20. MISS RUSSELL
Raglán había recibido un golpe muy duro. La generosa mentira de Blunt no le engañó más que a nosotros. Nuestro viaje de regreso al pueblo fue amenizado por sus quejas.
—Esto lo cambia todo. No sé si usted lo comprende, Mr. Poirot.
—Creo que sí, creo que sí —replicó Poirot—. Verá usted, yo me había familiarizado con la idea hace algún tiempo.
El inspector, que estaba al corriente desde hacía sólo media hora escasa, miró tristemente a Poirot y continuó la enumeración de sus descubrimientos.
—¡Todas esas coartadas no tienen valor alguno! ¡Absolutamente ninguno! Tenemos que volver a empezar. Descubrir lo que cada cual hacía a partir de las nueve y media. Las nueve y media, ésa es la hora clave. Usted tenía razón respecto a Kent. No le soltaremos de momento. Déjeme pensar. A las nueve y cuarenta y cinco, en el bar The Dog amp; Whistle. Pudo llegar allí en un cuarto de hora, si anduvo de prisa. Es posible que fuese su voz la que Mr. Raymond oyó que pedía dinero y que Mr. Ackroyd le negó. Pero una cosa está clara. No fue él quien telefoneó. La estación se encuentra a media milla en la otra dirección, a más de una milla y media del bar, y él estuvo en el local hasta las diez y cuarto aproximadamente. ¡Maldita llamada telefónica! ¡Siempre nos estrellamos contra ella!
—En efecto —asintió Poirot—. ¡Es curioso!
—Quizás el capitán Patón subió al despacho de su tío y, al encontrarle asesinado, decidió telefonear. Luego, temiendo verse acusado, huyó. Es posible, ¿verdad?
—¿Por qué tenía que telefonear?
—Quizá dudara de que Mr. Ackroyd estuviera verdaderamente muerto y pensó en mandarle el médico tan pronto como fuera posible, aunque sin dar la cara. ¿Qué le parece mi teoría? Creo que es muy buena.
El inspector quedó tan satisfecho con su perorata, que cualquier objeción sería inútil en aquel momento.
Llegamos a mi casa en aquel instante y me apresuré a recibir a mis enfermos, que me habían estado esperando bastante rato. Poirot se marchó con el inspector a la comisaría.
Tras despedir al último paciente, entré en el cuartito situado en la parte trasera de la casa, al que llamo mi taller. Estoy bastante orgulloso del aparato de radio que he construido allí. Caroline odia mi taller, en el que guardo mis herramientas y no permito a Annie que me lo revuelva todo con su escoba y sus trapos. Estaba ajustando las piezas de un despertador que me habían denunciado como indigno de toda confianza, cuando la puerta se abrió. Caroline asomó la cabeza.
—¿Estás aquí, James? —dijo con tono de reproche—. Mr. Poirot quiere verte.
—¡Qué bien! —exclamé irritado, pues su entrada inesperada me había sobresaltado y se me había caído una pieza del delicado mecanismo—. Si quiere verme, puede entrar aquí.
—¿Aquí?
—Eso es lo que he dicho, aquí.
Caroline hizo una mueca significativa y se retiró, volviendo al cabo de unos instantes con Poirot. Se retiró de nuevo, dando un portazo.
—¡Ah, amigo mío! —dijo Poirot, acercándose y frotándose las manos—. Usted no puede librarse de mí tan fácilmente, ya lo ve.
—¿Ha terminado usted con el inspector?
—De momento, sí. Y usted, ¿ha visitado a todos sus enfermos?
—Sí.
Poirot se sentó y me miró con la cabeza ladeada y el aspecto de quien saborea una broma exquisita.
—Usted se equivoca —dijo finalmente—. Todavía le queda un enfermo por examinar.
—¿No se tratará de usted? —exclamé con sorpresa.
—No, bien entendu. Yo tengo una salud espléndida. Para decirle la verdad, se trata de un pequeño complot. Deseo ver a alguien y, al mismo tiempo, no es preciso que el pueblo en masa se entere del asunto, lo cual no dejaría de ocurrir si esa señora viniera a mi casa, puesto que se trata de una señora. Ya ha venido a verle en calidad de enferma con anterioridad.
—¡Miss Russell!
