PSICOFATALISMO
1. Cuando nos sobreviene alguna calamidad, solemos ir más allá de las explicaciones causales y cotidianas a fin de entender por qué hemos sido elegidos para recibir un castigo tan atroz e intolerable. Y cuanto más devastador sea el acontecimiento, más tenderemos a atribuirle una importancia que objetivamente no tiene, y más probabilidades tendremos de deslizarnos en una modalidad de psicofatalismo. Perplejo y agotado por el sufrimiento, me asfixiaba entre signos de interrogación, esos símbolos del esfuerzo de la mente por entender el caos: «¿Por qué yo? ¿Por qué todo esto? ¿Por qué ahora?». Recorrí el pasado en busca de causas, presagios, ofensas, cualquier cosa que pudiera servir de razón para explicar la sinrazón que me rodeaba, algo que sirviera de bálsamo para la herida que me habían infligido, algo que vinculara los distintos hechos entre sí, algún esquema que pudiera sobreponer a los fortuitos puntos y rayas que jalonaban mi vida.
2. Obligado a abandonar el tecno-optimismo de la modernidad, me escurrí entre la red destinada a contrarrestar los miedos primitivos. Dejé de leer los periódicos y de confiar en la televisión, dejé de creer en las previsiones meteorológicas y en los indicadores económicos. Mis pensamientos dejaron paso a desastres milenaristas: terremotos, inundaciones, devastación, pestes. Me aproximé al mundo de los dioses, al mundo de las fuerzas primitivas que gobiernan nuestras vidas. Sentí la transitoriedad de todas las cosas, ese universo ilusorio sobre el cual se construían los rascacielos, los puentes, las teorías, los lanzacohetes, las elecciones y los restaurantes de comida rápida. Vi en la felicidad y el reposo una violenta negación de la realidad. Observaba a quienes iban y venían diariamente a su lugar de trabajo y me preguntaba por qué no lo habían notado. Imaginé explosiones cósmicas, mares de lava en movimiento, saqueos y destrucciones. Entendí el dolor de la historia, ese registro de carnicerías arropado en una nostalgia nauseabunda. Sentí la arrogancia de los científicos, políticos, presentadores de telediarios y empleados de gasolineras, la presunción de los contables y jardineros. Me uní a los grandes proscritos, convirtiéndome en seguidor de Calibán, Dionisos y todos los vilipendiados por mirar directamente las verrugas purulentas de la verdad. En pocas palabras, acabé perdiendo transitoriamente el juicio.
3. Pero ¿qué otra opción me quedaba? La partida de Chloe había cuestionado la creencia de que yo era el amo de mi propia casa, recordándome la debilidad neuronal, la impotencia y la incapacidad de la mente consciente. Dejé de sentir la atracción de la gravedad, y sobrevino la desintegración y esa extraña lucidez que surge de la desesperación total. Sentí que había sido incapaz de contar mi propia historia, pero había visto a un demonio hacerlo por mí, un demonio infantil y petulante que se divertía elevando a sus personajes para luego arrojarlos a los roquedales del fondo. Me sentí como una marioneta que, sostenida por cuerdas, saltaba hasta el firmamento o descendía a las profundidades de la psique. Era un personaje de una importante obra narrativa cuyo esquema general me era imposible alterar. Era el actor, no el dramaturgo, y me iba tragando a ciegas un guión escrito por mano de otro, cuyo desenlace me empujaba hacia un final desconocido, aunque doloroso. Reconocí y me arrepentí de la arrogancia de anteriores optimismos, la creencia de que la respuesta se hallaba en el pensamiento. Me di cuenta de que los instrumentos de mando del coche no tenían nada que ver con sus movimientos: yo podía apretar frenos y aceleradores, pero el vehículo seguía avanzando por su propia inercia. Mi sensación provisional de que los pedales producían un efecto era errónea, mis certezas anteriores no habían sido otra cosa que una coincidencia fortuita entre pedal y movimiento, teorías conscientes y destino.
