XXII

(Miércoles, 20 de junio)

Después de un sueño de muchas horas, agarré un cántaro y bebí largamente de su agua. Al dejarlo de lado, viendo que quedaba al nivel de mi cara, comprendí, aún mal despierto, que me hallaba en el suelo, acostado sobre una estera de paja muy delgada. Olía a humo de leña. Había un techo sobre mí. Recordé entonces el desembarco de una ensenada; la caminata hacia la aldea de los indios; la sensación de agotamiento y de resfrío que llevara al Adelantado a hacerme tragar varios sorbos de un aguardiente tremendamente fuerte —del que aquí llaman estómago de fuego—, que sólo probaba a modo de remedio. Detrás de mí, amasando el casabe, había varias indias de pecho desnudo, con el sexo apenas oculto por un guayuco blanco, sujeto a la cintura con un cordón pasado entre las nalgas. De las paredes de hojas de moriche colgaban arcos y flechas de pesca y de caza, cerbatanas, carcajes de dardos envenenados, taparas de curare, y unas paletas de forma de espejo de mano que servían —lo sabría después— para la maceración de una semilla dispensadora de embriaguez, cuyos polvos se aspiraban por canutos hechos con esternones de pájaros. Frente a la entrada, entre ramas aspadas, tres anchos peces rojiviolados se tostaban sobre un lecho de brasas. Nuestras hamacas, puestas a secar, me recordaron por qué habíamos dormido en el suelo. Con el cuerpo algo adolorido salí de la churuata, miré, y me detuve estupefacto, con la boca llena de exclamaciones que nada podían por librarme de mi asombro. Allá, detrás de los árboles gigantescos, se alzaban unas moles de roca negra, enormes, macizas, de flaneos verticales, como tiradas a plomada, que eran presencia y verdad de monumentos fabulosos. Tenía mi memoria que irse al mundo del Bosco, a las Babeles imaginarias de los pintores de lo fantástico, de los más alucinados ilustradores de tentaciones de santos, para hallar algo semejante a lo que estaba contemplando. Y aun cuando encontraba una analogía, tenía que renunciar a ella, al punto, por una cuestión de proporciones. Esto que miraba era algo como una titánica ciudad —ciudad de edificaciones múltiples y espaciadas—, con escaleras ciclópeas, mausoleos metidos en las nubes, explanadas inmensas dominadas por extrañas fortalezas de obsidiana, sin almenas ni troneras, que parecían estar ahí para defender la entrada de algún reino prohibido al hombre. Y allá, sobre aquel fondo de cirros, se afirmaba la Capital de las Formas: una increíble catedral gótica, de una milla de alto, con sus dos torres, su nave, su ábside y sus arbotantes, montada sobre un peñón cónico hecho de una materia extraña, con sombrías irisaciones de hulla. Los campanarios eran barridos por nieblas espesas que se atorbellinaban al ser rotas por los hilos del granito. En las proporciones de esas Formas rematadas por vertiginosas terrazas, flanqueadas con tuberías de órgano, había algo tan fuera de lo real —morada de dioses, tronos y graderíos destinados a la celebración de algún Juicio Final— que el ánimo, pasmado, no buscaba la menor interpretación de aquella desconcertante arquitectura telúrica, aceptando sin razonar su belleza vertical e inexorable. El sol, ahora, ponía reflejos de mercurio sobre el imposible templo más colgado del cielo que encajado en la tierra. En planos de evanescencias, que se definían por el mayor o menor ensombramiento de sus valores, se divisaban otras Formas, de la misma familia geológica, de cuyos bordes se descolgaban cascadas de cien rebotes, que acababan por quebrarse en lluvia antes de llegar a las copas de los árboles. Casi agobiado por tal grandeza, me resigné, al cabo de un momento, a bajar los ojos al nivel de mi estatura. Varias chozas orillaban un remanso de aguas negras. Un niño se me acercó, mal parado sobre sus piernas inseguras, mostrándome una diminuta pulsera de peonías. Allá, donde corrían grandes aves negras, de pico anaranjado, aparecieron varios indios, trayendo pescados ensartados en un palo por las agallas. Más lejos, con los crios colgados de los pezones, algunas madres tejían. Al píe de un árbol grande, Rosario, rodeada de ancianas que machacaban tubérculos lechosos, lavaba ropas mías. En su manera de arrodillarse junto al agua, con el pelo suelto y el hueso de restregar en la mano, recobraba una silueta ancestral que la ponía mucho más cerca de las mujeres de aquí que de las que hubieran contribuido con su sangre, en generaciones pasadas, a aclarar su tez. Comprendí