Capítulo 6
Jake apareció en la casa de Pete como un perrito abandonado, con una camiseta azul marino, unos vaqueros con un roto en una pierna y unas zapatillas de tenis que estaban llenas de cemento seco.
Los grandes ojos marrones de Theresa lo miraron de pies a cabeza.
—¿Cuándo es la cita? —preguntó.
—Esta tarde.
Ella apretó los labios.
—No sé —dijo, meneando lentamente la cabeza—. Va a ser difícil. —La cara se le iluminó con una sonrisa, extendió la mano y lo cogió del brazo—. Entra aquí.
Jake la siguió hasta la cocina y Theresa le indicó con gestos que se sentara a la mesa. Unos minutos después puso un cuenco lleno de una cosa verde delante de él. Le cogió una de las manos y la miró por arriba y por abajo con unos soniditos de aprobación. Mientras la mano quedaba sumergida en el líquido verde inspeccionó su cara, mirando con los ojos entrecerrados y examinando cada palmo; Jake creyó ver en sus ojos marrones una mirada compasiva.
—Ahora mismo vengo —dijo Theresa.
Desapareció y volvió unos minutos después con otro cuenco. Este contenía una sustancia azul cremosa.
—Cierra los ojos y relájate —dijo empujando hacia atrás su cabeza con delicadeza.
Jake se alegró de cerrar los ojos: la pringue azul no le gustaba nada y le habían empezado a llorar los ojos casi enseguida. El olor no era del todo agradable tampoco. Menta, aguacate y alcantarilla.
—¿Tienes una máscara de gas? ¿Pero qué demonios es esa cosa? Espero que no sea tóxico.
—Tú tranquilo, Theresa te va dejar muy guapo.
Terminó de darle aquella mezcla cremosa por la cara y luego desapareció.
Jake hizo lo que pudo por relajarse, pero era bastante difícil olvidar aquel olor que le invadía la nariz. Se alegraba de que ninguno de los tíos con los que trabajaba pudieran verlo en aquel momento.
—¿Qué es eso? —preguntó una voz familiar, y luego la habitación se llenó de risas.
Con un ojo entrecerrado, Jake vio a Pete partido de risa en la puerta. Theresa le regañaría si se movía, así que el único recurso que tenía era sacarle un dedo a Pete. Cuando por fin Pete se enderezó, le brillaban los ojos.
—Me alegro de que esto te parezca gracioso… teniendo en cuenta que eres tú el responsable —dijo Jake.
Pete se enjugó las lágrimas de los ojos.
—¿Qué demonios estás haciendo?
—Se está haciendo la manicura y un tratamiento facial —dijo Theresa entrando en la habitación—, así que ya puedes cerrar la boca.
Llegó hasta Jake y le sacó la mano de la pringue verde. Luego le puso la otra en el cuenco.
—Por cierto, ¿cómo tienes los dedos de los pies? —le preguntó.
Jake metió los pies debajo de la silla y Pete soltó otra carcajada. Ante la severa mirada de Theresa, Pete se calló y se sentó en la mesa enfrente de Jake.
—¿Qué demonios es eso? ¿Anticongelante? —Los labios de Pete temblaron mientras trataba de sofocar otra carcajada.
—Ya sabes dónde me puedes besar —dijo Jake haciendo lo posible por no fruncir el ceño. La mascarilla que Theresa le había untado en la cara estaba empezando a tirarle y temía que si la estropeaba, dolería.
De todos modos le dio con la mano.
—Esa lengua, gringo. Y tú… —dijo dándole a Pete con el dedo— déjale en paz.
Pete volvió a estallar de risa y Jake juró vengarse.
Unos minutos después, Theresa le puso a Jake una toalla caliente en la cara. Era bastante agradable. Mucho, la verdad. Igual las mujeres no estaban equivocadas al someterse tan alegremente a tratamientos faciales, manicuras y pedicuras. Theresa dejó la toalla y Jake sintió que la mascarilla empezaba a aflojar. Transcurrido un minuto, le retiró con cuidado la pringue de la cara. Jake miró a Pete, quien parecía un hombre a punto de darle un ataque.
—Así me veo por seguir tus consejos —dijo Jake.
Levantó la mano y se tocó la cara. Su piel estaba suave y sedosa, casi como la de una mujer, aunque nunca diría eso en voz alta. Y mucho menos delante de Pete.
—Será mejor que esa mujer lo valga, no te digo más.
—No digo más —le corrigió Pete.
—¿Qué?
—No digo más o eso es todo lo que tengo que decir. Tienes que pensar las palabras que eliges.