4. Si mi propia mente era una pálida imitadora, que no iniciadora, la verdadera mente se hallaba entonces en otro sitio, tras el telón de fondo, debajo del escenario o entre bastidores, en una mente-no-mía. Una vez más pensé en el destino, una vez más sentí la naturaleza divina de los orígenes del amor. Tanto su llegada como su partida [la primera tan hermosa, la segunda tan horrible] me recordaron que yo mismo no era sino un juguete en manos de Cupido y Afrodita. Víctima de un castigo intolerable, iba en busca de mi culpa. Había sido un criminal inconsciente que se movía entre peligros insospechados y había matado sin saberlo: un crimen que no admitía indulto al no haber existido una intención consciente. Había querido que el amor viviera, pero había acabado matándolo. Había sido víctima de un crimen sin saber que yo mismo lo había cometido, y ahora buscaba el agravio y, nada seguro de lo que había hecho, me confesaba culpable de todo. Me desvivía buscando el arma, cualquier insolencia que volviera para hostigarme, actos de una crueldad e irreflexión francamente baladí, ninguno de los cuales se les había escapado a los dioses, que habían decidido castigarme ahora con su terrible venganza. No soportaba ver mi cara en el espejo, me arranqué los ojos, aguardé a que algún pájaro viniera a picotearme el hígado y escalé montañas cargando a hombros el lastre de mis pecados.
5. Los antiguos mitos estaban, por supuesto, muertos; eran demasiado amplios para la era de las calculadoras de bolsillo —el Monte Olimpo era una estación de esquí; el Oráculo de Delfos, una taberna en las inmediaciones de Queensway—, pero los dioses aún seguían allí, habían encontrado nuevas formas, usaban traje y se habían adaptado a los tiempos modernos. Ahora estaban miniaturizados, ya no ocupaban espacios entre las nubes, sino en nuestra psique. Y yo estaba viviendo un drama en el escenario de la mente, la sede individual y privilegiada de las luchas entre los dioses. En el centro, Zeus/Freud dirigía el espectáculo, repartiendo motivos, truenos, relámpagos y maldiciones. Yo padecía bajo la maldición del destino, no uno exterior, sino un psicodestino: un destino interior.
6. En la era de la ciencia, el psicoanálisis daba nombres a mis demonios. Pese a ser él mismo una ciencia, conservaba la dinámica [si no la sustancia] de la superstición, la creencia de que la mayor parte de la vida transcurre sin someterse al control racional. En las historias de las manías y motivaciones inconscientes, de las compulsiones y los castigos, yo reconocía el mundo de Zeus y sus colegas, el Mediterráneo transportado a la Viena de finales del siglo XIX, una visión secularizada y saneada prácticamente del mismo cuadro. Completando la revolución de Galileo y de Darwin, Freud devolvió al hombre a la prístina humildad de sus antepasados griegos, no tanto actores cuanto, más bien, materia sobre la cual se actúa. El mundo freudiano se hizo con monedas de dos caras, una de las cuales nunca podíamos ver, un mundo donde el odio podía ocultar un gran amor y viceversa, donde un hombre podía tratar de amar a una mujer, pero inconscientemente estar haciendo todo lo posible para que acabara en brazos de otro. Desde un ámbito científico que durante tanto tiempo había defendido la causa del libre albedrío, Freud supuso el retorno a una forma de determinismo psíquico. Fue un giro irónico en la historia de la ciencia el que los freudianos cuestionaran el predominio del «yo» pensante desde la ciencia misma. El «Pienso, luego existo» se acabó metamorfoseando en el «No existo donde pienso, y pienso donde no existo» lacaniano.
