MENTE Y CUERPO
1. Pocas cosas pueden ser tan antitéticas del sexo como el pensamiento. El sexo es un producto del cuerpo, es irreflexivo, dionisíaco e inmediato, una liberación del cautiverio racional, una resolución extática del deseo físico. A su lado, el pensamiento aparece poco menos que como una enfermedad, un impulso patológico de imponer orden, un símbolo de la patética incapacidad de la mente para entregarse al fluir de los hechos. Para mí, pensar cuando se hace el amor supone transgredir una ley fundamental de la relación sexual, ser culpable de una irrecusable incapacidad de reservar precisamente esta área a la inocencia original. Pero ¿había alguna alternativa?
2. Fue el beso más dulce, todo cuanto uno sueña que puede ser un beso. Hubo un ligero roce, tiernas incursiones de prueba que hicieron surgir el sabor único de nuestra piel, todo esto antes de que la presión aumentara, antes de que nuestros labios se alejaran y volvieran a unirse, de que nuestras bocas articulasen, jadeantes, el deseo, y mis labios abandonasen un instante los de Chloe para recorrer sus mejillas, sus sienes, sus orejas. Apretó su cuerpo contra el mío, nuestras piernas se entrelazaban y, tambaleantes, ambos nos derrumbamos en el sofá, riendo, aferrados el uno al otro.
3. No obstante, si algo venía a interrumpir aquel delirio edénico era la mente o, más bien, el pensamiento, el pensar en lo extraño que me resultaba estar tumbado en la sala de Chloe, acariciando sus labios con los míos, recorriendo su cuerpo con mis manos, sintiendo su calor a mi lado. Después de toda la ambigüedad inicial, aquel beso llegó tan súbita e inesperadamente que mi mente se negó a cederle al cuerpo el control de los acontecimientos. Más que el beso en sí mismo, pensar en él era lo que amenazaba con captar la atención.
4. Me resultó inevitable pensar que una mujer cuyo cuerpo había sido hasta pocas horas antes un espacio totalmente privado [solo sugerido por los contornos de la blusa y de la falda], se preparaba ahora a revelarme sus zonas más íntimas, mucho antes [dada la época en que nos había tocado vivir] de haberme revelado las zonas más íntimas de su alma. Aunque habíamos conversado ampliamente, percibía una desproporción entre mi conocimiento diurno y nocturno de Chloe, entre la intimidad que suponía el contacto con sus órganos sexuales y las dimensiones, básicamente desconocidas, del resto de su vida. Pero la presencia de esos pensamientos, que afluían junto con nuestros jadeos físicos, parecía oponerse en forma burda a las leyes del deseo y dar paso a una desagradable visión objetiva capaz de asumir el papel de una tercera persona presente en aquella sala, alguien dispuesto a observarnos, vigilarnos y, quizá también, juzgarnos.
5. —Espera —dijo Chloe cuando empecé a desabotonarle la blusa—, voy a correr las cortinas, no quiero que toda la calle nos vea. ¿O por qué no vamos mejor al dormitorio? Tendremos más espacio.
Nos levantamos del estrecho sofá y atravesamos el apartamento a oscuras hasta el dormitorio de Chloe. En el centro había una ancha cama cubierta de cojines y papeles, libros y un teléfono.
—Disculpa el desorden —dijo Chloe—, el resto del apartamento es solo para impresionar; aquí es donde realmente vivo.
Encima de los cojines había un animal.
—Te presento a Guppy, mi primer amor —me dijo Chloe tendiéndome un elefantito gris y peludo en cuya cara no se leía el menor asomo de celos.
6. Una curiosa sensación de incomodidad se hizo notar mientras Chloe despejaba la cama; la impaciencia de nuestros cuerpos tan solo un minuto antes había dado paso a un pesado silencio indicativo de lo incómodamente próximos que estábamos a nuestra propia desnudez.
7. Por lo tanto, cuando Chloe y yo nos desnudamos mutuamente a los pies de la enorme cama blanca y, a la luz de una lamparita, vimos por primera vez nuestros cuerpos desnudos, intentamos ser tan indiferentes a ellos como lo fueron Adán y Eva antes de la Caída. Deslicé mis manos bajo la falda de Chloe y ella me desabotonó los pantalones con un aire de jovial normalidad, como si no nos sorprendiese en absoluto observar la fascinante diferenciación de nuestros respectivos órganos sexuales. Habíamos entrado en la fase en que la mente debe ceder todo el control al cuerpo, en que debe liberarse de cualquier pensamiento que no sea el de la pasión, en que no debe quedar espacio para el juicio: nada, excepto el deseo.
