Me bautizaron Alina María José, como si con Alina sólo fuera poco.

No hubo un solo signo de mi nacida.

Ningún pródromo especial.

Ni un rey mago asomó su grasienta cabeza.

Pero esa madrugada sentí llorar las estrellas por todas las comisuras del cielo, y eso me encogió el alma.

Me refugié en un sueño de negación, sin hambre ni llanto.

Era un bebé manso y no una gritona pesadilla.

Y de entonces acá, cada vez que abro un ojo recibo una escupida. Porque despierto extremos en la gente.

Volviendo al berceau, pues, aderezada con agua de Portugal entre pañales de piqué blanco, busqué una teta, pero no había ninguna a la vista. Quise llamar la atención tosiendo, y tosiendo envenené años-noche de mi Tata Mercedes, mi estatua de canela y vainilla que me consolaba por la vida en una mecedora azul triste.

Tata no sabía cuentos ni le gustaba la gente. Pero era demasiado alta para ser un elfo.

Me hizo crecer, electrificando con ternura la calma biológica de la leche en los pomos.

Mi madre era un hada. Ustedes conocen algunas. Son muy ajenas y misteriosas. Cuando desaparecen se llevan los milagros. Son caprichosas.

Mi hada decidió enamorarse de la persona equivocada. Según las personas de los cincuenta, y en la sociedad cubana, eso no tiene perdón ni redención.

Ustedes saben.

Les gustan las piedras muy viejas y la gente muy puntiaguda. Les gusta habitar sus propias ruinas.

Yo me consolaba de sus ausencias desgarrando los entredoses de encaje de mis batas de hilo y chupando el tete desaforadamente.

Y cuando se me acercaba, más esencia que presencia, y me miraba con unos ojos de esmeralda que le comían la cara como una fiebre alta, le tosía dulcemente.

Cuando aquello, mi papá era Orlando Doctor Doctor. Andaba con una bata blanca igual que Tata, pero sin alforcitas. Era hacedor y mago de corazones. Cardióblogo, creo. Tenía una frente abultadita de delfín.

Se agachaba para abrazarme cuando llegaba a la atardecida y el sol que se colaba por el cristal de la puerta le esmerilaba el aura.

En los bajos de la casona tenía la «consulta» donde remendaba los corazones de la gente.

Por él me enamoré de Diosa Medicina y de su mano conocí la magia palpitante de la vida a través de las lámparas fluorescentes y el calado frágil de las costillas; los secretos del Hacedor Supremo.

Mi hermana Natalie era su preferida. Tenía rara la vida. Lloraba dormida y no estaba contenta ni el domingo, que era el día que nos sentábamos a almorzar debajo de aquella lámpara, una araña de bacarat que lloraba mil lágrimas de cristal cuando se encendía.

Lo único que la hacía feliz era irse con papi al hospital las noches de guardia. «Y tú no puedes ir porque no dejan entrar niños ni perros.»

Chucha era mi cocinera de charol enmoñada. Se llenaba la cabeza de unos nuditos envueltos en trozos de redecilla y explicaba que lo de ella no era pelo sino «pasa de negra conga». Tenía verruguitas por todos lados. Me mecía en el sillón azul triste, abrazada a su opulento sudor de embeleso agridulce, panetela y cebolla. A Chucha sí le gustaban los cuentos. «Patakines», decía, donde mezclaba al Santo Niño de Atocha con la Caperucita Roja y Elegguá, el Oricha niño de los negros cubanos. Me regalaba los patakines esos mezclados con un reguerito de pólvora que explotaba en risa contagiosa.

—Elegguá le iba abriendo los caminos a Caperucita por el bosque. La abuela es Yansá vestida de muerte y Oggún el guerrero es el que mata al lobo.

Me abrazaba a la seda cruda de un vestido blanquinegro clamando: «¡Lala! ¡Lala!» sin que nadie entendiera por qué.

Era el que se ponía abuela Natica, el Hada Jardinera, con tal de aligerar la sed infinita de las flores.

Llegaba todos los días puntual como las lunas, daba unas cuantas órdenes, almorzaba y se recostaba en duermevela hasta que un reloj interior la sacaba de un brinco del sillón y con ese uniforme blanco amañado de flores negras se iba al jardín, donde inventaba injertos y plantaba semillas y retoños a destiempo y todo aquello enloquecía y crecía con furia descontrolada porque Lala tiene las manos verdes, dicen.

A ella sí le gustaba la gente, pero yo, no mucho.

Hada Natica, parece, había metido la pata una tarde, años antes de esta historia, cuando dejó entrar a un hombre en la casa.

Sonó el timbre a eso de las cinco de la tarde y Chucha miró por el ojo de la puerta:

—Señora Natica, ¡no me haga abrir! ¡No abra! ¡Eso que está ahí afuera es el diablo!

Hada Natica no sabía leer el aura ni gustaba órdenes de criados. Se propulsó hasta la entrada y dejó pasar al hombre vestido de punta en blanco, la guayabera almidonada y blanco añil. Lo único que la molestó fue un mentón recargado y débil. Una papada sujeta a los manejos de gente más perversa. Creía que Cristo se dejaba la barba para esconder una papada así.

—Busco a Naty Revuelta. ¿Ésta es su casa?

—¿Y usted qué? Tampoco tiene nombre y apellido. ¡Últimamente la juventud está toda por el estilo!

Lo mismo le diría a mis amigos años después.

Todo. Todo era mío. Las hadas y sus ausencias, los galgos en el jardín, la casa grandísima, la escalera trabajosa para mi torpeza, la galería de cuartos y terrazas, el jardín florecido, Tata y Chucha.

No tenía mucha preocupación, aunque el aire de la casa me molestaba a veces como un culero incómodo y los ojos de la gente se ponían estrechos y apuñalados y le gritaban al Hada más bella, que desaparecía y no se dejaba agarrar fácil. Andaba metida en cosas de «revolucionarios», decían.

Todo se echó a perder una mañana que recuerdo muy bien.

Sentadita estaba yo con mi gorra de la Legión Extranjera mordiendo un hueso de goma de la casa del perro, que por eso nada me dolieron los dientes cuando se fueron los muñequitos de la televisión. Un «¡Viva Kuba libre!» atronó en la sala y la pantalla se llenó de hombres peludos. Racimitos de monos colgando de unos carros que daban miedo y aplastaban la calle toda. Tanque Sherman se llamaban los carros, y los peludos, rebeldes.

Traían palos en las manos y usaban uniforme verde quemado y collares de semillas, como los que Chucha sacaba de la gaveta cuando le daba por aquello de escupir aguardiente en un tabaco, fumárselo al revés y rezarle al santo.

Mujeres como flores les tiraban más flores.

Era enero de 1959 y aquello era el Triunfo de la Revolución. Así estuvo triunfando días de días hasta que el mono más importante llegó a alguna parte y se paró a hablar. Estuvo hablando cantidad. Hasta que se quedó ronco.

Rico McPato, sus sobrinos y el ratón Mikito se fueron para siempre jamás y hemos tenido peludos en la televisión por casi cuarenta años, figúrense.

Esa vez no hubo navidades porque el Hada en protesta cívica se prohibió toda fiesta, dijo. Ni Reyes Magos. Nada más que peludos de aquellos que se aparecieron en casa un tiempo noche.

Fue el Hada y no Tata quien me sacó de la cuna esa vez y me llevó a la sala de estar con sus muebles de junco imperecederos que siguen soportando el nalgatorio de las visitas.

En un tufo a tabaco me dejó el Hada en el suelo. Allí, con las alturas perdidas en una nube azul pestilente, estaba el peludo más puntiagudo. Se agachó como hacía Papi Orlando para estar de mí tamaño y me examinó.

—Parece un camerito. Ven acá camerito —dijo, y me dio una caja. Adentro había un muñeco bebé disfrazado como él mismo, con barba y todo y unas estrellitas en triángulos rojinegros en los hombritos, una gorra y botas.

No quería darle un beso con aquella cantidad de pelo parado en la cara, que nunca había visto una cosa así tan de cerca.

El peludo muy puntiagudo era Fidel Viva Fidel, que así era como le gritaban las mujeres flores y todo el montón de gente, cuando pasaba en esos automóviles tanques feos. Era la primera vez que un regalo no servía, así que agarré el muñeco y empecé a arrancarle los pelos de la cara para convertirlo otra vez en bebé.

Alguien gritó «¡Sacrilegio!», y pudo ser él, pero fue Tata la que me pasó un trapo con agua de Portugal para exorcizar el relente a tabaco babeado y me meció para que retomara la paz del sueño.

Y también fue Tata la que dijo:

—¡Un fetiche! ¡Un fetiche de sí mismo es lo que se le ocurre regalarle a una niña!

Así se lo repitió a Chucha a la mañana siguiente. Chucha le contestó:

—Hace años le dije a la señora Natica que no lo dejara entrar en la casa, que era el mismísimo diablo.

Por esos días el televisor empezó a gritar «¡Paredón! ¡Paredón!». Ahora la gente estaba furiosa. A un hombre parado frente a una pared con los ojos tapados y las manos amarradas se le llenó la camisa blanca de unas manchitas y se cayó al suelo despacito, matado con esos mismos palos que traían los peludos cuando llegaron a La Habana y que hacían tap-tap-tap. Era un fusilamiento, y era triste.

Dos señores, uno muy fruncido que le decían el Che y otro, un chinito igual al vendedor de sayuelas o al del puesto de viandas, que le decían Raúl, eran los que mandaban las ejecuciones, y aunque los dos eran personas cortas, Raúl era hermano del peludo más puntiagudo.

Orlando Doctor Doctor empezó a desdibujarse. Tan así que sólo le recuerdo la sonrisa, como si fuera lo único que me dejó antes de desaparecer, igual al gato de Cheshire con Alicia su dueña.

Y a Diosa Medicina hubo que clausurarle el templo consulta, porque los peludos hicieron enseguida la «intervención» y los doctores no podían seguir llevando corazones a sus casas. Eso se llamaba «comercio privado», y estaba prohibido. Y así prohibieron al vendedor de sayuelas de tul, que un día se lo llevó la policía nueva frente a mi casa. Así que más nunca pude comprar con Tata pollitos de colores bajo los portalones de sombra en La Habana Vieja, ni frutas frescas ni helados ni durofrío, porque todo eso, parece, era comercio privado. Fue cuando le empezó a Papi Orlando una temblorina en las manos: ni siquiera el corazón del Hada le quedaba.

A Natalie se le pusieron grandísimos los ojos porque su mami mataba de amor y angustia a Papi Orlando.

La última vez que lo vi me dio una llave.

—Toma Chipi-Chipi. Es la llave del cuarto de las lámparas, donde duerme la señora Medicina. Cuídala y ojalá algún día puedas volver a abrirla.

Fidel se lo pasaba bien en la casa. Siempre de madrugada, lo precedían el frenazo de los jeeps en la calle y el retumbe de las botas. A veces iba solo, a veces con Barba Triste o con Barba Roja.

Tata hacía huelga para no contestar al timbre de la puerta y refunfuñaba cada vez que me llevaba de la cuna al salón ida y vuelta.

Y Fidel sería malísimo para Chucha y para el Hada Natica y para Tata, pero él solito le había ganado la pelea al tirano Batista, un demonio grande si los hay. Como San Jorge al dragón.

Batista tenía la cara llena de bolsitas y su mujer tenía que tener hijos todo el tiempo porque si no, se volvía gigante.

—Ahora que Batista se escapó, se acabaron los esbirros. No van a volver los hombres malos de noche a registrar la casa —decía Natalie.

A mí los esbirros me caían bien. Les gustaba mi sombrero de la Legión, y si los mandaba a hablar bajito me hacían caso. No quemaban el forro de los muebles ni dejaban en el salón un sahumerio insufrible con montoncitos de ceniza.

Para mí que a todo el mundo le molestaban más estos visitantes nuevos que los antiguos, porque los nuevos venían casi todas las madrugadas. En la cocina decían que esbirros y esbirros se parecen y a mí me tocaría esperar unos treinta años para esperar con miedo la llegada de otra policía secreta.

La única que levitaba contenta por ahí era el Hada. Del tiro se volvió locuaz, y eso se le quedó para toda la vida.

Una fiebre de actividad inmisericorde se había adueñado de ella, y aunque no se conocían todavía las palabras «emulación» y «vanguardia», ella como que las adivinó en el porvenir inmediato y empezó a aplicárselas a la cotidianidad.

Parece que ella y el barbudo Fidel también se veían fuera de casa, porque ella llegaba con la cara encendida por una sonrisa de piel adentro y los ojos en un misterio y estaba como ciega y sorda al descontento que rezumaban su familia y su casa.

A abuela Lala se le debilitaron los epicantos y los ojos de inglesa se le cayeron más de tanto llorar lo que le habían hecho a su hermano Bebo, que le quitaron su puesto de cónsul de Cuba y «hombre mejor vestido del año en Jamaica» y lo condenaron a no volver a la isla en un exilio perpetuo.

—¡Pero, Naty, por Dios, habla con ese hombre! ¡Tú sabes cuánto rebelde asiló Bebo en Jamaica y cuánta medicina mandó a la Sierra!

—¡Está bueno ya, mami! ¡Yo a Fidel nunca le he pedido ni le pediré nada!

—¡Pues él no tuvo reparo en vaciarte el joyero y el banco para que le compraras sus malditas armas del disparate ése del asalto al cuartel Moncada!

Una tarde le contó a su amiga Piedad:

—Ay Piedad. ¡Ese malnacido! Está lleno de basura. No le basta con Naty. Se ha acostado con muchas más de sociedad. ¡Desvergonzadas! Y cuando le dije el otro día que respetara a mi hija, ¿sabes lo que me contestó? Que no me preocupara, que con ésas se acostaba con las botas puestas. ¡Será cínico! Supongo que con el pantalón también, ¿no?

¡Ay Dios! ¡Ojalá no se haga daño en el gusanito con el zíper!, pensaba yo.

Yo quería consolarla, pero Lala Natica me miraba muy torcido, como si me estuviera poniendo feísima, no sabía yo por qué.

—Lala, ¿por qué estás triste? A tío Bebo no lo fusilaron por la televisión, como al tío de las hermanas Mora y...

Ahí sí se puso furiosa, y seguro fue cuando se le ocurrió lo de las inyecciones para cuando mis nalgas de duende se pusieran huesudas, como deben ser.

Yo estaba confundidísima. La gente lo mismo estaba contenta rompiendo cosas capitalistas en la calle que de pronto se ponía furibunda a gritar lo de «¡Paredón! ¡Paredón!», que era el muro grande de la muerte, pero en la casa todo el mundo estaba bravo o triste menos el Hada, elegante, iluminada y brillante. Era como un cuerno de la Fortuna.

—Oye, mami, ¿qué cosa es «los humildes»?

—Son los pobres. Los que se matan trabajando para vivir y viven muy mal.

—Pero tú trabajas en la Esotandaroil y tienes casa linda y carro nuevo. Esa revolución, ¿Fidel la hizo para ti también?

Y para ti también, mi amor.

—Tata sí es pobrecita. ¡Y Chucha! Entonces, ¿Fidel vino para que se volvieran ricas?

—Ricas, no. Pero sí para que tengan una vida mejor y más justa.

Yo salí impulsada para la cocina, donde habían apagado la radio porque también se le habían escapado las novelas.

—¡Tata! ¡Chucha! ¡El peludo les va a dar una casa grande a cada una! Ya verán. Él vino para que ustedes no fueran más pobres.

Las dos me miraron con paciencia infinita.

—¿Quién le mete esas cosas a la niña en la cabeza?

—Quién le mete esas cosas a la niña en la cabeza —le preguntaría Fidel al Hada días después, cuando yo le pidiera educadamente que pusiera a Tata y a Chucha de primeras en la lista de gente que iba a dejar de ser pobre sin ser rica.

Algunas noches ése, Fidel, venía a jugar nada más. Me sacaban de la cuna y el desvelo me aliviaba la tortura de la tos.

Cuando jugábamos en el suelo y la nube del tabaco se iba diluyendo allá arriba, él olía bien, a limpio y hombre, y no se echaba esencias. Era bueno aquello.

Cuando no venía me mandaba a buscar con Tita Tetas, una chinita preciosa amiga del Hada que trabajaba en el INRA, Instituto de la Reforma Agraria, creo. Si no venía Tita, venía Llanes, que era el jefe de la Escolta del Comandante.

Pero a mí me gustaba más Tita Tetas, porque tenía ese par de melones frescos escondidos debajo del vestido y me llevaba en un carro rojo Buick al INRA ése y me encaramaba en los melones para que le apretara el botón del 7. Frente a la puerta había un soldado sin sonrisa, y no podía llevar mi gorra de la Legión porque me la escondieron.

Allí estaba el Che fruncido de cerca, con una frente de moñito llena de lomas y un chiflido que le salía del pecho.

—Mirá, yo tengo una niñita como vos. —Y me enseñó un retrato con una chinita. Le decía Hildita. La mamá que estaba al lado parecía una rana grande.

Fidel le decía a Tita:

—Ven a recoger a la Chichi dentro de una hora.

No me hablaban mucho. El Che parece que era médico, porque estaba preocupado por algo de dorarle la píldora a los campesinos que si no, no se iban a tragar la cooperativa.

—Mirá lo que pasó en la Unión Soviética...

Y así seguían.

Una hora es mucho tiempo, pero menos del que pasamos la única vez que Fidel me sacó al aire libre y me montó en un tractor y luego en un caballito.

Por allí andaba mucha gente barriendo el piso de la Quinta de los Molinos.1

—¿Por qué están todos ellos barriendo a la vez?

—Están haciendo trabajo voluntario.

—¿Y eso qué es?

—Trabajo que la gente hace sin que le paguen. Que hacen porque quieren.

—¿Tú también vas a barrer el patio?

Pero él lo que hacía era barrerse gente de arriba.

—¿Quién es esta niña tan linda, Comandante?

—Ésta es una parienta... Mira, por ahí viene Tita a buscarte...

A mí Fidel me gustaba cantidad, pero los humildes eran de lo más molestos. Si no venía, no lo extrañaba, la verdad, porque siempre estaba en la televisión hablando sin parar delante de un montón de gente humilde.

Él les decía mucho que la Revolución se había hecho por ellos, y como le gritaban «¡Viva! ¡Viva!», pues seguía habla que te habla sin poder parar. Así que se me empezaron a confundir las verdades con la pantalla.

Una vez le pregunté:

—Oye, Fidel, ¿por qué hablas tú tanto?

—Para que se estén sin gritarme y aplaudirme un rato.

En casa, la mesa de comer no sirvió nunca más para nada. Ni en el resto de la isla, creo. Todo el mundo estaba ocupadísimo. Si no era en la plaza de la Revolución gritándole «¡Viva! ¡Viva!» a Fidel horas de horas, era en el trabajo voluntario o en lo de más allá. No había tiempo para hábitos burgueses. Hábitos burgueses era todo lo que yo tenía por sabroso y bueno.

Así que perdí mi precedencia en la mesa, donde reinaba en mi silla alta para duendes. Y nada siguió su curso regular excepto la aparición de Lala Natica en el almuerzo, al que asistía más seca que un higo, sin despegar los labios, que se le habían puesto como una rayita, nada más que para decir:

—No me molesten que voy a dormir la siesta.

Cuando aquello, no se había vuelto malvado todavía, inyectándome vitaminas.

Eso fue después, cuando a los demás niños y a mí nos sacaron los fideos de estrellas y letricas de la sopa y sin eso ya no había quien se tragara el invento mórbido.

Hice mi primera mudanza, muy personal, cuando empecé a vivir entre el patio trasero y la cocina, porque en el resto de la casona se desarticuló la vida.

