10. La viga de oro

Se acercó una mañana el enano del castillo a hablar con mi amo muy en secreto, y yo bien vi que venía caviloso y con novelas de mucho bulto, que no reparó en aquellas sus monadas de costumbre, de tenerme haciéndole la reverencia en la portada, refirmarle el estribo y sacudirle el polvo de los hombros con mi montera. Me echó el paraguas en las manos, saltó de la yegua, y sin llamar a la puerta del horno pasó a conferencia con el señor patrón aquel confianzudo. Se tenía por muy señor el barrigolo, con aquello de que sabía francés y adornaba su peinado con cintas de colores. Me puse yo, después de arrendar la yegua a la sombra, a montarle una badana nueva a la muela pequeña, donde afilábamos las navajas, y estaba probando cómo saliera el arreglo en mi navajilla de Taramundi, cuando gritó por mí don Merlín y allá me fui a sus órdenes. Paseaba mi amo muy severo por la cámara, y el enano estaba sentado en el arca, y era tan carriquillo, que siendo un arca banquera, no llegaba con las puntas de los zuecos al suelo.

—Amigo Felipe —me dijo mi don Merlín—, en anocheciendo el día de hoy tienes que salir de viaje, sin decir a nadie adónde vas ni a qué. Pondrás tu ropa mejor, y al cuello esta campanita de plata, y en la mula de nuestra ama llevarás el cesto grande de las manzanas, bien limpio, y le pones una manta nueva por cama de fondo. Y te vas por el camino de Pacios hasta la laguna, y en los peñascos de los Cabos posas el cesto en la hierba, la tapa levantada, y tú te pones de espaldas al cesto, y estás quieto y callado hasta que sientas un largo silbido, y entonces te vuelves y sin mirar para el cesto dejas caer la tapa, pasando por la argolla de mimbre la clavija, y quizá te cueste subir el cesto a la mula, pero ya te mandaré fuerzas con una memoria mía. Y sin más te vienes a medio trote para Miranda.

—¿Y si le sale al camino la otra familia? —preguntó el enano, que yo bien veía que andaba sobresaltado y con miedo.

—Llevarás —me tranquilizó mi amo— unas cajas de cerillas portuguesas, y si sientes que brincan por los caminos unos perritos como ratones, avivas el trote y no pares de encender cerillas. También puedes gritar que bien les ves el rabo rizado.

¡Mucho me gustaban a mí estas encomiendas! Casi no almorcé con el apuro, y todavía no eran las cinco cuando ya tenía la mula en la era, el cesto con la manta de cama, y ya estaba vestido con mi chaquetón y calzado con los zuecos solados de estreno, y para gastar el tiempo le hice al cesto una clavija nueva, de boj, retorneada de ambas puntas. El enano del castillo, que andaba con su pamela y su espadín muy fantasioso paseando por el patio, del portalón a la casa, quitaba del bolsillo del chaleco el reloj, lo ponía a la oreja, y me daba la hora. Estudia la clavija, y me mandó hiciese la maniobra de cerrar el cesto a ojos cerrados, y quedó contento, tanto que me palmeó en la espalda y me dijo que me encontraba un hombre hecho. Y tan pronto como se puso el sol por la banda de Meira, salió mi amo al balcón y me mandó que montase y partiese, y que estuviese a la letra a lo ordenado, que bien seguía él mi aventura con su pensamiento. Aún me reí un algo al salir de casa, que el enano tuvo que arrimar un canto para empinarse en el hierro del postigo y abrirme el portalón. Tentado estuve de mandarle que me quitase la pamela, como yo le quitaba a él gorra o montera. Torcí por el camino viejo, y me fui entrenando en encender cerillas sin soltar el ramal ni perder paso, y le hice trotar a la mula y con el trote brincaba la campanilla que llevaba al cuello, tal como si un monaguillo loco corriese una función por las huertas en la noche que cerraba. Y cuando me di cuenta, ya estaba en los Cabos, y levantando niebla de la laguna, toda la noche era una tiniebla. Hice como se me mandó, y sólo me aparté de lo dicho en que la mula estaba avisada y no sosegaba, y la amañé al peñasco pequeño y le di una manzana, y poco a poco se fue quedando. Pocas cosas habrá en el mundo más calladas que la laguna grande de Esmelle cuando no es tiempo de ranas. Ladraron los perros del castillo, y yo seguía con el oído el coro, que les respondieron los de Pacios, después los de Seixido, más lejos los de Pineiro y los nuestros, y al final la perra del cazador de Belvís, y me parecía, oyendo aquellos conocidos acentos, que tenía presente compañía, cuando mismamente en la punta de mis orejas surgió el silbido, tan cerca que sentí la verga del aire en la nuca. Aguardé un avemaría, me volví para donde estaba el cesto, y sin intentar siquiera mirar para él bajé la tapa, pasé la clavija, y levanté para la albarda el cesto tan fácilmente como si fuera una pluma. Sería la memoria de ayuda que mandó don Merlín, por lo que se vio. Monté, y me alargué en un trote por la vega, y como la mula de mi ama está acostumbrada a aquel paseo, iba graciosa y suelta por el camino de Miranda. Los que el enano dijera, la otra familia, no salían a la jugada, pero yo, por sí o por no, encendí dos cerillas, le hice deletrear vísperas a la campanilla, grité que veía rabos rizados, y llegué a las puertas de Miranda con algo de miedo, que sentía bullir y soplar en el cesto, y una conversación como cacareo de gallinas.