—Précisément. Deseo hablar con ella, de modo que le he enviado una nota citándola en su consultorio. ¿No me guardará usted rencor?
—Al contrario. Supongo que me permitirá presenciar la entrevista.
—¡No faltaba más! ¡Se trata de su consultorio!
—Verá usted —continué, dejando caer los alicates que tenía en la mano—. Ese asunto es extraordinariamente misterioso. Cada nuevo acontecimiento es como el giro de un calidoscopio, la visión cambia por completo de aspecto. ¿Por qué siente usted tanto interés por ver a miss Russell?
Poirot enarcó las cejas.
—¡Me parece que es obvio!
—Vuelve usted a las andadas —rezongué—. Según usted, todo es obvio, pero me deja en la mayor oscuridad.
Poirot meneó la cabeza jovialmente.
—Se burla usted de mí. Tome el caso, por ejemplo, de mademoiselle Flora. El inspector se sorprendió, pero usted no.
—Nunca imaginé que pudiese ser ella la ladrona —exclamé.
—Tal vez no, pero yo le estaba mirando a usted y su rostro no demostró, como el de Raglán, sorpresa o incredulidad.
Callé un momento.
—Creo que tiene usted razón —admití—. Hace tiempo que tenía la impresión de que Flora callaba algo, así que, cuando reveló la verdad, estaba preparado para oírla. ¡En cuanto a Raglán, le trastornó completamente, pobre hombre!
—Ah! Pour ça, oui! El desgraciado tiene que poner nuevamente en orden sus ideas. Aproveché su estado de caos mental para obtener de él un pequeño favor.
—¿Cuál?
Poirot sacó una hoja de papel del bolsillo y leyó en voz alta lo que había escrito en la misma:
—«La policía anda buscando hace días al capitán Ralph Patón, sobrino de Mr. Ackroyd, de Fernly Park, cuya muerte ocurrió en circunstancias trágicas el viernes pasado. El capitán Patón fue localizado en Liverpool cuando iba a embarcar rumbo a América.»
Poirot volvió a doblar la hoja de papel.
—Esto, amigo mío, saldrá en los diarios de mañana.
Le miré en el colmo del asombro.
—Pero no es cierto. ¡No está en Liverpool!
Poirot me miró sonriente.
—¡Usted tiene la inteligencia muy despierta! Es cierto, no se le ha visto en Liverpool. El inspector Raglán no quería dejarme enviar esta nota a la prensa, sobre todo porque no podía explicarle nada más, pero le aseguré que unos resultados interesantísimos se derivarían de su publicación y cedió, pero con la condición de que él declinaba toda responsabilidad.
Le miré asombrado y él me sonrió.
—Para serle franco —declaré finalmente—, no sé lo que usted espera conseguir con esto.
—Debería usted emplear más sus células grises —opinó Poirot gravemente.
Se acercó a mi mesa de trabajo.
—Es usted aficionado a la mecánica —dijo, inspeccionando mis trabajos.
Todo hombre tiene una afición u otra. Yo llamé inmediatamente la atención de Poirot sobre mi aparato de radio. Al encontrar en él un auditorio bien dispuesto, le enseñé una o dos invenciones mías, cosas sin importancia, pero que son útiles en la casa.
—Decididamente —comentó Poirot—, debería ser inventor y no médico. Pero oigo el timbre. Aquí tiene a su paciente. Vamos al consultorio.
Antes ya me había llamado la atención la madura belleza del ama de llaves. Volvió a impresionarme. Vestida muy sencilla de negro, alta, erguida y de aspecto independiente como siempre, con sus grandes ojos negros y un poco de color en sus mejillas, por lo general pálidas, comprendí que de joven había sido muy hermosa.
—Buenos días, mademoiselle —saludó Poirot—. ¿Quiere usted sentarse? El doctor Sheppard ha tenido la bondad de prestarme su consultorio para una conversación que deseo sostener con usted.
Miss Russell se sentó con su sangre fría habitual.
Si estaba interiormente agitada, exteriormente no lo manifestaba en lo más mínimo.
—Miss Russell, tengo noticias para usted.
—¿De veras?
—Charles Kent ha sido detenido en Liverpool.