por qué la que era ahora mi amante me había dado una tal impresión de raza, el día que la viera regresar de la muerte a la orilla de un alto camino. Su misterio era emanación de un mundo remoto, cuya luz y cuyo tiempo no me eran conocidos. En torno mío cada cual estaba entregado a las ocupaciones que le fueran propios, en un apacible concierto de tareas que eran las de una vida sometida a los ritmos primordiales. Aquellos indios que yo siempre había visto a través de relatos más o menos fantasiosos, considerándolos como seres situados al margen de la existencia real del hombre, me resultaban, en su ámbito, en su medio, absolutamente dueños de su cultura. Nada era más ajeno a su realidad que el absurdo concepto del salvaje. La evidencia de que desconocían cosas que eran para mí esenciales y necesarias, estaba muy lejos de vestirlos de primitivismo. La soberana precisión con que éste flechaba peces en el remanso, la prestancia de coreógrafo con que el otro embocaba la cerbatana, la concertada técnica de aguel grupo que iba recubriendo de fibras el maderamen de una casa común, me revelaban la presencia de un ser humano llegado a maestro en la totalidad de oficios propiciados por el teatro de su existencia. Bajo la autoridad de un viejo tan arrugado que ya no le quedaba carne lisa, los mozos se ejercitaban con severa disciplina en el manejo del arco. Los varones movían potentes dorsales, esculpidos por los remos; las mujeres tenían vientres hechos para la maternidad, con fuertes caderas que enmarcaban un pubis ancho y alzado. Había perfiles de una singular nobleza, por lo aguileño de las narices y la espesura de las cabelleras. Por lo demás, el desarrollo de los cuerpos estaba cumplido en función de utilidad. Los dedos, instrumentos para asir, eran fuertes y ásperos; las piernas, instrumentos para andar, eran de sólidos tobillos. Cada cual llevaba su esqueleto dentro, envuelto en carnes eficientes. Por lo menos, aquí no había oficios inútiles, como los que yo hubiera desempeñado durante tantos años. Pensando en esto me dirigía hacia donde estaba Rosario, cuando el Adelantado apareció en la puerta de una choza, llamándome con jubilosas exclamaciones. Acababa de dar con lo que yo buscaba en este viaje: con el objeto y término de mi misión. Allí, en el suelo, junto a una suerte de anafre, estaban los instrumentos musicales cuya colección me hubiera sido encomendada al comienzo del mes. Con la emoción del peregrino que alcanza la reliquia por la que hubiera recorrido a pie veinte países extraños, puse la mano sobre el cilindro ornamentado al fuego, con empuñadura en forma de cruz, que señalaba el paso del bastón de ritmo al más primitivo de los tambores. Vi luego la maraca ritual, atravesada por una rama emplumada, las trompas de cuerno de venado, las sonajeras de adornos y el botuto de barro para llamar a los pescadores extraviados en los pantanos. Ahí estaban los juegos de caramillos, en su condición primordial de antepasados del órgano. Y ahí estaba, sobre todo, dotada de la cierta gravedad desagradable que reviste todo aquello que de cerca toca a la muerte, la jarra de sonido bronco y siniestro, con algo ya de resonancia de sepultura, con sus dos cañas encajadas en los costados, tal cual estaba representada en el libro que la describiera por vez primera. Al concluir los trueques que me pusieron en posesión de aquel arsenal de cosas creadas por el más noble instinto del hombre, me pareció que entraba en un nuevo ciclo de mi existencia. La misión estaba cumplida. En quince días justos había alcanzado mi objeto de modo realmente laudable, y, orgulloso de ello, palpaba deleitosamente los trofeos del deber cumplido. El rescate de la jarra sonora —pieza magnífica—, era el primer acto excepcional, memorable, que se hubiera inscrito hasta ahora en mi existencia. El objeto crecía en mi propia estimación, ligado a mi destino, aboliendo, en aquel instante, la distancia que me separaba de quien me había confiado esta tarea, y tal vez pensaba en mí ahora, sopesando algún instrumento primitivo con gesto parecido al mío. Permanecí en silencio durante un tiempo que el contento interior liberó de toda medida. Cuando regresé a la idea de transcurso, con desperezo de durmiente que abre los ojos, me pareció que algo, dentro de mí, había madurado enormemente, manifestándose bajo la forma singular de un gran contrapunto de Palestrina, que resonaba en mi cabeza con la presente majestad de todas sus voces.