—Ya —dijo Jake moviendo la cabeza. Tenía la sensación de que esto de mentir iba a ser más difícil de lo que pensaba.
—No importará mucho —dijo Theresa agarrando un rizo del pelo de Jake. Cogió un par de tijeras de la mesa.
Jake abrió los ojos y se echó hacia atrás apartándose de ella.
—Ni hablar, no me vas a cortar el pelo. Hasta aquí hemos llegado.
—¡Necesitas un corte de pelo! —Theresa le agarró del cabello y tiró—. ¿Qué le vas a decir que haces con el pelo por los hombros? Enderézate ya.
Jake se enderezó en la silla antes de que tirara más fuerte. Miró a Pete: sus labios estaban tan apretados que parecía que estaban a punto de romperse. Jake le dijo sin hablar: «Te voy a matar».
—Solo un poco, por favor… —le suplicó a Theresa sosteniendo los dedos índice y pulgar.
—No te preocupes, gringo, estás bellísimo.
—Preferiría estar guapo.
Theresa dio un tijeretazo y cortó. Jake vio a Pete haciendo muecas de dolor. Cerrar los ojos era su única defensa. Su largo pelo negro le había acompañado durante mucho tiempo y le costaba despedirse de él y más ir enterándose de cada tijeretazo por las expresiones faciales de Pete.
Por fin, Theresa dejó las tijeras justo a tiempo. Le alcanzó un espejo y echó una mirada cautelosa. Movió la cabeza a derecha e izquierda. Theresa tenía razón: estaba bellísimo. Subió la mano y siguió con ella la cicatriz de cinco centímetros que bajaba desde detrás de una oreja hasta el cuello. No la había visto en mucho tiempo, desde que se había dejado crecer el pelo. Ya no podría ocultarla. Le habían dicho que le daba carácter, pero, ¿pensaría Chica Malibú lo mismo? ¿Y preguntaría por ella? Si lo hacía, tendría que inventarse una mentira más. ¡Joder!
—¿Ya te has pensado una profesión? —preguntó Pete.
Jake se quedó mirándolo sin entender.
—La mujer lo dijo explícitamente: «Abstenerse obreros» —le recordó Pete.
La frente de Jake se arrugó pensativa. Después de un minuto, sonrió.
—Fácil, seré arquitecto.
Pete lo pensó un segundo y negó con la cabeza:
—No sé…
—Perfecto, ¿eh? Te puedo preguntar a ti todo lo que necesite saber.
Le dio a Pete una palmada en la espalda.
—Además, ¿tiene que ser muy difícil fingir durante un verano? La puedo dejar descolocada con mis conocimientos de resistencia a la tracción, cláusulas de penalización, planos originales…
—Uno no se convierte en arquitecto de la noche a la mañana. Yo estudié durante años en la universidad —dijo Pete orgulloso.
—Sí, ya me has contado cuánto estudiaste, pero por lo que yo recuerdo, las lecciones eran más físicas que teóricas…
Jake sintió un dolor súbito en la pantorrilla; un buen patadón de Pete.
—Me alegro de verte tan entusiasmado. Hace un par de días no querías tener nada que ver con esto. ¿Qué ha cambiado?
Jake se frotó las manos.
—Supongo que al tener las manos suaves como el culo de un niño y el pelo con tan buen aspecto, siento que me debo a mí mismo conocer a esa mujer y ver qué le parece mi nuevo yo.
Theresa puso los ojos en blanco.
—Sí, bueno, si al final resulta que es una psicópata, no quiero que sepa que yo he sido tu maestro —dijo Pete.
—No te preocupes, compañero, la universidad de Pete Erickson será nuestro pequeño secreto. —Jake se volvió a mirar al espejo.
—Echaré de menos el pelo, pero supongo que es un fastidio llevar coleta cuando sube el termómetro.
—Sí, estás be-llí-si-mo —dijo Pete lanzándole un beso.
—Una última cosa. —Jake se volvió a Pete con la cara seria y Pete se preocupó—. Tranquilo —dijo—, ya que esto ha sido idea tuya… debo insistir en que me dejes el coche.
La preocupación de la cara de Pete se transformó en terror.
—¿Mi Audi? Ni hablar. —Pete negó enérgicamente con la cabeza y se dirigió a Theresa en busca de su apoyo. Ella sonrió ampliamente—. Podrías ayudarme con esto, ¿sabes?
Theresa alzó las manos.
—Una mujer inteligente nunca se mete en los asuntos de su marido.
