo tenía cosas más importantes en qué entretenerse que arruinarme noviazgos y matrimonios.

Pero mi pobre marido estaba asediado:

—A mediados de noviembre —dijo— recibí una llamada extraña, referente a «sacar a su esposa de la isla». El tipo quería que nos encontráramos en el café tal, a la hora tal, inmediatamente debajo de la ventana en una mesa donde estaría abierto el Washington Post en la página dos... Decía ser de la CIA. Ya te imaginarás que no fui.

Una semana después recibió una invitación oficial del gobierno cubano a través del embajador. Nunca supo quién o quiénes lo habían invitado. Se encontraba en un estado total de desespero.

—Pero, Fidel, todas las seguridades del mundo se imitan unas a otras, si no es que trabajan juntas. No pensarás que guardo secretos de Estado. Ni la CIA ni la Seguridad tienen motivo para halarse las greñas por mi humilde persona.

—Ya no sé. No sé quién eres tú ni quién soy yo. Parece una pesadilla.

¡Y que lo dijera!

Mi esposo me llamó por última vez desde su patria.

—Hay una ambulancia en la puerta de la casa. Tengo dolores terribles. En todo el cuerpo. El médico dice que es por un accidente traumático. ¡Pero el único trauma accidental que tengo eres tú!

Nos divorciamos a través de un bufete de derecho internacional que se ocupa en Cuba de cobrar en dólares la separación legal de todos los cónyuges frustrados de América Latina, a menudo usados por los cubanos para atravesar la frontera de su sueño desde cualquier punto de Latinoamérica hasta Miami.

Firmé el divorcio y fui derechito al hospital con un ataque de asma bestial.

En cuanto me libré de agujas endovenosas y máscaras de oxígeno, salí pitando para casa. Levanté una enorme pira funeraria en la calle con todo lo que había escrito hasta los treinta años, y ahí quemé los papeles de mi vida inventada y onírica. Después fui a una barbería y me afeité la cabeza.

Me fui a pelar «al milímetro» a una barbería de la Seguridad Personal en la calle Kholy. Era el mismo lugar donde oficiaba el boxeador que años antes me salvó de la depresión a base de correr pistas y repetir abdominales.

El barbero se llama Juanito. Lo sabe todo. Para la curación del grajo recomienda poner al sereno en luna llena dos mitades de naranja agria espolvoreadas de bicarbonato y después mantenerlas debajo de los sobacos por medio día.

—Y para problemas de vesícula, cocimiento de «guisaso de caballo». Eso es.

Me relajé en manos de Juanito y su murmullo de recetas paramédicas. Cuando abrí los ojos tenía la cabeza al rape adornada por un moñito encimero, en la punta frontal del moropo. Se había olvidado de que no era un recluta.

—Juanito, ¡quítame la moña! ¡Arrambla con todo, Juanito!

Yo estaba monísima con un vestido rosado de tirantes gracias a la generosidad de Sandra Levinson, la jefa del Centro de Estudios Cubanos en Nueva York, que revende su ropa usada entre los amigos cubanos cuando viaja a la isla para alimentar a sus gatos, confirmar el estatus y recibir el estipendio.

Cuando salí trasquilada, los reclutas formaron una estampida hasta que se fueron acercando lentamente para preguntarme si estaba enferma.

La cosa debe haber llegado lejos porque esa misma madrugada, después de dar algunos frenazos espectaculares, tenía al ministro Abrantes sentado en el sofá de la decadencia y las malas ideas. Una extraña energía desvergonzada nos atravesó las posaderas. No venía para indagar si me había vuelto judía practicante.

—Tú no necesitas casarte con ningún extranjero para vivir bien. Todo lo que necesites me lo pides.

Hay gente que no sabe lo que es el amor propio y no me insulté. Me he pasado media vida parada de cabeza con los ojos bizcos, mirándome el epicentro del hueso frontal y con la lengua retorcida contra el paladar, tratando de meter en el tercer ojo imágenes de amor para la gente que me hace daño. Una técnica del yoga para cultivar la humildad.

Tampoco vivía mucho mejor que antes, exceptuando un Lada que le había costado a mi esposo menos de cuatro mil dólares y que servía de ambulancia en el barrio y de taxi para mis conocidos.

—Entonces te voy a pedir una sola cosa.

Lo agarré, lo llevé para mi cuarto y lo empujé en la cama.

—¡Méteme mano de una vez! ¡A ver si se te quita la obsesión y me dejas en paz! —exclamé.

Pero no quiso.

—¡Yo no hago más que cumplir órdenes!

—Las órdenes se cumplen mejor o peor. No puedo poner una pata en la calle sin que hagan un informito al que le des curso. Si voy a un cabaret tres veces seguidas, intimidan a la gente que me invita. No puedo entrar dos veces a una embajada. Está prohibido que coja un avión en el aeropuerto...

—¿Quién te ha dicho eso?

—A pesar de todo, sigo teniendo amigos. Si alguien duerme en mi casa lo expulsan o lo tratan de convertir en informante. No encuentro trabajo si alguien «no lo autoriza». Si me ves con una amiga, se convierte en tu amante. Soy una isla dentro de esta dichosa isla. ¿Quieres que acabe por pegarme un tiro?

Pero Abrantes no iba empujado por vientos de aberración esa noche. Esa noche traía abierta la espita de la flagelación.

Me acordé de las veces que lo sorprendí recogiendo niñas apenas púberes por las calles, y de las anécdotas escabrosas con que regresaban de los paseos a Cancún el fin de semana esas amigas que me dispersaba, en que la pistola del ministro se convertía en un segundo falo, un consolador pavonado que tenían que meterse en todos los orificios hasta que la exhibición le cargaba al macho las baterías de la eyaculación.

Aquel engendro poderoso y encantador había ido a confesarse con una de las víctimas.

—Yo también tengo problemas. Ya ves, mi hijo...

Y me contó que la niña de sus ojos le había salido maricón. ¡Vaya noticia!, como diría Natica. Desde la época en que Honduras era su ayudante y yo la concubina, sabía que uno de los niños tenía las sensibilidades exacerbadas. Con el tiempo se me había ido convirtiendo en hermano y llegué a quererlo como pocas veces se quiere a un amigo. Era un ser generoso y desprotegido.

—Le he hecho la vida imposible, pero no va a cambiar.