7. No hay ningún punto trascendental desde el cual podamos observar el pasado: este se construye siempre en el presente y va cambiando con sus fluctuaciones. Tampoco miramos al pasado por el pasado mismo, sino más bien como ayuda para explicarnos el presente, El papel que mi amor por Chloe había desempeñado en mi vida me acabó pareciendo muy distinto ahora que las cosas habían terminado tan penosamente. En mis momentos de optimismo dentro de la relación, había introducido el amor en un discurso sobre una vida en constante progreso, prueba de que por fin estaba aprendiendo a vivir y a ser feliz. Me vino a la memoria una tía mía, mística por horas, que un día predijo que yo sería feliz en amores, y muy probablemente con una muchacha pintora o dibujante. Me acordé de esa tía un día en que observaba pintar a Chloe, encantado de ver que, incluso en ese detalle, estaba dando cumplimiento a las predicciones de mi tía. Al ir con ella por la calle cogidos del brazo, sentía a ratos que los dioses me habían colmado con sus bendiciones, pues la felicidad que me había tocado en suerte era el indicio de un halo suspendido en las alturas.
8. Si buscamos presagios, buenos o malos, no nos costará mucho dar con ellos. Ahora que Chloe se había marchado, empezó a perfilarse una historia de amor bastante diferente, una historia de amor condenada al fracaso, que había sido elegida porque fracasaría y que en su fracaso repetía un esquema clásico de neurosis familiar. Cuando mis padres se divorciaron, recuerdo a mi madre advirtiéndome que me guardara bien de caer en una trampa parecida, porque su madre había caído, y también la madre de su madre. ¿No era acaso una enfermedad hereditaria, una maldición que nuestra estructura genética y psicológica hacía pesar sobre la familia? Una mujer con la que estuve saliendo unos años antes de conocer a Chloe me dijo una vez, en medio de una amarga discusión, que yo nunca sería feliz en amores porque «pensaba demasiado». Y era verdad: pensaba demasiado [estos pensamientos eran prueba suficiente]: la mente había demostrado ser tanto un instrumento de tortura como un elemento beneficioso. Al pensar tanto quizás hubiera alejado inconscientemente a Chloe con mi árido espíritu analítico, tan opuesto al suyo. Recuerdo haber leído en la consulta del dentista un horóscopo que me advertía que cuanto más me esforzara por triunfar en el amor, más difíciles podrían ponerse las cosas. El rechazo de Chloe llegó a parecer parte de una norma en virtud de la cual yo hacía esfuerzos por conquistar a una mujer solo para ver cómo se derrumbaban las cosas por culpa de un hasta ahora oscuro destino psicológico. No podía hacer nada bien, había enfurecido a los dioses y la maldición de Afrodita se cernía sobre mi cabeza.
9. El psicofatalismo que había sustituido al anterior fatalismo romántico era, al igual que este, un aspecto del mismo estado mental. Ambos eran modalidades del discurso, eslabones en una cadena de acontecimientos que iba más allá de las simples secuencias temporales y evaluaba la dirección siguiendo una escala bueno/malo, héroe a secas o héroe trágico. Representado en un gráfico [véase fig. 1], el primer discurso feliz se hubiera parecido a una flecha que iba ascendiendo a medida que yo aprendía a dominar el mundo y a entender el amor.
10. Pero el rechazo de Chloe había estropeado esta perspectiva, recordándome que mi pasado era lo suficientemente complejo como para contener un informe muy diferente, uno en el que tras la felicidad viniera siempre una caída brutal. Representado en otro gráfico [véase fig. 2], el curso de mi vida podría aparecer como una serie de picos seguidos por depresiones cada vez más profundas: la vida de un héroe trágico, cuyos éxitos exigirían siempre un precio altísimo que culminaría en la propia vida.
FIGURA 1. Discurso del héroe [fatalismo romántico].
FIGURA 2. Discurso del héroe trágico [psicofatalismo].