En la cocina había un calorcito rico atemperado por el olor de Chucha.

Hasta le perdí el miedo a los galgos, y me ponía con Tata a meter las manos en el lavadero del patio para dejar la ropa limpia. Tocábamos a cuatro manos la música recurrente del agua y no hacía falta hablar.

Cuando el sol estaba a punto de caerse del cielo, corría para la puerta de la cálle a ver si Papi Orlando regresaba, pero nunca más vino, y lloré un poco por eso, pero tampoco mucho.

El aire se puso muy difícil de respirar en la casona y de pronto ocurrió: el Hada se volvió «proletaria».

La palabrita empezaba a oírse en todas partes, sobre todo cuando la gente empezó a celebrar el final de los discursos en la plaza agarrándose las manos para cantar La Internacional. Se movían de un lado al otro como un maratón de borrachos, igual que abuelo Manolo cuando llegaba mojado de mojitos, antes de que un ataque fulminante al corazón se lo llevara.

El Hada decidió una mañana que no iba a usar más sus sayas de pérgola ni sus perlas, se enganchó un traje azul y verde de miliciana, una gorra como la del gallego bodeguero, decidió que no era buena la casa aquélla y se la regaló a Revolución con todo lo que había dentro.

Yo pensé que Fidel nos había dado por fin un castillo más grande para vivir, pero de eso nada: con lo que llevábamos encima y una rimera de cacharros de cocina para seguir la vida, nos mudamos a un apartamento de Miramar, Avenida Primera con calle 16. Frente por frente al mar.

Las protestas de Lala Natica por semejante estupidez siguen resonando como un eco en la atmósfera que rodea a esta familia de matriarcas.

La pobre pudo rescatar las lámparas con sus miles de lágrimas de cristal, pero no se podían colgar en el techo del lugar nuevo por culpa del puntal.

Creo que me sentí muy sola, porque a los tres años seguía abusando de mis chupetes.

Empecé a amanecer con los ojos más pegados que las valvas de una ostra, tenía retortijones secos de la barriga y tosía como una endemoniada.

La mar me servía de consuelo, junto con mi primera amiguita, que vivía en el edificio de al lado y no me quería tanto como yo a ella. Tenía delirio por dormir en su casa porque allí la madre nos hacía cuentos en la cama. Había huevitos frescos, porque tenían parientes con una granja, y ella tenía un hermano más pesado que Natalie, que estaba insoportable. Ya ni dormir con ella se podía. Gritaba «¡Papi! ¡Papi!», llorando y ni se despertaba...

No sé si Revolución Castro, Guevara, Pérez o como se llamara tuvo que ver con esto, pero desde que llegó muchas cosas empezaron a andar solas, como si fueran conejos saliendo de mágicos sombreros y no lo de siempre:

—¡Se fue la luz!

—¡Se está yendo el agua!

—¡Llegó la Libreta de Abastecimiento!2

Igual se decía de la gente: «Fulanito se fue», o «A Mengano le llegó la salida».

La carne, los huevos, el azúcar y la mantequilla también se fueron o les llegó la salida, y había que ir con la Libreta a la bodega o no te daban «lo que toca». Que no era mucho, parece, porque aunque Tata se pasaba horas haciendo cola, la comida se volvió de un solo color y durante semanas tenía que comer una cosa verde que se llamaba puré de espinacas sin leche, y cuando las espinacas también se fueron, la comida se volvió carmelita y se llamaba «lentejas sin sal». Eso, ni Popeye se lo comía, así que yo tampoco.

La gente humilde se las arreglaba mejor que nosotros porque andaba con una maleta misteriosa llamada «la Bolsa Negra», donde había de todo: compotas, chocolate y hasta parece que los Reyes Magos tenían cosas escondidas ahí.

La única que no andaba en esa bolsa era el Hada, porque no era de revolucionarios, decía.

—Mira, hija, te traje unas galleticas que me dieron de merienda en el trabajo voluntario del INRA.

—¿Me las puedo comer con mantequilla?

—Pregúntale a Tata, pero creo que este mes no vino la mantequilla.

Así que ya no se podía decir «vamos a comprar esto o lo otro», porque las cosas andaban solas, «no han llegado» o «hace meses que no vienen». Y nadie ha podido decir hasta el día de hoy: «Vamos a comprar huevos para comer tortilla hoy», porque los huevos llegaban solos una vez al mes y a veces no llegaban. Igual los tomates y las papas.

Tampoco se ha vuelto a decir: «Vamos a la farmacia a comprar alcohol», porque ése sí que no ha vuelto desde que se fue cuando yo era una enana y un duende estudiando para elfo. Y del algodón de las compresas menstruales... Pero ¿de qué estoy hablando?

Malo fue cuando la comida se puso amarilla y se llamó harina, pero lo peor fue el gofio:

—Eso —dijo Tata— es comida de puercos.

Pero para el Hada el gofio y la harina eran lo mismo que comer ambrosía.

Fue así como los oficios de Chucha perdieron su razón de ser y con ellos la perdí a ella y a su mundo trastocado entre dioses de negritud emparentados con reinas vírgenes cristianas y niños malvados que eran hijos del mal y el bien.

Se le había terminado la pólvora de la risa y, para oírla, teníamos Tata y yo que atravesar el calvario de las guaguas escasas y repletas de los domingos para llegar a un cuartico en La Habana Vieja, donde vivían ella y su madre cieguita y arrugada como una pasita.

Volvió muy poco de visita y siempre a lo de escupir aguardiente en los rincones y echar humo con el tabaco al revés dando gajazos en el aire con un puñado de matojos. A eso le decía «despojo».

—Pa que se vayan los muerto oscuro de esta casa.

Le pedía que se quedara porque sin ella no había alegría en la mesa. Pero estaba negada.

—Yo no soy Nitza Villapol, esa blanca descarada que se sigue parando en la televisión como antes, pero con recetas de harina o lenteja hervida cada semana. ¡Mira que decirle «polenta italiana» a la harina hervida sin sal ni ajo! Yo no sé cocinar sin comida, m’hijita. Y menos pa gente que se ha olvidado de gozar la vida. A lo mejor la señora Natica me extrañe, pero la señora Naty se olvidó de comer hace tiempo.

Aquello no era mucha verdad, porque el fin de semana el Hada devoraba la harina hervida, con huevo o sin huevo arriba, y Lala Natica todos los días. Comer lentejas sin sal, presentadas por la sirvienta de turno en bandejas de plata y platos de porcelana pintados a mano, con mi abuela enseñándome a servirme a la rusa o a la francesa, era algo que no veía en ninguna parte, y primero muerta que invitar a mis amiguitos a la casa.

No me podía comer aquella caca insípida, pero no importaba mucho, porque los duendes nunca tenemos hambre.

La culpa de mi desnutrición era del peludo desalmado. Tata y Lala presionaron al Hada. Pero fue Fidel el que empezó con el asunto:

—¿Qué le pasará a esta niña? ¡Hay que verle el color! Parece una espina. Voy a llamar a Vallejo para que la vea.

—No creo que el doctor Vallejo haga falta.

Vallejo era el druida personal de él.

—Algo tiene que tener. Tiene que estar enferma.

—No creo que esté enferma.

—¿Ah, no? Entonces acaba de decirme, ¡por el amor de Dios!

—Lo que pasa es que no come.

—¿Que no come? ¿Y por qué diablos no come?

—Porque... Es decir. Yo...

—¡Porque no hay comida! —terció Tata como una furia sin permitirle al Hada ni un segundo más de posición bizantina en la discusión—. ¡Yo no sé en qué mundo vive usted pero hay que estar ciego y sordo para no saber que medio pueblo está pasando hambre!

Entre el Hada y Tata lo exasperaban a muchísima adrenalina, y eso era malo para él, que ya tenía bastante con diez millones de personas que le gritaban y lo aplaudían todo el tiempo. Para mí que ahí decidió no seguir molestándose con cosas así.

—¿Cómo que no hay comida en esta casa?

Y el Hada, avergonzadísima:

—Bueno, lo único que han dado este mes por la Libreta son lentejas. Ni leche ni...

Al otro día un soldadito contento trajo una cantina de leche de la granjita del Comandante.

Así las cosas, tuve mi primera tragedia trascendental: me mandaron a una maldita escuela y no hice más que orinarme y vomitarme encima todo el año. Margot Parraga se llamaba, y tenía que ponerme un uniforme blanco lleno de nudos y lazos enredados y un par de zapatos de dos tonos que me hacían llorar de rabia.

La vida social no me sentaba. Me puse autodestructiva y por la presión de la vergüenza ajena boté el tete una mañana por la ventana del baño.

—¡No más tete! —declaré.

Y abandoné en un gesto de cataclismo la mejor satisfacción oral de mi infancia.

Mi tierna y recién estrenada voluntad soportó apenas las ocho horas de tortura educativa, de manera que descendí del cacharro escolar mojada, apestosa y en desesperación total, para reconocer como un sabueso el césped bajo la ventana de mi desgracia.

No tete.

El Hada dijo:

—Tú decidiste botarlo. Cuando uno decide algo, tiene que mantener su decisión por encima de todo.

Para mi Hada la ideología era capricho.

Decidí ser indecisa el resto de mi vida y, además, me volví maniática.

Martin Fox era un hombre muy rico y para nada humilde, dueño de los cuatro edificios frente a la playita donde yo vivía. Era bueno porque hizo para nosotros los niños una piscina natural en la roca y nos puso columpios. Tenía un león y un mono que estaba amarrado al muro de su casa.

Ese año hubo Reyes Magos buenísimos. Aunque habían cambiado el pinito por una palma de mentira, parece que ellos no se desorientan nunca y abajo de la palma había montón de cosas lindas para Natalie y para mí.

Así que todo no estaba tan mal cuando una noche me sacaron del sueño unos tiros y tremenda gritería: «¡Asesino! ¡Asesino!»

Y a la noche siguiente Fidel no vino a jugar conmigo sino a gritarle al Hada, ahogado en furia:

—¡Llanes trató de hacerme un atentado y tú todavía le abres la puerta y lo dejas entrar en esta casa!

—¡Pero si no le he abierto la puerta a nadie!

—¡No me digas! Se escapó del vivac y vino directamente para acá! ¡Lo que has hecho no tiene perdón!

El Hada tuvo que defenderse:

—¡De ninguna manera! Me desperté con unos tiros y un escándalo al lado. Por lo que estás contando, me doy cuenta de que pudo ser él. Ahora te digo otra cosa: si Llanes viene y toca, como ha hecho mil veces, claro que le abro la puerta. Es la costumbre que tú mismo impones, y si viene y toca, no voy a pensar que está fugado.

—Es imperdonable que le abras la puerta a nadie que me quiso matar, esté libre o no esté.

Llanes era su jefe de Escolta y su mano derecha. De la noche a la mañana lo acusaron de querer matar al Comandante.

El hombre estaba más puntiagudo que nunca y rojo y tremendo, se fue con la misma rabia que había traído y desapareció por mucho, mucho tiempo.

El Hada estaba desesperada.

—¡Ay Dios mío! —dijo abriendo los brazos, y fue la última vez que la oí hablar con Dios.

Pero Dios no le contestó. Para mí que se había ido del país con los curitas que el mismo Fidel botó de Cuba en un barco. Lala Natica se quejaba de que le costaba trabajo rezar en casa: le habían cerrado todas las iglesias, desde que la gente humilde rayó las puertas con palabras malísimas y dibujos feos de un par de bolitas con un bate cabezón en el medio, y otra cosa que parecía un mamey hendido.

La verdad es que el Comandante se lo llevó todo: con él se fue Llanes, que era gentil y me traía lo que yo quería, se fue el soldadito con la cantina de leche, y hasta mi hermana Natalie se fue.

Una mañana no amaneció en la cama.

—¿Dónde está mi hermana?

—Orlando la vino a buscar de madrugada. No quisieron despertarte.

—¿Y Papi no me dio un beso? Pero ¿adónde fueron?

—Se fueron del país...

¡Ay madre mía! ¡Casi me mata la impresión! Fidel no hacía más que repetirlo por radio y televisión: «Todos los que se van del país son gusanos.» Todos, todos los que se iban se convertían en gusanos en el avión. Estaba segurísima, aunque fueran niños o viejitos. ¡Mi papi Doctor y Natalie convirtiéndose en una cosa tan repugnante!

Tata tuvo que darme una fricción para sacarme el ataque de espanto y cortarme el llanto. Y fue Tata la que me explicó:

—Ésa es otra mentira, hijita. Como la de la buena vida para los pobres...

¡Qué salación! Cuando Fidel se fue, quedó un reguerito como de maldad por la casa. El Hada se enfermó de hepatitis y me miraba desde unos ojos amarillos y verde olivo y pensé que se me moría. Lala Natica se convirtió en Abuela Pesadilla. Andaba persiguiéndome hasta en sueños con un rimero de agujas melladas. Ponía a hervir un cacharro tenebroso donde higienizaba los instrumentos de mi tortura. Y, jeringuilla en ristre, me apalancaba en sus rodillas y me clavaba un pomo de vitamina B12.

También perdieron el camino los Reyes Magos. Se convirtieron en «un juguete básico» y «dos juguetes no básicos», que se exhibían en las vidrieras despobladas de las ferreterías, entre martillos, alambres y flotantes de inodoro.

Eran para los menores de once años y venían en unos cupones de la Libreta de Abastecimiento Industrial. El básico estaba bien. Podía ser una muñeca, unos patines o una bicicleta china, pero como se acababan enseguida, había que sacarlos de la Bolsa Negra, y el Hada de eso nada. Los no básicos eran siempre muñequitos plásticos: niña rosada, niño azul. Nadie los quería. Para algunos niños sí que siguieron viniendo los Reyes, pero sus papás tenían que ser amigos de Fidel o trabajar con él. Les decían los «dirigentes», y todos eran ministros. Tata decía que eran los «burgueses nuevos». Los burgueses nuevos hablaban y se vestían feo, y sus esposas andaban con rulos en la cabeza y los dedos de los pies con las uñas pintadas al aire, en sus chancletas.

Tita Tetas vino a despedirse un buen día y también se convirtió en gusana, así que no me quedaba nadie que me llevara a ver a Fidel al INRA. Necesitaba verlo urgente para convencerlo de que volviera a la casa, que desde que se había ido todo andaba mal.

De la televisión sí que no salía, así que le robé a Chucha el aguardiante de los despojos.

—Con permiso de tos mis muertos, Serafina Martín, Cundo Canán, Lisardo Aguado, Elegguá Laroye, aguro tente onu, ibbá ebbá ien tonú, aguapiticó, ti akó chairó...

Me sabía su cantilena de memoria. Agarré un buche y se lo escupí encima al televisor.

Dio resultado. Cuando Fidel viró, lo arregló todo en grande y nos volvimos a mudar para una casa de verdad.

La casa nueva estaba en Miramar. Tenía un murito rosado que cuidaba el jardín de alante con su palma africana erizada de espinas desde el tronco hasta las pencas, y unas matas que parían flores olorosas y tiernas donde vivían los gusanos más lindos del mundo, con rayas amarillas y negras y la cabeza roja.

La casa tenía dos plantas y lo único que no me gustaba era el piso de cuadros beige y negros. La cosa se puso peor cuando aprendí a contar, y me arreciaron las manías: si no caminaba en ocho pasos los veinticuatro cuadros, ni que Dios lo quiera, váyase a ver qué desgracia; a lo mejor mi mami se me moría. Y si no camino cuatro veces por cuarenta cuadrados... ¿se me muere mi Tata?

Yo tenía cuarto grande y baño para mí.

La alegría me puso eléctrica, porque desde que entré al baño aquél el agua empezó a coger corriente y me tenía que lavar las manos dando brinquitos. Bañarme allí era un gusto, porque mis toallitas empezaron a cambiar de colores solitas cuando las enjabonaba y me las pasaba por el cuerpo: verde, violeta o azul, y las tenía que dejar bien empapadas para que se pusieran blancas otra vez; pero eso nada más que lo vio Tata y me hizo jurar que no se lo iba a contar a nadie porque decía que la magia era cosa de negros.

Aunque la magia verdadera estaba en el jardín. Un jardín enorme donde cualquier duende podía inventarse un bosque con su gente encantada, sus elfos, sus gnomos y sus troles y una corte de hadas, entre flamboyanes, jacarandás y platanares, crotos y malangas de agua gigantes que le endulzaron a mi abuela jardinera la amargura, porque hasta volvió a ponerse su vestido de seda cruda para embrujar a la tierra toda. Menos de un año le bastó para convertirlo en fronda encantada.

Lo de ser menos proletaria le hizo bien al Hada, que lo había pasado bastante mal porque se rumoreaba que el Comandante había alzado la bota de la casa en exit repentino y negativo, y la pobrecita no encontraba ni quién le diera trabajo, como si fuera una intocable hindú o «una vaca sagrada», decía ella, que también son hindúes, creo.

La casa quedaba en una «zona congelada», que así se llaman los barrios de la isla donde vive la gente bien. A la dueña de la zona le decían la China. Era mala. Sacaba de las casas buenas a los pocos dueños que no se habían ido del país, las vaciaba de sus cosas y se las daba a los dirigentes. Decían que Fidel le había dado el puesto.

La de nosotros estaba en la calle 22, número 3704 entre 37 y 41, y el teléfono era 2 5906. Tenía cocina, lavadero, despensa, dos garajes con cuarto de chofer y uno de criado por donde pasó una colección de mujeres variopintas, compañeras empleadas, con la misión de ayudar a Tata para atender aquella enormidad incómoda.

Enfrente estaba el Parque de los Ahorcados, lleno de árboles muy abuelos con largas barbas aéreas, jorobados, torcidos y nudosos por la artritis de ellos.

Allí aparecían colgados los Ajusticiados, me dijeron. Pero después que yo llegué, los colgados se empezaron a llamar suicidas.

Cumplí mis cuatro años bien, y como habían abierto la primera escuela pública en ese trozo de Miramar, allí me pusieron «para que seas pionera», dijo el Hada, que seguía siendo muy proletaria si no tan humilde.

Ahí empezó a teñírseme de tragedia la humillante sensación de ser distinta de las demás gentes. Porque mis compañeritos de clase eran los que vivían en el solar que estaba recostado al muro de atrás del jardín, o en casitas que parecían de muñeca y que estaban en la frontera con el otro barrio de Marianao, que ya no estaba congelado.

Así que le rogué al Hada que, por favor, no me llevara más en el Mercedes Benz a la escuela, que allí nadie llegaba en carro, menos otra «mona» que se llamaba Ivette, y otro más al que le decían mono, igual, y se llamaba Masetti, y seguro a mí me decían mona también. Y que las mamás de los demás eran lavanderas o amas de su casa, que sabe Dios lo que era eso, pero ninguna tenía aretes, ni relojes de oro ni la nariz como la de ella, por no hablar de ojos verdes ni...

Empezó a llevarme Tata a la escuela, y fue peor. Se negó a dejar de usar su uniforme almidonado de hilo blanco lleno de alforzas.

—¡Yo no tengo mucha más ropa que ésta, niña! —decía.

Era verdad, porque le registré el escaparate.

—Mami, por favor, ¡dale a Tata ropita nueva, anda!

—Mira, Alina. ¿Ves esto que tengo puesto? Fue una saya, hace diez años. Juana la descosió y la convirtió en vestido. A mí no me queda mucha ropa tampoco.

¡Verdad! Es que ella, aunque anduviera sin medias y zurcida parecía una reina.

Lo peor es que a mí sí que me quedaban bien las batas de olán de hilo y organza que habían sido de mi hermanita gusana, y que Tata almidonaba con premeditación y planchaba con alevosía, hasta convertirlas en un montón de merengue volátil, así que para colmo llegaba a todos los actos de la escuela o a los cumpleaños en el solar ataviada de otra época.

