7. ME ENTERO DE LA PROFESIÓN DE MI VECINO

Al día siguiente hice mis visitas a marchas forzadas. Mi excusa era que no tenía casos graves que atender. Al regresar, Caroline salió a recibirme al vestíbulo.

—Flora Ackroyd está aquí —susurró, excitada.

Caroline se dirigió hacia nuestra pequeña sala de estar y yo la seguí.

—¿Qué? —Disimulé mi sorpresa a duras penas.

—Está ansiosa por verte y hace media hora que espera.

Flora estaba sentada en el sofá, al lado de la ventana de nuestro saloncito. Vestida de negro, se retorcía las manos nerviosamente. Al ver su rostro, me sentí conmovido. Estaba blanca como el papel, pero cuando habló lo hizo con la misma serenidad y decisión de costumbre.

—Doctor Sheppard, he venido a pedirle que me ayude.

—¡Desde luego, cuente con ello, querida! —contestó Caroline.

No creo que Flora deseara la presencia de mi hermana durante nuestra entrevista. Estoy seguro de que hubiera preferido hablarme a solas, pero también deseaba no perder tiempo e hizo de tripas corazón.

—Deseo que me acompañe a The Larches.

—¡A The Larches! —exclamé, sorprendido.

—¿Para ver a ese extraño vecino? —preguntó Caroline.

—Sí. Ya saben ustedes quién es, ¿verdad?

—Creemos que se trata de un peluquero jubilado —le comenté.

Los ojos azules de Flora se abrieron desmesuradamente.

—¡Pero si es Hercule Poirot! Ya sabe usted a quién me refiero. El detective privado. Dicen que ha hecho cosas maravillosas, como los detectives de las novelas. Se retiró hace un año y ha venido a vivir aquí. Mi tío sabía quién era, pero prometió no decirlo a nadie, porque monsieur Poirot deseaba vivir con tranquilidad sin que la gente le molestara.

—Así que ésa es su profesión.

—¿Habrá oído usted hablar de él?

—Soy un viejo fósil, a tenor de lo que dice Caroline. Pero sí, he oído hablar de él.

—¡Es extraordinario! —exclamó Caroline.

Ignoro a qué se refería; tal vez a sus intentos fallidos por descubrir su identidad.

—¿Quiere usted ir a verle? —pregunté—. ¿Por qué?

—Para que investigue este crimen, desde luego —dijo Caroline bruscamente.

—¡No seas estúpido, James!

No soy estúpido, pero Caroline no siempre comprende a qué me refiero.

—¿No tiene usted confianza en el inspector Davis? —continué.

—Claro que no —exclamó Caroline—. Yo tampoco.

Parecía como si el muerto fuera el tío de Caroline.

—¿Cómo sabe usted que aceptará el caso? Recuerde que se ha retirado de su actividad.

—Ahí está la dificultad —contestó Flora—. Debo persuadirle.

—¿Está usted segura de obrar bien? —añadí.

—Desde luego que sí —exclamó mi hermana—. La acompañaré yo si quiere.

—Prefiero que sea el doctor el que me acompañe, si a usted no le importa, miss Sheppard —rogó Flora.

Evidentemente, la muchacha conocía la importancia de ir al grano en ciertas ocasiones. Con Caroline, cualquier alusión encubierta hubiera resultado inútil.

—Verá usted —explicó, empleando el tacto después de la franqueza— Mr. Sheppard es médico, ha descubierto el cuerpo y podrá dar toda clase de detalles a monsieur Poirot.

—Comprendo, comprendo —asintió Caroline a regañadientes.

Me paseé un par de veces por la sala.

—Flora, déjese guiar por mí. Le aconsejo que no meta a ese detective en el caso.

Flora se levantó de un salto y sus mejillas se arrebolaron.

—Sé por qué lo dice usted —exclamó—. Pero, precisamente por ese motivo, estoy ansiosa por ir a verle. Usted tiene miedo, pero yo no. Conozco a Ralph mejor que usted.

