CAPÍTULO 13

La vida es circo

Cuando Isabel abre la puerta y se encuentra con su señora, se le ilumina la cara:

—¡Ay señora, qué miedo he pasado por usted! —exclama la criada, incapaz de acostumbrarse al tuteo revolucionario que marcan los tiempos. La alegría se le corta de cuajo cuando se percata de que detrás de ella vienen también dos de los milicianos que horas antes se la han llevado.

—No te preocupes, Isabel, estoy bien. Me han puesto bajo vigilancia.

A partir de aquel instante, apenas tiene Tina un momento a solas con su criada. Está bajo sospecha y los milicianos no creen en la versión de las joyas vendidas. Tarde o temprano, con la presión adecuada, tendrán la pista.

La comida se celebra al día siguiente en el piso que Abel ocupa en la calle Ventura de la Vega. Pepe Pareja permanece en el cuarto de al lado. Cuando se abre la puerta con el camarero del restaurante que trae las viandas y las bebidas, Abel lo ve allí, con cara de pocos amigos, vigilante y vigilando. Tina, de espaldas a la puerta, despliega toda la seducción de que es capaz. Siente el odio del otro miliciano, aunque suponga otra causa, y no los celos, sentimiento terrible, que en aquellas situaciones de guerra, fuera de control, pueden ser mortales. Pero Tina ahora no puede pensar en eso. Ha llegado con gran presencia de ánimo, repitiéndose mentalmente que puede salir de aquella situación comprometida, producida por aquella bandera monárquica. En los primeros días del miedo, su madre le había aconsejado que la quemara, pero el asunto después se había olvidado. Ha preparado explicaciones sobre la bandera, pero ni siquiera Abel quiere hablar del tema. Él sabe que la tiene en un puño, y piensa aprovecharse de la situación.

Todas esas fuerzas de las que se ha armado parecen abandonarla al llegar al piso requisado de Abel. Cualquiera que la conociera lo notaría en su cara, en ese entrecejo levemente arrugado, en ese imperceptible temblor de piernas, ese azoramiento de la voz. Aquello es tan mezquino que su sensibilidad se siente atacada. Que tenga que ceder ante ese chantaje —y quién sabe los que vendrán después— por salvar la vida, se le antoja, de pronto, excesivo. No merece la pena, murmura para sus adentros, pero su instinto de supervivencia —y el de protección hacia su madre— surgen incontenibles y anulan su conciencia. Hay que vivir, hay que huir, precisamente para no verse sometida a violencias como aquellas.

A pesar de las amabilidades, como retirarle la silla para que se siente, gesto sin duda ensayado, Tina se percata de que aquel hombre se comporta de manera fría y calculada. Seguramente ha temperado sus impulsos iniciales, fruto de la influencia de sus compañeros, para los que ella no es más que una facciosa a la que hay que quitar de en medio. Así pues, tiene que ir con pies de plomo.

—Nunca he comido con una vedette, ni con alguien como tú.

«Y de no ser por esta puñetera guerra jamás lo hubieras hecho», piensa Tina, que, por el contrario, despliega su mejor sonrisa.

—Verás que somos gente normal. Con nuestro corazoncito, desgarrado también por la guerra. Somos personas a las que le gusta la sonrisa, el humor, la belleza, y la guerra es lo peor que nos puede pasar, nos afecta muy profundo, aquí dentro —dice señalando el corazón.

—Pues imagínate yo, que he perdido amigos y compañeros a manos de los fascistas. Esos que son tus amigos y te visitaban en el camerino.

—¿Qué culpa tengo si el ambiente de la revista es así? Yo no puedo evitar que nadie me mande flores si le gusta la función…

—Ni que te manden joyas, tampoco. Es muy raro que en estos tiempos no hayas guardado algo para el futuro…

—Ya lo expliqué. Vendí la mayoría antes de la rebelión, porque me arruiné con la granja que tenía en Ciudad Lineal y tuve que pagar deudas. Y lo que quedó, se malvendió para poder comer hasta ahora. ¿Qué tengo que hacer para que os convenzáis?

—Por ejemplo, ofrecerme tu piso para mi oficina. Así, además, conmigo allí estarías segura. Nadie te molestaría y yo podría responder por ti.

Tina calla. Sus temores se confirman. Aquel canalla la quiere sólo para él. Está entre dos fuegos. Si dice que no, es muy probable que Abel la deje en manos de sus compañeros, y el paseo será inevitable. Y si dice que sí, lo que le repugna, está por completo en sus manos. Intenta ganar tiempo.

—Pero mi casa no está acondicionada para eso… Además, allí vive también mi madre.

—No creas que se va a instalar un cuartel… Yo solo, con mi oficina de pagaduría. Eso sí, dormiría allí… Y si alguno de mis compañeros necesita quedarse, que duerma en un sofá, no te molestarán.

Ya está dicho. Ella es el objetivo. El depredador ha mordido la pieza, y no la quiere soltar.

—¿Y si digo que no? ¿Me declararás desafecta? ¿Me pegarás un tiro?

—¿Me ves capaz de hacerte algo así? ¿A ti?