11. La esencia de una maldición es que la persona que la padece no puede conocer su existencia. Es un código secreto que se va escribiendo dentro del individuo durante toda su vida, pero no logra encontrar una articulación racional, preventiva. El oráculo advierte a Edipo que matará a su padre y se casará con su madre, pero las advertencias conscientes de nada sirven, alertan solo al «yo» pensante y no pueden desactivar la maldición codificada. Edipo huye de su casa para eludir la predicción del oráculo, pero acaba casándose con Yocasta pese a todo: su historia es contada para él, no por él. Conoce el posible desenlace, es consciente de los peligros, pero no puede cambiar nada: la maldición desafía a la voluntad.
12. Ahora bien: ¿bajo qué maldición bregaba yo entonces? Nada menos que bajo la incapacidad de mantener relaciones felices, la mayor desgracia conocida en la sociedad moderna. Exiliado del umbrío bosquecillo del amor, me vería obligado a recorrer el mundo hasta el día de mi muerte, incapaz de liberarme de la compulsión de hacer que huyeran de mí aquellos a quienes amaba. Busqué un nombre para este mal y lo encontré en la descripción psicoanalítica de la compulsión a la repetición, definida como:
un proceso incoercible y de origen inconsciente, en virtud del cual el sujeto se sitúa activamente en situaciones penosas, repitiendo así experiencias antiguas, sin recordar el prototipo de ellas, sino al contrario, con la impresión muy viva de que se trata de algo plenamente motivado en lo actual.[8]
13. El aspecto estimulante del psicoanálisis [si es posible hablar con tanto optimismo] consiste en sugerirnos que vivimos en un mundo lleno de significados. No hay filosofía más alejada de la idea de que la vida es un cuento narrado por un idiota y no significa nada [hasta negar el significado resulta significativo]. No obstante, el significado nunca es fácil: el hechizo de los psicofatalistas ha sustituido sutilmente la expresión y luego por a fin de que, identificando así un eslabón causal paralizante. Yo no amé simplemente a Chloe y luego ella me dejó. Yo amé a Chloe a fin de que me dejase. El lamentable cuento de mi amor por ella se presentaba como un palimpsesto bajo el cual había otra historia escrita. Enterrado a gran profundidad en el inconsciente había un modelo fraguado en los primeros meses o años. El bebé había alejado a la madre, o la madre había abandonado al bebé, y ahora el bebé/hombre recreaba el mismo guión con actores diferentes, pero repitiendo el mismo argumento: Chloe se ponía la ropa que había usado otra persona. ¿Por qué la había elegido precisamente a ella? No por su forma de sonreír ni por la vivacidad de su espíritu. Era porque el inconsciente, el que asigna los papeles en el drama interior, había descubierto en ella al personaje idóneo para desempeñar el papel en el guión madre/niño, alguien que complacería al dramaturgo abandonando el escenario en el momento preciso con los despojos y el sufrimiento indispensables.
14. A diferencia de las maldiciones de los dioses griegos, el psicofatalismo al menos brindaba la posibilidad de poder ser evitado. Donde estaba el ello podría estar el yo... de no haber este quedado tan destruido por el sufrimiento, tan magullado, sangrante, deshinchado e incapaz de planificar el día y, menos aún, la vida. El yo había perdido todos sus poderes de recuperación, había sido devastado por un huracán y luchaba simplemente para restablecer ciertos servicios básicos. De haber tenido fuerza suficiente para levantarme de la cama, habría podido llegar hasta el diván, y allí, Edipo en Colona, empezar a poner fin a mis sufrimientos. Pero me sentía incapaz de reunir la dosis de cordura necesaria para salir de casa en busca de ayuda. Era incapaz incluso de hablar o de utilizar un lenguaje simbólico, no podía compartir con los demás una aflicción que, por eso mismo, acabó destrozándome. Yacía ovillado en mi cama, con las persianas bajadas; el menor ruido o cualquier lucecilla me irritaban, y me enojaba excesivamente si la leche se agriaba en la nevera o algún cajón no abría al primer intento. Viendo que todo se me escurría de las manos, llegué a la conclusión de que la única vía para recuperar al menos una medida de control era eliminarme.