Pete se volvió de nuevo hacia Jake.
—¿Qué tiene de malo tu camioneta?
—¿Una camioneta? —dijo Jake—. Vamos, hombre. —Y le guiñó un ojo a Theresa.
—Préstale tu coche al gringo —instó a su marido.
Pete se volvió y la miró con ferocidad:
—¿Y por qué no tu coche?
—Demasiado pequeño, es un coche de mujer —dijo ella con una sonrisa afectuosa—. Al menos eso es lo que dijo mi marido cuando me lo compró.
Pete cogió de mala gana un juego de llaves de la encimera de la cocina, quitó una llave y se la lanzó a Jake.
—El coche no tiene ni rayones ni abolladuras…
—Cariño, ¿qué hay de esa nueva abolladura en el lado del copiloto?
—¿Qué? —dijo Pete con la voz aguda.
Jake y Theresa rieron.
El Audi plateado era el nuevo amor de Pete, y Jake sabía que más le valía devolverlo en perfectas condiciones. Pensar en lo que Pete le haría si no lo hacía le hizo plantearse el dejar esta absurda apuesta y asumir la pérdida de los cincuenta dólares… durante solo un par de segundos. Se metió la llave en el bolsillo.
—¿Cómo me ves? —le preguntó Pepper a Lucy. Se dio la vuelta entera delante del espejo. Llevaba un vestido negro ajustado que colgaba suavemente del lado externo de cada hombro. Un escote de corte bajo enseñaba solo una pizca de piel. Se alisó el vestido, volviéndose a un lado y al otro antes de pararse frente a Lucy.
Lucy dio un mordisco a su manzana Red Delicious y le echó a Pepper un vistazo.
—Demasiado corto —dijo tragando un bocado.
Pepper se tocó instintivamente el pelo. Acababa de estar en la peluquería y estaba lamentando la pérdida de más de cinco centímetros de su cabello.
—Sabía que no me lo tenía que haber cortado…
—El pelo no. El vestido.
—¿Eh? —Pepper se miró que el bajo le llegaba a unos escasos quince centímetros sobre las rodillas.
—¿Estás de broma? Esto no es corto. Y, además, se lleva lo corto, Luce.
Lucy se encogió de hombros:
—Me has preguntado y yo te he contestado.
Pepper estiró un pie adornado con unas de las mejores sandalias de tiras de Kate Spade.
—Parece más corto porque estos zapatos nuevos me hacen las piernas tope de largas.
Lucy se terminó la manzana y envolvió los restos en un pañuelo de papel antes de tirarlos a la papelera.
—Si parece corto, es corto. ¿Qué vas a hacer, llevar los zapatos en la mano para que no parezca que el vestido parece corto?
Pepper sacó la barbilla en actitud defensiva.
—Bueno, creo que mis piernas son fabulosas.
Al fruncir el ceño, se le arrugó la frente.
—Es el pelo el que está demasiado corto.
Se tocó las puntas cortadas, dándoles aire para que tuviera más volumen.
Lucy movió la mano sin darle importancia.
—Ya crecerá. Además, corto es más cómodo —añadió con un rápido ladeo de la cabeza.
Pepper se estiró el flequillo tanto como pudo hasta que finalmente desistió y dejó caer las manos en las caderas.
—No me importa que sea más cómodo. Lo cómodo no significa siempre mejor, Luce.
Lucy se apoyó sobre Pepper y se miró al espejo. Se atusó su rojo pelo corto detrás de las orejas:
—Más cómodo y mejor.
Pepper alargó la mano y metió los dedos en el pelo de Lucy. Con un loco meneo de la mano se lo revolvió como una ensalada y luego se echó hacia atrás. Se puso las manos en las caderas y miró el pelo de Lucy evaluándolo.
—Hala, ahora está mejor.
Echó una mirada rápida al reloj.
—Jake estará aquí en cualquier momento. Tanto que hacer y tan poco tiempo —dijo apresurándose hacia la cocina. Miró dentro del cajón de verduras del frigorífico y retiró manzanas, unas bolsitas de zanahorias y una lechuga. A cada segundo que pasaba su búsqueda se hacía más frenética.
—¿Es esto lo que buscas? —Lucy le tendió un limón amarillo y regordete.
Pepper se llevó una mano al pecho y dio un soplo de alivio.
—Ya me estaba preocupando.
Le cogió el limón a Lucy y lo partió en cuartos. Luego exprimió el jugo en un cuenco e introdujo en él las puntas de los dedos. Se pasó rápidamente las manos por el pelo y luego volvió a hundir los dedos en el cuenco. Esta vez se pasó las manos por las piernas hasta arriba debajo del vestido.