Mira por dónde. El inquisidor inquisionado. ¿Por qué me lo estaba contando? ¿Se lo había tomado como un castigo merecido? ¿Se habría ablandado? ¿Necesitaba un depositario de sus secretos? ¡Necesitaba un mediador! Necesitaba a alguien que convenciera al muchacho de no ponerse un par de pestañas postizas y un batón de encaje para devolverle la guerra creándole el desprestigio por La Habana. Siguió con el tono de confesionario.

—Es verdad que te he hecho mucho daño...

—Prefiero no saber los detalles. Quiero vivir tranquila. Necesito poner el carro a nombre mío. Y necesito trabajo.

Cuando las autoridades se encargan de hacerle la vida agradable a uno, cada minuto es un goce.

La gente que convierte lo ilegal en legal reajustó los papeles del carro y me entregó una cartera dactilar flamante.

A la semana tenía una cita con Rogelio Acevedo, viceministro de Raúl. Iba a trabajar en el Conjunto Artístico de las Fuerzas Armadas Revolucionarias.

Al conjunto habían ido a parar todos los bailarines desechados por el Ballet Nacional por cuestiones de estatura. Las hembras eran unos gnomos virtuosos y los varones unas estructuras musculadas que hacían olvidar la técnica con la buena figura.

Rogelio estaba casado con Bertica, una ex estrella del carnaval habanero cuando éste existía, antes de convertirse en los setenta en una tendencia al diversionismo ideológico. Él era diez años más joven que sus «compañeros de lucha» y había escalado posiciones a pesar suyo desde que el ministro de la Marina de Guerra había sido depuesto, gracias a un indeleble compromiso con el tráfico de drogas que iba y venía por la isla desde la misma época en que las estrellas del carnaval se extinguieron.

Rogelio tiene una cara dictada por la boca. Una boca que parece estar chupando eternamente la teta de la madre. Despierta en la gente instintos de protección.

—Vas a trabajar en el Conjunto Artístico de las FAR, primeramente de relaciones públicas. El Conjunto se encarga de promover, mantener y consolidar las relaciones culturales entre las fuerzas armadas de todos los países del Bloque Socialista, así como de elevar la moral entre nuestras tropas asignadas en los bastiones de lucha en diversas partes del mundo...

La prosopopeya oficial se me coló en la fantasía. Tuve una visión del guaguancó sonando en el desierto arábigo, Yemen, la llanura de Abu Bahr, Angola y La Meca, bailado por ninfas enanas en tangas de paillé con una toca de frutas tropicales a lo Carmen Miranda en la cabeza. Y a los tamboreros percutiéndoles el ritmo con sus tres tambores Batá en Tala Mugongo, Oncocua y Quimbele, bailando en casa del trompo. Imitándose a sí mismos en las estepas siberianas, el puerto de Bakú y las humedades selváticas de América del Sur, en Nicaragua, Guatemala, Chile y El Salvador, lugares todos en que Cuba repartía su ejército en «bastiones de lucha».

Cuando volví en mí tenía un sueldo asignado de 198 pesos mensuales y tal vez, sólo tal vez, si no era suficiente, haría algunas traducciones del francés para el Departamento de Traducciones Técnicas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias.

—Mañana tienes un encuentro con el teniente coronel Bomboust. Él te dará los detalles.

El teniente coronel Von Boust es una mezcla criolla de chino y moro. Siempre tiene a su vera una fusta y, bajo el cíngulo que forman su pistola y sus cargadores, una barriga incipiente que, según él, le ha costado «muchísimo trabajo criar».

—Soy de la provincia de Oriente. Cuando llegué a La Habana no tenía donde dormir. Por eso trabajaba como un endemoniado. Mi peor pesadilla era salir de la oficina, porque no podía ir a ninguna parte.

—Yo conozco un tipo que se iba a las funerarias...

—Por eso tenía tanto rendimiento. Trabajaba como un energúmeno. Acumulé más horas voluntarias que toda la Emulación Socialista. ¿Y qué te crees que hicieron mis admirados jefes? ¿Qué crees que hicieron todos esos ejemplares que marcaban religiosamente la tarjeta de salida a las 17.30 de la tarde?

No tenía la menor idea. Por lo visto, ese año estaba puntuado de confesiones. Las altas esferas me habían convertido en depositaría de lo más vulnerable de sus recuerdos. Era como para salir corriendo.

—¡Pues me hicieron la vida un yogurt! De consejo disciplinario en otro, casi me acusan de espía. ¡Todo porque trabajaba más que ellos! Me he vuelto duro. Me ha costado mucho trabajo llegar aquí, y le arranco la cabeza al primero que trate de hacerme daño.

Caminaba dándose golpecitos con la fusta en las botas encimadas a la rodilla.

No era una amenaza. Era una declaración de principios. Era como decir: «Cosas peores me han hecho que endilgarme una hijita de papá.»

—Lo crea o no lo crea, señor Von Boust, no he estado en ninguna parte por voluntad propia.

Entonces sucedió que, mientras él preparaba la respuesta, tuve una visión exacta a la que años antes me había confundido la fisiología en una de las visitas a palacio: el hombre cambió de forma y de sustancia. Se convirtió en una masa sanguinolenta, amorfa y perversa, y me quedé transida descubriendo que por segunda vez había visto al diablo, y que esa visión que me alteraba el entendimiento era la misma que había padecido Chucha la cocinera, ya muerta, cuando años antes le había ordenado a Natica, subvirtiendo todas las leyes de la servidumbre, que no abriera la puerta.

Él me miró la cabeza, la obra maestra de Juanito en el rapado a tijera, y dijo:

—Primero, hija mía, déjate crecer el pelo. Es demasiado extraño y me han contado que cuando entraste los niños de la escuela de la esquina se alebrestaron gritándote de todo. Eso es inconveniente.

Cuando el diablo decide ocuparse de tus cosas, no lo dudes ni un segundo: todo irá bien.

—Sí, señor Von Boust.

La mañana empezaba con esa liberación del cuerpo en sacrificio que son el ballet y la danza, aunque en el salón no cabían veinte personas en fila india.

Mi labor de relaciones públicas consistía en encargar zapatos, inspeccionar vestuario, asegurar meriendas y transporte, hecho lo cual me sentaba a consumar mi mejor especialidad: la Mayor Oreja.

Que si la falta de zapatillas, mallas y leotardos, que ir a bailar a Angola después de estar más de dieciocho horas en un avión de carga y menos de una semana en barco mercante les afectaba las capacidades y los talentos. Que ellos habían estudiado ocho años una carrera y no era para estar meneando el culo en un desierto cualquiera. Que no pagaban el riesgo. Que Fulanito se había pasado dos años en la Microbrigada de la Construcción para ganarse un apartamento que no le dieron al fin, y que era injusto que Mengana sea primera figura porque se acuesta con Zutano.