—¡Ralph! —dijo Caroline—. ¿Qué tiene Ralph que ver con todo esto?

Ninguno de los dos le hicimos caso.

—Ralph quizá sea débil —continuó Flora—. Puede haber cometido locuras en el pasado, incluso cosas malvadas, pero no mataría a nadie.

—No, no —exclamé—, No he pensado nunca en él.

—Entonces —preguntó Flora—, ¿por qué fue usted al Three Boars anoche al volver a su casa, después de encontrar el cuerpo de mi tío?

Callé momentáneamente. Esperaba que mi visita hubiese pasado inadvertida.

—¿Cómo lo sabe usted? —repliqué al cabo de unos segundos.

—He ido a la posada esta mañana —dijo Flora—. Los criados me han dicho que Ralph estaba allí…

La interrumpí.

—¿Ignoraba usted que estuviera en King's Abbot?

—Sí. Y he quedado muy sorprendida cuando en la posada he preguntado por él. Supongo que me han contado lo mismo que a usted anoche, es decir, que salió a eso de las nueve y… no volvió.

Sus ojos me miraron desafiantes y, como si contestara a algo que viera en los míos, exclamó:

—¿Y por qué no puede haber ido… donde le haya dado la gana? ¿Quizás haya regresado a Londres?

—¿Dejando su equipaje en la posada? —pregunté con tacto.

Flora dio una ligera patada en el suelo.

—Tanto da, pero tiene que haber una explicación plausible.

—¿Por eso desea usted ver a Hercule Poirot? ¿No es preferible dejar las cosas como están? La policía no sospecha de Ralph en lo más mínimo, recuérdelo. Trabajan en otra dirección.

—¡Pero si precisamente sospechan de él! —exclamó la muchacha—. Un hombre ha llegado esta mañana a Cranchester, un tal inspector Raglán, un individuo horrible, de mirada astuta y modales untuosos. He sabido que ha estado en el Three Boars esta mañana antes que yo. Me han explicado su visita y las preguntas que ha hecho. Debe de creer que Ralph es el culpable.

—Si es así, la opinión ha cambiado desde anoche —dije lentamente—. ¿No cree en la teoría de que Parker es el criminal?

—¡Claro, Parker! —dijo mi hermana con un bufido.

Flora dio un paso adelante y puso una mano sobre mi hombro.

—Doctor Sheppard, vamos inmediatamente a ver a ese monsieur Poirot. Él descubrirá la verdad.

—Mi querida Flora —dije con suavidad, cubriendo su mano con la mía—. ¿Está usted segura de que es la verdad lo que deseamos?

La muchacha me miró, inclinando la cabeza gravemente.

—Usted no está seguro, pero yo sí. Conozco a Ralph mejor que usted.

—Está claro que él no lo ha hecho —afirmó Caroline, que había conseguido guardar silencio a duras penas—. Ralph puede ser extravagante, pero es un buen muchacho. Sus modales son perfectos.

Deseaba decirle a Caroline que un buen número de asesinos poseen modales irreprochables, pero la presencia de Flora me contuvo. Puesto que la muchacha estaba decidida, me veía obligado a complacerla y nos pusimos en camino de inmediato antes de que mi hermana nos largara algún otro pronunciamiento de los suyos que comenzaban con sus palabras favoritas: «Desde luego…».

Una anciana, cuya cabeza desaparecía bajo un inmenso gorro bretón, nos anunció que Poirot estaba en casa.

Nos introdujo en un salón pulcro y ordenado y, al cabo de unos minutos de espera, mi amigo de la víspera se presentó ante nosotros.

—Monsieur le docteur —dijo sonriente—. Mademoiselle.

Se inclinó ante Flora.

—Tal vez haya oído usted hablar —dije— de la tragedia de anoche.

Su rostro adquirió cierta gravedad.