Al salir de la choza en busca de lianas para atar, observé que un alboroto inhabitual había roto el ritmo de las faenas de la aldea. Fray Pedro se movía con ligereza de danzante, entrando y saliendo de la churuata, seguido de Rosario, en medio de un corro de indias que gorjeaban. Frente a la entrada había dispuesto, sobre una mesa de ramas tornapuntadas, un mantel de encajes, muy roto, remendado con hilos de distintos grosores, entre dos jicaras rebosantes de flores amarillas. En medio, plantó la cruz de madera negra que le colgaba del cuello. Luego, de un maletín de cuero pardo, muy raído, que siempre llevaba consigo, sacó los ornamentos y objetos litúrgicos —algunos muy mellados—, mordidos por negras herrumbres, a los que frotaba con el vuelo de las mangas antes de disponerlos sobre el altar. Yo veía con creciente sorpresa cómo el Cáliz y la Hostia se dibujaban sobre la Piedra de Ara; cómo el Purificador se abría sobre el Cáliz, y el Corporal se situaba entre las dos luminarias rituales. Todo aquello, en semejante lugar, me parecía a la vez absurdo y sobrecogedor. Sabiendo que el Adelantado se las daba de espíritu fuerte, le interrogué con la mirada. Como si se tratara de una cosa distinta, que poco tuviera que ver con la religión, me habló de una misa prometida en acción de gracias durante la tempestad de la noche anterior. Se acercó al altar, ante el cual se encontraba Rosario. Yannes, que debía ser hombre de iconos, pasó a mi lado mascullando algo acerca de que Cristo era uno solo. Los indios, a cierta distancia, miraban. El jefe de la Aldea, a medio camino, observaba una actitud respetuosa —todo arrugado en medio de sus collares de colmillos—. Las madres acallaban los chillidos de sus crios. Fray Pedro se volvió hacia mí: «Hijo, estos indios rehusan el bautismo; no quisiera que te vieran indiferente. Si no quieres hacerlo por Dios, hazlo por mí.» Y apelando a la más universal de las dudas, añadió, con acento más áspero: «Recuerda que tú estabas en las mismas barcas y también tuviste miedo.» Hubo un largo silencio. Luego: In nomine Patris, et Filie et Spiritus Sancti. Amén. Una dolorosa sequedad se hizo en mi garganta. Aquellas palabras inmutables, seculares, cobraban una portentosa solemnidad en medio de la selva —como brotadas de los subterráneos de la cristiandad primera, de las hermandades del comienzo—, hallando nuevamente, bajo estos árboles jamás talados, una función heroica anterior a los himnos entonados en las naves de las catedrales triunfantes, anterior a los campanarios enhiestos en la luz del día. Sane tus, Sanctus, Sane tus, Dominus Deus Sabaoth… Troncos eran las columnas que aquí hacían sombra. Sobre nuestras cabezas pesaban follajes llenos de peligros. Y en torno nuestro estaban los gentiles, los adoradores de ídolos, contemplando el misterio desde su nartex de lianas. Yo me había divertido, ayer, en figurarme que éramos Conquistadores en busca de Manoa. Pero de súbito me deslumhra la revelación de que ninguna diferencia hay entre esta misa y las misas que escucharon los Conquistadores del Dorado en semejantes lejanías. El tiempo ha retrocedido cuatro siglos. Esta es misa de Descubridores, recién arribados a orillas sin nombre, que plantan los signos de su migración solar hacia el Oeste, ante el asombro de los Hombres del Maíz. Aquellos dos —el Adelantado y Yannes— que están arrodillados a ambos lados del altar, flacos, renegridos, uno con cara de labriego extremeño, otro con perfil de algebrista recién asentado en los Libros de la Casa de la Contratación, son soldados de la Conquista, hechos a la cecina y a lo rancio, curtidos por las fiebres, mordidos de alimañas, orando con estampa de donadores, junto al morrión dejado entres las yerbas de acres savias. Miserere nostri, Dómine, miserere nostri. Fiat misericordia —salmiza el capellán de la Entrada, con acento que detiene el tiempo—. Acaso transcurre el año 1540. Nuestras naves han sido azotadas por una tempestad y nos narra el monje ahora, a tenor de la sacra escritura, cómo fue hecho en el mar tan gran movimiento que el barco se cubría de las ondas; mas El dormía, y llegándose sus discípulos le despertaron diciendo: Señor, sálvanos que perecemos; y El les dice: ¿Por qué teméis, hombres de poca fe?, y entonces, levantándose, reprendió a los vientos y a la mar y