Estaba la portalada abierta, y José del Cairo, también de ropa nueva, tenía encendido el farol de vara con que don Merlín y doña Ginebra van a la procesión de San Bartolo al Seixo, y la puerta del horno estaba abierta de par en par y todas las luces encendidas, y el enano con la pamela en la mano, y mi señor con el doble manto y el solideo de borla. Bajó el cesto y acudió mi amo a levantarle la tapa, y no bien lo hizo, brincaron fuera del mimbre seis hombrecillos de menos de cuarta leonesa, muy vestidos de verde y colorado, con grandes sombreros, y todos, excepto uno, se arrodillaron delante de don Merlín, quitándose el chapeu, y el que permaneció de pie, ése hizo una cortesía de medio paso atrás, y dio las buenas noches, y su hablar era el cacareo que escuché viniendo de camino.

—Hace muchos años, señor príncipe —dijo mi amo a aquel juguete con mucho respeto—, que nos vimos en Truro, cuando os educabais en aquélla escolanía, y vivíais en la manga de mi primo el señor sochantre, que santa gloria haya.

El titulado de príncipe hizo otra cortesía de medio paso, y siguió a don Merlín a la cámara, y tras él entraron los otros cinco dedales y el enano del castillo. Y en verdad yo estaba pasmado de la tropilla que transportara. Y ni recordaba meter en la cuadra la mula, ni de soplar el farol de vara que José del Cairo, porque sabía que me gustaba la broma, me ponía delante de las narices.

No sabía salir del patio ni irme para el lecho, por ver en qué paraba aquella audiencia, y me senté al pie de la higuera a encender las cerillas portuguesas que me quedaran; en esto estaba cuando salió el enano del castillo a mandarme que trajera unas roscas y un sorbo de vino tostado, y con el pretexto de servir me colé en la cámara, y estaba la hueste menuda sentada en el arca, el señor príncipe en el sillón de mi amo, don Merlín en la banqueta de renchido leyendo latines en un libro, y el enano tenía la palmatoria cabe el atril, y pasaba las hojas, subiéndose para dar la talla de quintas a una medida de trigo. Leía mi amo muy entonado, como clérigo de epístola, y el príncipe estaba atento, como sabedor de aquella ciencia, mientras los otros pequeñajos de su familia roían sonoramente en las roscas, tras remojarlas en el tostado.

—Todo esto asienta don Cornelius Agripa —dijo mi amo dejando la lectura y quitándose las antiparras de concha—. Y aunque yo sea de otra escuela, en lo que toca a este secreto voy a la letra con él. La viga de oro, sobre la que se asienta el segundo arco de la tierra, se corresponde en el hombre con los cuatro últimos huesos de la rabadilla, y en las estrellas con lo que llaman el Tahalí los arábigos; y los cristianos decimos las Tres Marías. El segundo arco de la tierra tiene un apoyo en Armagh de Irlanda, donde se abre el pozo de San Patricio, y el otro lo tiene en Roma, debajo de la basílica de San Juan Laterano, y la dovela magistral, mismo a pique de la imperial ciudad de Aquisgrán. Así, pues, ese espesor de oro que encontrasteis ancheando un campo para mejor jugar a los bolos, parte es de la viga de oro, y si os ponéis a amonedarlo en vuestras cecas, seguro que en dos o tres años se viene abajo media Francia, y de las Flandes no quedará ni un surco. Y tengo para mí que las onzas que troqueléis no valdrán para ese retracto que pensáis de la hija de doña Carolina[→].