—Sí, estoy enterado. Algo horrible. Le expreso mi más sentido pésame, mademoiselle Ackroyd. ¿En qué puedo servirles?

—Miss Ackroyd desea que usted… —comencé.

—Encuentre al asesino —terminó Flora con voz vibrante.

—Comprendo. Pero la policía se encargará de ello, ¿verdad?

—Pueden equivocarse —dijo Flora—. Están a punto de cometer un error, según creo. Por favor, monsieur Poirot, ¿no quiere usted ayudarnos? Si es cuestión de dinero…

Poirot levantó la mano.

—No hablemos de eso, se lo ruego, mademoiselle. No es que no me interese el dinero. —Por un segundo apareció un brillo en sus ojos—. El dinero significa mucho para mí, ahora y siempre. Pero quiero que entienda claramente que, si me meto en este asunto, lo llevaré hasta el final. ¡Un buen perro no pierde jamás un rastro, recuérdelo! Tal vez después de estas palabras desee dejar el asunto al cuidado de la policía local.

—Quiero saber la verdad —dijo Flora, mirándole a los ojos.

—¿Toda la verdad?

—Toda la verdad.

—Entonces acepto. Y espero que no le pesará haber pronunciado estas palabras. Ahora, déme los detalles.

—El doctor Sheppard lo hará mejor que yo.

Empecé una cuidadosa narración, incluyendo en la misma todos los hechos que acabo de relatar.

Poirot escuchaba con atención, intercalando una pregunta de vez en cuando, pero casi siempre en silencio, con los ojos fijos en el techo.

Terminé mi historia con la partida del inspector y la, mía de Fernly Park la noche anterior.

—Ahora —exigió Flora cuando concluí—, dígale lo de Ralph.

Vacilé, pero su mirada imperiosa me instó a complacerla.

—Cuando anoche regresó a su casa, ¿fue primero al Three Boars? —preguntó Poirot, cuando acabé mi relato—. ¿Por qué?

Me detuve un momento para escoger mis palabras con cuidado.

—Pensé que alguien debía informarle de la muerte de su tío. Después de salir de Fernly Park, se me ocurrió que posiblemente nadie, aparte de mí y de Mr. Ackroyd, estaba enterado de su presencia en el pueblo.

Poirot asintió.

—¿Fue ése el único motivo que le llevó allí?

—El único —afirmé tajante.

—¿No era para… cómo lo diría… tranquilizarse usted respecto a ce jeune homme?

—¿Tranquilizarme?

—Creo, monsieur le docteur, que usted comprende muy bien lo que quiero decir, aunque pretenda lo contrario. Creo que hubiera sido un alivio para usted descubrir que el capitán Patón no se había movido de la posada en toda la noche.

—Nada de eso —manifesté con un tono concluyente.

El detective me miró mientras movía la cabeza con expresión seria.

—No tiene usted en mí la misma confianza que miss Flora. Pero no importa. Lo que tenemos que estudiar es esto: el capitán Patón ha desaparecido en circunstancias que requieren una explicación. No voy a ocultarles que el asunto me parece grave. Sin embargo, puede haber una explicación muy sencilla.

—¡Es lo que yo digo! —exclamó Flora ansiosa.

Poirot no dijo nada más sobre ese punto. En cambio, propuso una visita inmediata a la policía local. Consideró preferible que Flora regresara a su casa y que yo la acompañase para presentarle al funcionario encargado del caso

Así lo hicimos. Encontramos al inspector Davis frente a la comisaría; daba la sensación de estar preocupado. Le acompañaba el coronel Melrose, jefe de policía y otro hombre en quien, después de la descripción de Flora que lo trató de «comadreja», no me fue difícil reconocer al inspector Raglán, de Cranchester.

Conozco bastante bien a Melrose y le presenté a Poirot, explicándole la situación. El jefe de policía pareció ofendido y el inspector Raglán torció visiblemente el gesto. Sin embargo, Davis exteriorizó un sentimiento de satisfacción al ver reflejada en los rostros de sus superiores la contrariedad.