—No podría dejar que vivieras en mi casa con mi madre allí. No lo soportaría.

Es la última tentativa para retrasar lo que parece ya inevitable. Tina domina la indignación e intenta sacar algún partido. Abel calla, con esa imagen, que ella tan bien conoce, en los hombres que se sienten fascinados por su belleza. Pero hay un gesto, tal vez ese entrecejo, que no le gusta nada.

—Además, quiero evacuarla, quitarle el peligro de los bombardeos de Madrid. Quiero que se vaya a Barcelona. Yo mismo estoy preparando un número de cuplés en Barcelona. Pero el asunto del viaje está complicado.

—¡Eso no es ná! Si ese es el problema, ya está resuelto. Si quieres mandar a tu madre a Barcelona yo mismo te pongo el coche. En dos días puede salir.

Tina no espera una respuesta así. Piensa que podía obtener una semana tal vez para maniobrar, intentar zafarse de aquel garañón o incluso huir de Madrid.

—Pero come, mujer, come. Cualquier decisión hay que tomarla con el estómago lleno. Si lo sabré yo, que me he muerto de gusa en las cárceles de media España.

Tina ha perdido por completo el apetito. Un nudo en la garganta le impide tragar bien. Le atenazan los nervios y teme traicionarse a cada momento. A veces duda si confesar y entregarle a Abel las joyas con el compromiso de que las deje en paz, pero sabe que eso, ya, no es posible. Ha decidido dejar todo atrás, la casa, con todo lo que contiene, sus muebles, sus cuadros, sus trajes y recuerdos. Todo, menos las joyas, como le recuerda su madre Constantina, que aún piensa en salir de aquel país que se ha vuelto loco y rehacer la vida en otro lugar. Al menos, hasta que acabe todo y puedan volver. Tiene que transigir, aparentar componenda. Quizá desde Barcelona pueda intentar la huida.

—Iré yo a acompañarla. Quiero asegurarme de que está bien instalada.

Abel afila la cara, arruga más aún el entrecejo.

—Primero tu madre, luego tú. Cualquiera pensaría que queréis huir.

—Si quieres, ven conmigo.

—Yo no puedo. Tengo obligaciones. Iros las dos. Llévate el auto y a Abdón y al Abogao, pero dejas a tu madre y vuelves aquí o te pego un tiro… ¡Qué es broma, chiquilla! Llevas escolta de lujo, mi reina, para que no te pase … Ya sabes, la llevas y regresas, esa es la condición. Así será todo más tranquilo…

De vuelta a casa, cuando los milicianos que la acompañan enfilan la cocina, Tina puede hablar a solas con la criada en el salón.

—Escucha Isabel. Un tal Abel, comandante de las milicias, se va a instalar aquí, con su oficina, hasta que se convenza, él y los demás, de que soy afecta.

La mirada de Isabel es lo suficientemente explícita para que Tina le aclare:

—No he podido hacer otra cosa. Era eso o algo que no quiero ni pensar…

—Mire, señorita —contesta la criada— a ver si va a ser peor el remedio que la enfermedad. Que se sabe cuándo los hombres entran en tu vida, pero nunca cuándo van a salir y sobre todo cómo. No me gustan nada estos locos de la FAI…

—Este es un tiempo de locuras, nada está en su sitio. Nada es lo que parece. No creo que me haga daño y, en cualquier caso, puede ayudarme a salir de Madrid. Ahora tengo que preparar el viaje a Barcelona con mi madre para mañana. No le digas nada de esto a ella, no quiero que sepa nada.

Al menos, piensa Tina, que su madre no conozca el precio que tiene que pagar. Eso la amargaría y no la dejaría en paz en Barcelona. Y si se entera finalmente, al menos que no esté presente.

—Si llama Álvaro Retana, dile que estaré aquí en dos días.

—Llamó hace unas horas. Dijo que no había podido localizar a Armand Guerra, pero que le dejó recado.

En un alarde de audacia, las joyas han sido recuperadas por la sirvienta —que ha salido con la excusa de comprar víveres—. Es situación incómoda y peligrosa, porque los milicianos sospechan continuamente de todas y de todo, pero que se resolverá si consiguen sacarlas de Madrid con ese viaje.

El 28 de noviembre de 1936, el coche con Abdón Torres, José Acosta, el Abogado, y el Cantero llega a las tres de la mañana. Tina y su madre esperan ya dispuestas, sólo con dos maletas, las de la madre, y un bolso. Las joyas van pegadas a la piel de Constantina con esparadrapo. Su volumen es adecuado para aquel cometido y no desentona.

Es viaje de muchas horas, tedioso y lleno de silencios entre las mujeres, en el que el cansancio y la tensión de tantos días desembocan en sueños intranquilos de los que se despiertan con las cabezas apoyadas la una en la otra. Al llegar el día, cercanos ya a Valencia, otra luz y otro sol, otro aire, avivan a Tina y a su madre. Los dos milicianos sentados delante, llevan poca conversación, y las dos mujeres detrás, al lado del Abogado, se hablan con la mirada.