Los problemas de todos los colectivos del planeta.

Me habían convertido en buzón de quejas y sugerencias y tenía los atributos de discreción y comprensión sin el de la resolución de problemas, pero estaba bien entrenada al respecto. La producción de espectáculos se volvió emocionante cuando a Rogelio París, un veterano egresado de Cinecitá, le encargaron que montara una obra de perfil patriótico para otro aniversario del Minint y las Fuerzas Armadas, utilizando a todo el personal del Conjunto: teatro, orquesta con cantes y danza.

Rogelio había montado el Sueño de una noche de verano en la Escuela Nacional de Arte con la misma consigna, y el hombre encontró empleo para bailarines clásicos, contemporáneos y folklóricos, actores, corales y estudiantes circenses, usando los jardines fantásticos de la escuela. Aunque la neblina llegaba tarde, entorpeciendo la siguiente escena, las redes caían en lugar indeseado, las luces especiales se equivocaban de personaje y el burro acabó por empalarse con tanto olor a período femenil, hasta Shakespeare habría estado satisfecho ante aquella mezcla indecible de talentos encontrados que no le deslució ni un segundo la trama.

Tenía el mal hábito de las superproducciones.

En comparación con los jardines de la Escuela de Arte, el escenario del teatro de las FAR era un niño de teta. Temía que Rogelio, que lo hace todo en grande y multitudinariamente menos bañarse, iba a meter Hollywood en La Habana, y que eso, para la producción, iba a ser agotador, porque si en el Sueño de una noche de verano no había fuego de fusilería y descargas antiaéreas, que me rebanaran la cabeza si eso no iba a ser la orden del día en una «obra de perfil revolucionario».

Quiso, desde luego, disparos y cañonazos, y muchos, muchos efectos especiales de humo y de luces. Pedía a gritos una máquina infernal que sólo existía en el Teatro Nacional y una polea que levantaba al Héroe Caído, una personificación del Che Guevara, y se lo llevaba enredado en una malla al cielo en un apogeo estilístico.

Para que la puesta en escena fuera cronometrada y perfecta, exigió los radiotransmisores que nada más tenía la policía.

Fue en esos días cuando cayó la amenaza del sida sobre la isla, y la noticia se fue dando cautelosamente, porque en la Revolución no había homosexuales y todavía se respetaba ese error del empirismo científico de que los castigos de Dios son selectivos y de que la promiscuidad es cosa de maricones.

Las arengas públicas del Comandante culpaban al Imperialismo de haber perpetrado esa infamia in vitro, pero negaba su existencia en Cuba, mientras en todos los medios militares se les hacía la prueba del HVI a los que hubieran puesto las patas y otra cosa en Etiopia o Angola.

Yo no había ido a ninguna parte, estaba en la pesadilla de producir para Rogelio París y sabía lo de la plaga por Nostradamus.

Me exprimí la civilidad en reuniones con el jefe de la Policía y el de Intendencia de la Seguridad Personal para conseguirle sus radios y sus balas de fogueo. Me movía por La Habana en un camión del ejército cargado con granadas de práctica, fusiles de adiestramiento y cajas y más cajas de uniformes, botas y antorchas libertarias. La única fabrica de hielo seco que quedaba en la isla estaba a muchos kilómetros de La Habana, pero con eso y unos ventiladores gigantes, se le iba a complacer el ansia por la humareda.

Estaba tomándome un merecido descanso un sábado al mediodía, con las patas como dos trozos de mortero encaramadas en la reja del balcón, a punto de empezar con mi duende la ceremonia del arreglado de pelos y manos del fin de semana, cuando vi pasar a mi madre que se dirigía con un trotecito angustiado para la avenida 26.

—¿Adónde vas?

—Han citado a todos los miembros del partido para ver un video de Fidel. A los del núcleo nos toca ahora en el cine Acapulco. ¡Parece que es una amenaza de guerra! No me esperes porque dicen que dura más de cinco horas.

Me la imaginé durmiendo en la penumbra de la sala, arrullada por su voz preferida sin que nadie le apagara el aparato sacándola del encanto.

Aquello de «aglutinar al pueblo en una causa común» era un recurso que Fidel usaba a menudo. Resultaba aburrido: la Crisis de Octubre con sus Misiles, la muerte del Che, el Cordón de La Habana,21 la Zafra de los Diez Millones,22 la «escoria» peruana, el genocidio angolano y todas las autoviolaciones del espacio aéreo y marítimo.

Estuve velando a mami para ver qué nuevo catalizador había inventado el Comandante para encolar a la gente.

—¡Los americanos van a invadir Cuba!

—¡No me digas! ¿Cuándo?

—¡El 16 de noviembre! ¡Es una emergencia nacional!

Pobrecita mi mami, trotando de vuelta toda excitada y crédula. Previendo los avatares.

Seguro iba a desempolvar el farol chino que le había regalado Fidel hacía veinticinco años, a ver si había cambiado de opinión y encendía.

Pero ella no fue la única que se lo creyó: por culpa de Granada, de Gorbachov y del sida, estábamos en alerta de guerra. Hay que ver la credulidad de la gente.

La cosa había empezado cuando los yankis invadieron Granada y un presentador de actos políticos se quedó ronco narrando una visión de duelo y apocalipsis: ¡nuestra misión intemacionalista en Granada se había inmolado por la bandera cubana!

Durante más de setenta y dos horas, por la radio y la televisión en cadena, narró Manuel Ortega, con lágrimas y gritos de rabia impotente, el exterminio que sufrió la misión patriótica cubana bajo el fuego graneado de los imperialistas hasta que todo terminó:

—«¡Y el último de nuestros combatientes ha sucumbido! ¡Se cae! ¡Se cae nuestra bandera! ¡Se cae cubriendo, amparando, el cadáver del último de nuestros sobrevivientes! ¡Otro héroe para Cuba! ¡Otro héroe del comunismo y la paz mundial!»

La isla entera estaba de duelo por sus caídos y más antiimperialista y beligerante que nunca, cuando todos los muertos se bajaron de un avión en el aeropuerto de La Habana.

Al frente venía el jefe de la misión, Tortoló,23 saludando eufórico a las multitudes. La única baja cubana decía adiós desde una camilla con la cabeza parada.