—El caso va a ser claro como el agua —dijo Raglán—. No hay ninguna necesidad de que los aficionados vengan a entrometerse. Cualquier hombre un poco listo podía haberse dado cuenta de la situación anoche y no habríamos perdido doce horas.

Lanzó una mirada vengativa al pobre Davis, que la recibió impávido.

—La familia de Mr. Ackroyd debe, desde luego, hacer lo que crea conveniente —opinó Melrose—. Pero no podemos permitir que las investigaciones oficiales se vean entorpecidas de ningún modo. Conozco, desde luego, la gran reputación de Mr. Poirot —añadió en tono cortés.

—Por desgracia, la policía no puede hacerse propaganda —se lamentó Raglán.

Poirot fue quien salvó la situación.

—Es cierto que me he retirado del mundo. No tenía intención de volver a cuidarme de ningún caso y temo, por encima de todo, la publicidad. Debo rogarles que, en caso de que logre contribuir a la solución del misterio, no se mencione mi nombre.

La expresión del inspector Raglán se suavizó ligeramente.

—He oído hablar de sus notables éxitos —observó el coronel más amablemente.

—He tenido gratas experiencias —dijo Poirot—, pero la mayoría de mis éxitos los he logrado con ayuda de la policía. Admiro a la policía inglesa. Si el inspector Raglán me permite asistirle, me sentiré, a la vez, honrado y halagado.

La actitud del inspector se hizo aún más conciliadora.

El coronel Melrose me llevó a un aparte.

—Según he oído decir, ese individuo ha hecho cosas notables —murmuró—. Desde luego, no deseamos tener que llamar a Scotland Yard. Raglán da la impresión de estar seguro de sí mismo, pero no sé si estoy por completo de acuerdo con sus teorías. Verá usted, yo conozco a las partes interesadas mejor que él. Ese hombre no parece buscar la gloria, ¿verdad? ¿Trabajaría con nosotros sin querer ocupar el primer puesto?

—¡A la mayor gloria del inspector Raglán! —contesté solemne.

—Bien, bien —asintió Melrose. Se dirigió al detective—. Mr. Poirot, vamos a ponerle al corriente de los últimos detalles del caso.

—Gracias. Mi amigo, el doctor Sheppard, mencionó que las sospechas recaían en el mayordomo.

—¡Pamplinas! —dijo Raglán al instante—. Todos los criados de la clase alta son tan susceptibles, que obran de un modo sospechoso sin motivo alguno.

—¿Las huellas dactilares? —pregunté.

—No se parecen en nada a las de Parker. —Sonrió levemente y añadió—: Ni a las suyas ni a las de Mr. Raymond tampoco.

—¿Qué me dicen de las del capitán Patón? —preguntó Poirot.

Despertó en mí cierta admiración secreta por su manera de coger el toro por los cuernos y vi asomar una mirada de respeto en los ojos del inspector.

—Veo que no deja usted que la hierba le crezca bajo los pies, Mr. Poirot. Será un verdadero placer trabajar con usted. Tomaremos las huellas dactilares de ese joven en cuanto le pongamos las manos encima.

—Creo que va por mal camino, inspector —señaló el coronel, un poco mosqueado—. Conozco a Ralph Patón desde que era un chiquillo. No llegaría nunca al asesinato.

—Tal vez no —repuso el inspector con voz serena.

—¿Qué pruebas hay contra él? —inquirí.

—Anoche salió a las nueve. Se le vio en los alrededores de Fernly Park a eso de las nueve y media. Desde entonces ha desaparecido. Creemos que se encuentra en una difícil situación pecuniaria. Tengo aquí un par de sus zapatos, zapatos con tacones de goma. Tenía dos pares casi exactamente iguales. Voy a compararlos ahora con las huellas. La policía se ocupa de que nadie las toque.