Pasan las horas y los kilómetros. El viaje a Barcelona desde Madrid, que llevaba sus nueve horas habitualmente, se convierte, gracias al desvío por Valencia, en un maratón de casi veinte en el que deben parar de vez en cuando por fuerza. No sólo debido a los numerosos controles de la carretera, sino también para aprovisionarse de combustible o comer y beber. Afortunadamente, a partir del «levante feliz» se encuentran más establecimientos con alimentos —en Madrid escasean— y la tensión de la guerra se relaja, hasta casi olvidarse. Tina deja a su madre en Barcelona con las joyas, en casa de Conchita Cisneros, artista muy amiga de Tina, que vive en la Gran Via de les Corts Catalanes, entre el frontón Novedades y el hotel Ritz. Apenas instalada su madre, Tina, siempre vigilada de cerca, visita a su representante, Juan Carcellé, que ha llegado de Madrid hace un par de semanas. No le quitan la vista de encima ni un minuto. Habla de su posible debut, del trabajo que está haciendo con los cuplés y vuelve a Madrid con la misma compañía. La despedida de su madre es desgarradora. Ella aparenta normalidad, sobre todo para dar ánimos a Constantina, pero está desecha por dentro. Le hace falta toda la presencia del escenario, la respiración, para no derrumbarse allí mismo.

—Bueno, mamá, tengo que marcharme. Estarás bien en la casa de Conchita. No te preocupes, en unos días estaré aquí, todo saldrá bien, ya lo verás.

—¡Ay, hija, hija, ten mucho cuidado! ¡Esta maldita guerra! ¿Cuándo acabará?

—Cuando acabemos con todos los fascistas y los que les ayudan —corta en seco el Abogado—. ¡Vamos, Tina, no tenemos todo el día, no queremos que se nos haga de noche!

—Sí, porque todos los gatos son pardos —añade Abdón, el chófer, que había llevado el peso de la conducción salvo algunas horas que le había relevado su compañero.

Mientras tanto, el mismo día de la salida para Barcelona, Abel Domínguez se instala en la casa de Tina. Aquella, piensa la sirvienta, es la cara de un hombre terrible, con porte desafiante y mandón, a pesar de sus bellas facciones. «¡Qué Dios nos asista!», piensa.

Allí, en el despacho de Tina, establece el anarquista la oficina de pagador de guerra, su cargo en la columna. Eso parece justificar la cantidad de dinero que maneja, así como joyas procedente de requisas. Varios milicianos empiezan a frecuentar la casa, aparte de los ya conocidos, como Miguel Perdigones Sánchez, un sevillano que se turna con el joven Abdón en las tareas de chófer. Al día siguiente, tras una paliza de coche, llega Tina, deshecha, muerta de sueño.

—Menos mal que ha llegado, temía por usted —le dice la criada.

Aprovechando un descuido de la férrea vigilancia, Isabel le confía sus temores en la cocina, los nervios a flor de piel.

—No sabía si la iba a volver a ver. Oí al chófer la orden que tenían de matarla si pretendía escapar.

Tina ya conoce el peligro que la cierne. Intenta pensar con frialdad, no dejarse llevar por la desesperación. Viendo a Abel ya instalado, Tina demora lo inevitable un día más.

—Estoy reventada. Tengo que dormir, si no, no doy más de sí —dice antes de retirarse a su habitación.

Aquel día Abel se acuesta en la habitación de invitados y apenas puede dormir. La criada lo siente pasear por la habitación, inquieto, durante toda la noche, dando vueltas alrededor de la puerta de su señora.

Es cambio profundo, resultado de la guerra y sus avatares, y predecesor de tiempos difíciles. A fines de noviembre, cuando acaba la fase más virulenta de la batalla de Madrid y los facciosos cambian de táctica e incrementan los bombardeos, Abel Domínguez se ha enamorado locamente de Tina de Jarque. De una manera ciega, irracional, Abel ya no piensa en otra cosa que en poseerla cuanto antes, en ejercer su poder sobre aquel cuerpo que se le antoja divino.

La situación se torna angustiosa. Ningún habitante de la casa, y mucho menos Tina, puede abandonarla a su voluntad. Dos milicianos, de la confianza de Abel, permanecen de guardia si este se ausenta para ir al cuartel de la columna o a alguna de sus ocupaciones. El contador de la columna aparece por la noche, con olor a lociones caras, a perfumes sin duda requisados, y se encierra con Tina en su dormitorio.