Algún empresario yanki y astuto había logrado la asignación de un presupuesto para hacer un amago de guerra, con tal de implantar en Granada unos cuantos hoteles de segunda, aprobado por los lobbies de sus congresistas y senadores.

Y la misión intemacionalista cubana, a pesar de la narración espeluznante de Manolo Ortega, no se había inmolado por impedir la construcción de unos Holliday Inn de dos estrellas.

¡De eso nada! La misión cubana en la isla de Granada, donde se había construido un aeropuerto militar con el dinero que no ganábamos los contribuyentes, se bajaba del avión como de costumbre, arreando radiograbadoras, ventiladores, planchas, palos de trapear y lámparas.

La gente empezó a comparar los tenis Adidas con los que usó Tortoló para completar su indumentaria de llegada: «Con tenis Tortoló se corre más rápido y mejor», decían. Una semana después lo mandaron a probar la eficacia de su calzado en la Guerra de Angola. Gorbachov, el pisciano respetable del lunar morado en la cabeza, andaba inventando la Perestroika, una especie de tránsito del comunismo de Estado a una forma más fructífera y llevadera de coexistencia. Nadie le hacía caso, y ya ven. Fidel tampoco, porque piensa que las transiciones radicales no pueden hacerse con ayuda de la gente común.

A la gente común se le acababa de desmayar el mito del heroísmo en aras de la Revolución Mundial.

De ahí a preguntarse por qué no había un poquito de glasnot en Cuba, que si ya habíamos estado malcomiendo las sobritas de los rusos por qué no degustar también un poco de su democracia, fue instantáneo.

Para colmo de intranquilidad, una enfermedad venérea desconocida les amenazaba las partes pudendas.

La masa precisaba un lavado de cerebro urgente.

La locura temporal duró meses.

En respuesta a la agresión inminente, Fidel creó las Milicias de Tropas Territoriales, volvió a vestir al pueblo a lo Mao Tse Tung y repartió algunos fusiles con carga de mentirita.

Con el pretexto de las prácticas de guerra quitaban la luz horas de horas. Los rusos cortaron el flujo de comida y una carestía que iba a empeorar dramáticamente empezó por pasar desapercibida en medio de la liturgia combativa.

Cuando el sida se convirtió en un hecho incontrolable y recluyeron a los miles de enfermos en una versión moderna de las leproserías llamadas «sidatorios», nadie lo tuvo en cuenta. La escuela llevaba a Mumín a cavar trincheras y abrir refugios en horas de clase, y a prácticas de formación en batalla los fines de semana. Tenía poco más de siete años. Le enseñaron un himno:

«Bush tiene sida

nosotros pantalone

Y tenemo un gobernante

que le ronca los cojone.»

No le hice caso al alboroto demente hasta una madrugada de domingo: una ráfaga de disparos al lado de la ventana me tiró al suelo. ¿Sería la rebelión al fin? Nada más que podía pensar en el duende. Iba a rescatarla de casa de mi madre con la cazuela de tostar el café en la cabeza, cuando me di cuenta de que no podían ser cosas serias.

Salí al portal toda despelusada. De una acera a otra se estaban disparando con fulminante unos tipos vestidos de milicianos, entre los aplausos felices del vecindario. Como un cachalote varado en la orilla playera de la fosa séptica, un sesentón entrado en canas se hacía el muerto.

Bajé endemoniada.

—¿Y usted no se ve muy grande para ser tan pendejo? ¡Comemierda irresponsable! ¡En esta cuadra hay viejos y niños! ¿Quiere matar a alguno de un soponcio?

—Compañera, esto no es culpa mía. A mí me mandaron. ¡Esto es un ejercicio de las Milicias de Tropas Territoriales!

—¡Y usted con lo reviejo que está, hace todo lo que le digan! ¡Al próximo que dispare lo saco de esta calle a patadas por el culo!

Me fui entre los aplausos felices del vecindario.

Empezó una campaña informativa dirigida y digerida.

Las emisiones del noticiero mostraban encomiásticamente los nuevos refugios que la patria había creado para la protección de sus hijos contra la invasión. Túneles habilitados como dormitorios, enfermerías y aulas. Una vida bajo tierra, perfecta y organizada. Al estilo vietnamita.

Túneles para encerrar a millones. A lo largo y ancho de la isla.

Empecé a preguntarme de qué está hecha la gente por dentro.

Nadie pensó que tantos túneles no se improvisan en tres semanas, ni que bastaba con unas cuantas naves disfrazadas con el US Navy para que se metieran como corderos qui tolis pecata mundi en aquellos agujeros, hasta que se les fortaleciera el espíritu patrio, si por algún motivo osaban rebelarse. Nadie pensó que los túneles sirven para meter prisioneros. Nadie pensaba que el Laboratorio de Biología de San José de las Lajas echa un humo sospechoso, de una producción dirigida por un entregado coronel de las Fuerzas Armadas, y que de ahí habían salido todas las enfermedades convenientes para diezmar a la población y arruinar la economía, como las epidemias de la fiebre porcina, y el dengue, otra de las fórmulas de la cola loca del Comandante.

Seguían practicando para meterse ahí en cuanto les conectaran la alarma.

Tenían el cerebro más reblandecido que los fetos nonatos en los pomos de mi niñez.

En el Conjunto Artístico de las FAR me entregaron un uniforme de camuflaje para practicar la defensa del edificio.

Aquel domingo por la mañana llegué de capa y espada, con una gorrita verde encima del cráneo. Hay que ver lo desnudo que anda uno cuando no hace pelo. Me destinaron a una torreta decorativa en la esquina frontal de la casona, con un fusil de palo y una granada de papier maché. Herr Von Boust daba órdenes golpeándose las ancas con la fusta. Me le acerqué discreta.

—Perdone, jefe, pero esto no hay quien lo aguante —dije—. Devuelva mi armamento al arsenal y acepte mi más rendida dimisión.

Y le guiñé un ojo. Por primera vez me miró desconcertado: él seguía creyendo en la razón patria. Como los demás, ni más ni menos.

Me senté en el sofá de la mala idea. Tenía envenenados los cromosomas paternos. La intención de Fidel me resultaba de una claridad prístina. Había batido su propio récord. Había completado una estructura de dominio total sobre la gente que podía servir en múltiples situaciones.

¿Qué hacer? Estaba en auge la industria floreciente de fabricar balsas para cruzar las noventa millas hasta la costa de la Florida, pero no tenía coraje para enfrentar a Mumín con una muerte a cargo de oreas asesinas.

Hay veces que uno elige entre la mala vida y la mala vida.