—Vamos allá enseguida —dijo el coronel—. Usted y Mr. Poirot nos acompañarán, ¿verdad?

Aceptamos y subimos todos al automóvil del coronel. El inspector estaba tan ansioso por comparar inmediatamente las huellas, que pidió que le dejáramos bajar ante el cobertizo de la entrada. A medio camino entre éste y la casa, un sendero lleva a la terraza y a la ventana del despacho de Ackroyd.

—¿Quiere usted ir con el inspector, Mr. Poirot? —preguntó el jefe de policía—. ¿O prefiere examinar el despacho?

Poirot escogió esto último. Parker nos abrió la puerta. Estaba sereno y se mostró sumamente respetuoso. Parecía haberse repuesto del pánico de la noche anterior.

El coronel sacó una llave de su bolsillo, abrió la puerta del pequeño vestíbulo y entramos en el despacho.

—Excepto el cuerpo, que ya se lo han llevado, Mr. Poirot, el cuarto está exactamente igual que anoche.

—¿Dónde encontraron el cadáver? ¿Aquí?

Con toda la precisión posible, describí la posición de Ackroyd. El sillón continuaba delante del hogar.

Poirot se acercó al sillón y se sentó.

—¿Dónde estaba la carta azul cuando dejó la habitación?

—Mr. Ackroyd la había dejado en esta mesita, a su derecha.

Poirot asintió.

—Aparte de eso, ¿estaba todo en su sitio?

—Creo que sí.

—Coronel Melrose, ¿tendría usted la bondad de sentarse en este sillón un minuto? Gracias. Ahora, monsieur le docteur, hágame el favor de indicarme la posición exacta de la daga.

Así lo hice, mientras él permanecía en el umbral.

—El puño de la daga era visible desde la puerta. Tanto usted como Parker lo vieron inmediatamente.

—Sí.

Poirot se acercó a la ventana.

—¿La luz estaba encendida cuando descubrieron el cuerpo? —preguntó por encima del hombro.

Asentí y me acerqué a él mientras estudiaba las huellas de la ventana.

—Los tacones de goma son del mismo tipo que los de los zapatos del capitán —dijo.

Volvió al centro de la habitación. Su mirada experta lo escudriñó todo sin perder detalle.

—¿Es usted buen observador, doctor Sheppard?

—Creo que sí —contesté sorprendido.

—Veo que había fuego en el hogar. Cuando usted echó la puerta abajo y encontró a Mr. Ackroyd muerto, ¿cómo estaba el fuego? ¿Bajo?

Solté una risita de mortificación.

—No puedo decírselo. No me fijé. Tal vez Mr. Raymond o el comandante Blunt…

El belga meneó la cabeza, sonriendo levemente.

—Hay que proceder siempre con método. He cometido un error de juicio al hacerle esta pregunta. A cada hombre su propia ciencia. Podrá usted darme los detalles del aspecto del paciente, nada le escaparía en ese terreno. Si deseara información sobre los papeles de esa mesa, Mr. Raymond habría notado lo que había que ver. Para saber el estado del fuego, debo preguntarlo al hombre cuyo deber consiste en observar esa clase de cosas. Con su permiso.

Se acercó a la chimenea y pulsó el timbre.

Parker se presentó en dos minutos.

—¿Han llamado, señores?

—Entre, Parker —dijo Melrose—. Este caballero quiere preguntarle algo.

Parker mostró una respetuosa atención hacia Poirot.

—Parker, cuando usted echó abajo la puerta con el doctor Sheppard anoche y encontró a su amo muerto, ¿cómo estaba el fuego?

—Muy bajo, señor —contestó sin dilación—. Estaba casi apagado.

—¡Ah! —profirió Poirot. La exclamación parecía triunfante. Después dijo—: Mire usted en torno suyo, mi buen Parker. ¿Se encuentra esta habitación exactamente como estaba entonces?

El mayordomo miró en derredor y después a las ventanas.

