17. PARKER

A la mañana siguiente pensé que me había mostrado algo indiscreto debido al entusiasmo provocado por el Tiw—ho. Era cierto que Poirot no me había pedido que silenciara el descubrimiento del anillo, pero, por otra parte, no había hablado del mismo en Fernly Park y yo era la única persona enterada de su existencia.

Me sentía culpable. La noticia debía de correr actualmente en alas del viento por todo Kings Abbot y esperaba un diluvio de reproches del detective de un momento a otro.

Los funerales de Mrs. Ferrars y de Roger Ackroyd se celebraron a las once. Fue una ceremonia triste e impresionante. Todos los moradores de Fernly Park estaban presentes.

Cuando terminó, Poirot me cogió del brazo y me invitó a acompañarle a The Larches. Su expresión era grave y temí que mi indiscreción de la noche anterior hubiese llegado a sus oídos. Sin embargo, pronto comprendí que algo distinto le embargaba.

—Tenemos que actuar —dijo de pronto—. Con la ayuda de usted me propongo interrogar a un testigo. Le haremos preguntas, le infundiremos semejante temor, que la verdad surgirá.

—¿De qué testigo habla usted? —pregunté sorprendido.

—¡De Parker! Le he pedido que viniera a mi casa esta mañana a las doce. Debe de estar esperándome.

—¿Qué espera usted? —me aventuré a decir, mirándole de reojo.

—Sólo sé una cosa y es que no estoy satisfecho.

—¿Cree usted que es el chantajista?

—O eso o…

—¿Qué? —pregunté después de esperar un minuto o dos.

—Amigo mío, voy a decirle esto: creo que fue él.

Algo en su actitud y su tono me redujo al silencio.

Al llegar a The Larches, nos dijeron que Parker ya estaba esperándonos. El mayordomo se levantó respetuosamente cuando entramos en el cuarto.

—Buenos días, Parker —dijo Poirot con voz amable—. Un momento, se lo ruego.

Se quitó el gabán y los guantes.

—Permítame, señor —dijo Parker, que de inmediato se acercó para ayudarle. Colocó las dos cosas en una silla junto a la puerta. Poirot le observó satisfecho.

—Gracias, mi buen Parker. Siéntese. Lo que tengo que decirle puede entretenernos un buen rato.

Parker se sentó, inclinando la cabeza como si se excusara.

—¿Por qué cree usted que le he pedido que viniera aquí esta mañana?

Parker tosió levemente.

—Me pareció comprender, señor, que deseaba usted hacerme algunas preguntas sobre mi difunto amo, sobre su vida privada.

Précisément! —contestó Poirot, sonriendo—. ¿Tiene usted experiencia en chantajes?

—¡Señor!

El mayordomo se levantó de un salto.

—No se excite usted. No haga el papel del hombre honrado a quien se insulta. Usted sabe cuanto hay que saber respecto al chantaje, ¿verdad?

—Señor, yo no… yo no he sido nunca…

—…injuriado —sugirió Poirot—, injuriado de este modo antes de ahora. Entonces, mi buen Parker, ¿por qué estaba tan ansioso por oír la conversación que sostenía en el despacho Mr. Ackroyd, la otra noche, después de coger al vuelo la palabra chantaje?

—¡Yo no… yo…!

—¿Quién fue su último amo?

—¿Mi último amo?

—Sí, el señor con quien estaba antes de servir a Mr. Ackroyd.

—El comandante Ellerby, señor.

Poirot le interrumpió sin miramientos.

—Eso mismo, el comandante Ellerby, adicto a los estupefacientes, ¿verdad? Usted viajó con él. Cuando estaba en las Bermudas, hubo un incidente desagradable: un hombre muerto. El comandante era en parte responsable del suceso y se silenció. ¿Cuánto le pagó Ellerby para que usted callara?

Parker miraba al detective boquiabierto. Estaba trastornado y sus mejillas temblaban febrilmente.

—He conseguido informes —continuó Poirot—. Es tal como lo digo. Usted cobró entonces una buena suma de dinero con el chantaje y el comandante Ellerby continuó pagándole hasta su muerte. Ahora quiero saberlo todo respecto a su último experimento.

Parker guardaba silencio.