Ni un músculo de su rostro se movió, se limitó a abrir un poco más los ojos y, a continuación, preguntó con tono de reto:
—¿Debería importarme?
En aquel momento vi el parecido que me había llamado la atención desde el principio, algo familiar con la forma de ser de Charles Kent. Las dos voces: una áspera y vulgar, la otra refinada, tenían el mismo timbre. Era en miss Russell en quien pensaba subconscientemente aquella noche, frente a la verja de Fernly Park.
Miré a Poirot, trastornado por mi descubrimiento, y éste me hizo una señal imperceptible.
En respuesta a la pregunta de miss Russell, movió las manos con un gesto típicamente francés.
—Creí que eso le interesaría. Nada más.
—Pues no me interesa de un modo especial. ¿Quién es ese Charles Kent?
—Es un hombre, mademoiselle, que se encontraba en Fernly Park la noche del crimen.
—¿De veras?
—Afortunadamente, tiene una coartada. A las diez menos cuarto se encontraba en un bar situado a una milla de aquí.
—Tanto mejor para él.
—Pero ignoramos todavía qué estaba haciendo en Fernly Park. ¡A quién vino a ver, por ejemplo!
—Siento no poder ayudarle. No he escuchado ningún comentario. ¿Alguna cosa más?
Hizo un movimiento como para levantarse, pero Poirot la detuvo.
—Hay algo más —dijo amablemente—. Esta mañana hemos tenido noticias frescas. Resulta ahora que Mr. Ackroyd fue asesinado, no a las diez menos cuarto, sino antes, entre las nueve menos diez, que fue precisamente cuando el doctor Sheppard se marchó, y las diez menos diez.
Vi desvanecerse el color en el rostro del ama de llaves, que quedó blanco como el papel. Se inclinó hacia adelante, tambaleándose ligeramente.
—Pero miss Ackroyd dijo…
—Miss Ackroyd ha confesado que mintió. No estuvo en el despacho en toda la noche.
—¿Entonces?
—Entonces parece deducirse que Charles Kent es el hombre que andamos buscando. Fue a Fernly Park, pero dice que no le es posible dar cuenta de lo que hacía allí.
—¡Puedo decirle lo que hacía! No tocó un solo cabello de Mr. Ackroyd. No se acercó al despacho. Él no lo hizo, se lo juro.
Su voluntad férrea comenzaba a desplomarse. La desesperación y el temor se reflejaron en su rostro.
—¡Mr. Poirot, Mr. Poirot! Por favor, créame.
Poirot se levantó y se le acercó, dándole unos golpecitos tranquilizadores en el hombro.
—¡Sí, sí, la creeré! Tenía que hacerla hablar, ¿comprende usted?
Durante un instante una sospecha hizo que se irguiera rápidamente.
—¿Es cierto lo que me ha dicho?
—¿Que se sospecha de Charles Kent? Sí, es cierto. Sólo usted puede salvarle, explicando el motivo de su presencia en Fernly Park.
—Vino a verme —dijo en voz baja y deprisa—. Yo salí a su encuentro.
—Se reunió con él en el cobertizo, ¿verdad?
—¿Cómo lo sabe?
—Mademoiselle, Hercule Poirot tiene que saber esas cosas. Sé que usted fue allí horas antes, que dejó un mensaje, diciéndole a qué hora le vería.
—Sí, es verdad. Había tenido noticias suyas. Me anunciaba su llegaba. No me atreví a dejarle entrar en la casa. Le escribí a las señas que me daba y le dije que le vería en el cobertizo, describiéndoselo de modo que pudiera encontrarlo. Entonces temí que no esperara allí pacientemente y salí corriendo, dejando un papel escrito que decía que estaría a su lado alrededor de las nueve y diez. No quería que los criados me vieran y me escapé por la ventana del salón. Al volver, encontré al doctor Sheppard y me figuré que le extrañaría. Estaba sin aliento, porque había corrido. Ignoraba, desde luego, que le hubiesen invitado a cenar aquella noche.
Se detuvo.
—Continúe. Usted salió para encontrarse con él a las nueve y diez. ¿De qué hablaron ustedes?