Al principio, Tina piensa que Abel, una vez satisfecho sexualmente, se contentará, bajará la guardia. Por ello, se emplea para que no falte caricia, habilidad o técnica por descubrir. Lo tiene fácil. Abel no sabe de mujeres, tal vez algún beso, algún encuentro torpe y primerizo con prostitutas. Se desmadeja cuando Tina le acaricia con esencias y aceites, deslizándose por su piel. Ella intenta que su cara le sea más simpática, una cara que, aunque curtida por el sol y los avatares de la vida, no le ha quitado un cierto aire angelical, con aquellos ojos claros. Hay un instante en que casi lo consigue. Pero luego surge enseguida la inseguridad de Abel, que después de bajar a infiernos de lujuria y deseo, en los que se llega a poner la ropa de Tina, y sus bragas, no la quiere perder de su lado, en una relación asfixiante, mórbida, insana. Abel se torna Caín. Como esas flores que se acaban pudriendo en el invernadero. Y Tina baja a esos abismos, y si al principio lo anota como un sacrificio, pronto parece contagiarse de la locura, enajenarse. Como si después del espacio de esa cama el mundo no existiera: necesita olvidarse de la muerte, que aguarda fuera, imperturbable. Una vez que sale de allí no desaparece nada, no se esfuma, la pesadilla continúa.

Aquellos días de diciembre pasan de desigual manera para los relojes de Abel y Tina. Semanas le parecen a ella, minutos a él. Las horas se consumen en preparar la comida, oír la radio y en encerrarse a hacer el amor. Tina se ha arrepentido pronto de su papel complaciente, de su pérdida de control. Esa locura sin límites de Abel puede acabar con ella, no ve la forma de resolver la situación. Necesita cambiar de escenario, salir de Madrid. Intenta hablarle, conseguir que él mismo se percate. Otras veces ha tenido que proceder de forma parecida. Sólo que en esta ocasión se le mezclan las cosas y presiente que no será fácil.

Algunas noches, Abel se sienta al piano y tienta las teclas, recuerda canciones y ejercicios.

—No creas que soy un inculto. Estudié música. Estuve cinco años en la banda de mi pueblo, algo sé. Luego dejé la música, fue una de las cosas que sacrifiqué por la revolución…

—Pero dime, ¿nunca has visto una revista?… De variedades, quiero decir… Ya sé que a mí no me has visto, pero, ¿has asistido alguna vez a un espectáculo de varietés, a un cabaré, a una zarzuela?

—No podía permitírmelo. Cuando no estaba en la cárcel no tenía dinero. Y si alguna vez lo he tenido, lo he gastado en otras cosas. No me gusta el género frívolo. Ni siquiera conozco a estrellas que todo el mundo conoce. Oigo nombres, sí, Estrellita Castro, Celia Gámez…

—No mientes a esa, creo que ya se ha largado de este infierno, encima le ha servido que es argentina, qué suerte tienen algunas… ¿Y el circo? Supongo que sí conoces el circo… Yo aprendí en el circo, se puede decir que nací casi en medio de la pista. Toda mi familia ha sido de la troupe del circo: Malabaristas, trapecistas, payasos. Mis tíos y primos, equilibristas, contorsionistas… Yo iba para eso. Mi padre me enseñó malabares con los pies. Además de payaso, Tonitoff, mi padre, fue antipodista, como mi tío Casimiro, utilizaba esas habilidades en algún número. Cuando ensayaba con él me decía: «Veras, menina, no hay nada como tumbarse en el suelo y levantar las piernas, sosteniendo un objeto imposible: una silla, un bastón. Parece que estemos levantando la tierra», y me echaba una pelota grande donde estaba dibujado el mundo. «Tina, vas a tener el mundo a tus pies. Pero te voy a contar un secreto. Para poder levantar el mundo y poderlo manejar hay que hacerlo bailar, que no se esté nunca quieto. Hay que mover los pies». Desde entonces he movido los pies. Y hasta ahora creía que podía manejar el mundo, llevarlo de una pierna a otra, suspenderlo en el aire, hacer que se diera la vuelta. Pero el mundo se ha vuelto loco.

—¡No te desesperes, chiquilla! Esto se acabará tarde o temprano. Ganaremos. Aunque la guerra ha dejado de interesarme. Sólo pienso en ti, en nosotros. Me gustaría que pudiéramos empezar de nuevo en una tierra nueva, alejada de la civilización y de los vicios y pecados de los hombres, de sus locuras… Oí hace tiempo a compañeros hablar del Brasil, de la Argentina, de América. Hay países enormes, donde poder internarse en la naturaleza y vivir de lo que produce el campo y los animales… ¿No te gustan las granjas? Allí, en México, en Brasil, en Argentina, podemos tener una de cientos de hectáreas.

—No me hables de granjas. Después del disgusto que me he llevado con la mía, se me han atragantado.

Huyendo de la guerra, aquella realidad que le atenaza, causa además de la irrupción de Abel en su vida, Tina recurre a repasar los álbumes de fotos, las galerías familiares de la pista o sus propias giras. Ante la curiosidad de Abel, que a veces le pregunta por alguna de las fotografías, ella despliega momentos vividos, sueños de lejana gloria. Épocas y lugares en los que se abisma.

Pero a veces ni siquiera el pasado la alivia. Entonces se refugia en un silencio lejano o bien en la música de alguno de los cientos de discos que tiene. Le gustan los americanos, esa música de jazz que inquieta a Abel. Tina lo ve dar vueltas por la casa, intentar leer algo, y sólo cuando él ya no puede más, deja el gramófono y conecta la radio, intenta distraerse con la criada, vestirse para la cena aunque no salga de casa, asideros para que el tiempo transcurra más deprisa, que pase la noche y llegue un nuevo día y se resuelvan los problemas. Su instinto le dice que hay que mover los pies. Pero allí está siempre Abel, mirándola con amor y deseo cuando están solos, de una manera fría cuando viene algún miliciano.