Y si la fiesta era de disfraces, no me quiero ni acordar. Había heredado un traje diseñado por el mejor vestuarista de teatro de la isla, especialmente confeccionado para mi hermana en otros tiempos, de raso verde con paillé de lentejuelas negras, zapatillas de baile y un tocado de cabeza con antenas que se ajustaba al cráneo: era un traje de grillo. Así que cuando no era distinta, estaba haciendo el ridiculo.

Y lo de ser distinta, para mi humillación, no se arregló cuando empezaron a decirme la Zurda. Escribía las letras y los números al revés, y la compañera educadora no podía leer las libretas si no las ponía delante de un espejo.

Eso me lo quitaron, pero lo de zurda ni hablar.

Cuando Fidel volvió, volvieron también los Reyes Magos, que eran mentira, y regresó la comida, que era muy cierta. Aunque él no venía casi todas las noches, como antes de acusar al Hada por gusto, uno podía sentirlo como un manto tibio dándole calorcito a la casa.

Hasta abuela Lala extravió la jeringuilla.

El soldadito regresó con la cantina, y traía además mantequilla rancia, una caja de yogur de coco abominable, carne, maíz y malanga «de la granjita del Comandante» que sacaba tiempo entre aplauso y aplauso para sembrar sus cositas.

Hasta turrones para Navidad trajo el soldadito, por orden del nuevo jefe de Escolta, José Abrantes, que se llamó enseguida tío Pepe y era un trigueño amoroso, que gustaba de hacerme resbalar por sus rodillas.

Pero ya se me había pasado la curiosidad gastronómica del estómago, como les pasa a todos los duendes que estudian para elfos.

Lo de los Reyes regalones y lo de la abundancia de comida trajo lío, porque no podía invitar amiguitos de la escuela a mi casa. Aunque sus padres supieran dónde estaba escondida la Bolsa Negra, ahí el turrón, la mantequilla y el yogur no habían llegado todavía, y en casa me dictaron una ley de Omertà3 para esas y muchas otras cosas. No podía mencionar que tenía tocadiscos para que no me lo pidieran todo el tiempo en la escuela, ni usar la bicicleta china nueva de los Reyes Magos de tío Pepe Abrantes, que se quedó escondida en el garaje.

La verdad es que en casa no estaba cómoda y me gustaba emigrar a la de Ivette, que tenía una madre tan bella como el Hada pero que era ama de su casa y siempre estaba ahí.

Allí mudé mis cuarteles y tenía fines de semana en familia, con padre, madre, abuelos, perra y hasta hermana mayor. Íbamos a Santa María del Mar, esa playa bendecida a menos de veinte minutos de La Habana. Nos poníamos la trusa en casa del padrino de Ivette, y al agua, hasta que salíamos arrugadas.

Allí iba Fidel a bañarse algunos domingos, y esa parte de la playa también estaba congelada, aunque suene raro.

Se veía cuando llegaba porque unos esbirros malencarados registraban todas las casas de los alrededores y un ratico después venía a buscarme uno de ellos y me llevaba a la casa de él, que, por así decir, estaba vacía: no había otros niños. Ni retratos en las paredes. Nada más que tipos duros. Hasta me daba pena y empezaba a darle cariño al Comandante, que lo absorbía un ratico hasta que me mandaba de vuelta.

A la mamá de Ivette se le desbordaba el alivio cada vez que regresaba.

—¡Menos mal que no ha pasado nada! —exclamaba soltando aire. Tenía miedo de que cuando yo estaba con él le hicieran un atentado.

Fue entonces cuando vino lo de la Bomba Atómica y Fidel andaba ocupadísimo entre Nikita Kruschov, un viejito como una foca blanca empeñado en besarlo en la boca todo el tiempo, y Kennedy Ojos de Sapo Monroe, el dueño del Imperialismo.

Se formó el alboroto de siempre, pero en vez de «¡Viva! ¡Viva!» o «¡Paredón! ¡Paredón!», la gente empezó con lo de «¡Abajo el Imperialismo!».

El alboroto se llamó la Crisis de Octubre, y parece que el de los ojos de sapo estaba obsesionado con bombardear la isla. El Hada habilitó uno de los garajes como refugio, porque, decía, «en cualquier momento pueden atacar». Era excitante.

Lo más divertido fue que a la gente humilde la vistieron de uniforme y la pusieron a marchar con un fusil de palo en la mano y a cantar himnos y a hacer guardias nocturnas. A los que tenían armas de verdad, se las quitó la policía.

La gente esperaba que le cayera la bomba aquella con ansias locas:

¡Que vengan! ¡Que vengan! ¡Que nadie los detenga!

¡Fidel, Fidel,

qué tiene Fidel

que los americanos

no pueden con él!

Pero a mí me parecía que él estaba triste. No sé. No iba a mi casa ni a la playa y de pronto apareció en la televisión disfrazado con un gorro peludo y espantándose los besos de la foca Nikita.

Estaba en la Unión Soviética, con gente rarísima: hablaban en jerigonza y a los hombres les gustaba el besuqueo.

Fue a partir de ahí cuando empezaron a aparecer los rusos en La Habana. Eran muy rubios, tenían dientes de oro, y olían tan mal que no se puede contar. Miraban a la gente cubana como si fueran transparencias. Metieron en la Bolsa Negra latas de carne rusa y botellas de vodka, y de ahí mismo, de la bolsa, sacaban el oro de ponerse en la dentadura. Por lo menos trajeron unos muñequitos nuevos, con la abuela Baba Yaga y el Viejo Jotavich, que se arrancaba un pelo de la barba y... hacía un milagro. Les gustaba andar en manadas para ir y venir de sus clubes, y los rusitos no iban con nosotros a la escuela pública.

El milagro fue que Fidel llegó a casa de día, como si ya no tuviera que esconderse para hacer la visita.

Venía derechito del aeropuerto, dijo. Y dijo:

—Le he traído a la niña dos maletas llenas de cosas.

También traía las uñas sucísimas, así que aproveché y se las limpié, y le abroché la camisa. Pero las maletas de cosas no llegaron a casa. A Fidel no le gusta pedir perdón, así que le echó la culpa a Celia Sánchez, su jefa de despacho y brujera personal, que ya era culpable de otras cosas feas, como la tarde en que el Hada me llevó al búnker de la calle 11 a ver a Fidel, que estaba enfermo y Celia dio orden de que no nos dejaran pasar, y nos tuvimos que quedar paradas en la calle y fue una humillación.

—Es que Celia se confundió y repartió tus cositas entre los hijos de los escoltas. Esto es lo único que pude recuperar.

Y me dio un bebé, dos bloomers, y un par de zapatos checos, de dos colores... pero también me regaló un oso. Se llamaba Baikal y abuela Lala no quiso que viviera en el jardín, así que tenía que ir a visitarlo al Laguito, otra zona congelada. Ningún niño creyó nunca que yo tenía un oso de verdad.

Poco más atrás que los de los dientes de oro, llegó otra plaga a La Habana, pero ésas, muchas, no tenían dientes.

Eran las Makarenko y las Ana Betancourt.4

Eran muchachas del campo y con ellas llenaron todas las casas que se habían quedado vacías en los mejores barrios.

Les dieron un uniforme carmelita y zapatones escolares negros como los de nosotros los niños, que eran durísimos, y que muchas de ellas dejaban en las esquinas, optando por seguir su vida descalzas como hasta entonces.

Las tenían siempre marchando en pelotones y cantando sus lemas de Patria o Muerte o Fidel esto y lo otro.

Las casas se empezaron a llamar «albergues», y de albergues cogieron también el edificio Foxa y el Hotel Nacional, que era majestuoso.

Así fue como cambiaron el paisaje, los olores y los ruidos de la ciudad.

Los inodoros rotos empezaron a adornar los jardines de la Quinta Avenida y de todo Miramar, junto con los bidets que ellas arrancaron porque no sabían para qué servían, y molestaban en los baños, que eran para lavar la ropa en las bañaderas.

También a los jardines delanteros fueron a parar las máquinas de lavar, y las cocinas eléctricas y freezers, que se abrían como plantas carnívoras, con sus bocas herrumbrosas de salitre. El jardín de atrás tenía otros destinos: cocinar con leña y poner una casita estrecha de madera que eran las letrinas. «Los sitios para hacer pipí y caca que usan los campesinos, porque ellos no tienen electricidad ni agua corriente», aclaraba el Hada.

La verdad es que para entonces nadie tenía mucho de eso: el agua y la luz se iban a cada rato y volvían cuando les daba la gana, pero el Hada estaba encantada:

—Están aquí para recibir educación. Los campesinos han estado oprimidos cientos de años.

—¡Ah!

Yo estaba conmovida. Conmovida y asqueada. Pasear por los jardines del Hotel Nacional era peligroso porque tiraban cosas por las ventanas, hasta unos pedazos de trapo llenos de sangre que pusieron a Tata enfurecida.

Fue Fidel el que dio la mejor explicación, una noche que le pregunté por qué dejaba poner tan fea La Habana.

—Cuando vuelvan a los campos, van a ser las mejores defensoras de la Revolución.

Lo malo es que muchas no viraron y se quedaron de maestras.

Parece que a la Revolución le hacían falta todavía más defensores en los campos, porque siguieron trayendo gente a La Habana. No quedaba dónde meterlos y le pidieron a la población que brindara las casas. El que nos tocó a nosotros tenía un par de orejas traslúcidas y los ojos más tristes que yo había visto. Tenía catorce años.

Me contó que venía de unas montañas llamadas Sierra del Escambray en la provincia de las Villas, que era el mayor de cinco hermanos y que su padre había sido un «alzado», uno de esos campesinos que se pusieron contra Fidel desde el principio. Primero no le creí, porque en Cuba nada más que hay una sierra importante, que es la Sierra Maestra, y contra Fidel no se había alzado nadie nunca, al contrario.

Pero me describió las cuevas donde se escondían los alzados y él llevándoles la comida escondida debajo de la camisa y del sombrero. Me contó cómo habían matado a su tío cuando lo cogieron, y a él y a su familia los iban a mandar a un lugar de reubicación, donde los metían en pueblos prisiones. Y que a él le perdieron los papeles y lo llevaron con un matrimonio que juraron que eran sus padres, lo salvaron de ir preso y lo mandaron con el plan de educación a La Habana.

Me pidió que lo ayudara con Fidel, por favor, que él tenía que sacar a su madre y sus hermanas de esos pueblos prisiones, donde les pegaban. Él mismo vio cómo los soldados le partían la boca a su hermanita Evangelina cuando se la llevaban presa.

Así que le pedí a Fidel que sacara a la familia de ese lugar prisión y no sé lo que pasó, porque Panchito no amaneció en casa.

Pero eso no fue lo único que le pedí a Fidel por esos días.

La gente tenía muchos problemas y buen olfato para encontrar a Fidel. Lo velaban en los bajos del Hotel Hilton porque sabían que le gustaba el piso veinticuatro, pero él se les escapaba por el parqueo subterráneo. Lo velaban en la calle 11, pero una escolta armada cerraba las cuatro esquinas. No demoraron en velarlo delante de mi casa en las madrugadas, y allí estaban a la mañana siguiente de las visitas.

Esperaban que yo saliera a jugar al jardín y se me iban acercando por turnos desde una cola disciplinada.

—Niña, por favor, dale esta carta a Fidel.

—Y ésta.

—Y ésta.

Le entregué un par de remesas que él se embolsilló. Empezó a dejarlas en la mesa al lado del butacón reclinable que se había hecho poner en el salón del cuarto del Hada, y ella fue la que me dijo que me dejara de pesadeces, que el hombre no podía resolverlo todo con lo ocupado que estaba.

Ya lo sabía yo que estaba ocupado y que tenía ocupado a todo el mundo en la emulación socialista, los trabajos voluntarios y las concentraciones en la Plaza, pero empezó a parecerme que Fidel era malo. El corazón se me encogía de pena por aquella gente, y aunque les seguía vendiendo limonada, que me hacían falta mis centavitos para la merienda y ellos siempre tenían sed después de estar parados ahí tanto rato, empecé a esconder sus miserias por mi cuarto, debajo del colchón, entre las sábanas recién lavadas y en todas las zonas oscuras y olvidadas de los escaparates.

Eran cartas que hablaban de padres, hijos y hermanos fusilados por Raúl o el Che. De gente desposeída de todo lo que tuvo: una farmacia, una ferretería, un par de casas. De esposas que no conseguían la salida del país para ir a reunirse con sus esposos en el exilio, y de hijos, madres y padres, que en el exilio esperaban la llegada de los suyos, enfermos en la isla. Un rosario de tragedias.

Cuando Tata me despedía del día y el Hada se rendía a su cansancio continuo, extirpaba aquellos suspiros póstumos de esperanza y leía hasta caer rendida por el peso de la tristeza ajena.

Eso fue lo que leí desde que me enseñaron a leer, mezclado con las Memorias del conde de Romanones, dos o tres libros viejos que dejó mi hermana, y el periódico semanal Pionero, que era una birria. Y he seguido leyendo como una azogada el resto de mi vida, buscando a ver si encuentro alguna cosa buena que haga bien. Pero nada.

Celia Sánchez Manduley, la Venenosa, ejercía sobre el Hada una fascinación irreverente. Conocida por ser la jefa de despacho del Comandante, por haber luchado «junto a Fidel en la Sierra», y menos conocida como su brujera oficial, encargada tanto de sus prendas íntimas como de las ocultas, aquella bruja tenía su estilo.

Apretaba las greñas prietas en una cola de caballo, a un lado de su cabeza puntiaguda. Unas pulgadas de sayuela de encaje le resbalaban siempre por debajo de los vestidos, y remataba las canillas con un par de escarpines metidos en tacones de aguja. Su sentido estético se hacía evidente en algunas instancias públicas, como la policía femenina de transporte, apodada las Cotorritas gracias a un uniforme ecléctico donde se mezclaban todos los colores estridentes de su mal gusto.

Mucha gente le debía ascensos meteóricos o caídas sísmicas. Centrifugaba a cualquiera que le robara un trozo del Comandante. El Hada y yo éramos un par inconveniente. Por eso no me extrañó, cuando nos llegó el ukase de partir para París, que el Hada comentara:

—Esto es cosa de Celia.

Se sintió condenada sin apelación.

De modo que Fidel le explicó su misión, le entregó generoso quinientos dólares para ropa y otros gastos indispensables de instalación, me dio un beso, se despidió y se esfumó en la noche, dejándola sentada con una expresión de sorpresa inolvidable que no era para menos, porque bajo la fachada de primer secretario de la embajada de Cuba, tenía que hacer una investigación exhaustiva de todos los secretos de la industria química francesa. Ella sabía de química tanto como yo de trigonometría. Pero para el Hada vivir es cuestión de ideología.

—Mami, ¿los franceses hablan como nosotros? —pregunté.

—Pues no. Es otro idioma —respondió, y le salió un ruido de la garganta que sonaba a bronquitis.

La educadora Lilia me dio clases particulares para acelerarme el tercer grado y abuela Lala me llevó a Juana la modista.

Fue agotador.

—¡Así no, chica! ¿No ves que se arruga y no cae como es debido?

La pobre Juana la miraba sobrecogida y movía la cabeza con la bemba llena de alfileres, que mi abuela disponía en los dobladillos y las pinzas como un general de brigada dispone a sus hombres.

El Hada y yo nos despedimos de unas hermanas de Fidel que eran amigas de ella: Agustina, que en vez de muebles tenía pianos de cola porque su marido era concertista, y era muy pobrecita. Angelita, que vivía en una finca enorme de Capdevilla con su hijo Mayito, y Juanita, que se volvió gusana en esos días.

Pasé una tarde entera de despedida con el tío Pedro Emilio, que era poeta y siempre le gustó que lo ayudara los domingos a completar sus versos.

Después me arranqué del corazón a Tata y a mis amigas del alma, Ivette y Tota la Gorda.

Subí al avión con la fatalidad alerta y resignada, aunque iba para el lugar de donde vienen las cigüeñas con los bebés colgando de los pañales y había castillos enormes, donde vivían las princesas y los reyes opresores y por eso les habían inventado la guillotina.

En el avión, la única que iba a robar secretos no era el Hada. Se subió también una hornada de mulatos nuevos que iban a París para sonsacar los misterios de la fermentación de los yogures y los quesos, que Fidel necesitaba saber perentoriamente.

Todo el mundo iba a algo, menos yo, que iba para satisfacer el sentido secreto de mi karma. No demoró nada en manifestarse:

¿ Necesitas algo? ¿Quieres un refresco? —Era el camarero joven y lindo, y yo estaba de mal en peor.

—No, gracias. Tengo una pelota aquí en el cuello y me duele cantidad.

—¡Pa su madre! Eso tiene que ser paperas. Yo no vuelvo a acercarme por aquí.

El chiquito estaba desperdiciando el ojo clínico sirviendo bocaditos en un avión, porque tenía razón. Al otro día estaba yo en Madrid acostada, con la cara deforme y una fiebre equina, y era la primera vez que me enfermaba sin Tata. El Hada no sabía qué hacer, parada ahí delante de la cama.

Pero eso no fue lo peor. ¡Querían ponerme el termómetro en el fondillo! ¡Vaya si eran puercos! Pero ¿quién ha visto semejante cosa?

Cada uno andará con el suyo personal, digo yo, que no es lo mismo compartirlo debajo del brazo que de trasero en trasero. Y si fuera sólo el termómetro; creo que hacen supositorios hasta de la aspirina.

Gracias a Dios que el Hada era incapaz de tocarme muy a fondo. Después de todo, gracias a Dios que Tata no andaba por ahí, que ésa sí no se deja meter cuento. Escondí el arsenal de supositorios debajo de la almohada y tuve unas paperas monumentales que me tomaron tres lados de la cara.

La ciudad de París era linda, pero aquel armatoste de hierro en el medio lo echaba todo a perder, aunque eso no se podía decir delante de ningún francés porque no son gente paciente. Dicen que fue comiendo caracoles como lograron imponerle menúes y maneras insuperables al mundo entero.

Fuimos al Hotel des Acacias en la rue des Acacias y no había ducha en la habitación y menos un bidet, así que para poder asearnos el Hada compró un aparato de lavados intestinales que echaba agua colgado de la pared.

También tuvo que comprarme ropa. Quería tenerme siempre elegante con poco, y decidió que todo tenía que combinar con todo. Carmelita, verde, azul y gris oscuro combinan de lo mejor pero lucen opacos, tristes y requemados. ¡Y dale otra vez con los zapatos de dos colores!

Después de escogerme ropa, escogió un hábitat. Quedaba en la Avenue Foch, cerca de la embajada. Lo rentaba una marquesa interesada en la higiene corporal, porque el baño era la pieza más grande.

Una vez instaladas me escogió un hobby el Hada, que dice que la mente tiene que estar ocupada.

—¿Qué cosa es un hobby?

—Un hobby es a lo que uno le dedica el tiempo libre. Tú deberías coleccionar sellos. Es muy interesante. Empieza por coleccionar los de flores y banderas.

¡Qué horror! Y eso que ella criticaba a Lala Natica por la manía de escogerle los zapatos y la cartera que usaba de soltera.

A continuación me escogió una escuela.

—Se llama pensión Clair Matin y queda a veinticinco kilómetros de París. Mañana te llevo.

No me atreví a preguntarle cómo iba a ir y volver todos los días desde tan lejos.

¡En tren! Rapidísimo. Así llegamos a Saint Germain-en-Laye un domingo atardecido. Ella llevaba una maletica de mimbre del tamaño de una cartera grande.