8. Pero si había una cosa capaz de frenar nuestro irreflexivo apasionamiento, era nuestra omnipresente torpeza. Una torpeza que en aquel momento nos hizo pensar a Chloe y a mí en lo divertido y estrafalario que era acabar juntos en la cama, yo pugnando con poca maña por liberarla de su ropa interior [parte de la cual se le había enredado a la altura de las rodillas], ella en conflicto con los botones de mi camisa, y los dos intentando, sin embargo, no hacer el menor comentario ni sonreír, mirándonos seriamente con un aire de deseo apasionado, como si no hubiéramos advertido el lado potencialmente cómico de lo que estaba ocurriendo, sentados semidesnudos al borde de la cama, ruborizados como dos colegiales culpables.
9. Mirada retrospectivamente, la torpeza en la cama nos parece cómica, casi farsesca. Sin embargo, en el acto mismo es una tragedia menor, una molesta interrupción del flujo suave y directo de los ardientes abrazos. Hacer el amor con apasionamiento es un mito que, en principio, debería estar libre de impedimentos menores tales como que las pulseras se nieguen a abandonar el brazo, o que un calambre nos paralice la pierna o que le hagamos daño a nuestra pareja al intentar procurarle el máximo placer. El esfuerzo por desembarazar el cabello o las extremidades hace surgir un embarazoso grado de razón allí donde solo debería morar el apetito.
10. Si la mente ha sido tradicionalmente condenada es debido a su negativa a entregar el control a causas que, al parecer, se hallan más allá del análisis; el filósofo en el dormitorio es una figura tan ridícula como el filósofo en el club nocturno. En ambos casos el cuerpo es el elemento predominante y vulnerable, por lo que la mente se vuelve un instrumento de juicio silencioso y no comprometido. La infidelidad del pensamiento se debe a su privacidad: «Si hay cosas que no puedes decirme —pregunta el amante—, cosas que debes pensar en solitario, ¿ estoy realmente en tu corazón?». Y es este resentimiento ante la distancia y superioridad del pensamiento lo que desluce al intelectual, el enemigo no solo del que ama, sino también de la nación, de la causa y de la lucha de clases.
11. En el dualismo tradicional, el pensador y el amante se hallan en los extremos opuestos del espectro. El pensador piensa sobre él amor, el amante se limita a amar. Yo no pensaba nada cruel mientras deslizaba mis manos y mis labios por el cuerpo de Chloe, pero el caso es que probablemente le hubiera molestado oír que yo estaba pensando en algo. Como pensar implica juzgar [y todos somos suficientemente paranoicos para considerar cualquier juicio como algo negativo], el pensamiento siempre resulta sospechoso en el dormitorio, donde la desnudez nos vuelve particularmente vulnerables. La amplia gama de complejos centrados en las dimensiones, colores, olores y comportamientos de los órganos sexuales supone que es preciso eliminar cualquier rastro de juicio de valor. Ello explica esos gemidos que apagan la resonancia de los pensamientos en los amantes, un gemir que confirma el mensaje: «Estoy demasiado apasionado para pensar». Beso, luego no pienso: tal es el mito oficial en cuyo ámbito tiene lugar la relación sexual, y el dormitorio es el espacio privilegiado en el que los amantes aceptan tácitamente no recordarse el sobrecogedor prodigio de su desnudez.
12. Los seres humanos tienen la singular capacidad de escindirse en dos y, al tiempo que actúan, observarse a sí mismos actuando, y de esta escisión emerge la reflexión. Pero esa enfermedad que es la excesiva autoconciencia se debe a la incapacidad para anular la separación entre observador y observado, a la incapacidad para entregarse a una actividad y, al mismo tiempo, olvidar que uno se ha entregado a ella. Es como el personaje de un dibujo animado que sigue corriendo alegremente al llegar al borde de un precipicio y no cae hasta el momento en que se da cuenta de que bajo sus pies se abre el vacío, momento en el que sí se precipita a su muerte. Qué dichosa parece la persona espontánea al lado de la autoconsciente: está libre de la separación sujeto/objeto y de la persistente sensación de un espejo o tercer ojo que esté cuestionando, evaluando o simplemente observando todo el tiempo lo que hace el yo central [besar el lóbulo de la oreja de Chloe].
13. Conozco la historia de una joven piadosa y virgen a la que, el día de su boda, su madre le advirtió: «Esta noche te parecerá que tu marido se ha vuelto loco, pero al amanecer lo encontrarás recuperado». ¿No resulta ofensiva la mente por simbolizar el rechazo de esta demencia necesaria y conservar la lucidez mientras otros se quedan sin aliento?
14. En el transcurso de lo que Masters y Johnson denominan «período meseta», Chloe me miró y preguntó:
—¿En qué estás pensando, Sócrates?
—En nada —contesté.
—¡Venga, que lo veo en tus ojos! ¿Por qué sonríes?