—¿Y tu revolución? ¿Ya no te interesa? ¿La guerra?

—La guerra, la revolución… —contesta Abel, como si hablara consigo mismo—. Desde que empezó no he hecho más que correr. Atravesando los pueblos de Sevilla, volando puentes, para que no avanzara el enemigo, en retirada hasta llegar a Madrid, siempre con los facciosos pegados a los talones, bien armados, con suministros. Y luego, ya organizados en columna, nuestra aventura no ha ido mejor. Mal pertrechados, con mucho valor pero ninguna estrategia, entrábamos en los combates con el pecho por delante. Nos han venido mal dadas desde el principio, sin aviación, sin armas automáticas, sin municiones… La guerra es un desastre. He visto compañeros volverse lobos, egoístas y sólo pensar en su estómago o en su pellejo. Este es un combate a muerte y va a costar mucha sangre. Así que no me hables de guerra, ya he dado muchos tiros. Tienes razón, todo esto es una locura. Pero yo tenía las cosas muy claras antes de encontrarte. El amor me ha transformado. Ahora sólo te veo a ti.

—Abel, no estás en tus cabales. No es extraño, nadie está en sus cabales. Si de verdad me quieres, ayúdame a salir de Madrid y llegar a Francia.

—Pero si tú te vas, todo dejará de tener sentido. No vale la pena vivir, ni luchar…

—¡No sé cómo decírtelo! ¡Si no me voy, me acabarán matando tus compañeros o cualquiera que me juzgue desafecta! Siento el peligro muy cerca. En el circo nunca se dice, pero la mala suerte se huele, y la mala suerte es sinónimo de desgracia. Yo huelo la mala suerte. Últimamente, desde hace unos años, no me acaban de salir bien las cosas, pero esto es excesivo, no me lo merezco… Bueno, nadie, ninguno nos lo merecemos —Tina rectificaba—. Lo fundamental es salvarse, yo no tengo nada que ver con las pendencias entre unos y otros. Siempre he vivido de mi trabajo en los escenarios, mantengo a mi madre y a dos empleados. Y sólo quiero vivir. Salir de este agujero. Salir de la mala suerte. Algo esencial para quien ha nacido en el circo. No quiero hacer más de augusto, ni llevarme más bofetadas.

Jugando sus bazas, Tina se dispone a representar el papel más importante de su vida. Se juega el pellejo, así que se emplea a fondo, con el objetivo de que Abel le ayude a cruzar la frontera y luego desprenderse de él. Nuevas caricias, exquisitas sesiones en las que Tina utiliza todo su saber, todo aquello que les gusta a los hombres, empezando por la felación bien hecha. Es hombre, y con esa lujuria salvaje y nada insinuante que Tina despliega, lo tiene ligado a ella para siempre. De alguna extraña manera, goza con aquel poder, que contrapesa el que él ejerce sobre ella, con su vigilancia, con su constante presencia, con sus salidas de tono en presencia de sus compinches. Sí, goza con esa sensación en lo más íntimo, cuando más se revuelca por el barro, y se complace en salir sin ropa interior, haciéndoselo saber a él, turbándole, encabronando a Pepe Pareja, que siempre parece de muy mala leche cuando visita la casa. De un momento a otro, Abel tiene que acceder a sus deseos. Y cada vez que sonríe y frente a él se quita la ropa, para sentarse encima y tentarlo hasta sentir la fuerte erección, con la primera embestida lo anota a la cuenta de los sacrificios. No goza nunca o si acaso cuando piensa en otros hombres. Pero eso sí, siempre tiene que ser de espaldas a él, imaginándose otras épocas, otros lugares.

* * *

El 31 de diciembre de 1936, a las doce en punto, con puntualidad macabra, cuando termina el primer año de guerra, los franquistas envían sobre Madrid doce cañonazos del quince y medio. Ni siquiera respetan una mínima tregua en Navidad y Año Nuevo. Después de un corto espacio de tiempo, se reanuda el bombardeo artillero, que continúa toda la noche. Bombardeo que causa un gran número de muertos y heridos entre la población civil del centro de la ciudad, anunciando lo que va a ser el nuevo año.

Algunas de esas bombas caen cerca de la plaza de Manuel Becerra, lo cual no es usual, ya que los facciosos han declarado espacio libre de bombas el barrio de Salamanca, circunstancia aprovechada por los partidos y organizaciones del Frente Popular para situar allí sus sedes.

Álvaro de Retana llama por teléfono.

—Tina, ¿cómo estás?

—Bien, dentro de las circunstancias, un poco ahogada —responde Tina. Sabe que oyen lo que está diciendo.

—No he podido localizar aún a Armand Guerra.

—De cualquier manera, que no se te ocurra venir otra vez por la casa. Estoy bajo vigilancia.