La pensión quedaba frente a un muro gris con un cartel de Danger.

—¿Qué cosa es danger?

Danger quiere decir «peligro».

El aura se me puso más gris que el muro y una señal de catástrofe inminente me agarrotó la espalda.

Al Hada la esperaban las dueñas de la pensión, una gordita canosa y rubicunda y una mujer seca y dura como un sarmiento.

Le entregó la maletica a una joven malencarada que me habló con esas gárgaras que hacen ellos.

—Yo no voy a dormir aquí, ¿verdad? Dime, mami. Mami, ¡por favor!

—Ve con Michèle, hija. No queda más remedio...

Claro que sí quedaba remedio. ¡No me iba a contar ella que no había una escuela cerca del baño ese en que vivíamos!

Lo único que le saqué fue la promesa de buscarme al sábado siguiente para que pasara el fin de semana con ella.

La Michèle me llevó arrastrando a un cuarto con tres camas. Yo seguía con la pataleta y se le fue acabando la paciencia: me viró la cara con el primer bofetón que me han dado en la vida.

Estuve berreando hasta que se me secó el alma.

Cuando el fin de semana siguiente el Hada volvió, yo había dado el viaje de ida y vuelta del bien al mal y la había perdonado.

Una buena rutina vence al agobio de las penas. Iba y venía de la escuela pública todos los días, que eran muchos kilómetros, y como no había clases los jueves, ¡bendita Francia!, ése era el día que me tocaba bañarme con Tamara en la bañadera, que dejábamos llena con un engrudo grisoso de jabón cortado y churre. Pero me tuve que acostumbrar porque las veces que me cogieron bañándome escondida, me encendieron las posaderas.

Todos y cada uno de los días le escribía al Hada embarrándole de lágrimas la tinta de las súplicas. Ella contestaba en sobres con sellos de flores y de banderas para mi filatelia. En su corazón nada más que cabía la industria química.

Una vez fue De Gaulle al pueblo y los niños a recibirlo y tirarle flores en fila. Cuando pasó dando la mano, le agarré la izquierda y me sentí heroína. Llegué jactándome a la pensión, donde se burlaron:

—¿Una comunista dándole la mano a De Gaulle?

Y yo que nada, que a mí me había tocado la izquierda.

Pero las burlas y lo de defender el comunismo y al pobre Fidel de todos los chistes era también rutina.

Hacían juegos de palabras con su nombre y se burlaban del uniforme sempiterno.

Al Hada la paraban por la calle para preguntarle si yo era hija de Chaplin. Me parecía a Geraldine, decían. Parece que Chaplin tuvo hijos con algunas americanas bellas. Pero el Hada les contestaba que mi padre era un clown más importante que Chaplin. Para mi confusión, porque nunca vi a Papi Orlando vestido de payaso.

En la pensión me hacían comer alcachofas y dulce de ruibarbo aunque vomitara, y no importaba que tuviera triturado el ánimo, la identidad y la confianza, porque yo vivía para mis fines de semana con el Hada, que andaba rompiendo corazones en París, perseguida por una horda de pretendientes de todas las edades y nacionalidades. Eso me puso astuta con el pretendiente italiano industrial de Milán, que le mandaba las docenas de rosas y que me daba billetones nuevos de cien francos en monederos de seda, con tal de que le pusiera al Hada al teléfono, o de que le abriera la puerta cuando ella se hacía la que no estaba. Hasta le hice un poquito de presión para que se dejara querer, pero ella, negada:

—Cada vez que me toca la cintura con esa mano temblorosa me empiezo a morir de asco.

Gracias a la prodigalidad de Egidio, almacené cositas buenas para la isla: una piscina plástica gigante para el jardín y una casa de campaña de rayas azules y blancas para ir a Santa María del Mar los fines de semana. Un juego de química con probetas, compuestos y mechero, y uno de biología con láminas portaobjeto y un microscopio.

El fin de año fue lo mejor, cuando apareció Lala Natica en la pensión y el Hada nos llevó en el Mercedes Benz, que había hecho el viaje por mar desde la isla y lucía una flamante chapa diplomática, hasta Normandía, donde tenía que engatusar a André Voisin, el científico que inventó el pastoreo intensivo de las ovejas, para que fuera a Cuba invitado por Fidel y lo ensayara con las vacas cubanas.

De repente, el Hada me apresuró el regreso.

Resulta que había otra amenaza de bombardeo contra la isla y un rumor pernicioso le había llegado de que ella, con su madre y su hija, iban a pedir el asilo en Francia. Eso la probidad del Hada no lo permitiría, tanto más que todos los diplomáticos cubanos en el exterior se estaban asilando, como Cabrera Infante en Londres. Ella no quería que la compararan ni en el pensamiento con los traidores. Como no podía regresar sin terminar su misión de espionaje químico, ¿qué más iba a querer la maldita gente para meterse la lengua en salva sea la parte, que ver a su madre y su hija de regreso?

De la noche a la mañana se me acabó la pesadilla y empecé a tener fe en los milagros.

¡Qué buena fortuna abrazar a mi Tata chérie! Y retomar su dulce costumbre de calzarme en la cama para sacarme despacio el embeleso del sueño.

Fidel fue a recoger sus regalitos la primera noche: dos pistolas de cristal tallado llenas de whisky, papeles y otra maleta de quesos, porque la primera que le mandó el Hada había acabado en el jardín del historiador Le Riverend, abierta a tiros por la policía secreta, a quien el pobre avisó cuando aquello empezó a hincharse y a oler endemoniado, y se le desparramó por el jardín una horda de gusanos galos, que abrieron las sombrillas cuando se vieron bajo el sol de la isla.

Le enseñé el juego de yakis francés, que es con huesitos y sin pelota. Estuvimos jugando en el suelo hasta que saqué el microscopio y las probetas, y todo mi instrumental de médica futura. Quiso saber inmediatamente de dónde había sacado el dinero. Le encantó lo de hacer pagar caro al italiano su pasión por el Hada.

—Tú vas a estudiar química industrial. ¡Acuérdate!

La idea no me gustó nada, pero primero muerta que molestarlo. ¡Si hasta pensaba que nos había mandado para Francia castigadas! Por culpa de mis cartas y mis quejas de La China5 indecente que sacaba a la gente de sus casas, y de mis historias de niños presos.

¡Qué va! Tenía que tratarlo con dulzura, como el Hada, o como trataban las cortesanas a los reyes de Francia, que eran todo sonrisa y nunca mencionaban los asuntos de Estado. Cuando quiso cariño se acomodó en el sofá y reclamó su limpieza y corte de uñas.

No le gusta el café con leche en taza, así que le traje un vaso panzudo y alto. Se abrió el uniforme y se relajó tranquilo, chupando su tabaco.

Me gustaba estar en sus rodillas. A los amigos del Hada no les gustaba que me les subiera a las rodillas. Se ponían incómodos, pero él, no.

Pasamos buenas noches durante los cinco meses que faltaban para que llegara el Hada después de terminar su misión francesa. Me fascinaba esperarlo despierta, pero Lala Natica detestaba las visitas nochescas. Fidel es un ser de la noche.

—Ese hombre no tiene una sola buena costumbre.

Malo fue cuando volví a la escuela, tan educada yo, pedantísima, levantando la mano para pedir permiso, y la maestra que no sabía si era alguna epilepsia o qué, y los niños preguntándome todo el tiempo si estaba acatarrada, porque andaba con la huella del francés atorada en la garganta.

Aquello duró semanas. Menos de lo que tardé en darme cuenta de que había regresado más distinta que cuando me fui, y que un pedacito mío iba a estar para siempre miles de millas mar atrás, como si en la Francia aquella se me hubiera colado un espíritu segundón y molesto, que me metía canciones de Jacques Brel o de Brassens en la cabeza y fábulas de La Fontaine, cuando tendría que andar coreando los himnos y los lemas pioneriles.

Estaba en el quinto grado y me habían saltado el cuarto. No me enteraba de nada. Menos de Historia de Cuba y de Geografía que eran más sencillas, porque lo habían reescrito todito. El historiador Le Riverend daba un salto mortal desde los indios tainos y guanajatabeyes, empalados y quemados por los salvajes de la cristianización, hasta los logros de Fidel y la Revolución, haciendo hincapié en la mala influencia del Imperialismo. La historia empezaba hacía poquito, en el asalto al cuartel Moncada.

Pero no podía tomarme en serio a un señor que había ejecutado a tiros una maleta de quesos.

Núñez Jiménez no pasó mucho trabajo reescribiendo la geografía de Cuba, porque estaba igualita que en el libro viejo que dejó mi hermana.

Las únicas novedades eran que había que aprenderse en los mapas los lugares en que habían estado los rebeldes con Fidel y que él solito, Núñez, había descubierto el origen de la isla, que parece ser un montículo de caca de pajarito y basurita que las mareas y la corriente del Golfo han acumulado ahí en el ombligo y llave que divide a los continentes. Por la televisión seguía Fidel como siempre, pero ahora nada más que mencionaba «la inseminación artificial». Cosa rara.

El Hada había convencido a André Voisin de ir a Cuba, y al pobre viejito la impresión de verse recibido y agajasado por el Líder le paró el corazón de un infarto fulminante. Dice la viuda, que sigue yendo todos los años a saludarlo al cementerio de Colón invitada por el gobierno, que a su marido lo mató la alegría.

Fidel produce extraños efectos, y estaba aprovechando esa cualidad con las vacas para que parieran nuevas especies. Quería crear la vaca nacional. Decía que el Holstein canadiense cruzado con cebú de la India tenía mucha carne y más resistencia al clima. Hablaba de genética durante horas, manteniendo a la gente en un silencio de veneración al genio que había creado las razas Fl, F2 y F3, con F de Fidel, donde estaba la futura carne del pueblo. Uno se sentaba tranquilito a esperar los muñequitos rusos del Viejo Jotavich y salía una vaca «inseminada por técnicos cubanos graduados en la Unión Soviética». Le levantaban el rabo y le metían por el culo hasta el hombro un brazo enguantado. El bicho soltaba un mugido de espanto, hasta que le sacaban de adentro el brazo ensangrentado.

Yo que me quejaba del termómetro francés...

Eso y poco más sabían mis amiguitos, y eso y poco más podíamos compartir, porque no iba a prestarles mis muñecas Barbies, que me daban vergüenza de tan capitalistas. Ni podía prestarles el montón de libros que había traído de Tintín y del Club des Cinq, que estaban en otro idioma.

Es malo ser raro de niño. Gracias a Dios tenía mis adminículos. Monté un laboratoire en el cuarto del chauffeur encima del garage. Ahí me refugiaba, con el libro de fisiología donde estaban los Syrenomelus Simpus Dipus, los pigópagos y los cefalotoracópagos, junto con el primer hombre que había soltado leche por las mamas en toda la historia de la medicina, junto con cien más que no daban leche. El padecimiento se llamaba ginecomastia.

El Hada demoró pues cinco meses en volver de Francia con la satisfacción del deber cumplido. Casi master en Química Industrial. Se había ocupado del bienestar de los queseros mulatos y hasta de la orquesta de Pello el Afrocán en París, para que no los fueran a tratar como a basurita musicológica comunista. Había desenterrado del fondo de Normandía a André Voisin para satisfacción de Fidel y alegría de las vacas cubanas, que vivían en una orgía de hierba continua gracias a la teoría del «pastoreo intensivo». Por eso desconozco por qué Fidel no volvió. No quedaba aguardiente para hacer invocaciones de brujería. Tuve que quemar los únicos tres pelitos de su barba que tenía guardados, a ver si hacían milagros como los del Viejo Jotavich, pero nada. Pasaron más de ocho meses antes de que acudiera para recibir las guirnaldas de la derrota del Hada. De los nuevos quesos mechados y más allá de Francia, de Italia, que ella había importado a la isla en su tercera y última maleta, buscando nuevos horizontes para aquellos mulatos aprendices en París, no quedaba ni la memoria olfativa.

Así que esa noche los dejé solos, porque no digo yo si ella le tenía no uno, sino mil discursos por cada madrugada que se había quedado levantada velándole la visita, angustiada porque no tenía un trabajo y, como siempre, no había en la isla un solo ser humano capaz de ubicarla sin la intervención de Fidel.

Al otro día amaneció con dos noticias:

—Fidel me ha nombrado jefa de Documentación e Información del Centro Nacional de Investigaciones Científicas, y voy a rehacer mi vida —le dijo a Tata.

Era la jefa de la biblioteca del CNIC.

Parece que la vida se rehace mejor con marido. Poco después se casó. El de ella era uno muy buen mozo pero que andaba siempre aplastado. Como un buen camaleón macho, se confundía con el color de los muebles del salón, que es donde lo recuerdo, porque allí una tarde lo vi comerse una tajada de melón fresco y el rojo lo hizo visible.

Al año estaban divorciados, y ella pudo dedicarse al trabajo.

Andaba de reunión en reunión el Hada. Se le había metido en la cabeza hacerle frente a una oscura conspiración que Celia Sánchez había montado para que no la eligieran miembro del Partido Comunista. Para verla tenía que visitarla en la oficina.

Uno entraba allí y lo primero que veía era una negra embarazada, que era la secretaria, durmiendo en un sofá con las patas en alto, y a mi madre pasando de su mesa a la de la secretaria, sentándose en ambas alternativamente a hacer el trabajo de las dos, con un dedo en los labios para pedir silencio y respetarle el sueño.

Me gustaba el laboratorio de genética, más conocido por el Circo, «porque qué otra cosa pueden ser un jorobado, un cojo y una enana», decía de sí mismo el equipo científico.

Tenían un tanque enorme lleno de fetos y me dejaban escoger y llevarme los que me daba la gana para encima del garaje, donde los metía en fórmulas de mi invención, encerrados en pomos de bocal ancho sellados con cera. Ellos eran mis homúnculos, mis súcubos y mis íncubos.

El mejor amigo del Che, el doctor Granados, me convirtió en su ayudante. Tenía un plan para engordar infinitamente a los conejos. Les ponía anestesia general, los fijaba en una camilla y con un electrodo les mataba el núcleo de la saciedad en el cerebelo.

Pero el método era muy caro, le dijeron. Y la mayor parte de los conejos, en vez de engordar hasta parecer perros, se quedaban dormidos para siempre. Menos mal, digo yo, que al doctor amigo del Che le dieron para trabajar conejos en vez de gente.

Una mañana llegó al aula una convocatoria de la Escuela Provincial de Ballet.

Cuando me aprobaron, empezó la mejor época de mi vida.

Estudiábamos idiomas y música, y los fines de semana íbamos al ballet de Alicia Alonso.

No se marchaba ni se aprendían lemas, y el uniforme no era a lo Mao Tse Tung sino de saya negra y blusa blanca.

Me puse flaca y estirada, con la cabeza llena de trencitas apretadas y las punticas de los pies abiertas para caminar como Charles Chaplin. También me puse tontísima, como se ponen todos los niños alumbrados por una vocación temprana.

Yo estaba en el país de las maravillas; al mediodía venía Tata con el almuerzo, negada a que comiera comida fría hecha por la mañana, aunque ella tuviera que someterse a la tortura de las guaguas.

Cerca estaba la heladería Coppelia, otro plan de Celia Sánchez. Había que hacer horas de cola porque era la única heladería en la isla y la gente venía desde el interior a probar un helado, pero valía la pena, con sus helados de cincuenta y cuatro sabores... Hasta de aguacate y de tomate había, figúrense.

Fue por entonces cuando el corazón se me metió a poeta, y como la realidad es imprevisible, no fui yo la única sorprendida: el Hada casi se me cae de nalgas. Tuvieron la culpa los neologismos que me saqué de Francia y toda aquella tristeza de abandono empozada en el alma.

Ya era hora de que nos pasara algo lindo, y fui y le entregué mi ópera prima.

—Lo hice para ti.

Se quedó impresionada. De lo que resultó que le enseñara el poema a sus amigos los pintores psicodélicos, que habían profanado con intenciones de puntillismo abstracto casi todas las paredes y la superficie de numerosos muebles de la casa, y que trataban al Hada como si fuera un mecenas. Movieron sus influencias y me lo publicaron en el semanario Pionero, la birria que salía los domingos.

Y fue en domingo cuando me despertó el ataque de amor incondicional de mi amiga Tota la Gorda, que me sacó del sueño aplastando la escalera con la furia intemporal de los Placatanes para azotar la Tierra:

—¡Alina! ¡Alina! Mi amiguita linda. ¡Levántate! ¡Si estás en el Pionero con foto y todo! ¡Ay mi flaquita preciosa! —Quién oyera decir lo mismo a estas alturas de mi edad sobrepesada...

Y se me tiró arriba.

Una cosquilla me subió de los pies a la cabeza pasando por el vientre y me sumergió toda. Exploté en una mezcla de risa y llanto, y aunque parezca la descripción de un orgasmo, fue un apogeo de angustia.

La alegría y la tristeza tienen puntos convergentes, y a mí casi me mata el pudor esa mañana en que el Hada me dio aquella sorpresa, donde todo mi amor confidencial quedaba traicionado.

La foto era la que me tiró Alberto Korda en la Tribuna, una de esas malhadadas tardes en que Fidel mandaba invitaciones para ir a oírle de cerca los discursos. ¡Vaya que lucía estúpida y cansada!

Pero eso no era lo peor. Era la biografía: «Alina habla francés y juega a las muñecas...» ¡La tarada perfecta! La burguesita, vaya.

Cuando me saqué a Tota de encima una fría determinación me avasallaba: no voy a la escuela más nunca y así se lo digo al Hada y ya está.

—¡Tata! ¡Tata! ¡Mira lo que me ha hecho mi madre! ¡Mira!

Tata le echó una ojeada al periódico.

—Bueno, ¿y qué?

Mi tragedia no trascendía su noción impertérrita de la vida.

El Hada llegó bien entrada la tarde, en un vestido de guinga a cuadritos diminutos blancos y rojos, de bolsillo subrayando los pechos y falda acampanada bajo un cinturón blanco, en ordalía estilística de los años cincuenta. Parecía arrancada de una revista.

Se bajó del Mercedes y ahí estaba yo, coordinada con Guarapo, el perro, cuyos ladridos de adivinación coincidían siempre con mi premonición alegre de que ella venía llegando...

¡Ladina! Se lo había estado guardando como un mes. La llevé protocolarmente a su salón, le puse música de fondo y la acomodé en el reclinable de Fidel, donde ella nada más se sentaba cuando quería entrar en comunicación esotérica con él.

—Tengo que hablar contigo —dije. ¡Oh frase tabú! La pobre, lo único que le faltaba era llegar a la casa y tener que sentarse a oírme, niñita encantadora, niñita mía, pero estoy tan cansada...— ¿Por qué? ¿Por qué me has hecho una cosa tan horrible? ¿Cómo no me lo dijiste?

—Ay Alina, tienes razón... Tenía que habértelo dicho antes, mi nenée, pero no quería ser yo quien te diera la noticia.

—¿Ah, no? ¿Y tenía que dármela Tota la Gorda? ¿Quién más lo sabía?

—Qué sé yo. Un montón de gente, supongo.

—¡Vaya! ¡Si se lo habías contado al mundo entero menos a mí!

—Trata de entenderme, Alina. Estaba esperando que te lo dijera Fidel. Hace tantos meses que no viene por casa... Supuse que estaría al aparecer...

Vaya, ¡si hasta el Comandante tenía conocimiento de mi desliz poético! A ese paso me ganaba el premio Casa de las Américas.

—No te lo voy a perdonar nunca.

—No le hagas esto a tu mami, por favor. No me levanto de aquí ni tú te mueves hasta que te lo haya contado todo.