—Es inútil negarlo. Hercule Poirot lo sabe todo. Lo del comandante Ellerby es cierto, ¿verdad?

Contra su voluntad, Parker asintió. Tenía el rostro de color ceniza.

—¡Sin embargo, no he tocado un solo cabello a Mr. Ackroyd! —dijo quejumbrosamente—. ¡Se lo juro ante Dios, señor! Siempre he tenido miedo a este momento y le repito que no le he asesinado.

Levantó la voz hasta pronunciar las últimas palabras en un grito.

—Me siento inclinado a creerle, amigo mío —dijo Poirot—. No tiene usted el nervio, el valor necesario, pero es preciso que yo obtenga la verdad.

—Se lo diré todo, señor, todo lo que desea saber. Es verdad que traté de escuchar aquella noche. Una o dos palabras que oí despertaron mi curiosidad, así como el deseo de Mr. Ackroyd de que no le molestaran y su manera de encerrarse con el doctor. Lo que he dicho a la policía es la pura verdad, oí la palabra chantaje, señor y…

Hizo una pausa.

—¿Y pensó que tal vez allí descubriría algo que pudiera interesarle?

—¡Pues sí, señor! Pensé que si Mr. Ackroyd era víctima de un chantaje, bien podría tratar de aprovecharme de la ocasión.

Una expresión muy curiosa pasó por el rostro de Poirot. Se inclinó hacia adelante.

—¿Antes de aquella noche, tuvo usted alguna vez motivo para creer que Mr. Ackroyd era víctima de un chantajista?

—No, señor. Lo oí con sorpresa. Era un caballero de costumbres muy regulares.

—¿Qué fue lo que oyó?

—Poca cosa, señor. No tuve suerte. Mi trabajo me llamaba a la cocina y, cuando me acerqué una o dos veces al despacho, fue en vano. La primera vez, el doctor Sheppard salía y por poco me descubre, y la segunda, Mr. Raymond pasó por el vestíbulo central y continuó en esa dirección, de modo que no pude seguir adelante. Cuando volví a intentarlo llevando la bandeja, miss Flora me alejó.

Poirot miró fijamente al hombre como para poner a prueba su sinceridad. Parker devolvió la mirada sin pestañear.

—Espero que me crea, señor. Siempre he tenido miedo de que la policía resucitara aquel viejo asunto del comandante Ellerby y sospechara de mí en consecuencia.

Eh bien! Estoy dispuesto a creerle, pero hay una cosa que debo pedirle y es que me enseñe la libreta de su cuenta bancaria. Supongo que usted tendrá una.

—Sí, señor, y la llevo encima.

Sin el menor reparo, la sacó del bolsillo. Poirot cogió la libreta de tapas verdes y le echó una mirada.

—¡Ah! Veo que este año ha comprado por valor de quinientas libras en bonos de ahorro.

—Sí, señor. He ahorrado más de mil libras como resultado de mi estancia en casa de mi último amo, el comandante Ellerby. Además, he tenido suerte en las carreras de caballos. Recordará usted que un caballo desconocido ganó el Jubilee. Yo apostaba veinte libras.

Poirot le devolvió el librito.

—Puede usted retirarse. Creo que me ha dicho la verdad. En caso contrario, tanto peor para usted, amigo mío.

Cuando Parker se retiró, Poirot recogió su abrigo.

—¿Sale otra vez?

—Sí, haremos una visita a Mr. Hammond.

—¿Usted se cree la historia de Parker?

—Es posible. A menos de que sea muy buen actor, parece creer firmemente que Ackroyd era la víctima del chantajista. Si es así, no sabe nada de lo de Mrs. Ferrars.

—En ese caso, ¿quién?

Précisément! ¿Quién? Nuestra visita a Mr. Hammond tiene un objeto determinado, o bien disculpará completamente a Parker o…

—¡Diga, diga!

—Esta mañana he contraído la mala costumbre de dejar mis frases sin acabar —explicó Poirot con tono de disculpa—. Deberá usted tener paciencia conmigo.

—A propósito —dije algo tímidamente—. Tengo que hacerle una confesión. Temo haber dejado escapar sin querer algo respecto a esa alianza.

—¿Qué alianza?

—La que usted encontró en el estanque.

—¡Ah, sí, sí!