—Esperas visita ahí abajo, ¿no? —preguntó Lucy con las cejas elevadas.
—Tranquila, Lucy, no quiero abrumar al chico. Un poquito por aquí, un poquito por allá, y huelo como una rosa —explicó.
—No sé si podría considerarse un poquito por allá con semejante vestido.
Pepper ignoró aquel comentario y se fue saltando alegremente de vuelta a la habitación. Abrió el armario y alargó la mano hacia la estantería de arriba. Bajó un bolso de noche de lentejuelas negras. Vació el contenido de su bolso de diario sobre la cama y lo extendió todo. Cogió un pintalabios, un espejito, tiras para el aliento, su carné de conducir y un fajo de billetes. Cabía todo un poco justo, pero si no lo abría, no habría problemas.
—Ya está —dijo cerrando el bolso—. Estoy lista para irme.
Se dio la vuelta y se miró en el espejo una vez más para asegurarse de que todo estaba en su sitio.
Sonó el timbre y un millón de mariposas revolotearon frenéticamente en el estómago de Pepper. Se sentía como una colegiala a la espera de recibir su primer beso. Se puso una mano en el pecho. Aquí estaba ella poniéndose tan nerviosa por una cita cuando hacía tan solo unas semanas había jurado renunciar a los hombres. Desde luego, las cosas podían cambiar en un abrir y cerrar de ojos. Después de la muerte de su padre, al ver la soledad en la que había quedado su madre, Pepper se había jurado que nunca dejaría a ningún hombre acercarse tanto como para poder romperle el corazón.
Pero ahí estaba, deseando conocer a ese hombre misterioso. Conocerlo poco a poco, dejar que la tratara como una reina… Claro, así empezaba siempre. Los hombres se mostraban encantadores el primer par de semanas, agasajaban y bailaban, eran románticos… hacían que una chica se sintiera en la gloria, pero de repente acaecía un terremoto, un corrimiento de tierras o algo igualmente desastroso y terminaban sentados delante de la tele, iban a garitos de comida rápida y sexo, sexo, sexo. Y no es que no le gustara el sexo, pero los hombres no lo entendían: si querían seguir teniendo sexo, sexo, sexo, tenían que seguir siendo románticos, románticos, románticos.
—Luce, ve y ábrele.
—Yo no he quedado con él.
—No es momento de ponerme las cosas difíciles. ¡Por favor! Ve a abrir. Enseguida voy. ¡Ve, ve! —dijo Pepper sacando a Lucy de su habitación.
Un minuto después el sonido de una voz de hombre, grave, viva y con un toque intelectual, resonó por el pasillo. Respiró profundamente y sonrió. Acababa de llegar la hora de conocer a ese potencial hombre de sus sueños.
Pepper recorrió aquel corto pasillo y se paró para asomarse por la esquina. Lo que vio le hizo mirar al techo y susurrar: «Gracias, Dios mío». Jake era alto y, por su constitución, podría haber sido jugador de fútbol americano. Sin duda superaba todos los requisitos físicos. Y en ese momento pensó que los hombres con traje eran en su mayoría tipos con pinta de primos que solo sabían hablar de acciones y bonos y de cuánto costaban sus Ferraris.
Su mirada recorrió la amplia espalda de Jake de arriba a abajo y trató de imaginarse qué tal estaría en vaqueros. Ya estaba lista para revisar la otra cara de los vaqueros, pero desde luego era importante que cualquier hombre con el que saliera tuviera buen aspecto si tenía que inclinarse sobre el capó de su coche. Desde donde se encontraba, definitivamente Jake tenía potencial. Estaba deseando ver cómo era la parte delantera del producto.
Su pelo, oscuro y con volumen, estaba cortado justo por encima de las orejas y parecía recién arreglado. ¿Un abogado quizá? O igual Jake Hunter trabajaba en el mundo del espectáculo. En la cabeza de Pepper se arremolinaron imágenes de cámaras, luces y vestuarios.
—Está en su habitación asegurándose de que está perfecta. —Pepper oyó que Lucy le decía a Jake.
Pepper se puso una mano en la boca sofocando un grito. ¿Qué sería lo próximo que aireara Lucy? ¿Tenía la intención de revelar sus secretos más íntimos? Ya era hora de poner fin a eso. Había pasado un tiempo considerable delante del espejo perfeccionando su sonrisa, así que se la pegó a la cara y entró con brío en la sala.
