CAPÍTULO PRIMERO

DE LO QUE LE OCURRIÓ A PAPAMOSCAS CON EL NIDAL VACÍO, EL GALLO MARIMANDÓN, Y EL HUEVO QUE SE PERDIÓ

Allá por la primavera

cuando todo se remoza

y hay pájaros en los nidos,

en los campos, amapolas,

en las ramas, hojas verdes

y, en el aire, mariposas,

no es extraño que anduviera

nuestra amiga Papamoscas

como si estuviera en Babia,

cada vez más tontiloca,

cada vez más aturdida,

más pasmada y más dichosa

con los mil y mil portentos

que veía a todas horas,

sin enterarse de nada,

sin hacer la menor cosa

de provecho, entretenida

con el vuelo de una mosca.

Quien reinaba en el cotarro

—es decir, el gallinero-

era un gallo valentón,

guapetón, con mucho genio,

cola de cien mil colores,

dos espolones de acero,

un pico bien afilado

—que empleaba con acierto

si llegaba la ocasión—,

dos ojos grandes y negros

y una cresta formidable

que imponía gran respeto.

Su nombre, Marimandón,

muy sonoro y muy bien puesto

pues él era quien mandaba

y a obedecer, que es lo bueno.

Ahora andaba atareado

con los ojos bien atentos

inspeccionándolo todo

pues la primavera es tiempo

en que las gallinas serias

han de trabajar con celo

para llenar los nidales

con buen número de huevos,

empollarlos y, después,

criar hermosos polluelos

para que se vea siempre

bien poblado el gallinero.

Así andaba vigilando

cuando, de pronto:

—¿Qué es esto?

—se dijo Marimandón

al ver un nidal desierto.

—¿Y quién será la holgazana

que no me ha puesto ni un huevo?

¡Y precisamente en días

de repoblación! Me apuesto

a que es esa despistada

de Papamoscas... Veremos

dónde anda y qué me dice.

Indignado y en un vuelo,

fue en busca de la culpable...

¡Ay, el susto tan tremendo

que se llevó Papamoscas!

Estaba viendo un ejército

de hormigas que acarreaban

víveres al hormiguero,

cuando el gran Marimandón

—que venía echando fuego

por los ojos y tenía

todas las plumas del cuello

de punta— fue y le gritó:

—¡Aquí estás perdiendo el tiempo,

so gandula, con bobadas

y tu nidal sin un huevo!

¿Es que no te has enterado

de los días que corremos?

¿Es que no te da vergüenza

ver a todo el gallinero

trabajando por sacar

polluelos y más polluelos?

Y tú, ¿qué?... Papando moscas.

¡Qué buen nombre te pusieron!

Pero, ¡me corto la cresta,

si en cintura no te meto!

¿Conque, viendo trabajar

a las hormigas? Si al menos

tomaras ejemplo de ellas...

¡Hala, hala!... A poner huevos,

y a empollarlos y a criar

a tus hijos... Porque, eso,

toda gallina decente

lo ha de hacer... Mira, te ofrezco

de plazo un par de semanas.

No dirás que no soy bueno,

me conformaré con sólo

media docena. Si, luego,

no me presentas seis pollos

como seis soles, te dejo,

a fuerza de picotazos,

sin una pluma en el cuerpo.

Y, ¡sí que vas a estar guapa

enseñando el esqueleto!

Porque, de carne, no tienes

ni un gramo para un remedio.

Conque, a comer y a poner

y a incubar o te retuerzo

el cuello por perezosa.

¡Pues, señor! ¡Estamos frescos

con la Papamoscas ésta!

Y, bufando y maldiciendo,

se alejó Marimandón

a continuar su paseo.

Papamoscas, al principio,

se quedó como de hielo

de puro asustada... Al fin,

con un triste lloriqueo,

se fue para su nidal:

Al verlo vacío y seco

le dio una vergüenza horrible

y, allá para sus adentros,

se juró que, en adelante,

sin distraerse un momento,

comería a todo pasto

y pondría los seis huevos

para incubarlos después

con el calor de su cuerpo,

hasta que, en el propio día,

nacieran los seis polluelos.

Les enseñaría a ser

despabilados y atentos,

a comer con apetito

y a crecer como los buenos.

El gallo Marimandón

quedaría satisfecho.

A fuerza de afanes

y duros empeños,

aunque pequeñitos,

salían los huevos.

Uno, dos, tres, cuatro...

¡Ya faltaba menos!

Cinco... Sólo uno,

uno más... y, luego,

a empollar se ha dicho

y a criar con celo.

Pero Papamoscas,

con tantos esfuerzos,

aunque ahora ponía

un tesón tremendo

en comer, estaba

tan débil de cuerpo

tan falta de sangre,

que ya no había medio

de que produjera

el último huevo.

Y el plazo vencía...

¡Cómo corre el tiempo!...

La pobre lloraba

de rabia y de miedo

cuando, al fin, un día...

—¡Lo siento! ¡Lo siento!

¡Ahora sí que sí,

que voy a ponerlo!

No puede tardar

en salir... ¡No puedo!

¡Ay! ¿Qué voy a hacer?

Me daré un paseo

a ver si, a la vuelta,

mejor suerte tengo.

¡Qué sol tan hermoso!...

¡Qué cielo tan bello!

¡Qué bien huele el aire!

De pronto, un siseo:

—Ssssss... ssssss... ¡Papamoscas!

—¿Quién llama?... ¿Qué veo?

Si es don Ratoncito...

¡Ay!... Cuánto me alegro

de verle.

—Lo mismo

digo. ¡Cuánto tiempo

sin charlar un rato!

—Es verdad.

—La encuentro

muy desmejorada...

Demos un paseo

por esos trigales

y nos contaremos

nuestras aventuras...

—Vamos, sí...

Salieron.

(Doña Papamoscas,

saltando de un vuelo

la tapia y, el otro,

por un agujero).

Iban por los trigos

cual niños traviesos:

charlaban, reían,

corrían ligeros...

entre las espigas...

¡Qué feliz encuentro!

Y, de pronto, un grito:

—¡El huevo! ¡Mi huevo!

Sale... Se me escapa...

¡Tengo que ponerlo!

(Dijo Papamoscas.)

Allí estaba el sexto

huevo de la historia...

Pero ¡Santo Cielo!

Fue visto y no visto:

apenas tuvieron

tiempo de mirarlo

posarse en el suelo

porque, allí, la tierra

formaba un repecho

y, así, por la cuesta,

¡allá se fue el huevo,

rueda que te rueda!...

¡Ay, qué desespero!

Por más que buscaron

nunca más lo vieron.

¡Pobre Papamoscas!

¡Con qué desconsuelo

lloraba y lloraba

de arrepentimiento!

—¡Por boba y por mala

me quedé sin huevo!

¡Ay, Marimandón!...

¡Ay qué miedo tengo!

Adiós, Ratoncito:

al corral me vuelvo.

¿Qué va a ser de mí?

Ni pensarlo quiero.