LAS CIGÜEÑAS
Ana: Este cuento —que ya era un poco tonto— lo escribí antes de que tú nacieras y se lo mandé a los niños de tu tío Diego que entonces sólo eran cuatro. Ahora te lo mando a ti. A ver si te gusta.
En el pueblo hay una plaza;
en la plaza hay una iglesia;
en la iglesia hay una torre;
y, en la torre, las cigüeñas.
Cuatro cigüeñatos
tiene la cigüeña.
Todas las mañanas
los lava y los peina
les da el desayuno,
los lleva a la escuela.
En una muralla
que se cae de vieja
(como que la hicieron
allá en la Edad Media
para protegerse
cuando había guerra)
en un hueco grande
entre dos almenas,
vieja y sin familia,
vive la maestra,
y los cigüeñatos
desde muchas leguas
vienen a diario
a aprender con ella.
Dicen que es muy sabia
porque les enseña
con mucho cariño
y una gran paciencia
a volar muy alto
sobre las aldeas,
a montar la guardia
como centinelas
a la pata coja
sobre las veletas
y a tocar la jota
con las castañuelas.
Mientras, en la torre,
la mamá cigüeña,
buen ama de casa,
cumple sus faenas;
y papá cigüeño
busca por las ciénagas,
por los arroyuelos
y por las praderas,
con su largo pico
y sus largas piernas,
ricos gusarapos
para la merienda.
Y, a la tardecita,
cuando el sol se aleja
y los cigüeñatos
vuelven de la escuela,
por el cielo rosa
de la primavera,
con sus alas blancas,
¡qué grandes y bellas,
qué majestuosas
vuelan las cigüeñas!