Y esto fue lo que el Hada me contó:

«Te acuerdas todavía de la casa de 15 y 4, ¿verdad? Teníamos todo aquello. Vivíamos bien. Sin preocupaciones. Natalie iba creciendo saludable y linda... Yo trabajaba en la ESSO Standard Oil. Aunque hubiera podido quedarme en casa y pasarme la tarde jugando al bridge y al tenis y tomando cocteles como la mayoría de aquellas amigas mías, que ni sabían hacer otra cosa ni les interesaba. Pero ya sabes que no puedo vivir sin sentirme útil. Has oído hablar en la escuela de Batista, el sargento que fue escalando hasta que se volvió presidente contra la voluntad de los cubanos. Pues bien, no había llegado al poder todavía y ya estaban apareciendo muertos en las calles.

»Anuló el poder civil con la fuerza militar y hasta las huelgas terminaban en sangre.

»Una mañana amaneció un muchacho muerto casi frente a la casa. Lo habían asesinado los esbirros de Batista. Lo habían despedazado antes.

»Creo que eso me abrió los ojos porque empecé a ver con más claridad a toda la gente que vivía sin sueños y a los miles de niños que crecían sin esperanza de salir de la pobreza.

»Por entonces se oía hablar mucho de Eduardo Chibás, que era un hombre de honor y tenía una consigna muy bonita para hacer algo por Cuba: “Vergüenza contra Dinero.” Él decía que los gobernantes no deben hacerse ricos abusando del pueblo ni robándole al pueblo. Tenía un partido. Ortodoxo, le llamaba. Habría sido un buen presidente. Alertaba contra el poder creciente de Batista.

»Eddie Chibás tenía un programa de radio. Una tarde acusó públicamente a un ministro de robar fondos públicos y prometió probarle su acusación al pueblo. Por alguna razón, no pudo hacerlo y, por sentido del honor, se suicidó. Eso fue en agosto del 51. Yo estaba oyendo el programa cuando se disparó.

»Esa noche no pude dormir y a la salida del sol me vestí de negro y fui hasta la emisora. Había sangre por todas partes. Era la sangre de la vergüenza de Chibás. La toqué. Me miré las manos llenas de sangre y supe que si no hacía algo por reparar la injusticia, me iba a sentir culpable toda la vida.

»Tenía que llegar a la oficina de la ESSO. En el camino paré en una cerrajería y mandé a hacer tres copias de las llaves de casa. Eran para los tres líderes más prometedores del Partido Ortodoxo. Una copia era para el candidato a representante, el joven que sustituyó a Chibás en la radio. Era Fidel. No conocía a ninguno. Quería que supieran que mi casa estaba abierta y yo a disposición de ellos y sus familias.

»Fidel agradeció el gesto. No personalmente, sino por transmisión oral, claro. Me hizo saber por cuáles bandas y a qué horas podría escucharlo en la radio. Recuerdo que pasé todo el rato recorriendo el dial sin encontrarlo. En marzo de 1952, el día 10, Batista dio un golpe de Estado y se convirtió en presidente de Cuba. Era un usurpador y un asesino y todo cubano se sintió en el deber de luchar contra él. Empecé a militar en un grupo clandestino de Mujeres Martianas, pero podíamos hacer muy poco.

»Fidel se afirmaba como relevo de Chibás en el Partido Ortodoxo. Ese mismo año nos presentaron. Fue un 27 de noviembre, en un acto de protesta por el fusilamiento de los ocho estudiantes de medicina acusados de profanar la tumba de un militar español y en conmemoración a otro militar español, el capitán Federico Capdevilla, que cuando supo de semejante atrocidad quebró su espada... La policía reprimió el acto quitando la luz. Yo había ido con las Mujeres Martianas y ni idea tenía de que Fidel iba a estar en esa manifestación en la escalinata de la universidad.

»Nos reímos mucho en ese primer encuentro, y él me reiteró el agradecimiento al gesto de la llave. Estaba lleno de energía vital y me pareció muy atractivo.

»Volví a saber de él en marzo del 53. Lo recuerdo porque en esos días perdí mi segundo embarazo. Iba a ser un varón. O tal vez tú misma, que querías nacer antes... Hay que ser mujer para entender esa clase de tristeza y tú no puedes entenderlo todavía. Yo estaba deprimida y triste.

»En esos mismos días, Fidel me hizo saber con mucha humildad su interés de visitar la casa. Contesté que después de las cinco Orlando habría regresado del trabajo.

»No demoró mucho en estar allí. Parecía un visionario, hablando de que había que sacar a Batista del poder por la violencia, porque así era como lo había ocupado, y de la necesidad de un movimiento revolucionario de vanguardia. Decía que no entendía el quietismo de los dirigentes tradicionales que no representaban la tradición de lucha de los cubanos, ni de nuestros ancestros mambises. Lo invitamos a comer.

»Chucha preparó su primer menú en casa: jamón con piña requemado en mantequilla y azúcar prieta, puré de papas y vegetales mixtos.

»Fidel se fue con todo el dinero que encontramos en casa y Orlando consideró cerrado el capítulo. Yo no. A mí se me abrió el horizonte: había encontrado un camino para defender mis convicciones.

—Pero, mami, ¿para qué me estás haciendo este cuento? ¿Qué tiene que ver eso con mi poema?

—¿Qué poema?

—¡Pues el poema que era para ti sola y tú has dejado que salga en el maldito Pionero!

—¡Ay nenée, parece que estamos hablando de cosas distintas!

¡Claro que sí! Eso es lo que pasa cuando se tienen ideas fijas.

—Déjame terminar mi historia. Al final te doy todas las explicaciones que quieras.

»Fidel empezó a venir a casa cada vez más seguido. Fueron tiempos muy peligrosos. Venía con jóvenes que ni siquiera sobrevivieron a esa etapa conspirativa. Yo los atendía sin inmiscuirme, pero empezaron a consultarme. Fue delante de mis ojos como se creó el Movimiento 26 de Julio. Así empecé a acompañarlos en gestiones y contactos. Un buen día, Fidel me pidió que eligiera la música para transmitir por la Cadena Oriental de Radio el día en que asaltaran el cuartel Moncada. Me pidió que fuera música de arenga, revolucionaria, porque podía haber pérdida de vidas. Me pasé tardes enteras en la fonoteca de Radio Centro. Grabé a Beethoven, Prokofiev, Mahler, Kodaly, Dvorak, Berlioz y el himno nacional, el himno invasor y el Último aldabonazo, del programa de Chibás. Una tarde le pedí a uno de los muchachos que me enseñara a doblar la bandera. Era la misma del crespón negro que yo había colgado en la terraza cuando murió Chibás.

»“—Oye, ¿por qué no nos la das? Ondeará en Santiago el día de la acción. La llevaremos con nosotros y será como si estuvieras allí...”

»Yo había mandado hacer un entretecho en la casa de 15 y 4. Allí estaban escondidas las armas del asalto.

»Fidel me llamó una última vez para pedirme las grabaciones y me entregó un manifiesto para que lo repartiera entre las personalidades políticas y de prensa, a la misma hora del combate en el Moncada.

»“—Para que conozcan el porqué de nuestra gesta” —me dijo, y me recomendó que no saliera a la calle con los manifiestos antes de las 5.15 de la mañana del domingo 26 de julio de 1953, para que estuvieran sincronizadas las acciones.

»Nadie, Alina, ni los mismos combatientes, sabían que iban a asaltar un cuartel de la tiranía. Fidel les había dicho que iban a un ejercicio militar de fin de semana. Nada más que lo sabíamos Raúl, su hermano, que iba a asaltar un cuartel en Bayamo al mismo tiempo, el segundo de Fidel, José Luis Tasende, que murió en la acción, y yo.

»Esa madrugada desperté a Orlando y le dije que tardaría unas tres horas en regresar de una gestión para el Movimiento.

»Estaba en casa del director de Prensa Libre cuando se supo del fracaso.

»Estaba desesperada. Corrí para la parroquia de El Vedado. Me confesé con el padre Hidalgo y comulgué en nombre de los muertos.

»Orlando y yo nos encontramos en el club Biltmore, como habíamos quedado. Decidimos esperar allí a que pasara la tarde.

»No puedes imaginarte los días que siguieron. La impotencia y el miedo. Se sabía que los sobrevivientes buscaban refugio en las montañas de Oriente, en la Sierra Maestra. Pero ¿qué iba a pasar conmigo?

»En casa habían estado muchos de los hombres. Había empeñado mis joyas para pagar el importe de las armas. Son cosas que no pasan desapercibidas.

»Fue en Lala Natica donde se duplicó mi angustia, ahí donde la ves. Se fue hasta Santiago. En un tren que la estuvo tambaleando días. Quería saber si su hija tenía o no que asilarse. Había oído rumores alarmantes, decía, y la pobre también guardó parte de las armas y papeles para ayudarme. Llegó a los cuatro días y, lo creerás o no, se le había caído todo el pelo. Pero yo me negué a moverme sin instrucciones de Fidel.

»Orlando y yo empezamos a ir al cine nada más que por ver los noticieros. Mostraron vistas sobre los hechos de Santiago: un soldado inclinado sobre una maleta sacaba y tiraba al aire una bandera con crespón negro; era la mía. Y no fue hasta años después cuando supe que otro soldado había llevado a vender dos libros míos, con mi nombre y apellidos y hasta la dirección de casa. Fue la elección cruel del soldado lo que me salvó la vida, porque la compradora fue nada más y nada menos que la madre de Abel Santamaría. A su hijo, que fue el segundo de Fidel en el asalto del cuartel Moncada, los esbirros le habían sacado los ojos antes de matarlo. De manera que la bandera y los libros quedaron fuera de la investigación y no se me implicó directamente en el asalto. Tuve mucha suerte.

»A los muchachos que no asesinaron los capturaron en pocos días y les hicieron juicio. Ya has estudiado en la escuela La Historia me absolverá. Ésa fue la genial autodefensa de Fidel en él juicio.

»Lo condenaron a prisión y no supe nada de él hasta cuatro meses después, en noviembre. Estaba cumpliendo en el Presidio Modelo de Isla de Pinos. Allí le hice llegar el mismo menú de jamón con piña, ejecutado por la misma mano. Era una forma de decirle que seguía presente en casa.

»Tuve otra idea, tal vez porque supe ponerme en el lugar de ella: le hice una cartica anónima a Lina, la madre de Fidel. Por eso tú te llamas así: A Lina. Espera que te la voy a enseñar.

Se levantó y flotó hasta su cuarto. Regresó con una cajita de caudales en miniatura y sacó tres paqueticos de sobres amarrados con cintas de colores diferentes.

—Éstas son misceláneas. Éstas son de Raúl. Y éstas, de Fidel.

Las de Fidel llevaban cinta naranja claro y esa tarde supe que el amor es de ese color que se diluye con el amanecer.

Sentadita allí y extasiada con ese cuento de Hadas Heroicas, hubiera eternizado el tiempo. Entendí por qué andaba ella alelada por la vida. Seguro que era dificilísimo estar recordando siempre tanto detalle de hacía, tantísimo tiempo, antes que yo naciera y todo.

Leyó el Hada:

—“Me tomo la libertad de escribirle estas líneas porque sé los momentos tristes y angustiosos por los que debe estar pasando, y pienso si tal vez unas palabras inesperadas de aliento la hagan sentirse más resignada y también más orgullosa de su Fidel. No sé cuál habrá sido su reacción para con él, pero estoy segura de que fiel a su costumbre no le habrá negado el apoyo moral y sentimental que sólo una madre puede dar en circunstancias tan inconsolables...

Aunque no los conozco, ni a usted ni a su esposo, ni a Myrta o a los demás muchachos, no los olvido.”

»A principios de noviembre recibí una carta de él, censurada. ¿No sabes que a los presos les leen las cartas antes de mandarlas? La tengo aquí. Mira, es ésta.

Querida Naty:

Un saludo cariñoso desde mi prisión. Fielmente te recuerdo y te quiero. Aunque hace mucho que no sé de ti.

Guardo y guardaré siempre la tierna carta que le hiciste a mi madre.

Si has tenido que sufrir por mi culpa en varios aspectos, piensa que daría gustoso mi vida por tu honra y tu bien. Las apariencias ante el mundo no deben importamos, lo que vale es lo que está adentro de nuestras conciencias. Hay cosas duraderas, a pesar de las miserias de esta vida. Hay cosas eternas, cual las impresiones que de ti tengo, tan imborrables, que me acompañarán hasta la tumba.

Tuyo siempre,

FIDEL

»Así empezó un intercambio de cartas hermosas, Alina. Eran como palomas indómitas que llevaban alegría y paz de uno a otro. Mira esta otra:

Tu carta última la contesto inmediatamente aunque no salga hasta el lunes, es lo mejor, te digo lo que siento, sin pensarlo ni ordenarlo mucho, espontáneamente, bajo la fresca impresión de tus ideas felices y el encanto siempre nuevo de tus palabras... Hoy tengo deseos de escribirte libremente, y al no poder hacerlo me siento muy oprimido. Estas líneas vienen a la vida prisioneras como el que las escribe y ansian libertarse. Quizá sienta esa limitación con más fuerza que otras veces, porque sea como uno de esos días en que triste, angustiado y mortificado por algo, visitaba tu casa, donde me llevaban inconscientemente mis pasos, porque allí encontraba la calma, la alegría y la paz interna...

En el ambiente invariablemente acogedor de tu casa (...) trocaba yo en alegres y animosas, en presencia de un alma plena de vida y de nobleza, las horas que, instantes antes, abatía el desconsuelo en que nos hacen vivir con tanta frecuencia las impurezas de la especie humana (...) Naty, ¡qué escuela tan formidable es esta prisión! Desde aquí termino de forjar mi visión del mundo y completo el sentido de mi vida. No sé si será larga o si será breve, si será fructífera o si será baldía. Pero sí siento reafirmarse más mi convicción de sacrificio y de lucha. Desprecio la existencia que vive aferrada a las bagatelas miserables de la comodidad y del interés. No abjuro sin embargo de mi suerte, ni tampoco mis compañeros, cada uno de los cuales ha sacrificado el pequeño mundo de su vida personal al gran mundo de las ideas. Algún día recordaremos también con alegría las horas de la angustia: mañana cuando las nubes se disipen, salga el sol, suban los muertos a su puesto de honor y se escuche como un trueno sobre el cielo de Cuba el batir de las alas. ¿Ves cómo termina el papel y tu carta interesante en cada párrafo y cada línea queda sin contestar? Prometo esta vez para cumplir pronto hacerlo en otra (...) No quiero que mis cartas se conviertan en un dolor de cabeza para ti, eso es lo que veo a juzgar por las circunstancias de tiempo y lugar en que las escribes.

El censor que revisa nuestra correspondencia es un joven amable, caballeroso e instruido, tal es el concepto justo y desinteresado que me merece.

¿Llegará esta carta el día de Nochebuena? Si en verdad eres fiel, cuando cenes, no te olvidarás de mí por completo, tomarás una copa en mi nombre y yo te acompañaré, quien quiere no olvida,

FIDEL

»Me convertí en sus ojos y oídos extramuros de la prisión. Traté de hacerle llegar todo el sabor de la vida: arena de alguna playa, un calidoscopio para darle un poco de color a esa sombra gris que debe ser una celda. Él pegaba el ala de alguna mariposa extraviada. Yo trataba de llenarle el tiempo. Lo provocaba a reflexionar y abrirse como hace un maestro con un buen discípulo o una madre con un hijo condenado a una larga enfermedad. Le lanzaba preguntas. Fui mandándole una cuidadosa selección de lecturas y lo retaba a comentarlas. Aquí tienes cómo me respondía:

Me preguntas si Rolland hubiera sido igualmente grande de haber nacido en el siglo xvii. ¿Crees que yo habría escrito estas cartas de no haberte conocido? (...) El pensamiento humano está indefectiblemente condicionado por las circunstancias de la época. Si se trata de un genio político, me atrevo a afirmar que depende exclusivamente de ella. Lenin en época de Catalina habría sido cuando más un esforzado defensor de la burguesía rusa; Martí, de haber vivido cuando la toma de La Habana por los ingleses, hubiera defendido junto a su padre el pabellón de España; Napoleón, Mirabeau, Danton y Robespierre, ¿qué habrían sido en los tiempos de Carlomagno sino siervos humildes de la gleba o moradores ignorados de algún oscuro castillo feudal? El cruce del Rubicón por Julio César jamás habría tenido lugar en los primeros años de la República, antes de que se agudizara la intensa pugna de clases que conmovió a Roma y se desarrollara el gran partido plebeyo cuya situación hizo necesario y posible su acceso al poder (...) Sobre este particular me había interesado siempre de dónde le venía tanta influencia romana a los franceses revolucionarios hasta que un día, leyendo la historia de la Literatura Francesa para ti, me encontré con que Amyot, escritor francés del siglo xvi, había traducido del latín la Vida y Obras Morales de Plutarco, cuyos recuerdos de los grandes hombres y las grandes escenas de Grecia y Roma, dos siglos más tarde, sirvieron de referencia a los protagonistas de la Gran Revolución. Pero lo que resulta evidente para el genio político no lo es tanto para el genio artístico. Me remito a la opinión de Víctor Hugo. En el poeta y en el artista vive el infinito. Y es el infinito quien da a estos genios su grandeza irreductible. Esa cantidad de infinito que hay en el arte es ajena al progreso. Puede tener, y tiene, con respecto al progreso, deberes; pero no depende de él. No depende de ninguno de los posibles perfeccionamientos del porvenir, de ninguna transformación de la lengua, de ninguna muerte ni de ningún nacimiento de idiomas. Al tener en sí lo inconmensurable y lo innumerable, no puede ser dominada por ninguna competencia y es igualmente pura, igualmente completa, igualmente sideral, igualmente divina en plena barbarie como en plena civilización. Es lo bello, variable según el carácter de los genios creadores, pero siempre igual a sí mismo. ¡Supremo!

Rolland pudo haber nacido medio siglo antes y ser tan brillante como Balzac y Víctor Hugo; y medio siglo atrás y emular el carácter de Voltaire, aunque exponente de ideas distintas a las de este siglo, del mismo modo que yo diría otras cosas si le escribiera a otra mujer...

¡Ay Dios... qué historia! A mí, la verdad, no me hacía falta tanta tortura lírica para captar lo que se me estaba insinuando en la adivinación, que habían sido muy amigos, pero a ella no había quien la parara a esas alturas, así que empecé a cabecear de sueño y aburrimiento, y desde esa noche me ha sido imposible leerme las cartas del Comandante desde el presidio, que son un montón. Además, después de tanta fioritura poética insuperable, ¿cómo le iba a ir yo al Hada con la llantina de mi poemita miserable?

Desde entonces tengo la poesía estreñida, como con la idea de que a la gente hay que mostrarle una caca perfumada y no siempre esas cosas son posibles.

Ya estaba yo mirando el montón de cartas de Fidel que ella estaba dispuestísima a enseñarme, con una especie de panicus cuncti cuando saltó de paquete y cogió el de las misceláneas. Así que la mejor poesía estaba en el futuro y esta vez la creación venía de ella:

Querido Fidel:

Te escribo bajo la gratísima y dulce impresión de tus cuatro últimas cartas. ¡Cuánto no quisiera tener más libre mi tiempo y mi mente de tantas trabas para corresponder, como mereces, a cada una de ellas! Me siento en todo sentido muy pequeña frente al marco monumental que encierra tu pensamiento, tus ideas, tu cariño, lo mucho que sabes, y sobre todo porque es aún más monumental la forma halagadora y generosa en que quieres y consigues compartirlo con la mayor naturalidad. Me llevas de la mano a través de la Historia (con H mayúscula, como Hombre y Humanidad), de la Filosofía, de la Literatura; me regalas todo un tesoro de sentimientos, de principios; me abres nuevos, inexplorados e insospechados horizontes y, después de todo esto, me quieres hacer ver que detrás de tus ideas y de tus actos se halla esta persona persistente como la conciencia. No, Fidel, toda esa riqueza está en ti y no se la debes a nadie; naciste con ella y contigo morirá. Que quieras y sepas compartirla, eso es aparte. Sería pero muy insincera si no te dijera que me hace muy feliz que seas así y que sería motivo de orgullo para mí que nunca cambiaras.