—Por nada, te lo juro, o por lo que sea, por mil cosas, tú, la tarde, la manera como hemos acabado aquí, por lo extraño y agradable que es todo esto.
—¿Extraño?
—No sé, sí, extraño, sospecho que soy un poco infantil y estoy cohibido.
Chloe sonrió.
—¿Qué te hace tanta gracia?
—Vuélvete un momento.
—¿Para qué?
—Venga, date la vuelta.
Al otro lado de la habitación, colocado encima de una cómoda de forma tal que caía dentro del campo de visión de Chloe, un ancho espejo mostraba nuestros dos cuerpos enredados en las sábanas. ¿Los habría observado Chloe todo ese rato?
—Lo siento, debí decírtelo, pero no quería hacer preguntas, no la primera noche, hubiera podido chocarte. Pero ven, echa una ojeada: duplica el placer.
15. Chloe me atrajo hacia ella, separó las piernas y, suavemente, reanudamos nuestro balanceo. Dirigí la mirada hacia aquel lado de la habitación, y en el espejo vi a dos personas abrazadas entre las sábanas, haciendo el amor en una cama. Fue un instante antes de que pudiera advertir que la imagen especular nos reflejaba a Chloe y a mí. Hubo una discrepancia inicial entre el espejo y la realidad de nuestros actos, entre el observador y los observados, pero fue una diferencia agradable, no esa paralizante distancia entre sujeto y objeto que la conciencia de sí puede implicar a veces. El espejo llegó a objetivar lo que Chloe y yo estábamos haciendo, y en ese proceso me transmitió la emoción de ser a la vez actor y público de nuestro acto amoroso. La mente colaboró con el cuerpo y compuso la imagen erótica de un hombre [las piernas de ella reposaban ahora sobre los hombros de él] haciéndole el amor a una mujer.
16. La mente jamás puede abandonar al cuerpo, y sugerir que debería hacerlo es una ingenuidad. Pero pensar no siempre significa juzgar a secas [o no sentir], es abandonar la propia esfera, pensar en otro, sentir empatía, situarse uno mismo donde no está el propio cuerpo, volverse el cuerpo del otro, sentir sus placeres y responder a sus ritmos, compartiéndolos en toda su intensidad. Sin la mente, el cuerpo solo puede pensar en sí mismo y en su propio placer, no puede haber sincronización ni búsqueda de las vías erógenas del otro. Lo que uno mismo no siente, ha de pensarlo. Es la mente la que introduce la congruencia y regula los ritmos. Si al cuerpo se le permitiera correr a su antojo, solo habría demencia por un lado y una virgen piadosa y aterrorizada por el otro.
17. Aunque parecía que Chloe y yo nos limitábamos a entregarnos a nuestro deseo, lo cierto es que estaba en juego un complejo proceso de regulación y ajuste. La discrepancia entre los esfuerzos técnicos y racionales por conseguir la simultaneidad y el abandono físico que suponía el orgasmo podría parecer irónica, aunque solo desde la perspectiva moderna de que hacer el amor debería ser un asunto reservado exclusivamente al cuerpo y, por lo tanto, a la naturaleza.
18. Una contradicción empaña la idea de lo natural, pues el mito de la naturaleza [como el búho de Minerva hegeliano] solo llegó cuando hacía tiempo que no existía, trayendo consigo una nostalgia de primitivismo y un duelo sublimado por las energías perdidas. En un mundo no espontáneo y obsesionado por la espontaneidad, el sexólogo invoca el orgasmo en vano para reafirmar las relaciones de la humanidad con un estado salvaje actualmente desodorizado, pero es incapaz de suscitarlo como no sea mediante una sintaxis frustrada y burocrática. [The Joy of Sex,[1] un perdurable documento de fascismo del placer, aconseja a sus lectores sobriamente y con cierto brío gramatical que
tanto para la preparación como para el orgasmo, probablemente el mejor método es colocar la palma de la mano sobre la vulva con el dedo corazón entre los labios y meter y sacar la punta del dedo en la vagina, mientras con la palma se hace presión por encima del pubis.]
19. El ritmo pausado en el que nos habíamos embarcado Chloe y yo estaba a punto de alcanzar su clímax. Una generosa humedad nos lubricaba las partes, la transpiración nos humedecía el pelo, y nos mirábamos el uno al otro con abandono, la mente y el cuerpo unidos aquí como lo estarían en aquella otra muerte [donde gazmoños de otro jaez han buscado hace tiempo el divorcio]. Sería un espacio más allá del tiempo calculado, comprimido y, no obstante, expansivo, calidoscópico, polimorfo, mortal en grado sumo, la desintegración de toda norma y sintaxis, el corsé del lenguaje que estalla en chillidos más allá del significado, más allá de la política, más allá del tabú, para entrar en el reino del olvido que fluye.