—Esa hija de doña Carolina —cacareó el príncipe—, es nuestra reina y señora, y el pueblo pigmeo está huérfano desde que partió a aprender el bordado y el dulce de almendra con la Delfina de Tule[→], y yo, su don París[→], marido prometido, envejezco soltero. Y por correos que paran en Londres en el patio de Escocia supimos que vive en una jaula de plata, disfrazada de paloma colipava, a lo que graciosamente se presta, tan pequeñita y donairosa que es. Y la Delfina de Tule, que es una vieja tornadiza, dice que no la deja volver, riéndose de sus soledades, si no hay previo pago de once cosechas de los almendros de Palermo y de mil brazas de seda murciana, que tanto despilfarró la prenda nuestra, puesta de aprendiza. Y nosotros pensábamos amonedar ese espesor de oro secreto, y ésta fue la causa de venir a consulta a Miranda, que no sabíamos cuál era la cifra real de Tule, y qué armas ponen allí en la cruz de las monedas.

Lágrimas le brotaban de los ojos a aquel don París príncipe, y los suyos al verlo llorar también las vertían caudalosas, pero no por eso dejaban de mordisquear las roscas, que eran de Santa Clara, bañadas en almíbar por mi ama doña Ginebra.

—La cifra real de Tulé —explicó don Merlín—, es un cuervo en una barquichuela, y las armas son las lises de Francia, que llegaron a aquella familia a través de una tía segunda que tuvo un hijo de extranjis de un francés que naufragó en las costas de Tule, y era medio músico y planchador de almidón en la corte de Versalles, y aquella tía segunda, lady Fog[→], lo tomó por punto fijo, y lo titularon los de Tule por infante don Scarefly[→], y es abuelo de la Delfina que ahora rige, miss Spindle[→] llamada. Y la moneda que corre en Tule no es de oro, que lo es de ámbar electrón, y allí el oro es como por aquí el hierro y no más, en lo tocante a estima. Que se lo diga a Vuestra Alteza el enano de Belvís aquí presente, que fue de pincerna a Tule cuando allá llevaron a la hija de doña Carolina.

Enrojeció el enano y perdió toda arrogancia, y aún medio se escondió tras mi amo, y los que estaban sentados en el arca al oír aquel dato se pusieron de pie y echaron mano de las espaditas que traían al cinto, pero el príncipe don París con mucha autoridad los sosegó diciendo:

—No tiene el enano culpa alguna en este caso, que por dineros hizo ese viaje, lo mismo que por dineros nos sirvió de posta ahora, y como criado de la hija de doña Carolina fue presto y cortés, que sé yo que a dos leguas de Londres, haciendo camino por el calor del día en que cayó aquel año el verano en la Inglaterra, le compró de su bolsa a nuestra señora un «tutti frutti».

Y en su habla, y muy orador, terminó de apaciguar a su hueste. Llorando iba don París y llorando iban los suyos cuando, amaneciendo, los volvimos al cesto de las manzanas con la misma ceremonia con que los recibimos. José con el farol de vara, mi amo con el doble manto y el enano con la pamela en la mano. Y fui a llevarlos a los Cabos, y ya salía a reposar el día sobre el mundo cuando los solté en los peñascos, y por una rajadura que tiene la roca grande, pasaron de este país a los campos de abajo. Me dio pena aquel don París enamorado, con su bigotillo y los ojos francos que tenía, y si la doña cautiva era del tamaño de paloma colipava que decían, ciertamente que harían una feliz pareja. Cuando volví a Miranda estaba esperándome mi amo en la portalada.

—Si les da por ponerse a amonedar la viga de oro a estos inquilinos de la sotierra —me dijo ayudándome a meter la mula—, tengo para mí que la quebradura del mundo llegaba de Cambray a Mondoñedo.

—¿Y qué era ese cuento de la otra familia? —pregunté.

—El reino de abajo, Felipe mío, está tan en parcelas como el reino de arriba, y estos que hoy vinieron a nosotros son de nación cristiana, parientes de los caldeos, y no tienen otra labor, desde que fueron puestos en lo más profundo, que buscar la serpiente Smarís[→], cuyos huevos, grandes como tu cabeza, con perdón, guardan una esencia que filtrada con cresta de gallo, a los que de ella beban, hará crecer, y este pueblo de granos de mijo en el abierto mundo se pondrá como pueblo de gigantes. Y tanto hocicaron la tierra y tantas vueltas les dieron a sus covachuelas, que fueron a encontrar, celebrando una feria secreta al pueblo de los corantines[→], guardadores de tesoro, que se disfrazan de canecillos poniendo un rabo rizado, como de perro de pintura flamenca, en la birreta. Y los caldeos los burlaron, y así nació discordia entre ambas partidas, y ahora, cuando los corantines adivinan que un caldeo sale a la flor del mundo, asoman también ellos, y con engaños que hacen les equivocan el camino y los desmemorian de los mandados que llevan, y solamente campanillas, luces y mentarles el rabo rizado, hace que esos tercos se contengan. Y ahora que vas tan ilustrado que podrías examinarte de geografía secreta en Sagres, mejor es que te acuestes y duermas, que mañana será otro día, y habrá visita de mérito.