Tuya siempre,

NATY

¿Fin? No. De eso nada. Al Hada le faltaban algunos detalles. Que se había ocupado de Myrta, la esposa, y del niño Fidelito para que no les faltara nada mientras él estaba preso. Que cuál no sería su sorpresa cuando el muy censor y muy honesto caballero Miguel Rives, aburridísimo en el panóptico de la Isla de Pinos, conocida por sus cotorras (que están extintas) y sus toronjas (cuyo carácter cítrico las ha hecho más perdurables), cansado de acidez, de reclusos y de pájaros parlanchines, ideó una forma de entretenerse permutando las cartas censuradas, de manera que Myrta recibió la que estaba destinada al Hada, y viceversa.

Que Myrta llamó al Hada insultante, reclamando su pieza epistolar, que le fue devuelta a giro de correo y sin abrir; pero que el alcance de los sentimientos manifiestos en la que la esposa sí había leído, provocó en ella sentimientos tan tristes que hasta se la hizo leer a sus conocidos.

Y como el honor del Hada estaba en juego, ahí fue donde paró el flujo semántico y el envío de libros y otros mandados, y se sentó a escribirle una carta a Papi Orlando, porque las cosas se dicen mejor por escrito, explicándole que aunque nada había pasado entre ellos todavía, estaba enamorada de Fidel hasta las costuras.

Siguió contándome que Fidel recibió la amnistía y que nada más salir de la cárcel fue a buscarla a la oficina, porque podía estar sólo unos días en La Habana antes de irse exiliado a México. Que la llevó a un apartamento que la tía Lidia Perfidia había alquilado en El Vedado pero que, como en ése no podían estar solos, pues que Perfidia les alquiló el de al lado; allí se encontraron entre mayo y junio cuanto les fue posible.

Y que ahí fue cuando salió en estado de mí.

Estuvo, dijo, siete meses acostada, porque yo me quería salir antes de tiempo. Para entretenerse, le recortaba a Fidel la prensa y fabricaba todo tipo de bicho de papel japonés. Origami, creo. Y dijo que había sido la mejor época de su vida.

—Pocos días después de tú nacer, le mandé a Fidel, que ya estaba en México, una fotografía y una cintica de tu primera ropita. Se dice que se puso feliz y sentimental, y fue cuando te mandó esos areticos que perdiste en París, y a mí unas cositas de plata junto con una nota diciéndome su alegría. Yo volví al trabajo y los mensajes de Fidel se espaciaron, mientras crecían los rumores de un romance con una tal Isabel...

Y en el punto de la traición ponía los ojos de un verde desamparo tan real como el momento vivido de sus memorias.

—Yo no podía largarme contigo para México y dejar a Natalie. Ni él estaba en posición de requerir a una mujer con su recién nacida, cuando ya estaba casi al abordar ese yate descalabrado con que pensaba invadir la isla. No supe de él hasta febrero de 1957. Ya estaba en la Sierra Maestra cuando me mandó de regalo dos balas de calibre 75.

Cuando el Hada terminó su cuento de hadas me tuve que recoger las dos quijadas, la de arriba y la de abajo, que se me habían descolgado juntas. ¿Cómo iba a castigarla por sus ocultamientos cuando ella, con su varita mágica, acababa de convertirme en princesa? ¡A que a nadie le han hecho un regalo así a los diez años!

—Mami, mami, llámalo. Dile que venga ahora mismo. ¡Tengo tantas cosas que decirle!

Tenía un montón de cosas que decirle, que resolviera el asunto ése de la escasez de ropa y de todo y volviera a dar carne por la Libreta; que nos devolviera las navidades. Que viniera a vivir con nosotros, que allí hacía mucha falta.

—No tengo dónde localizarlo, A.

—Entonces, mándale a decir que estoy muy enferma, que me estoy muriendo o algo.

—No puedo. Ya le he mandado muchos recados y es igual. No viene. Pero mira, tú sí que puedes hacerle una cartica. Y de paso le mandas tu poema. Trataré de hacérsela llegar.

Ella, el Hada, trascendió su espacio sideral para convertirse en madre, y para nada sentí el peso agorero de la incomprensión con que iba a mirarla en el futuro. Parecía una niña cansada, ahí sentada, con los hombros encorvados por el peso de sus confidencias y su propia historia, pero con la moral en ristre, enhiesta y elevada.

Inmediatamente empecé mi carrera en el género epistolar. Al otro día empezaron las confrontaciones.

—Ivette, mi papá es Fidel.

—Yo lo sabía, pero mami me hizo jurar que no iba a decirte nada.

Ay ay ay, cómo duele la amistad que oculta cosas.

—Abue, mami me contó que Fidel es mi papá.

—¿Ah, sí? ¡Vaya noticia fresca!

—Tata, Tatica, mi papá es...

—¿Ya te lo soltó? Es como si no pudiera callarse el maldito secreto. Ya bastante daño hizo con eso y ahora te viene a fastidiar a ti...

No tenia padre, ¡pero vaya lio que armaban mis dos madres! No se me olvida la que Tata le formó a mami.

¡Que se iba de la casa y todo!

Como Fidel no contestó la carta del poema, le mandé otra con la zapatilla de raso verde del disfraz de grillo que ya me estaba chiquita. El que llegó con el cuento de que estaba muy emocionado fue Korda, el fotógrafo, pero él ni una notica que dijera «gracias», así que seguí escribiendo: cartas de niña dulce, de niña buena, de niña vanguardia de la escuela y de niña brava y triste. Cartas de amante secreta y ofendida, blindadas con presillas.

Pero no pude distraerlo de las vacas para devolvérselo a mi madre.

La única señal del Comandante tardó meses y llegó en la persona de Pedro Trigo. Pedro Intrigo era héroe de la gesta del Moncada y gerente de Cubana de Aviación. Estaba lleno de costuras invisibles, como si lo hubieran vaciado todo y rellenado con un serrín villano.

Debía tratar de tío a aquel padre delegado.

Una noche me vistieron con lo mejor y me calzaron con lo único que tenía. Estaba aspirando a emperatriz japonesa y desde hacía tres años tenía los pies metidos en el mismo par de zapatos, porque la Libreta no daba mi talla.

Pedro Intrigo estaba exultante y mami tenía la mirada perdida en un sueño viejo y la sonrisa dibujada por un pintor prerrafaelista.

—Fidel te manda a buscar para que lo veas jugar básket.

¡La gran cosa!

Eran más de las diez de la noche. No había podido ver las Aventuras del Corsario Negro porque estuvo dando un discurso hasta las nueve y media. No había contestado a mis mil y una cartas, ni le hacía caso a los recados de mi mami. Y el básket no me gusta, pero Tata ya se había ido y no había nadie para ayudarme a defenderme, así que me monté en el Alfa Romeo.

En la Ciudad Deportiva, tío Pedro me condujo por los entresijos fascinantes de los vestuarios y me sentó en primera fila del palco presidencial. Los espectadores se podían contar con los dedos de una mano, pero agazapados y ocultos por las gradas había cantidad de segurosos, esos policías disfrazados de Seguridad del Estado.

Iba a jugar el equipo del Buró Político contra el equipo nacional de Cuba.

De pronto los focos iluminaron el tabloncillo. Una colección de estatuas de ébano, de dioses bantú, negros, rutilantes y perfectos en short y camiseta, avanzó saludando al público inexistente. Se agruparon en un banquillo y ya me estaba embullando cuando empezó un espectáculo completamente distinto: con Fidel a la cabeza, trotando en fila india, irrumpieron en el tabloncillo unos tipos fofos y blanquecinos que corrieron hundiendo el piso con la misma gracia que los osos del circo soviético.

Lo bueno es que en vez de short usaban pantalón largo para imitar a su Comandante. Lo malo es que tampoco llevaban camisetas.

Trotaron por ahí para entrar en calor, bailoteándoles todas las flacideces.

De todos ellos, el que me fascinó fue el tipo más alto, más alto que Fidel, porque le colgaban un par de tetas tremendas, largas y agresivas, rematadas en dos pezones enormes y oscuros.

—Tío Pedro, ¿quién es el canoso de la nariz picuda y el pelo rizado?

—Ése es Llanusa, el ministro de Educación. El que dirige todas las escuelas de Cuba.

—Tío Pedro, ¿ya nos podemos ir?

—¡Que va! Si el Comandante todavía no ha hecho ni una canasta. —Y me guiñó un ojo.

Nunca he visto un juego más raro. Los del Nacional, en vez de quitarles la pelota a los del Gelatina, se la ponían en las manos. Cuando Fidel era el que corría para buscar su tanto, los negros se le apartaban como las aguas a Moisés. Y, si hacía canasta, lo aplaudían y le gritaban «¡Viva!». Para variar.

Me encharqué de refresco esperando que se acabara aquello y serían más de la una de la mañana cuando Pedro me arrastró en una carrera, y me dejó sentada en la camilla de una enfermería adonde entró Fidel un ratico después y se portó como si yo fuera parte del mobiliario. Tres horas mirando aquello con los pies en aquel par de formatos de tortura y aguantando las ganas de hacer pipí. Estaba indignada.

Ni él estaba igual que cuando iba a mi casa de madrugada, ni estaba yo confundida por la alegría inesperada de un desvelo feliz. No era yo la que le iba a pedir explicaciones por sus dos años de ausencia. Las personas mayores dicen muchas mentiras.

—¿Cómo estás?

—Bien.

—¿Y cómo está tu mamá?

—Bien.

—Dile que ya está hablado con Yabur el asunto de tu apellido, pero que va a tomar tiempo porque hay que cambiar una ley juris et de jure.

Silencio bipartito. Yo no sabía nada de esa gestión.

—Tu mamá tiene un defecto. Es demasiado buena. Nunca seas buena con ningún hombre.

El Comandante acababa de darme un consejo y yo tenía que comentarle un diagnóstico:

—Llanusa. El ministro de Educación...

—Sí. ¿Qué pasa con él?

—Tiene una ginecomastia.

—¿Que tiene qué?

—Que tiene una ginecomastia. Crecimiento de las mamas en los hombres.

—¿Qué?

—Que le han salido tetas. ¡Que tiene que ir al médico!

A mami no le gustaba que le bajase del laboratorio mis homúnculos coloreados, y como seguía con la poesía estreñida, me busqué otro escapismo productivo que le pudiera gustar y agarré una tablita y unos pinceles y le pinté una mujer con batón psicodélico, pelo largo negro y los brazos levantados para poder tocar un sol anaranjado.

—Qué lindo, A. ¿Cómo puedes pintar tan bien? Es precioso. Lo voy a colgar aquí en la sala. ¿Y por qué la has pintado de espaldas?

¡Qué pregunta más boba!

—¿No ves que el sol está allá atrás en el cuadro? ¿Cómo lo va a tocar si la pinto de frente?

Al otro día estábamos a primera hora en la consulta de la doctora Praderes.

—Elsa, aquí te traigo a la niña. Está pintando mujeres de espalda. ¡Mira! —dijo mami, y sacó la tablita de un sobre.

Expliqué nuevamente las leyes de la perspectiva vistas a los diez años y a cualquier edad, y ni falta que hacía, porque la pinturita era psicodélica pero no abstracta.

—Naty, ya ves que eso no es nada más que una mujer de espaldas.

—Elsa, yo conozco a mi hija y sé lo que te digo. Ocúpate de ella, por favor.

Y se fue con la conciencia tranquila a seguir trabajando.

Elsa se ocupó de mí. Me hizo pruebas vocacionales y de aptitud y convocó a mami para darle las conclusiones.

—Esta niña no tiene problemas por ahora. Pero, si quieres hacer algo por ella, tendrás que llevártela del país. Socialmente, siempre va a tener problemas de adaptación.

—¿Tú sabes lo que me estás diciendo? ¿Irme, yo? ¡Ni con los pies por delante! Desde aquel año en París me juré que más nunca volvía a salir de Cuba. Es como si te lo perdieras todo y la Revolución y el proceso ocurrieran sin ti.

Ave María, ¿cuándo se acabaría mi tormento? Ni escribir ni pintar iba a poder más nunca y, para colmo, resulta que estaba enferma con eso de la inadaptación.

—Entonces tienes que ayudarla a ser lo que quiere. Le he hecho algunas pruebas vocacionales y...

—Elsa, ella va a estudiar química. Es lo que quiere su padre. La voy a cambiar de escuela este año. Está perdiendo su tiempo en la de ballet.

¡Ay, misericordia divina!

—Mami, pero ¿por qué? ¿Cómo me vas a quitar del ballet? Si soy la segunda de la clase... —Se me había puesto rasposa la garganta, como si tragara pez rubia.

—Por varios motivos: porque tú tienes mucho cerebro para ganarte la vida moviendo las piernas y porque así te voy a tener más cerca del trabajo.

Y para consolarme de tan grandes desventuras y profundos desgarramientos, me prometió toda una semana con ella sólita para mí. íbamos a dar un viaje por el interior de la isla.

El viaje por el interior de la isla consistió en un periplo agotador para visitar, ¿a que no adivinan?, la finca de Birán donde había nacido Fidel.

Pero no nos dejaron entrar. Estaba reservada para invitaciones de gobierno autorizadas por Celia Sánchez.

Mami tomó la opción alternativa y nos pasamos unos días en casa de tío Ramón, el hermano mayor del Comandante, igualito a él en versión guajira.

Él y su mujer, Suli, se echaban miradas de odio compartido mientras sus tres hijos deambulaban por ahí con la mirada de los niños sin amor. Se empeñó en damos la bienvenida cantando con la guitarra:

Por alto que esté el cielo en el mundo

por hondo que sea el mar profundo

no habrá una barrera en el mundo

que mi amor profundo no rompa por ti...

Fuimos nosotras las que rompimos la barrera del sonido cuando viramos para La Habana con dos puercos y tres guanajos en el asiento de atrás que clamaron estentóreamente su desconcierto hasta que llegaron veinticuatro horas después a su destino.

La paciencia no me alcanzaba para llegar a La Habana y sacarle al tío Pedro Emilio, mi feroz y más tierno confidente, la verdad vergonzosa que andaba tapada con el desamor formal de esa familia, y esto fue lo que me dijo, en una de nuestras tardes endomingadas de versos:

—A Ramón hubo que casarlo a la carrera con Suli porque se enamoró a los trece años de una haitiana contra cuya ardiente esteatopigia, unida a los amarres invencibles del vudú, nada pudieron los embrujos y limpiezas de tu bisabuela Dominga. Contra Papá Legbá y Barón Samedi no funciona la prenda conga made in Cuba. Ramón se escapaba todas las noches de su vida para correr detrás de su negra. Volvía al otro día, pálido y esmirriado, «deslechaíto», decía Dominga, rezongando en patois palabras tan dulces que no hacía falta entender para saber que esos eran los nombres de los olores a fruta pervertida de su hembra de chocolate.

Y si Ramón vivía en el otro extremo de la isla, castigado por Fidel y condenado a cuidar una base de camiones, era porque nunca quiso ayudar a su hermano rebelde en la Sierra y, cuando triunfó la Revolución, se agenció un uniforme verde olivo.

—No lo acuso yo de nada —siguió Pedro Emilio—, porque bien se sabe que hice lo mismo. Pero al uniforme le añadí unos graditos de capitán... De todas formas, hija, yo me había postulado para alcalde con el antiguo régimen y, para colmo, soy hacedor de rimas, cosa que mi medio hermano considera debilidades de cundango. A Ramón lo perdonará en su momento, pero a mí va a tratar de despreciarme toda la vida.

Puede que el embrujo de la haitiana repudiada persiguiera a la mujer usurpadora, porque a Suli le dio por intentar suicidio tras suicidio, y cuando no tenía con qué envenenarse, se acuchillaba las venas. Dos hijos se le fueron de la casa locos de atar, y hasta Ramón se le escapó un buen día.

Ya vivían en una casa de Miramar y estaba Ramón a cargo de todas las vacas Fl, F2 y F3 engendradas con los aportes genéticos de su hermano Fidel, cuando se colgó Suli de la baranda de la escalera y no quedaba nadie para salvarla.

La culpa de que se me alborotaran las hormonas fue de los guanajos y los cerdos que Ramón le mandó vía Mercedes Benz a su hermana Angelíta.

¡Hay que ver lo crecido que se había puesto el primo Mayito! Me apasioné con aquel par de orejas despegadas, la figura larga y elegante, los ojos verdegrises y la cabeza al rape. Fidel lo había destinado a la cohetería, y aunque más parecía una figura del Greco que un gendarme, estudiaba en la Academia Militar de Belén.

Vivía obsesionado con la salud y se inventaba unos remedios con yodo tánico, aceite de hígado de bacalao y compuestos vitamínicos que te dejaban la garganta a fuego y el estómago revolcado.

Usaba la pirotecnia para limpiar sus botas militares: les untaba una especie de chapapote y les prendía candela. Era un ser solitario y tierno, y en su cuarto tenía escondido el altar que la abuela Lina le había dejado a su hija mayor.

Yo asistía al ritual de limpiar las botas y le iba dando los isopos, los trapitos y los cepillos como una enfermera alarga los instrumentos en un salón de cirugía. Tragábamos a dúo una de sus inmundas fórmulas salutarias y después me llevaba a dar vueltas en alguno de los carros que le prestaba la madre. No teníamos amigos ni muchos lugares adonde ir.

Fue delante del altar en que estaban ordenados en filas y columnas por orden de prioridad todos los santos católicos y sus primos yorubas, ejerciendo su solidaridad sincrética, donde mi primo Mayito me dio el primer abrazo y me quiso plantar una lengua dura como un dardo adentro de la boca. Otro dardo más duro todavía le iba creciendo detrás de los pantalones. A mí se me desordenaron los tegumentos y una cosquilla rosada se me encaló debajo del ombligo y me mojó las pantaletas.

Me entró un terror atávico, porque lo único que sabía de sexo era que Ivette y yo estábamos criando unos pelos hirsutos entre las piernas y que por eso no podíamos seguir bañándonos juntas.

Cuando se lo conté a Tata, me dio la única sonora bofetada con que me honró.

—¡Tan chiquita y cogiendo esos calentones! ¡Ojalá me alcance la vida para vigilarte el trastero!

Yo tenía once años y él dieciocho. Fue mi amor recurrente.

Ciudad Escolar Libertad es una escuela tan enorme que uno extravía la identidad desde el primer día.

1, 2, 3, 4.

1 2.

Marchábamos por las interminables avenidas.

Érase una niña a una nariz pegada la que se me acercó el primer día.

—Me llamo Roxana Yabur. ¿Y tú?

—Alina Fernández.

—Mi papá es el ministro de Justicia.

Era la hija del señor encargado de restituirme el linaje.

—¿Ah, sí? Pues mi papá es Fidel Castro y hace más de un año que le mandó al tuyo a hacer una ley para que me puedan cambiar el apellido.

—¿Fidel Castro, el de verdad?

—No, boba. ¡El de mentirita! Yo me llamo Fernández porque mi madre estaba casada con Papi Orlando y por una ley juris per juris nadie es nadie para reconocer a un hijo adúltero, así que le dijo a Yabur que le cambiara el Código Civil y que hiciera uno revolucionario, para que yo me llame-como me tengo que llamar y que ahora no me llamo.