* * *

Desarmado, indeciso en apariencia, dando vueltas en círculo sobre el punto luminoso, mariposa atrapada en la claridad, acercándose a la llama que lo atrae con su destrucción, así se siente Abel, montado en un carrusel fantástico. Es algo que va más allá del ser, algo que se le escapa, como un pez en la mano recién sacado del agua, montón de cerezas que no puede abarcar, sintiéndose chiquito, corazón saliéndose del pecho, inflamado. Los pies, por encima del suelo, elevado el cuerpo, engallado. Algo jamás sentido hasta ese instante, emoción nueva, recién estrenada, tardía pero demoledora. Y la vida encaja de pronto, rompecabezas con sentido, y todo se reordena, o tal vez sea el caos el que se apodera de la mente, del cuerpo, invadiéndolo todo, sin posibilidad de oposición. Y aquello tan querido, la revolución, el anarquismo, la guerra, dejan de tener sentido o se conforman alrededor, de otra manera. Porque Abel descubre, con sorpresa primero, con fascinación después y siempre arrebatado, salido de su esencia, que nunca ha amado antes. Con Tina, Abel deja de ser virgen en todos los sentidos. Él, que se ha negado casi todo, que siempre se ha sacrificado para la causa y renunciado al placer, encuentra en el sexo una carencia que no sospechaba que existía. Aquel encuentro con Tina le ha marcado: no puede manejar lo que se ha prendido en él. Se pregunta si a Tina le pasa, se autoengaña, al mismo tiempo que como amante novato y posesivo, la inseguridad le hace insoportable su ausencia. Descuida el baño, y se rodea de su perfume, de su aroma. Aquella emoción es detectada por los compañeros más cercanos. Las primeras bromas se trocan en serias críticas. Empiezan a pensar que ha sido seducido.

—¡Está encoñao!

—Parece que lo han embrujado.

Quebrado su brío revolucionario, Abel experimenta notables cambios. Utiliza el poder sobre Tina, él que siempre ha considerado insano el poder de un ser humano sobre otro. Ahora lo ejerce, y es sensación de vértigo, mezclada con la embriaguez del amor recién conocido y el sexo: no tiene un momento de paz y le atenazan pensamientos contradictorios, pulsiones contrapuestas. No es el único que se agita en un país convulso, nadando entre la muerte y la destrucción.

—¿Qué es lo que pasa, Abel? ¿Te estás acostando con esa pájara y se te han desinflado ya los ardores guerreros?

—¿Qué es lo que más te molesta, Pepe, que sea facha o que sea mujer?

—¿No habías dicho que nunca ibas a estar con mujeres?

—Es que nunca las había conocido. Y no la llames pájara. Es una diosa…

—Antes lo era yo…

—Bueno, lo que sucedió entre nosotros está bien, no reniego de eso, pero he conocido otra cosa.

—Ya, y te has convertido a la nueva religión femenina. No te confundas, Abel. Los que somos del otro lado siempre seremos así, no lo hacemos por haber estado privado de mujeres. Mujeres… ¿Quién las quiere? Ahora estás como un pavo real, pero pronto te cansarás y volverás a mí, a nuestras noches. Desde que te has trasladado aquí, las noches en el piso de Ventura de la Vega son frías y solitarias.

Para Pepe Pareja, aquella es situación insólita. En su relación con Abel se mezclan muchas cosas: entusiasmo revolucionario, ansias de desquite, transgresión de las formas, pero también dudas, y cariño sincero. Si nada está en su sitio fuera, en aquella desastrosa guerra, tampoco lo está dentro. Los celos son gusanos roedores, que van socavando galerías, anidando en el cuerpo, desacomodándolo, sumándose al descuadre general. Sólo los que los sufren saben del tormento que parece no tener fin, de las trampas que se ponen a sí mismos, de la tortura que no tiene sosiego.

Abel guarda silencio. Aquella realidad se le antoja remota. Sólo tiene ojos y cuerpo para Tina. Había conocido mujeres antes de entrar en la Legión, y en África visitó con otros legionarios los burdeles de Melilla, pero aquel sexo sucio le horrorizó. El sexo entre compañeros de armas era un secreto a voces en la compañía, pero aquello se consideraba como un escape natural ante la ausencia de hembras. Todos eran allí muy machos.

—Pero lo peor que te está pasando es que ya no piensas con claridad. Estamos en una guerra y esa mujer te está envenenando. Es política, de la Quinta Columna, trabaja para nuestros enemigos. ¡A ver, si no, de qué conserva la bandera! Esta creía que ya iban a entrar los suyos en Madrid, y aunque ahora se ha amolao, está haciendo contigo una labor de zapa. Ya no eres el mismo.

—Eso no es verdá. Ya sabes que no me tiembla la mano cuando tengo que apretar el gatillo.

—Tampoco te tiembla otra cosa cuando te acuestas con ella. ¡Te está volviendo loco!

—No digas eso, controlo la situación. Si se demuestra que nos engaña, lo pagará caro. Dejaré que tú mismo le metas dos tiros. Pero si no es así, ¿por qué voy a dejar de disfrutar? Y no me envenena, más bien cuando sale la política, ella no dice nada, no hace comentarios, ni mijilla. Quiere que acabe la guerra, como mucha gente, pero no me malmete.