Llené el desempleo con actividades agradables. Iba a clases de ballet todas las mañanas con mi amigo Papucho.

Mi amigo era hijo de Cachita Abrantes y sobrino del ministro del Interior. Había tenido la vida dura: a los diez años se robó el carro de la madre cuando veraneaban en Varadero para llevar de excursión a sus amigos. Tuvo un accidente en el que murió un niño, otro quedó desorejado y él, Papucho, poco menos que Lázaro, resucitó años después de una cárcel de escayola donde le reordenaron la osamenta. No tenía más vicio que el ballet, y en algún consejo de familia decidieron mandarlo a la mejor academia moscovita de arte. Experiencia que terminó abruptamente gracias al encargado de la disciplina entre los estudiantes, un poste de la Seguridad del Estado que se ocupaba de localizar posibles desertores y cuidar la dignidad de los estudiantes cubanos, y no podía entender que un lisiado de dieciocho años usurpara una plaza de bailarín, nada más que por ser sobrino del ministro del Interior. Lo acusó de androginia maléfica y de «insólita tenencia de divisas».

Se ignora por qué el tío Abrantes se echó atrás súbitamente en el plan de convertir en Nureyev a su sobrino. Gracias al típico ensañamiento contra los privilegios de la jerarquía, allí estaba mi amigo, sin terminar su carrera de solista principal.

El padre lo quiso incluir en el Cuerpo de Bomberos. El día que lo presentaron al equipo, Papucho entró en un saut de chat a la oficina del padre. Siguió con un tombé pas de bourré a la diagonal, lanzó una mochila decorada con paillet al aire y terminó con los brazos en quinta coronándose la cabeza.

Convenció al padre de que en el Cuerpo de Bomberos no iba a tener futuro. A ver si lo dejaban en paz.

Era alegre, desinhibido y estaba frustrado. Un alma gemela.

Laura Alonso es la misma mujer decidida que una mañana dictaminó el futuro del padre de mi niña y de su hermano, metiéndolos a bailarines clásicos. Había logrado levantar una academia ad látex que vendía técnica clásica cubana en dólares. Solidaria siempre, me dejó tomar clases en su instituto.

Allí fue donde llevé a Papucho.

—Laura —dije—, la madre tiene una corporación con ganancia de capital extranjero autorizada como la tuya. Pueden hacer sus bisnes. El niño estuvo tres años en Moscú. Ya querrá bailar y todo eso... Por lo menos, puede levantar bien la pierna derecha y en todo caso, será un buen maître. Es una puñetera esponja. Se sabe de memoria todas las clases y todas las coreografías que ha visto en su vida soviética.

El genio suele ser generoso. Laura aceptó a mi protegido Papucho, que estaba en ciernes de convertirse en protector mío cuando me tocara, poco después, caer en manos de su madre.

Sin embargo, fue Albita quien me sacó del éxtasis, cuando le conté que sin ocupación se vivía bien pero no tan bien, y que tras ciertos gastos iniciales, la Femme cheval que Gabo compró lucía menos inextinguible.

—Pues hija, ahora en diciembre se celebra el Cubamodas y aceptan a un montón de modelos en La Maison, aunque los boten después... Ve a hacer la prueba.

—Yo encantada. Pero ¿cómo voy a meterme en el reino de Cachita Abrantes? Ando de babysitter del hijo renegado. ¿Tú crees que me van a dejar ser modelo?

—Con probar no pierdes nada. Usa tus relaciones. ¿De qué te sirve andar acarreando todo el tiempo a Papucho? ¡Que se lo pida a la madre y ya está!

—Le tengo cariño. No se lleva bien con la madre.

—Las cosas de familia se arreglan siempre.

La selección de modelos estaba a cargo de Arelis Pardo. Viuda de uno de los guerrilleros del Che, estaría condenada a un eterno celibato por mantener el estatus, si no hubiese roto el hielo desposando en segundas nupcias a un héroe de Bahía de Cochinos. El partido, en vez de tomárselo a mal, le aplaudió el gesto.

Paseó tiernamente a aquel esposo sin brazos ni piernas en su coche como dos años.

Después de aquel sacrificio, Arelis pudo casarse y descasarse sin que el partido se metiera con ella.

—A ver, enséñame los codos. ¡Y sácate los zapatos para verte los pies! Las rodillas y las piernas están bien... Mañana a las cinco de la tarde tienes un ensayo. ¡Y lleva trusa! A ver cómo tienes la celulitis.

¡La pasarela! Ese tramo de vacío para llenar con la esencia del paso y la apostura, al ritmo de la música.

La Corporación Contex padecía la dirección de Cachita Abrantes. Encargada de vacunar con dólares a la economía nacional contra el bloqueo, engañaba a las aduanas embotellando el ron Havana Club en Canadá o confeccionando en México modelos de algodón variopintos e impresentables.

Organizaba anualmente el Cubamodas, «magno evento internacional», donde intentaba comercializar los diseños y las telas. Habían logrado atraer a Paco Rabanne y hasta Vidal Sassoon se había enredado con una de las modelos ejecutivas. Tenían una lista de personalidades con tendencia izquierdista a quienes reclutar, incluido Hollywood, para darle relumbre a la moda cubana, y mandaban cartas llenas de faltas de ortografía al mundo entero.

La Corporación era dueña de La Maison, Casa de Modas Cubana, que se mantenía abierta todo el año para recibir al cuerpo diplomático, la elite del turismo y todos los invitados de gobierno susceptibles de caer en las redes de alguna criolla esbelta.

La Maison tiene tienda de joyería, antigüedades, ropa y calzado. Peluquería, casa de té, piscina, gimnasio, comedor reservado y un jardín empedrado con muebles de hierro, donde los extranjeros pueden estar de la mañana a la noche bajo la sombra de los flamboyanes. A eso de las nueve y media empieza la exposición de modas. Después de un intermedio empieza el segundo show, en el que tocan los mejores grupos cubanos y se desgañitan los mejores cantantes.

A la hermana del ministro del Interior no se le niega nadie.

La preparación del Cubamodas dura más de tres meses. El grupito de diseñadores entrega sus dibujos, las modistas te ciñen la ropa al cuerpo y la noche antes de la apertura, en plena histeria colectiva después de ensayar más de dieciocho horas, te entregan la bisutería, los modelos recién planchados y los pares de zapatos llegados de allende el mar, en valija diplomática. Cachita da órdenes por un altoparlante usando todas las malas palabras del repertorio.

Pasé el primer Cubamodas con más penas que gloria.