—Espero que a usted no le sabrá mal. Fue un descuido imperdonable.

—Nada de eso, amigo mío, nada de eso. No le recomendé silencio. Usted podía hablar si le venía en gana. ¿Su hermana se mostró interesada?

—¡Ya lo creo! Causó sensación y formularon toda clase de teorías.

—¡Ah! Sin embargo, es tan sencilla. La verdadera explicación salta a la vista, ¿verdad?

—¿Lo cree usted así? —comenté desabrido.

Poirot se echó a reír.

—El hombre sabio no hace confidencias. Ya llegamos a casa de Mr. Hammond.

El abogado estaba en su despacho. Nos hicieron pasar sin dilación. Se levantó y nos saludó con la sequedad y la educación habituales.

Poirot fue directo al grano.

—Monsieur, deseo que usted me proporcione cierta información, es decir, si tiene la bondad de dármela. Creo que usted era el notario de la difunta Mrs. Ferrars, de King's Paddock.

Noté la sorpresa que reflejó la mirada del abogado antes de que la reserva profesional pusiera de nuevo una máscara en sus facciones.

—Es cierto. Todos sus asuntos pasaban siempre por mis manos.

—Muy bien. Ahora, antes de pedirle nada, me gustaría que escuchase la historia que Mr. Sheppard le relatará. Supongo que no le importa, amigo mío, repetir la conversación que sostuvo con Mr. Ackroyd el viernes pasado por la noche.

—En absoluto —dije y de inmediato relaté la historia de aquella extraña noche.

Hammond escuchó con suma atención.

—¡Chantaje! —exclamó el abogado pensativo.

—¿Le sorprende? —preguntó Poirot.

—No, no me sorprende. Sospechaba algo por el estilo desde hace tiempo.

—Eso nos lleva a la información que vengo a pedirle. Si alguien puede darnos una idea de las sumas pagadas es usted, monsieur.

—No tengo por qué oponerme a darle esa información —afirmó Hammond, al cabo de un momento—. Durante el último año, Mrs. Ferrars vendió algunas obligaciones y el dinero producto de esa venta no volvió a invertirlo, sino que se depositó en su cuenta corriente. Sus rentas eran muy elevadas y, como vivía con modestia después del fallecimiento del marido, supuse que las sumas se destinaban a unos pagos especiales. En una ocasión, le pregunté al respecto y me dijo que se veía obligada a mantener a varios parientes pobres de su marido. No insistí, como puede suponer. Hasta ahora pensé que ese dinero lo recibía alguna mujer que tendría derechos sobre Ashley Ferrars. No soñé siquiera en que Mrs. Ferrars en persona estuviera complicada en el asunto.

—¿Y el importe? —preguntó Poirot.

—Las diversas cantidades subían por lo menos a veinte mil libras.

—¡Veinte mil libras! —exclamé—. ¡En un solo año!

—Mrs. Ferrars era una mujer riquísima —dijo Poirot—. Y el castigo por un crimen no es precisamente agradable.

—¿Necesitan saber algo más? —inquirió Mr. Hammond.

—¡Gracias, no! —dijo Poirot, levantándose—. Dispénsenos por haberle perturbado.

—Ninguna molestia, se lo aseguro.

—La palabra «perturbado» —le dije al salir— se aplica sólo a los trastornos mentales.

—¡Ah! Mi inglés nunca será perfecto. Curiosa lengua. Habría tenido que decir «fastidiado», n’est ce pas?

—«Molestado» era la palabra justa.

—Gracias, amigo mío —me dijo Poirot—, por recordarme la palabra exacta. Eh bien ¿Qué me dice ahora de nuestro amigo Parker? ¿Con veinte mil libras en su poder habría continuado haciendo de mayordomo? Je ne pense pas. Desde luego, es posible que haya ingresado el dinero en el banco bajo otro nombre, pero estoy dispuesto a creer que nos ha dicho la verdad. Si es un pillo, lo es en pequeña escala. No tiene grandes ideas. Eso nos deja dos posibilidades: Raymond o el comandante Blunt.

—No puede ser Raymond —objeté—, puesto que sabemos que se encontraba apurado por una suma de quinientas libras.

—Eso es lo que dice.

—¡Y en cuanto a Héctor Blunt…!