Roxana no contestó ni jota, pero al otro día lo sabía la clase entera y a la semana, la escuela, como si la noticia de que Fidel tenía una hija creciera en progresión geométrica. Venían de todos los rincones de la maldita escuela aunque tuvieran que caminar kilómetros y metían la cabeza en el aula para mirarme:

—Oye tú, mira esto: ¡dicen que es la hija de Fidel!

—¡Mentira! ¿Una hija del Caballo andando en guagua, sin chofer ni escolta? ¡No jodas!

—¡Niña, ven acá! ¿Es verdad que tú eres hija de Fidel?

—Sí...

—¿Y por qué no le pides al Caballo un par de zapatos? ¡Esos te van a caer atrás el día que los botes!

—Oye vieja, si es verdad que eres hija de Fidel, dile que reparta comida, ¡anda!

—¿Tu mamá está casada con Fidel?

—¿Y por qué no tienes el apellido?

—Lo que pasa es que la madre se singó al Caballo sin estar casada con él.

Más de una tarde volví a casa desolada.

—Abue, ¿qué quiere decir singar?

—¿Qué palabras son ésas, niña? Ya verás que este año se me van a dar mejor los geranios. Dicen que hay que regarlos con orines de mujer embarazada. Seguro que no habrá que buscarlo fuera de casa. ¡Con esa moral que tienen hoy en día las criadas!

Lala Natica siempre ha profesado extrañas asociaciones de ideas.

—Mami, ¿qué cosa es singar? Es que en la escuela... —Había que hablarle muy bajito porque la secretaria andaba amagando en sueños al que iba a ser su tercer ahijado y seguía durmiendo en el sofá de la oficina.

—Me lo cuentas después, mi amor. Ahora mismo salgo para una reunión del partido.

—Tata, ¿qué cosa es singar?

Tata me miraba con su lucidez de silencio. Acabé por enterarme:

—Tota, ¿tú sabes qué es singar?

—¡Chica, tú tienes que ser boba! ¡Es lo más rico que hay! O por lo menos, eso es lo que le dice mami a papi cuando en vez de dormir se ponen a meter y sacar la cosa. ¡Es como se hacen los niños, tonta!

Cada día me levantaba para ir al calvario, pero por suerte las novedades acaban por extinguirse siempre, o se vuelven hábito.

La hija de Yabur se convirtió en mi mejor compañera. Estudiábamos juntas, en la casona con cancha de tenis que su padre disfrutaba por su rango de ministro. Iccon, la abuela libanesa, fue mi maestra en el «baile del vientre». Nos daba clase de dicción en arabismos mientras nos descosía el caderamen a base de malabarismos que, decía, nos iban a servir para otras etapas de la vida.

Ese año mataron al Che Guevara en Bolivia y una efervescencia de tristeza orquestada puso de luto militante a la isla entera, entre veladas obligatorias y solemnes en la plaza de la Revolución, odas fúnebres y músicas de martirologio.

Korda, el fotógrafo, colgó en todas las paredes del orbe su foto del Guerrillero Heroico y el Comandante salió de su introspección en las lides de la genética bovina para dirigir con éxito una de las campañas publicitarias más logradas de este siglo.

Hasta anunció que las manos cortadas y la mascarilla mortuoria del Che, que habían llegado en un termo a La Habana, iban a ser disecadas, embalsamadas y expuestas en el Museo de la Revolución. La idea era infame, y me tragué el orgullo y le escribí la mil y segunda carta pidiéndole que enterrara las manos y guardara la mascarilla.

La furia vacuna se extinguió súbitamente en los televisores para ser reemplazada por una furia mucho más perspicaz y futurista: la formación del Hombre Nuevo.

Cuba era el caldo de cultivo para ese germen del progreso universal y la escuela su trinchera.

A Fidel, el éxito de la muerte del Che le devolvió la labia y la energía para pasarse horas bajo el sol, el sereno y la lluvia de la Plaza, explicando que los estudiantes cubanos teníamos que cumplir el sueño del Apóstol Martí, que había dado en coincidir con el del Che en el tiempo.

Y la gente aplaudía.

Que las nuevas escuelas necesitan un Plan Quinquenal para hacerse realidad, pero que con la contribución de todo el pueblo en horas voluntarias, más temprano que tarde se levantarán en los campos de nuestra patria los sueños comunes del Apóstol y el Guerrillero, y que los estudiantes vivirán y trabajarán en ellas, para aprender en carne propia el sacrificio de los campesinos y el resto de los pobres de la tierra.

Y la gente aplaudía y gritaba: «¡Viva! ¡Viva! ¡Fidel, Fidel, qué tiene Fidel, que los americanos no pueden con él!»

Mientras el resto del planeta se adaptaba a la era de Acuario, se dejaba la melena, abría los bajos de los pantalones en campana y reducía las faldas a la mini, tarareaba a los Beatles, colgaba al Che en la pared y los jóvenes hacían un esfuerzo sin precedentes por acercarse en el amor, nosotros marchábamos en cadencia militar, todo lo que hablara en inglés estaba prohibido, a los varones les rompían el pantalón del uniforme en la escuela o en la calle si una pelota de ping pong no se les deslizaba pernera abajo, la policía les afeitaba la cabeza si osaban andar peludos aunque menos, mucho menos peludos que los peludos originales del triunfo de la Revolución, y si reincidían los mandaban a cumplir condena a los campos de trabajos forzados de la UMAP, las Unidades Militares de Apoyo a la Producción, junto con los homosexuales, los artistas y los curas. Y cuando salían de ahí no eran los mismos.

Una mañana se interrumpió la clase de inglés de la teacher Ananda para que apuntáramos en una lista las tallas de zapato y de pantalón.

A la semana nos entregaron un par de botas cañeras, una muda de ropa gris Mao y un sombrero.

One sizefeets all, porque no se podían hacer distinciones estilísticas entre tanto alumnado con la suerte de convertirse en el Hombre Nuevo.

Llegamos a casa con una lista de recomendaciones y un horario tempranero de presentarnos en el plantel: íbamos a salir para la Escuela al Campo.

Con maletas que ponían en evidencia la creatividad popular, de madera reforzada con hierros y candados, una frazada, sábanas, chancletas de palo y un cubo de metal que nos solicitaban para el aseo, nos depositaron nuestros padres amantísimos en el umbral del nuevo experimento, y todavía recuerdo con cariño el jarro de aluminio que mami mandó a grabar con mi nombre y que brillaba entre los demás por sus heráldicas: nadie me lo pudo robar.

Hacinados en guaguas escolares antediluvianas, los imitantes en vías de convertirnos en una especie de Vanguardia nos dirigimos a excitar las fecundas zonas oníricas de Martí nuestro Apóstol y del Apóstol Guerrillero.

Los varones iban al corte de caña y las hembras a lo que fuera. Padres e hijos ignorábamos el sitio preciso de destino.

Dos generaciones enteras estaban en vilo.

A veces, cuando los demás sueñan yo tengo pesadillas. Andaba rastreando memorias apocalípticas de otras vidas cuando me despertó la elocuencia del grito secular de los viajeros: «¡Ya llegamos! ¡Ya llegamos!»

Estábamos delante de un barracón de madera de palma y techo de guano. A la derecha había unas caseticas igualitas a las que las Makarenco habían levantado en los jardines de Miramar: las letrinas. Una cerca de alambre de púas rematada en un portón de hierro enmarcaba la grisura senil de todo aquello.

Nos dispusieron en orden alfabético para entrar al adefesio y ocupar nuestras camas.

Eran literas con pedazos de yute clavados en unos troncos y había medio metro de espacio entre una y otra.

Cuando me di cuenta de que en el cobertizo aquel íbamos a roncar y apestar más de mil personas en diez filas de cincuenta por dos meses y medio, me dio un mareo.

—Menos mal que el pobre Martí está muerto.

—¿Qué dijiste? —inquirió la secretaria de la Juventud Comunista.

—Que menos mal que Martí se haya muerto para poder soñar con esta maravilla...

A mí, cuando me daban un viaje indeseado me entraba la enfermedad aquella de la inadaptación, y no más vi el hueco en el suelo para hacer pipí-caca, y el baño tupido, donde las patas metidas en dos trozos de palo agarrados al empeine con una tira de goma de bicicleta trataban de sobrenadar a un fango pestilente generado por la suciedad de un millar de personas, me entró la tosecita de siempre, que no demoró en convertirse en ruidos roncos y sibilantes, acompañados de una fiebre de yegua.

Para colmo, una fuerza de la naturaleza pervertida andaba desmandada tocándole las tetas a las niñas si se levantaban a orinar en plena noche. Por miedo a la Gran Tortillera, vaciábamos unas vejigas como botijas en cualquier rincón. ¡Ah, los efluvios de la pubertad!

Antes de que cantaran los gallos al filo del amanecer, se encendían los faroles de luz brillante y en menos de diez minutos estábamos en formación.

Un hálito de humedad gélida nos nimbaba las bocas en el momento de gritar el lema.

Yo había cambiado a la Virgen María por mi mami, y cada noche le pedía una aparición milagrosa. Cuando aquello, tenía la disposición y el carro para hacer las dieciocho horas de camino hasta el sitio de mi infortunio el fin de semana pero, dado que el resto de los humildes cubanos eran pedestres sin otro medio de locomoción, me había dicho:

—Mejor no voy a verte desde el primer domingo para que tus compañeritas no se sientan mal por el privilegio.

Eso era justo. Porque a mí siempre, por algún motivo, los privilegios se me notan más.

Así que esperé impaciente su visita llenando y cargando todas las cajas de tomate que hicieran falta para ganar la emulación, a pesar de que tenía disparado el corazón en un bombeo amenazante y continuo y el aire me entraba en ráfagas caprichosas a los pulmones.

Hasta que un domingo ocurrió el milagro y mi estrella de Hollywood descendió del Mercedes vestida de miliciana.

Cuando la vi sin Tata se me desmoronó el ánimo. No habría fuerza humana capaz de sacarme de aquel infierno promiscuo.

—Mami, te lo ruego, por lo que más quieras. ¡Por Dios! ¡Por Fidel! ¡Por Lenin! ¡Sácame de aquí! —le supliqué respirando con un rumor de fuelle y voz de panadero búlgaro.

—No, mi amor. Tú sabes de sobra que tienes que quedarte aquí con tus compañeritos. Y tratar de darme una alegría siendo Vanguardia. Mira, Tata te mandó un bistecito que te tenía congelado desde la última vez que vino la carne. Y te traigo dos barras enteras de pan tostado y una lata de leche hecha fanguito para que te dure más de una semana. Y un paquete de gofio.

Pero yo le convertí la visita en un rogatorio.

—¡Si sigues de plañidera me voy ahora mismo! —exclamó.

Y me dejó en esa desesperación de abandono que nada más que puede describir la infancia.

Me dediqué a ser Vanguardia la semana siguiente porque tengo la incondicionalidad acorazada. Ya tenía confundido al sueño con la vigilia y andaba sumergida en la intemporalidad de mi mal estado, cuando unas burbujas endemoniadas me cubrieron el pellejo del cuello y de la cara.

Me llevaron al médico del Policlínico. El jovencito se desentendió de mi erudición médica:

—Mire, tengo una punta de costado en el vórtice del pulmón derecho y arritmia cardíaca, acompañada de taquicardia y disnea.

Me mandó en viaje urgente para La Habana, por miedo a que le contagiara al resto del alumnado mis vejigas faciales.

El sol estaba haciendo pucheros de calor en el cielo del mediodía cuando la profesora guía me depositó en brazos de Tata con el corazón desbocado y el ánimo de vivir mustio.

Lo primero que hice fue tener un encuentro pasional con mi inodoro de porcelana blanca, la inmaculada concepción del pipí y de la caca civilizada.

—Tata, ¡estoy orinando sangre!

—A ver, m’hijita, ¡no puede ser! ¿No será que tienes las Lunas?

Pero no. Las Lunas no me tocaban, según el papel que yo había descubierto escrito de su mano en el cajón del escritorio y que rezaba: «El día 11 de noviembre de 1965, Alina fue Señorita.»

—Tata, creo que me voy a morir.

Y Tata llamó a mami al número nada más que para emergencias con la noticia, pero mami no llegó hasta bien entrada la tarde porque no cree en la muerte, habiendo sobrevivido a la gastroenteritis, la brucelosis, el apéndice perforado y gangrenado, la hepatitis galopante, la mononucleosis por donar sangre para la gente humilde y hasta la mordida de un perro sospechoso en el cielo de la boca.

Un psiquiatra que estaba de guardia esa noche en el mismo hospital donde rescataban las venas cercenadas de la tía Suli, me diagnosticó de «nerviosa» y me sumió en un coma de belladona.

Supe que estaba muerta cuando abrí los ojos en un cansancio descalabrado y vi flotando encima de mi cabeza al mismísimo Viejo Jotavich en una nube blanca. Estaba a punto de arrancarle la barba toda para que hiciera el milagro de bajarme del limbo y ponerme en casa, cuando una mami agotada por la angustia me arrancó de la cama en un abrazo forajido que casi me desconecta las tuberías.

Jotavich era Vallejo, el médico de Fidel, con el uniforme de capitán de la Sierra escondido debajo de una bata y yo estaba viva, en un cuarto de su sala para extranjeros del Hospital Nacional.

—Tiene el pulmón derecho como un puñito, colapsado. Tiene el hígado engrosado, la transaminasa por las nubes, el bazo enorme y los riñones medio podridos. Voy a ponerle en vena ochenta millones de unidades de penicilina. No te preocupes, Naty. Donde hay vida siempre hay esperanza.

Eso de estar tan fea por dentro me disgustó bastante porque, como dice Lala Natica, «hay que ser elegante hasta para morirse», pero me dormí tranquila, sabiendo que no había nacido para irme podrida a ninguna parte antes de tiempo. Desperté una semana después.

—Has estado muy malita, Alina. Has estado inconsciente más de un semana.

—¿Y no vino Fidel a verme?

—No...

—¿Por qué?

—No sé. Pregúntale tú a Vallejo.

Siempre he sido muy bien mandada.

—Doctor Vallejo, ¿por qué no vino Fidel a verme?

—Porque no sabe que estás enferma.

—¿Cómo no lo sabe?

—No lo sabe porque no se lo he dicho para no preocuparlo.

—Pero ahora le puedes decir que «estuve» enferma.

—Ahora menos se lo puedo decir porque me mata por no habérselo dicho antes.

Y salió, imperturbable, de la habitación.

Los demás regresaron de la Escuela al Campo sin otra novedad que la pierna faltante de Mario, mi compañero de aula, y la pérdida de unas cuantas falanges superiores, repartidas en unas pocas manos.

La pierna había quedado bajo una carreta volcada, camino al corte de caña. Las falanges eran víctimas del filo de los machetes en manos sin experiencia.

Las niñas sobrevivimos intactas y todos volvimos a las clases y las marchas en aquella inmensidad de escuela.

—¿En alguna parte de la escuela hay niños de primaria?

—Mami, ahí hay de todo. Hasta un aeropuerto militar hay.

—Entonces debe ser verdad que tu prima Déborah estudia ahí. ¿Por qué no la buscas? Me han dicho que está en tercer grado.

Déborah es la hija mayor de Raúl y Vilma.

Descubrirla fue fácil, porque alrededor del aula se movían con evidencia sigilosa un par de escoltas, cuya barrera hiperprotectora atravesé explicándoles sucintamente mi parentesco y mis controvertidos orígenes.

La niña era un ángel bueno de porcelana, con la piel delicada y un pelo de ceniza rubia que siguió siendo su lujo toda la vida. Nos empezamos a querer enseguida. Por ella descubrí el calor de la familia y cierta liberación del regreso hacinado en la guagua 22, porque ella, su escolta y sus choferes tuvieron a bien dejarme en casa todas las tardes.

Así que en vez de irme de juerga trasvespertina con mis homólogos, arrancaba terminadas las clases en busca de mi primita.

Vivían en el séptimo piso de un edificio entre el Cementerio de Colón y el Cementerio Chino porque a la Seguridad Personal le cuesta menos trabajo vigilar a los muertos. Había que pararse en el medio de la calle hasta que el oficial de guardia salía, pedía permiso a los egregios habitantes, y lo llevaba a uno a un elevador que funcionaba con una clave.

Raúl era cariñoso y risueño. Había mandado poner un cine en la primera planta del edificio y hasta podían venir a veces los hijos de los escoltas a ver la matinée del domingo, antes del almuerzo.

—Mami, le pedí a tío Raúl que te invitara al almuerzo conmigo.

—¿Ah, sí? ¿Y qué dijo?

—Que la mesa estaba repleta. Pero era mentira.

—Tú no te preocupes por mí. Yo sé que Raúl me aprecia. Te voy a enseñar las cartas que tengo de él. —Volvía con su caja fuerte en miniatura—. Mira ésta que empieza «Naty, mi hermanita del alma...».

Y seguía leyendo una melopea romántica escrita quince años antes.

Yo no lo sabía todavía, pero el pobre Raúl no se atrevía a nada, ni a mudarse, ni a divorciarse, ni a tratar con gente, si su hermano Fidel no se lo permitía.

Fue esperando el elevador para subir a casa de mi tío cuando conocí a mi hermano Fidelito. Tenía el pelo rizado y pajizo de ja— bao, con algún mulatoto criollo bordeándole las abuelas. Alto y lindo, con un par de ojos caídos, nada más que de verlo se me arremolinó un golpe de sangre en el sitio donde duermen los presentimientos:

—¡Tú eres mi hermano! —Y me le colgué al cuello.

El pobre se puso bizco de la mala impresión.

Se rindió a la evidencia cuando nos presentaron los tíos antes de dejarnos solos para favorecer el diálogo.

—Entonces debes saber que tenemos otro hermano.

—¿Otro? ¿De dónde salió?

—Es una historia simple: la madre, Amparo, coincidió con Fidel en un viaje a Oriente que duró tres días.

Él no supo que la había dejado embarazada hasta mucho después.

—¿Y qué edad tiene?

—La misma que yo.

¡Un viaje de tres días hasta Oriente! Habían demorado cantidad.

—¿Cómo se llama?

—Jorge Ángel. Jorge Ángel Castro. Yo... me voy para la Unión Soviética la semana que viene y no tengo tiempo de presentarlos, así que te dejo su teléfono y tú...

—¡A la Unión Soviética! ¿Qué vas a hacer allá?

—Voy a estudiar Física Nuclear. Eso es lo que el viejo quiere que estudie...

¡Madre mía! Aquello tenía que ser peor que la química.

—¿Te vas así, solito?

—No, no. Se van mis tres amigos conmigo.

—¿Y por qué no te llevas al hermano?

—Él se queda estudiando Química. —Y me sonrió con una sonrisa que se le fue para el lado izquierdo de la boca y que lo hacía sentirse un poquito mal a uno, como poca cosa. Se despidió enseguida—: Y no dejes de llamar a Jorge. Cuando venga de vacaciones vamos a estar juntos los tres. Tú y yo ya nos iremos conociendo por carta.

Esa tarde volví a casa con una paloma tierna aleteándome en el pecho.

—Tata, Tata, conocí a mi hermano Fidelito.

—¿Ah, sí? ¿Cómo es?

—Es alto, lindo y tiene dieciocho años.

—¿Le preguntaste si él había oído hablar de ti?

—Sí. Había oído.

—Y entonces él, que ya es un hombre, ¿por qué no vino a conocerte antes?

—Pues no lo sé.

—Ten cuidado, m’hijita. Tú no necesitas un hermano que no te quiera.