—Tú debes de ser Jake. —Pepper caminó hacia él extendiéndole una mano. Pelo oscuro y deliciosamente ondulado. Su sonrisa era amplia, sus dientes blancos y perfectos y sus ojos se arrugaban en los lados. Salid del cazamariposas: Pepper sentía un enjambre entero echándose a volar. Si eso de la química era verdad, ella ya estaba contagiada. Nada de vacunas, por favor.
—Perdón —dijo Lucy aclarándose la garganta—, voy a subir a la azotea a coger unas flores.
Pepper apenas hizo caso a Lucy, solo asintió fugazmente con la cabeza. Ni siquiera se le ocurrió presentarle su mejor amiga a Jake. Lucy desapareció. Ella y Jake se quedaron solos.
La mirada de Jake deambuló discretamente por Pepper de pies a cabeza, aunque ella apreció que tuvo cuidado de que sus ojos no se posaran en ninguna parte de su cuerpo durante demasiado tiempo. Pepper había recibido cientos de esas miradas masculinas que desnudan con los ojos. La mirada de Jake era distinta, como si se conocieran de toda la vida.
Pepper se sonrojó y una calidez la envolvió cuando él se quedó mirándola a los ojos.
—Eres preciosa —dijo ofreciéndole la mano—. ¿Nos vamos?
Pepper le cogió de la mano. Su tacto era cálido y agradable y se sintió más segura que… probablemente nunca. Pepper sintió que se le hinchaba el corazón, igual que el Grinch cuando por fin encontró la Navidad. «Eres preciosa», había dicho Jake. No «estás preciosa», sino «eres preciosa». Sin duda, «eres pre-cio-sa».
Hizo un rápido cálculo mental: a este paso, ella y Jake estarían preparando una boda para dentro de unas dos semanas. Su sentido común interrumpió ese sueño. Él solo había dicho esas tres palabras que constituían el típico cumplido, pero notaba las tripas todas locas y rezaba para que su estado fuera incurable.
Jake la cogió de la mano y salieron al aire fresco de la noche. Jake se paró en el porche y miró hacia el tejado.
—Encantado de conocerte, Lucy —dijo.
Lucy miró hacia abajo y le devolvió una sonrisa sincera.
—Encantada de conocerte también.
Jake llevó a Pepper hasta un Audi recién salidito del horno. Bajo la luz de las farolas, la pintura plateada del coche relucía como una escarcha invernal. Sus curvas eran tan impecables y atractivas como las siluetas de algunos de sus clientes del Gimnasio Malibú.
Jake abrió la puerta del copiloto y ella se hundió en la suave tapicería de cuero negro del coche. Le vio pasar andando por delante del coche hasta el otro lado, incapaz de quitarle los ojos de encima. Una ráfaga de viento sopló en su pelo oscuro moviéndolo hacia atrás y ella observó el tenue trazado de una cicatriz por el lado de su cuello. ¿Del mundo del espectáculo? ¿Un especialista tal vez? Pepper inauguró una lista mental de preguntas que hacerle.
Jake se deslizó en el asiento del conductor y Pepper creyó sentir el calor de su cuerpo, aunque quizá fueran los asientos automáticamente calentados. Jake era muchísimo más de lo que ella se hubiera atrevido a pedir y también tomó nota para darle las gracias a Simone por su sabiduría.
—¿Has estado alguna vez en el Club Búfalo? —preguntó él.
Pepper le ofreció su sonrisa más dulce.
—No, nunca he oído hablar de él.
El entusiasmo la recorrió más rápido que cuando se bebe con el estómago vacío. De hecho, cualquier lugar a donde fuera con el hombre que estaba sentado a su lado sería emocionante. No estaba acostumbrada a salir con hombres que no necesitaran decidir con ella adonde iban a ir, así que su actitud de tomar la iniciativa era más estimulante que un baño temprano en el Pacífico.
Jake puso en marcha el motor del Audi y, media hora después, avanzaban por las calles de Santa Mónica. Pepper aprovechó ese tiempo para examinar a Jake con detenimiento. Sus manos eran fuertes y estaban curiosamente bronceadas, igual por estar al sol dirigiendo a famosos. Pelo negro, traje negro, suéter granate: el hombre parecía un anuncio de la revista GQ.
Diez minutos después de entrar en Santa Mónica llegaron a la parte delantera de un edificio que parecía un almacén abandonado, de esos en que nada bueno pasaba en un par de películas que había visto. Miró alrededor. Un escalofrío de alerta le subió por la espalda cuando vio que la calle también tenía ese aspecto de «este no es tu sitio».