—Voy a decirle algo sobre el buen comandante —interrumpió Poirot— Mi trabajo consiste en enterarme. Eh bien! Me he enterado. He descubierto que ese legado de que habla sube a unas veinte mil libras. ¿Qué le parece?

Estaba tan sorprendido que apenas pude contestar.

—¡Es imposible! ¡Un hombre tan conocido como Héctor Blunt!

Poirot se encogió de hombros.

—¿Quién sabe? Él sí es hombre de grandes ideas. Confieso que no me lo imagino en el papel de chantajista, pero hay otra posibilidad que usted aún no ha considerado siquiera.

—¿Cuál?

—El fuego, amigo mío. Ackroyd pudo destruir esa carta junto con el sobre azul después de salir usted.

—No lo creo probable. Sin embargo, es posible. Quizá cambiara de idea.

Llegábamos a casa e invité a Poirot a almorzar con nosotros.

Pensé que Caroline estaría contenta, pero es empresa difícil satisfacer a las mujeres. Resultó que almorzábamos chuletas. En la cocina tenían callos con cebollas. ¡Y dos pequeñas chuletas para tres personas es un problema de complicada solución!

Sin embargo, Caroline no se dejó amilanar por tan poca cosa. Mintiendo con descaro, explicó a Poirot que, aunque James se reía siempre de ella, seguía un régimen estrictamente vegetariano. Habló largo y tendido sobre el asunto y comió un plato de legumbres, al tiempo que se explayaba sobre los peligros que encierra el comer carne.

Momentos después, cuando estábamos fumando frente al fuego, Caroline atacó directamente a Poirot.

—¿No ha encontrado todavía a Ralph Patón?

—¿Dónde debo buscarlo, mademoiselle?

—Pensé que quizá lo hallaría en Cranchester —dijo Caroline con un tono muy significativo.

Poirot pareció asombrado.

—¿En Cranchester? ¿Por que allí precisamente?

Se lo expliqué con un toque de malicia.

—Uno de nuestros numerosos detectives privados le vio a usted en un automóvil en la carretera de Cranchester.

El asombro de Poirot se esfumó. Se echó a reír alegremente.

—¡Ah! Fui a visitar al dentista, c'est tout. Me dolía una muela. Al llegar allí, ya no notaba dolor y quería irme, pero el dentista dijo que no, que era preferible extraerla. Discutimos, pero él insistió. Por fin hice lo que él quería y la muela no me volverá a doler más.

Caroline se desinfló como un globo pinchado.

Empezamos a discutir de Ralph Patón.

—Temperamento débil —opiné—, pero no es un inmoral.

—¡Ah! —exclamó Poirot—. Pero, ¿adonde lleva la debilidad?

—Eso es lo que digo —interrumpió Caroline—. Mire usted a James. Es débil como el agua. ¡Si no estuviese aquí para cuidar de él…!

—Mi querida Caroline —repliqué, irritado—, ¿no puedes hablar sin personalizar?

—Eres débil, James —dijo Caroline, impávida—. Tengo ocho años más que tú. No, no me importa que rnonsieur Poirot lo sepa.

—Nunca lo hubiera imaginado, mademoiselle —señaló Poirot con una inclinación galante.

—Ocho años mayor. Pero siempre he considerado que mi deber es cuidar de ti. Con tu mala educación, sólo Dios sabe en lo que estarías metido ahora.

—Tal vez me hubiese casado con una hermosa aventurera —murmuré, contemplando el techo mientras hacía anillos de humo.

—¡Aventurera! —dijo Caroline con desdén—. Si empezamos a hablar de aventureras…

Dejó la frase sin acabar.

—¡Continúa! —dije con cierta curiosidad.

—Nada, pero puedo pensar en alguna a mucho menos de cien millas de aquí.

Se volvió de pronto hacia Poirot.

—James insiste en que usted cree que alguien de la casa cometió el crimen. Lo único que puedo decirle es que se equivoca.

—No me conviene equivocarme —contestó Poirot—. No es… cómo lo diría… no es mon métier!

—Lo tengo todo muy presente —continuó Caroline sin hacerle caso—. Por lo que deduzco, sólo dos personas tuvieron la oportunidad de hacerlo: Ralph Patón y Flora Ackroyd.

—Mi querida Caroline.