Empezaba la era en que estar asociado con Fidel Castro o cualquier otro jerarca de la isla era ser un leproso social.

Estaba habituada a las definiciones y nombretes que se ha ganado el Comandante, pero no a que me quisieran jalar el mostacho y la barba, como si fuera un alter ego ambulante y accesible. Me hicieron la vida imposible.

La incomodidad del seguroso inspeccionando las pasarelas y colándose de paso en el camerino para verles las escurridizas curvas, puso locas agresivas a las modelos.

Empezó una guerra fría que iba a durar más de tres años.

Al segundo Cubamodas no llegué sana.

Una mañana me lancé de la cama con buen viento en las alas porque estaba en los preparativos del cumpleaños del duende Mumín. Pero cada vez que ponía las manos en el timón del carro me entraba un sueño de muerte que me hacía cabecear en las luces de los semáforos. Algún muerto me está diciendo que no maneje más, pensé.

Guardé el carro en el garaje y ¿a que no adivinan? Acepté los servicios de mi amigo Papucho que le había robado el carro a la madre. Sic transit gloria mundi.

Tres minutos después se llevaba un stop en la Primera Avenida y una guagua de rusos embistió al Lada.

El carro fue a parar a chatarra y yo me despene en el hospital con un brazo roto y el codo del otro colgando.

El Papú era un monumento a la ceniza.

Cachita no tiene suerte. Primero, el hijo le mata al hijo de un ministro, y después deja cocotimba a la hija del Comandante.

Fidel no mandó flores, pero puso a llamar al nuevo jefe de Escolta, Batman.

—¿Quién tuvo la culpa del accidente?

—Yo —dije. Me hubiera dejado partir el otro brazo por proteger a mi amigo. Y además, ¿a quién se le ocurre dejar manejar a un kamikaze?

Una operación rápida me recompuso la distribución ósea.

Me había perdido el cumpleaños de Mumín y andaba arrastrando a patadas un talego plástico que me drenaba la herida del brazo, cuando llegó Albita de visita.

La palidez de Albita es de mármol rosa. El pelo negro y brillante, la nariz aguileña y una figura de ángulos elegantes siempre me hacen pensar que algún director de cine falló una musa.

Estaba indignada.

—¿Sabes lo que ha hecho Tony Valle Vallejo? —preguntó—. ¡Ha traicionado al Gabo! ¡Ese hijo de puta lo fue a representar en un festival de cine en Colombia y se ha quedado! Anda haciendo declaraciones. Vengo a avisarte que te ha mencionado.

—No deberías tomarlo así. Tony es buena persona. Así que libró... No me irás a decir que no te lo esperabas.

—¡Yo no!

Me extrañó, porque la claridad de Tony siempre había sido meridiana. Como todos los adultos jóvenes, vivía soñando con largarse de Cuba.

De modo que la simpatía de Cachita Abrantes y mi ascenso en Contex no estuvieron motivados por mi particular manejo de la ortografía, cuando me convirtió en jefa de Relaciones Públicas. A cargo de crear un departamento que no existía, en una empresa que tenía relaciones comerciales con la mitad de los países del mundo.

Seguí modelando todas las noches. Trabajaba como una demente. Había descubierto la promoción y estaba ocupadísima mandando cartas a cualquier homo sapiens relacionado con la moda: fotógrafos, periodistas, diseñadores, fabricantes, compradores y expendedores de géneros textiles.

Mi súbito ascenso institucionalizó la envidia.

La secretaria tenía prohibido ayudarme, bajo pena de repudio general. Las máquinas de escribir se rompían y apenas me llegaban respuestas. Los rimeros de cartas habían ido a parar a la basura.

Lazarita, apodada la Jarrita porque tiene muchas partes del cuerpo en forma de asa, era la jefa de modelos. Me habían encargado la promoción de imagen y me llegué al set de fotografía. La Jarrita me gritó la mayor selección de improperios que haya escuchado nunca, con todas las asas al rojo vivo.

Cuesta trabajo imaginar un lugar en el que la propia jefa crea el caos entre sus empleados. Cachita era capaz de cerrar un pase de modas encaramada en la pasarela tocando guaguancó con los tamboreros invitados a la segunda parte de la noche (cosa que desconcertaba a los invitados extranjeros). Pero era incapaz de hacer respetar sus decisiones. Siguió llenándome la vida de responsabilidades.

Me puso a cargo de organizar sus citas y entrevistas personales. Tenía que recibir a los invitados ilustres: vendedores de lencería españoles y brasileros, empresarios de la tela, algún fotógrafo de excepción y algo indefinible que Cachita llamaba «personalidades relevantes».

Tenía que proponer a los miembros del jurado internacional, acomodarlos, atenderlos y confeccionar una encuesta de opinión, diseñarla, fabricarla y distribuirla.

Los espectáculos empezaban con una exhibición de joyería. En una malla enteriza de lycra nos colgaban o cosían las joyas. Se apagaban las luces y un haz de luz te convertía en presencia mágica, en una aparición de oscuridad y brillo moviendo los brazos y las caderas.

Ese año, me tocaba abrir el espectáculo.

El último ensayo del Cubamodas 88 duró más de veinticuatro horas y estaba más allá del bien y del mal, embutiendo todo el humo, el alcohol y las flacideces de mis treinta y tres años en un maillot de lycra color carne tras un paraván del camerino, cuando empezó un tumulto y los de la seguridad salieron en estampida para detener a una horda de gente con cámaras y micrófonos que habían violado el sanctasanctórum de la desnudez privada de los modelos. Yo no sabía que ésa era la Prensa Internacional, porque no la había visto nunca. Y lo tenía todo desvestido menos las orejas y la cabeza. De los lóbulos me colgaban unos pendientes coralinos de artesanía nacional que me llegaban a los hombros, y en la frente me reposaba el pico de un pajarraco negro con las alas abiertas que el artesano de las joyas consideró decorativo. Una plasta de sombra morada me llegaba desde los párpados hasta las témporas.

Me parecía al Hada Maleficio.

—¿Quién es Alina? —gritaban.

—Who is she?

—Laquelle est Alina?

Y ladraban en nórdicos.

—¡Ay! ¡Sáquenlo de aquí! ¡Guardia! ¡Caballero que etamo encuera! ¿Ya no hay repeto? —gritaban las modelos.

Así fue como accedí a la fama: con el trasero al aire, a medio embutir en una malla y con un pájaro embalsamado en la punta de la cabeza.