—Es difícil. Verá usted…
—Mademoiselle —dijo Poirot, interrumpiéndola—, en este asunto debo saber la verdad, la pura verdad. Lo que usted va a decirme no saldrá de estas paredes. ¡Verá usted, voy a ayudarla! Charles Kent es su hijo, ¿verdad?
Asintió, ruborizándose.
—Nadie lo ha sabido nunca. Fue hace muchos años, en el condado de Kent. No estaba casada.
—¡Por eso escogió el nombre del condado para darle un apellido! Comprendo.
—Encontré trabajo. Logré pagar su manutención. Nunca le dije que era su madre, pero se maleó, empezó a beber, a tomar drogas. Me las compuse para pagar su pasaje al Canadá. No oí hablar de él durante un año o dos. Luego, de un modo u otro, descubrió que yo era su madre. Me escribió pidiéndome dinero, escribió que había vuelto a Inglaterra. Decía que vendría a Fernly Park. Yo no me atrevía a dejarle entrar en la casa. ¡Siempre me han considerado muy respetable! Si alguien sospechaba podía perder mi empleo de ama de llaves. De modo que le escribí tal como acabo de decirle a usted.
—¿Por la mañana vino a ver al doctor Sheppard?
—Sí. Quería saber si se podía intentar algo para cambiar sus hábitos. No era mal chico antes de aficionarse a los estupefacientes.
—Comprendo. Ahora continuaremos la historia. ¿Fue aquella noche al cobertizo?
—Si, él me estaba esperando cuando llegué. Se mostró brutal y grosero. Le había llevado todo el dinero que tenía y se lo entregué. Hablamos un rato y se marchó.
—¿Qué hora era?
—Debía de ser entre las nueve y veinte y las nueve y veinticinco. No había sonado todavía la media cuando regresaba a la casa.
—¿Por dónde se fue?
—Por el mismo camino que siguió al venir, por el sendero que se une al camino antes de llegar al mismo cobertizo.
Poirot asintió.
—Y usted, ¿qué hizo?
—Regresé a casa. El comandante Blunt estaba paseando por la terraza, fumando. Di una vuelta para entrar por la puerta lateral. Eran entonces las nueve y media.
Poirot asintió de nuevo. Hizo unas anotaciones en un cuadernillo.
—Creo que con esto basta.
—¿Tendré que decirle todo esto al inspector Raglán?
—Tal vez sí. Pero no nos precipitemos. Vayamos poco a poco, con orden y método. A Kent no se le acusa todavía formalmente del crimen. Pueden surgir circunstancias que hagan innecesaria su historia.
—Gracias, Mr. Poirot. Usted ha sido muy bueno, muy bueno. Usted me cree, ¿verdad? ¿Verdad que cree que Charles no es culpable de este horroroso crimen?
—Me parece que no hay duda de que el hombre que estaba hablando con Mr. Ackroyd en el despacho, a las nueve y media, no pudo ser su hijo. Tenga valor, mademoiselle. Todo acabará bien.
Miss Russell salió. Poirot y yo permanecimos solos.
—¿Con que era eso? Vaya, vaya —dije—. Siempre volvemos a Ralph Patón. ¿Cómo adivinó usted que miss Russell era la persona que Charles Kent vino a ver? ¿Se fijó en el parecido?
—La había relacionado con el desconocido mucho antes de ver al joven, tan pronto como descubrí esa pluma. La pluma hablaba de cocaína y recordé su relato de la primera visita de miss Russell a su consultorio. Luego descubrí el artículo sobre la cocaína en el diario. Todo parecía claro. Ella había leído el artículo del periódico y fue a verle a usted para hacerle unas cuantas preguntas. Mencionó la cocaína, puesto que el artículo en cuestión trataba de ésta. Más tarde, cuando usted dio la sensación de extrañeza, empezó a hablar de historias de detectives y de venenos que no dejan rastro. Sospeché que fuera un hijo o un hermano. En fin, un pariente varón más bien indeseable. ¡Ah, tengo que irme! Es hora de almorzar.
—Quédese a almorzar con nosotros.
Poirot meneó la cabeza. Sus ojos brillaron alegremente.
—Hoy no. No me gustaría obligar a mademoiselle Caroline a seguir el régimen vegetariano dos días consecutivos.
Se me ocurrió pensar que a Hercule Poirot se le escapaban muy pocas cosas.