8. El viaje a Roma

Esperando en la posada de los Galeros a que le trajesen herrada la mula piamontesa que había alquilado para el viaje a Roma, se sentó don Merlín bajo la parra a contemplar la mañana de Italia y el azul marino, y estaba ensoñando, los ojos entornados por la grande claridad del día, cuando se le acercó un mendigo a pedirle limosna, y dándosela muy generosa el mago, el pobre, que era un cojo gordo y muy barbado, de la cintura para arriba desnudo, y los calzones que traía, ahora viejos, fueran de suizo del Papa, de una oreja, metiendo el dedo índice y haciéndolo girar, sacó una hermosa sortija de oro, en la que montaba un lucido rubí, y se la ofreció en venta al mago de Bretaña por dos ángeles de plata de las ciudades marinas que había visto en la bolsa de Merlín, al abrirla éste para darle limosna. Halló la oferta muy decente el mago, y cerró el trato. Fuese el mendigo haciendo reverencias y saludando con una birreta española deshilada y mendada con la que cubría su intonsa cabellera, y don Merlín se quedó contemplando la piedra, que la luz matinal y latina espejeaba por todas sus caras. Como oyera las herraduras de su mula en el patio, envolvió el mago la sortija en un pañuelo de seda verde, y escondió la joya en un bolsillo reservado que tenía en el cuello de la capilla corta, que por ser verano, usaba, y en el bolsillo llevaba la clave para corresponder con el secretario de cartas celtas del rey Arturo, y un alfiler envenenado con agua caribe, que comprara en Toledo a uno que venía de Indias. La clave de la cancillería artúrica fue la misma que en la antigua Grecia usaban los lacónicos, y se llama en su lengua «skitale», y en ella correspondían los aforos con los embajadores y los estrategos, y consistía en que en una varita de olivo, de cuarta y media de largo, se envolvía oblicuamente un trozo de piel, y se escribía sobre ella, así envuelta, de arriba a abajo, de modo que desenrollando la piel aparecían los caracteres sueltos, y para leer el mensaje era preciso que el destinatario enrollase de nuevo la piel a una varita de las mismas dimensiones.

Llegó a Roma don Merlín sin mayores novedades, y contento del paso reposado y mecedor de la mula, que tenía por nombre «Tirana», y entró en la urbe por Porta San Paolo, parándose un poco antes de pasar ésta a mirar la pirámide de Caio Cestio. Por vía della Marmorata fue a cruzar el Tíber por Ponte Sublicio, buscando el hospicio de San Michele, donde iba a hospedarse con uno que fuera su compañero en Montpellier, y que ejercía ahora la medicina en aquella casa, en la que tenía buen aposento. Y este médico romano se llamó Micer Orlandini, y cuando vivía en Montpellier por veces se ponía melancólico, acodado en la ventana de su posada, y si se le preguntaba qué le entristecía, solía responder:

—Estaba soñando con «carciofi alla giudia» y con «spaghetti alla carretiera», y que remojaba la comida con una botella de Marino, que de los vinos dei Castelli Romani, es el de mi gusto.