Para cargarse de razón, para indignarse, Pepe Pareja recuerda sobre todo el lugar donde nació y se crio. Casas de cartón cuya altura no llegaba al metro y medio con techos cola de brea, apiladas unas con otras. Las calles no existían, lenguas de tierra que no llegaban a tener una anchura mayor de 80 centímetros y que se embarraban con cuatro gotas. Barrio poblado, además de gitanos, por simpatizantes del anarquismo, casi como ley natural.

—No se puede venir de más bajo que de donde yo vengo, el Arroyo del Cuarto, en Málaga, una cloaca. Cuando salí de allí juré que me vengaría de los causantes de que viviéramos como animales. Ha llegado la hora. La hora de la revolución.

Aguantando la respiración, Isabel, la criada, escucha la conversación desde la puerta abierta de la cocina. Lo que oye le parece terrible. Aquellos dos están liados, y Pepe Pareja tiene un ataque de celos. Eso es muy peligroso para su señora, para todos.

El día 30 de diciembre, el maestro Alberto Ruiz, autor de la música de los cuplés de su próximo espectáculo, es invitado por Tina de Jarque a un almuerzo en casa de la vedette. Oficialmente, Tina quiere expresarle su satisfacción por los cuplés que le ha hecho para su presentación como estrella de variedades en Barcelona: su propósito es también comunicarle su angustiosa situación, piensa el maestro cuyo lenguaje con Tina se realiza a base de miradas. No pueden hablar ni un instante. Isabelita García, la amiga inseparable de Tina, que asiste al almuerzo, le dice en un aparte que desde la entrada de Abel en aquella casa no ha vuelto a hablar a solas ni siquiera con su criada, que es de toda su confianza. La tensión se masca, y en ella se mueve como pez en el agua Abel Domínguez, en su papel de hombre terrible y tiránico, lo contrario de lo que sus ideas pregonan.

Tina no sabe qué hacer. Entre los nervios y los disgustos ha adelgazado, su rostro, con sus ojeras dibujadas, están más necesitadas de maquillaje que nunca, y su mirada más triste, más desesperanzada. «Será posible que este tío me vaya a llevar a la ruina», piensa, pero el miedo le paraliza como un veneno, impidiéndole reaccionar. No quiere hacerse a la idea de que está presa en su propia casa, y que no puede contar a nadie su verdadera situación, obligada a acostarse con Abel y bajo sospecha constante, sentida como amenaza latente. A fin de cuentas, piensa, es él quien detiene a los otros, si no es posible que ya me hubieran dado el paseo. En algunos momentos, sobre todo cuando Abel está fuera y ella puede pensar tranquila, intenta planes para el escape, pero todos tienen que pasar por la puerta, donde siempre existe vigilancia, o por el teléfono, que conectan o desconectan ellos. Su casa se ha convertido en una jaula dorada, un depósito de joyas requisadas, de dinero. Ella e Isabel, la criada, lo han visto en el despacho: filigranas de oro, plata y muchas piedras preciosas desmontadas sabe Dios de qué alhajas ajenas.

Isabel, la criada, es la única que por breves momentos burla el cerco, pero las noticias que trae son descorazonadoras. Abel está liado con uno de los milicianos, el que llaman Pepe Pareja, una de las presencias constantes en aquella casa. Aquello que le cuenta la criada, el uno de enero de 1937, hace que Tina, que no soporta más la situación, insista ante Abel Domínguez en la conveniencia de trasladarse a Barcelona, para debutar allí. Abel da vueltas a la idea cuando recibe una visita en su despacho de Pepe Pareja. Desmejorado, con ojeras, se percibe que está amoscado. Los celos no lo dejan dormir. El pagador de la columna apenas lo mira, adivina lo que le ocurre.

—¿A qué juegas, Abel? Te conozco lo suficiente para saber que te pasa algo.

—¿Pepe, tú crees que ganaremos la guerra?

—¿A qué viene eso ahora? Tenemos que ganarla. Es eso o la muerte. Tenemos que luchar por nuestras ideas, porque este país no vuelva a ser una finca de los señoritos que matan de hambre a los obreros…

—No me cuentes lemas y eslóganes, dime de verdad qué es lo que crees.

—Que va a ir para largo. Que nos costará, pero ganaremos. Eso sí, si logramos trabajar juntos con las otras fuerzas. Ellos no están por la revolución, y lo fían todo a ganar la guerra. Tendremos que militarizarnos, yo no veo mal convertir las columnas en brigadas, ya te conté lo que nos pasó en el Monasterio de Guadalupe, quedamos 45 de una columna de 550. Pero les hemos detenido en Madrid, acabaremos venciéndoles… ¿Por qué esas dudas? No será esa mujer la que te está metiendo cosas raras en la cabeza…

—No, ya te digo que ella quiere irse de Madrid. Quizá la acompañe a Barcelona.