A la semana siguiente, Tata se murió.

Para vivir la muerte de Tata lloré y lloré, olvidada de todo. Fue un golpe que me tuvo meses en un trance enfermizo, sin peinarme, sin bañarme, sin comer, porque no sabía hacer nada de eso sin ella.

Y todavía ahora, cuando escribo esto, se me van llenando los ojos de lágrimas. «Son golpes como del odio de Dios; como si ante ellos la resaca de todo lo sufrido se empozara en el alma, yo no sé.»*

Tata Mercedes era mi Rosa de los Vientos.

Hilda Gadea, la viuda del Che, y mami hicieron por esos días un descubrimiento conjunto: sus respectivas hijas estaban muy solas y necesitaban una amiga.

De modo que una tarde me encontré en el recibidor a una chinita muy mona, sentada con una señora que parecía un tótem incaico, Madre Rana Venerada o así.

La chinita era Hildita Guevara. No era china sino una india hermosa, con el pelo a granel negro satinado, las piernas gordas y bien formadas y un par de tetas de campeonato.

Nos miramos con odio, y con más odio todavía miramos a aquellas madres que nos habían hecho una encerrona.

—Suban a jugar a tu cuarto, Alina. Enséñale a Hildita las Barbies.

Casi me da una apoplejía. ¡Barbies! Pensaría que en vez de encerrarme a fumar la pipa de abuelo Manolo en la biblioteca, me metía ahí para jugar escondida a las muñecas.

Subimos a mi cuarto, donde andaban por las paredes y los muebles las huellas de mi fase pictórica antes de que también se me estriñera la pintura, junto a las improvisaciones de los pintores psicodélicos y puntillistas.

—¿Quieres fumar?

—¡Claro!

Saqué una caja de Aromas de la mesita de noche y le pasé los fósforos.

—¡Coño, pero ésos son suaves!

Hildita fumaba tabaco negro.

Nos volvimos inseparables.

Al principio fue una amistad catártica y triste, en la que alcanzábamos el sueño agarradas de la mano con los ojos reblandecidos por el abandono de nuestros padres heroicos: el de ella, muerto sin haber tenido la oportunidad de hacerse perdonar sus olvidos, y el mío, tan vivo y más ausente que si estuviera muerto.

La Celia Sánchez de Hilda Gadea era la Segunda Viuda, Aleida March, que acaparaba para sus cuatro hijos con el Che honores y privilegios.

La adolescencia es un eslabón perdido en el crecimiento sano. En ese mismo umbral dejamos la impedimenta de la angustia existencial y nos avivamos.

Hilda Gadea acabó por echarle el ojo y el respeto a un joven de buen ver y casóse con él. Hildita y yo quisimos averiguar cómo tiemplan las Veneradas, a ver si de una vez nos sacudíamos la inocencia. Una tarde en que se retiraron para «dormir la siesta» empezamos a abrir despacito las persianas del cuarto, para que el cambio de luz no los alertara.

Fui expulsada sin perdón y sin retorno de la casa aquella, pero seguimos siendo amigas extramuros.

Ya era yo un monumento nacional en Ciudad Libertad cuando pude colarme en la Escuela de Natación. Éramos las veinte niñas que íbamos a inaugurar el primer equipo de ballet acuático en la isla y si el arte me era poco, el deporte no.

Las mamás con hijas nubiles se pusieron en movimiento. Era una oportunidad inmejorable de poner sus trabajos en manos del Estado socialista.

La escuela era un paraíso culinario con efebos bronceados. Los deportistas forman parte de la propaganda de la Revolución y desde siempre reciben trato preferente. Es mejor ser campeón de Cuba que ministro.

La comunión en el sudor y la competencia anuda inefables lazos.

Vivíamos para entrenar cinco horas diarias, comer y dormir y entrenar y comer y dormir. Nadie se quejaba de Fidel ni de la «situación».

La escuela llenaba sus plantillas con hijos de papá, los hijos de los amigos de papá y con algunos que venían de tierra adentro y que estaban agradecidos de vivir entre elegidos y pasar los fines de semana invitados en sus casas.

Era 1968 y se usaban los pelos lacios y la flaquencia.

¡Quién iba a ser flaco con aquella comida de privilegio! Lo del pelo era más fácil, porque nos planchábamos las melenas.

Teníamos que estar bellas por la mañana. Ésa era la cosa. Estudiar, no tanto.

Y, ¡aleluya! No había Escuela al Campo.

Los miércoles venían las madres con un uniforme limpio para terminar la semana.

Mami arrebolaba los corazones de los polistas al punto de hacerlos arracimarse detrás de un muro para verle la estampa. Ese miércoles estaba muy nerviosa:

—Hoy por la noche va Fidel a casa, pero prefiero que te quedes aquí, A, porque quiero hablar con él de ti precisamente. De tu problema. Así que es mejor que no estés, y si te quiere ver de todas maneras, que vuelva mejor otro día para que...

—¿Tengo algún problema nuevo, además de la inadaptación, las mujeres de espalda, los ojos de pescado y la bronquitis alérgica?

—Que él no te atiende como es debido. Ése es el problema.

¡Vaya novedad! Llevaba trece años haciendo lo mismo.

—¿Sabes cuánta gente hay en esta escuela que ni conoce al padre?

—Lo hago por ti.

Por mí, que no hiciera nada. ¿Desde cuándo no iba Fidel por casa? Dos años es mucho tiempo cuando a una le están despuntando los senos.

Por primera vez estaba viviendo sin su sombra. Sin que nadie me excitara la culpa contándome fusilamientos, expropiaciones, abusos carcelarios y visas denegadas y me pidiera casas, zapatos, ingresos en hospitales y salidas del país. Hasta ella había dejado de sacrificarse, manejando los fines de semana hasta Santa María para bañamos frente a la casa de él, a ver si aparecía. Como la vez en que salió gritando del agua «¡Fidel! ¡Fidel! ¡Alinaaaa!», hasta que el Comandante nos pudo rescatar de la golpiza de los escoltas y se fue a echar una competencia de natación con ella.

No tenía ningún problema. Ni andaba ya de alcahueta del tío Ramón y su nueva amante, con base en la finca de tía Angelita, que me tenían de mandadera de sus recados amorosos, para angustia de Suli. Al punto que hasta los primos locos me guardaron años después el odio amarrado en sus camisas de fuerza.

—No quiero verlo. No me interesa verlo.

Pero los adolescentes no tienen voluntad propia.

Es la noche siguiente y ahí está mami, radiante. Un arcángel a la vera del Comandante acostado en mi cama, con los brazos detrás de la cabeza.

—He estado demasiado ocupado estos dos años. Es que el tiempo se me vuelve nada. Es muy difícil mantener una Revolución. Últimamente, he estado negociando con Japón la compra de unas máquinas de hacer frozen y estoy muy satisfecho. En dos meses más van a estar instaladas. Por lo menos una en cada barrio. Así que la gente se va a poder tomar un heladito, con tanto calor que hace. Pero lo mejor es que negocié la compra de la fábrica de barquillos y vamos a poder producirlos en el país.

Menos mal que los barquillos no iban a ser importados... No lo aplaudí porque estábamos solos.

—También me van a vender los japoneses una fábrica de calzado plástico con un nivel de producción incrementable de miles de zapatos diarios. Es increíble: metes una bolita de un plástico derivado del petróleo en la máquina y sale un par de zapatos con tacón y todo. De hombre, de mujer o de niño. Se pueden hacer varios modelos. He comprado la maquinaria muy barata. Creo que a la larga va a resolver el problema del calzado en la población.

Me tenía hechizada.

—La otra noticia es que ya está lista la modificación a la Constitución. El nuevo Código de la Familia entra en vigor la semana que viene, así que cuando quieras puedes usar el apellido Castro. Lo único que tiene que hacer tu madre es reunirse con Yabur.

Me vi en la formación de la escuela, delante del mar, apabullando a la gente con aquella noticia a destiempo.

Era hacer el ridículo.

Y me iba a quitar la alternativa socorrida: «No, no. Yo no puedo hacer nada por usted. Le juro que no soy hija de él. Qué va. Nada. Ni una carta.»

—Creo que me voy a quedar con el Fernández. Es que me llamo así hace mucho tiempo y no me gusta dar explicaciones.

A él le daba igual.

Se fue, dejando dos manchas de betún negro en la sobrecama, y en el aire las promesas de volver pronto.

Jorge Ángel, mi hermano nacido tras un hechizo de viaje, parecía tonto, era callado y lucía bien. Me dio por quererle la invalidez y la dependencia de sumisión en que lo tenían Fidelito y una novia perpetua de nombre Ena Lidia.

Acostumbrado como estaba a viajar con la impedimenta, los fusiles y las cantinas de comida en la parte de atrás del jeep cada vez que su hermano el príncipe heredero se dignaba invitarlo a algún sitio oficial, y a quedarse en segundo plano sin que nadie lo presentara, andaba con la identidad y la autoestima medio perdidas.

Fidelito me escribía cartas amables y engoladas desde la URSS, con recomendaciones de obediencia y militancia y posdatas de saludos cariñosos para mi madre, pero yo iba prefiriendo al hermano postergado, azorado con esa familia variopinta que le fui presentando poco a poco. ¿Por qué lo tendría escondido Fidelito?

Fue mami la que le regaló a Jorge un afecto incondicional. Nos hicimos tan íntimos que la boda de él con la Perpetua empezó a planearse con lujo de detalles en casa. Teníamos notario, flores, el traje de la novia y las cosas de comer apalabradas, cuando el idilio se despeñó.

El invitado de honor y padrino de la boda iba a ser Fidelito, que llegaba tras dos años de darle al núcleo de la física en la Unión Soviética. Cierto que habíamos tenido una agarrada epistolar, porque yo le había descrito al Viejo como «un cabrón que no se ocupa de sus hijos» y el respondió con airadas frases de exégeta. Había dado el incidente por olvidado cuando llamó Vilma para pedirme que estuviera vestida y lista porque iban a pasarme a buscar camino del aeropuerto.

El salón de Protocolo estaba repleto cuando entró mi hermano inconfundible, con una rusa ofuscada que no entendía aquel recibimiento oficial y multitudinario de hombres vestidos como los militares de su tierra.

Y yo allí como Guarapo el perro, moviendo la cola y con la lengua afuera, la primerita para ser besada.

Mi hermano se pasó media hora dando abrazos y parabienes. Cuando no le faltó a nadie y todo el mundo estaba mirándolo y mirándome, me dio la mano.

—Gracias por venir.

Y eso fue todo.

Con la sonrisa de desprecio que se le corre para el lado izquierdo de la cara. Aquel infatuado se creía el próximo emperador romano.

Los tíos no habían calculado semejante reacción, y como no sabían qué hacer conmigo a esas alturas me llevaron con ellos y sus hijos al apartamento, donde el cocinero de gorra encopetada estaba logrando un almuerzo suculento y tardío.

En el mismo edificio, derrumbando paredes medianeras, le habían preparado un dúplex de amor a la pareja como regalo. Recorrimos los predios amueblados y volvimos al séptimo piso. Yo tenía atragantados el desconcierto y la sorpresa. Si hay catástrofes indigestas, ésa era una. Mi próximo Plan Quinquenal del Socialismo se soportaba exclusivamente en el amor de mis hermanos.

Llegó la repartición de regalos. Había regalado discos de los Beatles y de Raphael, su preferido y el mío, y repartido entre mis primos ropa y juguetes, cuando se me acercó finalmente.

—A ti no sabía qué traerte, pero aquí tienes. —Y me dio un frasco relleno con esas esencias nauseabundas que eran los perfumes rusos de la era comunista.

Estaba desesperada.

—Mami te manda todo su amor. Que no puede esperar para darte un beso por todas las cosas lindas que le has puesto en mis cartas. Dice que la casa es tuya cuando quieras.

—Dile a tu madre que no tengo nada que buscar en su casa.

Se me paró el corazón, pero ya se sabe que lo tengo fuerte. Me acordé de Myrta y las cartas traspapeladas por el bueno del censor de la cárcel y asumí que, en una escala aérea prohibida por los principios de la Revolución, mi hermano había tenido un encuentro secreto con su madre en España, que tenía exiliada allí a esa otra integrante del consorcio de brujas contra mi madre.

Dejé el perfume en la encimera de la cocina y salí del apartamento. No tuve ánimo para volver a casa donde mami me estaba esperando excitada para saber cómo había ido el encuentro.

Parada en la esquina esperé el paso azaroso de una guagua cualquiera que me llevara lejos. A mis pies, arrugada en un montoncito imperceptible, estaba tirada la esperanza. La recogí y me enganché a la puerta de la ruta 69, clavando los codos en algunas paletillas y con la puntica del pie derecho atornillada al estribo, que era el modo de viajar en la isla cuando quedaban autobuses.

Jorge Ángel llamó una tarde: ya no iba a celebrar su boda en mi casa. Iba a ser en una de Protocolo, en el Laguito, y Celia ya se había encargado de todo.

—Me apena decirte que Naty no está invitada.

—¡Maricón! —le contesté.

Vaya con los hermanitos que Dios me dio. Uno era Fouché en pañales y el otro el Padre de los Pendejos Oportunistas.

—¿Qué tiene el mundo contra mami? —le pregunté a mi adorado primo Mayito.

—Eso a ti no te importa. A las madres no se las juzga. Se las quiere. Es el único derecho que se tiene sobre ellas —dijo Mayito moviendo dulcemente las orejas.

Empecé a ejercer el derecho de amor sobre la mía a carga pesada. Si ella no podía entrar en un lugar, yo tampoco. Me puse a ser un poco la mami de ella, porque abuela Natica era tremenda y se pasaba la vida criticándola. La trataba como si fuera oligofrénica y nunca pudo llevar amigos a almorzar a la casa porque Lala se burlaba de ellos con una vehemencia y una puntería infalibles.

Había tratado de devolverle a mami su jerarquía, pero estaba visto que ni Hércules con sus doce trabajos era capaz de romper la rabieta de rechazo que le tenían. Ella seguía empeñada en demostrar que era revolucionaria a carta cabal, aunque le aplicaran el potro del tormento y que lo de ella no había sido una inclinación uterina momentánea por el peludo, sino una decisión de por vida.

Cada vez la veía menos, ahora que había logrado ser miembro del Partido Comunista tras vencer las oscuras acechanzas de Celia, refugiada un poquito más cada día en su capricho y enajenándose, adentrándose en ese mundo de heroína incapaz de sentir las humillaciones ni la doblez del despecho.

Y como no podía salvarla de sí misma y estaba dentro y fuera, y todas las actitudes me parecían exageradas, quise convencerla de que aceptara otro de los puestos que le ofrecían continuamente en embajadas, de espía o de lo que fuera, para que me sacara de aquella discordia que no era nuestra y volviera a ser una mujer encantadora. Pero ella había descubierto un modo de ser, y era refractaria al juicio ajeno.

Le dejé el campo libre a mis hermanos y sus artimañas en un exit que me libró de almuerzos dominicales y de la doble moral de mis complicados familiares.

El asedio de Celia y sus malas intenciones duró el tiempo que le duró la vida a esa mujer más dura que pedernal, hasta que un cáncer maligno que le atacó desde los pulmones hasta la lengua la dejó más escuchimizada y vermicular de lo que lució nunca.

Pero cuando ocurrió esa muerte habían pasado diez años y mi madre ya estaba presa en sus ideas fijas.

A juzgar por todas aquellas caras apasionadas, los Castro la trataban mucho mejor cuando era la puta del barbudo que cuando se convirtió en la ex querida del Comandante.

Septiembre del 68 nos devolvió a la Escuela de Natación todas lindas y rollizas por el hambre desaforada en unas largas vacaciones sin ejercicio, con el pelo y el uniforme recién planchados. Estábamos paradas en el primer matutino cuando el director nos dio la noticia:

—Como el Ballet Acuático no ha sido declarado deporte olímpico, lamentamos informarles que el equipo de la susodicha disciplina queda desintegrado por orden del Ministerio de Educación. Se les ruega a las participantes devolver el par de trusas, la bata de baño de felpa, el gorro, el naricero, los zapatos y el uniforme escolar. Todo lo cual quedará a cargo de la tía del albergue, previa firma de un recibo al portador. Tras lo cual tendrán permiso para llamar a sus padres. ¡Que vengan a llevárselas!

Y se acabó.

Hice las pruebas para quedarme en natación:

—No está fisiológicamente adaptada al agua —dijo un juez.

—¿Qué le hace falta para estar «fisiológicamente adaptada al agua»? ¿Branquias, aletas, escamas?

Mami estaba furibunda. Fuimos a ver al ministro de Educación, Llanusa.

—Mira Naty, no puedo hacer nada por la niña. Si se queda en la escuela van a decir que es un privilegio por ser la hija de Fidel.

—Es la mejor del equipo y lo saben todos. ¡Hizo una prueba de natación fantástica y mira con lo que me salen! ¿Quién ha visto semejante explicación?

—Es una explicación como otra cualquiera. La orden de que se queden todas fuera es mía. Tienen fama de malcriadas. Los hijos de papá no están bien vistos en ninguna parte.

—Trata de encontrar una solución. Esa escuela ha sido lo mejor que podía pasarle a Alina.

—Puede ser... A propósito, hijita, ¿cómo se llama esa enfermedad que dices que tengo?

—Ginecomastia —contesté—. Crecimiento inmoderado de las mamas en los hombres. Y ojalá se le lleguen a arrastrar por el piso, señor ministro.

Eso, en nombre de todos los estudiantes de mi escuela, presos en las granjas de rehabilitación que ese palurdo tetón les había inventado para reeducarles los gustos por la ropa apretada y el pelo largo.

Volví a Ciudad Libertad con el ánimo en rebeldía y los maestros acabaron por no dejarme entrar a sus clases.

Nadé cinco horas todos los días hasta que logré un récord inmejorable en mariposa y espalda y me gané el derecho a entrenar con la preselección de natación. Y como ya tenía el pasaje de vuelta al paraíso, el día de la competencia no me presenté en la piscina.

Siempre he sido así: cuando estoy a un pasito del logro, lo dejo.

La casa de 22 empezó a corromperse. Los techos soltaron tortas de cal y yeso para exponer una ramazón de cabillas herrumbrosas y tuberías podridas.

Mami encontró un ejecutivo poderoso capaz de mover los hilos de las permutas en «zonas congeladas».

El 19 de marzo estaba desalojando el cuarto del chofer con una fiebre de catarro onerosa, cuando se vino abajo la tabla de una repisa y descubrí la caja fuerte.

Antes de avisarle a mi madre, que había tenido el hábito criticable de donarle todos sus bienes a la Revolución y el Socialismo, llamé a abuela Natica, la preservadora de lámparas y otros tesoros familiares.

Pero Lala no pudo quitarse de arriba a los amanuenses de la Seguridad Personal a cargo de la mudada y subió a los altos del garaje escoltada.

Ellos fueron los que violaron el secreto de la caja a base de soplete y martillazos, para revelar la melancolía de los antiguos dueños que, huyendo del descalabro en 1959, habían enterrado ahí, antes de la póstuma estampida, sus tesoros más preciados. Títulos de propiedad, dinero, joyas.

Abuela quiso retener un polvero de oro recamado con el pretexto de que ése era el día de mi decimoquinto cumpleaños, pero los de la Seguridad no soltaron prenda.

—¡Auxilio! ¡Auxilio! —gritó Lala, histérica de repente. Pensé que se había vuelto radical y que iba a iniciar en ese mismo instante una batalla contra los abusos del Comunismo Mundial.

A sus pies, nadando en un líquido azul turquesa, estaba mi homúnculo azul.

Uno de los bocales de mi infancia se le había caído de las manos.