Que sea lo que Dios quiera, pensé, episcopal, bajo mis párpados púrpura.

Sonó la música inaugural. Una música marina. Se hicieron la oscuridad y el silencio. Salí a la pasarela y me volví melodía bailando como un faquir, porque habían pegado la alfombra con presillas y me estaban desollando los pies.

Unas ocho horas después, Magaly, la secretaria, me condujo a la primera entrevista.

—•¿A santo de qué tengo yo que dar una entrevista?

—Es una orientación...

Agarré un gajo de gladiolos mustios y me senté en un butacón de mimbre indonesio, decidida a incumplir cualquier orientación que me vinculara cerebralmente con aquel engendro tropical de la moda.

Los «orientadores» autorizaron a dos periodistas que dejaron para el final de la entrevista su plato fuerte:

—¿Y cómo se siente la hija de Fidel Castro representando la moda cubana?

—Debe haber alguna confusión. La moda cubana tiene su digna representante en Cachita Abrantes, y mi difunto padre se llama Orlando Fernández.

Magaly se puso mal. Así me tuvieron toda la semana del Cubamodas. Eran las once de la noche y yo andaba negándole el parentesco y la representatividad a todos sus periodistas escogidos, abofada y llena de las bolsitas del cansancio.

Llamé a Albita.

—¡Mira por dónde reventaron las declaraciones de Tony! —dije—. Desde los once años, cada vez que alguien me pregunta si soy hija de Fidel, el «sí» se me traba en la garganta. Es que no lo sé pronunciar. Parece un mal sueño, Alba.

—Todos los sueños, malos y buenos, se terminan.

—Y, entre tú y yo, no me importa que me describan como la bastarda renuente de Castro, pero que me pongan de adalid de la moda cubana supera mi pretensión al ridículo. ¡Las «yayaberas» de Delita! ¡Y la línea Intrépido con esos trajes de camuflaje y esas sandalias de trapo verde olivo! ¡Y las sayas de tilapia! Huelen todavía a pescado y se quedan paradas como pantallas de lámpara. Lo que sea, menos que apoyo en cuerpo y alma a los macramés de cordel de Rafael, y las náuticas made in México de Marta Verónica... Es que no lo puedo soportar. Que me carguen en la cuenta lo que quieran, menos ser la apologeta de esos disfraces a lo Cachita.

Albita se reía, pero Magaly se disgustó:

—Díselo al que te «orientó» las entrevistas. Que me quiten el sambenito de arriba.

El cambio de estrategia consistió en unos cuantos matones vestidos de gente que empujaba a la prensa.

Unas semanas después Magaly me entregaba, triunfante, una revista. Ahí estaba yo con el ramo de gladiolos en la silla indonesia. Decía algo así:

«Hija extraoficial de Fidel Castro promueve la moda cubana.»

Seguía:

«Según criterios de exportación y con vistas a consolidar la economía del país, aportando moneda fuertemente convertible para bloquear el bloqueo del Imperialismo que azota nuestra economía, nos hemos propuesto una moda cubana reuniendo la manifestación artística aunada de lo más significativo de nuestros diseñadores...»

Ni Cachita después de una botella de aguardiente Coronilla habla tan mal. Por el contrario, el consumo etílico la pone locuaz y dicharachera. No pude reconocer al creador de semejane fárrago.

Y como el artículo venía con las señas de La Maison y debe haberse reproducido en otras revistas, un flujo continuo de turistas empezó a copar con antelación el jardín de la casa de modas. Pasé a ser la mejor atracción zoológica de La Habana. Hubo que poner desfiles diarios y hacerlos dobles el fin de semana. Los turoperadores estaban en su apogeo. Las modelos no me lo agradecieron y hubo amagos de lucha en los camerinos.

Pero seguí aguantando. Estaba cobrando el doble y quería seguir viviendo en el paraíso del robo. Era como tener manos libres en un banco: casi cada día sacábamos zapatos nuevos para reventa, y suculentas piezas de plata y coral negro. No había nada más fácil que desfalcar la tienda. Vivíamos como magnates. Para que me fuera de allí, había que darme candela como al macao.

Y eso estaba por suceder. Según un soplo de mi amigo Papucho, la madre, que se me había vuelto invisible, consideraba que aquello se había salido de control porque los periodistas no dejaban de asediarle las oficinas.

Una noche se colaron tres en el camerino. Lo único que llevaba yo era un par de medias pantis en la mano.

En pellejo como estaba, les escribí la dirección de la casa antes de que los sacaran los sicarios.

—Los espero ahí dentro de media hora. Tengan cuidado. Hay una fosa desbordada en los bajos del edificio.

Cuando llegaron había puesto a mi madre de guardia. Naty era mi último refugio. Los mantuvo en vilo con su educada ambivalencia.

Terminó tras dos horas de conferencia:

—Ahora los dejo con Alina.

Alina repetía:

—¿Y qué puedo añadir?

Fue Bertrand de la Grange el que me dijo:

—Así no vas a ser famosa. ¿No te gustaría modelar en París?

¡Famosa! ¿Quién quiere fama sin infraestructura? ¡Modelar en París! Como si no tuviera espejo. ¡La Moda de las Abuelas Bajitas!

Andaba Gastón buscando disidencias políticas. ¿Qué podía decirle a aquellos europeos? ¿Que Cuba tenía más agujeros subterráneos que una granja hormiguera?

Y la verdad es que, sentada ahí con unas botas de segunda mano de Sandra Levinson en lamé dorado, una mini a crochet, un maquillaje perfecto y una moña embalsamada en laca de alcohol y pez rubia en la punta de la cabeza, no iba a faltarle al respeto a Mario Chánes,24 que le ha roto el récord de presidio político a Mandela, ni a Armando Valladares,25 que casi se queda inválido encerrado desde la adolescencia, ni a Llanes, aquel jefe de Escolta que había sido un símbolo de bondad en mi infancia, ni a ninguno de los hombres y mujeres anónimos víctimas del célebre Rompehuesos, que estaban, y siguen, pudriéndose en las catacumbas de antiquísimas fortalezas coloniales por haber dicho y proclamado en público que estaban hartos de la Revolución y de Fidel o que, simplemente, habían tratado de escapar de la isla. Ni a las mujeres que, como yo en busca de dólares, eran detenidas y hasta apaleadas por recurrir a la generosidad libidinosa de los extranjeros, con tal de llevar comida y ropa a sus casas.