La primera noche que pasó en Roma el señor Merlín cenó «ciriole coi piselli», bebió Marino, y después de mirar un rato la luna llena sobre las colinas fatales, se metió en cama, y habiendo apagado la vela, y cuando comenzaban a cerrársele los ojos, vio que del cuello de la capilla corta, donde tenía el bolsillo reservado, surgía una figura femenina, vestida de vagos paños verdes, y el tal fantasma, que lo era, se asomaba a la ventana por una inedia hora, volviendo paso pasito a su escondite. Tres noches más se repitió el extraño suceso, y como Merlín cambiaba cada noche de lugar la sortija envuelta en el pañuelo verde, y de donde ésta estaba era de donde brotaba el femenino fantasma, llegó el mago a la conclusión de que poseía una sortija encantada. Debajo de la almohada la escondió, y de junto a la cabeza de Merlín brotó la hermosa y gentil forma, y perfumada, tanto que nuestro hombre se turbó y aun se encandiló algo. Pero a la quinta noche, y por quitarse de deshonestidades, puso la sortija en el bolsillo secreto, cabe el alfiler envenenado, y sucedió que no apareció fantasma alguno. A la mañana siguiente fue Merlín al bolsillo para tomar la varita de la clave y escribir a don Arturo, y se encontró con el bolsillo lleno de ceniza, y el oro de la sortija vuelto cobre, y el rubí muerto, trocado en vidrio ciego, que poniéndolo al sol que nacía dorando el monte Palatino en la otra orilla, ni una chispa espejeaba. Entre Micer Orlandini y don Merlín estudiaron el caso por Cornelius Agripa, Aristóteles y Dioscórides, y hallaron la causa: al tomar cuerpo en el bolsillo secreto el fantasma, se pinchó en el alfiler envenenado con agua caribe, siendo ésta veneno tan resolutivo, que el fantasma halló allí mismo muerte.

—Mujer era, y muy hermosa —dijo don Merlín—. Cenizas enamoradas son éstas, quizá.

Y discurrió bajar al río, y desde la ponte Sublicio las vertió, las cenizas, en las aguas tiberinas, que las llevasen al mar, y se quedó tan melancólico en el petril del puente don Merlín, como en Montpellier en su ventana se quedaba Micer Orlandini añorando las alcachofas a la judía, y de sus labios salieron versos latinos, de los que el único que recuerdo es aquel que dice:

«Sic te diva potens Cypri»…

Que es horaciano; en italiano se lo repitió a Micer Orlandini: «Que la diosa dueña de Chipre, y que los hermanos de Helena, dos luceros brillantes, y el padre de los dioses te guíen»…

—No leo el regreso de don Merlín a Bretaña y los días que pasó en la corte de Arturo, rey perpetuo y futuro, que ésos están en los libros de historia que se leen en las escuelas. Básteme decir que no tuvo toda la Tabla Redonda mejor amigo ni más atento consejero, médico y político, y uno de los más compinches suyos fue aquel caballero don Lanzarote del Lago, quien tan recomendada le dejó a doña Ginebra cuando se finó, que el tal Lanzarote trata amores con doña Ginebra a excuso de su marido el rey, pero eran de aquellos amores antiguos y corteses que no ponen deshonra, según dicen. Y ya te he leído algunas noticias que ignorabas, y la garganta se me fatiga. Te diré solamente, para terminar, que fue estando en París don Merlín estudiando el pararrayos con don Franklin cuando le llegaron nuevas de que heredaba a una tía suya, por parte de madre según los más, en el reino de Galicia, donde estamos. Y porque iba el que pasó a ser amo tuyo algo fatigado del mundanal ruido, y porque con la Revolución de Francia se quedara doña Ginebra sin las rentas que tenía sobre el aceite de ballena de la mitra primada de Rennes de Bretaña y le pedía socorro, acordaron ambos retirarse a esperar mejores tiempos a Miranda. Y en Miranda vivieron días que suman unos sesenta años, hasta que doña Ginebra, viendo llegada su hora, quiso ir a morir a su país natal de Gales, en un pequeño huerto vecino a las ruinas de Persse Castle, oyendo las alondras y acariciando la cabeza de un viejo can, negro pero que ya pardeaba de viejo, y cegato…

—¡Ése era mi Norés! —exclamó Felipe de Amancia—. ¿Y tenía las bragas blancas?

—Aquí lo dice: «zaino limpio y bragado en blanco» —leyó el inglés en un apunte.

—¡Mi Norés era! ¡Ay, amigo!

Y los ojos se le llenaron de lágrimas al viejo barquero. Anochecía. Las palomas torcaces volaban buscando cama en los alisos y en los sauces de la orilla. La luna salía tempranera sobre el Arneiro. El mesonero encendió un candil de gas y gritó por la hija, que bajase a poner la mesa, que el inglés traía hambre atrasada.