—¿Cómo? ¿Y tu puesto? ¿Y la columna? ¿Estás pensando en desertar?

—No, no es eso… Aunque fíjate, todo el mundo ha sacado provecho y los más listos se han largao al levante feliz o a Barcelona, para escapar si vienen mal dadas y hay que poner pies en polvorosa.

—Tú tampoco has ido mal servido. Tienes joyas y oro requisados… que son del batallón.

—¿Y no te vendrías conmigo, con nosotros, a Barcelona?

—¡Eso jamás! ¡Qué me estás diciendo, Abel, no te reconozco! Te han lavado el cerebro. Tú sabes que contigo iría al fin del mundo, pero nunca con esa mujer. Y desertar de esta guerra… Eso puede costar la vida. Hemos jurado defender nuestros ideales y a nuestros camaradas, no podemos dejarlos así sin más, sólo porque te has enamorado de una facciosa y quieres seguirla. No puedes traicionar así a la revolución. Si lo haces, atente a las consecuencias.

—Tienes razón, no sé, a veces me entra debilidad, pero se pasa.

Se hace un silencio espeso. Abel, de pronto, abraza con fuerza a Pepe Pareja. La rabia y los celos, que bullen en la sangre del amante despechado, se difuminan con ese abrazo. Una nueva luz alumbra su cara y la dota de vida. Su esperanza renace. Los ojos se le humedecen mientras el corazón parece salirse del pecho.

—Perdona por haber dudado, compañero. No se repetirá, descuida. Tengo que preparar el viaje a Málaga, a pagar a las milicias. Con la militarización vamos a ver qué pasa, la columna se transformará en brigada, tendremos que integrarnos como mandos en el ejército popular. En ese viaje llevamos una ametralladora. ¿Y tú, qué misión tienes?

—Mañana salgo para Talavera, también para preparar esos cambios.

—Voy a ir primero a Valencia, al Comité Nacional, para ver cómo se va a reorganizar la fuerza y cómo se la paga, y de ahí al frente, donde el batallón Andrés Naranjo, cerca de Antequera.

—Salud, pues, nos vemos a la vuelta. Espero que se te haya pasado ya la fiebre Tina de Jarque.

—Descuida, Pepe, volveremos a vernos muy pronto. ¡Salud!

El guiño y la cara melosa de Abel consiguen sacar una sonrisa a Pepe Pareja. Isabel lo ve desfilar hacia la puerta, volviéndose complacido, mientras Abel se asoma a despedirlo con una mueca de cariño. Como sorprendido por la visión de la criada, Abel retorna al despacho, pero enseguida surge de nuevo y entra en la habitación de Tina, que reposa en la cama. En su cara, ella ve que, de pronto, todo ha cambiado. Por fin ha ocurrido.

—Nos vamos. Comienza a hacer el equipaje, salimos mañana. Primero iremos a Valencia, allí tengo que despachar unos asuntos y conseguir gasolina y luego proseguimos hasta Barcelona.

Aquel día, 3 de enero, el último día de Tina de Jarque en Madrid, la vedette se empeña en pasar por el estudio de Alberto Ruiz, ensayando por última vez sus canciones con el músico. La acompaña, fiel en su papel de dogo, Abel Domínguez.

«Qué mujer», piensa el maestro. «Aún, con todo lo que soporta encima, tiene la gentileza de invitarme nuevamente a almorzar con ellos para el día siguiente». Acostumbrado a trabajar en el espectáculo en contacto con las vedettes, al músico no se le escapa que la expresión del rostro de la artista es más dolorosa que nunca. Se adivina la gran tragedia interior que está viviendo. Alberto Ruiz siempre recordará aquella tarde, cuando Abel, provocativo, siembra una alarma de matón entre otras artistas y amigos que se encuentran en el estudio:

—El mejor procedimiento de reforma política es el asesinato. Una pistola produce mejores resultados que cien discursos. Todas las revoluciones se santifican por el crimen.

El 4 de enero de 1937, a las ocho y media de la mañana, se registra un nuevo combate aéreo sobre Madrid. Los cazas republicanos luchan con los escoltas de las siniestras pavas, que quieren bombardear.

A mediodía, el maestro Ruiz se encuentra con Isabelita García en el paseo de Miguel Ángel. Está devorada por una secreta angustia.

—¡Si supieras lo que pasa! Esta mañana ha salido Tina para Valencia. Se ha despedido de mí llorando. Va secuestrada por Abel. Antes de marcharse ha dejado un papel escrito, con sus últimas disposiciones, por si pasa algo.

—¿Algo? ¿Qué puede pasarle?

—No sé… Pero este viaje me da miedo. No sé si volveremos a ver a Tina. Creo que ha cometido una locura.

En el cielo se repite el combate de tres horas antes. Los mosca y chatos rusos se enfrentan en duelo con los Heinkel 51 alemanes de la Legión Cóndor y los Fiat italianos que escoltan a los bombarderos Junker 52. Todo Madrid asiste fascinado al combate. Es lo que tiene aquella maldita guerra. Unos espectáculos inéditos, batallas en el aire dignas de verse.