Ni siquiera a usurparle el gozo al buen doctor Alí, que regresó de Angola orgulloso porque había efectuado unas cuantas amputaciones victoriosas con instrumentos sacados de la caja de herramientas de su convoy militar...

Cierto acoso social, una disconformidad sofisticada y lenguaraz, y la convicción de que mi padre era un gobernante fallido, no me daban derecho a la palabra.

Esa noche me dormí cansada. Una vez satisfechos los periodistas, ¿qué otra sorpresa me tenía el futuro?

Ni los periodistas estaban satisfechos ni el futuro estaba tan lejos.

—La Maison ha sido designada por el Alto Mando como sede de un aniversario más de Prensa Latina, entre cuyos pioneros fundadores están García Márquez y Jorge Timossi. Ambos asistirán acompañando al Comandante en Jefe. Y para esa noche quiero un desfile de modas impecable. Con las joyas, la ropa infantil, las trusas y todo —ladró Cachita.

Gabo no necesita introducción, y Timossi es un periodista argentino alto de honda voz que ha quedado inmortalizado gracias a Quino. «¡Haber escrito tanta poesía y tanto ensayo para pasar a la historia de la literatura como Felipe el amigo de Mafalda!», dice él. En efecto, Quino y Timossi fueron amigos en la tierna infancia.

Pero lo que no pude entender era por qué un señor que se ha vestido treinta y cinco años con la misma prenda, tuviera una insospechada y sorpresiva afición a la moda. Para la ocasión habían invitado a un montón de periodistas extranjeros que, según Radio Bemba, insistían en mi búsqueda y captura.

Qué raro... Después de todo, yo abría el desfile arrastrándome por toda la pasarela en maillot, profusamente adornada con caracoles, trozos de coral negro y plata y hasta un pájaro embalsamado.

Modelaba las trusas, gracias a una inusitada y deplorada carencia de celulitis. La Mumín era una de las estrellas del show de infantes.

Me pasó por la cabeza que a lo mejor la cosa era provocarle una congestión cerebral al Comandante en Jefe. Llegué lo suficientemente tarde como para que la guardia pretoriana no me dejara entrar. No me perdí nada: Fidel había mandado suspender el desfile de modas nada más pisar el umbral de La Maison con sus botas. Al parecer, estaba poco dispuesto a aplaudirme a su vez gritando «¡Viva! ¡Viva!».

Cachita dio una disculpa pública a sus modelos:

—La elección de La Maison fue un error del jefe de protocolo de palacio.

Nunca supe quién tuvo la peregrina idea de publicar en la prensa del corazón al Máximo Líder festejando a su descendencia femenina bastarda en el Emporio de la Moda Cubana. Si Cachita, su hermano, o el jefe de protocolo de palacio, a cuyo hijo había agarrado por las solapas en la época pretérita del acto de repudio en la escuela de Diplomacia. Después de todo, esos animales comían en el mismo pesebre.

Hasta una tarde en que se me acercó Delita, la diseñadora culpable de la línea Intrépida a base de lona de camuflaje, sayas implegables de piel de pescado y zapatos de fechoría, y acomodó un nalgatorio considerable en la silla de al lado, determinada a hacerme hablar.

—¿Sabes, Alina?, ¡creo que estamos en alza! El Comandante, bueno, tu padre, tiene metida aquí a su gente inspeccionando. La verdad es que los creadores nunca hemos tenido apoyo, pero esta vez... ¡Creo que las cosas van a mejorar mucho! Sí, señor.

La gente supone que soy «fidelóloga». Según mi experiencia, cuando yo ando por los alrededores y él se mete, es para echarlo todo a perder.

—Me parece una buenísima noticia. Todo va a mejorar. ¡Sí, señor! ¡Ya verás!

Y con la misma me dirigí a la oficina y recogí todos mis bártulos. No vacilé un segundo en adivinar el rumbo de esa barcaza de decorado llamada La Maison: iba directo al fondo. Al parecer, el Comandante conservaba el hábito de inquirir a las malas en qué aguas estaba nadando esta piscis.

Un vendaval de mal instinto me barrió la entendedera. Teniendo que empollar la energía en alguna parte, manejé hasta la nueva clínica de Ezequiel el Curandero. Pero estaba desierta y desmantelada.

Ezequiel el Curandero se dice biólogo y virólogo, pero lo cierto es que aprendió las artes de las matas medicinales durante sus periplos interminables montado en las barcazas de la marinería mercante, antes de que su membrecía en la Seguridad y su ciencia lo condenaran al internacionalismo de todas las guerras y a otro cúmulo de obligaciones oscuras.

A base de adivinación y experimento aprendió a curar en África, Vietnam y América Latina, donde encontró sus mejores exégetas y clientes. Hablaba del general panameño Noriega como de un buen amigo y de su enorme casa atendida por sirvientas cubanas federadas como de una segunda patria. Es sabido que Cuba es una potencia médica. De vez en cuando le encargaban un cultivo de bacterias invasivas imparables para frenar en seco los deslices vocales de algún indeseable, pero eso era cosa de rumores sin comprobar.

Abrantes lo había santificado levantándole un hospitalito en las faldas del Cimec, una especie de prolongación ampliada de esa Unidad Quirúrgica donde las habitaciones tenían dimensiones de sala de baile y las camareras le proponían un menú selectivo al turismo de salud.

Frente al hospitalito de Ezequiel siempre había una línea interminable de gente de toda la isla con un resumen autorizado de sus historias clínicas para uso del Curandero, en busca de curación o alivio para los males más tenebrosos y disímiles: desde tumores irreversibles hasta niños desollados en vida por una especie de piorrea que los tenía respirando en carne viva.

Ezequiel, cuando yo le llevaba cargamentos de corchos y botellas vacías, trabajaba de sol a sol llenando los recipientes de pócimas, ungüentos o cenizas misteriosas donde alentaba, insospechada, la curación.

Cuando llegué esa tarde al hospitalito, no quedaba nada de la reciente laboriosidad, y las plantaciones de hierbas estaban arrasadas.

—Hace tres meses se lo llevaron preso y mandaron cerrar la clínica. Dicen que fueron órdenes del mismo Comandante.

Mi amigo genocida había desaparecido. Preguntar por él en su antigua casa provocaba ataques de mudez entre los vecinos.

Por lo visto, no sólo Cachita estaba en capilla ardiente. Mi ministro de sombra andaba metido en algún informe arrasador.

El Comandante en Jefe es improbable, pero no imprevisible. Algo gordo estaba por producirse.

Una sensación de derrota me devolvió, desanimada, al Nuevo Vedado.