fue grande bonanza. Acaso transcurre el año 1540. Pero no es cierto. Los años se restan, se diluyen, se esfuman, en vertiginoso retroceso del tiempo. No hemos entrado aún en el siglo xvi. Vivimos mucho antes. Estamos en la Edad Media. Porque no es el hombre renacentista quien realiza el Descubrimiento y la Conquista, sino el hombre medieval. Los enlistados en la magna empresa no salen del Viejo Mundo por puertas de columnas tomadas al Palladio, sino pasando bajo el arco románico, cuya memoria llevaron consigo al edificar sus primeros templos del otro lado del Mar Océano, sobre el sangrante basamento de los teocalli. La cruz románica, vestida de tenazas, clavos y lanzas, fue la elegida para pelear con los que usaban parecidos enseres de holocausto en sus sacrificios. Medievales son los juegos de diablos, paseos de tarascas, danzas de Pares de Francia, romances de Carlomagno, que tan fielmente perduran en tantas ciudades que hemos atravesado recientemente. Y me percato ahora de esta verdad asombrosa: desde la tarde del Corpus en Santiago de los Aguinaldos, vivo en la temprana Edad Media. Puede pertenecer a otro calendario un objeto, una prenda de vestir, un remedio. Pero el ritmo de vida, los modos de navegación, el candil y la olla, el alargamiento de las horas, las funciones trascendentales del Caballo y del Perro, el modo de reverenciar a los Santos, son medievales —medievales como las prostitutas que viajan de parroquia a parroquia en días de feria, como los patriarcas bragados, orgullosos en reconocer cuarenta hijos de distintas madres que les piden la bendición al paso—. Comprendo ahora que he convivido con los burgueses de buen trago, siempre prestos a catar la carne de alguna moza del servicio, cuya vida jocunda me hiciera soñar tantas veces en los museos; he trinchado los lechoncillos de tetas chamuscadas, de sus mesas, y he compartido la desmedida afición por las especias que les hicieron buscar los nuevos caminos de Indias. En cien cuadros había conocido yo sus casas de toscas baldosas rojas, sus cocinas enormes, sus portones claveteados. Conocía esos hábitos de llevar el dinero prendido del cinturón, de bailar danzas de pareja suelta, de preferir los instrumentos de plectro, de echar los gallos a pelear, de armar grandes borracheras en torno a un asado. Conocía a los ciegos y baldados de sus calles; los emplastos, solimanes y bálsamos curanderos con que aliviaban sus dolores. Pero los conocía a través del barniz de las pinacotecas, como testimonio de un pasado muerto, sin recuperación posible. Y he aquí que ese pasado, de súbito, se hace presente. Que lo palpo y aspiro. Que vislumbro ahora la estupefaciente posibilidad de viajar en el tiempo, como otros viajan en el espacio… líe misa est, Benedicamos Dómino, Dea Grafías. Había concluido la misa, y con ella el Medioevo. Pero las fechas seguían perdiendo guarismos. En fuga desaforada, los años se vaciaban, destranscurrían, se borraban, rellenando calendarios, devolviendo lunas, pasando de los siglos de tres cifras al siglo de los números. Perdió el Graal su relumbre, cayeron los clavos de la cruz, los mercaderes volvieron al templo, borróse la estrella de la Natividad, y fue el Año Cero, en que regresó al cielo el Ángel de la Anunciación. Y tornaron a crecer las fechas del otro lado del Año Cero —fechas de dos, de tres, de cinco cifras—, hasta que alcanzamos el tiempo en que el hombre, cansado de errar sobre la tierra, inventó la agricultura al fijar sus primeras aldeas en las orillas de los ríos, y, necesitado de mayor música, pasó del bastón de ritmo al tambor que era un cilindro de madera ornamentado al fuego, inventó el órgano al soplar en una caña hueca, y lloró a sus muertos haciendo bramar un ánfora de barro. Estamos en la Era Paleolítica. Quienes dictan leyes aquí, quienes tienen derecho de vida y muerte sobre nosotros, quienes tienen el secreto de los alimentos y tósigos, quienes inventan las técnicas, son hombres que usan el cuchillo de piedra y el rascador de piedra, el anzuelo de espina y el dardo de hueso. Somos intrusos, forasteros ignorantes —metecos de poca estadía—, en una ciudad que nace en el alba de la Historia. Si el fuego que ahora abanican las mujeres se apagara de pronto, seríamos incapaces de encenderlo nuevamente por la sola diligencia de nuestras manos.