—No me interrumpas, James. Sé lo que digo. Parker encontró a Flora delante de la puerta, ¿verdad? No oyó a su tío darle las buenas noches. Pudo matarlo entonces.

—¡Caroline!

—No digo que lo hiciera, James. Digo que pudo hacerlo. Aunque Flora, al igual que todas las muchachas modernas, no tiene el menor respeto a los que tienen más edad y experiencia que ella, no creo que sea capaz de matar un pollo. Sin embargo, ahí están Mr. Raymond y el comandante Blunt que tienen coartadas. Incluso Mrs. Ackroyd tiene una. También la Russell parece tener otra, ¡Tanto mejor para ella! ¿Quién queda, pues? ¡Sólo Ralph; y Flora! Y digan lo que digan, no creo que Ralph Patón sea un asesino. Es un muchacho que hemos conocido toda la vida.

Poirot guardó silencio un minuto, mirando el humo que subía en espiral de su cigarrillo. Cuando habló, era con una voz de ensueño que nos produjo una sensación extraña por ser totalmente distinta de su modo usual de expresarse.

—Imaginemos a un hombre, a un hombre como cualquier otro, a un hombre que no abriga en su corazón ningún pensamiento criminal. Hay debilidad en ese hombre, una debilidad bien escondida. Hasta ahora jamás ha salido a la superficie. Quizá nunca aflorará y, en ese caso, se irá a la tumba honrado y respetado por todos. Pero supongamos que algo ocurre. Que se encuentra presa de dificultades o sencillamente descubre por casualidad un secreto, un secreto de vida o muerte para otra persona. Su primer impulso es hablar, cumplir con su deber de ciudadano honrado. Entonces es cuando la debilidad de su temperamento surge. Ahí tiene la posibilidad de hacerse con dinero, con mucho dinero. Lo desea, ¡y es tan fácil! No tiene que hacer nada, sólo callar. Es el comienzo.

»El deseo de tener dinero va en aumento. Quiere más, siempre más. Está embriagado por la mina de oro que se abre a sus pies. Se vuelve codicioso y, en su codicia, se excede. Es posible presionar a un hombre tanto como se quiera, pero con una mujer no hay que rebasar ciertos límites, pues una mujer tiene en el fondo de su corazón un gran deseo de decir la verdad. ¡Cuántos esposos han engañado a sus esposas y bajan tranquilamente a la tumba, llevando su secreto consigo! ¡Cuántas esposas que han burlado a sus esposos arruinan sus vidas confesándolo todo! Han sido empujadas demasiado lejos. En un momento de atrevimiento, que les pesa haber tenido después, bien entendu, desprecian toda cautela y proclaman la verdad con gran satisfacción momentánea. Creo que es lo que ha ocurrido en este caso. La tensión era demasiado grande y así sucedió, como en la fábula, la muerte de la «gallina de los huevos de oro». Pero esto no es todo. El peligro de ser desenmascarado acecha al hombre de quien hablamos. No es el mismo hombre que era, digamos, un año antes. Su fibra moral se ha deshecho. Está desesperado. Lucha una batalla perdida y está dispuesto a valerse de todos los medios a su alcance, pues la denuncia significa la ruina. ¡Y entonces la daga golpea!

Poirot calló un momento. Era como si hubiera lanzado un sortilegio sobre la habitación. No puedo describir la impresión que sus palabras produjeron. Había algo en su análisis despiadado y en su capacidad de visión que nos atemorizó.

—Después —continuó con voz suave—, pasado el peligro, volverá a ser un hombre normal, bondadoso, pero si la necesidad surge nuevamente, golpeará de nuevo.

Caroline salió de su estupor.

—Habla usted de Ralph Patón. Tal vez tiene razón, pero no puede condenar a un hombre sin dejarle que se defienda.

La llamada del teléfono nos interrumpió. Salí al vestíbulo y atendí.

—¿Diga…? Sí, soy el doctor Sheppard.

Escuché unos minutos y respondí brevemente. Colgué el teléfono y volví al salón.

—Poirot —anuncié—, han detenido a un hombre en Liverpool. Su nombre es Charles Kent y creen que es el forastero que visitó Fernly Park aquella noche. Quieren que yo vaya a Liverpool en seguida para identificarlo.