—Las cortinas estaban corridas, señor, y la luz encendida.

Poirot hizo una señal de aprobación.

—¿Nada más?

—Sí, señor. Este sillón estaba algo mal colocado.

Señaló un sillón de orejas colocado a la izquierda de la puerta, entre ésta y la mesa. Diseñaré un plano del cuarto para mejor comprensión y marcaré el sillón con una X.

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—Enséñeme cómo estaba.

El mayordomo apartó unos dos palmos el sillón de la pared, dándole media vuelta, de modo que el asiento estuviera frente a la puerta.

Voilá ce qui est curieux! —murmuró Poirot—. Me parece que nadie se sentaría en un sillón colocado de ese modo. ¿Quién volvió a ponerlo en su sitio? ¿Usted, amigo mío?

—No, señor —dijo Parker—. Estaba demasiado trastornado después de ver al amo. Poirot me miró.

—¿Fue usted, doctor?

Meneé la cabeza.

—Volvía a estar en su sitio cuando llegué con la policía, señor —apuntó Parker—. Estoy seguro de ello.

—¡Curioso! —repitió Poirot.

—Raymond o Blunt pueden haberlo movido —sugerí—. Seguramente no tiene importancia.

—Ninguna. Por eso es tan interesante —declaró Poirot.

—Dispénseme un minuto —dijo Melrose y salió del cuarto acompañado de Parker.

—¿Cree usted que Parker dice la verdad? —pregunté.

—Respecto al sillón, sí. En otros detalles, lo ignoro. Descubrirá usted, monsieur le docteur, si se encuentra ante otros casos como éste, que todos tienen algo en común.

—¿Qué?

—Todos los que andan mezclados en el asunto tienen algo que esconder.

—¿Yo también? —pregunté sonriente.

Poirot me miró con atención.

—Creo que sí.

—Pero…

—¿Me ha dicho usted todo lo que sabía del joven Patón? —Esbozó una sonrisa al ver mi confusión—. No tema usted. No insisto, porque me enteraré de todo a su debido tiempo.

—Quisiera que me hablara de sus métodos —manifesté precipitadamente para disimular mi desconcierto—. Por ejemplo, ¿lo del fuego?

—¡Ah! Eso es muy sencillo. Usted dejó a Mr. Ackroyd a las nueve menos diez, ¿verdad?

—Sí, exacto.

—La ventana estaba cerrada y con el pestillo echado y la puerta abierta. A las diez y cuarto, cuando se descubre el cuerpo, la puerta está cerrada y la ventana abierta. ¿Quién la ha abierto? Se deduce que únicamente Mr. Ackroyd ha podido hacerlo y por uno de estos motivos: porque reinara en el cuarto un calor insoportable, pero puesto que el fuego estaba bajo y la temperatura sufrió un descenso notable anoche, hay que descartar tal posibilidad, o porque dejara entrar a alguien por ese lugar. Siendo así, debía de tratarse de una persona a la que conociera muy bien, ya que momentos antes había demostrado inquietud respecto a la ventana en cuestión.

—Parece muy sencillo.

—Todo es sencillo si se ordenan los hechos con método. Lo que nos interesa ahora es identificar a la persona que anoche se encontraba con él a las nueve y media. Todo señala que fue el individuo que se introdujo por la ventana y, aunque Mr. Ackroyd habló con miss Flora más tarde, no podemos esclarecer el misterio hasta saber quién era el visitante. La ventana podía haber quedado abierta después de franquear la entrada al asesino y éste introducirse en la estancia, o acaso la misma persona se introdujese otra vez. ¡Ah! Aquí tenemos al coronel.

Melrose estaba muy animado.

—Hemos comprobado por fin que la llamada al doctor Sheppard de anoche a las 10.15 no fue hecha desde aquí sino desde un teléfono público de la estación de King's Abbot. Y a las 10.23, el tren correo nocturno sale para Liverpool.